5. La fiesta de Darma-Ragiae

Estaba a punto de ponerse el sol tras las altas cúpulas de las pagodas de la ciudad negra, cuando la ballenera se separó del prao, remontando el río a impulsos de los ocho remeros malayos, que habían sido escogidos entre los más robustos de la tripulación.

Kammamuri, Sandokán y Yáñez, disfrazados de musulmanes kolkares, iban sentados a popa, y próximo a ellos se hallaba Sambigliong, el ayudante de campo del audaz pirata.

No llevaban arma alguna a la vista, pero, a juzgar por ciertos bultos de las casacas, se podía adivinar que iban bien provistos, tanto de armas de fuego como de armas blancas.

En su rápida marcha, la ballenera sorteó el strand de la ciudad blanca, la vía más hermosa y frecuentada de Calcuta, que se prolonga hasta la explanada del fuerte William, y está flanqueada por palacios y jardines dignos de una ciudad como Londres; después pasó ante los muelles, donde se sucedían los elegantes palacetes llamados bungalows, rodeados de graciosos jardincillos, y al cabo de una hora larga llegó frente a la ciudad negra.

Así como la ciudad inglesa no tiene nada que envidiar a las más bellas capitales europeas, la ciudad negra no es más que un hacinamiento inmenso de casas de madera y grandes cabañas, y de cuando en cuando algún que otro monumento digno de la grandiosa arquitectura india, que de un modo tan majestuoso se muestra en Delhi, Agra, Benares y otras ciudades de importancia.

De los espléndidos palacios, palacetes y bungalows ingleses, de los comercios espléndidamente alumbrados, de las iglesias anglicanas y de los teatros de los sanares de la ciudad blanca, se pasa, sin transición, a las cabañas miserables, a las pagodas medio derruidas, a los bazares oscuros y malolientes y a las callejuelas tortuosas y llenas de fango.

En la ciudad antigua, todo es ruina, miseria y suciedad. Casucas de pedruscos y cabañas de adobe cocido de cualquier manera y con tablas clavadas sin orden ni concierto, se suceden en hileras desiguales; y así, durante algunos kilómetros, formando calles sin regía alguna, divididas a su vez por estrechos pasadizos, muy peligrosos de recorrer por las noches, a pesar de la constante vigilancia de los policías blancos e indígenas.

Eran las ocho cuando Kammamuri, Sandokán, Yáñez y Sambigliong desembarcaron en el muelle de la ciudad negra. El río estaba poblado de barcas de pescadores y pinassas procedentes del alto Ganges.

Había bastante animación en aquel lugar, a pesar de lo avanzado de la hora.

De las pinassas saltaban a tierra numerosos hindúes, que acudían, procedentes de las aldeas y poblados cercanos, para asistir a la fiesta de Darma-Ragiae. Las ceremonias debían de haber comenzado ya, puesto que a lo lejos se oía un gran estrépito de tam-tam, tamboriles setars y mirdengs.

—Me parece que llegaremos a tiempo para ver la danza del fuego —dijo el maharato a Sandokán—. Esta noche se abrasarán muchos pies, porque esta fiesta es la última y la más importante.

Se unieron a la multitud que había desembarcado y que marchaba por las estrechas y fangosas callejuelas, apenas iluminadas con medias cáscaras de cocos colocadas en las ventanas. En aquellos cocos, llenos de aceite, ardía una torcida de algodón.

Al cabo de unos veinte minutos, dejándose arrastrar por la turba de devotos y curiosos, llegaron a una amplia plaza alumbrada por antorchas clavadas en astas de hierro, que remataban en una especie de canastillo, también de hierro, lleno de algodón impregnado de materias resinosas; un lado de la plaza lo constituía una pagoda vieja del antiguo estilo indio, que tenía la forma de una pirámide truncada y que estaba adornada con columnas, cabezas de elefante, monstruosas divinidades y animales fabulosos.

La plaza se hallaba rebosante de bramines, babúes, sudras, bateleros y gente del pueblo; pero en medio había un espacio vacío, rodeado por varios pelotones de cipayos. En aquel espacio había unas enormes hogueras, que despedían un extremado calor.

—¿Qué van a asar en esos braseros? —preguntó Sandokán, abriéndose paso con dificultad por entre aquella multitud de curiosos y de fanáticos.

—Asarán pies, señor —respondió Kammamuri.

—¿De elefante? He oído decir que las patas de elefante son un bocado exquisito.

—Pies humanos, capitán —dijo el maharato—. ¡Verá usted qué espectáculo! Ya que hay tiempo todavía, vamos hacia la pagoda, a ver si podemos llegar hasta allí.

Con gran trabajo, y abriéndose paso con los codos, alcanzaron finalmente la primera grada de la escalinata que conducía a la pagoda; pero ya allí se vieron detenidos por una muralla humana que no era posible romper.

