Yáñez y Sandokán, después de haber dormido durante algunas horas, se hallaban a la mañana siguiente sorbiendo varias tazas del excelente té llamado pólvora de cañón y haciendo diversos comentarios sobre los incidentes de la noche anterior, cuando vieron entrar en el saloncito al contramaestre de la tripulación, que era un soberbio malayo, con el torso como el de un atleta y los músculos enormemente desarrollados.
—¿Qué quieres, Sambigliong? —le preguntó Sandokán, que se había levantado—. ¿Ha enviado Tremal-Naik algún mensajero?
—No, capitán. Allí hay un hindú que quiere subir a bordo.
—¿Quién es?
—Un manti, me ha dicho.
—¿Qué es un manti?
—Es una especie de mago, hechicero y adivino; algo de todo eso —dijo Yáñez, que sabía más o menos de lo que se trataba, por haber vivido durante algún tiempo en Goa, cuando era jovencito.
—¿Te ha dicho ese hombre qué es lo que quiere? —preguntó Sandokán.
—Dice que viene a hacer un sacrificio a Kali-Ghat para que los manes de la India te sean propicios, pues hoy es la fiesta de esa divinidad.
—¡Dile que se vaya con mil diablos!
—Tengo que advertirle, capitán, que le han recibido a bordo de los grabs que hay por aquí cerca, y que viene acompañado de un policía indígena, el cual me ha dicho que no rechacemos su visita si no queremos tener disgustos.
—Dejémosle subir, Sandokán —dijo Yáñez—. Hay que respetar las costumbres del país.
—¿Qué clase de hombre es? —preguntó el pirata.
—Un viejo de aspecto majestuoso.
—Manda echar la escala.
—Cuando, poco después, los dos piratas subieron a cubierta, ya el manti estaba a bordo; en cambio, el policía indígena se quedó en un pequeño gonga, en compañía de varios cabritillos, que no cesaban de balar de un modo lastimero.
Como había dicho Sambigliong, aquel hombre, mago y curandero a un tiempo, era un viejo de aspecto imponente, de tez bastante bronceada, facciones un poco angulosas, ojos muy negros y de viva mirada, y una larga barba blanca.
Sobre su frente llevaba pintadas unas rayas blancas, y en los brazos y el pecho, otras rayas que son el distintivo de los adoradores de Visnú. Se cubría el vientre y los muslos con un simple dooté.
—¿Qué quieres? —le preguntó, en inglés, Sandokán.
—Hacer el sacrificio de la cabra en honor de Kali-Ghat, puesto que hoy es el día de su festividad —contestó el manti, también en inglés.
—Nosotros no somos hindúes.
El viejo entrecerró los ojos e hizo un gesto de sorpresa.
—Entonces, ¿qué sois?
—No te preocupes por quiénes somos.
—¿Venís de muy lejos?
—Tal vez.
—Realizaré el sacrificio para que regreséis felizmente. Ninguna tripulación, aunque sea extranjera, se niega a la ceremonia de un manti, que puede lanzar maleficios sobre quienes lo rehúsen. Preguntádselo al policía que me acompaña.
—¡Bueno, termina! —dijo Sandokán. El viejo llevaba consigo un cabritillo completamente negro y una bolsa de piel, de la cual extrajo un recipiente que contenía una grasa semejante a la manteca y dos pedacitos de madera, uno plano por un lado con un agujero en medio, y el otro más delgado y en forma de cuña.
—Son de madera sagrada —dijo el manti, enseñándoselos a Sandokán y a Yáñez, que observaban con curiosidad los movimientos del viejo.
Metió la cuña en el agujero de la madera plana y, por medio de una pequeña correa, los hizo girar vertiginosamente.
—Va a encender fuego —dijo Sandokán.
—El fuego sagrado para el sacrificio —dijo, sonriendo, Yáñez—. ¡Cuántas supersticiones y creencias extrañas hay entre estos hindúes!
A los pocos instantes se hizo la llama en el agujero, y ambos trozos de madera comenzaron a arder.
El manti giró con lentitud sobre sí mismo e hizo cuatro genuflexiones hacia los cuatro puntos cardinales, mientras recitaba con voz solemne:
—Luces de la India, de Saurga y de Agui, que ilumináis la tierra y el cielo, alumbrad la sangre del holocausto que ofrezco a Kali-Ghat, y no la de los nombres que aquí veo.
Cruzó las dos maderitas sagradas, dejando que se carbonizasen; luego, las puso sobre una plancha de cobre, y vertió encima de ellas un poco de la manteca que llevaba en el recipiente.
