(Deep End, 1961)
EL DÍA SIEMPRE lo dedicaban al sueño. Al alba no quedaba nadie en las calles, y las casas enmudecían, y unas cortinas térmicas protegían las ventanas mientras el sol se elevaba sobre los resquebrajados bancos de sal. La mayor parte de los habitantes eran viejos y no tardaban en quedarse dormidos en los chalets a oscuras, pero Granger tenía una mente inquieta, y un solo pulmón, y a menudo se pasaba las tardes despierto, mientras afuera crujían y zumbaban las paredes metálicas de la cabina y él trataba en vano de leer los viejos libros de bitácora que Holliday rescatara de las plataformas del espacio que habían caído a tierra.
Alrededor de las seis los frentes térmicos empezaban a retroceder rumbo al sur cruzando los bancos de almas, y los aparatos de aire acondicionado se apagaban uno a uno en los dormitorios. Mientras el pueblo renacía lentamente a la vida y las ventanas se abrían al aire fresco del crepúsculo, Granger se encaminaba a desayunar en el Bar Neptuno, saludando cortésmente con los anteojos de sol a las parejas de ancianos que se acomodaban en los porches de las casas, a la izquierda y a la derecha, y se miraban unas a otras a través de las calles sombrías.
Ocho kilómetros al norte, en el hotel abandonado de Cabo del Ocio, Holliday solía descansar otra hora, y escuchaba los cantos y silbidos que las oscilaciones barométricas arrancaban a las torres de coral, relucientes a lo lejos como pagodas blancas. Desde allí alcanzaba a ver el pico simétrico de Hamilton, la más próxima de las Bermudas, a treinta y cinco kilómetros de distancia, erguida sobre el lecho seco del océano como una montaña de cima chata, el angosto cerco de playa blanca aún visible en el atardecer, una franja de espuma dejada por el océano náufrago.
Esa noche tenía menos ganas que nunca de ir hasta el pueblo. No sólo encontraría a Granger en el reservado del Neptuno, dispensando la misma combinación de humor y homilía —Granger era virtualmente la única persona con quien Holliday podía hablar, e inevitablemente había llegado a desconfiar de esta dependencia—; además tendría que entrevistarse por última vez con el oficial de migraciones y tomar una decisión definitiva.
En cierto modo esa decisión ya estaba tomada, y así lo había entendido Bullen, el oficial de migraciones, en el viaje del mes anterior. No había intentado presionar a Holliday, quien no tenía ningún talento especial ni aptitudes para el mando que pudieran servir en los nuevos mundos. No obstante, Bullen puntualizó un hecho circunstancial pero relevante, que Holliday no pasó por alto en las reflexiones del mes siguiente.
—Recuerde, Holliday —le advirtió al final de la entrevista, en la improvisada oficina al fondo de la cabina del sheriff—, la edad promedio de la colonia está por arriba de los sesenta. En diez años bien puede ocurrir que usted y Granger se queden solos, y si llega a fallar el único pulmón de Granger, usted quedará librado a su suerte.
Hizo una pausa para que el otro recapacitara sobre esta perspectiva y luego añadió con serenidad:
—Todos los muchachos salen en el próximo viaje… los dos hijos de los Merryweather, Tom Juranda. (¡Ese patán! En buena hora, pensó Holliday. Marte, cuidado…). ¿Se da cuenta de que usted va a ser literalmente el único aquí con menos de cincuenta años?
—Katy Summers se queda —se apresuró a recalcar Holliday, estimulado por la súbita visión de un vestido de organdí blanco y un pelo largo y pajizo.
El oficial de migraciones había mirado la lista de solicitudes asintiendo a regañadientes.
—Sí, pero sólo para cuidar de su abuela. En cuanto ella muera, Katy sale de aquí como un rayo. Después de todo, no hay nada que la ate a esto, ¿no es así?
—No —había estado de acuerdo Holliday, mecánicamente.
