(The Terminal Beach, 1964)
DE NOCHE, mientras dormía en el piso de la arruinada casamata, Traven oía las olas que rompían a lo largo de la costa de la laguna, como el ruido de unas gigantescas máquinas aéreas que se calentaban en los extremos de las pistas. Este recuerdo de las largas incursiones aéreas sobre el Japón había poblado sus primeros meses en la isla con imágenes de bombarderos en llamas que caían desde el aire a su alrededor. Más tarde, junto con los ataques de beriberi, la pesadilla pasó, y el oleaje empezó a recordarle las largas olas del Atlántico en la bahía de Dakar, donde había nacido, y los atardeceres en que esperaba asomado a la ventana a que sus padres lo llevaran a casa desde el aeropuerto por el camino de cornisa. Dominado por este recuerdo olvidado desde hacía tanto tiempo, Traven despertaba inquieto en la cama de revistas viejas y salía hacia las dunas que ocultaban el lago.
En el aire frío de la noche podía ver entonces las superfortalezas abandonadas entre las palmeras, más allá de los límites del campo de aterrizaje de emergencia, a trescientos metros. Traven caminaba por la arena oscura, sin recordar ya dónde estaba la costa, aunque el atolón tenía menos de un kilómetro de ancho. Arriba, a lo largo de las crestas de las dunas, las palmeras altas se inclinaban en el aire de la noche como los signos de algún alfabeto críptico. El paisaje de la isla estaba cubierto de cifras enigmáticas.
Abandonando la tentativa de encontrar la playa, Traven tropezó con las huellas que un tractor había dejado allí años atrás. El calor de las pruebas atómicas había fundido la arena, y la línea doble de marcas de fósiles, que la brisa del atardecer había puesto al descubierto, serpeaba en el terreno abrupto como las pisadas de un saurio antiguo.
Demasiado débil para seguir caminando, Traven se sentó entre las huellas del tractor. Se puso a excavar con una mano buscando la continuación de las muescas acanaladas, esperando que pudieran llevarlo hasta el mar. Regresó a la casamata poco antes del amanecer, y durmió a través de los silencios abrasados del mediodía siguiente.
Los bloques
Como de costumbre en estas tardes enervantes, cuando ni siquiera una leve brisa marina perturbaba el polvo, Traven se sentó a la sombra de uno de los bloques, perdido en algún sitio del centro del laberinto. Apoyándose de espaldas en la superficie rugosa del cemento, miró con ojos flemáticos los pasadizos de alrededor y la hilera de puertas de enfrente. Todas las tardes dejaba la celda en la casamata abandonada y caminaba entre las dunas hacia los bloques. Durante la primera media hora cruzaba sólo los pasadizos exteriores, probando de cuando en cuando alguna puerta con la llave enmohecida —la había encontrado entre unas latas y botellas rotas en el istmo de arena que separaba el campo de pruebas de la pista del aeródromo— y luego, como si fuese inevitable, con una suerte de paso arrastrado, marchaba hacia el centro de los bloques, echando a correr a veces de un pasadizo a otro, como si tratara de que algún antagonista invisible abandonara un escondite. Pronto se había extraviado del todo. Aunque se esforzara de veras por salir del laberinto, una y otra vez descubría que se encontraba en el centro.
Al fin, fatigado, se sentaba en el polvo mirando las sombras que emergían de las cavidades al pie de los bloques. Por alguna razón el laberinto lo atrapaba siempre cuando el sol estaba en el cénit: sobre Eniwetok, el mediodía termonuclear.
Una pregunta en particular lo intrigaba: ¿Qué clase de gente podría habitar esta mínima ciudad de cemento?
