6. La bayadera

Terminada la ceremonia, los sacerdotes volvieron a conducir a la pagoda las estatuas de Kali y de Darma-Ragiae, seguidos de los músicos y de las bayaderas, así como de los que habían sufrido la prueba del fuego, mientras la muchedumbre iba desalojando la plaza, la cual se iba quedando poco a poco vacía.

El manti acompañó a la estatua de Kali hasta la escalinata, mientras tocaba el bin; pero en cuanto llegó al primer escalón, en vez de subir a la pagoda, giró de improviso y se metió entre un grupo de gente, quizá con la esperanza de sustraerse a las miradas de los cuatro fingidos musulmanes.

Cruzó rápidamente por entre el grupo y enseguida se adentró por una callejuela que parecía rodear la pagoda, y se alejó casi corriendo.

Pero la maniobra no había pasado desapercibida para Kammamuri ni para los tigres de Mompracem. Con la misma rapidez dieron la vuelta al grupo y llegaron a la embocadura de la calleja a tiempo de ver cómo se alejaba el manti, pegado a los muros de las casas.

—¡Sigámosle! —exclamó Sandokán—. ¡No se nos vaya a ir de entre las manos!

La calle era muy estrecha y estaba llena de fango; la oscuridad la hacía más negra todavía, pues los vecinos no se habían tomado la molestia de poner luces en los balcones.

Los tigres de Mompracem y Kammamuri apretaron el paso para no perder de vista al manti.

No tenían la intención de asaltarle enseguida, pues aún se hallaban muy cerca de la plaza. Podía gritar y quizá acudiría la gente; tal vez los propios sectarios portadores de la estatua de Kali, que probablemente aún no se habían alejado de la pagoda.

El manti apretaba el paso; pero también sus seguidores ganaban terreno rápidamente.

Cuando ya se hallaban a unos doscientos o trescientos pasos de la pagoda, de una calleja lateral salieron de improviso unas cuantas bayaderas con cimbales y largas fajas en las manos; iban escoltadas por dos muchachos que llevaban sendas antorchas.

En conjunto eran unas treinta, todas ellas jóvenes y hermosas, de ojos de fuego, con largos cabellos negros ondulados, que les caían sobre los hombros y espaldas; iban vestidas con transparentes velos y adornadas con collares y brazaletes de color.

Con una mano agitaban una especie de pandereta, y con la otra desplegaban rapidísimamente al aire las fajas de seda.

Aquellas muchachas, que parecían poseídas de una loca alegría, rodearon en un abrir y cerrar de ojos a los cuatro hombres, bailando y saltando como un torbellino en torno a ellos, agitando siempre en alto las fajas, como si quisieran impedir que viesen al manti.

Sandokán les gritó:

—¡Dejad paso, muchachas! ¡Tenemos prisa!

Las bayaderas contestaron con una ruidosa carcajada y, en vez de obedecer, se acercaron más a los tigres de Mompracem y a Kammamuri, envolviéndolos de tal forma, que les impedían dar un solo paso.

—¡Despejad! —tronó Sandokán, que empezaba a perder la paciencia y que ya no veía al manti a través de la nube de fajas que hacían revolotear las bailarinas.

—¡Romped el cerco o se nos escapa ese bribón! —gritó Yáñez—. ¡Estas muchachas intentan salvarle!

En el momento en que iban a lanzarse sobre las bayaderas, vieron que estas se agachaban dejando caer las fajas, mientras que unos diez o doce hombres hacían voltear en el aire los lazos y los pañuelos de seda negra, con la bala de plomo de los thugs en las puntas.

Sandokán dio un grito de furor:

—¡Los thugs! ¡A ellos, por Alá!

Con la rapidez de un relámpago, echó mano a una cimitarra que llevaba al cinto, y empuñó una pistola de dos cañones.

Cortó tres o cuatro lazos que iban a caerle encima, y enseguida descargó a quemarropa los dos tiros contra los hombres que tenía delante, tumbando a dos de ellos al suelo.

Al mismo tiempo, Yáñez, Sambigliong y Kammamuri, repuestos ya de la sorpresa, empuñaron a su vez las cimitarras e hicieron otra descarga.