Sin embargo, desde aquella elevación podían asistir a todas las ceremonias que se realizasen ante la estatua exterior del templo.

Porque todas las pagodas de la India tienen dos estatuas, que representan a la misma divinidad a la que se hallan dedicadas: una de ellas está colocada en el exterior, y el pueblo puede presentarle sus ofrendas; la otra está dentro del edificio, y para rendirle culto los devotos tienen que entregar las ofrendas a los sacerdotes, los únicos que pueden acercarse a ella.

A la estatua interior la lavan con leche de vaca o con aceite de coco perfumado, y la rodean de flores, cubriéndola con guirnaldas entretejidas ex profeso.

El pueblo tiene que contentarse con ver desde lejos al ídolo interior, y los devotos que logran hacerse con una hoja de las flores que adornaron la estatua, repartidas por los sacerdotes entre la multitud a la terminación de las fiestas, se dan por muy satisfechos.

En tomo a las estatuas de Darma-Ragiae y de Drobidé, su mujer, habían encendido multitud de antorchas. Al mismo tiempo, muchos tamborileros redoblaban con entusiasmo en sus respectivos tambores, los cuales ofrecían una pintoresca diversidad de tamaños: los gongs hacían oír sus agudísimos sones, lastimando los oídos de aquellos que no fueran nativos de la India; parejas de bayaderas bailaban, haciendo ondear graciosamente sus velos bordados de oro y plata.

Kammamuri y sus compañeros se detuvieron durante algunos minutos sobre la escalinata; miraban con atención a la multitud, esperando ver al viejo manti; pero, convencidos de la imposibilidad de poderle descubrir entre aquella muchedumbre, que formaba un verdadero mar de cabezas humanas, que se agitaba como las olas en un día de tormenta, retrocedieron al centro de la plaza.

—Busquemos un buen sitio cerca de las hogueras —había dicho Kammamuri a Sandokán—. Tengo la seguridad de que hemos de encontrar al manti en el cortejo de la diosa Kali. Si es un thug, como suponemos, tomará parte en la procesión.

—Pero ¿no es esta la fiesta de Darma-Ragiae? —preguntó Yáñez.

—Sí, señor; pero como la pagoda está dedicada a Kali, también sacarán en procesión la monstruosa estatua de esa deidad sangrienta.

Empujando a derecha e izquierda, los cuatro hombres lograron llegar hasta el centro de la plaza, la cual aparecía cubierta, en una gran parte, de tizones ardiendo, que unos cuantos hindúes se encargaban de reavivar, moviendo grandes abanicos de hojas de palma.

—Esas brasas esperan a los adoradores de Darma-Ragiae, ¿verdad? —preguntó Yáñez.

—Sí, señor. Y verá usted cómo esos fanáticos pasan corriendo por encima de ellas.

—Por lo visto, es un placer como otro cualquiera eso de abrasarse las plantas de los pies.

—En cambio, ganarán el kalaisson.

—¿Qué es eso? —preguntó Sandokán.

—El paraíso, señor.

—¡Pues se lo regalo de muy buena gana a esas gentes! —contestó, sonriendo, el pirata—. ¡Prefiero conservar mis pies intactos!

Un ruido de mil diablos y una gran ondulación de la multitud advirtieron que en aquel instante salía la procesión de la pagoda, para conducir a los devotos a la prueba del fuego.

Se abrió un amplio pasillo entre la enorme masa de gente, y una nube de bailarinas entró por él, seguidas de los músicos y de grupos de hombres que portaban antorchas.

—Permanezcan todos cerca de mí —dijo Kammamuri—; y, sobre todo, no perdamos el sitio.

Aun cuando en un principio se habían visto envueltos por el movimiento de la multitud, finalmente lograron volver a colocarse en primera fila, casi en las lindes de las enormes hogueras.

La procesión descendió la escalinata y avanzó hacia el centro de la plaza, precedida siempre por las bayaderas y los músicos y seguida de una multitud de bramines que salmodiaban cantos en honor y gloria de Darma-Ragiae y de Drobidé.

A continuación, varias docenas de fieles llevaban las dos estatuas de la divinidad, una de piedra y otra de cobre dorado; esta era conducida sobre una especie de palanquín. Por último iba la horrorosa estatua de la diosa Kali, la protectora de la pagoda, tallada en piedra azul y cubierta de flores.

La esposa del feroz Shiva, el dios exterminador, aparecía representada por una mujer negra, con cuatro brazos y sus correspondientes manos, una de las cuales blandía un puñal y otra sostenía una cabeza degollada.

Del cuello hasta los pies llevaba una especie de collar formado por cráneos humanos, y le ceñía las caderas un cinturón de manos cortadas; la diosa llevaba la lengua fuera, que los artistas hindúes habían pintado de vivo color rojo.

