11. En los junglares

A pesar de que la tripulación era mucho menos numerosa que la de los grabs, aunque sí más preparada y valiente que los bengalíes, el Mariana había salido del encuentro con poco perjuicio, como había dicho el Tigre de Malasia.

Y aunque el cañoneo de los mirines había sido furibundo, no había sufrido daño alguno de importancia que le obligase a ir a un astillero; todas las averías eran fáciles de reparar, pues se reducían a cuerdas rotas, a unos cuantos agujeros en las velas y un peñol astillado.

El blindaje del casco, aunque de poco espesor, había sido suficiente para rechazar las balas de a libra de los cañones de bronce y de cobre.

No obstante, habían resultado muertos siete hombres bajo el fuego de las carabinas, y otros diez habían sido llevados a la enfermería heridos de más o menos gravedad. Pérdidas pequeñas, comparadas con las sufridas por las tripulaciones de las naves enemigas, considerablemente diezmadas por el fuego de las culebrinas, hábilmente dirigidas por Yáñez y sus artilleros.

La victoria había sido completa. El grab que había puesto la quilla al aire terminó por hundirse del todo. El otro quedó reducido a un estado tal, que no le era posible intentar nada; además, había embarrancado.

Los sectarios de la sanguinaria diosa no debían de estar muy satisfechos del éxito de la primera batalla sostenida con los terribles tigres de Mompracem, a quienes pensaban derrotar fácilmente antes de que saliesen del Hugly.

El Mariana, guiado por Sambigliong, un timonel que tenía muy pocos rivales, llegó en unas cuantas bordadas a la extremidad septentrional del islote, y volvió a entrar en el río en el preciso momento en que el segundo grab desaparecía bajo las aguas del canal.

El incendio fue extinguido por completo, y ningún peligro amenazaba ya al prao, el cual podía ahora descender tranquilamente por el río sin temor de que le siguieran.

No obstante, creyendo que tal vez los thugs se hubiesen refugiado en el islote y que podían efectuarles una descarga de carabinas cuando pasasen ante ellos, Sandokán mandó dirigir el Mariana hacia la orilla opuesta.

En aquel lugar, el río Hugly tiene unos dos kilómetros de anchura, y por lo tanto no había peligro de que las balas de los sectarios llegasen hasta el prao.

—¿Dónde vamos a desembarcar? —preguntó Yáñez a Sandokán, que estaba escrutando las orillas.

—Bajaremos por el río una docena de millas —contestó el Tigre de Malasia—. No quiero que los thugs nos vean desembarcar.

—¿Se halla muy lejos el burgo?

—A pocos kilómetros, según me ha dicho Tremal-Naik. Pero nos veremos obligados a atravesar la manigua.

—No será tan complicado como atravesar nuestros bosques vírgenes de Borneo.

—Pero abundan los tigres entre esos gigantescos cañaverales.

—¡Bah! ¡Hace ya mucho tiempo que conocemos a esos señores! Además, ¿no venimos a los Sunderbunds para vérnoslas con ellos?

—Es verdad, Yáñez —contestó sonriendo Sandokán.

—¿Crees que los thugs habrán adivinado nuestros proyectos?

—Tal vez en parte. Sin embargo, no es posible que se hayan imaginado que venimos a desembarcar aquí.

—Probablemente sospecharían que queríamos asaltar su refugio por la parte del Mangal.

—¿Intentarán el desquite?

—Es posible, Yáñez; pero llegarán demasiado tarde. Ya he dado instrucciones a Sambigliong para que no se deje sorprender dentro de los Sunderbunds. Ocultará el prao en el canal Raimatla, desmontará la arboladura y cubrirá el casco con cañas y hierbas, con objeto de que los thugs no se den cuenta de la presencia de nuestros hombres.

—¿Y cómo vamos a ponernos en comunicación con ellos? Podríamos necesitar su ayuda.

—Kammamuri se encargará de venir a buscarnos entre los junglares de los Sunderbunds.

—¿Se queda con Sambigliong?

