10. Una terrible batalla

Al escuchar la orden del Tigre de Malasia, los marineros, que ya se disponían a echar el ancla y a bajar las velas, interrumpieron bruscamente la maniobra y corrieron a sus puestos, gritando:

—¡A las armas!

Los formidables tigres de Mompracem, aquellos terribles salteadores de los mares de Malasia, que habían hecho temblar incluso al leopardo inglés y que acabaron con el poderío de James Brooke, el famoso rajá de Sarawak, se despertaron de pronto.

La sed de sangre y de exterminio, adormecida desde hacía algunos meses, se les despertó de improviso.

En menos tiempo del que se tarda en decirlo, aquellos cincuenta hombres se colocaron en sus puestos de combate, dispuestos al abordaje; los artilleros, tras de las amuras y sobre la toldilla de cámara, con las carabinas empuñadas, los kriss entre los dientes y los temibles parangs[17] de ancha hoja al alcance de la mano.

Tremal-Naik y Yáñez se aproximaron rápidamente al Tigre de Malasia, que desde la popa vigilaba los movimientos de los grabs.

—¿Se disponen a atacarnos? —preguntó el bengalés.

—Piensan cogemos entre dos fuegos —respondió Sandokán.

—¡Bribones! ¡Se aprovechan de que este sitio se halla siempre desierto para caer sobre nosotros! Diamond Harbour está lejos, y en esta parte del río nunca hay barcos. ¡Por lo visto tienen prisa en suprimimos!

—¡Dejémosles que vengan! —dijo Yáñez con su calma habitual—. Cierto que sus tripulaciones son muy numerosas; pero los hindúes no valen lo que los tigres de Mompracem. Y no te ofendas por mis palabras, Tremal-Naik.

—Conozco el valor de mis compatriotas —contestó el bengalés— y sé que no puede competir con el de los malayos. ¿Qué esperamos, Sandokán?

—Que disparen los grabs primero —contestó el Tigre de Malasia—. Si estuviésemos en el mar, la cosa sería distinta; pero aquí, en el río, en aguas inglesas, no me atrevo. Luego podríamos tener algunas complicaciones con las autoridades, y quizá nos tratasen como a piratas.

—Pero los thugs, mientras, pueden ir tomando posiciones.

—El Mariana maniobra mejor que una chalupa, y en el momento preciso sabremos huir del fuego combinado. Dejémosles venir; estamos dispuestos a recibirlos.

—Y también a echarlos a pique —añadió Yáñez.

—Tienen cañones —dijo el bengalés.

Mirines de poco alcance. Sus proyectiles no harán gran daño al casco de nuestro buque —respondió despectivamente Sandokán—. Ya conocemos esa clase de artillería, ¿verdad, Yáñez?

—¡Son simples juguetes! —contestó el portugués—. ¡Ah! ¿Ves cómo avanzan? ¡Procuran cogernos en el centro!

—Manda echar un anclote a proa —dijo Sandokán— sin cadena; sólo con un cable, el cual cortaremos de un tajo. Procuraremos engañar a esos canallas.

Los dos grabs embocaban ya en el canal y avanzaban lentamente, con parte del velamen amainado bajo las cofas.

Uno de ellos iba casi rozando la playa del islote; el otro se dirigía hacia tierra firme. Por aquella maniobra se comprendía fácilmente que se proponían coger entre dos fuegos al prao, el cual se hallaba en aquel momento en el centro del canal.

En la toldilla de ambas embarcaciones reinaba cierta agitación. En la proa y en la popa de los respectivos barcos se veía ir y venir a los marineros, muy ocupados, como si estuvieran levantando barricadas para defenderse mejor de la artillería enemiga; otros conducían objetos que parecían muy pesados, a juzgar por el número de hombres que había en derredor.

Sandokán, muy tranquilo, como si todo aquello no le importara, vigilaba con mirada atenta los movimientos de los dos barcos, en tanto que Yáñez inspeccionaba las culebrinas y mandaba que preparasen los útiles del abordaje para que todo estuviese dispuesto para abordar al adversario en caso de necesidad.

Apenas oscureció y comenzó a asomar la luna por entre las copas de los árboles que bordeaban las orillas, los grabs, dando unas bordadas, se acercaron hasta unos trescientos pasos del prao, cada uno por un lado, de modo que le cogían en medio.

