3. Tremal-Naik

Media hora después descendía por el río la ballenera del Mariana, a bordo de la cual iban Sandokán, Yáñez, Kammamuri y seis malayos de la dotación que la tripulaban.

Los dos comandantes del prao se habían disfrazado de sudras[10] hindúes. Se anudaron alrededor de la cintura y de las caderas un ancho lienzo, llamado dooté, y se cubrieron los hombros y la espalda con una especie de capa de tela gruesa, de color castaño; esta prenda tiene el nombre de dubgah[11].

Llevaban metidas en la faja un par de pistolas de largo cañón y el terrible puñal de hoja ondulada, el kriss malayo, cuyas heridas no se cicatrizan jamás por completo.

La ciudad se hallaba envuelta por las sombras, ya que a aquella hora se apagaban los faroles de los muelles y squares; tan sólo los faroles blancos, verdes y rojos de los barcos relucían en las negras aguas del río.

La ballenera bogó por entre las numerosas embarcaciones de todas clases que llenaban el río, y se dirigió hacia los bastiones meridionales del fuerte William, atracando ante la explanada, que en aquellos momentos se hallaba desierta y muy oscura.

—Ya estamos —dijo Kammamuri—. La calle Durumtolah se encuentra a pocos pasos de aquí.

—¿Vive en algún bungalow? —preguntó Yáñez.

—No; habita en un antiguo palacio hindú, que había sido habitado por el capitán Macpherson, y que heredó después de la muerte de Ada.

—Llévanos hasta él —dijo Sandokán. Saltaron a tierra y Sandokán, volviéndose hacia los malayos, les ordenó:

—Vosotros quedaos aquí esperándonos.

—Está bien, capitán —respondió el timonel que había guiado la ballenera.

Kammamuri se puso en marcha a través de la amplia explanada, seguido por Sandokán y Yáñez, los cuales llevaban la mano derecha bajo el dubgah, sosteniendo las culatas de las pistolas, dispuestos a repeler cualquier agresión, por rápida que fuese.

Pero la explanada estaba desierta, o al menos así lo parecía, ya que la oscuridad era tan intensa, que no se podía distinguir fácilmente a una persona.

A los pocos minutos entraron en la calle Durumtolah, deteniéndose ante un viejo palacio de arquitectura hindú y de planta cuadrada, coronado por una cupulita y varias terrazas.

Kammamuri metió la llave en la cerradura e iba a abrir la puerta, cuando Sandokán, que tenía la vista más fina que sus compañeros, observó que una sombra se deslizaba detrás de una de las columnas que sostenían un balcón, y que luego se alejaba rápidamente, desapareciendo en las tinieblas.

Por un momento tuvo la idea de lanzarse en persecución del fugitivo, pero se contuvo, temiendo caer en alguna emboscada.

—¿Habéis visto a ese hombre? —preguntó a Yáñez y a Kammamuri.

—¿Cuál? —preguntaron a un tiempo el portugués y el maharato.

—Un hombre que estaba escondido detrás de una de esas columnas. Tienes razón, Kammamuri, al sospechar que los thugs vigilan esta casa. Acabamos de comprobarlo en este momento. Pero ¡poco importa! Ese espía no ha podido vernos la cara; esto está muy oscuro para que sea posible reconocemos.

Kammamuri abrió la puerta y volvió a cerrarla sin hacer ruido. Subieron por una escalera de mármol, alumbrada por una especie de linterna china, y el guía introdujo a sus dos acompañantes en un saloncito amueblado a la inglesa con gran sencillez, en el cual había varias sillas y una mesa de bambú, trabajado con mucho arte.

Del techo pendía un globo de cristal azul que esparcía una luz suave, haciendo brillar las losas rojas, amarillas y negras del pavimento.

Acababan de entrar cuando se abrió una puerta, y un hombre se precipitó en los brazos de Sandokán primero y de Yáñez después, mientras exclamaba:

—¡Amigos míos! ¡Mis valientes amigos! ¡Cuánto os agradezco que hayáis venido! Vosotros me devolveréis a Damna, ¿no es cierto?

El hombre que así se expresaba tenía un buen tipo de bengalés, y aparentaba unos treinta y cinco o treinta y seis años de edad; era alto, esbelto, sin ser delgado, de facciones finas y enérgicas, color un poco bronceado y ojos negros y brillantes.

Vestía a la moda de los nativos ricos y modernizados de la joven India, que ya han abandonado el dooté[12] y el dubgah y lo han sustituido por el traje anglo-hindú, más sencillo, y cómodo, consistente en chaqueta entallada, blanca y con alamares de seda, faja recamada y muy ancha, pantalón ceñido, también blanco, y pequeño turbante recamado.