—Sí; por lo menos hasta que el prao haya llegado a Raimatla. Conoce muy bien aquellos lugares y buscará un buen sitio para esconder nuestro barco. Los thugs han demostrado ser muy listos, y nosotros tenemos que ser más listos todavía. Espero que llegue el día en que pueda ahogarlos a todos dentro de sus subterráneos.

—Recomienda a Sambigliong que no deje de vigilar al manti. Si ese hombre consigue escapar, ya no podremos sorprenderlos.

—¡No temas, Yáñez! —dijo Sandokán—. Habrá siempre un hombre de guardia, día y noche, en su camarote.

—¿Tomamos tierra? —preguntó en aquel momento una voz detrás de ellos—. Ya hemos rebasado la isla y no nos conviene alejamos demasiado del camino que conduce a Khari. Los junglares son muy peligrosos.

—Ya estamos preparados para saltar —contestó Sandokán—. Manda que dispongan una chalupa y vamos a acampar en tierra.

—Tenemos un magnífico refugio para pasar la noche —dijo Tremal-Naik—. Estamos frente a una torre de náufragos. Ahí dentro estaremos muy bien.

—¿Cuántos hombres vamos a llevar con nosotros? —preguntó Yáñez.

—Bastará con los seis que hemos escogido —contestó Sandokán—. Un número mayor podría despertar sospechas en los thugs de Raimangal.

—¿Y Surama?

—Nos seguirá, puede sernos muy útil. El Mariana se puso al pairo a unos doscientos pasos de la orilla.

La chalupa ya había sido echada al agua. Sandokán dio sus últimas instrucciones a Kammamuri y a Sambigliong, recomendándoles sobre todo la mayor prudencia, y enseguida descendió a la chalupa, donde ya se encontraban los seis hombres escogidos que debían acompañarle, junto con Surama y la viuda, a la cual pensaban dejar bajo la custodia de Tremal-Naik.

En dos minutos atravesaron el río y desembarcaron en las márgenes de las inmensas maniguas, a poca distancia de la torre de refugio, cuya escala portátil estaba apoyada en la pared.

Era una torre parecida a la que habían visto Yáñez y Sandokán en la embocadura del río. Estaba construida con madera, de una docena de metros de altura, y con las advertencias que ya hemos indicado, escritas en cuatro idiomas con pintura negra.

Sandokán apoyó la escala sobre una ventana y subió el primero, siguiéndole Surama y la viuda.

No había más que una habitación, en la cual apenas cabrían una docena de personas. Se veían varias hamacas colgadas de las traviesas del techo, y una especie de tosca alacena, en la cual había cierta cantidad de bizcochos, carne salada y varios recipientes de barro.

Seguramente que los náufragos no engordarían demasiado con semejantes provisiones; pero, cuando menos, todo aquel que tuviese la desgracia de ir a para a orillas tan peligrosas y desiertas, no corría el riesgo de morir de hambre en algún tiempo.

En cuanto estuvieron todos dentro, Tremal-Naik mandó retirar la escala, para que los tigres que rondasen por los contornos no se aprovecharan de ella y se encaramasen hasta el refugio.

Las dos mujeres y los jefes se tumbaron en las hamacas; los seis malayos se echaron en el suelo, poniendo las armas al alcance de la mano, a pesar de que no había trazas de peligro inmediato.

Transcurrió la noche tranquilamente, no turbando el profundo silencio de aquellos parajes más que algún que otro aullido de los chacales hambrientos.

Cuando despertaron, el Mariana ya no era visible. A aquella hora debía de haber llegado a la boca del Hugly y estaría costeando las Cabezas de Araca, que se extienden ante los pantanosos terrenos de los Sunderbunds y que sirven de barrera a las grandes oleadas del golfo de Bengala.

Una sola barca, cubierta con un toldillo, remontaba el río muy cerca de la orilla, tripulada por cuatro remeros medio desnudos.

En cambio, en los junglares no se veía un ser humano; sólo revoloteaban muchos pájaros acuáticos, entre ellos infinidad de patos bramines, algún tara y varios colosales nim.

—Esto no es más que el comienzo del delta del Ganges —dijo Tremal-Naik—. Más tarde veréis otras cosas que os darán una idea más exacta de este inmenso pantano, que se extiende entre los dos principales brazos del río sagrado.