Se reavivó la llama y el viejo cogió al cabritillo, sacó un cuchillo de la bolsa y de un solo tajo lo decapitó, haciendo que cayese la sangre sobre el fuego.
Cuando la sangre hubo dejado de caer y se apagó la llama, recogió las ensangrentadas cenizas, se hizo un signo con ellas en la barba y en la frente, y acercándose a Sandokán y a Yáñez, les marcó asimismo la frente, diciendo:
—Ahora ya podéis marchar a vuestro lejano país sin temor a las tempestades, porque están con vosotros los espíritus de Agui, y el poder de Kali-Ghat.
—¿Has concluido? —le preguntó Sandokán, alargándole algunas rupias.
—Sí, sahib[13] —contestó el viejo, mirando fijamente a Sandokán, con unos ojos que despedían extraños fulgores—. ¿Cuándo os marcharéis?
—Esta es la segunda vez que me haces preguntas —replicó Sandokán—. ¿Por qué te interesa saberlo?
—Es una pregunta que hago siempre a todas las tripulaciones de los barcos. Adiós, sahib, y que Shiva una su poderosa protección a la de Agui y Kali-Ghat.
Después de coger su cabritillo, descendió a la gonga, donde continuaba esperándole el policía indígena, que fumaba tranquilamente un cigarrillo de palma, sentado en la proa.
La pequeña embarcación se apartó de la escalera; pero en lugar de bajar por el río, en donde había otros muchos buques, fue en dirección contraria, pasando bajo la popa del prao, Sandokán y Yáñez, que le seguían con la mirada, vieron con sorpresa que el manti, dejando un momento los remos, se volvía para mirar hacia el coronamiento de popa, en donde brillaba, con letras de oro, el nombre del barco; hecho esto, volvió a empuñar los remos y se alejó velozmente, desapareciendo entre la multitud de veleros que llenaban el río.
Sandokán y Yáñez se miraron mutuamente, como si una misma sospecha les hubiese cruzado por el cerebro.
—¿Qué opinas tú de ese viejo? —preguntó Sandokán.
—Creo que esa estúpida ceremonia ha sido un pretexto para subir a bordo y enterarse de quiénes somos —contestó el portugués, que parecía muy turbado.
—Yo pienso lo mismo.
—¿Nos habrán engañado, Sandokán?
—No puedo imaginar que los thugs sepan que somos amigos de Tremal-Naik y que hemos venido a ayudarle a recobrar a la pequeña Damna. ¡Serían demonios o hechiceros esos hombres, si pudieran saber tal cosa!
—No sé qué decirte —contestó Yáñez, pensativamente—. Esperemos a que venga Kammamuri.
—Me parece que estás inquieto, Yáñez.
—Tengo motivos. Si los thugs conocen ya nuestras intenciones y la razón de nuestro viaje, se me figura que van a darnos mucho que hacer esos terribles adversarios.
—Tal vez nos inquietamos sin necesidad —dijo Sandokán—. Ese manti puede ser un pobre diablo que busque el medio de ganar algunas rupias con sus sacrificios más o menos farsantes.
—No obstante, su interés en preguntarnos y la mirada que ha dirigido al nombre de nuestro barco me han llamado poderosamente la atención.
—Y el policía, ¿se habrá divertido también a nuestra costa?
—Eso creo. Me parece muy rara la presencia de un polizonte en la gonga de un charlatán.
Sandokán permaneció en silencie durante algunos instantes, paseando sobre la cubierta de la camareta y, enseguida, acercándose rápidamente al portugués, le cogió de un brazo y le dijo:
—Yáñez, tengo otra sospecha.
—¿Cuál?
—Que el policía fuese un thug disfrazado. El portugués miró a Sandokán con asombro.
—¿Eso crees? —preguntó.
—Y apostaría mi narguile contra dos cigarrillos tuyos a que ese hombre no era un policía de verdad.
—Sí, hermano mío; también a mí me parece que hemos sido engañados por personas más listas que nosotros. Querido Sandokán, el Tigre de la India ha dado pruebas, por lo menos hasta ahora, de que es más astuto que el malayo.
—Sí; es más civilizada la India y más salvaje la Malasia —dijo Sandokán, esforzándose por sonreír—. ¡Bah! ¡Pronto tomaremos nuestro desquite! Además, ese bribón de manti, suponiendo que fuese un espía de Suyodhana, no ha logrado hacer averiguación alguna; todavía ignora quiénes somos y a qué hemos venido.
