El prao, visto desde fuera, era ya de por sí una nave elegante; sin embargo, el camarote de popa era algo más que eso, era realmente lujoso. Se veía que su dueño no había escatimado gasto alguno, en lo que a su decoración y regio mobiliario se refería.
El saloncito en donde acababan de entrar Yáñez, Sandokán y Kammamuri, ocupaba la mayor parte del departamento de popa. Sus paredes estaban tapizadas de seda roja de China, adornada con floréenlas bordadas en oro. Pendían de los tabiques numerosas armas, artísticamente distribuidas, entre las que destacaban los kriss malayos de hoja ondulada y aguda punta, tal vez envenenada con el terrible jugo del upas, los campilanes y parangs dayakos de ancha y pesada hoja; pistolas y pistolones con los cañones llenos de arabescos y la culata de ébano incrustada de nácar; carabinas indias, de maravillosa labor nielada, etc. En fin, ni siquiera faltaban los viejos trabucos de ancha boca, que antiguamente usaban las belicosas tribus buguesa y de Mindanao.
A lo largo de las paredes del saloncito se veía una hilera de bajos divanes, tapizados de seda blanca floreada; en el centro había una mesa de ébano con fileteados de nácar, y del techo pendía una lámpara de Venecia con un globo de color rosa, ya encendida, y que esparcía en torno una luz muy suave.
Yáñez cogió de la mesa una botella y tres copas, las cuales llenó de un licor de color de topacio y, dirigiéndose al maharato, que se había sentado cerca de Sandokán, le dijo:
—Ahora puedes hablar sin temor a que nadie oiga lo que decimos. Los thugs no son peces, y por tanto no pueden surgir del fondo del mar.
—No son peces, pero tal vez sean demonios —respondió el maharato, suspirando.
—Bebe y explícate, mi valiente Kammamuri —dijo Sandokán—. El Tigre de Malasia ha dejado su retiro de Mompracem para venir a declarar la guerra al Tigre de la India; pero primero deseo conocer todos los pormenores del rapto.
—Señor, hace veinticuatro días que robaron a la pequeña Damna los emisarios de Suyodhana, y hace veinticuatro días también que mi patrón no cesa de llorarla. Si no hubiese recibido su telegrama, en el que le anunciaban que se dirigían hacia aquí, yo creo que a estas horas ya se habría vuelto loco.
—¿Temía que no vendríamos en su ayuda? —preguntó Yáñez.
—Sí; lo temió por un momento, suponiendo que ustedes estarían ocupados en alguna expedición.
—Hace tiempo que duermen los piratas de Malasia, y ahora no hay nada que hacer allí. Las cosas han cambiado mucho y aquellos días de Labuán y de Sarawak pertenecen a un pasado muy remoto.
—Cuenta, Kammamuri —dijo Sandokán—. ¿Cómo os raptaron a la niña?
—Fue una maniobra realmente diabólica, y que demuestra el infernal talento de Suyodhana.
»Desde que murió Ada, al dar a luz a Damna, mi desgraciado patrón puso en la niñita todo el afecto que sentía por su mujer, y la vigilaba estrechamente para evitar que los thugs pudieran intentar algo contra ella.
»Llegaron hasta nuestros oídos vagos rumores acerca de los propósitos de los sectarios de Kali, y redoblamos las precauciones. Se decía que los thugs, que andaban dispersos, huyendo de las persecuciones del capitán Macpherson, cuyos cipayos los castigan tan justa como severamente, habían vuelto a unirse en las enormes cavernas que existen bajo la isla de Raimangal, y que Suyodhana pensaba buscar otra virgen para la pagoda.
»Estos rumores causaron un gran desasosiego en el ánimo de mi patrón. Temía que aquellos miserables, que ya durante tantos años habían retenido prisionera a su mujer, adorándola como a la representante de la diosa Kali, intentaran de un momento a otro apoderarse de su hija. Sus temores habían de tener una confirmación terrible y dolorosa.
»Como conocíamos la audacia y la astucia de los thugs, adoptamos unas estrictas medidas de precaución para que jamás pudiesen llegar a la habitación de la niña. Mandamos poner gruesas rejas de hierro en las ventanas; forrar con planchas, también de hierro, las puertas e hicimos reconocer los muros, por si existiese algún pasadizo secreto, como los hay en casi todos los antiguos palacios hindúes.
