4. LA UNIÓN DESMANTELADA[65]

Un fantasma sobrevuela el planeta: el fantasma de la xenofobia. Las sospechas y animosidades tribales antiguas y modernas —que nunca se extinguieron por completo y han sido recientemente sacadas del congelador y puestas a recalentar— se han mezclado y combinado con la flamante sensación de inseguridad que se destila de la incertidumbre y desprotección de nuestra moderna existencia líquida.

Los individuos, consumidos y exhaustos por la seguidilla de interminables y nunca concluyentes exámenes de aptitud, y aterrorizados hasta el tuétano por la misteriosa e inexplicable precariedad de su suerte y la niebla global que se cierne sobre su futuro, buscan desesperadamente a quién culpar de sus padecimientos y tribulaciones. No es extraño entonces que los encuentren bajo la luz del farol más cercano, en el sitio exacto que tan diligentemente han iluminado para nosotros las fuerzas de la ley y el orden: «Los causantes de la inseguridad son los criminales, y los causantes del crimen son los extraños»; por lo tanto, «rodeando, encarcelando y deportando a los extraños recuperaremos nuestra perdida o robada seguridad».

Donald G. McNeil Jr. dio a este resumen de los cambios más recientes del espectro político europeo el título «Los políticos le siguen el juego al temor por la inseguridad»[66]. De hecho, en todos los países regidos por gobiernos democráticos la frase «mano dura con el crimen» ha resultado ser una carta de triunfo sobre cualquier otra, pero la mano ganadora suele ser invariablemente la combinación de una promesa de «más cárceles, más policías, condenas más largas» con un juramento de «no a la inmigración, no al derecho de asilo, no a la naturalización». Como señala McNeil, «Los políticos de toda Europa hacen uso del estereotipo de que ‘los causantes del crimen son los extranjeros’ para conectar el odio étnico, en la actualidad indigerible, con el temor en boga por la propia seguridad».

Cuando estaba todavía en sus preliminares, el duelo entre Chirac y Jospin por la presidencia de Francia en 2002 degeneró en una subasta pública en la cual ambos competidores trataban de obtener el favor del electorado ofreciendo cada uno aplicar medidas más duras contra criminales e inmigrantes, pero sobre todo contra los inmigrantes que engendran el crimen y la criminalidad engendrada por los inmigrantes[67]. En primer lugar, sin embargo, hicieron todo lo que pudieron para cambiar el foco de ansiedad de los electores, que emanaba de la sensación de precarité reinante (la exasperante inseguridad de la propia posición social entremezclada con la incertidumbre aguda acerca del futuro de los medios de subsistencia), y transformar esa ansiedad en temor por la seguridad personal (integridad física, de los bienes y posesiones personales, hogar y vecindario). El 14 de julio de 2001, Chirac puso en marcha esa maquinaria infernal al anunciar la necesidad de combatir «esa creciente amenaza para la seguridad, esa marea en ascenso», en vista del aumento de casi un 10% en los índices de criminalidad durante el primer semestre del año (cifra también anunciada en dicha ocasión), y declarando que la política de «tolerancia cero» sería ley ni bien él fuese reelecto. El tono de la campaña presidencial quedaba de esa manera marcado, y Jospin no tardó en sumarse, elaborando sus propias variaciones sobre el mismo tema (sin embargo, e inesperadamente para los candidatos principales aunque no para los observadores con pericia sociológica, la voz de Le Pen sobresalía más pura y audible por encima de todas las demás).

El 28 de agosto Jospin le declaró «la guerra a la inseguridad» prometiendo «inflexibilidad», mientras que el 6 de septiembre Daniel Vaillant y Marylise Lebranchu, ministros del Interior y de Justicia respectivamente, juraron que no tendrían la menor tolerancia hacia ninguna forma de delincuencia. La reacción inmediata de Vaillant frente a los sucesos del 11 de septiembre en los Estados Unidos fue aumentar las atribuciones de la policía, principalmente con respecto a los jóvenes y menores de edad provenientes de la banlieue «étnicamente extranjera», esas vastas zonas urbanas periféricas de las grandes ciudades que, de acuerdo con la muy conveniente versión oficial, eran caldo de cultivo de la diabólica conjunción de incertidumbre e inseguridad que envenenaba la vida de los franceses. Jospin mismo se abocó a fustigar y vilipendiar con virulencia creciente a la «escuela angélica» partidaria de la mano blanda, perjurando que jamás había sido parte de ella en el pasado y que jamás lo sería en el futuro. La subasta no se detenía y las apuestas seguían subiendo. Chirac prometió entonces crear un Ministerio de Seguridad Interior, a lo que Jospin respondió con el compromiso de un ministerio «encargado de la seguridad pública» y la «coordinación de las operaciones policiales». Cuando Chirac esgrimió la idea de crear centros de confinamiento para delincuentes menores de edad, Jospin se hizo eco de esa promesa ofreciendo su opción de «instalaciones de encierro» para delincuentes juveniles, superando a su rival al proponer que estos fueran «condenados en el acto».

Apenas tres décadas atrás, Portugal era (junto con Turquía) el principal proveedor de los «trabajadores-huéspedes», a los que el Bürger alemán miraba con temor ante la perspectiva de que pudieran arruinar el acogedor paisaje urbano y socavar el pacto social, base de su seguridad y su confort. En la actualidad, gracias a la abrupta y creciente prosperidad, Portugal ha pasado de ser un país exportador de mano de obra a ser un importador de trabajo. Los sinsabores y humillaciones sufridos cuando el pan debía ganarse en el extranjero han sido rápidamente olvidados: el 27% de los portugueses declara que su principal preocupación son los vecindarios infestados de crimen-y-extranjeros, y el recién llegado político Paulo Portas, jugando la sola carta de la antiinmigración feroz, colaboró con la llegada al poder de la nueva coalición derechista (tal y como ocurriera con el Partido del Pueblo Danés de Pia Kiersgaard en Dinamarca, la Liga del Norte de Humberto Bossi en Italia y con el radicalmente antiinmigracionista Partido del Progreso en Noruega: todos países que no mucho tiempo atrás enviaban a sus hijos a tierras lejanas en busca del pan que sus paupérrimos hogares no podían darles).

Las noticias como estas llegan fácilmente a los titulares de los periódicos (por ejemplo: «Enérgicas medidas del Reino Unido contra el asilo», aparecido en The Guardian el 13 de junio de 2002, por no mencionar los grandes titulares de la prensa sensacionalista…). Sin embargo, Europa occidental permanece ajena (y de hecho desconoce) la esencia principal de esa fobia contra los inmigrantes, ya que nunca sale a la luz. «Culpar a los inmigrantes» —los extranjeros, los recién llegados, en especial los extranjeros recién llegados— del malestar social en todos sus aspectos (y en primer lugar de la nauseabunda y paralizante sensación de Unsicherheit, incertezza, precarité, insecurity, inseguridad) se va transformando poco a poco en un hábito global. Como lo señala Heather Grabbe, directora de investigaciones del Centro para la Reforma Europea, «los alemanes culpan a los polacos, los polacos culpan a los ucranianos, los ucranianos culpan a los kirguices y a los uzbekos»[68], mientras que los países demasiado pobres para atraer a vecinos desesperados en busca de mejores condiciones de vida, como Rumania, Bulgaria, Hungría y Eslovaquia, dirigen su cólera contra los sospechosos de siempre y los culpables de emergencia: los gitanos, que son nativos pero errantes, que se rehúsan a tener un domicilio fijo y, por lo tanto, son siempre y en todas partes «recién llegados» y extranjeros.

Hay que reconocer que en lo que se refiere a tendencias globales, los Estados Unidos llevan siempre la delantera indisputable y la mayoría de las veces también la iniciativa. Pero sumarse a la paliza global contra los inmigrantes representa para ellos un problema bastante difícil de resolver. Los Estados Unidos se han jactado siempre de ser un país de inmigrantes: la inmigración es una constante de la historia estadounidense y ha sido su noble pasatiempo, su misión, la heroica proeza de los más osados, de los más valientes y de los más aventurados. Por lo tanto, denigrar a los inmigrantes y alentar suspicacias sobre su noble vocación va en contra del germen mismo de su identidad nacional y representa quizás un golpe mortal al Sueño Americano, su indiscutible cimiento y piedra fundacional. Pero se esfuerzan, ensayo y error de por medio, por lograr la cuadratura del círculo…

El 10 de junio de 2002, oficiales de alto rango de los Estados Unidos (Robert Mueller, director del FBI, el subfiscal general de la nación Larry Thompson, y el subsecretario de defensa Paul Wolfowitz, entre otros) anunciaron el arresto de un sospechoso de pertenecer a la red terrorista Al-Qaeda a su regreso a Chicago de un viaje de entrenamiento en Pakistán[69]. Como lo señalaba la versión oficial sobre el asunto, un ciudadano estadounidense, nacido y criado en los Estados Unidos, de nombre José Padilla (nombre que sugiere raíces hispánicas y, por lo tanto, lo vincula con los últimos y más precariamente establecidos de la larga lista de filiaciones étnicas inmigratorias de ese país), se había convertido al islamismo, tomando el nombre de Abdullah al-Mujahir, y rápidamente había acudido a sus nuevos hermanos musulmanes en busca del conocimiento necesario para perjudicar a su antigua nación. Fue instruido en las crudas artes del armado de «bombas sucias», «pavorosamente fáciles de armar» a partir de unos pocos gramos de explosivos convencionales fáciles de conseguir así como de «prácticamente cualquier tipo de material radioactivo» que los futuros terroristas «pudieran obtener» (no quedaba claro por qué el ensamblaje de armas «pavorosamente fáciles de armar» exigía un entrenamiento tan sofisticado, pero cuando se trata de sembrar la semilla del miedo para cosechar las uvas de la ira, la lógica está fuera de lugar). Nichols, Hall y Eisler, periodistas del USA Today anunciaban que «un nuevo término ha ingresado en el vocabulario del estadounidense medio: bomba sucia».

El asunto resultó ser un golpe maestro: la trampa del sueño americano había sido hábilmente sorteada, ya que José Padilla se había convertido en extraño y extranjero por propia voluntad y haciendo uso de su propia libertad de elección estadounidense. Y el terrorismo era presentado a todo color como un fenómeno de origen extranjero y a la vez ubicuo dentro del país, acechando a la vuelta de cada esquina y esparciéndose de vecindario en vecindario —como en las épocas que se decía «¡Ahí vienen los rojos!», para señalar a los comunistas—, impecable metáfora y plausible válvula de escape de los temores y ansiedades igualmente ubicuos de la precariedad de la vida moderna.