Casi inmediatamente se oyó una voz que provenía del grab más próximo, que gritaba en inglés:

—¡Rendíos; de lo contrario, os echaremos a pique! Sandokán, que ya tenía en la mano el megáfono, se lo llevó a la boca rápidamente y dijo:

—¿Quiénes sois para hacemos semejante intimación?

—¡Barcos del Gobierno de Bengala! —contestó la primera voz.

—¡Entonces haced el favor de enseñarnos vuestra documentación! —respondió Sandokán con ironía.

—¿No queréis obedecer?

—Por ahora, no.

—¿Me obligaréis a hacer fuego?

—¡Hazlo si quieres!

Al oír esta respuesta, se oyeron gritos enfurecidos procedentes de las cubiertas de ambas naves.

—¡Kali!… ¡Kali!…

Sandokán dejó el megáfono y desenvainó la cimitarra.

—¡Vamos, tigres de Mompracem! —gritó Sandokán—. ¡Cortad la cuerda y abordemos!

Al grito de los thugs replicó la tripulación del Mariana con un grito de guerra más salvaje y más terrible que el de los hindúes.

La cuerda del anclote fue cortada de un solo tajo y el prao volvió a encontrarse libre, dirigiéndose resueltamente contra el grab, que se encontraba junto a la orilla del islote.

De improviso resonó un cañonazo, cuyo estampido retumbó largamente bajo los árboles de la playa de la orilla opuesta.

El grab había abierto el fuego con su pequeño cañón de proa, creyendo, sin duda, sus artilleros, que hendirían con facilidad los costados del prao; pero este tenía el casco recubierto con planchas metálicas, que resultaban más que suficientes para hacer inútiles aquellas balas tan pequeñas.

—¡Ahora vosotros, tigrecitos! —gritó Sandokán, que se había puesto al timón para guiar el velero.

A esta orden siguió una descarga de carabina. Los piratas, que hasta entonces habían permanecido ocultos tras las amuras, se pusieron en pie y abrieron un fuego violentísimo sobre la cubierta del grab, mientras los artilleros hacían girar con rapidez sobre sus pernos las culebrinas grandes para barrer la cubierta del barco enemigo.

El combate había empezado con gran empuje por ambas partes, y ya habían caído algunos hombres en el grab y en el Mariana; pero muchos más en el primero.

Los piratas, que ya estaban muy acostumbrados a la guerra, disparaban siempre sobre seguro, mientras que los thugs hacían fuego a boleo.

Sandokán, que permanecía impasible ante aquella granizada de balas que golpeaban los costados de su pequeña pero fortísima nave, que agujereaban las velas e imposibilitaban la maniobra, animaba incesantemente a sus hombres.

—¡Apuntad bajo, tigres de Mompracem! ¡Demostremos también a esos hombres cómo se baten los hijos de la salvaje Malasia!

Sin embargo, no había necesidad de animar a aquellos temibles merodeadores de los mares, crecidos entre el humo de la artillería y curtidos en cientos de combates.

Saltaban como tigres, subiéndose en las amuras y trepando por las escalillas para poder apuntar mejor al enemigo, sin inquietarse por los disparos del grab, mientras los artilleros, bajo el mando de Yáñez y por medio de tiros de gran precisión, hacían pedazos la arboladura y el aparejo del velero bengalés.

Apenas se había empeñado la lucha cuando se aproximó al Mariana por detrás el segundo grab, descargándole encima sus cuatro mirines.

—¡Orza a la banda! —gritó Yáñez.

Sandokán procuró virar con un golpe de barra, mientras Tremal-Naik y Kammamuri corrían a babor con un grupo de tiradores para hacer frente al nuevo adversario.

Por medio de una rápida maniobra, el Mariana se lanzó fuera de línea, huyendo del fuego cruzado de ambos barcos; enseguida se puso de través e hizo frente a los dos grabs, disparándoles con las carabinas y los cañones.

La pequeña nave se defendía maravillosamente y escupía hierro y plomo en cantidad más que suficiente para los dos enemigos.

Yáñez, que manejaba una de las culebrinas, había derribado con sus disparos el palo trinquete del primer grab, haciéndolo caer sobre cubierta, y luego hizo una descarga sobre los hombres que intentaban lanzarlo al agua y cortar el cordaje, lanzándoles una andanada de metralla que causó verdaderos estragos entre los thugs.

Sin embargo, la situación del Mariana era bastante crítica, porque los dos veleros bengaleses, aunque estaban ya muy maltratados, se le acercaban por ambos lados para abordarle.