—No comprendo por qué los thugs han fijado su residencia en un lugar tan feo. Aquí deben imperar las fiebres todo el año.

—Y el cólera también, que con frecuencia hace enormes estragos entre los molangos. Pero aquí se encuentran más seguros, porque nadie se atrevería a intentar una expedición a través de estos pantanos, que despiden emanaciones mortales.

—Las cuales no nos arredrarán —respondió Sandokán—. Las fiebres ya nos conocen, porque estamos acostumbrados a ellas.

—¿Y contra quién se dirigen los thugs de Suyodhana, si estas tierras están casi despobladas? Kali no debe tener muchos sacrificios humanos —dijo Yáñez.

—Algún molango a quien sorprenda lejos de su aldea —contestó Tremal-Naik— paga por todos.

»Además —prosiguió el hindú—, aunque no encuentran muchas víctimas a quienes estrangular en los Sunderbunds, no creáis que le faltan sacrificios a Kali: los thugs tienen emisarios en todas las provincias septentrionales de la India. Allí donde hay una peregrinación, acuden los sectarios de la diosa, y un buen número de peregrinos no regresa a sus casas. En Raimangal he conocido un thugs que cazaba a lazo a los que se dirigían a las grandes funciones religiosas de Benares, y que ya había estrangulado a setecientas diecisiete personas, y cuando le prendieron, aquel miserable no manifestó más que un pesar; el de no haber podido seguir estrangulando hasta llegar a la cifra de mil personas.

—¡Sería una fiera en forma de hombre! —exclamó Yáñez.

—No es posible imaginar los estragos que hasta hace pocos años cometían esos bribones. Basta decir que esos temibles asesinos despoblaron algunas regiones de la India central —dijo Tremal-Naik.

—Pero ¿qué placer encuentran matando a tanta gente?

—¿Qué placer? Es preciso oír a un thug para hacerse una idea. En una ocasión tuve la oportunidad de interrogar a uno de esos monstruos sobre el particular, y me contestó que era algo así como el placer que se experimenta en la caza, pero aumentado con el incentivo de que se traía de seres humanos con quienes hay que luchar para lo cual, no sólo se requiere tener valor, sino también astucia, prudencia y diplomacia. Esta es la contestación que obtuve de aquel infame, que ya había ofrecido a su divinidad algunos centenares de víctimas. Para los thugs, el asesinato es ley; por lo tanto, matar les produce una alegría sin límites, porque cumplen un deber; asistir a la agonía de una persona a quien han herido, es para ellos una inefable delicia.

—En definitiva, que matar a una criatura inofensiva es un arte —dijo Yáñez—. ¡Creo que no es posible hacer una apología más perfecta del crimen!

—¿Son muy numerosos los sectarios de Kali? —preguntó Sandokán.

—Se calcula que habrá unos cien mil repartidos la mayor parte por los junglares de Sunderbunds, en el Ande y la cuenca del Nerbudda.

—¿Y todos ellos obedecen a Suyodhana?

—Es el jefe supremo reconocido por todos —respondió Tremal-Naik.

—Afortunadamente, los otros están lejos —dijo Yáñez—. Si se reuniesen todos en los Sunderbunds, no nos quedaría más remedio que regresar al Mariana y volvernos a Mompracem.

—En Raimangal no debe de haber muchos, ni creo tampoco que Suyodhana llamase a los de otras regiones, aunque se viera seriamente amenazado. El Gobierno de Bengala los vigila estrechamente, y cuando puede echarles mano, no respeta a ninguno.

—No obstante, no ha realizado grandes esfuerzos para arrojar a los de aquí de sus cavernas de Raimangal —dijo Sandokán.

—Ahora está demasiado ocupado. Ya os he dicho que en la India septentrional acaba de estallar una formidable insurrección, y que hace varios días algunos regimientos de cipayos fusilaron en Merut y en Cawnpore a los oficiales que los mandaba. Tal vez cuando hayan conseguido sofocar la revuelta, se dediquen a perseguir a los thugs de los Sunderbunds.

—Espero que para entonces ya no existan —dijo Sandokán—. No hemos venido hasta aquí para dejárnoslos escapar de entre las manos, ¿verdad, Yáñez?

