7. Un drama indio

Trasladaron a la joven bayadera a uno de los camarotes, y Yáñez y Sandokán se aprestaron a cuidarla con gran cuidado, haciendo todo lo posible para lograr su curación.

Tres días después, aunque no curada por completo, se hallaba cuando menos en disposición de conducir a sus protectores hasta la vieja pagoda en donde debía verificarse el oni-gomon.

La herida, como ya se ha dicho, no era de gravedad; la bala sólo rozó una costilla sin tocar ningún órgano importante.

Durante aquellos tres días, la joven se había mostrado contentísima de hallarse en tan cómodo y elegante camarote y entre sus nuevos protectores, de quienes se había hecho una entusiasta aliada, proporcionándoles cuantas noticias valiosas poseía y refiriéndoles curiosas particularidades de la sanguinaria secta de los thugs.

Sin embargo, nada había podido revelarles sobre la nueva virgen de la pagoda, la pequeña Damna, de la cual no había oído hablar hasta entonces. Además, mostraba un especial reconocimiento hacia el sahib blanco, como llamaba al flemático Yáñez, que se había convertido en su enfermero, y a quien le gustaba hablar con ella porque se expresaba en un inglés casi perfecto, revelando una educación esmerada y realmente rara entre bayaderas.

Este detalle le había llamado la atención a Tremal-Naik, que por su calidad de indio y, sobre todo, de bengalas, conocía mejor que nadie a las bailarinas de su país.

—Esta muchacha —había dicho a Yáñez y a Sandokán— debe de haber pertenecido a una casta elevada; lo indican la finura de sus facciones, su color casi blanco y el poco tamaño de sus manos y sus pies.

—Procuraré averiguarlo —respondió Yáñez—. Debe de haber en su vida alguna historia interesante.

Al mediodía, mientras Sandokán y Tremal-Naik escogían los hombres que debían tomar parte en la expedición, Yáñez descendió al camarote para visitar a la herida.

La muchacha no parecía experimentar ya dolor alguno. Se hallaba tendida en una cómoda y blanda poltrona, y parecía estar sumergida en un dulce sueño, a juzgar por la sonrisa de sus labios y la dulzura de su expresión.

Cuando se dio cuenta de la aparición del sahib blanco, se incorporó, apoyándose en el respaldo, y le dirigió una penetrante mirada.

—Me produce un gran placer verle, sahib blanco —dijo, con voz melodiosa—. A ti, más que al sahib bronceado, te debo la libertad y quizá también la vida.

—El sahib bronceado, como tú le llamas, es muy bueno —contestó Yáñez, sonriendo—; quizá mucho mejor que yo. La libertad y la vida nos las debes a los dos. ¿Cómo va esa herida, muchacha?

Sahib, desde que tus manos le han aplicado las medicinas, ya no me duele en absoluto.

—¿Sabes que todavía no nos has dicho cómo te llamas? —dijo Yáñez.

—¿Quieres saber mi nombre, sahib? —preguntó la bayadera—. Me llamo Surama.

—¿Eres de Bengala?

—No, sahib. Soy asamita, de Goalpara.

—¿No has dicho que tu familia había desaparecido?

La frente de la muchacha se nubló al oír estas palabras y a sus ojos asomó una profunda tristeza.

Permaneció unos instantes en silencio y después dijo, con voz sombría:

—¡Es cierto!

—¿La destruyeron los thugs?

—No.

—¿Los ingleses?

Surama movió la cabeza y contestó, con voz más triste aún:

—Mi padre era tío del rajá de Goalpara y señor de una tribu de guerreros.

—Pero eso no me explica quién ha sido el que ha acabado con tu familia.

—El rajá —contestó Surama—, en uno de sus momentos de locura.

Volvió a quedarse silenciosa, como esperando alguna otra pregunta del sahib blanco, y luego prosiguió:

—Cuando sucedió esto yo era una niña de ocho años, y, sin embargo, todavía recuerdo la terrible escena como si hubiera acontecido ayer. Mí padre, así como todos los demás parientes, se hizo sospechoso para su sobrino el rajá, a quien se le había metido en la cabeza que se habían conjurado contra él para quitarle la corona y repartirse las inmensas riquezas que poseía. Por ese motivo mi padre vivía lejos de la Corte, en sus abruptas montañas.

