9. Las revelaciones del «Manti».

Sandokán hizo una seña y el malayo Sambigliong, que ya debía de haber recibido instrucciones, se dirigió a un gran tamarindo que se elevaba a unos cuarenta pasos de la pira funeraria, entre las piedras del derruido muro próximo a la arruinada pagoda.

Llevaba en la mano una larga cuerda, algo más gruesa Que las ordinarias de coger rizos, y en la cual había hecho un nudo de lazo.

La tiró con gran destreza a través de una de las ramas más gruesas, y dejó bajar el nudo corredizo hasta tocar el suelo.

Mientras tanto, algunos marineros ataron fuertemente los brazos del manti, pasándole por debajo de las axilas dos cordeles tan delgados como resistentes.

El viejo no ponía resistencia alguna; pero por la expresión de su rostro se comprendía que era presa de un terror indecible.

Gruesas gotas de sudor le caían por la rugosa frente, y un violento temblor le sacudía el cuerpo.

Probablemente ya había comprendido qué clase de suplicio le iban a aplicar.

En cuanto Tremal-Naik le vio bien atado, se le acercó diciéndole:

—¿Quieres hablar? ¿Sí o no? El viejo le lanzó una mirada feroz, y dijo con voz ahogada:

—¡No!… ¡No!…

—¡Mira que no vas a resistir, y que terminarás por decir lo que deseamos saber!

—¡Primero me dejaré matar!

—Entonces haremos que te cuelguen de la cuerda.

—¡Alguien vengará mi muerte!

—Los vengadores están demasiado lejos para que puedan cuidarse de ti en estos momentos.

—¡Pronto lo sabrá Suyodhana, y entonces probaréis las delicias del lazo!

—A nosotros nos tienen sin cuidado los thugs y nos reímos de Kali, de sus sectarios y de sus lazos. Por última vez, ¿quieres decir dónde se encuentra Suyodhana y dónde han escondido a mi hija?

—¡Ve a preguntárselo al padre de las sagradas aguas del Ganges! —respondió el manti con voz irónica.

—¡Está bien! ¡Vosotros, adelante! Los cuatro malayos empujaron al viejo hacia el árbol.

Sambigliong le pasó el lazo en derredor del cuerpo, un poco más abajo de las costillas, de modo que la cuerda le oprimiese el vientre y los intestinos, y enseguida gritó:

—¡Ya! ¡Iza!

Los malayos cogieron el otro extremo de la cuerda que pasaba por encima de la rama del árbol, y levantaron al manti aproximadamente unos dos metros.

El desgraciado lanzó un alarido de angustia. Bajo el peso de su propio cuerpo, el nudo se había apretado de tal modo, que casi le penetró en las carnes.

Todos se agruparon alrededor del árbol, incluso Yáñez y Sandokán, que asistían sin pestañear a aquel nuevo género de suplicio.

El portugués, como de costumbre, fumaba plácidamente.

—¡Empujadle! —ordenó fríamente Tremal-Naik a los cuatro malayos que habían atado al manti—. ¡Haced que se balancee sin preocuparos de sus gritos!

Los piratas se colocaron dos a cada lado del brujo y le dieron el primer empujón.

El manti apretó los dientes para no dejar escapar ningún grito, pero se le veía sufrir de un modo atroz con aquella presión, que se hacía dolorosísima a causa del balanceo.

Tenía los ojos desencajados y su respiración se hacía cada vez más penosa, como si los pulmones sufrieran una fuerte opresión y no pudiesen funcionar.

Al tercer empuje le penetró la cuerda en las carnes, y el desgraciado no pudo reprimir un alarido de dolor.

—¡Basta! —gritó con voz ronca—. ¡Basta, miserables!

—¿Hablarás? —preguntó Tremal-Naik, acercándose.

—¡Sí, sí; diré lo que queráis saber! ¡Pero manda que me quiten el lazo! ¡Me ahogo!

—Podrías arrepentirte, y me molestaría tener que volver a comenzar.

Mandó que dejasen de balancearle, y volvió a decir:

—¿Dónde está Suyodhana? Si no lo dices haré que cambien de sitio el nudo corredizo.