Los thugs no opusieron resistencia. Después de haber fracasado en su intento, se desbandaron ante aquel rápido tiroteo, huyendo a todo correr, así como las bayaderas, que no les iban a la zaga.

Sobre la callejuela quedaron cuatro muertos y una de las antorchas, que había tirado un muchacho de los que escoltaban a las bailarinas.

—¡Vaya! —exclamó Sandokán—. ¡Nos la han jugado una vez más! ¡Y entre tanto, el manti ha desaparecido!

—¡Una bonita emboscada, a fe mía! —dijo Yáñez, volviendo a colocar tranquilamente las armas en la faja—. ¡No creía que esas muchachas tan bellas estuviesen aliadas con esos bribones de estranguladores! ¡Las muy tunas hacían revolotear las fajas para que no pudiésemos ver a los thugs, que, mientras, se nos iban echando encima! ¡Vamos; la aventura es cómica!

—Y por poco termina de un modo trágico, mi querido Yáñez. A mí me han alcanzado dos veces en el cuello con las balas de plomo, y pensé que iban a estrangularme de un momento a otro. ¿Qué dices de esto, Kammamuri?

—Digo que el manti ha sabido escurrirse de nuestras manos.

—¡No es tonto ese viejo!

—¿Y si le siguiésemos? —dijo Sambigliong.

—Quizá no esté lejos.

—¡Quién sabe dónde se habrá escondido a estas horas! ¡Vamos, hemos perdido la partida, y no nos queda otro remedio que volver a nuestro prao! —dijo Sandokán.

—Sí, vámonos a dormir —añadió Yáñez.

—¡Oh! ¡Ya encontraremos a ese viejo zorro! —dijo el Tigre de Malasia, apretando los puños—. Nos hace falta ese hombre, y más ahora, que sabemos con toda seguridad que es un thug. ¡Yo le aseguro que no nos alejaremos de Calcuta hasta que le hayamos cocido!

—¡En marcha, Sandokán! No nos conviene permanecer aquí; los thugs podrían volver a la carga y tendernos otra celada.

Sandokán recogió del suelo la antorcha que había tirado en su huida uno de los muchachos, y que todavía se hallaba encendida. Dio un paso para marchar, pero se detuvo al oír un gemido.

—¡Aquí hay algún thug que rematar! —dijo, echando mano a la cimitarra.

—O que recoger, que será mejor —dijo Yáñez—. Un prisionero nos será de gran utilidad.

—¡Es cierto, amigo mío!

De nuevo volvió a oírse un gemido.

Procedía del ángulo de la calleja lateral, por donde habían aparecido las bayaderas.

Sandokán se volvió a Kammamuri y Sambigliong, diciéndoles:

—Quedaos aquí vigilando y cargad las pistolas. Seguido de Yáñez, se dirigió a la calleja y vio, caída en tierra y apoyada en la pared de una casa, a una bayadera que hacía vanos esfuerzos para levantarse.

Era una joven bellísima, de color ligeramente bronceado, facciones dulces y finas, grandes ojos muy negros y largos cabellos trenzados con flores de tela y cintas de seda azul.

Su cuerpo, fino y flexible como un junco y exquisitamente modelado, estaba cubierto por un magnífico traje de seda color de rosa con guarniciones de perlas, y terminaba en un par de pantalones que le ceñían los tobillos.

La pobre muchacha debía de estar herida de bala en el pecho, porque en el finísimo justillo de madera dorada que le ceñía el busto, se veía una mancha de sangre.

Al ver aparecer a los dos tigres de Mompracem, la joven se tapó la cara con una mano y murmuró:

—¡Perdón!

—¡Ah! ¡Qué hermosa muchacha! —exclamó Yáñez, impresionado por la gracia y la dulce expresión de aquel rostro—. ¡Esos thugs son muy afortunados; tienen unas bailarinas muy lindas!

—No tengas miedo —dijo Sandokán, inclinándose sobre la bayadera y acercando la antorcha para verla mejor—. ¡Nosotros no matamos mujeres! ¿En dónde estás herida?