—¡Enseguida lo veremos! —contestó el portugués—. Marchemos, Sandokán; no me gusta permanecer en este palomar, y además tengo ganas de ver a nuestros elefantes.

Surama y la viuda, que habían encontrado una pequeña provisión de té en el armario de los víveres, prepararon unas cuantas tazas de la aromática hierba.

Las bebieron, y después de colocar de nuevo la escala en su sitio, descendieron a tierra entre las altas plantas que rodeaban la torre.

Delante iban tres hombres armados de parangs, con objeto de ir abriendo paso a través del inextricable laberinto de bambúes y plantas parásitas. La marcha empezó bajo los rayos de un sol muy ardiente. Quien no haya visto las maniguas de los Sunderbunds, no puede formarse una idea de su aspecto desolador.

Un desierto privado del más pequeño arbusto, es menos triste que aquellas llanuras fangosas cubiertas de una vegetación, realmente muy espesa, pero que no tiene nada de alegre ni de pintoresco. Las plantas tienen un color indefinido; como el de algo sin vida de la que sólo emanan gérmenes infectos, mortales.

Todas las plantas son allí muy elevadas, y se desarrollan con prodigiosa rapidez, porque el terreno es muy fértil; pero, como hemos dicho, están enfermas y tienen un no sé qué de infinitamente triste, que impresiona al que se atreve a meterse en aquel caos vegetal.

El terrible cólera morbo que casi todos los años hace estragos en algunos pueblos del mundo, tiene allí su asiento. La lucha entre el agua que constantemente invade tales lugares y el calor solar que la absorbe rápidamente, es una batalla secular que desarrolla gérmenes de infección y miasmas mortales, que nacen favorecidos por aquella vegetación de extraordinaria riqueza. De esta forma se desarrolla el terrible mal asiático.

Los microbios se propagan con asombrosa rapidez bajo tales plantas, y no esperan sino a los peregrinos indios para extenderse por Asia, por África y por Europa.

Tal es la atmósfera que respiran los desgraciados molangos en sus míseras aldeas, ahogados entre aquellas cañas inmensas; no obstante, son muy pocos los que mueren del cólera; en cambio, el europeo que no esté aclimatado, sucumbe en pocas horas.

Es el aliado de los thugs y vale más que todas las fortalezas y todas las barreras para tener siempre alejadas a las tropas del Gobierno de Bengala.

Pero no es tan sólo el cólera el que se encuentra a gusto en aquellos pantanos: también se hallan a su placer las serpientes y los tigres, los rinocerontes y los cocodrilos, que se propagan de un modo sorprendente.

Sí; los Sunderbunds son tristes, pero son el paraíso de los cazadores, ya que se encuentran allí los animales más terribles de la India. Sin embargo, viven seguros, a pesar de que los oficiales ingleses, que son cazadores empedernidos, no se atreven a internarse por aquel mar de vegetación, porque no ignoran que la más breve estancia en los pantanos puede serles fatal.

El europeo no puede hacer frente a los miasmas de los Sunderbunds; bajo la sombra de los cálamos y de las cañas, le acecha la muerte.

Si logra escapar de la garra de los tigres, de la venenosa mordedura de la serpiente de anteojos o de cascabel, de la del minuto o de los dientes de los cocodrilos, cae infaliblemente bajo los microbios del cólera.

El pequeño pero valiente grupo, marchaba guiado por Tremal-Naik, lentamente aunque sin detenerse, por entre el intrincado junglar, abriéndose paso a golpes de parang y de kampilang, pues no habían encontrado la menor traza de sendero desde que salieran de la torre de refugio.

Los malayos, acostumbrados al rudo manejo de los parangs y dotados de una resistencia y un vigor extraordinarios, cortaban sin descanso insensibles a los ardores del sol.

Mientras ellos derribaban a fuerza de golpes las enormes cañas, que parecía como si quisiesen ahogarlos, y las tumbaban a derecha e izquierda para dejar paso a las dos mujeres y a sus jefes, estos vigilaban atentamente la espesura, pues no hubiera sido extraño que, de improviso, apareciera algún tigre.