El paisaje sintético
—Esta isla es un estado mental —le diría más tarde Osborne, uno de los biólogos que trabajaban en el viejo corral submarino. La exactitud de la observación fue obvia para Traven cuando hubo pasado allí dos o tres semanas. A pesar de la arena y de unas pocas palmeras anémicas, todo el paisaje isleño era sintético, un artefacto fabricado por el hombre, con todas las asociaciones de un vasto sistema de arruinadas carreteras de cemento. Desde la firma de la moratoria de las pruebas, la Comisión de Energía Atómica había abandonado la isla, y el yermo de depósitos de armas, pasadizos, torres y casamatas había impedido todo intento de devolverla a su estado natural. (Había también motivos inconscientes más fuertes, reconocía Traven, para dejarla tal como era ahora: si el hombre primitivo había sentido la necesidad de incorporar a su propia psique los acontecimientos del mundo exterior, el hombre del siglo veinte había invertido el proceso… De acuerdo con esta vara de medir cartesiana, la isla al menos había existido, lo que no podía decirse de muchos otros lugares).
Pero aparte de algunos pocos técnicos y hombres de ciencia, nadie había tenido deseos de visitar el terreno de las pruebas, y la lancha naval patrullera anclada en la laguna había sido retirada cinco años antes de la llegada de Traven. La apariencia ruinosa de la isla, asociada por supuesto al período de la guerra fría —que Traven había bautizado «pre-tercera»—, era profundamente depresiva: un Auschwitz del alma cuyos mausoleos contenían las fosas comunes de los que aún no habían muerto. Luego de la detente norteamericano-soviética este capítulo de pesadilla de la historia había sido olvidado de buena gana.
La pre-tercera
El poder destructivo real y potencial de la bomba atómica está directamente en manos del inconsciente. Un examen superficial de los sueños y fantasías de los locos basta para mostrar que la idea de una destrucción total del mundo está latente en la mente inconsciente. La ciudad de Nagasaki destruida por la magia de la ciencia es hasta ahora lo que más se aproxima a la realización de sueños que aun en la inocua inmovilidad del hombre dormido se transforman a menudo en pesadillas de ansiedad.
Glover: Guerra, sadismo y pacifismo
La pre-tercera. En la mente de Traven el período se caracterizaba por ciertas inversiones morales y psicológicas, y por expresar de algún modo la totalidad del tiempo histórico, y en particular el futuro inmediato —las dos décadas 1945-65— en equilibrio inestable al borde del cráter volcánico de la tercera guerra mundial. Aun la muerte de su mujer y su hijo de seis años en un accidente de automóvil le parecían sólo una parte de esta inmensa síntesis del cero histórico y psíquico, y las carreteras frenéticas donde todas las mañanas la mujer y el niño tropezaban con la muerte eran como rutas de avanzada hacia el armagedón total.
La tercera playa
Llegó a la costa a medianoche, luego de la azarosa búsqueda de una abertura en los acantilados. La lancha de motor que había alquilado a un pescador de perlas australiano en la isla Charlotte encalló en las aguas bajas. El coral afilado había abierto el casco. Agotado, Traven caminó en la oscuridad por las dunas. Los contornos sombríos de las casamatas y las torres se alzaban entre las palmeras.
Despertó a la mañana siguiente a la luz brillante del sol, acostado en la pendiente de una playa de cemento, ancha y circular, a orillas de lo que parecía ser una cuenca vacía o un blanco de tiro de unos sesenta metros de diámetro, parte de un sistema de lagos artificiales construido en el centro del atolón. Las hojas y el polvo tapaban las alcantarillas, y en el centro un charco de agua caliente de medio metro de profundidad reflejaba una distante fila de palmeras.
Traven se sentó y se miró un momento. En este breve inventario, que le confirmó simplemente su propia identidad física, se examinó poco más que el cuerpo delgado en las gastadas ropas de algodón. En el contexto de las tierras de alrededor, sin embargo, aun esta colección de andrajos parecía tener una animación particular. Las enormes formas esculturales de las piscinas subrayaban todavía más la ausencia de toda fauna local y la desolación de la isla. Separados entre ellos por istmos estrechos, los lagos se extendían a lo largo de la curva del atolón. A los lados, a veces a la sombra de unas pocas palmeras que habían logrado enraizarse apenas en el cemento agrietado, había carreteras, torres para cámaras y bloques aislados que cubrían la isla con un casquete continuo de cemento, una arquitectura funcional megalítica tan gris y amenazadora (y en apariencia tan antigua en su proyección hacia —y desde— el tiempo futuro) como cualquier construcción asiria y babilónica.