Ahora, en efecto, no había nada que la retuviera, aunque durante mucho tiempo él había creído erróneamente lo contrario. Katy tenía la edad de él, veintidós, y parecía ser la única persona además de Granger capaz de comprender por qué Holliday había resuelto quedarse y asumir la custodia de una Tierra olvidada. Pero la abuela murió a los tres días de la partida de Bullen, y al día siguiente Katy había empezado a empacar. Por algún motivo infundado, Holliday había supuesto que ella se quedaría, y se le ocurría ahora que todo lo que pensaba de sí mismo podía ser también un error.
Bajó de la hamaca y fue hacia la terraza, desde donde contempló el parpadeo fosforescente de los vestigios minerales que cubrían los bancos de sal y se perdían a lo lejos. Se había instalado en la suite del décimo piso, el último, la única unidad sellada contra el calor en lodo el edificio. La construcción estaba hundiéndose poco a poco en el lecho oceánico, y en las paredes habían aparecido unas fisuras que pronto llegarían al techo. La planta baja ya había desaparecido. Cuando se hundiera el piso siguiente —dentro de seis meses a lo sumo—, ya lo habrían obligado a dejar el viejo lugar de recreo y regresar al pueblo. Entonces, inevitablemente, tendría que compartir un chalet con Granger.
A un kilómetro y medio ronroneó un motor. En medio de la penumbra Holliday distinguió el helicóptero del oficial de migraciones volando rumbo al hotel, única señal visible en la zona; luego, en cuanto Bullen identificó el poblado, empezó a virar lentamente hacia la pista de aterrizaje.
Las ocho, advirtió Holliday. La entrevista era a las ocho y media de la mañana siguiente. Bullen pasaría la noche en la casa del sheriff, cumpliendo con sus otros deberes —encargado de cementerios y juez de paz—, y se iría a la mañana luego de hablar con Holliday. A Holliday le quedaban doce horas de libertad para tomar decisiones absolutas (o, mejor dicho, para no tomarlas), pero después el compromiso sería irreversible. Éste era el último viaje del oficial de migraciones, la última vez que recorría el circuito que abarcaba las ciudades desiertas vecinas a Santa Helena, pasando por las Azores y las Bermudas, hasta el importante embarcadero atlántico de las Canarias. Sólo dos grandes plataformas de lanzamiento navegaban aún en órbita —las otras caían del cielo continuamente y por centenares—, y en cuanto esas dos se estrellaran, la Tierra quedaría abandonada para siempre. A partir de entonces, sólo habría que recoger a unas pocas gentes, personal militar de comunicaciones.
Camino del poblado, Holliday tuvo que bajar dos veces la pala que llevaba delante del parachoques del jeep y apartar los desechos salinos acumulados durante la tarde en la carretera de alambre tejido. El radiofósforo aceleraba los cambios genéticos de las algas imitantes, que eran como enormes cactos a ambos lados de la carretera, convirtiendo las oscuras dunas de sal en un jardín lunar blanco. Pero este testimonio de creciente desolación sólo servía para reafirmar la necesidad que sentía Holliday de permanecer en la Tierra. La mayor parte de las noches, cuando no discutía con Granger en el Neptuno, solía recorrer el océano seco, encaramándose a las derruidas plataformas de lanzamiento o vagando con Katy Summers por los bosques de algas. A veces lo convencía a Granger de que los acompañara, con la esperanza de que la pericia de un hombre más viejo —originalmente había sido biólogo marino— lo ayudara a descubrir la flora batipelágica, pero el lecho marino yacía ahora sepultado bajo las interminables colinas de sal, e ir por allí en coche era como viajar por el Sahara.
Cuando entró en el Neptuno —un bar de color crema y adornos cromados junto al campo de aterrizaje, y que había servido de sala de espera en los tiempos en que miles de emigrantes del Hemisferio Sur se embarcaban para las Canarias— Granger lo llamó y sacudió el bastón contra la ventana, señalando el oscuro perfil del helicóptero de Bullen, posado en la pista a unos cincuenta metros.
