La bárbara costumbre de quemar a las viudas sobre los cadáveres de sus maridos ha desaparecido ya por completo entre los indostanos que han abrazado la religión musulmana; pero subsiste todavía entre las castas de los bramines y de los thugs, así como también entre las castas militares, a pesar de los constantes esfuerzos realizados por los ingleses para desarraigarla.
El Imperio indio es tan grande, que la policía anglo-hindú no siempre llega a tiempo de impedir la espeluznante escena, y muchas veces ignora el hecho porque los parientes del difunto toman toda clase de precauciones para engañar a las autoridades.
Actualmente, sin embargo, esa práctica salvaje es ya bastante infrecuente, sobre todo en Bengala; pero en las provincias septentrionales y en el alto Ganges, se celebran aún muchos oni-gomon.
Debemos añadir que en los primeros lustros del siglo pasado se habían multiplicado esos sacrificios en número tan considerable, a pesar de la rigurosa prohibición por parte dé las leyes del Gobierno, que en el año 1817 se realizaron, tan sólo en Bengala, setecientos espantosos holocaustos.
En la actualidad, para evitarlos, o por lo menos para disminuir su número, las leyes exigen que la viuda que desee inmolarse, comparezca ante los magistrados, los cuales no le conceden autorización para hacerlo si no es ante el convencimiento de su irrevocable decisión.
No obstante, la mayor parte de las viudas se niegan a dejarse quemar. Dejarse quemar, esa es la verdadera expresión, pues los bramines las obligan a ello violentamente; y cuando las pobres mujeres tratan de huir, llenas de terror a la vista de las llamas, los parientes del difunto las empujan a viva fuerza hacia el fuego, o las atan previamente al cadáver del marido.
¡Cuántas desdichadas mujeres murieron de tan violenta manera durante el siglo XIX! Muy pocas lograron salvarse en el último instante, y esto lo conseguían a base de entregar su mano al parla, el cual, hallándola hermosa, la libraba de las llamas para casarse enseguida con ella; pero esto es muy poco frecuente, pues esos desgraciados no se deshonran tomando por mujer a una viuda, lo cual les convierte en despreciables ante todo el mundo.
La condición de las mujeres hindúes que pierden a su marido es de tal índole, que muchas de ellas prefieren morir.
Aun cuando hayan tenido hijos, son menos estimadas que las demás mujeres; y si resultan estériles, entonces el oprobio las cubre por completo.
La desventurada que se ha negado a morir sobre el cadáver de su marido se ve obligada a llevar luto durante toda su vida.
Además, se la obliga a cortarse el pelo a punta de tijera todos los meses; no puede llevar joyas ni vestir de color blanco; no puede perfumarse; se le prohíbe ponerse en la frente el distintivo de la clase a la que pertenezca, no pudiendo tampoco ni fumar ni asistir a las fiestas de familia.
Finalmente, se huye de ellas como de un apestado, pues los hindúes creen que el encontrarse con una viuda es señal de mal agüero.
A pesar de todo esto debe resignarse, pues aun cuando se vea tan despreciada, lo es menos, sin embargo, que la que vuelve a casarse: sobre esta cae el desprecio más absoluto de todas las castas, excepto de los infelices parias[16].
El grupo que avanzaba a través de la manigua se componía de unas cuarenta personas, entre las cuales iba una joven a la que sostenían dos sacerdotes.
Precedían el cortejo cuatro tamborileros con sus correspondientes djugo, especie de tambor de forma cilíndrica, hecho de tierra cocida, cuyas dos caras están cubiertas por una piel que se afloja o se aprieta por medio de un cordel; a estos seguían algunos mussalki, así llamados porque llevaban las antorchas; detrás iban unos cuantos hombres conduciendo a hombros un palanquín con el difunto, que iba ricamente ataviado, y, por último, la desgraciada viuda, a quien rodeaban los parientes más próximos, los cuales, a su vez, eran portadores de diversas vasijas que contenían el aceite perfumado que debía de verterse en la pira.
El viejo manti, salmodiando unas plegarias, iba precediendo a la viuda junto con los sacerdotes.
La viuda era una hermosa joven que todavía no había cumplido quince años; llevaba ya el cabello cortado, y carecía del cordón del cual pende una joya que las mujeres hindúes llevan al cuello como distintivo de su estado.