»Por entonces corría la voz de que el rajá, entregado a todos los vicios y en continua borrachera, cometía con frecuencia verdaderas atrocidades con sus criados y con sus propios parientes que vivían en la Corte.

»Recuerdo que mi padre me contó que aquel monstruo había asesinado a su primer ministro, por el simple hecho de haber intentado impedirle que degollase a un servidor que, sin darse cuenta, había dejado caer una gota de vino sobre su ropa.

—¡Vamos, que debía ser una especie de Nerón! —dijo Yáñez, que la escuchaba con mucho interés.

—Sucedió que hubo una gran escasez de víveres aquel año en el reino de Assam, y los bramines y los gurús, es decir, los sacerdotes de Shiva, inclinaron el ánimo del rajá para que se hiciera una solemne rogativa con objeto de aplacar la cólera divina.

»El príncipe accedió de buen grado, y quiso que asistieran todos los parientes que tenía diseminados por el reino. Mi padre estaba comprendido en el número de los invitados, y, no sospechando los horribles designios que maduraba el cerebro de aquel monstruo, me condujo a la capital, juntamente con mi madre y mis dos hermanos.

»Allí nos recibieron con los honores debidos a nuestro rango, y fuimos alojados en el palacio real.

»Se celebró la ceremonia religiosa, y el rajá ofreció a todos sus parientes un gran banquete, durante el cual él bebió sin medida.

»Aquel miserable trataba de excitarse antes de realizar la carnicería que venía madurando quién sabe desde cuándo.

»Como yo era demasiado pequeña, estaba dispensada de asistir al banquete, y me habían dejado ir a jugar con otras niñas en una de las terrazas del palacio.

»Hacia el anochecer, oí de improviso un tiro, al que siguió otro, y enseguida, un grito de terror y de angustia.

»Fui corriendo hacia una terraza, desde la cual se veía el patio de honor del palacio, y entonces presencié una escena horrible que aunque viviese mil años no podría olvidar.

La joven se interrumpió, como si de repente le hubiese fallado la voz, y se quedó mirando a Yáñez con los ojos dilatados por el terror.

Un temblor convulsivo agitaba su cuerpo, y sollozos ahogados se escapaban de sus labios.

—¡Continúa, muchacha! —le dijo Yáñez, dulcemente.

—Han pasado cinco años —prosiguió Surama, al cabo de algunos momentos—, y, sin embargo, durante mis insomnios se me representa aquella escena aterradora como si la estuviese presenciando.

»El rajá estaba de pie sobre una pequeña terraza; tenía los ojos desorbitados y las facciones descompuestas; llevaba en las manos una carabina, todavía humeante, y estaba rodeado por sus ministros, que sin cesar le daban a beber no sé qué infernal bebida, mientras por el patio huían, llenos de terror, hombres y mujeres, lanzando horribles gritos: aquellas gentes eran los parientes del príncipe.

»El miserable había mandado cerrar las puertas del patio de honor, y los fusilaba casi a quemarropa, gritando como un loco:

»—¡Morid todos! ¡Quiero hacer desaparecer a estos ávidos monstruos que conspiran contra mí y se han conjurado para apoderarse de mis riquezas! ¡Dadme de beber! ¡Dadme de beber u os mando degollar!

»Los ministros, aterrados, seguían llenándole la copa, que él apuraba de un solo sorbo; enseguida volvía a disparar sobre aquel montón de desgraciados, que en vano le suplicaban que los perdonase.

»Los disparos se sucedían continuamente, pues aquel maníaco furioso había mandado que le llevasen a la terraza varias carabinas, que sus oficiales se apresuraban a cargar.

»Ahora caía un hombre con la cabeza deshecha; enseguida una mujer con el pecho atravesado; luego un jovencito o una jovencita, pues el rajá no perdonaba a nadie.

»Así vi caer, sucesivamente, a mi padre con la columna vertebral rota de un balazo; luego, a mi madre, herida en mitad de la frente; luego, a mis dos hermanos; después, a muchos otros más.