En los pocos pasos que con tanta dificultad habían recorrido, ya habían percibido por dos veces el olor característico que despiden esas peligrosas fieras, pero no se había dejado ver ninguna, tal vez asustada por el número de personas y por el brillo de los cañones de las carabinas, pues esos sanguinarios carnívoros ha aprendido a temer las armas de fuego.

Si aquel grupo hubiera estado formado por desgraciados molangos armados de cuchillos o con alguna lanza, quizá no habrían vacilado en acometerlos para llevarse alguno.

Cada vez se hacía más espesa la vegetación, poniendo a prueba la paciencia y la habilidad de los malayos, aun cuando ya habían tenido sobradas ocasiones de saber lo que eran las maniguas.

Se sucedían sin interrupción las cañas, altísimas y apretadas, y solamente se interrumpía el cañaveral para dejar paso a enormes masas de cálamos, plantas parásitas de una resistencia increíble, y a charcos de agua amarillenta y corrompida, que obligaban a los caminantes a dar enormes rodeos.

Por entre aquella espesura hacía un calor sofocante, por lo cual todos sudaban a chorro, y muy especialmente Yáñez, que por su condición de europeo, resistía menos que los demás los ardientes rayos del sol.

—¡Prefiero nuestros bosques vírgenes de Borneo! —decía el pobre portugués, que parecía estar sumergido en un baño de vapor, a juzgar por lo mojadas que estaban sus ropas—. ¡Tengo la impresión de hallarme dentro de un horno! ¿Va a durar mucho esto? ¡Ya empiezo a estar harto de los junglares bengaleses!

—No tardaremos menos de diez o doce horas —respondió Tremal-Naik, que parecía encontrarse en su ambiente entre aquellas vegetaciones y aquellos pantanos.

—Pues llegaré a tu bungalow en un estado lamentable. ¡Vaya sitio que han escogido los thugs! ¡Que el demonio se los lleve! ¿No podían haber buscado otro escondrijo mejor?

—Eso no es posible, mi querido Yáñez; porque aquí se encuentran completamente seguros. Fieras y cólera, pantanos y fiebres que hacen desaparecer a un hombre en pocas horas, ¿qué mejores guardianes? ¡Han sido muy listos al establecerse aquí!

—¿Y tendremos que andar vagando por estos junglares durante semanas enteras? ¡Bonita perspectiva!

—Los elefantes son muy altos, y en cuanto subas a uno de ellos verás como no te falta aire para respirar. ¡Ah…!

—¿Qué pasa? —preguntó Yáñez, echando mano a la carabina que llevaba al hombro.

Los malayos que iban delante se detuvieron; estaban agachados y escuchaban con gran atención.

Ante ellos se abría una especie de sendero, lo suficientemente ancho como para dejar paso a tres o cuatro personas de frente; y parecía recién abierto, porque las cañas caídas a ambos lados tenían todavía las hojas verdes.

Sandokán, que iba escoltando a la viuda y a Surama, se acercó al grupo.

—¿Es un camino? —preguntó.

—Acaba de abrirlo ahora mismo algún animal muy grande, que debe marchar delante de nosotros —respondió uno de los malayos—. Ha debido de pasar por aquí hace muy pocos minutos.

Tremal-Naik se inclinó sobre la tierra, en la cual se veían unas grandes pisadas.

—Es un rinoceronte el que nos precede —dijo—. Ha oído los golpes de los parangs y ha huido. Debía de estar en un momento de buen humor, pues de lo contrario nos hubiera acometido furiosamente.

—¿Hacia dónde se dirigirá ahora? —preguntó Sandokán.

—Hacia el Noroeste —contestó uno de los malayos, que llevaba una brújula de bolsillo.

—Es precisamente nuestra misma dirección —dijo Tremal-Naik—. Ya que va abriéndonos el camino, sigámosle; nos ahorrará trabajo. No obstante, llevad las carabinas preparadas, pues pudiera volver hacia atrás y echarse encima de nosotros.

—Y nosotros le recibiríamos con todos los honores —replicó Sandokán—. Las mujeres que vayan detrás, y nosotros en cabeza. ¡Daremos comienzo a nuestra partida de caza!