Las series de pruebas habían fundido la arena en capas, y los estratos seudogeológicos condensaban las breves épocas, de microsegundos de duración, de la edad termonuclear. «La clave del pasado se encuentra en el presente». La isla, de un modo típico, invertía esta máxima geológica. Aquí la clave del presente se encontraba en el futuro. La isla era un fósil del tiempo futuro. Las casamatas y bloques ilustraban el principio de que el registro fósil de la vida muestra la armadura y el exoesqueleto.
Traven se arrodilló en el charco tibio y se salpicó la camisa y los pantalones. El agua reflejaba la imagen de un rostro delgado y barbudo y unos hombros encorvados. Había llegado allí sin otras provisiones que una barrita de chocolate, esperando que la isla le proporcionaría, de alguna manera, medios de subsistencia. Quizá, también, había identificado la necesidad de comida con un movimiento hacia adelante en el tiempo. En un retorno al pasado, o por lo menos a una zona no-temporal, esta necesidad desaparecía. Las privaciones de los últimos seis meses, mientras cruzaba el Pacífico, le habían reducido el cuerpo, ya antes delgado, y ahora parecía un peregrino mendicante que sólo el fuego preocupado de la mirada mantenía en pie. No obstante, esta extenuación, al eliminar la carne superflua, parecía revelar una robusta consistencia interior, una cierta economía y precisión de movimientos.
Durante varias horas fue de un lado a otro, inspeccionando casamatas, buscando un sitio adecuado para dormir. Cruzó los restos de una pequeña pista de aterrizaje, junto a un vaciadero donde una docena de bombarderos B-29 yacían entrecruzados como alados reptiles muertos.
Los cadáveres
En una ocasión entró en una callejuela de construcciones metálicas: un bar, salas de recreo, duchas. Un gramófono automático yacía en la arena detrás de la cafetería, aún con los discos alineados.
Más allá, caídos en una piscina pequeña a cincuenta metros de las construcciones, estaban los cuerpos de quienes podían ser (imaginó Traven en un principio) los anteriores habitantes de este pueblo fantasma: una docena de maniquíes de material plástico. Las caras, casi hundidas del todo, retorcidas en muecas indistintas, lo miraban desde una confusión de torsos y piernas.
A la izquierda y a la derecha de Traven, apagados por las dunas, llegaban los sonidos de las olas que rompían en los arrecifes y en las playas de la laguna. Sin embargo, Traven evitaba el mar, titubeando cada vez que tropezaba con una altura que pudiera ser visible desde el océano. Desde las torres de las cámaras hubiese llegado a tener una adecuada vista aérea de la confusa topografía de la isla, pero nunca se acercaba a las escalerillas herrumbradas.
Pronto comprendió que aunque las torres y los bloques de casas parecían alzarse aquí y allá, indistintamente, eran sin embargo un foco común que dominaba el paisaje y ordenaba la perspectiva. Como advirtió cuando se sentó a descansar en la ventana de una casamata, todos estos puestos de observación ocupaban ciertas posiciones en una serie de perímetros concéntricos, moviéndose en arcos cada vez más apretados hasta el santuario interior. Este círculo último, bajo el nivel del mar, se ocultaba detrás de una hilera de dunas, a unos quinientos metros hacia el oeste.