Sandokán procuraba huir del cerco por medio de hábiles maniobras. Por desgracia, el canal tenía poca anchura, y el viento era demasiado débil para intentar dar unas bordadas.

Tremal-Naik se le acercó para aconsejarle acerca de lo que debía hacer.

El animoso bengalés había realizado verdaderos milagros, causando al segundo grab considerables pérdidas, pero no pudo conseguir detenerle en su marcha.

—¡Se nos echan encima y dentro de poco entrarán al abordaje! —dijo a Sandokán, mientras cargaba de nuevo la carabina.

—¡Estaremos dispuestos para recibirlos! —contestó el Tigre de Malasia.

—¡Son cuatro veces más numerosos que nosotros!

—¡Ya verás cómo se baten mis hombres! ¡Sambigliong! ¡A mí!

El malayo, que hacía fuego desde lo alto de la escalilla de babor, se colocó de un salto a su lado.

—¡Toma la rebola! —le dijo Sandokán.

—¿Sobre cuál de los dos, patrón?

—¡Sobre el de babor! ¡Abordaremos nosotros primero!

Enseguida se lanzó a través de la cubierta, gritando con poderosa voz:

—¡Preparaos para el abordaje! ¡A mí, tigres de Mompracem!

Sambigliong, que había colocado a cinco hombres debajo del castillo para la maniobra de la vela de popa, mandó soltar escota para recoger más viento y luego enfiló el prao contra el grab que estaba frente al islote y que era el que estaba más maltrecho, en tanto que Yáñez dirigía el fuego de todas las culebrinas contra el otro barco con objeto de detenerle.

—¡Afuera los parabodas! —gritó Sandokán—. ¡Preparaos para lanzar los grapines!

Mientras algunos hombres echaban por fuera de las bordas las bolas de cuerda trenzada para atenuar el encontronazo y otros cogían los grapines colocados a lo largo de las bandas para lanzarlos a la maniobra enemiga, Sambigliong abordó al grab por babor, metiendo el bauprés por entre el cordaje y las escotillas del palo mayor.

Los thugs, que tripulaban el velero, sorprendidos por un ataque tan audaz, cuando creían que, por el contrario, iban a ser ellos los que abordasen, no pensaron siquiera en evitar el encontronazo, maniobra que, por otra parte, les hubiera resultado difícil de realizar con un solo palo y con el cordaje destrozado.

Cuanto intentaron rehuir el encontronazo, era ya demasiado tarde.

Los tigres de Mompracem, con la agilidad de los monos, llovían por todas partes, lanzándose desde las escotillas, del cordaje y de los penoles y saltando sobre el bauprés.

Sandokán y Tremal-Naik, empuñando la cimitarra con la mano derecha y una pistola con la izquierda, fueron los primeros en lanzarse sobre la cubierta del barco enemigo, mientras Yáñez descargaba andanada tras andanada encima de la otra nave, impidiéndole, de este modo, acudir en ayuda de su compañera.

La invasión de los tigres había sido tan rápida como el rayo, y se apoderaron de la cubierta casi sin hacer uso de las armas.

Los thugs, a pesar de ser mucho más numerosos, se habían dispersado por la toldilla sin casi oponer resistencia; pero al oír los gritos de sus jefes, volvieron enseguida a dar la cara, y después de haberse reunido detrás del palo trinquete, que yacía atravesado sobre la cubierta, cargaron a su vez contra los torwar, aullando como fieras.

Habían renunciado a los lazos, los cuales no podían utilizarse en un combate cuerpo a cuerpo.

El encuentro fue terrible; pero los pesados parangs de los tigres de Mompracem no tardaron en aventajar a las pequeñas y ligeras cimitarras bengalesas.

Empujados por todos lados iban a lanzarse al agua para alcanzar a nado el islote y ponerse a salvo, cuando en el Mariana resonaron los gritos de:

—¡Fuego! ¡Fuego!

Con una orden breve e instintiva, Sandokán detuvo el empuje de sus hombres.

—¡Al Mariana!

Saltó sobre la amura del grab y de un solo brinco se puso en la toldilla del prao, en tanto que Tremal-Naik con unos cuantos hombres cubría la retirada y rechazaba con eficacia un ataque de los sectarios de la sanguinaria diosa.

Por la escotilla grande del Mariana salía un denso humo, que envolvía las velas y la arboladura.