El manti todavía vaciló unos instantes, pero sólo fueron varios segundos. No se sentía con ánimos para resistir por más tiempo aquel espantoso suplicio, inventado por la diabólica fantasía de sus compatriotas.

—¡Te lo diré! —dijo por fin, haciendo una horrible mueca.

—Habla.

—¡En Raimangal!

—¿En los antiguos subterráneos?

—¡Sí, sí! ¡Basta! ¡Me matan!

—Todavía tienes que contestar a más preguntas —dijo el implacable bengalas—. ¿Dónde habéis ocultado a mi hija?

—¡La virgen también está en Raimangal!

—Júralo por tu divinidad.

—¡Lo juro por Kali! ¡Basta… no puedo más!…

—¡Bajadle! —ordenó Tremal-Naik.

—Ya no podía resistir más —dijo Yáñez, tirando el cigarrillo—. ¡Vaya tormentos que han inventado estos diablos!

Inmediatamente bajaron al manti, y le libertaron del nudo corredizo y de los cordeles. Alrededor del vientre tenía un profundo surco azulado, que sangraba por diversas partes.

Los malayos tuvieron que permitir que se sentara, porque ya no podía sostenerse en pie.

Respiraba entrecortadamente y tenía el rostro congestionado.

Tremal-Naik esperó durante algunos minutos a que tomase aliento, y después volvió a decir:

—Te advierto que permanecerás en nuestro poder hasta que tengamos la prueba de que no nos has mentido. Si has dicho la verdad, quedarás libre y te recompensaremos largamente; por el contrario, si nos has engañado, no respetaremos tu vida, y morirás en medio de espantosas torturas.

El manti le miró sin hacer el menor gesto, pero en sus ojos brillaba un odio terrible.

—¿Dónde está la entrada de los subterráneos? ¿Todavía cerca del baniam? —preguntó Tremal-Naik.

—Eso no puedo decírtelo, porque yo no he estado en Raimangal después de la dispersión de los sectarios —contestó el manti—; pero creo que ya no es esa.

—¿Dices la verdad?

—¿No he jurado decirla por Kali?

—Y si no has vuelto a Raimangal, ¿cómo sabes que está allí mi hija?

—Porque me lo han dicho.

—¿Para qué me la habéis robado?

—Para que esa niña sea la virgen de la pagoda. Tú robaste la primera, y Suyodhana te cogió a tu hija, porque por sus venas corre la sangre de Ada Corishant.

—¿Cuántos hombres hay en Raimangal?

—Seguramente no habrá muchos.

—Todavía una palabra más —intervino Sandokán—. ¿Poseen barcos los thugs?

El viejo le miró durante algunos instantes, como procurando adivinar el motivo de la pregunta, y después dijo:

—Cuando yo estaba en Raimangal no tenían más que dos gongos. Sin embargo, no sé si Suyodhana habrá adquirido algún buque en estos últimos tiempos.

—Ese hombre jamás lo confesará todo —dijo Yáñez a Sandokán—. Pero ya sabemos bastante, y es mejor que nos vayamos antes de que los sacrificadores vuelvan con refuerzos. ¡Ah! ¿Qué hacemos de la viuda?

—La enviaremos a mi casa —dijo Tremal-Naik—. Estará mejor que entre los thugs.

—Entonces en marcha —dijo Yáñez—. ¿Habrán llegado ya los elefantes a Khari?

—No llegaron hasta ayer.

—Serán hermosos, ¿verdad?

—Unos ejemplares magníficos, habituados, sin duda alguna, a la caza de tigres. Se pagaron caros, pero merecen lo que se ha pagado por ellos.

—¡Pues vamos a cazar en los Sunderbunds! —dijo Yáñez—. ¡Veremos si valen más que los tigres malayos los tigres de Bengala!

Dos hombres cogieron al manti por debajo de los brazos, y a una señal de Sandokán la tropa abandonó la explanada, en donde aún continuaban calcinándose con las últimas brasas los huesos del thug.

Atravesaron el bosquecillo sin dificultad, y a eso de las dos de la madrugada los expedicionarios, a los cuales ahora se habían agregado el manti y la viuda, embarcaron en las chalupas.