—Ya sé —dijo la voz aburrida de Holliday que se acercaba con una copa—. Cálmate, lo vi llegar.
Granger sonrió burlonamente. Holliday, de cara seria y terca, coronada por una indómita mata de pelo rubio, y que se sentía personalmente responsable de todo, siempre lo divertía.
—Cálmate tú —dijo Granger, acomodándose debajo de la camisa hawaiana el cojín que disimulaba el pecho hundido (había perdido el pulmón buceando, treinta años atrás)—. No soy yo quien va a volar a Marte la semana que viene.
Holliday clavó en la copa una mirada sombría.
—Tampoco yo. —Miró la cara torcida y saturnina de Granger, y luego añadió sardónicamente—: ¿O no lo sabías?
Granger refunfuñó, golpeteando la ventana con el bastón como despidiendo al helicóptero.
—¿Es cierto que no te vas? ¿Te has decidido?
—Te equivocas. Y no te equivocas. Aún no me he decidido…, pero al mismo tiempo no me voy. ¿Comprendes la diferencia?
—Perfectamente, doctor Schopenhauer. —Granger volvió a sonreír. Apartó el vaso con la mano—. ¿Sabes, Holliday?, te tomas demasiado en serio. No te das cuenta de lo ridículo que eres.
—¿Ridículo? ¿Por qué? —preguntó Holliday, poniéndose en guardia.
—¿Qué importa que te hayas decidido o no? Lo único que cuenta ahora es que te armes de coraje, te vayas a las Canarias, y de allí al espacio ancho y azul. Pero dime, ¿para qué vas a quedarte? La Tierra está muerta y sepultada. Aquí ya no hay pasado, ni presente ni futuro. ¿No te sientes responsable de tu propio destino biológico?
—Déjame en paz. —Holliday sacó una tarjeta de racionamiento del bolsillo de la camisa y se la pasó a Granger, que administraba las provisiones—. Necesito una lámpara nueva para la refrigeradora de la sala, de treinta vatios. ¿Queda alguna?
Granger gruñó y tomó la tarjeta resoplando con exasperación.
—Por Dios, hombre, eres un Robinson Crusoe al revés, yendo de un lado a otro con pedazos de chatarra, tratando de que encajen entre ellos. Eres el turista que decide quedarse en la playa cuando todos los demás se han marchado. Acaso seas un poeta y un soñador, pero ¿no te das cuenta de que los dos son especies extinguidas?
Holliday observó el helicóptero inmóvil sobre la pista, las luces del poblado que se reflejaban en las colinas de sal de alrededor. Las colinas avanzaban un poco cada día. Ya era difícil reunir una patrulla semanal para contenerlas. Era muy probable que en diez años él fuera un Robinson Crusoe. Por fortuna, los grandes tanques de agua y queroseno —cilindros gigantes del tamaño de un gasómetro— alcanzaban para cincuenta años. Sin ellos, por supuesto, no habría habido alternativa.
—Dejemos de lado mis problemas personales —le dijo a Granger—. Lo que buscas es justificar tu permanencia forzosa. Puede que yo esté extinguido, pero prefiero aferrarme a la vida antes que desaparecer por completo. De todos modos, tengo la impresión de que alguna vez van a regresar. Alguien tiene que quedarse para preservar aquí el significado de la vida terrestre. Esto no es una cáscara que podamos tirar cuando ya no nos sirve. Nacimos aquí. Es el único sitio que en verdad recordamos.
Granger asintió con morosidad. Iba a decir algo cuando un reluciente arco blanco surcó la ventana oscura y se perdió de vista, estrellándose detrás de uno de los tanques.
Holliday se incorporó y se asomó a la ventana.