Sin embargo, este recurso en particular demostró ser un error. Cuando fue considerado por otras dependencias de la administración federal, las ventajas del caso resultaron ser más bien un lastre. Una «bomba sucia» «pavorosamente fácil de armar» dejaría al descubierto el absurdo de un «escudo antimisiles» multimillonario. La condición de ciudadano estadounidense de al-Mujahir abriría un enorme signo de interrogación sobre los planes de una cruzada anti Irak y sus azarosas secuelas. Lo que para algunas dependencias del gobierno federal era un remedio, para otras era un veneno letal, y estas últimas parecen haberse impuesto, ya que el asunto, en un principio tan prometedor, fue veloz y diligentemente borrado del mapa. Pero no por falta de celo por parte de sus mentores…

Desde sus comienzos, la modernidad produjo y siguió produciendo enormes cantidades de sobrantes humanos.

La producción de sobrantes humanos fue particularmente copiosa en dos ramas de la industria moderna (que siguen todavía funcionando y con plena capacidad operativa).

La función manifiesta de la primera de esas ramas fue la producción y reproducción del orden social. Todo modelo de orden es selectivo y exige el recorte, la poda, la segregación, la separación o la extirpación de aquellas partes de la materia prima humana que demuestren ser ineptas para ese orden, es decir, que sean incapaces o no se les permita encajar en ninguno de sus nichos. Esas partes emergen como «sobras» al final de la cadena de producción del orden social, en cuanto se diferencian de los productos deseables y «útiles».

La segunda rama de la industria moderna que ha arrojado continuamente enormes volúmenes de sobrante humano ha sido el progreso económico, que en un determinado momento exige la invalidación, el desmantelamiento y la eventual aniquilación de ciertos modos de vida y de subsistencia del ser humano, ya que no pueden ni podrían alcanzar los crecientes estándares de productividad y rentabilidad. Por regla general, los practicantes de esas formas de vida tan devaluadas no pueden ser reubicados en masse en las instalaciones de la nueva actividad económica, más estrechas y racionales, y se les niega el acceso a dichos medios de subsistencia, ahora legítimos y obligatorios, mientras que los medios ortodoxos, devaluados, ya no ofrecen una alternativa de supervivencia. Son, por lo tanto, las sobras del progreso económico.

Durante la mayor parte de la historia moderna, sin embargo, las consecuencias potencialmente desastrosas de la acumulación de sobrantes humanos fueron desactivadas, neutralizadas o al menos mitigadas gracias a otra invención moderna: la industria de eliminación de desechos. Esa industria prosperó gracias a que grandes sectores del planeta fueron transformados en basurales adonde esos «excedentes de la humanidad» —los sobrantes humanos resultantes de la modernización— pudieran ser transportados, ubicados y descontaminados, conjurando así los peligros de combustión espontánea y explosión.

En la actualidad, esos espacios de desecho se están agotando, en gran medida gracias al éxito espectacular —la expansión planetaria— del modo de vida moderno (desde los tiempos de Rosa Luxemburgo, al menos, se sospecha que la modernidad entraña una tendencia suicida terminal del tipo «serpiente que se muerde la cola»). Los basurales son cada vez más escasos. Mientras la producción de sobrantes humanos bate todos los récords (con volúmenes cada vez mayores debido al proceso de globalización), la situación de la industria de eliminación de desechos es desesperante. El abordaje del tema de los sobrantes humanos tradicional de la modernidad ya no es viable, y todavía no han sido inventados ni puestos en funcionamiento otros más novedosos. A lo largo de las líneas de producción defectuosas del desorden mundial se apilan los sobrantes humanos, y empiezan a multiplicarse los síntomas de una tendencia a la conflagración y las señales de una explosión inminente.

La crisis de la industria de eliminación de sobrantes humanos subyace tras la confusión actual, que quedó expuesta por la desesperada y en gran medida irracional y sobreactuada crisis de gobierno desatada por los sucesos del 11 de septiembre de 2001.

Hace más de dos siglos, en 1784, Kant observó que el planeta que habitamos es esférico, y consideró con detenimiento las consecuencias de ese hecho banal: como todos estamos y nos movemos sobre la superficie de esa esfera, señaló Kant, no tenemos otro lugar donde ir y estamos por lo tanto obligados a vivir para siempre en proximidad y compañía de otros. Mantener distancia entre uno y los otros, y más aún ampliarla, es a la larga imposible: al movernos alrededor de una superficie esférica terminaríamos por acortar la distancia que en un principio pretendíamos agrandar. Y por lo tanto, die volkommene bürgerliche Vereinigung in der Menschengattung (la unificación perfecta de la especie humana en una ciudadanía común) es el destino que la naturaleza eligió para nosotros al ponernos sobre la superficie de un planeta esférico. La unidad de la raza humana es el horizonte absoluto de nuestra historia universal, un horizonte que nosotros, seres humanos movidos y guiados por la razón y el instinto de supervivencia, estamos obligados a perseguir y, en la plenitud de los tiempos, alcanzar. Tarde o temprano, advierte Kant, no habrá ni un rincón de espacio libre para aquellos de nosotros que se encuentren con que los lugares ya ocupados están demasiado colmados para brindar confort, son demasiado hostiles, incómodos, o por alguna otra razón poco acogedores para buscar en ellos refugio y abrigo. Y esa es la manera como la naturaleza nos ordena aceptar la hospitalidad (recíproca) como precepto supremo, precepto que debemos —y llegado el caso deberemos— abrazar y obedecer como modo de dar fin a la larga cadena de ensayos y errores, a las catástrofes causadas por los errores y a la devastación que las catástrofes van dejando a su paso.

Los lectores de Kant podían aprender todas estas cosas en sus libros hace doscientos años. El mundo, sin embargo, ni se enteró. Parece que el mundo prefiere honrar a sus filósofos con placas conmemorativas en vez de prestar atención a sus enseñanzas y seguir sus consejos. Es posible que los filósofos hayan sido los héroes protagonistas del drama lírico de la Ilustración, pero la tragedia posterior a la Ilustración desdeñó olímpicamente las líneas de diálogo que ellos nos legaron.

Muy ocupado concertando el matrimonio de la nación con el Estado, del Estado con la soberanía, y de la soberanía con territorios de fronteras prolijamente selladas y fuertemente custodiadas, el mundo parece haber ido tras un horizonte muy diferente del que Kant dibujara. Durante doscientos años el mundo ha estado ocupado en hacer del control de los movimientos humanos la única prerrogativa de los poderes del Estado, se ha ocupado también de erigir barreras contra todos los movimientos no controlados y de administrar esas barreras con ojos atentos y guardias fuertemente armados. Los pasaportes, las visas de entrada y salida, las aduanas y los controles migratorios son los inventos fundamentales del moderno arte de gobernar.

El advenimiento del Estado moderno coincidió con la emergencia de los «apátridas», los sans papiers, y de la idea de unwertes Leben, reencarnación actual[70] de una antigua institución, el homo sacer, encarnación absoluta del derecho soberano de eximir y excluir a todo ser humano que haya sido arrojado más allá de los límites de la ley humana y divina, y transformarlo en un ser al que las leyes no protegen y cuya destrucción, despojada de todo significado ético o religioso, está exenta de castigo alguno.

La sanción definitiva del poder soberano moderno resultó ser el derecho a eximirnos de la humanidad.

Pocos años después de que Kant escribiera sus conclusiones y las enviara a imprenta, fue publicado otro documento, más breve aún, que habría de tener mucho más peso en la historia de los dos siglos siguientes y en las mentes de sus protagonistas que el librito de Kant. Se trataba de la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen, acerca de la cual Agamben señalaría, con la ventaja de perspectiva que confiere la distancia de los siglos, que no deja en claro si «los dos términos [hombre y ciudadano] nombraban dos realidades diferentes» o si, por el contrario, se había considerado que siempre el primer término «ya estaba contenido en el segundo»[71].

Esa falta de claridad, así como sus pavorosas consecuencias, ya fue notada anteriormente por Hannah Arendt, en un mundo que se llenaba de pronto de «personas desplazadas». Arendt recordaba la antigua y genuinamente profética frase de Edmund Burke que aseveraba que la abstracta desnudez de «ser nada más que humanos» constituía el mayor de los peligros de la humanidad[72]. Los «derechos humanos», apuntaba Buike, son una abstracción, y los seres humanos difícilmente puedan esperar que esos «derechos» los protejan, a menos que la abstracción se concrete en los derechos efectivos de un inglés o de un francés. «El mundo no ha encontrado nada de sagrado en la abstracta desnudez de ser humano», así resumía Arendt la experiencia que siguió a las observaciones de Burke. «Los Derechos del Hombre, supuestamente inalienables, demostraron ser algo que no fue posible obligar a cumplir […] cada vez que aparecieron personas que ya no eran ciudadanos de ningún Estado soberano»[73].

De hecho, los seres humanos dotados de «derechos humanos» y de nada más —carentes de otros derechos más defendibles e institucionalmente arraigados, capaces de sostener a los derechos «humanos» en su lugar— no existen en ningún lado y son prácticamente inimaginables. Obviamente fue necesaria una puissance, potenza, might, Macht o potestad [74] social y por completo social que endosara la humanidad de los humanos. Y a lo largo de la era moderna, esa «potestad» resultó ser invariablemente la potestad de trazar un límite entre lo humano y lo inhumano, en la actualidad disfrazado de límite entre ciudadanos y extranjeros. En este mundo parcelado en Estados soberanos, los sin techo no tienen derechos, y no sufren por no ser iguales ante la ley, sino porque no hay ley que se aplique a ellos y a la que ellos puedan referirse a la hora de presentar sus quejas por el maltrato que reciben o reclamar su amparo.

En su ensayo sobre Karl Jaspers, compuesto algunos años después de Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt observaba que aunque para todas las generaciones precedentes la «humanidad» no había sido más que un concepto o un ideal (podríamos agregar: un postulado filosófico, el sueño de los humanistas, a veces un grito de guerra, pero rara vez el principio organizador de la acción política), hoy se había convertido «en una urgente realidad»[75]. Se había transformado en un asunto de extrema urgencia debido a que el impacto de Occidente no sólo había saturado al resto del mundo con sus productos y su desarrollo tecnológico, sino que también había exportado «sus procesos de desintegración», entre ellos el colapso de las creencias religiosas y metafísicas, el formidable avance de las ciencias naturales y el ascenso de la nación-estado como virtualmente la única forma de gobierno posible. Fuerzas que en Occidente habían necesitado cientos de años para «socavar las antiguas creencias y formas de vida políticas», «en el resto del mundo apenas necesitaron algunas décadas para hacer colapsar… otras creencias y estilos de vida».