Sandokán y Yáñez correspondieron a los abrazos del hindú, y el primero le contestó, afectuosamente:

—Cálmate, Tremal-Naik. Si hemos dejado nuestra salvaje isla de Mompracem y nos hallamos aquí es porque venimos decididos a emprender la lucha contra Suyodhana y sus sanguinarios bandidos.

—¡Damna mía! —exclamó el hindú, lanzando un sollozo desgarrador y apretándose los ojos, como para impedir que le brotasen las lágrimas.

—¡La encontraremos! —dijo Sandokán—. Ya sabes de lo que fue capaz el Tigre de Malasia cuando eras prisionero de James Brooke, el rajá de Sarawak. Y de la misma manera que destroné a aquel hombre, que se llamaba a sí mismo el exterminador de los piratas y que le bastaba una sola palabra para hacer temblar a todos los sultanes y al propio rajá de Borneo, igualmente venceré a Suyodhana y le obligaré a que te devuelva a tu hija.

—¡Sí! —dijo Tremal-Naik—. Tan sólo tú y Yáñez podéis mediros con esos malditos sectarios, con esos sanguinarios adoradores de Kali, y vencerlos. ¡Ah! ¡Si tuviese que perder también a mi hija, después de haber perdido a mi Ada, la única mujer a quien he amado, creo que me moriría o me volvería loco! ¡Es demasiado! ¡Me parece que se me rompe el corazón!

—Tranquilízate, Tremal-Naik —dijo Yáñez, que estaba muy conmovido ante el profundo dolor del hindú—. Ahora no se trata de llorar, sino de actuar y de comenzar la lucha sin pérdida de tiempo. Pero dinos primero, mi pobre amigo, ¿tienes la convicción de que los thugs han vuelto a reunirse de nuevo en los subterráneos de Raimangal?

—Tengo la completa certeza —contestó el hindú.

—¿Y de que también esté allí Suyodhana?

—Dicen que también ha vuelto.

—Entonces, ¿habrán llevado a la niña a Raimangal? —preguntó Sandokán.

—De eso no tengo seguridad. Sin embargo, es probable que haya ocupado el puesto que le dieron a su madre, mi mujer Ada.

—¿Puede correr algún peligro?

—Ninguno: la virgen de la pagoda representa a la monstruosa Kali sobre la Tierra, y la adoran como a una divinidad auténtica.

—En ese caso, ¿no se atrevería nadie a hacerle daño?

—Ni siquiera el mismo Suyodhana —respondió Tremal-Naik.

—¿Y qué edad tiene tu hija Damna?

—Cuatro años.

—¡Qué cosa tan extraña! ¡Hacer una divinidad de una niña! —exclamó Yáñez.

—Es la hija de la virgen de la pagoda, que durante siete años representó a Kali en los subterráneos de Raimangal —dijo Tremal-Naik, ahogando un gemido.

—Hermano mío —dijo Yáñez, volviéndose hacia Sandokán—, tú me has hablado de un proyecto.

—Y ya lo he madurado —respondió el Tigre de Malasia—. Para ponerlo en práctica, tan sólo necesito saber si realmente los thugs se esconden en los subterráneos de Raimangal. Es preciso averiguarlo con certeza.

—¿Y cómo lo vamos a saber?

—Necesitamos apoderarnos de un thug y obligarle a que confiese. Supongo que en Calcuta los habrá.

—Y no pocos —dijo Tremal-Naik.

—Procuraremos sacar a alguno de su madriguera.

—¿Y después? —preguntó Yáñez.

—Si se hallan nuevamente reunidos en Raimangal, organizaremos una partida de caza por aquellos lugares, pues Kammamuri me ha dicho que abundan los tigres en esos pantanos. Iremos a matar algunos; primero, a los de cuatro patas, y después, a los de dos y sin cola. De esta manera nos introduciremos en Raimangal y tal vez descubramos algo que pueda sernos de gran utilidad. Tú seguirás siendo un buen cazador, ¿verdad, Tremal-Naik?

—Como hijo que soy de los Sunderbunds y de la jungla —respondió el hindú—. Pero ¿por qué cazar a los tigres antes que a los hombres?

—Para despistar al amigo Suyodhana. Los cazadores no son policías ni cipayos; y si es cierto que esa jungla es tan rica en animales salvajes, nuestra presencia no alarmará a los thugs. ¿Qué dices tú, Yáñez?

—Que la imaginación del Tigre de Malasia todavía funciona admirablemente.