Se detuvo bruscamente, y se acercó a la amura de estribor. Dirigía la mirada hacia una embarcación que se deslizaba entre los barcos anclados en medio del río.
—Me había parecido ver la chalupa con la cabeza de elefante en que ayer vino Kammamuri —dijo—. Ha desaparecido detrás de aquel grupo de pinassas y de grabs; pero no tardará en dejarse ver nuevamente.
—Ya debería de estar aquí —dijo Yáñez, sacando un magnífico cronómetro de oro—. Son las nueve.
Agarrándose a las escalillas del palo mayor, ambos se subieron a las bordas y, en efecto, vieron un fylt-sciarra parecido al que condujo al maharato la noche anterior hasta su barco.
Lo manejaban y conducían hábilmente a través de aquel laberinto de barcos cuatro remeros y un hombre que parecía, por su atuendo, un musulmán de la India del Norte.
—¿Se habrá disfrazado Kammamuri? —preguntó Sandokán—. Esa chalupa se dirige hacia nosotros.
Efectivamente, a los pocos minutos, la pequeña embarcación llegó hasta el costado de estribor del prao y se detuvo al pie de la escala.
El musulmán que lo guiaba cambió algunas palabras con los remeros y subió a bordo con gran agilidad. Se inclinó ante Yáñez y Sandokán, que le miraban con sorpresa.
—¿Es decir, que ustedes no me reconocen? —preguntó el recién llegado, soltando una carcajada—. ¡Pues me alegro mucho, porque así también podré engañar a esos perros de thugs!
—¡Te felicito, mi querido Kammamuri! —dijo Yáñez—. Si no hubieses hablado, te devuelvo inmediatamente a tu chalupa.
—Es un magnífico disfraz —dijo Sandokán—. Estás completamente desconocido, mi querido maharato.
El fiel servidor de Tremal-Naik se había disfrazado de tal modo que, en efecto, nadie le hubiera reconocido. En lugar del dooté y del dubgah, llevaba un purty, vestimenta que, a primera vista, se asemeja bastante a la que usan los turcos o los tártaros, pero se diferencia de estas en que la chaqueta es más corta y se abre por el lado izquierdo en lugar de abrirse por el derecho; los pantalones también son algo más anchos y el turbante más pequeño y aplastado por delante.
Para mejor completar el disfraz, Kammamuri se había quitado las rayas que llevan en la frente los adoradores de Visnú, y se había puesto una hermosa barba negra, lo cual le proporcionaba un imponente aspecto.
—¡Admirable! —repetía Yáñez—. ¡Pareces un santón que vuelve de la Meca! ¡No te falta más que un poco de tela verde en el turbante!
—¿Creen ustedes que los thugs podrían reconocerme?
—Si no son diablos o adivinos, ninguno puede reconocer en ti al maharato de ayer.
—Todas las precauciones son pocas. Esta misma mañana he visto varias sombras sospechosas alrededor de la casa de mi patrón.
—Y te habrán seguido —dijo Sandokán.
—He tomado mis precauciones para despistarles, y creo haberlo conseguido. Salí de casa en un palanquín bien cerrado y ordené que me llevasen al strand, que siempre está lleno de gente; allí me bajé en una fonda. Me disfracé, y cuando salí de mi habitación, nadie me reconoció, ni siquiera los criados. En el muelle de la ciudad negra estaba el fylt-sciarra esperándome, muy alejado de la fonda, y fui hasta allí para embarcarme. Es imposible que me haya seguido nadie.
—¡Cuidado! Los thugs son muy zorros; nosotros hemos tenido ocasión de comprobarlo. Ya saben que somos amigos de tu patrón y nos vigilan.
El maharato, con el espanto reflejado en el rostro, se puso lívido.
—¡Imposible! —exclamó.
—Por lo pronto, anoche intentaron asesinamos, cuando salíamos del palacio de Tremal-Naik —dijo Sandokán.
—¡A ustedes!
—Pero, bueno, fue un ataque que les salió fallido. Intercambiamos dos balas, y una de ellas no se perdió. Sin embargo, no es esa emboscada lo que ahora nos preocupa. Es una visita que nos han hecho hace poco y que nos infunde vivas sospechas. Ha venido por aquí un hechicero o algo parecido a sacrificar una cabra.
—Un manti —aclaró Yáñez. Kammamuri se tomó todavía más pálido.
—¿Un manti ha dicho usted? —gritó.