La casamata terminal
Luego de dormir unas pocas noches al aire libre, Traven regresó a la playa de cemento donde había despertado la primera noche e instaló su hogar —si el término podía aplicarse a aquel cobertizo húmedo y precario— en una casamata para cámaras, a cincuenta metros de los blancos. La cámara oscura, de paredes anchas y oblicuas, aunque podía parecer una tumba, le daba una sensación de seguridad física. Fuera, la arena se agolpaba a los costados, cubriendo casi el umbral estrecho, como cristalizando el tiempo inmenso que había transcurrido desde la construcción de la casamata. Los largos rectángulos de las cinco hendiduras para las cámaras, las formas y posiciones determinadas por los instrumentos, tachonaban la pared occidental como ideogramas rúnicos. Variantes de estas cifras —única firma de la isla— decoraban los muros de las otras casamatas. A la mañana, cuando Traven despertaba, descubría el sol dividido en cinco rayos emblemáticos.
La mayor parte del tiempo una luz húmeda y triste iluminaba el recinto. En la torre de control del campo de aterrizaje, Traven encontró una colección de revistas y se preparó una cama. Un día, acostado en el refugio poco después del primer ataque de beriberi, sacó de la cama una revista que se le clavaba en la espalda y encontró una fotografía a toda página de una niña de seis años. La criatura, rubia, seria, de ojos sumidos, le despertó mil dolorosos recuerdos de su propio hijo. Puso la hoja en la pared y la contempló a través de sus ensoñaciones.
Durante las primeras pocas semanas Traven no intentó dejar la casamata y pospuso las posibles exploraciones de la isla. El viaje simbólico por los círculos interiores de la isla tenía sus propios horarios de partida y de llegada. Traven no trató de acostumbrarse a una cierta rutina. Pronto perdió todo sentido del tiempo, y vivió en un orden puramente existencial: una ruptura absoluta separaba un momento de otro, como dos acontecimientos cuánticos. Demasiado debilitado para almacenar comida, se alimentaba con las raciones en conserva que había encontrado en los restos de las superfortalezas. Sin herramientas, tardaba todo un día en abrir las latas. La declinación física continuaba, pero Traven se observaba con indiferencia las piernas y brazos ahusados.
Por ese entonces ya había olvidado la existencia del océano, y presumía, vagamente, que el atolón era parte de una masa continental. Extendiéndose a lo largo de cien metros, hacia el norte y hacia el sur, frente a la casamata, una hilera de dunas coronada por una empalizada de enigmáticas palmeras ocultaba la laguna y el mar, y el tamborileo débil y apagado de las olas que oía de noche se le confundía con recuerdos de la guerra y la infancia. Al este estaba el campo de aterrizaje de emergencia y el aeroplano abandonado. A la luz de las primeras horas de la tarde, las móviles sombras rectangulares parecían retorcerse y girar. Desde la puerta de la casamata, donde se sentaba Traven, se veía el sistema de blancos, los lagos, las piscinas bajas del centro del atolón.
Sobre él, las cinco aberturas parecían contemplar esta escena como los símbolos tutelares de algún mito futuro.
Los lagos y los espectros
Los lagos habían sido proyectados en un principio para estudiar los cambios radiobiológicos en un grupo previamente seleccionado de plantas y animales, pero los ejemplares habían florecido hacía tiempo en grotescas parodias de sí mismos, y al fin habían sido destruidos.
A veces, al anochecer, cuando una luz sepulcral se cernía sobre las casamatas y los caminos de cemento, y las piscinas parecían lagos ornamentales en una ciudad de mausoleos vacíos, abandonados hasta por los mismos muertos, Traven veía los espectros de su mujer y de su hijo en la orilla opuesta. Las figuras solitarias parecían estar allí mirando desde hacía horas. Aunque no se movían, Traven podía asegurar que le hacían señas. Salía al fin de ese ensueño y caminaba tambaleándose por la arena oscura hasta el borde del lago y vadeaba el agua, gritándoles en silencio a las dos figuras que se alejaban tomadas de la mano entre los lagos y desaparecían en las carreteras distantes.