—Tiene que ser una plataforma de lanzamiento. Parecía grande, probablemente de los rusos. —Un crujido sordo y prolongado reverberó en el aire nocturno y resonó entre las torres de coral, acompañado por breves relámpagos de luz. Hubo una serie de explosiones menores, y luego una amplia y difusa nube de vapor que se desplegó en abanico hacia el noroeste.
—Lago Atlántico —comentó Granger—. Salgamos y echemos un vistazo. A lo mejor ha desenterrado algo interesante.
Media hora más tarde, con viejas probetas para muestras, portaobjetos y el equipo de montaje de Granger en el asiento trasero, partieron en el jeep rumbo a la costa meridional del lago Atlántico, a quince kilómetros de distancia.
Fue aquí donde Holliday descubrió el pez.
El lago Atlántico, una estrecha faja de aguas saladas y estancadas de quince kilómetros de largo por uno y medio de ancho, al norte de las Bermudas, era todo lo que había quedado del océano Atlántico, y, en realidad, todo lo que había quedado de los océanos que alguna vez habían cubierto dos tercios de la superficie terrestre. Los frenéticos trabajos de minería llevados a cabo en el siglo anterior para proveer de oxígeno a las atmósferas de los nuevos planetas habían acelerado y agravado la decadencia de los océanos, y los cambios climáticos y geofísicos consiguientes acabaron por destruir la Tierra misma. El oxígeno extraído electrolíticamente del agua de mar era comprimido y embarcado, y el hidrógeno liberado se descargaba en la atmósfera. Al fin sólo quedó una estrecha capa de aire más denso y oxigenado, de poco más de kilómetro y medio de altura, y la gente que había permanecido en la Tierra tuvo que retirarse a los lechos oceánicos, abandonando los emponzoñados bloques continentales.
En el hotel del Cabo del Ocio, Holliday se pasaba las horas examinando la biblioteca que había conseguido reunir, revistas y libros sobre las ciudades de la vieja Tierra, y Granger le hablaba a menudo de su propia juventud, cuando todavía había agua en los mares y él trabajaba como biólogo marino en la Universidad de Miami, un fabuloso laboratorio que crecía para él en playas que eran cada día más largas.
—Los mares son nuestra memoria corporizada —solía decirle a Holliday—. Secándolos, hemos obliterado deliberadamente nuestro propio pasado, y en buena medida nuestras propias identidades. Ésa es otra razón para que te vayas. Sin el mar, la vida es insostenible. Sólo somos ahora unos fantasmas de recuerdos, ciegos y sin hogar, que van y vienen por las cámaras secas de una calavera vacía.
Llegaron al lago al cabo de media hora, y se abrieron paso entre las ciénagas de las orillas. Las grises dunas de sal se extendían durante kilómetros bajo una luz borrosa, las laderas cóncavas resquebrajadas en placas hexagonales. Una densa nube de vapor oscurecía la superficie del agua. Se detuvieron en un promontorio bajo, al borde del lago, y alzaron los ojos observando el enorme caparazón circular de la plataforma de lanzamiento. Era uno de los vehículos más grandes, de casi trescientos metros de diámetro, y yacía dado vuelta en las aguas poco profundas, con el fuselaje mellado y ennegrecido, desgarrado por los motores que se habían desprendido estallando sobre el lago. A medio kilómetro, en las sombras, un grupo de rotores apuntaba al cielo.
Caminando a lo largo de la orilla izquierda, se acercaron a la plataforma. El vehículo había cavado unos enormes surcos a través de los esteros, más allá del extremo del lago, y Granger vadeó las aguas tibias en busca de especímenes. Aquí y allá había anémonas y estrellas de mar, que los cánceres habían atrofiado y retorcido. Unas algas que parecían telarañas se le adherían a las botas de goma, y los núcleos relucían como joyas a la luz fosforescente. Se detuvieron junto a una de las charcas más grandes, una cavidad circular de cien metros de diámetro que se desecaba poco a poco, a medida que el agua se escurría por una brecha lateral. Granger avanzó con cuidado por la orilla en declive, introduciendo especímenes en las probetas, mientras Holliday aguardaba en la franja angosta que separaba la charca del lago, contemplando el oscuro perfil de la plataforma que sobresalía de las tinieblas como la proa de un buque.