—¿Acaso le conoces? —preguntó Sandokán, con inquietud.
El maharato enmudeció, mirándoles con los ojos dilatados por el terror.
—Vamos, habla —dijo Yáñez—. ¿Qué significa ese espanto con que nos miras? ¿Quién es ese hombre? ¿Le has visto tú también?
—¿Cómo era?
—Alto, viejo, con larga barba blanca y ojos muy negros y brillantes. Parecía que, en vez de pupilas, tenía dos carbones encendidos.
—¡Es él! ¡Es él!
—¡Explícate!
—¡Es el mismo que fue dos veces a casa de mi patrón para realizar la ceremonia del píasete, y a quien luego he visto dos veces paseando por nuestra calle, mirando siempre al palacio! ¡Sí; es alto, seco, tiene la barba blanca y los ojos que parecen llamas!
—¡Putscie! —exclamó Sandokán—. ¿Qué quiere decir eso? Explícate mejor, Kammamuri; ten en cuenta que no somos hindúes.
—Es una ceremonia que se realiza en las casas en cierta época del año, para tener propicia a la divinidad, y que consiste en rociar las habitaciones con orines y estiércol de vaca, echar flores y arroz dentro de un balde con agua y quemar mucha manteca en lámparas colocadas alrededor del recipiente.
—¿Y el manti ha realizado todas esas ceremonias en casa de tu patrón? —le preguntó Sandokán.
—Sí, señor; hace unos quince días —contestó Kammamuri—. Probablemente, es el mismo que ha venido aquí esta mañana. No me cabe duda de que es un espía de Suyodhana.
—Venía acompañado de un policía indígena.
—¡De un policía! —exclamó Kammamuri, haciendo un gesto de asombro—. ¿Desde cuándo la policía da escolta a los manti y a los bramines en sus funciones? ¡A ustedes los han engañado por partida doble!
Kammamuri esperaba una explosión de ira por parte del Tigre de Malasia; pero, por el contrario, el formidable pirata no perdió un átomo de su calma. Más bien parecía satisfecho y hasta contento.
—¡Perfectamente! —dijo—. ¡He aquí una burla de la cual obtendremos resultados inapreciables! ¿Reconocerías a ese hombre, mi bravo Kammamuri?
—Ahora y dentro de seis años.
—Y yo también. ¿Has traído los trajes que te había recomendado?
—Tengo cuatro cajas con trajes en el fylt-sciarra.
—¿Qué pretendes hacer, Sandokán? —preguntó Yáñez.
—El manti nos dirá si los thugs han vuelto a su antigua residencia, y si la pequeña Damna está oculta en los subterráneos de Raimangal —respondió el Tigre de Malasia—. Nos hacía falta un thug para hacerle hablar, y lo tenemos al alcance de la mano; ¡y por Alá que ha de cantar muy alto! Se trata únicamente de encontrarle, y confío en que lo lograré.
—Amigo mío, Calcuta es muy grande y muy populosa. Sería lo mismo que buscar una aguja en un pajar.
—Quizá sea menos difícil de lo que usted cree —dijo de pronto Kammamuri—. En la ciudad negra hay una pagoda dedicada a la diosa Kali, a la cual concurren los thugs, y en donde, desde hace tres días, se están celebrando fiestas en honor de Darma-Ragiae y de su esposa Drobidé. Nada me sorprendería encontrar allí a ese viejo.
—Sería una suerte —dijo Sandokán—. ¿Cuándo comienza la fiesta?
—Por la noche.
—¿Tienes que volver a casa de tu patrón?
—Le he dicho que no me esperase; además, él estará aquí antes de que amanezca. Ha decidido refugiarse en el prao para poder moverse sin que nadie le espíe.
—Quería proponérselo. Aquí estará más seguro que en su palacio; además, su presencia puede sernos necesaria —dijo Sandokán. Y añadió—: Ahora vamos a comer, y después nos disfrazaremos, para que el manti no pueda reconocernos.
Y después, recordando de pronto su encargo, preguntó:
—¿Y los elefantes?
—Ya han ido a adquirirlos varíes criados de casa. Dentro de pocos días podremos contar con ellos.
—Es preciso que no los vean los thugs; podrían sospechar que tenemos intención de ir a los junglares del Sur.
—Se les ha dado orden de que los condujeran a un bungalow que tiene mi patrón en las cercanías de Kgarí, la última aldea de los Sunderbunds.
—¡Vamos a comer, amigos; el día no ha sido perdido!