Como la corriente les era favorable, el regreso lo realizaron en muy poco tiempo. Una hora después estaban todos a bordo del prao.

Encerraron al manti en uno de los camarotes, y para mayor precaución, le pusieron un centinela en la puerta.

—¿Cuándo marchamos? —preguntó Tremal-Naik a Sandokán.

—Cuando amanezca —dijo el pirata—. Ya he dado todas las órdenes necesarias para que todo esté dispuesto antes de que asome el día.

—¿Podremos estar en Khari mañana por la noche?

—Con toda seguridad —contestó Tremal-Naik.

—No hay más que diez o doce kilómetros desde la orilla del río a aquella aldea.

—¡Vamos, un simple paseo! ¡Buenas noches y hasta mañana!

Empezaban a desaparecer las estrellas, cuando ya la tripulación del prao estaba sobre cubierta, disponiéndose para la marcha.

Mientras izaban las grandes velas, Sambigliong, que dirigía la maniobra, observó con cierta inquietud que también los dos grabs que habían anclado el día anterior, se preparaban a dejar el fondeadero.

Las cubiertas de ambas naves se llenaron rápidamente de hombres, que desplegaban precipitadamente las velas latinas, los foques y todo el trapo, como si se temieran que de un momento a otro dejara de soplar la brisa, o que fuese a cambiar de dirección la corriente del río.

El malayo, que ya empezaba a recelar algo de aquellos misteriosos barcos, cuyas tripulaciones eran cuatro o cinco veces más numerosas de lo que suelen ser las de tales veleros, quedó muy perplejo ante aquella precipitada maniobra.

—¡Aquí hay gato encerrado! —murmuró—. ¿Tendrá razón el patrón al desconfiar de esos vecinos? ¡Este asunto no lo veo claro!

Iba a dirigirse hacia popa para descender al camarote con objeto de advertir a Sandokán, cuando este apareció sobre cubierta.

—Patrón —le dijo—, esos dos grabs zarpan al mismo tiempo que nosotros.

—¡Ah! —se limitó a decir el pirata. Echó una tranquila mirada a los veleros que estaban levando anclas, y enseguida dijo:

—Seguramente te inquieta la precipitada marcha de esos dos barcos, ¿no es cierto, mi bravo Sambigliong?

—No me parece muy natural, patrón. Llegaron anteayer, no han cargado ni una sola bala de algodón y, de pronto, al ver que nos damos a la vela, se apresuran a imitarnos. Además, mire usted cuántos hombres hay a bordo; me parece que han aumentado.

—Entre todos doblan, por lo menos, el número de los nuestros; pero si creen que van a darnos algún disgusto, se equivocan. Si quieren seguirnos hasta los Sunderbunds, haremos funcionar a nuestra artillería, y ya veremos quién lleva la peor parte. ¡A la rebola, Sambigliong; y ten cuidado de no chocar con ningún barco!

Ya habían izado las enormes velas con dos manos de rizos para disminuir un poco la superficie de la lona, y en aquel momento surgían las anclas de proa y de popa a flor de agua.

El Mariana, empujado por la corriente del río y por la brisa, empezó a moverse.

Uno de los grabs se había puesto ya en marcha, deslizándose por entre los barcos que llenaban el río, mientras que el otro velero se disponía a seguirle.

Sandokán los observaba atentamente, sin dar señal alguna de inquietud; no era hombre que se preocupase porque aquellos barcos tuvieran una tripulación más numerosa que la suya propia y estuviesen armados con pequeños cañones.

Se había medido con otros adversarios mucho más fuertes y poderosos, y los había vencido.

Una mano que se posó sobre su hombro le hizo volver la cabeza.

Yáñez y Tremal-Naik, seguido de Kammamuri, habían subido a cubierta.

—¿Tendrás razón —preguntó Yáñez— o se tratará de una simple casualidad?

—Es una casualidad muy sospechosa —respondió Sandokán—. Estoy convencido de que nos siguen para ver si vamos a anclar en algún canal de los Sunderbunds.

—¡Qué! ¿Pretenderán atacarnos?

—No creo que lo hagan en el río; pero tal vez sí en el mar. Lo primero me molestaría, a pesar de la confianza que tengo en Sambigliong.