Estaba examinando la compuerta destrozada de un compartimiento, cuando de pronto vio que algo se movía en la superficie del casco. Por un momento creyó haber visto a un tripulante, que de algún modo había sobrevivido al choque; luego comprendió que sólo era una onda en el agua, detrás de él, reflejada en el aluminio del caparazón.
Se volvió y notó que Granger, diez pasos más abajo, hundido en el agua hasta las rodillas, miraba por encima de la charca.
—¿Tiraste algo al agua? —le preguntó Granger en voz baja.
Holliday meneó la cabeza.
—No. —Irreflexivamente añadió—: Tiene que haber sido el salto de un pez.
—¿Un pez? No queda un solo pez con vida en todo el planeta. Todas las especies se extinguieron hace diez años. Es raro, sin embargo.
Entonces el pez volvió a saltar.
Durante unos instantes se quedaron allí, inmóviles en la media luz, observando el esbelto cuerpo de plata que brincaba frenéticamente fuera del agua tibia del bajío en arcos breves y relucientes que lo llevaban de aquí para allá a través de la laguna.
—Una mielga —murmuró Granger—. Familia de los escualos. Altamente adaptable. Tenía que serlo, para sobrevivir aquí. Maldita sea, quizá sea el único pez que queda con vida.
Holliday descendió por la orilla, hundiendo los pies en el barro rezumante.
—¿No está demasiado salada el agua?
Granger se inclinó, recogió un poco de agua y la probó.
—Salina, pero comparativamente diluida. —Miró hacia el lago por encima del hombro—. Quizás el agua se evapora en el lago, y se condensa aquí. Una curiosa pareja de destiladores. —Palmeó a Holliday en el hombro—. Holliday, parece que hemos encontrado algo interesante.
La mielga brincaba excitada hacia ellos, retorciéndose y centelleando a la luz. Los bancos de limo asomaban en toda la superficie de la charca; sólo hacia el centro, en unos pocos lugares, tenía el agua más de treinta centímetros de profundidad.
Holliday señaló el surco que había en la orilla a cincuenta metros, le indicó a Granger que lo siguiera, y echó a correr.
Cinco minutos más tarde habían acabado de cerrar la brecha. Luego Holliday fue en busca del jeep y lo condujo cuidadosamente entre los tortuosos pasajes que dividían las aguas. Bajó la rampa delantera y empezó a empujar las orillas de la charca hacia dentro. Al cabo de dos o tres horas había reducido el ancho de las aguas a menos de sesenta metros, y la profundidad era ahora de más de sesenta centímetros. La mielga había dejado de saltar y nadaba grácilmente justo bajo la superficie, mordisqueando las plantitas que la rampa del jeep había empujado al agua. El cuerpo esbelto parecía blanco y sin manchas, las pequeñas aletas elegantes y vigorosas.
Granger se sentó sobre el motor del jeep, apoyándose contra el parabrisas, y observó a Holliday con admiración.
—Obviamente tienes reservas ocultas —dijo sin ironía—. Jamás lo hubiera pensado.
Holliday se lavó las manos en el agua y luego saltó sobre la ciénaga que limitaba la charca. A unos pocos pasos, la mielga retozaba y se zambullía.
—Quiero conservarla viva —dijo Holliday con firmeza—. ¿No te das cuenta, Granger?, los peces se quedaron atrás cuando los primeros anfibios emergieron del mar hace doscientos millones de años, así como tú y yo nos estamos quedando atrás ahora. En cierto sentido, los peces son imágenes de nosotros mismos reflejadas en el espejo del mar.