Este tipo de unificación, sugiere Arendt, sólo podría producir una clase de «solidaridad humana» que es «enteramente negativa». Cada porción de la población humana del planeta se vuelve vulnerable a todas y cada una de las demás. Podría decirse que se trata de una «solidaridad» del peligro, de los riesgos y de los temores. La mayor parte del tiempo y en los pensamientos de la mayoría, la «unidad del planeta» se reduce a la idea de los horrores que se gestan o incuban en las regiones más lejanas: «un mundo que nos alcanza y a la vez resulta inalcanzable».

Junto con el producto que se busca obtener, toda fábrica arroja desechos. La fábrica de la moderna soberanía territorial no fue la excepción.

Durante los doscientos años posteriores a la publicación de las reflexiones de Kant, el progresivo «llenado del mundo» (y en consecuencia, la voluntad de admitir que aquello que Kant consideró un veredicto inevitable e inapelable de la razón y la naturaleza era de hecho algo innegable) fue contraatacado con la ayuda de la diabólica trinidad de territorio, nación y Estado.

La nación-estado, observa Giorgio Agamben, es un Estado que hace del «natalicio o el nacimiento» la «piedra fundacional de su propia soberanía». «La ficción implícita en esto», señala Agamben, «es que el nacimiento [nascita] cobra inmediatamente existencia en tanto nación, de modo tal que no haya diferencia entre esos dos momentos»[76]. Uno, por así decirlo, nace dentro de la «ciudadanía del Estado».

Sobre la desnudez del recién nacido, aún no arropado con los arneses jurídico-legales, se construye y reconstruye perpetuamente el poder de soberanía del Estado, con la asistencia de prácticas de inclusión/exclusión dirigidas a todos los otros aspirantes a la categoría de ciudadanos que caigan bajo su esfera de influencia. Podemos conjeturar que la reducción del bios al zoë, que es para Agamben la esencia misma de la soberanía moderna (o también podríamos decir: la reducción del Leib, el cuerpo viviente-actante, al Korper, un cuerpo sobre el que se puede accionar pero que no puede actuar) es la conclusión necesaria de haber hecho del nacimiento la única condición «natural» de acceso a una nacionalidad, sin necesidad de responder preguntas o pasar exámenes.

Todos los demás aspirantes que puedan golpear a las puertas del Estado soberano para ser admitidos suelen ser sometidos primero a un ritual de desinvestidura. Como sugiere Victor Turner y según el modelo de tres pasos de los ritos de pasaje de Van Gennep, antes de que los recién llegados, que aspiran a un lugar social, tengan acceso (en caso de dárselos) a ese nuevo guardarropas donde están guardados los atavíos apropiados y necesarios para ese lugar, deben ser desvestidos (no sólo metafórica sino literalmente) de todos los aparejos de su anterior condición. Deben estar durante un tiempo en estado de «desnudez social» y permanecer en cuarentena en un no-lugar, «entre y en el medio», en el que no hay disponibles ni están permitidas las prendas con un significado social definido o aprobado. Un purgatorio intermedio en «ninguna parte» —que separa las parcelas en un mundo fraccionado y concebido como sumatoria de lotes espacialmente separados— separa a su vez a los recién llegados de su nuevo espacio de pertenencia. De ser concedida, la inclusión debe estar precedida de una exclusión radical.

Según Turner, el mensaje contenido en esa parada obligada en un campamento prolijamente despejado de todo instrumento capaz de elevar a los acampantes del nivel de zoe o Korper al del bios o Leib («la implicación social de reducirlos a cierta especie de primo materia humana despojada de forma específica, una condición que, si bien sigue siendo social, carece o está por debajo de toda forma de estatus aceptada») es que no existe un camino directo entre un estatus social aprobado y otro. Antes de poder pasar de uno a otro, debemos sumergirnos y disolvernos en «una communitas sin estructura, rudimentariamente estructurada y relativamente indiferenciada»[77].

Hannah Arendt situó el fenómeno luego explorado por Turner en el reino, operado por el poder, de la expulsión, el exilio, la exclusión y la exención. «El gran privilegio de los parias», afirmaba ella, es la humanidad «bajo la forma de la fraternidad». Esos parias que en los debates de opinión del siglo XVIII eran llamados genéricamente les malheureux, y en el siglo XIX fueron rebautizados como les miserables, y en la actualidad y desde mediados del siglo pasado, se amontonan bajo la denominación de «los refugiados», pero que en todas las épocas han sido privados de un lugar en el mapa mental de un mundo diseñado por esas personas que acuñan y reparten nombres para ellos. Comprimidos, arrinconados y aplastados por una multiplicidad de rechazos, «los perseguidos se han apretado tanto entre ellos que el interespacio que llamamos mundo (y que obviamente existía entre ellos antes de la persecución, manteniéndolos a distancia unos de otros) simplemente ha desaparecido»[78].

A todos los efectos prácticos, la categoría de los parias/excluidos estaba juera del mundo, de ese mundo de categorías y sutiles distinciones que habían parido los que ostentaban el poder, bautizándolo con el nombre de «sociedad»: el único mundo que supuestamente los humanos debían habitar y el único capaz de transformar a un residente en un ciudadano con derechos. Eran uniformes, en cuanto carecían de los atributos que un hablante vernáculo era capaz de percibir, captar, nombrar y comprender. O al menos «uniformes» era lo que parecían ser, debido a la pobreza vernácula y a la homogeneización que producía la expropiación de derechos realizada desde el poder.

Si el nacimiento y la nación son una sola y misma cosa, entonces todos aquellos que entran o desean entrar a la familia nacional deben imitar, o se ven forzados a emular, la desnudez del recién nacido.

El Estado —guardián y carcelero, vocero y censor en jefe de la nación— se ocupará de que esta condición se cumpla.

Como asegura Cari Schmitt, lúcido y desprejuiciado anatomista del Estado moderno: «Quien determina un valor, siempre fija eo ipso un no-valor. El sentido de la determinación de este no-valor es la aniquilación del mismo»[79]. La determinación de un valor traza el límite entre lo normal, lo ordinario, lo normativo. El no-valor es una excepción que marca esa frontera.

La excepción no puede ser subsumida. Desafía la codificación general, pero a la vez revela un elemento formal específicamente jurídico: la decisión en absoluta pureza […] No hay regla que se aplique al caos. El orden debe ser establecido para que el orden jurídico tenga sentido. Se debe crear una situación regular, y es soberano aquel que decide definitivamente si esa situación es realmente efectiva […] La excepción no sólo confirma la regla: la regla como tal se alimenta exclusivamente de la excepción[80].

Giorgio Agamben comenta: «La regla se aplica a la excepción al no aplicarse, al alejarse de ella. La condición de excepción no es, por lo tanto, el caos que antecede al orden, sino más bien la situación resultante de su suspensión. En este sentido, la excepción es, de acuerdo con su raíz etimológica, realmente extraída (excapere), y no simplemente excluida»[81].

Permítanme observar que esta es precisamente la circunstancia que los legisladores soberanos necesitan ocluir para legitimar y sostener su accionar. Por lo general, la imposición del orden suele emprenderse en nombre de la lucha contra el caos. Pero no habría caos si no existiera de antemano una intención ordenadora y si no hubiera sido concebida previamente una «situación regular» cuya promoción debe ponerse en marcha con pie firme. El caos nace como un no-valor, una excepción. Su pesebre es el afán ordenador, y no tiene otro padre legítimo ni otro hogar que ese.

El poder de exención no sería una marca de soberanía si el poder soberano no estuviese antes ligado al territorio.

Penetrante y perspicaz a la hora de escrutar la grotesca y paradójica lógica del Ordnung, en este tema crucial Cari Schmitt refrenda la ficción alimentada por los guardianes/promotores del orden, ejecutores del poder soberano de la exención. En el modelo teórico de Schmitt, al igual que en el conjunto de prácticas soberanas, se presume que los límites territoriales sobre los que se pone en funcionamiento el Ordnung constituyen la última frontera del único mundo que amerita intentos y esfuerzos ordenadores.

Así como en la doxa de los legisladores, en la visión de Schmitt la suma total de los recursos necesarios para completar la tarea ordenadora, al igual que la totalidad de los factores necesarios para garantizar su funcionamiento y sus resultados, está comprendida dentro de ese mundo. La soberanía genera la distinción entre un valor y un no-valor, una regla y una excepción, pero esta operación está precedida por la distinción entre el adentro y el afuera del reino soberano, sin el cual las prerrogativas soberanas no podrían ser exigidas ni obtenidas. La soberanía, según como la practican las modernas naciones-estados, y tal y como la teorizara Schmitt, está inextricablemente unida al territorio, y es inimaginable sin un «afuera»: es inconcebible de otra forma que no sea la de una entidad localizada. La visión de Schmitt está tan localizada como la soberanía cuyos misterios pretende develar, y no se aparta un milímetro del horizonte práctico y cognitivo del sacrosanto matrimonio del territorio con el poder.

Como el «estado de la ley» fue evolucionando gradualmente, aunque irrefrenablemente (por estar bajo la constate presión de la movilización ideológica y generadora de consenso), hacia el «estado–nación», ese matrimonio antes mencionado se ha convertido en un ménage a trois: una trinidad de territorio, estado y nación. Uno podría argumentar que el advenimiento de esa trinidad fue un accidente histórico ocurrido en una parte relativamente pequeña del planeta. Pero como precisamente esa parte, por pequeña que sea, aduce ser una metrópolis con los recursos suficientes para convertir al resto* del orbe en periferia y con la suficiente arrogancia para hacer caso omiso de sus propias peculiaridades, y como es prerrogativa de las metrópolis establecer las reglas según las cuales la periferia debe vivir y está en su poder forzar su cumplimiento, la superposición/combinación de nación, Estado y territorio se ha transformado en la norma global obligada.

Si alguno de los miembros de esa trinidad se presentaba alienado o carecía del apoyo de los otros dos, se convertía en una anomalía, una monstruosidad condenada a cirugía mayor o incluso a recibir un tiro de gracia en el caso de que se la creyera más allá de toda redención posible. El territorio sin nación-estado era tierra de nadie, la nación sin Estado era una aberración que debía elegir entre la desaparición voluntaria y la ejecución, y un Estado sin nación o con más de una nación se convertía en un residuo de tiempos pasados o en un mutante que enfrentaba la opción de modernizarse o perecer. Detrás de esta nueva normalidad, se alzaba el principio de la territorialidad, que daba sentido a todo poder con ambiciones soberanas y que pretendiera tener alguna chance de colmarlas o conquistarlas.

Toda puja en pos de la pureza deja sedimentos, toda puja en pos del orden engendra monstruos. Los monstruos sedimentarios de la época de la promoción de la trinidad territorio-nación-estado fueron las naciones sin Estado, los Estados de más de una nación, y los territorios sin nación-estado.

Fue gracias a la amenaza de esos monstruos y al temor que despertaban que el poder soberano pudo arrogarse y obtener el derecho justamente de denegar derechos, y de establecer condiciones para toda la humanidad cuando gran parte de ella no podía cumplirlas.