A duras penas podía sostenerse en pie; lloraba y gritaba desesperadamente, maldiciendo su mala fortuna, mientras que los sacerdotes que la sostenían procuraban animarla diciéndole que se mostrase serena, y prometiéndole que su nombre sería admirado en todo el mundo, y su sacrificio cantado y ensalzado por todos; le decían, además, que iba a gozar de una dicha indescriptible y que quizá llegara a ser esposa de algún dios, en recompensa a su virtud y abnegación.
La desdichada no oponía resistencia alguna y se dejaba conducir sin el menor gesto. Probablemente les habrían hecho beber boug en cantidad suficiente para debilitarla e impedirle cualquier intento de fuga.
Una vez hubo llegado el cortejo a la explanada que había ante la pagoda, varios hombres, armados con grandes cuchillos, cortaron rápidamente cierta cantidad de bambúes secos y gruesos, formando con ellos una pira en forma de catafalco, de medio metro de altura. Después lo rociaron con aceite de coco perfumado, y colocaron encima el cadáver del thug.
Los mussalki, provistos de sus antorchas, se colocaron en los cuatro ángulos de la pira, dispuestos a prenderle fuego; los tamborileros batían furiosamente sus instrumentos, y los parientes cantaban a gritos las alabanzas del difunto y la virtud de la viuda.
El manti se había acercado a la pira con una antorcha en la mano, en tanto que la desgraciada viuda se despedía de sus parientes con voz ahogada por los sollozos, dándoles el último adiós; aquellos, con lágrimas en los ojos, se alegraban con toda su alma de la felicidad eterna que iba a conquistar la joven.
De improviso se elevó una llamarada, y propagándose rápidamente a toda la pira, envolvió al cadáver.
El manti había prendido fuego a los bambúes; este era el momento del terrible sacrificio.
Los sacerdotes cogieron con fuerza a la viuda y la empujaron con feroz brutalidad hacia las llamas. Los tambores seguían redoblando, produciendo un ruido infernal, y los parientes gritaban a voz en cuello para aturdir a la víctima.
La desdichada joven se había dejado empujar sin oponer resistencia; pero cuando se vio ante aquella cortina ardiente, el instinto de conservación se despertó en ella con ímpetu.
Lanzó un horrible grito:
—¡No! ¡No! ¡Perdón! —gritaba.
Enseguida, con un vigor extraordinario que no podía suponerse en un cuerpo tan joven, dio una sacudida desesperada, derribando en tierra a uno de los sacerdotes y se echó hacia atrás, debatiéndose furiosamente para librarse del otro que la sujetaba.
Los parientes fueron corriendo a socorrer a los dos sacrificadores. El manti cogió un tizón llameante e iba a lanzarse sobre la pobre víctima para incendiarle las ropas, cuando de pronto una voz tenante clamó:
—¡Quietos u os fusilamos a todos como si fueseis perros!
En el umbral de la puerta de la pagoda y rodeado de sus piratas y amigos, los cuales llevaban las carabinas en actitud de disparar, había aparecido el Tigre de Malasia.
Los thugs lanzaron un grito de espanto, y, después del primer instante de sorpresa, comenzaron a huir a la desbandada, dejando en el suelo a la viuda.
—¡Echad mano al manti! —gritó Sandokán, lanzándose al centro de la explanada.
El viejo hechicero, que era el único que había reconocido al comandante del prao, fue el primero en darse a la fuga, ocultándose entre la espesura.
De unos cuantos saltos, Sandokán y Tremal-Naik le alcanzaron, en tanto que Yáñez mandaba a los piratas que hiciesen una descarga al aire para atemorizar a los parientes del muerto y a los que les acompañaban, los cuales corrían a través del bosque de cocoteros.
—¡Detente, viejo bribón! —gritó Tremal-Naik, poniendo el cañón de la carabina contra el pecho del manti, el cual pretendía echar mano al puñal que llevaba en la faja.
Sandokán le cogió por los hombros y le obligó a caer de rodillas.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mí? —gritó el manti, debatiéndose inútilmente ante la terrible presión de las manos del Tigre de Malasia—. ¡Vosotros no sois policías ni cipayos para poder detenerme!
—¿Que quiénes somos? Viejo brujo, ¿acaso te has vuelto ciego? —dijo Sandokán, dejando que se levantase—. ¿Es que no me reconoces?