Se dejó caer en el estribo del jeep. Tenía las ropas empapadas y manchadas de sal. Aspiró jadeando el aire húmedo. Hacia el este, sobre la prolongada franja negra de la costa de la Florida, elevándose sobre el lecho oceánico como un enorme transporte aéreo, se veían los primeros frentes térmicos del alba.
—¿No habrá problemas si lo dejamos hasta esta noche?
Granger se sentó en el asiento del conductor.
—No te preocupes. Vamos, necesitas un descanso. —Señaló el borde que sobresalía de la plataforma—. Eso lo protegerá por unas horas; no tendrá demasiado calor.
Cuando llegaron al pueblo Granger aminoró la velocidad y saludó a los viejos que abandonaban los porches de las casas y bajaban las cortinas de las cabinas de acero.
—¿Y tu entrevista con Bullen? —le preguntó sin ningún énfasis a Holliday—. Estará esperándote.
—¿Irme de aquí? ¿Después de lo de anoche? Ni se te ocurra.
Granger meneó la cabeza mientras detenía el jeep frente al Neptuno.
—¿No estás dando demasiada importancia a una mielga? En una época hubo millones; eran las sabandijas del mar.
—No das en la tecla —dijo Holliday, hundiéndose en el asiento y tratando de sacarse la sal de los ojos—. Ese pez significa que aquí queda algo por hacer. La Tierra, pese a todo, no está muerta ni exhausta. Podemos desarrollar nuevas formas de vida, un reino biológico completamente nuevo.
Clavando los ojos en esta visión privada, Holliday esperó con las manos sobre el volante del jeep mientras Granger entraba en el bar en busca de un cajón de cerveza. Cuando salió, el oficial de migraciones venía con él.
Bullen apoyó un pie en el estribo y miró dentro del vehículo.
—Bien, ¿qué decidió, Holliday? Me gustaría salir temprano. Si no tiene interés, me voy. Allá nos espera una vida nueva y promisoria; el primer paso a las estrellas. Tom Juranda y los Merryweather salen la semana próxima. ¿Quiere venir con ellos?
—Lo siento —dijo lacónicamente Holliday. Metió el cajón de cerveza en el jeep, soltó el embrague, y se alejó por la calle desierta levantando una nube de polvo.
Media hora más tarde, de pie en la terraza de Cabo del Ocio, y luego de darse una ducha, contempló el helicóptero que rugía en el cielo dando coletazos, y desaparecía tras las planicies de algas, rumbo al casco de la arruinada plataforma.
—¡Vamos de una vez! ¿Qué pasa?
—Calma —dijo Granger—. Estás demasiado ansioso. No te entrometas demasiado, vas a matar a esa pobre criatura con tanta amabilidad. ¿Qué traes ahí?
Señaló la lata que Holliday había puesto junto al tablero de instrumentos.
—Migajas de pan.
Granger suspiró, y cerró despacio la puerta.
—Estoy impresionado, de veras. Ojalá me cuidaran así. A mí también me cuesta respirar.
Estaban a siete kilómetros del lago cuando Holliday se inclinó sobre el volante y señaló las rizadas huellas de otros neumáticos en la sal blanda que cubría la carretera.
—Alguien se nos adelantó.
Granger se encogió de hombros.
—¿Y qué importa? Habrán ido a ver la plataforma. —Rió entre dientes—. ¿No quieres compartir el Nuevo Edén, eh? ¿Sólo tú, y un biólogo consultor?
Holliday soltó una carcajada.
—Esas plataformas me molestan. Las tiran como si la Tierra fuese un vaciadero de basura. Sin embargo, si no fuera por ésta no habría descubierto el pez.
Llegaron al lago y se encaminaron hacia el bajío, siguiendo las huellas sinuosas del otro coche entre las dunas. Lo habían dejado a doscientos metros de la plataforma, en medio del camino. Los pasajeros habían seguido a pie.
—Es el coche de los Merryweather —dijo Holliday mientras caminaban alrededor del maltratado y enorme Buick, salpicado con pintura amarilla, y adornado con bocinas y estandartes—. Los dos muchachos tienen que haber bajado aquí.