Como la soberanía es el poder que define los límites de la humanidad, aquellos seres humanos que han caído o han sido arrojados fuera de esos límites tienen una vida indigna de ser vivida.

En 1920 y bajo el título de Die Freigabe der Vernichtung lebensunwerten Leben (Permitir la destrucción de la vida indigna de ser vivida), fue publicado un libelo firmado por el penalista Karl Binding y el profesor de medicina Alfred Hoche. Se adjudica comúnmente a dicho texto la introducción del concepto de unwertes leben (“vida indigna de ser vivida”)[82], que además sugiere que, en las sociedades humanas conocidas, la vida de este tipo ha sido excesiva e injustamente protegida a expensas de formas de vida hechas y derechas, que deberían merecer toda la atención y el cuidado amoroso debidos a la humanidad. Los sabios autores no veían razón alguna (ya fuese legal, social o religiosa) por la cual el exterminio de la unwertes Leben debía considerarse un crimen y, por lo tanto, estar sujeto a castigo.

En esa concepción de Binding y Hoche, Giorgio Agamben vislumbra una resucitación y una articulación moderna y ampliada de la antigua categoría de homo sacer: un humano que puede matarse sin temor al castigo, pero que no puede ser usado para el sacrificio religioso. En otras palabras, alguien que está absolutamente exento, que se encuentra más allá de los confines tanto de la ley humana como de la divina. Agamben también observa que el concepto de “vida indigna de ser vivida” —tal como siempre lo fuera el de homo sacer— es un concepto no-ético, pero que en su versión moderna se reviste de profundo significado político en cuanto es la categoría “sobre la que se funda el poder soberano”.

En la moderna biopolítica, soberano es aquel que decide el valor o no-valor de la vida en sí. La vida —que con la declaración de los derechos del hombre había sido investida con el principio de soberanía— se convierte ahora en terreno de una decisión soberana[83].

De hecho, resulta ser así. Permítanme notar, sin embargo, que esto es así solamente y en la medida en que la trinidad territorio-estado-nación ha sido elevada al rango de principio universal de la cohabitación humana, impuesto y determinado a ser impuesto hasta en el último rincón del planeta, incluso en las regiones que durante siglos no han logrado alcanzar las condiciones más elementales de dicha trinidad (a saber, la homogeneidad poblacional y/o el asentamiento permanente que conduce al “arraigo”). Es a causa de esa universalidad artificial, arbitraria y forzada del principio de la trinidad que, como señala Hannah Arendt, “quien es expulsado de alguna de estas comunidades rigurosamente organizadas encuentra que ha sido expulsado de la familia de las naciones en su conjunto[84]” (y por lo tanto, como la especie humana se transforma en sinónimo de “familia de las naciones”, expulsado del reino humano) hacia la tierra-en-ninguna-parte del homini sacri.

La intensa producción de desechos demanda una eficiente industria para su eliminación. De hecho, esta se ha convertido en uno de los éxitos más impresionantes de la historia moderna, lo que explica por qué la advertencia/premonición de Kant ha juntado polvo durante más de doscientos años.

A pesar del aumento de su volumen y la agudización de sus molestias, el detrimento humano resultante del afán y el celo por incluir/ excluir —disparados y sistemáticamente reafirmados por el principio y las prácticas de la trinidad territorio-nación-estado— ha logrado ser minimizado hasta considerárselo más una molestia curable y transitoria que una ominosa señal de catástrofe inminente que debe ser tratada. En gran medida gracias a la empresa de “imperialismo” y “colonización” de la era moderna, los nubarrones más oscuros parecen pasajeros y las premoniciones más agoreras resultan risueñas “profecías apocalípticas”. Más allá de sus otras funciones, esa empresa funcionó como planta de eliminación y reciclaje a la vez de la creciente masa de sobrantes humanos. La sobrecogedora latitud de “tierras vírgenes”, que el impulso imperialista de invasión, conquista y anexión dejó abierta a su colonización, pudo ser también utilizada como basural donde arrojar a todos los que son indeseables en sus hogares y para funcionar como tierra prometida de todos aquellos que se sienten a la deriva o fueron arrojados por la borda cuando el tren del progreso tomó velocidad y ganó terreno.

Por lo tanto, el mundo no parecía estar lleno. “Lleno” es otro —“objetivizado”— término para la sensación de estar colmado. Sobre—colmado, desbordado, para ser más precisos.

Ya no hay Estatuas de la Libertad que prometan acoger a las masas oprimidas y abandonadas. Ya no hay vías de escape ni escondites para nadie, a excepción de unos pocos inadaptados y criminales. Pero (y quizás este sea el efecto más llamativo de ese desborde del mundo que de pronto se ha hecho evidente en los últimos tiempos) ya no hay tampoco un chez soi seguro y acogedor, tal y como lo demostraran dramáticamente y más allá de toda duda razonable los sucesos del 11 de septiembre.

El proceso colonizador acumuló polvo sobre las premoniciones de Kant. Sin embargo, cuando fueron desempolvadas, también hizo que parecieran una profecía apocalíptica, en vez de la alegre utopía que su autor quiso que fueran. La visión de Kant nos parece hoy apocalíptica porque, debido a la engañosa abundancia de «tierra de nadie», nada debía hacerse y por lo tanto, en el transcurso de estos doscientos años no se hizo nada por preparar a la humanidad para el definitivo desborde del mundo.

A medida que van desapareciendo a toda velocidad de los mapas las últimas referencias a ubi leones, y los últimos y más distantes territorios limítrofes son reclamados por poderes con fuerza suficiente para sellar esas fronteras y negar las visas de ingreso, el mundo en su totalidad se está convirtiendo en una tierra fronteriza planetaria

Las tierras fronterizas de todos los tiempos han sido consideradas, simultáneamente, fábricas de desplazamiento y plantas recicladoras de desplazados. Nada más puede esperarse de su nueva versión globalizada, a excepción, por supuesto, de la nueva escala planetaria de los problemas de producción y reciclaje.

Lo repito una vez más: no existen soluciones locales para problemas globales. Sin embargo, se siguen esperando con avidez precisamente soluciones locales instrumentadas por las instituciones políticas existentes, las únicas que hasta el momento hemos logrado inventar colectivamente y las únicas que tenemos.

No es extraño que, comprometidas como han estado desde el principio y a lo largo de toda su historia en su apasionado esfuerzo (hercúleo en la intención, sisífeo en la práctica) para sellar la unión de Estado y nación con el territorio, todas esas instituciones hayan sido y sigan siendo locales, y que su poder soberano para actuar de manera viable (de hecho, de manera legítima) esté circunscrito localmente.

Alrededor del globo hay esparcidas «guarniciones de extraterritorialidad», basureros donde se depositan los desechos de la tierra fronteriza global aún no eliminados y aún no reciclados.

Durante los doscientos años de la historia moderna, se aceptó como algo natural que las personas que no lograban convertirse en ciudadanos, los refugiados, los emigrantes voluntarios o involuntarios, tout court, «las personas desplazadas», eran asunto del país anfitrión, y fueron estos los que se ocuparon.

Muy pocos de los estados-nación que colmaban el mapa del mundo moderno tenían tanto arraigo local como sus prerrogativas soberanas. A veces de buen grado, otras a regañadientes, casi todos ellos tuvieron que aceptar la presencia de extranjeros en el interior del territorio del que se habían apropiado, y aceptar las sucesivas olas de inmigrantes que escapaban o eran expulsados de otros estados-nación igualmente soberanos. Una vez que se instalaban allí, sin embargo, tanto los flamantes extranjeros como los ya asentados se encontraban bajo la exclusiva y excluyente jurisdicción del país anfitrión, que era libre de emplear versiones modernas y mejoradas de las dos estrategias descritas por Claude Lévi-Strauss en Tristes trópicos como formas alternativas de manejar la presencia de extraños. Cuando elegía utilizar dichas estrategias, el país anfitrión podía estar seguro de contar con el apoyo incondicional de todos los demás estados soberanos del plantea, concientes de la urgencia de preservar la inviolabilidad de la trinidad territorio-nación-estado.

Las opciones disponibles para el problema de los extranjeros eran la solución antropofágica y la solución antropoémica. La primera se reducía a «comerse a los extranjeros», ya fuese literalmente comerse sus cuerpos —como el canibalismo supuestamente practicado por ciertas tribus antiguas— o una versión espiritual y sublimada, como es la asimilación cultural que con la ayuda del poder practicaron casi universalmente las naciones-estado con la intención de ingerir a los portadores de una cultura foránea dentro del cuerpo nacional para luego eliminar las partes indigeribles de su legado cultural. La segunda solución implicaba «vomitar a los extranjeros» en vez de devorarlos: rodearlos y expulsarlos (tal como Oriana Fallad —la formidable periodista y formadora de opinión italiana— sugirió que nosotros, los europeos, deberíamos hacer con los pueblos que adoran a otros dioses y practican desconcertantes hábitos de higiene), ya sea fuera de la esfera de poder del Estado o fuera del mundo de los vivos.

Señalemos, no obstante, que la consecución de cualquiera de estas dos soluciones tenía sentido sólo bajo una doble presunción: una división territorial tajante y clara entre el «adentro» y el «afuera», y la completud e indivisibilidad de soberanía que tiene dentro de su reino el poder que hace la elección de la estrategia a seguir. En nuestro moderno mundo líquido y global, ninguna de ambas presunciones resulta ya demasiado creíble, y por lo tanto las posibilidades de desplegar cualquiera de esas estrategias ortodoxas son ínfimas.

Ahora que las maneras ya probadas han dejado de ser viables, parece que no disponemos de una estrategia adecuada para manejar a los recién llegados. En una época en la que ningún modelo cultural puede reivindicar con autoridad y eficacia su superioridad sobre otros modelos competidores, y cuando la construcción de la nación y la movilización patriótica han dejado de ser los principales instrumentos sociales de integración social y autoafirmación del Estado, la asimilación cultural queda descartada. Y ya que las deportaciones y expulsiones televisadas resultan dramáticas y bastante alarmantes, y corren el riesgo de desencadenar protestas públicas y manchar los expedientes de sus ejecutores, la mayoría de los gobiernos prefieren ahorrarse el problema, cerrando la puerta frente a todo aquel que golpee en busca de refugio.

La tendencia actual de reducir drásticamente el derecho de asilo político, acompañada de un sólido rechazo al ingreso de los «inmigrantes económicos» (excepto en esos raros y breves momentos en que los negocios amenazan con desplazarse allí donde hay mano de obra, a menos que la mano de obra sea trasladada allí donde los negocios la necesitan), no es signo de la aparición de una nueva estrategia en relación con el fenómeno de los refugiados, sino que es señal de la ausencia de estrategia y del deseo de evitar toda situación en la cual esa ausencia genere costos políticos.