—Nosotros tenemos que desembarcar antes de que lleguemos a la boca del río —dijo Tremal-Naik—. Khan dista mucho del mar.

—¡Si antes pudiera desembarazarme de esos espías! —murmuró Sandokán—. Pasaremos la noche a bordo y no desembarcaremos hasta mañana por la mañana; así podremos darnos prefecta cuenta de las intenciones de esos dos veleros. Estoy decidido a pedirles explicaciones, si también esta noche anclan cerca de nosotros. Por ahora es mejor fingir que no nos preocupamos de ellos, y vámonos a tomar el té. ¡Ah! ¿Y la viuda?

—La dejaremos en mi bungalow de Khari —contestó Tremal-Naik—. Hará compañía a Surama.

—La bailarina puede sernos de utilidad en los Sunderbunds —dijo Yáñez—. Prefiero que venga con nosotros.

Sandokán lanzó una mirada al portugués, y este se ruborizó como si fuese una muchacha.

—¡Oh, Yáñez! —exclamó, riendo—. ¿Se habrá quedado sin coraza tu corazón?

—¡Ya soy viejo! —respondió el portugués, algo turbado.

—Sin embargo, creo que los ojos de Surama te harán volver a la juventud.

—¡Cuidado! —dijo Tremal-Naik—. Las mujeres de la India son más peligrosas que las blancas. ¿Sabes con qué materiales están formadas según nuestras leyendas?

—Lo que sé es que, por lo general, son muy hermosas y que tienen ojos de fuego —contestó Yáñez.

—Existen ciertas historias muy antiguas que cuentan que cuando Twasthei hizo el mundo se quedó muy perplejo antes de crear a la mujer, y permaneció así durante largo tiempo antes de escoger los elementos necesarios para darle forma. Te advierto que hablo de la mujer india, y no de las demás razas.

—Continúa —dijo Sandokán.

—Cogió la redondez de la luna, la flexibilidad de la serpiente, la elegancia de las plantas trepadoras, las vibraciones de un tallo herbáceo, el color aterciopelado de las rosas y la ligereza de la hoja, la mirada del cabritillo y la loca alegría del rayo de sol, el llanto de la nube, la inconstancia del viento, la timidez de la liebre y la vanidad del pavo real, la dulzura de la miel y la dureza del brillante, la crueldad del tigre y la frialdad de la nieve, el parloteo de la garza y el arrullo de la tórtola.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. ¿Todavía tomó otros elementos más ese dios indio?

—¡Me parece que ya tenía materiales de sobra! —añadió Sandokán—. Querido Yáñez, no sé si habrás oído que las mujeres indias tienen también algo de la crueldad de los tigres.

—¡Nosotros somos los tigres de Mompracem! —respondió riendo el portugués—. ¿Por qué he de tener yo miedo de una muchacha que tenga un poco de tigre indio?

Soltó una alegre carcajada y, de repente, poniéndose serio, dijo:

—¡Esos vienen siguiéndonos continuamente, Sandokán!

—¿Los grabs? ¡Ya los veo! ¡Veremos si mañana todavía flotan!

—¿Qué es lo que quieres hacer?

—Esta noche lo sabrás —respondió Sandokán con acento amenazador—. Por ahora les dejaremos que nos sigan.

El prao había salido de entre la aglomeración de barcos y barcazas que poblaban el río, y marchaba con bastante rapidez río abajo.

Al caer la tarde y después de haber pasado por delante de la estación de Diamond-Harbour, el Mariana entró en un amplio canal situado entre la orilla y un islote poblado de cosques, que tenía unas cuantas millas de largo.

Aquel era el lugar escogido por Tremal-Naik para desembarcar, pues se encontraba frente al camino que conducía a Khari.

Apenas había sido echada el ancla, cuando hacia la extremidad norte del canal vieron aparecer de improviso los dos grabs.

—¡Ah! —dijo Sandokán, arrugando el entrecejo—. ¿Hasta aquí nos siguen? ¡Perfectamente! ¡Os daré lo que necesitáis! ¡Artilleros, descubrid los cañones, y los demás a sus puestos de combate! ¡Os ofrezco una batalla!