Tal vez un pedazo de mecha o algún trozo de cuerda encendida por los tiros de las culebrinas, debía de haber caído en la estiba y prendido fuego al depósito de las piezas de recambio de la maniobra.

Sandokán, desentendiéndose de los incesantes disparos del segundo grab, mandó preparar la bomba, y enseguida gritó a Sambigliong, que no había abandonado la rebola:

—¡Al largo! ¡Boga hacia la salida del canal! ¡Todo el mundo a bordo!

En aquel instante, Tremal-Naik y Kammamuri, junto con los hombres que habían cubierto la retirada, saltaban sobre cubierta.

Se cortaron los grapines de abordaje, se orientaron las velas, y el Mariana se separó del grab más próximo, pasando por delante de la proa del otro velero.

Se imponía la retirada, pues los tigres de Mompracem no podían hacer frente a los buques adversarios teniendo fuego a bordo, ya que este podía alcanzar a la pólvora de la santabárbara.

Con los daños sufridos por el Mariana en el abordaje y demás maniobras habían sido relativamente escasos, pues los tiros de los mirines no habían sido bien dirigidos, podía alejarse sin temor de que le alcanzasen; sobre todo, teniendo en cuenta de que el grab abordado, al haber sido privado del trinquete, casi no podía virar y darle caza.

De un solo golpe de vista, Sandokán se había hecho cargo de la situación, y ordenó a Sambigliong:

—¡Al Diamond-Harbour!

Pensaba y con razón, que allí tendría por lo menos el socorro de los pilotos de la estación, en el caso de un peligro extremo, y que los thugs se guardarían muy bien de seguirle hasta aquel lugar.

El comandante del segundo grab mandó desplegar las velas rápidamente como si hubiese comprendido las intenciones de Sandokán, preparándose para darle caza y acometerle de nuevo antes de que el Mariana pudiera salir del canal.

Había adivinado que la presa se le escapaba.

Volvió a reanudarse el fuego de los mirines, que había sido suspendido durante algunos momentos para no alcanzar al otro velero, que se encontraba en la línea de tiro, y se repitieron las descargas de fusilería, entre los gritos ensordecedores de los thugs.

Cuando Sandokán vio el encarnizamiento del enemigo, a pesar de que casi lo había vencido, lanzó un grito de furor.

—¡Ah! —dijo—. ¿Todavía quieres perseguirme? ¡Esperad un momento! ¡Tremal-Naik!

El bengalés, que se hallaba ocupado en organizar un servicio de cubas, sin preocuparse de las balas que caían como granizo sobre la cubierta, al oír el llamamiento del Tigre de Malasia acudió inmediatamente.

—¿Qué quieres?

—Tú y Kammamuri encargaos de dominar el incendio. Sacad al puente a Surama y a la viuda, porque están encerradas en el camarote. Te doy veinte hombres. Los demás se quedan conmigo.

Después de pronunciar estas palabras se lanzó hacia la popa, adonde había mandado a Yáñez que llevaran las piezas de artillería de proa para contestar al fuego de los mirines.

—¡Hazme sitio, Yáñez! —le dijo—. ¡Desmontaremos esa nave!

—¡No será muy trabajoso ni muy difícil! —contestó el portugués, con su calma habitual—. ¡Aquí hay una batería que va a escaldar los lomos de los thugs! ¡Balas y clavos al mismo tiempo! ¡Los lanzaremos con el hierro!

—Tú encárgate de las culebrinas de babor; yo me ocuparé de las de estribor —dijo Sandokán—. Vosotros cubrid la batería con el fuego de vuestras culebrinas.

Se inclinó sobre una de las culebrinas y miró con atención a la cubierta del velero enemigo, el cual proseguía avanzando como si tuviese la intención de abordar al Mariana.

En la cubierta del prao resonaron dos cañonazos: el portugués y el Tigre de Malasia habían hecho fuego simultáneamente.

El palo del trinquete del barco enemigo, tocado en su parte baja, cerca de la cofa, osciló un momento, y luego cayó con gran estrépito a través de la borda de babor, la cual, a causa del fuerte golpe, se rompió en varios pedazos, llenando la toldilla de astillas y de cordaje y cubriendo así los dos cañoncitos del castillo de proa.

—¡Ahora, metralla! —gritó Sandokán—. ¡Barramos la cubierta!