A la luz de esas circunstancias, el golpe terrorista del 11 de septiembre fue sumamente provechoso para la clase política. Además de los usuales cargos esgrimidos contra ellos de vivir a costillas del Estado y usurpar empleos[85], o de ingresar al país enfermedades largamente olvidadas como la tuberculosis o flamantemente inventadas como el HIV[86], ahora los refugiados pueden ser acusados de ser la «quinta columna» de la red del terrorismo internacional. Por último, existe un motivo «racional» y moralmente incontestable para rodear, encarcelar y deportar a personas con las que uno no sabe qué hacer ni quiere tomarse el trabajo de averiguarlo. Bajo el lema de «campaña antiterrorista», en los Estados Unidos y poco después en Gran Bretaña, los extranjeros han sido expeditivamente despojados de los derechos humanos básicos y esenciales que, desde la Carta Magna y el Habeas Corpus hasta hoy, habían resistido todas las vicisitudes de la historia. Hoy los extranjeros pueden ser detenidos indefinidamente bajo cargos de los que no pueden defenderse ya que no se les informa cuáles son. Como señala Martin Thomas con acidez[87], de aquí en más, en una dramática inversión del principio básico de la ley civilizada, las «pruebas de un cargo criminal son una complicación redundante», al menos en lo que concierne a los refugiados extranjeros.

Las puertas pueden estar cerradas con llave, pero por seguras que sean las cerraduras, el problema no desaparecerá. Las cerraduras no son capaces de domesticar o aplacar las fuerzas causales de los desplazamientos humanos que transforman a los humanos en refugiados. Las cerraduras pueden ayudarnos a soslayar el problema o a olvidarlo, pero no pueden obligarlo a dejar de existir.

Y de ese modo, cada vez más, los refugiados se encuentran en medio de un fuego cruzado. Para ser más exactos, en un doble vínculo.

Son expulsados por la fuerza o intimidados para que huyan de sus países de origen, pero se les niega la entrada a cualquier otro. No cambian de lugar, pierden su lugar en la tierra. Son catapultados hacia ninguna parte, hacia el non-lieux de Auge o las nowherevilles de Garreau, hacia el Narrenschiffen de Michel Foucault, hacia la deriva del «lugar sin lugar, que existe por sí mismo, está cerrado en sí mismo y a la vez está a merced de la infinitud del mar»[88], o (como lo sugiere Michel Agier en su artículo en Ethnography) hacia el desierto, un lugar inhóspito por definición, una tierra hostil al hombre y raramente visitada por él.

Como una caricatura de la nueva elite del poder del mundo globalizado, los refugiados se han convertido en el epítome de esa extraterritorialidad donde se hunden las raíces de la actual precarité de la condición humana, causa primordial de los miedos y ansiedades humanos de nuestros tiempos. En su búsqueda vana de otras válvulas de escape, esos miedos y ansiedades se han ido identificando con el temor y el resentimiento popular hacia los refugiados. Esos temores no pueden diluirse por medio de una confrontación directa con la otra encarnación de la extraterritorialidad, la elite global que flota más allá del alcance del control humano, y a la que nadie puede hacerle frente, dado el enorme poder del que dispone. Pero los refugiados, por el contrario, están allí, listos para convertirse en el blanco de todas las descargas de angustia contenida…

De acuerdo con la oficina del Alto Comisionado para los Refugiados de la Naciones Unidas (UNHCR), existen entre 13 y 18 millones de «víctimas de desplazamientos forzados» luchando por sobrevivir más allá de las fronteras de sus países de origen (sin contar los millones de refugiados «internos» en países como Burundi y Sri Lanka, Colombia y Angola, Sudán y Afganistán, condenados a errar por las eternas guerras tribales). De ellos, más de 6 millones están en Asia, entre 7 y 8 millones en África, y hay 3 millones de refugiados palestinos en Medio Oriente. Por supuesto que se trata de cifras conservadoras. No todos los refugiados han sido reconocidos (o aceptados) como tales. Se trata tan sólo del número de personas desplazadas que han tenido la suerte de entrar en los registros del UNHCR y estar bajo su tutela.

Vayan donde vayan, los refugiados son indeseables, y se les deja bien claro que así es. Los «inmigrantes económicos» (es decir, las personas que siguen los preceptos de la «elección racional» y buscan, por lo tanto, medios de subsistencia allí donde estos existen en vez de permanecer donde no los hay) son condenados abiertamente por los mismos gobiernos que se desviven por hacer de la «flexibilidad laboral» la virtud cardinal de su electorado, a la vez que exhortan a los desempleados autóctonos a «subirse a sus bicicletas» para ir adonde hay demanda laboral. Pero la sospecha de motivaciones económicas salpica también a aquellos recién llegados —hasta hace no mucho tiempo eran considerados perseguidos— que, al buscar protección contra la discriminación y el hostigamiento, sólo estaban ejerciendo sus derechos humanos elementales. A fuerza de asociación repetitiva, el término «buscador de asilo» ha adquirido un regusto peyorativo. Gran parte del tiempo y la capacidad mental de los hombres de Estado de la «Unión Europea» (UE) están destinados a diseñar mecanismos cada vez más sofisticados para sellar y fortificar las fronteras y los procedimientos más convenientes para deshacerse de los llegados en busca de pan y refugio que a pesar de todo se las han arreglado para franquearlos.

Para no quedar rezagado, el secretario de vivienda británico David Blunkett ha propuesto extorsionar a los países de origen, amenazando con recortarles la ayuda financiera si no aceptan el regreso de quienes «no califican para el asilo»[89]. Pero esta no fue su única idea novedosa. Blunkett desea «forzar el ritmo del cambio», lamentando que, debido a la falta de decisiones enérgicas por parte de los otros líderes europeos, «hasta el momento se haya avanzado con demasiada lentitud». Aspira a la creación de una «fuerza de operaciones conjuntas de acción rápida» de toda Europa, y de un «grupo de tareas de expertos nacionales» para “hacer una evaluación de los riesgos comunes, identificando los puntos débiles de las fronteras externas de la UE, abocándose al tema de la inmigración ilegal marítima e interceptar el tráfico humano [el nuevo término que vino a reemplazar al otrora noble concepto de ‘pasaje’]”.

Gracias a la activa cooperación de los gobiernos y otras figuras públicas que consideran que fomentar y secundar los prejuicios populares son los únicos sustitutos disponibles para enfrentar las verdaderas fuentes de incertidumbre existencial que acosa a sus electores, los «buscadores de asilo» (como los que reúnen sus fuerzas en algunos de los innumerables Sangattes de Europa, preparándose para invadir las Islas Británicas, o aquellos dispuestos a instalarse, a menos que se lo impidan, en campamentos improvisados a escasas millas de los hogares de los votantes) han venido a reemplazar a las brujas de ojos diabólicos, a los fantasmas de los pecadores impenitentes y demás cucos malvados y espectros de las leyendas urbanas. El nuevo folclore urbano de veloz crecimiento, que tiene como protagonistas a las víctimas de este elenco planetario en el papel de los villanos principales, reúne y recicla todas las tradiciones de relatos de horror que en el pasado tuvieron tanto éxito debido a la inseguridad de la vida en las ciudades, tal y como sucede hoy en día.

A esos inmigrantes que, a pesar de las más ingeniosas estratagemas, no pueden ser deportados de manera expedita, el gobierno propone confinarlos en campos construidos en las regiones más remotas y aisladas del país —medida que convierte la creencia de que los inmigrantes no quieren o no pueden ser asimilados a la vida económica de la nación en una profecía autocumplida— y, de esa manera, como observa Gary Younge, «erigir Bantustans en los alrededores de la campiña británica, acorralando a los refugiados de manera de dejarlos aislados y vulnerables»[90]. (Como señala Younge, «es más probable que los buscadores de asilo sean víctimas del crimen y no sus perpetradores»).

El 83,2% de los refugiados de África consignados en los registros del UNHCR, y el 95,9% de los de Asia, están alojados en campos. Hasta el momento, sólo el 14,3% de los refugiados en Europa han sido encerrados en campos. Pero no parece haber signos de que la diferencia a favor de Europa vaya a sostenerse mucho tiempo.

Los campos de refugiados o los buscadores de asilo son artificios de instalaciones temporarias a las que se vuelve permanentes mediante el bloqueo de sus salidas.

Los reclusos de los campos de refugiados o de buscadores de asilo no pueden volver «al lugar del que vinieron», ya que sus países de origen no los quieren, sus medios de subsistencia han sido diezmados y sus hogares arrasados, vaciados o saqueados. Pero tampoco pueden seguir adelante: ningún gobierno dará la bienvenida a un flujo multitudinario de personas sin techo, y cualquier gobierno hará lo imposible por evitar que estos se instalen.

En cuanto a su nueva ubicación «permanentemente temporaria», los refugiados están «allí» pero no son «de allí». No pertenecen verdaderamente al país donde han instalado sus baños portátiles y sus tiendas. Están separados del resto del país anfitrión por un velo de sospecha y resentimiento, invisible y denso e impenetrable a la vez. Están suspendidos en un vacío espacial en el que el tiempo se ha detenido. Ni se han establecido ni están en movimiento. Ni son sedentarios ni son nómades.

Para utilizar los términos en los que solemos referirnos a las identidades humanas, son inefables. Son la encarnación misma de los «indecisos» de Jacques Derrida. Entre gente como nosotros, que nos congratulamos mutuamente y a nosotros mismos por nuestra capacidad de reflexión y autorreflexión, no sólo son intocables, sino impensables, En un mundo que desborda de comunidades imaginarias, ellos son los inimaginables. Y al negarles su derecho a ser imaginados, los otros, reunidos en comunidades genuinas o que aspiran a serlo, buscan credibilidad a través de sus propias tareas imaginativas.

La proliferación de campos de refugiados es una manifestación/ producto tan esencial de la globalización como lo es el denso archipiélago de nowherevilles en las que la nueva elite de trotamundos va parando en sus viajes alrededor del globo.

El atributo común a los refugiados y los trotamundos es la extraterritorialidad: no pertenecen verdaderamente a ningún lugar, están «en» sin ser «de» el espacio que ocupan físicamente (los trotamundos en una sucesión de momentos fugaces, los refugiados en una serie de momentos que se extienden infinitamente).

