LAS DANZAS DEL VOLCÁN


(The Volcano Dances, 1964)

VIVÍAN EN UNA CASA en la montaña Tlaxihuatl, a menos de un kilómetro de la cima. La casa estaba construida sobre una corriente de lava que parecía la piel de un elefante. Por la tarde y por la noche el hombre, Charles Vandervell, se sentaba junto a la ventana de la sala y miraba la exhibición de fuegos que salía del cráter. El ruido rodaba bajando por la montaña como una serie de aludes. A ratos se oía el siseo de una brasa que se apagaba en el tanque de agua del tejado. La mujer dormía casi todo el tiempo en el dormitorio que daba al valle o, cuando deseaba estar cerca de Vandervell, en el sofá de la sala.

Por la tarde se despertaba brevemente cuando el hombre de los «palos del diablo» bailaba junto al camino, a cuatrocientos metros de la casa. El mendigo había llegado a la montaña para beneficio de la gente de la aldea cercana a la cima, pero su danza no había conseguido apaciguar el volcán ni impedir que los aldeanos se fuesen. Mientras pasaban junto a él empujando las carretas, el hombre danzaba y golpeaba las lanzas, pero ellos no lo miraban y seguían caminando. Cuando pareció que se desanimaba y estaba a punto de irse, Vandervell le mandó por el criado un dólar norteamericano. Desde entonces el bailarín de los palos vino todos los días.

—¿Aún no se ha ido? —preguntó la mujer. Entró en la sala, ajustándose la bata en la cintura—. ¿Qué se supone que hace?

—Libra un duelo a muerte con el espíritu del volcán —dijo Vandervell—. Pone mucha atención y energía, pero no tiene ninguna posibilidad.

—Pensé que estabas de su lado —dijo la mujer—. ¿Acaso no le has dado dinero?

—Es sólo para formalizar la relación. Para demostrarle que entiendo lo que pasa. A decir verdad, estoy del lado del volcán.

Una nube de brasas subió treinta metros por encima del cráter, iluminando al hombre de los palos.

—¿Estás seguro de que aquí no corremos ningún peligro?

Vandervell la despidió con un ademán.

—Claro que lo estoy. Vuelve a la cama y descansa. Este aire enrarecido es malo para la piel.

—Me siento muy bien. Oí cómo se movía el suelo.

—Hace semanas que se mueve. —Vandervell miró al hombre de los palos, que concluía la danza con una serie de brincos, como si estuviera dando saltos de rana sobre un compañero—. Con esa dieta no está mal lo que hace.

—Tendrías que llevarlo a la ciudad de México y meterlo en uno de los cabarets. Ganaría más de un dólar.

—No le interesaría. Es un artista serio, este Nijinsky de la montaña. ¿No te das cuenta?

La mujer se sirvió medio vaso del botellón que había en la mesa.

—¿Cuánto tiempo lo vas a tener ahí afuera?

—Todo el que quiera quedarse. —Se volvió para mirar de frente a la mujer—. Recuérdalo. Cuando él se vaya, será hora de partir.

El hombre de los palos, una colección de harapos cuando no estaba en movimiento, desapareció dentro de su guarida, un agujero en la lava a orillas del camino.

—¿Habrá encontrado a Springman? —dijo Vandervell—. Es posible, pensándolo bien. Springman tendría que haber subido por la ladera sur. Este es el único camino a la aldea.

—Pregúntale. Ofrécele otro dólar.

—Es inútil. Diría que lo ha visto sólo para complacerme.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que Springman anda por aquí?

Anduvo por aquí —corrigió Vandervell—. Ya se habrá ido. Yo estaba con Springman en Acapulco cuando miró en el mapa. Vino aquí.

La mujer se llevó el vaso al dormitorio.

—Cenaremos a las nueve —le gritó Vandervell—. Te llamaré si vuelve a bailar.

A solas, Vandervell miró la exhibición de fuegos. El resplandor atravesaba las ventanas de las casas de la aldea, que brillaban como brasas de carbón. Por la noche el grupo de cabañas estaba desierto, pero algunos de los hombres regresaban durante el día.