Estremeciéndose de frío, Traven volvía a la casamata y se acostaba en la cama de revistas viejas, esperando a que las figuras volviesen. Las imágenes de las caras, las linternas pálidas de las mejillas de su mujer, flotaban sobre el río de los recuerdos.
Los bloques (II)
Traven no supo que nunca dejaría la isla hasta que descubrió los bloques.
En ese entonces, casi dos meses después de la llegada a la isla, Traven había agotado las provisiones, y los síntomas de beriberi eran más agudos. Sentía aún las manos y los pies entorpecidos, e iba perdiendo poco a poco toda energía. Para dejar la cama de revistas y salir del refugio tenía que hacer un esfuerzo tremendo, recordándose que no había explorado aún el santuario interior.
Aquella noche, mientras estaba sentado en la arena, junto al umbral de la casamata, descubrió una luz que brillaba entre las palmeras, lejos, alrededor del atolón. Confundiéndola con la imagen de su mujer y de su hijo, e imaginando que lo esperaban junto a una hoguera cálida, entre las dunas, Traven partió hacia la luz. Cincuenta metros más allá se extravió. Anduvo durante horas de un lado a otro a orillas de la pista de aterrizaje y al fin se cortó un pie en la arena con una botella rota de coca-cola.
Abandonó la búsqueda esa noche, y partió otra vez a la mañana siguiente. Cuando pasó junto a las torres y los bloques, el calor era un manto que cubría toda la isla. Había entrado en un terreno fuera del tiempo. Solo los perímetros más estrechos de las casamatas le señalaban que estaba cruzando el centro de la zona de blancos.
Subió a una elevación: el límite de las exploraciones interiores. Abajo en el llano las torres registradoras se alzaban en el aire como obeliscos. Traven caminó hacia ellas. En las paredes grises había unos débiles contornos de figuras humanas, en posturas estilizadas: las sombras instantáneas de la comunidad de los blancos de tiro, quemada en el cemento. Aquí y allá, donde las defensas de hormigón se habían agrietado, una precaria hilera de palmeras pendía en el aire inmóvil. Los lagos eran más pequeños, y los cuerpos destrozados de los maniquíes de plástico se amontonaban en las aguas. La mayoría conservaba aún las inofensivas posturas domésticas en que habían sido colocados antes de las pruebas.
Más allá de la última hilera de dunas, donde las torres de las cámaras empezaron a girar enfrentando a Traven, asomaban los bordes superiores de lo que parecía ser una manada de elefantes, de lomos cuadrados. Habían sido puestos en filas ordenadas, dentro de un corral bajo, excavado en el suelo, y los lomos les relucían a la luz del sol.
Traven avanzó hacia ellos, cojeando. A un lado y a otro la arena suelta se había desprendido de las dunas y algunos de los bloques se inclinaban de costado. Este llano de casamatas tenía una extensión de unos quilos metros. En un extremo, los cascos enterrados a medias de un grupo de refugios de hormigón, bombardeados y arrancados del suelo en una de las primeras pruebas, yacían como las vainas de unos úteros abandonados que habían dado a luz esta manada megalítica.
Los bloques (III)
Para alcanzar a entender de algún modo la cantidad y el opresivo tamaño de los bloques, y cómo lo afectaban a Traven, hay que tratar de imaginarlo sentado a la sombra de uno de estos monstruos de hormigón, o mientras caminaba por el centro del vasto laberinto, que se extendía a lo largo de la meseta central de la isla. Había dos mil bloques, y todos eran cubos perfectos de cincuenta metros de altura, separados siempre por espacios de diez metros. Estaban distribuidos en series, cada una de doscientos bloques, inclinados todos en la dirección de la explosión. Las inclemencias del tiempo apenas los habían modificado en esos años, y los delgados perfiles eran como las aristas afiladas de un yunque enorme, diseñado para acuñar volúmenes rectilíneos de aire del tamaño de una casa. Tres de las paredes eran lisas y enteras, pero en la cuarta, la cara opuesta a la dirección del estallido, había una pequeña puerta de inspección.