Por lo que sabemos, las nowherevilles de los campos de refugiados cerrados, así como los hoteles de paso de los hombres de negocios supranacionales que viajan libremente, bien podrían ser las cabeceras de playa de la avanzada de la extraterritorialidad, o (según una perspectiva más amplia) los laboratorios donde se experimenta bajo condiciones extremas con la desemantización del espacio, la fragilidad y desechabilidad de los significados, la indeterminación y plasticidad de las identidades y, por sobre todas las cosas, con la nueva permanencia de lo efímero, todas ellas tendencias constitutivas de la fase «líquida» de la modernidad, testeadas allí del mismo modo como fueron testeados los límites de la maleabilidad y sumisión humanas y los mecanismos para llegar a esos límites en los campos de concentración de la etapa «sólida» de la historia moderna.

Al igual que el resto de los nowherevilles, los campos de refugiados se caracterizan por su carácter efímero constitutivo, preprogramado y deliberado. Dichas instalaciones son concebidas y planeadas como agujeros en el tiempo y en el espacio, suspensiones momentáneas de la secuencia temporal de la construcción de la identidad y la adscripción territorial. Pero las caras que ambas variantes de las nowherevilles muestran a sus respectivos usuarios/reclusos difieren tremendamente. Son las dos clases de sedimento de la extraterritorialidad, por así decirlo, pero en los extremos opuestos del proceso de globalización.

La primera de esas caras nos muestra lo efímero en cuanto posibilidad sujeta a una elección voluntaria; la segunda, la transforma en permanente: un destino irrevocable e ineluctable. Se trata de una diferencia similar a la que separa a las dos máscaras de la permanencia estable: las comunidades cercadas de los ricos discriminatorios y los guetos de los indigentes discriminados. Y las causas de esa diferencia también son similares: ingresos fuertemente protegidos y custodiados con salidas de puertas abiertas en el primer caso, e ingresos relativamente indiscriminados con salidas celosamente clausuradas en el segundo. Es sobre todo cerrando las salidas que se perpetúa su carácter efímero sin reemplazarlo por uno permanente. En los campos de refugiados, el tiempo está atrapado entre rejas que impiden su cambio cualitativo. Sigue siendo tiempo, pero deja de ser historia.

Los campos de refugiados se jactan de una nueva cualidad: lo «efímero congelado», un estado duradero de temporariedad en curso, una duración hecha de parches de momentos, ninguno de los cuales es vivido como ingrediente de la perpetuidad, y menos aún como un aporte a ella. Para los reclusos de los campos de refugiados, las secuelas a largo plazo y sus consecuencias no forman parte de su experiencia ni de sus perspectivas. Los refugiados reclusos viven, literalmente, al día, y el contenido de la vida diaria ignora que los días se combinan en meses y años. Como en las prisiones e «hiperguetos» estudiados y vívidamente descritos por Loïc Wacquant[91], los refugiados encerrados en campos «aprenden a vivir, o más bien a sobrevivir [(sur)vivre] día a día en la inmediatez del momento, embebidos de la […] desesperación que se destila detrás de esos muros».

La soga que ata a los refugiados a sus campos está hecha del entrelazamiento de fuerzas de atracción y repulsión.

Los poderes que gobiernan el lugar sobre el que se levantaron las tiendas y se armaron las barracas, así como la zona alrededor del campo, hacen lo imposible para impedir que los reclusos se filtren y desparramen sobre el territorio adyacente. Aunque no haya guardias armados en las salidas, para los internos el exterior del campo está esencialmente fuera de sus límites. En el mejor de los casos, ese exterior inhospitalario está lleno de gente recelosa, suspicaz y poco amigable, siempre dispuesta a advertir, a tomar nota y a acusar a los reclusos de todo error genuino o putativo y todo paso en falso que estos puedan dar, errores que los refugiados, habiendo sido expulsados de su entorno natural e incómodos en un ambiente que les resulta poco familiar, es sumamente probable que cometan.

En esa tierra en la que fueron plantadas las tiendas temporarias/ permanentes, los refugiados siguen siendo escandalosamente los «extraños», una amenaza a la seguridad que los «establecidos» obtienen de sus rutinas diarias, hasta ese momento cuestionables. Desafían una visión del mundo hasta entonces universalmente compartida, y representan una fuente de peligros desconocidos que no encajan en los moldes habituales y escapan a la forma habitual de resolver problemas[92].

Podría decirse que el encuentro entre nativos y refugiados es el ejemplo más espectacular de la «dialéctica de los establecidos y los extranjeros» (que en nuestros tiempos parece haberse ganado el rol de establecer patrones que en otras épocas ocupaba la dialéctica del amo y el esclavo), descrito por primera vez por Elias y Scotson[93]. Los «establecidos», utilizando su poder para definir la situación e imponer sus definiciones a todos los involucrados, tienden a encerrar a los recién llegados en la jaula de hierro del estereotipo, «una representación sumamente simplificada de las realidades sociales». Al estereotipar, crean «patrones de blanco y negro» que no dejan «ningún lugar para la diversidad». Los extranjeros son culpables hasta que se pruebe su inocencia, pero como los establecidos, quienes a la vez acusan, instruyen la causa, dictan sentencia y se arrogan al mismo tiempo el rol de acusadores, magistrados y jueces, las chances de una absolución son escasas, por no decir nulas. Tal y como lo señalan Elias y Scotson, cuando más amenazada se siente la población establecida, más propensa es a que sus creencias la lleven «a extremos de fantasía y rigidez doctrinaria». Y al tener que enfrentar el flujo de refugiados, la población establecida tiene sobradas razones para sentirse amenazada. Además de ser la imagen de «lo desconocido» que todo extranjero encarna, los refugiados traen el rumor distante de guerras y el hedor de hogares arrasados y poblados calcinados que sólo pueden recordar a los establecidos cuán fácilmente puede ser quebrado o destruido el capullo de la rutina segura y familiar (segura en cuanto familiar). Los refugiados, como lo señalara Bertold Brecht en Die Landschaft des Exils, son «ein Bote des Unglücks» («pájaros de mal agüero»).

Al aventurarse a salir del campo e ir hasta un poblado vecino, los refugiados se exponen a una clase de incertidumbre que se les hace muy difícil de soportar, sobre todo después de la rutina estancada y paralizante, aunque cómodamente predecible, de la vida diaria del campo. Ya a pocos metros fuera del perímetro se encuentran con un ambiente hostil: su derecho a ingresar en el «afuera» es un tema por lo menos discutible, y se exponen a ser interpelados por cualquiera que pase. Comparado con ese salvaje exterior, el interior del campo bien puede resultarles un remanso de paz. Sólo los imprudentes y los aventureros desearían abandonarlo durante mucho tiempo, y son contados los que osarían actuar según su propio deseo y voluntad.

Si utilizamos los conceptos que se derivan del análisis de Loïc Wacquant[94], podemos decir que los campos de refugiados mezclan, combinan y cristalizan las características distintivas tanto del «gueto comunitario» de la era Ford-Keynes, como de «hipergueto» de nuestra época posfordista y poskeynesiana. Si los «guetos comunitarios» eran cuasitotalidades sociales relativamente autosustentables y autorreproductivas, que incluían réplicas en miniatura de la estratificación del conjunto de la sociedad, así como las divisiones e instituciones funcionales diseñadas para servir al conjunto de necesidades de la vida comunal, los «hiperguetos» no son precisamente comunidades autosustentables. Son agrupamientos humanos truncos, artificiales y ostensiblemente incompletos, son conglomerados y no comunidades. Son condensaciones topográficas incapaces de subsistir por su propia cuenta. Cuando las elites logran salir del gueto, dejan de alimentar la red de emprendimientos económicos que hasta entonces sostenían (aunque fuese precariamente) la supervivencia de la población del gueto y hacen su ingreso las agencias de cuidado y control (por regla general, ambas funciones van de la mano) manejadas por el Estado. Los «hiperguetos» son movidos por hilos manejados mucho más allá de sus límites y ciertamente más allá de su control.

En los campos de refugiados, Michel Agier encontró rasgos de los «guetos comunitarios» entremezclados con atributos de los «hiperguetos» en una apretada red de dependencias mutuas[95]. Podemos suponer que esa combinación estrecha aún más los lazos que atan a los reclusos al campo. Tanto la fuerza de arrastre que mantenía unidos a los habitantes de los «guetos comunitarios» como la fuerza de empuje que condensa a los marginados dando forma al «hipergueto» son poderosas en sí mismas; pero aquí se superponen y refuerzan mutuamente. Todo esto, en conjunción con la furiosa y enconada hostilidad del ambiente exterior, genera una aplastante fuerza centrípeta difícil de resistir y frente a la cual los métodos de reclusión y aislamiento desarrollados por los administradores y supervisores de Auschwitz y Gulag resultan totalmente innecesarios. Los campos de refugiados se asemejan más que cualquier otro micromundo social artificial al tipo ideal de «institución total» de Erving Goffman: ofrecen, por acción u omisión, una «vida total» sin escape, que veda de hecho el acceso a cualquier otra forma de vida.

Tras haber abandonado su entorno familiar, o tras haber sido expulsados de él, los refugiados tienden a ser despojados de las identidades que aquel entorno definía, sostenía y reproducía.

Son «zombis» sociales. Sus antiguas identidades sobreviven apenas como fantasmas que merodean de noche, ya que resultan invisibles a la luz diurna de los campos. Incluso los rasgos más positivos, prestigiosos o envidiados de sus antiguas identidades se convierten en desventajas, ya que entorpecen la búsqueda de una identidad nueva que se ajuste mejor a su nuevo entorno y les impiden asumir su nueva situación y reconocer que esta es permanente.

A todos los efectos prácticos, los refugiados han sido consignados a ese estado de «ni lo uno ni lo otro» mencionado por Van Gennep y Víctor Turner en su modelo de tres pasos de los ritos de pasaje[96], pero sin que haya un reconocimiento explícito de la situación en tanto tal, sin que se establezca su duración y, por sobre todas las cosas, sin que se reconozca que un retorno a la situación anterior ya no es posible ni se aventure la naturaleza de las ominosas condiciones futuras. Recordemos que según ese modelo tripartito de «pasaje», los portadores de roles sociales previos deben ser «desvestidos» de todos sus atributos sociales y emblemas de estatus cultural de los que alguna vez gozaron y ahora han perdido (como diría Giorgio Agamben, se trata de la producción social asistida por el poder del «cuerpo desnudo»[97]) como necesario paso preliminar antes de revestir a ese «desnudo social» de toda la parafernalia del nuevo rol. La desnudez social (en la mayoría de los casos, no sólo desnudez social, sino también corporal) no era más que un breve intermezzo que separaba dos movimientos dramáticamente diferentes de la ópera de la vida: señalaba la separación entre dos conjuntos de derechos y obligaciones sociales asumidos sucesivamente. Sin embargo, en el caso de los refugiados, la situación es otra. Si bien su condición lleva todas las marcas (y las consecuencias) de la desnudez social característica de la etapa intermedia y transitoria del pasaje (ausencia de definición social y de derechos y obligaciones codificados), en su caso no se trata de un «paso» intermedio ni transitorio hacia un «estado fijo» específico y socialmente definido. En la desventura de los refugiados, esa condición de «intermedio encarnado» se prolonga indefinidamente (una verdad que el dramático destino de los campos de refugiados palestinos sacó violentamente a la luz en los últimos tiempos). Cualquier «estado fijo» que pueda emerger eventualmente sólo sería un efecto colateral, no planeado ni deliberado, de un desarrollo trunco o atrofiado: la cristalización imperceptible de los intentos de asociación temporarios y experimentales bajo la forma de estructuras rígidas, ya no negociables, que mantendrían a los reclusos confinados con más fuerza que un batallón de guardias armados o rejas electrificadas y alambres de púa.