Granger alzó la mano.
—Uno de ellos subió a la plataforma.
El hermano menor se había encaramado al borde y gritaba como dirigiendo las travesuras de los otros dos, su hermano mayor y Tom Juranda, un joven alto y robusto con chaqueta de cadete del espacio. Estaban junto a la charca del pez, y arrojaban piedras y trozos de sal.
Holliday dejó a Granger y echó a correr gritando a voz en cuello. Demasiado ocupados para oírlo, los muchachos seguían lanzando sus proyectiles a la charca, mientras el hermano menor los incitaba desde la plataforma. Poco antes de que llegara Holliday, Tom Juranda corrió unos metros a lo largo de la orilla y pisoteó la muralla de cieno. Luego siguió tirando al blanco.
—¡Juranda! ¡Apártate de ahí! —bramó Holliday—. ¡Deja esas piedras!
Alcanzó a Tom Juranda cuando el joven estaba por arrojar un terrón de sal del tamaño de un ladrillo; lo aferró por los hombros y lo empujó. La sal se astilló en una lluvia húmeda y cristalina, y Holliday se abalanzó sobre el mayor de los Merryweather, apartándolo a puntapiés.
La charca estaba seca. Habían abierto una brecha profunda en la orilla y el agua se había escurrido en los surcos y esteros de alrededor. En el centro de la cavidad, en un lecho de piedras y sal triturada, el cuerpo desgarrado pero aún convulso de la mielga se contorsionaba desesperadamente en la pulgada de agua que había quedado.
De las heridas del pez manaba una oscura sangre roja, que teñía la sal.
Holliday se arrojó sobre Juranda, lo tomó por los hombros y lo sacudió brutalmente.
—¡Juranda! ¿Te das cuenta de lo que has hecho, pedazo de…?
Exhausto, Holliday soltó al muchacho y se tambaleó hasta el centro de la charca, apartó las piedras y se quedó mirando el pez que se retorcía con movimientos espasmódicos.
—Lo siento, Holliday —dijo el mayor de los Merryweather en un intento de conciliación—. No sabíamos que era tu pez.
Holliday le indicó que se alejara, y dejó caer los brazos exánimes. Se sentía burlado y aturdido, abrumado por una cólera y una frustración que no alcanzaba a dominar.
De pronto Tom Juranda se echó a reír y gritó algo, burlándose. Rota la tensión, los muchachos se volvieron y corrieron rumbo al coche a través de las dunas, dando alaridos y persiguiéndose, parodiando el enojo de Holliday.
Granger los dejó y caminó hacia la charca. Cuando vio la cuenca vacía, hizo una mueca.
—Holliday —gritó—. Vamos, hombre.
Holliday sacudió la cabeza, los ojos clavados en el maltrecho cuerpo del pez.
Granger se acercó. Unas sirenas ulularon a lo lejos mientras el Buick se alejaba.
—Esos idiotas. —Tomó afectuosamente a Holliday por el brazo—. Lo lamento —dijo en voz baja—. Pero no es el fin del mundo.
Inclinándose, Holliday tendió las manos hacia el pez, que ahora yacía inmóvil sobre el limo embadurnado de sangre. Titubeó un momento y al fin retiró las manos.
—No hay nada que podamos hacer, ¿no es cierto? —dijo con un tono impersonal.
Granger examinó el pez. Tenía un tajo profundo en el flanco, y el cráneo aplastado, pero la piel estaba intacta.
—¿Por qué no lo embalsamamos? —preguntó seriamente.
Holliday lo miró, torciendo la cara, incrédulo. Durante un momento no dijo nada. Luego, fuera de sí, estalló:
—¿Embalsamarlo? ¿Pero estás loco? ¿Piensas que quiero convertirme en una momia, rellenarme la cabeza de paja?
Se volvió, empujó a Granger con el hombro, y bamboleándose torpemente salió de la charca.