A los pies de la diosa iba tendido un gigante, y a los lados, dos figuras de muchachas esqueléticas, cubiertas tan sólo por sus cabellos, que les llegaban hasta las rodillas.

Una de aquellas mujeres parecía beber en un cráneo humano, y a sus pies esperaba un cuervo, con el pico abierto…, tal vez a que cayera alguna gota de sangre; la otra mordía ferozmente un brazo, también humano, y un zorro la miraba como reclamando su parte.

—¿Es esa la diosa de los thugs? —preguntó Sandokán en voz baja.

—Sí, capitán —respondió Kammamuri.

—No podían inventar otra más espantosa.

—Es la diosa de la muerte y de la ruina.

—Ya lo veo; una diosa que da miedo.

—Abra bien los ojos, señor. Si está aquí el manti, no andará lejos de la estatua de Kali. Quizá sea uno de los que la conducen.

—Aquellos que rodean a la diosa, ¿son todos thugs de Suyodhana?

—Podrían serlo; y me lo confirma el hecho de que esos llevan camisa, en tanto que, como usted ve, los demás hindúes están medio desnudos y sólo se cuidan de ocultar el pecho.

—¡Naturalmente; para que no se les vea el tatuaje!

—Sí, señor Sandokán. ¡Mírele usted! ¡Es él! ¡No me había equivocado!

El maharato agarró un brazo del pirata, mientras que con el otro extendido le indicaba a un viejo que marchaba delante de la estatua de la divinidad tocando un extraño instrumento, conocido con el nombre de bin.

Sandokán y Yáñez ahogaron un grito de sorpresa.

—¡Ese es el hombre que subió a bordo del prao! —exclamó el primero.

—Pues es el mismo que efectuó las ceremonias del putscie en casa de mi patrón —dijo Kammamuri.

—¡Sí; es el manti! —afirmó Yáñez.

—¿Le reconoces, Sambigliong?

—Sí, señor; ese es el que degolló al cabritillo —contestó el contramaestre del Mariana—. ¡No hay duda alguna!

—Amigos —dijo Sandokán—, ya que hemos tenido la suerte de encontrarle, no le dejemos escapar.

—Capitán, no le perderé de vista —dijo Sambigliong—. ¡Si es preciso, le seguiré incluso por encima de las brasas!

—¡Metámonos entre el cortejo!

A base de fuertes empujones, deshicieron las primeras filas de espectadores, y se mezclaron con los devotos de Kali, que iban rodeando la estatua.

El manti iba a sólo unos cuantos pasos delante de ellos; su elevada estatura le hacía destacarse sobre la multitud, por lo que resultaba más fácil seguirle con la vista.

La procesión dio la vuelta alrededor de las hogueras, entre un ruido ensordecedor de cánticos, batir de tambores, sonar de gongs y gritos de los fanáticos y luego se detuvo en masa ante la pagoda, formando como una especie de cuadrilátero.

Sandokán y sus acompañantes se aprovecharon de la confusión para ponerse detrás del manti, que ocupaba la primera fila al lado de la diosa Kali, la cual había sido depositada en tierra.

El jefe de los bramines, que dirigía la ceremonia, hizo una señal e inmediatamente las bayaderas suspendieron sus danzas y los músicos dejaron de tocar sus instrumentos.

Enseguida, unos cuarenta hombres semidesnudos, faquires en su mayor parte, empuñando grandes abanicos de hojas de palmera, se dirigieron hacia el fuego, continuamente avivado por cientos de hombres. Los tizones llameantes y las columnas de humo que se retorcían en el aire hacían irrespirable la atmósfera.

Aquellos fanáticos que se disponían a soportar la prueba del fuego para redimirse de sus pecados, no parecían emocionados ante la perspectiva de los dolores que iban a afrontar.

Se detuvieron un instante, invocando con gritos salvajes la protección de Darma-Ragiae y de su esposa, se pusieron ceniza caliente sobre la frente y enseguida se lanzaron con los pies desnudos sobre los carbones encendidos, en tanto que los tambores, tamboriles, gongs y otros instrumentos de aire reanudaban su infernal y desconcertada música, con objeto, tal vez, de amortiguar los gritos de dolor de aquellos desgraciados.

Algunos atravesaron corriendo la abrasadora capa de carbones encendidos; otros, en cambio, marchaban lentamente, sin manifestar dolor alguno; y, no obstante, tenían que sentir las horribles mordeduras del fuego, porque sus pies humeaban y por toda la atmósfera se extendía un nauseabundo olor a carne quemada.

—¡Esas gentes están locas! —exclamó Sandokán, sin poder contenerse.

Al oír esta exclamación, el manti, que se encontraba delante del pirata, se volvió rápidamente.