La permanencia de la transitoriedad. La durabilidad de lo efímero. La determinación objetiva que no se refleja en el carácter consecuencial y subjetivo de las acciones. El rol social perpetuamente subdefinido o, para ser más exactos, la inserción en el flujo de la vida sin el anclaje de un rol social determinado. Todos estos rasgos interrelacionados de la moderna vida líquida han sido expuestos y documentados por Agier en sus investigaciones. Son rasgos que aparecen en la extraterritorialidad territorialmente fija de los campos de refugiados con mayor claridad y de forma más extrema y densa que en ningún otro segmento de la sociedad contemporánea.

Uno se pregunta hasta qué punto los campos de refugiados no son laboratorios (no deliberados quizás, pero no por eso menos reales) donde se prueban y ensayan los nuevos patrones de vida líquidos de «permanencia de lo efímero».

¿Hasta qué punto las nowherevilles de refugiados son muestras de avanzada del mundo por venir, y sus reclusos arrojados/empujados/forzados al rol de pioneros exploradores? Si es que pueden ser contestadas, esta clase de preguntas sólo hallan su respuesta retrospectivamente.

Ahora podemos ver, como ejemplo y con el beneficio que da la experiencia, que los judíos que abandonaron los guetos en el siglo XIX fueron los primeros en comprobar y comprender cabalmente las incongruencias del proyecto de asimilación y las contradicciones inherentes al precepto de autoafirmación que prevalecía en ese entonces y que luego sufrieron todos los habitantes de la modernidad emergente. Y hoy empezamos a comprender, también en retrospectiva, que la intelligentsia multiétnica poscolonial (como Ralph Singh en Mimic Men, de Naipaul, que como todo niño inglés bien educado recordaba haber regalado una manzana a su maestra preferida, aun cuando sabía perfectamente que en las islas del Caribe, donde se encontraba su escuela, no hay manzanas) fue la primera en comprobar y comprender los defectos fatales, la incoherencia y falta de cohesión del precepto de construcción de la identidad que poco después habría de experimentar el resto de los habitantes del mundo líquido moderno.

Quizás llegue un tiempo en que descubramos el rol de vanguardia que jugaron los refugiados de nuestros días, degustando la vida de las nowherevilles y la obstinada permanencia de lo efímero, que puede convertirse un día en el hábitat común y corriente de todos los habitantes de un planeta repleto y globalizado.

Sólo el tipo de comunidad que ocupa la mayor parte del discurso político actual, pero que no existe en ninguna otra parte —la comunidad global, una comunidad inclusiva aunque no exclusiva que concuerda con la visión kantiana de la allgemeine Vereinigung in der Menschengattung— puede sacar a los refugiados de nuestros días del vacío sociopolítico al que han sido arrojados.

Todas las comunidades son imaginarias, y la «comunidad global» no es una excepción. Pero la imaginación se convierte en una fuerza integradora tangible, potente y efectiva cuando recibe la ayuda de instituciones de autoidentificación y autogestión socialmente generadas y políticamente sustentadas. Esto ya ha sucedido en el pasado, en el caso de las naciones modernas, desposadas en las buenas y en las malas y hasta que la muerte las separe con los modernos estados soberanos.

La comunidad global imaginaria, por el contrario, carece totalmente de una red institucional similar, que en este caso sólo puede estar tejida a partir de agencias de control democrático globales, un sistema legal global vinculante y obligatorio, y principios éticos respetados globalmente. Y a mi entender, esta es la causa principal de esa producción en masa de inhumanidad que ha sido denominada con un eufemismo, «la cuestión de los refugiados». Constituye también el mayor impedimento para la solución de dicho problema.

En la época en que Kant escribió sus pensamientos acerca de lo humano y de esa comunidad totalmente humana que la naturaleza había decretado como destino para nuestra especie, el propósito declarado y el principio rector era la universalidad de la libertad individual, cuyo advenimiento debían procurar, perseguir y acelerar los hombres de acción, inspirados y vigilados de cerca por los hombres del pensamiento. La comunidad de la raza humana y la libertad individual eran concebidas como dos facetas de la misma labor (o, para ser más exactos, como hermanas siamesas), ya que la libertad (citando el estudio de Alain Finkielkraut acerca del legado del siglo XX publicado bajo el apropiado título de The Lost Humanity[98]) era sinónimo de la «irreductibilidad del individuo a su rango, posición, comunidad, nación, orígenes o linaje». Los destinos de la comunidad planetaria y de la libertad individual eran considerados, y con razón, inseparables. Cada vez que se reflexionaba al respecto, se presumía que la Vereinigung der Menschengattung y la libertad de todos sus miembros individuales medrarían juntas o menguarían y morirían juntas, pero jamás se consideraba que pudieran nacer o sobrevivir por separado. Si la pertenencia a la especie humana no está por encima de cualquier otro título o filiación particular y de menor rango cuando se trata de la formulación y atribución de leyes y derechos creados por el hombre, la causa de la libertad individual en cuanto derecho humano inalienable se ve seriamente comprometida o perdida por completo. Tertium non datum.

Ese axioma pronto perdió su incipiente obviedad y quedó prácticamente en el olvido a medida que los humanos liberados del confinamiento de su condición hereditaria y su linaje fueron expeditivamente encarcelados en la nueva prisión trivalente de la alianza territorio-nación-estado, mientras que los «derechos humanos» —si no en la teoría filosófica, al menos sí en la práctica política— fueron redefinidos como producto de una unión personal entre sujeto del Estado, miembro de la nación y habitante legítimo del territorio. La «comunidad humana» nos parece hoy algo tan remoto de la actual realidad planetaria como lo era a principios de la aventura de la modernidad. El lugar que se le asigna en las visiones actuales del futuro, si es que se le asigna alguno, es aún más lejano que hace dos siglos. Ya no es vista ni como algo inminente ni como algo inexorable.

Por el momento, las perspectivas son sombrías.

En su reciente y seria evaluación de las tendencias actuales, David Held señala que la afirmación de la «irreductible posición moral de todas y cada una de las personas» y el rechazo de la «visión de los particularistas morales según la cual la pertenencia a una comunidad dada limita y determina el valor moral de los individuos y la naturaleza de su libertad» son aún tareas pendientes y consideradas mayoritariamente como «molestas»[99].

Held apunta algunos avances esperanzadores (en especial la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas de 1948 y el Estatuto del Tribunal Criminal Internacional de 1998, si bien este último todavía espera en vano su ratificación y es activamente saboteado por algunas de las mayores potencias globales), pero observa al mismo tiempo la «fuerte tentación de simplemente bajar las persianas y defender sólo la posición de algunas naciones y países». El horizonte posterior al 11 de septiembre no es tampoco para nada alentador. Incluye la oportunidad de «fortalecer nuestras instituciones multilaterales y los acuerdos legales internacionales», pero entraña también la posibilidad de respuestas que «podrían alejarnos de estas magras ganancias y conducirnos a un mundo de antagonismos y divisiones aún más profundas: una sociedad que se distinga por su incivilidad». El resumen general de situación de Held no es para nada optimista: «Al momento de escribir estas líneas, las señales no son buenas». Nuestro consuelo, sin embargo (el único que existe, pero también —quiero agregar— el único que la humanidad necesita cuando se hunde en épocas oscuras), es el hecho de que «la historia todavía está con nosotros y puede hacerse».

De hecho, es así: la historia no ha hecho más que comenzar, y todavía hay opciones por crear, y que serán creadas, inevitablemente. Uno se pregunta, sin embargo, si las opciones ya creadas en los últimos doscientos años nos han acercado al menos un poco al objetivo vislumbrado por Kant, o si, por el contrario, después de dos siglos de ascenso y afianzamiento ininterrumpidos del Principio Trinitario, nos encontramos mucho más lejos de ese objetivo de lo que estábamos a comienzos de la aventura de la modernidad.

El mundo no es humano por el simple hecho de estar hecho por humanos, y no se vuelve humano por el simple hecho de que la voz humana resuene en él, sino sólo cuando se ha convertido en objeto del discurso […] Sólo humanizamos lo que está sucediendo en el mundo y en nosotros cuando hablamos de ello, y es al hablar que aprendemos a ser humanos.

A esta humanidad que se alcanza en el discurso de la amistad, los griegos la llamaban filantropía, «amor al hombre», ya que manifiesta en sí misma la disposición de compartir el mundo con otros hombres.

Estas palabras de Hannah Arendt podrían —y deberían— ser leídas como prolegómeno de todo esfuerzo futuro dirigido a revertir la corriente y acercar a la historia a su ideal de «comunidad humana». Siguiendo a Lessing, su héroe intelectual, Arendt asegura que «la apertura a los otros» es «el prerrequisito de la ‘humanidad’ en todo el sentido de la palabra […] El diálogo verdaderamente humano difiere de una mera charla o incluso de una discusión en la que es completamente permeable al placer que produce el otro y lo que dice»[100]. Según Arendt, el gran mérito de Lessing fue «complacerse en la infinidad de opiniones que surgían cuando los hombres discuten los asuntos del mundo».

[Lessing] se regocijaba en aquello que siempre —o al menos desde Parménides y Platón— ha afligido a los filósofos: que la verdad, ni bien es pronunciada, se transforma inmediatamente en una opinión entre tantas, es contestada, reformulada, reducida a un tema discursivo entre otros. La grandeza de Lessing no consiste meramente en la comprensión teórica de que no puede haber una única verdad en el mundo humano, sino en la alegría que le producía que no la hubiera y que, por lo tanto, el discurso sinfín entre los hombres no cesaría mientras los hombres existiesen. Una sola verdad absoluta […] habría significado el fin de todas esas disputas […] y habría implicado el fin de la humanidad[101].

Que haya otros que estén en desacuerdo con nosotros (que no tomen en cuenta lo que hacemos sino lo que no hacemos, que crean que sería provechoso para la unidad humana basarse en valores diferentes de aquellos que nosotros consideramos superiores, y, por sobre todas las cosas, que dudan de que tengamos acceso directo a la verdad absoluta y por lo tanto sepamos exactamente donde debe terminar la discusión incluso antes de que empiece) no es un escollo en el camino hacia la comunidad humana. Lo que es un escollo es nuestra convicción de que nuestras opiniones son la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad y sobre todo la única que existe, y nuestra creencia de que las verdades de los demás, si son diferentes a las nuestras, son «meras opiniones».