»Los parientes de aquel monstruo eran treinta y siete, y diez o doce minutos después yacían treinta y seis tendidos en el patio en medio de un mar de sangre.

»Solamente había escapado uno de los hermanos del príncipe, a pesar de que le había hecho fuego tres veces. Aquel desgraciado saltaba como un tigre, para impedir que el rajá pudiese alcanzarle, y gritaba desesperadamente:

»—¡Perdóname la vida y saldré de tu reinado! ¡Soy hijo de tu padre! ¡No tienes derecho a matarme!

»El rajá, sordo ante aquellos gritos, le disparó todavía dos tiros, sin lograr tocarle; pero después, presa tal vez de un momentáneo arrepentimiento, bajó la carabina que le había alargado uno de sus oficiales y gritó a su hermano:

»—¡Si es verdad que saldrás para siempre de mis Estados, te perdono la vida; pero con una condición!

»—¡Estoy dispuesto a aceptar todas las que quieras imponerme! —respondió el joven.

»—Yo tiraré al aire una rupia; si le das con la bala de esta carabina, te dejaré marchar a Bengala sin hacerte daño.

»—¡Acepto! —contestó el príncipe.

»El rajá le arrojó la carabina, que el hermano cogió al vuelo.

»—Te advierto —dijo el loco— que si no das a la moneda, sufrirás la misma suerte que esos otros.

»—¡Échala!

»El rajá tiró al aire una rupia. Se oyó un disparo: la bala no agujereó la moneda, pero sí el pecho del asesino.

»Sindhia, que así se llamaba el joven príncipe, en vez de apuntar a la rupia, había vuelto rápidamente el arma contra el loco, y le había matado con la rapidez del rayo, atravesándole el corazón.

»Los ministros y los oficiales se prosternaron ante el joven que había libertado al país de aquel monstruo, y le aclamaron rajá.

»Cuando se enteró de que yo también había escapado de la muerte, aquel hombre, que debía tener el alma tan perversa como su hermano, en vez de llevarse a los Estados y a las tribus de mi padre, hizo que me vendieran secretamente a los thugs, que recorrían el país en busca de bayaderas, y se apoderó de todos mis bienes.

»Me condujeron a los subterráneos de Raimangal, donde recibí la educación que dan a las bayaderas, y enseguida me destinaron a la pagoda de Kali y Darma-Ragiae.

»Esta es mi historia, sahib blanco. Sé que he nacido cerca de las gradas de un trono, y que ahora ya no soy más que una miserable bailarina.

—¡Qué drama tan espantoso! —dijo una voz.

Yáñez y Surama se volvieron. Sandokán y Tremal-Naik, que habían entrado silenciosamente en el camarote, hacía ya varios minutos que estaban escuchando a la joven.

—¡Pobre niña! —dijo Sandokán, acercándose—. No has nacido bajo buena estrella, pero nosotros pensaremos en tu porvenir. ¡El Tigre de Malasia no abandona a sus amigos!

—¡Sois muy buenos! —contestó Surama, cuya voz temblaba todavía.

—Ya no volverás a estar entre los thugs, y dejarás de ser bailarina. Desde ahora quedas bajo nuestra protección.

Después, cambiando bruscamente de tono, añadió:

—¿Tú sabes, muchacha, si los thugs tienen barcos? —preguntó.

—No lo sé, sahib —contestó la joven—. Cuando estaba en Raimangal he visto algunas chalupas navegando por los canales de los Sunderbunds; pero barcos grandes, no.

—¿Por qué haces esa pregunta, Sandokán? —inquirió Yáñez.

—Acaban de anclar dos grabs cerca de nosotros.

—¿Y qué tiene eso de extraordinario?

—Esas dos naves tienen una tripulación excesivamente numerosa, lo cual me hace sospechar.

—Y a mí me sucede lo mismo —dijo Tremal-Naik—. Los pequeños cañones de bronce que tienen a popa no los he visto nunca a bordo de los grabs ni de los praos.

—No los perderemos de vista —contestó Yáñez—. Sin embargo, tal vez os equivoquéis. ¿Llevan carga esos barcos?

—No —dijo Sandokán.