Esta particularidad de los bloques perturbaba profundamente a Traven. A pesar del considerable número de puertas, por alguna deformación de la perspectiva sólo eran visibles las de un solo pasadizo, desde cualquier punto del laberinto. Mientras caminaba desde el perímetro hacia el centro de los bloques, las líneas de puertas metálicas aparecían y desaparecían, una tras otra: un mundo de salidas cerradas ocultas detrás de esquinas interminables.
Al menos una veintena de bloques, los que estaban bajó el nivel del mar, eran macizos. Los otros tenían paredes de distinto espesor. Desde afuera todos parecían iguales.
Cuando entró en el primero de los largos pasadizos, Traven sintió que se le aligeraba el paso, y empezó a olvidar la sensación de fatiga que lo había atenazado durante tantos meses. Los bloques, geométricos, de paredes lisas, parecían ocupar un espacio mayor que su propio volumen, creando en Traven un estado de ánimo de calma y orden absolutos. Fue hacia el centro del laberinto, anhelando apartarse del resto de la isla. Luego de algunas vueltas azarosas a la izquierda y a la derecha, se encontró solo, aislado del panorama del mar, la laguna y la isla.
Se sentó allí, apoyando la espalda en uno de los bloques, sin recordar ya que buscaba a su mujer y a su lujo. Por primera vez desde que había llegado a la isla la impresión de disociación causada por este paisaje lacerante empezaba a debilitarse.
Ocurrió luego algo que no esperaba. Al caer la tarde y cuando sintió la necesidad de dejar los bloques e ir en busca de comida, descubrió que se había extraviado. Aunque volviera sobre sus pasos, ya fuese a la derecha o la izquierda en una dirección oblicua, o se orientara de acuerdo con el sol y avanzara resuelto hacia el norte o el sur, siempre estaba de vuelta en el punto de partida. Se esforzaba todo lo posible, pero no podía salir del laberinto. Tener conciencia de sus propios motivos no lo ayudaba mucho. Sólo cuando llegó la noche, consiguió escapar.
Abandonando su refugio cerca del vaciadero de aeroplanos, Traven juntó todas las latas de comida que pudo encontrar en los armarios de la torrecilla y en la cabina de mando del bombardero y se las llevó a través de la isla en un trineo tosco. A cincuenta metros del perímetro de los bloques entró en una casamata inclinada y clavó en la pared, junto a la puerta, la borrosa fotografía de la niña. La hoja de papel estaba haciéndose pedazos, como una imagen de sí mismo en un espejo roto. Desde que descubriera los bloques se había convertido en una criatura de reflejos, activos en niveles más altos que los de su propio sistema nervioso (si el sistema autónomo estaba dominado por el pasado, sentía Traven, el cerebro-espinal apuntaba al futuro). Todas las noches, cuando despertaba, comía de mala gana y luego salía y se metía entre los bloques. A veces llevaba consigo una cantimplora de agua y se quedaba allí dos o tres días.
Los corrales submarinos
Esta precaria situación continuó durante las semanas siguientes. Una noche, cuando Traven salía hacia los bloques, vio otra vez a su mujer y a su hijo que lo miraban con rostros inexpresivos, de pie entre las dunas, bajo una torre solitaria. Comprendió que lo habían seguido a través de la isla desde el sitio que frecuentaban antes, entre los lagos desecados. Vio una vez más la luz distante que hacía señas, y decidió continuar la exploración de la isla.
Caminando a lo largo del atolón, un kilómetro más allá descubrió un grupo de cuatro corrales submarinos, construidos en un canal, seco ahora, que serpeaba entre las dunas desde el mar. En los diques había más de un metro de agua, con plantas y peces extraños, fosforescentes. Una señal luminosa parpadeaba a intervalos desde una torre metálica. Los restos de un campamento de aprovisionamiento, evacuado hacía poco, se alzaban sobre un muro de piedra exterior. Codicioso, Traven cargó el trineo con las provisiones almacenadas en un cobertizo de metal.