»Además, yo dormía en el corredor que conducía a dicha habitación, teniendo a mi lado a un tigre domesticado y a “Punty”, un perro negro terriblemente feroz, al que ya conocen los thugs.
»De este modo pasaron seis meses de ansiedad en continua vigilancia, sin que los thugs dieran señales de vida.
»Una mañana, Tremal-Naik recibió un telegrama de Chandernagor, firmado por un amigo suyo, un pequeño rajá que había sido destronado por hallarse comprometido en la última insurrección. Este rajá se había refugiado en dicha colonia francesa.
—¿Qué decía ese telegrama? —preguntaron a un tiempo Yáñez y Sandokán, que no perdían palabra del relato.
—No contenía más que cuatro palabras:
Ven; me urge hablarte - Mucdar
»Mi patrón, a quien ligaba una gran amistad con el ex príncipe, por haber recibido muchos favores de él cuando regresamos a la India y creyéndole amenazado por las autoridades inglesas, no vaciló en ponerse en camino, recomendándome una gran vigilancia en derredor de la pequeña Damna.
»Durante el día no ocurrió nada de particular que pudiera infundirme sospechas de ningún género. Pero por la noche yo también recibí un telegrama de Chandernagor con la firma de mi patrón.
»Textualmente decía lo siguiente:
Ponte inmediatamente en camino con Damna, pues corre grave peligro por parte de nuestros enemigos.
»Muy asustado, me dirigí sin pérdida de tiempo a la estación llevando conmigo a la niña y a su nodriza.
»El telegrama lo había recibido a las seis y treinta y cuatro, y a las siete y veintiocho partía un tren para Chandernagor y Houghy. Subí a un compartimiento que estaba vacío, y algunos instantes después, casi en el mismo momento de arrancar el tren, entraron dos bramines[7a] y se sentaron frente a mí.
»Eran dos personajes de largas barbas blancas, de imponente y grave aspecto, incapaces de infundir sospechas al más desconfiado. Durante una hora no sucedió nada extraordinario; pero apenas hubimos salido de la estación de Sirampur ocurrió algo, en apariencia normalísimo, pero que tendría graves consecuencias.
»La maleta de uno de aquellos viajeros se cayó al suelo y con el golpe se abrió, saliendo de su interior un globo de finísimo cristal, dentro del cual iban encerradas unas flores. Inmediatamente dicho globo se hizo pedazos, y las flores se esparcieron por el suelo del departamento.
»Pero los bramines no se cuidaron de recogerlas. En cambio, vi que ambos sacaban un pañuelo y se lo ponían ante la boca y la nariz, como si les molestase el aroma que despedían las flores.
—¡Ah! —exclamó Sandokán, profundamente interesado por lo que decía el maharato—. ¡Continúa, Kammamuri!
—¿Qué sucedió después? —dijo el hindú, cuya voz temblaba—. ¡Yo no lo sé! Recuerdo tan sólo que la cabeza se me iba haciendo cada vez más pesada… y después, nada.
»Cuando me desperté reinaba un profundo silencio a mi alrededor, y todo estaba a oscuras. El tren estaba parado y tan sólo se oía, a lo lejos, un agudo silbido.
»Me puse en pie; llamé a Damna y a la nodriza y nadie me respondió. Por un momento creí que había perdido la razón, o que estaba bajo la influencia de una tremenda pesadilla.
»Me precipité hacia la portezuela, pero estaba cerrada. Fuera de mí, rompí de un puñetazo los cristales, por lo cual me corté una mano, pero logré abrir la portezuela y me lancé al exterior.
»El tren estaba detenido en una vía muerta y por allí no había nadie: ni maquinista, ni fogonero, ni revisores. A lo lejos vi unas luces que parecían ser de una estación. Eché a correr en aquella dirección, gritando:
»—¡Damna! ¡Ketty! ¡Socorro! ¡Las han raptado! ¡Los thugs! ¡Los thugs!
»Me detuvieron algunos policías y empleados de la estación. Al principio me creyeron un loco por lo excitado que estaba, y necesité más de una hora para persuadirles de que estaba en mi juicio y para contarles lo que había sucedido.