—¡Aquí…, en el pecho…, sahib!… ¡Una bala!…

—Vamos a ver: nosotros también entendemos de heridas, y cuando es preciso sabemos curarlas, quizá mejor que vuestros curanderos.

En efecto, en el costado derecho tenía una herida de bala. Por fortuna, había pasado rozando una costilla, produciéndole un desgarramiento, más doloroso que grave.

—Niña mía —dijo Sandokán—, dentro de ocho días puedes estar curada. Lo único que hay que hacer es contener la sangre, que brota en abundancia.

Sacó de su bolsillo un finísimo pañuelo de hilo, y lo ató fuertemente alrededor del pecho de la bailarina. Luego la incorporó, diciendo:

—Por ahora basta con esto. ¿Adónde quieres que te llevemos? Nosotros no somos amigos de los thugs, y creo que ellos no vendrán a recogerte.

La joven no contestó. Sus bellos ojos miraban alternativamente a Sandokán y a Yáñez, tal vez asombrada de que aquellos dos hombres la curasen, cuando ella había procurado perderlos.

—¡Contesta! —dijo Sandokán—. Tú tendrás casa, familia, alguien que se interese por ti.

—¡Llévame contigo, sahib! —dijo por fin la bayadera con voz temblorosa—. ¡No me conduzcáis otra vez con los thugs! ¡Esos hombres me dan miedo!

—Sandokán —dijo Yáñez, que no había apartado la vista de la bailarina ni un solo momento—, esta muchacha puede sernos útil; quizá nos comunique algo interesante. ¡Llevémosla a bordo del Mariana!

—Tienes razón. ¡Sambigliong!

—¡Aquí estoy, mi capitán! —contestó el malayo, acudiendo inmediatamente.

—Coge a esta muchacha y síguenos. Ten cuidado, porque está herida en el pecho.

El malayo cogió entre sus poderosos brazos a la bailarina, haciéndole descansar la cabeza en su pecho.

—¡Vámonos! —dijo Sandokán, volviendo a coger la antorcha—. ¡Las pistolas en la mano y los ojos bien abiertos!

Cruzaron varias calles y callejones sin encontrar a nadie en su camino, y a eso de la una de la madrugada llegaron a la orilla del río.

A pocos pasos de distancia estaba la ballenera, guardada por los malayos.

Sandokán ordenó que la bailarina fuese colocada en la popa; luego puso la antorcha en la proa y dio la señal de partir.

Yáñez se había sentado en la última banca, frente a la joven, a la que contemplaba con gran atención, admirando involuntariamente la belleza de aquel rostro y la brillante y profunda luz de sus negrísimos ojos.

—¡Por Júpiter! —murmuró—. ¡No he visto jamás una muchacha tan hermosa! ¿Que habrá pasado para que se encontrase en poder de esos sanguinarios fanáticos?

Sandokán, como si hubiese adivinado los pensamientos de su amigo, se volvió hacia la muchacha, que iba sentada a su lado.

—¿Eres tú también una adoradora de Kali? —le preguntó.

La bayadera movió la cabeza, sonriendo tristemente.

—Entonces, ¿cómo es que estabas con esos bribones?

—Me compraron cuando quedó destruida mi familia —contestó la bailarina.

—¿Para hacer de ti una bayadera?

—Sí, porque hacen falta bailarinas en las ceremonias religiosas.

—¿En dónde vivías?

—En la pagoda, sahib.

—¿Y estabas a gusto?

—No; y ya han visto ustedes que he preferido seguirles antes que regresar a la pagoda. Allí se realizan atroces sacrificios para satisfacer la insaciable sed de sangre de la diosa.

—¿Para qué te enviaron a ti y a tus compañeras contra nosotros?

—Para impedirles que siguiesen al manti.

—¡Ah! ¿Conoces tú a ese mago? —preguntó Sandokán.

—Sí, sahib.

—Es un jefe de los thugs, ¿verdad? La muchacha le miró sin contestar. Sobre su lindo rostro se pintó una gran ansiedad.

—¡Habla! —ordenó Sandokán.

—Los thugs matan a quienes revelan sus secretos, sahib —contestó la muchacha, con voz temblorosa.