Detuvo durante escasos segundos su ardiente mirada sobre Sandokán y sus compañeros, y enseguida se volvió hacia otro lado, sin que su rostro hubiese experimentado la más mínima alteración, ni lanzado el más ligero grito.

¿Había reconocido a los dos comandantes del prao y a Kammamuri, a pesar de sus disfraces de musulmanes? ¿Se había vuelto por pura casualidad?

Sandokán notó aquella mirada, penetrante y aguda como un puñal, y apretó la mano de Yáñez, que estaba a su lado, murmurándole al oído en lengua malaya:

—¡Tengamos cuidado! ¡Temo que nos haya reconocido!

—No lo creo —respondió el portugués—. No estaría tan tranquilo y ya habría procurado alejarse.

—Ese viejo debe ser un tunante de primera magnitud. ¡Si trata de huir, le echo mano!

—¿Estás loco, hermano? Estamos en medio de una multitud de fanáticos, y los cipayos que hay aquí son muy pocos para protegernos en el caso de que nos ataquen. Seamos prudentes. No estamos en Malasia.

—De acuerdo; pero ya que le hemos encontrado, no le dejaré escapar.

—Le seguiremos, y ya verás cómo le echamos la zarpa; pero ten cuidado, querido, mucha prudencia, o echaremos a perder el asunto.

Mientras tanto, otro grupo de penitentes, animados por los gritos de entusiasmo de los espectadores y convencidos por los sacerdotes, que les prometían las alegrías y felicidades sin cuento del kalaisson, atravesaban las hogueras con heroica decisión.

Aquellos pobres hombres, llegaban al otro extremo medio asfixiados por el calor, y con los pies en un estado tal, que no podían sostenerse. A pesar de ello, se guardaban muy bien de manifestar los horribles dolores que les martirizaban: antes al contrario, se esforzaban en demostrar una gran satisfacción, y algunos de ellos, poseídos de una incomprensible exaltación, volvían a pasar sobre las ascuas y bailaban y daban saltos como fieras enfurecidas.

A Sandokán y a Yáñez, lo mismo que a sus compañeros, no les interesaban demasiado aquellas carreras de locos a través de las brasas. Toda su atención se hallaba concentrada en el manti, como si temiesen que se les fuera a escapar de un momento a otro.

Por su parte, el viejo no había vuelto a mirarlos; parecía hallarse muy entretenido, viendo a los grupos de penitentes que se sucedían en la terrible prueba.

Sin embargo, no debía de estar muy tranquilo, porque de cuando en cuando se enjugaba el sudor que le corría por la frente, y se agitaba, como si se hallase a disgusto entre aquella multitud que le apretujaba por todas partes.

Estaba a punto de terminarse la ceremonia, cuando Yáñez y Sandokán, que eran los que se hallaban más próximos a él, le vieron alzar el bin, y, aprovechando un momento en que los músicos hicieron una pausa, pulsó las cuerdas del instrumento, tocando tan sólo las de acero, y arrancando de ellas algunas notas estridentes y agudísimas, que podían oírse perfectamente desde todos los ángulos de la plaza, y que produjeron una cierta emoción entre los hombres que rodeaban a la estatua de la diosa Kali.

Sandokán dio con el codo a Yáñez.

—¿Qué significan esos sonidos? —le preguntó—. ¿Será una señal? Interroga a Kammamuri.

El maharato, a quien Yáñez transmitió la pregunta, no tuvo tiempo de abrir la boca, porque enseguida se oyeron resonar en dirección de la pagoda, y en medio del silencio de la multitud, que ahora estaba prosternada ante los dioses, tres notas vigorosas que parecían emitidas por una trompa.

Kammamuri lanzó un grito ahogado.

—¡El ramsinga[14] de los thugs! ¡Toca a muerto! ¡Señor Yáñez, señor Sandokán, huyamos! ¡Estoy seguro de que toca por nosotros!

—Huir, ¿quién? —preguntó Sandokán, con una sonrisa—. ¿Nosotros? ¡Los tigres de Mompracem no vuelven la espalda jamás! ¿Quieren lucha? ¡Muy bien, la tendremos! ¿Verdad, Yáñez?

—¡Por Júpiter! —contestó el portugués, encendiendo tranquilamente un cigarrillo—. ¡Yo creo que no hemos venido tan sólo a las ceremonias religiosas!

—Capitán —dijo Sambigliong, metiendo la mano bajo sus vestiduras—, ¿quiere usted que mate a ese viejo?

—¡Calma, tigrecito! —repuso Sandokán—. ¡Lo necesito vivo, porque su cadáver no me sirve para nada!

—En cuanto usted me lo diga, me apodero de él y me lo llevo.

—Sí, pero no aquí. Ha concluido la fiesta; ahora, amigos, atención al viejo y tened las armas dispuestas… ¡Vamos a divertirnos un rato!