Con este cambio de dieta el beriberi cedió, y en los días siguientes Traven fue varias veces al campamento. Parecía haber sido la base de una expedición biológica. En una oficina encontró una serie de grandes mapas de cromosomas mutantes. Los enrolló y se los llevó a la casamata. Las figuras abstractas eran incomprensibles, pero durante los días de convalecencia se entretuvo en encontrarles títulos adecuados. (Más tarde, cuando en una de sus correrías pasaba junto al depósito de aeroplanos, encontró el gramófono automático hundido a medias en la arena, y arrancó del panel la lista de discos, comprendiendo que había encontrado los nombres más apropiados para los mapas. Adornados de este modo, los mapas tuvieron desde entonces múltiples significaciones crípticas).
Traven: entre paréntesis
Elementos de un mundo cuántico: La playa terminal. La casamata terminal. Los bloques.
Un paisaje codificado.
Puntos de entrada en el futuro = niveles de un paisaje espinal = zonas de tiempo significante.
5 de agosto. Encontramos al hombre llamado Traven.
Una rara figura andrajosa, que vive oculta en una casamata en el interior abandonado de la isla. Sufre de desnutrición y de insolación, pero no se da cuenta. En verdad no sabe nada de lo que pasa en el mundo, a su alrededor…
Afirma que vino a la isla a llevar a cabo algún experimento científico —que no menciona— pero sospecho que entiende sus propios y verdaderos motivos, y la posición única de la isla. De algún modo este paisaje parece estar relacionado con ciertas nociones inconscientes acerca del tiempo y en particular con aquellas que podrían ser una premonición reprimida de nuestras propias muertes. No es necesario subrayar, como se comprobó en otras épocas, las atracciones y peligros de una arquitectura semejante.
6 de agosto. Tiene la mirada de los posesos.
Yo diría que no es el primero que visita la isla, y que no será el último.
Del Diario de Eniwetok del Dr. C. Osborne.
Traven perdido entre los bloques
Cuando se le agotaron las provisiones, Traven ya casi no salió del perímetro de los bloques, ahorrando las pocas fuerzas que le quedaban para caminar lentamente por los corredores vacíos. Le costaba ir a buscar provisiones en los almacenes de los biólogos a causa de la infección en el pie derecho, y a medida que le faltaban las fuerzas le parecía menos importante dejar los bloques. Ahora el sistema de megalitos sustituía del todo a esas funciones mentales que proporcionaran a Traven la idea de un orden racional constante del tiempo y del espacio. Fuera de los bloques, la realidad se le reducía a unos pocos centímetros cuadrados de arena, bajo los pies.
En uno de los últimos paseos al laberinto, Traven se pasó toda la noche y parte de la mañana intentando una fútil huida. Arrastrándose de un rectángulo de sombra a otro (la pierna le pesaba como un garrote, en apariencia inflamada hasta la rodilla), comprendió que pronto tendría que encontrar algo que equivaliera a los bloques o su vida acabaría allí, atrapado como la comitiva de un faraón en el interior de este mausoleo que se había construido a sí mismo.
Estaba agotado, sentado en algún sitio del centro del sistema, mientras las hileras sin cara de las tumbas-casillas se alejaban de él, cuando el zumbido de un aeroplano liviano dividió poco a poco el cielo. El aparato pasó por encima de Traven y volvió cinco minutos después. Pensando que ésta era la oportunidad que había esperado, Traven se incorporó con mucho trabajo y salió de los bloques con la cabeza levantada, siguiendo la tenue estela de humo reluciente.
Cuando se acostó en la casamata, oyó débilmente que el aparato volvía a inspeccionar el sitio.
Un rescate demorado
—¿Quién es usted? —Un hombre menudo, de pelo rubio, bajó los ojos examinando a Traven con expresión severa y guardó la jeringa en el maletín—. ¿Se da cuenta de que está usted en las últimas?