»Aquello no era la estación de Chandernagor, sino la de Houghy, veinte millas más arriba. Nadie se había dado cuenta de que yo estaba aún en el tren cuando este fue llevado a la vía muerta y, por lo tanto, permanecí en mi departamento hasta que me desperté.
»Los policías de la estación comenzaron inmediatamente a hacer pesquisas, pero a pesar de su minuciosa búsqueda no obtuvieron resultado alguno.
»Tan pronto como amaneció, salí para Chandernagor con objeto de informar a Tremal-Naik de la desaparición de Damna y de la nodriza. Pero aquel ya no estaba allí, y por su amigo supe que él no había puesto ningún telegrama a mi patrón. Ni siquiera el que yo recibí lo había expedido Tremal-Naik.
—¡Qué astutos son esos thugs! —exclamó Yáñez—. ¿Quién hubiera podido sospechar en una trama tan bien urdida?
—¡Prosigue, Kammamuri! —dijo Sandokán. El maharato se enjugó las lágrimas, y continuó con voz ahogada:
—No puedo describirles el dolor de mi patrón en cuanto se enteró de lo ocurrido. No se volvió loco de verdadero milagro.
»Mientras tanto, la policía continuaba haciendo indagaciones, junto con la francesa de Chandernagor para descubrir y castigar a los raptores de la niña y de su nodriza.
»Se averiguó que los dos telegramas los había expedido un hindú al que no habían visto hasta entonces los empleados de la oficina telegráfica de Chandernagor, y que hablaba el francés muy defectuosamente. Después se supo que los dos bramines que habían viajado en mi departamento descendieron en la estación de dicha ciudad, sosteniendo a una mujer que parecía hallarse gravemente enferma, y que uno de aquellos hombres llevaba en brazos a una niñita rubia.
»Al día siguiente encontraron muerta a la nodriza en medio de un bosque de plátanos con un pañuelo de seda negro fuertemente atado al cuello. ¡La habían estrangulado los thugs!
—¡Miserables! —exclamó Yáñez, apretando los puños.
—Todo eso no prueba que hayan sido los thugs de Suyodhana los que raptaron a Damna —dijo Sandokán—. Pueden muy bien haber sido unos vulgares bandidos, que…
—No, señor —le interrumpió el maharato—. Es seguro que fueron los thugs los que llevaron a cabo el rapto, ya que una semana después mi patrón encontró en sus habitaciones una flecha, que debió de haber sido arrojada desde la calle, cuya punta estaba formada por una pequeña serpiente con cabeza de mujer, que es el emblema de los sectarios de la monstruosa diosa Kali.
—¡Ah! —exclamó Sandokán, arrugando el entrecejo.
—Y no ha sido eso sólo —continuó Kammamuri—. Una mañana apareció en la puerta de nuestra casa una hoja de papel que tenía dibujado el emblema de los thugs, coronado por dos puñales puestos en forma de cruz y con una «S» en el centro.
—¡La firma de Suyodhana! —exclamó Yáñez.
—Sí, señor —replicó el maharato.
—Y la policía inglesa, ¿no ha descubierto nada?
—Prosiguió sus indagaciones durante algún tiempo; pero luego las abandonó. Según parece, no quiere mezclarse demasiado en los asuntos de los thugs.
—¿No hizo ninguna pesquisa en los Sunderbunds? —preguntó Sandokán.
—Se ha negado con el pretexto de que no disponía de hombres suficientes para organizar una expedición lo bastante numerosa para asegurarse el éxito.
—¿Es que no tiene soldados el Gobierno de Bengala? —inquirió Sandokán.
—En estos momentos, el Gobierno anglo-hindú tiene demasiadas preocupaciones para pensar en los thugs. Empieza a levantarse una nueva insurrección que amenaza acabar con las posesiones inglesas en la India.
—¡Ah! ¿Hay una insurrección? —preguntó Yáñez.
—Y que cada día se hace más temible, señor. En varios lugares se han levantado los regimientos de cipayos, sobre todo en Merut, Delhi, Lucknow y Cawnpore. Fusilaron a los oficiales, y después marcharon a ponerse a las órdenes de Tantia Topi y de la hermosa y valiente rhani.