—Suponiendo que sean de los thugs, no pueden intentar nada contra nosotros; por lo menos mientras estemos bajo el tiro de la artillería del fuerte William. De momento nos contentaremos con vigilarlos y prepararemos nuestra expedición Surama ya puede andar y guiarnos hasta esa pagoda vieja, ¿verdad, muchacha?

—Sí, sahib; yo os guiaré.

—¿Tenemos que remontar mucho el río? —preguntó Sandokán.

—La pagoda está a unas siete u ocho millas de los últimos arrabales de la ciudad negra.

—Ya son las seis; podemos ponernos en marcha para escoger el sitio, antes de que lleguen los thugs. Ya están preparadas las dos chalupas y debajo de los bancos van escondidos los fusiles.

—¡Pues andando!

Alargó a Surama un amplio manto de seda oscura, que por su parte posterior llevaba una capucha, y salieron todos a cubierta.

Las chalupas ya estaban en el agua y veinticuatro hombres escogidos entre los malayos y los dayakos ocupaban su lugar correspondiente en los bancos.

—¿Los ves? —preguntó Sandokán a Yáñez, indicándole los grabs, que habían anclado a pocos metros del prao, uno a babor y el otro a estribor.

El portugués les echó una mirada de reojo. Eran dos veleros sólidos, de tonelaje algo inferior al del Mariana, con la proa acabada en punta y con tres palos muy altos; tenían la popa bastante elevada y llevaban grandes velas latinas, que todavía no habían arriado sobre cubierta.

Los marineros, todos ellos hindúes, estaban ocupados en aquel momento en cobrar las cadenas para asegurar mejor el anclado, y eran muy numerosos para tripular unos veleros tan pequeños y tan fáciles de manejar.

—Puede que tengan algo de sospechoso esos barcos —dijo Yáñez—. Pero, por ahora, no debemos preocuparnos por ellos.

Bajaron a la chalupa mayor y se alejaron rápidamente, seguidos de la otra, que guiaban Tremal-Naik y Sambigliong.

Pasaron como flechas por entre las embarcaciones, y luego por delante de la ciudad blanca; después, por delante de la ciudad negra, y continuaron su carrera hacia el septentrión, siguiendo los serpenteos y recodos del río sagrado.

Dos horas más tarde, Surama indicaba a Yáñez y a Sandokán una especie de pirámide truncada que se erguía en la orilla derecha del río, en medio de un bosquecillo de cocoteros, el cual terminaba en una manigua de gigantescos bambúes.

El lugar donde se hallaban estaba completamente desierto, pues no se veían cabañas en las márgenes del río, ni tampoco embarcación alguna que navegase por los alrededores.

Tan sólo algunas docenas de marabúes paseaban por entre las plantas palúdicas, abriendo de cuando en cuando su monstruoso pico, de forma de embudo.

Después de haberse asegurado que no había nadie, los veinticuatro piratas y su jefe saltaron a tierra con las carabinas, que hasta entonces habían llevado ocultas.

—Esconded las chalupas por entre las plantas —dijo Sandokán— y que cuatro hombres permanezcan de guardia. Los demás, seguidme.

—Surama —dijo Yáñez—, ¿quieres que te lleven en brazos nuestros hombres?

—No, sahib blanco; puedo caminar —contestó la joven.

—¿A qué hora se verificará el oni-gomon?

—A eso de la medianoche.

—Les llevamos una hora de ventaja, lo cual es tiempo más que suficiente para preparar la emboscada al manti.

Se pusieron en camino, internándose en el bosquecillo, y al cabo de veinte minutos llegaban a una explanada en la cual se veía la vieja pagoda, ya casi completamente en ruinas, con excepción de la pirámide central.

—Escondámonos ahí dentro —dijo Sandokán, al divisar una puerta.

Iban a atravesarla, cuando, de pronto, divisaron por la manigua algunos puntos luminosos que parecían dirigirse precisamente hacia el arruinado edificio.

—¡Los thugs! —exclamó Surama.

—¡Metámonos adentro! —ordenó Sandokán, precipitándose en el interior—. ¡Un cuarto de hora de retraso, y quizá hubiéramos llegado demasiado tarde! Preparad las armas, y estad dispuestos para caer sobre el manti.