—Nunca te he visto.
—¡Y, sin embargo, hace tres noches que intentaste que tus amigos me estrangularan junto a la pagoda de Kali, tan pronto como se terminó la fiesta! ¿Ya no te acuerdas?
—¡Mientes! —gritó con gran energía el brujo.
—Entonces, ¿no eres tú el que degolló un cabrito y encendió el fuego sagrado a bordo de mi prao? —preguntó con ironía, Sandokán.
—Yo no he degollado jamás una cabra. Me confundes con otra persona.
—¡Ven con nosotros, manti!
—¿Has dicho manti? Yo no lo he sido en mi vida.
—En la pagoda encontrarás a una persona que desmentirá tus palabras.
—Bueno, ¿qué es lo que queréis de mí? —volvió a gritar el viejo, apretando los dientes.
—¡Ante todo verte el pecho! —dijo Tremal-Naik, derribándole de improviso en tierra y poniéndole una rodilla en el vientre. ¡Sandokán manda que traigan una antorcha!
No fue necesario pedirla. Yáñez, después de simular que iba en persecución de los sacrificadores para que estos huyeran rápidamente, volvió a donde estaba Sandokán, seguido de Sambigliong, el cual se había apoderado de una de las antorchas que, en su huida, habían arrojado los mussalki.
—¿Lo tenéis cogido? —gritó el portugués.
—¡Y no se escapará! —contestó Sandokán—. ¿Y la viuda?
—La hemos puesto a salvo, y parece que está muy contenta de verse todavía viva; está allá en la pagoda.
—Sambigliong, acerca la antorcha —dijo Tremal-Naik, rasgando de un tirón las vestiduras con las que se cubría el pecho el prisionero.
El manti profirió un grito de ira, intentando taparse; pero Sandokán le asió por los brazos, mientras le decía:
—Ante todo, deja que te veamos el pecho para cerciorarnos de si eres un verdadero thug.
—¿Lo ves? —preguntó Tremal-Naik. En el pecho del viejo había un tatuaje de color azul, representando una serpiente con cabeza de mujer y rodeada de signos misteriosos.
—Este es el emblema de los estranguladores —dijo Tremal-Naik—. Lo llevan todos los afiliados a esa secta de asesinos.
—Y bien —gritó el manti—, ¿qué os importa que yo sea un thug? Yo no he matado a nadie.
—Levántate y síguenos —dijo Sandokán. El viejo no se hizo repetir la orden. Parecía bastante abatido y preocupado; pero, sin embargo, lanzaba feroces miradas a los hombres que le rodeaban.
Le condujeron hacia la pira sobre la cual acababa de reducirse a cenizas el cadáver. Los marineros del prao se reunieron en torno, no sin haber dejado centinelas en los lugares estratégicos.
—Surama —dijo Yáñez, dirigiéndose hacia la joven bayadera, que había salido de la pagoda—, ¿conoces a este hombre?
—Sí —contestó la muchacha—; es el manti de los thugs, el lugarteniente del hijo de las sagradas aguas del Ganges.
—¡Miserable bailarina! —gritó el viejo, lanzando a la bayadera una mirada llena de odio—. ¡Haces traición a nuestra secta!
—Yo no he sido nunca devota de la diosa de la muerte y de la ruina —respondió Surama.
—Bueno; ahora que ya no puedes negar que eres el alma condenada de Suyodhana —dijo Tremal-Naik—, vas a decirme dónde se ocultan los thugs que antes habitaban en los subterráneos de Raimangal.
El manti miró al bengalés durante unos segundos, y después dijo:
—Si crees que voy a decirte dónde está escondida tu hija, te equivocas. Podrás matarme, pero no diré ni una sola palabra.
—¿Es esa tu última resolución?
—Sí.
—Está bien; ya veremos si puedes resistir mucho. Al oír estas palabras, el manti palideció intensamente y su frente se cubrió de sudor.
—¿Qué es lo que piensas hacer conmigo? —preguntó con voz ahogada.
—¡Ahora lo sabrás!
Se volvió hacia Sandokán, y ambos intercambiaron en voz baja algunas palabras.
—¿Tú crees? —preguntó el Tigre de Malasia, haciendo un gesto de duda.
—¡Ya verás como no resiste mucho tiempo!
—¡Probaremos!