Otros dos cañonazos siguieron a los primeros. Terribles bramidos, y no de victoria, sino de dolor, se elevaron entre los thugs.

En el grab había cesado el fuego, pero no así a bordo del Mariana.

Sandokán y Yáñez, que eran dos magníficos artilleros, disparaban sin descanso, ora contra el casco, ora enviando una verdadera lluvia de clavos sobre la cubierta, enfilándola de popa a proa. Alternaban las balas con la metralla, y tan rápidamente, que a la tripulación adversaria le era imposible sustraerse al ataque que inmovilizaba la nave.

La maniobra caía destrozadla; las amuras saltaban en pedazos, y las maderas de líos costados se abrían. Cinco minutos después, el palo mayor corría la misma suerte que el trinquete, cayendo también sobre babor, tronchado casi por la base y desequilibrando al buque de tal modo, que quedaba el puente completamente a la vista, y hacia este dirigían sus disparos los piratas.

La destrucción del grab estaba en su apogeo. Ya no era más que un informe montón de ruinas, sin palos ni velas, lleno de maderas rotas y de muertos. Sin embargo, el Mariana no aminoraba el empuje de su ataque.

Las balas y las descargas de metralla se sucedían, y las carabinas de los tigres diezmaban la tripulación, la cual buscaba, en vano, uní refugio detrás de las amuras que aún quedaban en pie y de los mástiles derribados.

El otro velero hacía grandes esfuerzos para socorrer a su compañero; pero, privado del trinquete como estaba, avanzaba con gran lentitud, y sus cañonazos carecían de eficacia, pues los proyectiles apenas llegaban al lugar hacia el que iban dirigidos.

—¡Vamos! —dijo Sandokán—. ¡Otra andanada, Yáñez, y habremos terminado! ¡Tira con bala y a flor de agua!

En un brevísimo espacio de tiempo, cuatro disparos abrieron otros tantos agujeros en el casco del grab.

El pobre barco, que todavía, se mantenía a flote por un verdadero milagro, se ladeó bruscamente sobre babor, que era donde estaba acumulado el peso de los mástiles y por donde entraba el agua a través de las grietas producidas en el casco, y enseguida se volcó, quedando la quilla al aire.

Los tripulantes se habían lanzado al agua en el último momento, y nadaban desesperadamente. Algunos se dirigían hacia el islote, y otros hacia el segundo velero, el cual se había quedado inmóvil sobre un banco de arena.

—¿Les disparamos? —preguntó Yáñez.

—¡Déjalos que vayan a que los ahorquen en otro sitio! —respondió Sandokán—. ¡Creo que ya tienen bastante! Sambigliong, vuelve a remontar el canal.

Después de pronunciar estas palabras se dirigió hacia la escotilla, en donde un buen número de marineros trabajaban febrilmente para sofocar el fuego, en medio de un espeso humo que continuaba saliendo.

—¿Cómo va eso? —preguntó Sandokán con ansiedad.

—Ya no hay peligro alguno —respondió Tremal-Naik, al oír esta pregunta—. Ya hemos dominado el incendio, y los hombres que hay en la bodega están desocupando el depósito de las velas y del cordaje de recambio.

—He temido por mi Mariana.

—¿Adónde vamos ahora?

—Volveremos a ganar el río y subiremos hasta más allá del islote. Es preferible que no nos presentemos tal como estamos en Diamond-Harbour.

—Los pilotos deben de haber oído el cañoneo.

—Si no son sordos.

—¡Qué paliza les hemos dado a los thugs!

—Durante un rato ya no nos incomodarán.

—¿Y el otro grab?

—Estoy viéndole y no se mueve. Creo que ha embarrancado; además, está tan maltrecho, que no podrá seguirnos hacia el mar —contestó Sandokán—. Desembarcaremos sin que nos molesten, y después enviaremos el prao a Raimatla, sin que nos vayan siguiendo espías de ninguna clase. ¡Les hemos dado una buena! ¡No ha ido mal el negocio!

—¿Podremos ir a Khari de igual forma, aunque desembarquemos más hacia el Sur?

—Sí, a través de los junglares.

—No nos asustaremos por recorrer diez o doce millas a través de los bambúes, aun cuando allí haya tigres.

Y luego, dirigiéndose hacia Sambigliong, añadió:

—¡Sambigliong, sigue remontando, y vira de bordo en el extremo del islote! ¡Volveremos al Hugly!