—Tenemos que luchar contra un zorro, y es preciso ser más zorros y astutos que él.

—¿Conoces esos pantanos, Tremal-Naik?

—Kammamuri y yo conocemos todos esos islotes y canales perfectamente.

—¿Hay bastante calado en los Sunderbunds?

—Sí, porque también existen varios brazos de mar. Tu prao puede encontrar allí magníficos refugios contra los vientos y las olas.

—Nómbrame uno de esos lugares.

—El de Raimatla, por ejemplo.

—¿Está muy lejos de la guarida de los thugs?

—A unas veinte millas.

—Perfectamente —dijo Sandokán—. Además de Kammamuri, ¿tienes algún otro criado fiel?

—Y dos también, si los necesitas. Sandokán metió una mano en el bolsillo interior de su vestido y sacó un gran fajo de billetes.

—Pues encarga a ese criado fiel que adquiera dos elefantes con sus respectivos conductores, sin reparar en el precio.

—Pero… yo… —balbució el hindú.

—Ya sabes que el Tigre de Malasia tiene diamantes para enterrar en ellos a todos los rajás y matharajás de la India —le interrumpió, sonriendo, Sandokán. Y añadió, con profunda tristeza—: Ni Yáñez ni yo tenemos hijos. ¿Qué vamos a hacer con las inmensas riquezas acumuladas en quince años de correrías? ¡El destino ha sido muy cruel conmigo al arrebatarme a Mariana!

Mientras pronunciaba estas palabras, el formidable pirata se había levantado, presa de una gran agitación. Un dolor indescriptible, agudísimo, alteraba las facciones del antiguo pirata del archipiélago malayo. Dio dos o tres vueltas por el saloncito con el ceño fruncido, los labios apretados y las manos apoyadas con fuerza sobre el pecho. Sus ojos, llameantes, miraban al vacío.

—¡Sandokán, hermano mío! —le dijo Yáñez, con un tono cálido en la voz, poniéndole la mano sobre el hombro.

El pirata se detuvo, y un ronco sollozo salió de entre sus labios.

—¡No podré olvidarla jamás! —gritó con voz ahogada y enjugándose casi con rabia dos lágrimas que le temblaban en las largas pestañas—. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡He amado demasiado a la Perla de Labuán!

—¡Sandokán! —repitió Yáñez.

De pronto, el rostro del pirata, que hacía sólo un instante estaba tan alterado, había vuelto a adquirir su expresión habitual, tranquila y enérgica.

—Cuando tengamos la seguridad de que Suyodhana está allá abajo —dijo—, iremos a los Sunderbunds. ¿Puedes comprar mañana los elefantes?

—Eso creo —dijo Tremal-Naik.

—Nosotros estaremos aquí hasta que hayamos podido echar mano a algún thug, y luego ya se verá lo que hay que hacer. ¿Cuándo vendrás a bordo? En nuestro barco estarás más seguro que en tu palacio.

—Iré mañana por la noche, muy tarde, para que no me vean. Ya sé que los thugs vigilan mi palacio.

—Te esperamos. Ahora, Yáñez, volvámonos a bordo. Ya son las dos de la madrugada.

—¿Por qué no os quedáis a dormir aquí? —preguntó Tremal-Naik.

—Por no despertar sospechas —contestó Sandokán—. Si nos vieran salir de aquí mañana, podría seguirnos algún espía hasta el prao, y eso no me gustaría. En cambio, ahora, con la oscuridad que hay en la calle, aun cuando alguien nos vigile, no podrá hacerlo más que hasta el muelle, pues está esperándonos la ballenera, y nos será fácil engañarlo en la dirección. ¡Adiós, Tremal-Naik; mañana tendrás noticias nuestras!

—Entonces, marcharemos mañana por la noche.

—Es muy tarde. Mira si puedes encontrar los elefantes, y adopta todas las precauciones posibles para que no te sigan.

—¿Quieres que os acompañe Kammamuri?

—Ya nos las arreglaremos para despistar a los espías. Además, traemos buenas armas y el muelle está cerca.

De nuevo se abrazaron y enseguida Yáñez y Sandokán bajaron las escaleras con el maharato.

—Vayan ustedes prevenidos —dijo Kammamuri, mientras les abría la puerta.

—No temas —respondió Sandokán—. No somos hombres que se dejan sorprender.

Apenas estuvieron en la calle, los dos comandantes del prao sacaron las pistolas que llevaban en las fajas y las amartillaron.

—Abramos bien los ojos, Yáñez —dijo Sandokán.