—Estás entre personas que sabrán defenderte contra todos los thugs de la India. Habla: quiero saber quién es ese hombre que se nos ha escapado, porque necesitamos cogerle.

—¿Ustedes son enemigos de los estranguladores?

—Hemos venido a la India para hacerles la guerra —dijo Sandokán— y castigarles por sus crímenes.

—Es verdad, ¡son terribles! —dijo la muchacha—. ¡No son más que unos asesinos!

—Dime, entonces, quién es ese manti.

—Es el alma condenada del jefe de los thugs.

—¡De Suyodhana! —exclamaron a un tiempo Yáñez y Sandokán.

—¿Le conocen ustedes?

—No, pero esperamos conocerle muy pronto —dijo Sandokán—. Yáñez, ese hombre nos es ahora más necesario que nunca, y no iremos a los Sunderbunds sin antes haberle hecho prisionero. Ese viejo hablará, yo te lo aseguro, aunque tuviera que aplicarle el tormento para que confiese.

La bayadera miraba al Tigre de Malasia con espanto, pero al propio tiempo con profunda admiración, y se preguntaba interiormente cómo se atrevería aquel hombre a desafiar el formidable poder de los sectarios de Kali.

—Sí —dijo Yáñez—, nos hace falta ese hombre Pero tú, muchacha, ¿no puedes decirnos dónde tienen los thugs su madriguera? Dicen por ahí que han vuelto a los subterráneos de Raimangal. ¿Es cierto eso?

—Lo ignoro, sahib blanco —respondió la bayadera—. He oído decir que había vuelto el Padre de las sagradas aguas del Ganges; pero no sé dónde pueda estar, si en las espesuras de los Sunderbunds o en otra parte.

—¿No has estado nunca en esos subterráneos? —preguntó Sandokán.

—Allí dentro he recibido mi educación de bayadera —contestó la joven—. Y después me destinaron a la pagoda de Kali y de Darma-Ragiae.

—¿Y no sabes dónde podríamos encontrar al manti? ¿Vive en la pagoda o en otra parte?

—En la pagoda no le he visto más que unas cuantas veces. ¡Ah! Ustedes pueden volver a verle pronto.

—¿En dónde? —preguntaron a la vez Yáñez y Sandokán.

—Dentro de tres días, y en las orillas del Ganges, se efectuará un oni-gomon[15], en el cual tomarán parte las bayaderas y las nuastachi de la pagoda de Kali, y de seguro que el manti no ha de faltar.

—¿Qué es eso de oni-gomon? —preguntó Sandokán.

—Es el acto de quemar a la viuda de Rangi-Nin sobre el cadáver de su marido, que era un jefe de los thugs.

—¿Viva?

—Viva, sahib.

—¿Y eso lo permite la policía anglo-india?

—Sí, porque nadie irá a decírselo.

—Yo creía que esos horribles sacrificios ya no se realizaban.

—Todavía se efectúan muchos, a pesar de la prohibición de los ingleses. En las orillas del Ganges queman a muchas viudas.

—¿Conoces el sitio donde se va a realizar ese abominable sacrificio?

—Está en el extremo de un espeso bosque, cerca de una pagoda vieja y semidormida que antiguamente estaba destinada a Kali.

—¿Y crees que el manti tomará parte en esa lúgubre ceremonia?

—Sí, sahib.

—Dentro de tres días ya podrás andar, y nos conducirás hasta ese sitio. Tenderemos una emboscada al manti, y veremos si esta vez también logra escaparse. Querido Yáñez, decididamente, tenemos la suerte de cara.

En aquellos instantes, la ballenera llegaba junto a la popa del Mariana.

—¡Abajo la escala! —gritó Sandokán a los hombres que permanecían de guardia.

Subió rápidamente, y cayó en los brazos de un hombre que le esperaba en lo alto.

—¡Tremal-Naik! —exclamo el formidable pirata estrechando a su amigo entre sus brazos.

—¡Te aguardaba lleno de ansiedad! —le respondió el hindú.

—¡Tengo buenas noticias que comunicarte, amigo mío! ¡No hemos perdido el tiempo! ¡Sígueme a mi camarote!