Históricamente, esas convicciones y creencias extraían su credibilidad de la superioridad real y/o del poder de resistencia de quien las sostenía, y estos a su vez derivaban su fuerza del afianzamiento del principio trinitario. De hecho, el «complejo de soberanía» arraigado en la unión de territorio, nación y Estado efectivamente veda todo acceso al discurso preconizado por Lessing y Arendt en cuanto «prerrequisito de humanidad». Ese complejo permite que los interlocutores/adversarios carguen los dados y marquen las cartas incluso antes de que el juego de la comunicación mutua haya comenzado, y que cierren el debate antes de que el engaño quede al descubierto.

El principio trinitario tiene un impulso de autoperpetuidad. Confirma su propia verdad a medida que crece su ascendiente sobre las vidas y las mentes humanas. Un mundo dominado por ese principio es un mundo de «poblaciones nacionalmente frustradas» que, aguijoneadas por su frustración, se van convenciendo de que «la verdadera libertad, la verdadera emancipación» solo pueden obtenerse gracias a una «completa emancipación nacional»[102], es decir, a través de la mágica mezcla de nación, territorio y Estado soberano. Fue justamente el principio trinitario el que causó esa frustración, y ese mismo principio se ofrece a su vez como remedio. Los sufrimientos de los expulsados de la alianza territorial-nacional-estatal caen sobre sus víctimas después de haber pasado por la planta de reprocesamiento trinitario, y vienen con un completo folleto explicativo y una receta infalible para la cura, disfrazada de sabiduría con fundamentos empíricos. En el curso de ese reprocesamiento, la alianza sufre una transmutación milagrosa: de maldición a bendición, de causa de sufrimiento a panacea anestésica.

Arendt concluye su ensayo «On humanity in dark times» con una cita de Lessing: «Jeder sage, ivas ihm Wahrheit dünkt, / und die Wahrheit selbst sei Gott empfohlen» («Que cada hombre diga su verdad / y que la verdad misma sea encomendada a Dios»)[103].

El mensaje de Lessing/Arendt es bien directo. Encomendar la verdad a Dios significa dejar la cuestión de la verdad, la cuestión de «quién tiene razón», abierta. La verdad sólo puede emerger al final de una conversación, y en una conversación genuina (es decir, aquella que no es un soliloquio disfrazado) ninguno de los interlocutores sabe o puede saber a ciencia cierta cuándo llegará a su fin (en caso de que lo haya). Un hablante, así como un pensador que piensa en «modo hablante», no puede, como señala Franz Rosenzweig, «anticipar nada. Debe ser capaz de esperar, ya que su palabra depende de la palabra del otro. Necesita tiempo»[104]. Y como sugiere Nathan Glatzer, el más agudo estudioso de Rosenzweig, existe «un curioso paralelismo» entre el modelo del pensador en «modo hablante» de Rosenzweig y la concepción procesual/dialógica de la verdad de William James: «La verdad le sucede a una idea. Se convierte en verdad, es hecha verdad por los acontecimientos. Su veracidad es de hecho un acontecimiento, un proceso: concretamente, el proceso de verificación en sí mismo, su verificación. Su validez está dada por el proceso de su validación»[105]. La similitud es de hecho asombrosa, si bien para Rosenzweig el discurso está rigurosa y esperanzadamente implicado en un diálogo, un discurso inseguro-del-resultado-de-ese-diálogo, y por lo tanto inseguro-de-su-propia-verdad, es el ingrediente principal constitutivo del «evento» del que la verdad está «hecha», y la principal herramienta para «hacerla».

El concepto de verdad es eminentemente agonístico. Nace del enfrentamiento entre ideas irreconciliables, y del enfrentamiento entre los portadores de esas ideas, siempre renuentes a ceder. Sin ese enfrentamiento, la idea de «verdad» directamente nunca habría aparecido. En ese caso, «saber cómo seguir adelante» sería lo único que uno necesitaría saber. Y las condiciones en las cuales uno tiene que «seguir adelante», a menos que se vean amenazadas por lo «no familiar» o sean desbancadas de su «autoevidencia», tienden a venir en un solo paquete junto con la unívoca receta de «seguir adelante». Disputar la verdad es una respuesta a la «disonancia cognitiva». Es instada por el impulso de devaluar y restar poder a otras lecturas de esas condiciones y/o a otras recetas de acción que puedan hacernos dudar de nuestras propias lecturas y de nuestro habitual curso de acción. Ese impulso se volverá más intenso cuanto más ruidosas y difíciles sean de contestar las objeciones/obstáculos que se interponen. Cuando se disputa la verdad, la apuesta principal y el objetivo primario de su autoafirmación es probar que el interlocutor/adversario está equivocado y, por lo tanto, sus objeciones son equivocadas y deben ser desoídas.

Cuando se trata de discutir la verdad, las posibilidades de llegar a una «comunicación no distorsionada» tal como la postulara Jürgen Habermas son escasas[106]. Los protagonistas apenas podrán resistir la tentación de recurrir a otros medios más efectivos que la elegancia lógica y el poder persuasivo de sus argumentos. Harán lo que sea para que los argumentos de sus adversarios resulten inconsecuentes, mejor aún, inaudibles, o que directamente no lleguen a ser manifestados, dada la incapacidad de quienes podrían haberlos expresado en el caso de poder hacerlo. Un argumento que seguramente se oirá en tales discusiones es la descalificación del adversario como interlocutor para dicha conversación, ya sea por inepto, malintencionado o directamente inferior.

Si fuera una opción, mejor sería evitar directamente cualquier discusión o abstenerse del debate. Entrar en discusión implica después de todo y aunque más no sea de manera oblicua, la aceptación de las credenciales de nuestro interlocutor, así como una promesa de atenernos a las reglas y estándares del discurso de la lege artis y la bona fide. Pero, como afirma Lessing, entrar en discusión implica, sobre todo encomendar la verdad a Dios o, en términos más terrenales, aceptar que el resultado de la discusión es un rehén del destino. De ser posible, es más seguro declarar que los adversarios están a priori equivocados, y de inmediato privarlos del derecho de apelar el veredicto, que arriesgarse a entrar en litigio y exponer el propio caso a un doble interrogatorio que pueda eventualmente desarmarlo o darlo vuelta.

Descalificar al adversario en el debate acerca de la verdad suele ser el argumento utilizado por el más fuerte, no por su mayor iniquidad, sino porque cuenta con mayores recursos. Podría decirse que el volumen relativo y el poderío de recursos de cada adversario pueden ser medidos en relación con su habilidad para ignorar a los otros y hacer oídos sordos a los ideales que ellos sostienen. A la inversa, aceptar debatir y acordar negociar los términos de la verdad suelen ser considerados signos de debilidad, circunstancia que hace que el más fuerte (o quien desee demostrar su superioridad) se muestre aún más renuente a abandonar su negativa a todo diálogo.

El rechazo del estilo de «pensamiento hablado» de Rosenzweig se autoperpetúa y retroalimenta por impulso propio. Del lado del más fuerte, su negativa a hablar puede relacionarse con el «tener razón», pero para la contraparte, la privación del derecho a defender su causa que resulta de dicha negativa, y por carácter transitivo el rechazo a reconocerlo como un ser humano con derechos, entre ellos el de ser escuchado, son el desaire y la humillación definitivas, ofensas que no pueden ser tomadas plácidamente sin menoscabo de su dignidad humana…

La humillación es un arma poderosa. Además, es un arma de doble filo. Se puede recurrir a ella para demostrar o probar la desigualdad fundamental e irreconciliable entre el humillador y el humillado, pero, contrariando su objetivo original, termina de hecho autenticando, vivificando la simetría de ambos, su igualdad y paridad.

La humillación invariablemente implícita en toda negativa al diálogo no es, sin embargo, la única razón por la que dicha negativa se autoperpetúa. En ese territorio fronterizo en que se está convirtiendo velozmente nuestro planeta como consecuencia de la globalización unilateral[107], los incesantes intentos para abrumar, desarmar e incapacitar al adversario suelen lograr su objetivo, aunque sus efectos en general van mucho más allá de las intenciones de sus ejecutores y, en consecuencia, de sus deseos. Grandes zonas de África, Asia y América Latina conservan las huellas de esas antiguas campañas de desarme del adversario: concretamente, los numerosos territorios fronterizos locales, los efectos colaterales o los productos de desecho que las potencias que se benefician con la frontera global apenas pueden tolerar, pero que sin embargo no pueden evitar sembrar y propagar.

La práctica de desarmar al adversario tiene «éxito» si este queda desarmado más allá de toda esperanza de recuperación: las estructuras de autoridad son desmanteladas, los lazos sociales desgarrados, los medios de subsistencia tradicionales quemados hasta las raíces y puestos fuera de operaciones (en la jerga política de moda, las zonas que sufren estos males son apodadas «Estados débiles», aunque el término «Estado», por apto que sea, sólo se justifica en este caso si es usado sous rature, como diría Derrida). Cuando cuenta con el apoyo del arsenal tecnológico, las palabras tienden a convertirse en carne, y por lo tanto suelen borrar su propia razón de ser y propósito. En los territorios fronterizos locales, ya no hay con quien hablar… QEPD.

En un chiste irlandés, un conductor le pregunta a alguien que pasa «cómo llegar a Dublín», y este le contesta: «Si quisiera ir a Dublín, no arrancaría desde aquí».

De hecho, uno puede imaginar fácilmente un mundo mejor preparado para el viaje hacia la «unidad universal de la raza humana» de Kant que el mundo en el que vivimos hoy, en los finales de la era de la trinidad de territorio-nación-estado. Pero este es el mundo que existe, y por lo tanto el único del que podemos partir en nuestro viaje. Sin embargo, no iniciarlo, o más bien no iniciarlo sin demoras, no es —y en este caso no hay duda alguna— una opción.

La unidad de la especie humana que Kant postuló puede estar, como él mismo sugirió, en consonancia con los propósitos de la naturaleza, pero ciertamente no parece estar «históricamente determinada». La continua falta de control de la ya red global de dependencias mutuas y la «vulnerabilidad mutuamente asegurada» evidentemente no nos acercan a ese objetivo de unidad. Sin embargo, esto sólo significa que hoy más que nunca es urgente e imperativa una búsqueda esmerada de la humanidad en común, y de las acciones que se desprenden de ella.

En la era de la globalización, el ideal y las políticas de esa humanidad compartida, que tiene una larga historia de pasos aciagos, se encuentra frente al mayor de todos ellos.