—Está bien —dijo Sandokán, levantándose y dando una vuelta alrededor de la mesa, como poseído de una violenta agitación—. Ya que ni la policía ni el Gobierno de Bengala pueden vigilar a los thugs en estos momentos, los vigilaremos nosotros. ¿Verdad, Yáñez? Tenemos cincuenta hombres, cincuenta piratas escogidos entre los más valientes de Mompracem, que no temen ni a los thugs, ni a Kali; también poseemos armas de buen alcance, un barco que puede desafiar incluso a los cañones ingleses y muchísimo dinero para derrochar. Con todos estos elementos, se puede hacer frente al poder de los thugs y dar un golpe mortal a ese monstruo de Suyodhana. ¡El Tigre de la India contra el de Malasia! Nos servirá de distracción.
Bebió un vaso lleno de delicioso licor, se quedó un momento inmóvil con los ojos fijos en el fondo del vaso y después, girando bruscamente sobre los talones y mirando al maharato, le preguntó:
—¿Cree Tremal-Naik que los thugs habrán vuelto a sus misteriosos subterráneos de Raimangal?
—Está completamente convencido de ello —contestó Kammamuri.
—Entonces, ¿habrán llevado allí a la pequeña Damna?
—De seguro, señor Sandokán.
—¿Conoces tú Raimangal?
—Y los subterráneos también. Creo haber dicho a ustedes que fui prisionero de los thugs durante seis meses.
—Sí, ya lo recuerdo. Y esos subterráneos, ¿son muy grandes?
—Inmensos, señor; se extienden por debajo de toda la isla.
—¿Por debajo, dices? ¡Qué lugar más estupendo para ahogar dentro de ellos a esos canallas!
—¿Y la niña?
—Los ahogaremos después que la hayamos salvado, mi buen Kammamuri. ¿Por dónde se desciende a esos subterráneos?
—Por un agujero practicado en el tronco central de un enorme baniam[8].
—Pues bien, iremos a visitar los Sunderbunds —dijo Sandokán—. Querido Suyodhana, pronto tendrás noticias de Tremal-Naik y del Tigre de Malasia.
En aquel instante se oyó un ruido de cadenas y un chapoteo en el agua, seguidos de voces de mando; poco después, el prao experimentaba una sacudida algo brusca.
—Han echado el ancla —dijo Yáñez, incorporándose—. Subamos, Sandokán.
Vaciaron de nuevo sus respectivos vasos y salieron a cubierta.
Hacía ya un par de horas que había caído la noche, envolviendo en sus sombras las pagodas de la ciudad negra y los campaniles, las cúpulas y los grandiosos palacios de la ciudad blanca; pero millares de faroles y de luces brillaban a lo largo de los muelles y del strand y en los magníficos squares[9], que tienen fama de ser los más hermosos del mundo.
En el río, que en aquel lugar tenía más de un kilómetro de anchura, se veían las luces reglamentarias de cientos de barcas de vapor y de vela, procedentes de todos los rincones del mundo.
El Mariana había anclado cerca de los últimos bastiones del fuerte William, cuya enorme mole se agigantaba en las tinieblas.
Sandokán, después de comprobar que las anclas habían agarrado en buen fondo, mandó bajar las velas, que casi rozaban un grab que se hallaba próximo, y enseguida ordenó que echasen al agua una ballenera.
—Ya es casi medianoche —dijo a Kammamuri—. ¿Podemos ir a casa de tu patrón?
—Sí, pero les aconsejo que se vistan ustedes con trajes menos elegantes y ricos que esos que llevan, para no llamar la atención de los espías de los thugs. Tanto mi patrón como yo, estamos convencidos de que los bandidos de Suyodhana nos vigilan por todas partes.
—Nos vestiremos de hindúes —contestó Sandokán.
—Sería todavía mejor que se vistiesen de sudras —dijo Kammamuri.
—¿Quiénes son los sudras?
—Los criados y siervos, señor.
—No me parece una mala idea. A bordo de mi barco no faltan trajes de todas clases, y tú puedes disfrazarnos, de modo que engañemos a cualquiera que nos vigile. Comencemos nuestra batalla. Y si el Tigre de la India utiliza todos los engaños y trapacerías de un zorro, el Tigre de Malasia no quedará atrás. ¡Ven, Yáñez!