Por la mañana llegaron dos hombres del garaje de Ecuatán a reclamar el coche que Vandervell había alquilado. Les ofreció pagarles un mes por adelantado, pero los hombres no aceptaron y señalaron los trozos de lava que habían caído del cielo sobre el coche. Ninguno estaba tan caliente como para quemar la pintura. Vandervell les dio cincuenta dólares a cada uno y prometió tapar el coche con una lona. Satisfechos, los hombres se marcharon.

Después del desayuno Vandervell caminó por los costurones de lava hasta el camino. El bailarín estaba de pie junto a su agujero, sobre el borde del camino, las manos apoyadas en las dos lanzas. Detrás de él temblaba el cono del volcán, parcialmente ocultado por el polvo. El hombre miró a Vandervell, que gritó algo desde el otro lado del camino. Vandervell sacó un billete de un dólar de la cartera y lo puso debajo de una piedra. El hombre de los palos comenzó a canturrear y a mecerse sobre la punta de los pies.

Mientras Vandervell regresaba por el camino, dos aldeanos se acercaron.

—Guía —les dijo—. Diez dólares. Una hora. —Señaló el borde del cráter, pero los hombres no le prestaron atención y siguieron andando.

La superficie de la casa había sido blanca en otros tiempos, pero ahora estaba cubierta de polvo gris. Dos horas más tarde, cuando el administrador de la finca de abajo de la casa subió montado en un caballo gris, Vandervell le preguntó:

—Ese caballo de usted, ¿es blanco o negro?

—Buena pregunta, señor.

—Quiero contratar a un guía —dijo Vandervell—. Para que me lleve al volcán.

—Allí no hay nada, señor.

—Quiero mirar el cráter. Necesito a alguien que conozca los caminos.

—Está lleno de humo, señor Vandervell. Azufre caliente. Quema los ojos. No le gustaría.

—¿Recuerda haber visto a un hombre llamado Springman? —preguntó Vandervell—. Hace unos tres meses.

—Eso ya me lo había preguntado. Recuerdo a dos norteamericanos que andaban en una camioneta cargada con instrumentos científicos. Luego a un holandés de pelo blanco.

—Ése podría ser él.

—O negro, tal vez, ¿eh? Como dice usted.

Del camino llegó un golpeteo de palos. Habiendo entrado en calor, el bailarín se había puesto a bailar seriamente.

—Le convendría irse de aquí, señor Vandervell —dijo el administrador—. Un día la montaña puede abrirse en dos.

Vandervell señaló al bailarín.

—Él lo impedirá durante un tiempo.

El administrador se despidió.

—Mis respetos a la señora Vandervell.

Señorita Winston.

Vandervell entró en la sala y fue hasta la ventana. La actividad del volcán aumentaba durante el día. La columna de humo subía por el cielo hasta casi un kilómetro de altura, atravesada por destellos de fuego.

El estruendo despertó a la mujer. En la cocina habló con el criado.

—Quiere irse —le dijo luego a Vandervell.

—Ofrécele más dinero —dijo él sin volverse.

—Dice que ya se han ido todos. Es demasiado peligroso quedarse. Los hombres de la aldea se van definitivamente esta tarde.

Vandervell miró al bailarín, que hacía girar los palos como un tamborilero mayor.

—Que se vaya entonces si es eso lo que quiere. Pienso que el administrador de la finca vio a Springman.

—Buena noticia. Entonces estuvo aquí.

—El administrador te mandó sus respetos.

—Qué amable.

Cinco minutos más tarde, cuando ya se había ido el criado, la mujer regresó al dormitorio. Durante la tarde salió un momento a recoger las revistas de cine de la biblioteca.

Vandervell miró el humo que bombeaba el volcán. De vez en cuando el hombre de los palos emergía del agujero y danzaba en un montículo de lava al borde del camino. Los hombres bajaron de la aldea por última vez. Miraron al bailarín mientras se alejaban camino abajo.

A las ocho de la mañana un camión de la policía subió hasta la aldea, dio la vuelta y bajó de nuevo. Tenía el techo y la cabina cubiertos de cenizas. Los policías no vieron al bailarín de los palos, pero vieron a Vandervell asomado a la ventana de la casa y bajaron del camión.