—Ya los abro, hermanito; pero confieso que no veo más allá de mis propias narices. Me parece que estoy metido en una enorme cuba de alquitrán. ¡Qué noche tan buena para una emboscada!

Se detuvieron en mitad de la calle, aguzando el oído, y tranquilizados por el profundo silencio que reinaba en torno de ellos, se dirigieron hacia la explanada del fuerte William.

Marcharon por el centro de la calle, manteniéndose apartados de las paredes de las casas, mirando uno hacia la izquierda y otro a la derecha.

Se detenían cada quince o veinte pasos para escuchar, porque estaban convencidos de que alguien debía seguirles, tal vez el hombre que Sandokán había entrevisto en el momento en que Kammamuri abría la puerta del palacio.

Sin embargo, llegaron felizmente al extremo de la calle, sin que les hubiese ocurrido el menor percance, y desembocaron en la explanada, donde ya la oscuridad era menos densa.

—Allá está el río —dijo Sandokán.

—Ya oigo su rumor —contestó Yáñez. Apretaron el paso; pero no habían recorrido la mitad de la explanada, cuando de pronto cayeron el uno sobre el otro.

—¡Ah, canallas! —gritó Sandokán—. ¡Han tendido un alambre!

En aquel mismo momento, varios hombres que estaban ocultos entre las altas hierbas que crecían cerca, se precipitaron sobre los dos piratas, mientras se oía el zumbido de algo que cortaba el aire.

—¡No te levantes, Sandokán! ¡Echan los lazos! —gritó Yáñez.

Resonaron dos pistoletazos, cada uno en una dirección diferente.

Sandokán había hecho fuego precipitadamente, en el momento en que sintió que le chocaba en un hombro una bala de hierro o de plomo. Uno de los asaltantes cayó lanzando un grito, que se apagó enseguida. Sus compañeros echaron a correr en todas direcciones y desaparecieron en las sombras.

Desde los bastiones del fuerte William, un centinela gritó:

—¿Quién anda por ahí? Después, nada.

Yáñez y Sandokán, temiendo que volvieran los asaltantes, no se movieron.

—Se han ido —dijo Yáñez finalmente, al no ver que volvieran a aparecer—. No son muy valientes esos thugs, querido Sandokán; eso, suponiendo que fueran realmente los estranguladores de Suyodhana. A los primeros disparos han echado a correr como conejos.

—La trampa estaba bien urdida —respondió Sandokán—. ¡Si tardamos en disparar las pistolas, nos estrangulan! Nos han hecho caer tendiendo un alambre.

—Veamos si está muerto ese bribón.

—No se mueve.

—Puede fingirse muerto.

Se levantaron, mirando en derredor y llevando un brazo en alto, por temor a sentirse atenazados en el cuello por algún lazo inesperado, y se dirigieron hacia el hombre que yacía tendido sobre la hierba. Tenía las piernas replegadas y las manos crispadas sobre la cabeza.

—Recibió el balazo en el cráneo —dijo Sandokán, al advertir la sangre que le cubría el rostro.

—¿Sería un thug?

—Kammamuri nos ha dicho que esas gentes llevan un tatuaje en el pecho.

—Llevémosle a la chalupa.

—¡Calla!

Se oyó un silbido a lo lejos, inmediatamente contestado con otro que procedía de la calle Durumtolah.

—¡Querido Yáñez —dijo Sandokán—, a la ballenera y sin perder un solo momento!

Saltaron por encima del alambre y se dirigieron a todo correr hacia el río, en tanto que resonaba un nuevo silbido entre las tinieblas.

La ballenera estaba donde la habían dejado, y la mitad de los hombres que la tripulaban habían echado pie a tierra en el muelle, con los fusiles dispuestos al menor ataque.

—Patrón —dijo el timonel al divisar a Sandokán—. ¿Han sido ustedes los que han disparado?

—Sí, Rangany.

—Se lo dije a mis hombres: que esos disparos eran de pistolas de Mompracem. Iba a acudir a ayudarles.

—No hacía falta —contestó Sandokán—. ¿Ha venido alguien a rondar por aquí?

—No, señor.

—¡A bordo, tigres! ¡Ya es muy tarde! Ordenó que encendieran el farol de proa, y la ballenera se alejó.

Casi al mismo tiempo, un pequeño gongo, que se hallaba escondido detrás de una pinassa anclada en el muelle y tripulada por dos hombres desnudos, que parecían gusanos, pues llevaban el cuerpo untado de aceite de coco, se destacaba silenciosamente de la orilla, bogando sin hacer el menor ruido, a cierta distancia de la ballenera del prao.