—¡Salga! —gritó uno de ellos—. ¡Tiene que irse ahora! ¡Use el coche! ¿Qué pasa?

Vandervell abrió la ventana.

—El coche está bien. Nos quedamos unos días. Gracias, sargento.

—¡No! ¡Salga! —El policía bajó de la cabina—. La montaña… ¡puf! ¡Polvo, ardiente! —Se sacó el gorro y lo sacudió—. Váyase ahora.

Mientras el policía protestaba, Vandervell cerró la ventana y alzó la chaqueta colgada en la silla. Buscó la billetera en el bolsillo interior.

Pagó a los policías, que lo saludaron y se fueron. La mujer salió del dormitorio.

—Tienes suerte de que tu padre sea rico —dijo—. ¿Qué harías si fuera pobre?

—Springman era pobre —le respondió Vandervell. Sacó el pañuelo de la chaqueta. El polvo comenzaba a filtrarse dentro de la casa—. El dinero sólo posterga los problemas.

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar? Tu padre me pidió que te vigilara.

—Tranquilízate. No me pasará nada malo.

—¿Bromeas? ¿Con este volcán encima de nosotros?

Vandervell señaló al bailarín.

—A él no le preocupa. Esta montaña ha estado activa durante cincuenta años.

—Entonces ¿por qué hemos venido aquí ahora?

—Busco a Springman. Pienso que anduvo por aquí hace tres meses.

—¿Dónde está? ¿Allá arriba en la aldea?

—Lo dudo. Probablemente a ocho mil kilómetros por debajo de nuestros pies, absorbido por la contrapresión. Dentro de un siglo saldrá por el Vesubio.

—Espero que no.

—No importa, ¿lo has pensado? Es una idea maravillosa.

—No. ¿Es eso lo que has planeado para mí?

Las brasas siseaban en el tanque del tejado, chisporroteando como una lluvia hirviente.

—Piensa en ellos: matronas pompeyanas, vírgenes, aztecas, pedacitos del mismísimo Prometeo, lloviendo sobre justos e injustos.

—¿Qué me dices de tu amigo Springman?

—Ahora que me lo recuerdas… —Vandervell levantó un dedo hacia el techo—. Escucha un momento. ¿Qué ocurre?

—¿Para eso has venido aquí? ¿Para pensar en cómo Springman arde y se transforma en cenizas?

—No seas tonta —dijo Vandervell, y se volvió hacia la ventana.

—Pero ¿qué te preocupa?

—Nada —dijo Vandervell—. Por primera vez en mucho tiempo nada me preocupa. —Frotó el vidrio con la manga—. ¿Dónde está ese viejo bailarín? No me digas que se ha ido. —Miró a través de la lluvia de polvo—. Allí está.

La figura permanecía de pie en el costurón de lava, encima del camino, iluminada por las llamaradas del cráter. A su alrededor colgaba un palio de cenizas.

—¿Qué es lo que está esperando? —preguntó la mujer—. ¿Otro dólar?

—Mucho más que un dólar —dijo Vandervell—. Me espera a mí.

—No te quemes los dedos —dijo la mujer, cerrando la puerta.

Esa tarde, cuando fue a la sala después de despertarse, descubrió que Vandervell se había marchado. Se acercó a la ventana y miró hacia el cráter. La lluvia de ceniza y de brasas oscurecía la aldea, y en el río de lava ardían cientos de fuegos. A través del polvo vio las explosiones que iluminaban los bordes del cráter.

La chaqueta de Vandervell colgaba de una silla. Lo esperó durante tres horas. El ruido del cráter era ahora continuo. Los ríos de lava se movían arrastrándose como cadenas, subiendo y bajando, haciendo temblar las paredes de la casa.

A las cinco Vandervell no había regresado. En la cima del volcán se había abierto un segundo cráter, y una parte de la aldea había caído dentro. Cuando estuvo segura de que el bailarín de los palos se había ido, la mujer sacó el dinero de la chaqueta de Vandervell, se metió en el coche y se alejó montaña abajo.