—Traven… Tuve algún accidente. Me alegra que me hayan visto desde el avión.
—Seguro que sí. ¿Por qué no usó la radio de emergencia? Llamaremos a la Marina y vendrán a buscarlo.
—No… —Traven se sentó apoyándose en un codo y buscó tanteando en el bolsillo de la cadera—. Tengo un pase en alguna parte. Estoy investigando.
—¿Investigando qué? —preguntó el doctor Osborne mostrando que conocía bien los motivos de Traven. Traven, acostado a la sombra de la casamata, bebía lentamente de una botella mientras el doctor Osborne le vendaba el pie—. También ha robado usted en nuestros almacenes.
Traven meneó la cabeza. A cincuenta metros el (Cessna azul y blanco se alzaba en la plataforma de cemento como una enorme libélula.
—No sabía que volverían.
—Vive usted en estado de trance, casi seguro.
La mujer joven que manejaba el avión saltó desde la escotilla y caminó hacia los hombres, mirando las casamatas y los bloques. No parecía interesada en la decrépita figura de Traven, o no lo había visto. Osborne le habló por encima del hombro y luego de mirar de reojo a Traven la joven volvió al aparato. Traven se incorporó en seguida, pues había reconocido en el rostro de la mujer a la niña de la fotografía que tenía clavada en el muro. Luego recordó que la revista no podía tener más de cuatro o cinco años.
El motor del aeroplano se puso en marcha. La máquina corrió por una de las pistas y subió en el viento.
Esa misma tarde la mujer llegó en jeep a los bloques y descargó un catre de campaña y un toldo. Traven había dormido unas horas y despertó renovado. El doctor Osborne acababa de inspeccionar las dunas de los alrededores.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó la mujer mientras amarraba al depósito una cuerda de la tienda.
—Busco a mi mujer y a mi hijo —dijo Traven.
—¿Están en la isla? —Sorprendida, pero tomando al pie de la letra la declaración de Traven, la mujer miró alrededor—. ¿Aquí?
—En un sentido figurado.
Luego de inspeccionar la casamata, Osborne se unió a ellos.
—La niña de la fotografía, ¿es su hija?
—No —explicó Traven—. Ella me adoptó a mí.
Osborne y la mujer no encontraban ningún sentido a estas respuestas, pero Traven les prometió que dejaría la isla, y regresaron al campamento. El doctor volvía todos los días a cambiarle las vendas a Traven. La joven que traía y llevaba a Osborne en el jeep, parecía haber entendido el papel que le había asignado Traven en aquella mitología privada. Osborne, cuando se enteró de que Traven había sido en otro tiempo piloto de guerra, pensó que se encontraba ante un mártir de nuestros días, a quien la moratoria de las pruebas termonucleares había dejado desamparado, librado a sus propios medios.
—Un complejo de culpa no es un depósito inagotable de sanciones morales. Me parece que usted le pide demasiado al suyo.
Cuando Osborne mencionó a Eatherly, Traven meneó la cabeza.
Osborne no quedó convencido e insistió:
—¿Está usted seguro de que no utiliza del mismo modo la imagen de Eniwetok, esperando su propio viento de Pentecostés?
—Créame, doctor, no —replicó Traven con tono firme—. Para mí la bomba H es un símbolo de libertad absoluta. Al contrario de Eatherly, me autoriza y aun me obliga a hacer cualquier cosa.
—Una lógica extraña, me parece —comentó Osborne—. ¿No somos responsables de nuestra vida física por lo menos?
Traven se encogió de hombros.
—No ahora, me parece. Al fin y al cabo, ¿no somos hombres que hemos salido de entre los muertos?
Sin embargo, pensaba a menudo en Eatherly, el hombre prototípico para quien la pre-tercera había comenzado el 6 de agosto de 1945, y que llevaba una pesada carga de culpa cósmica.
Cuando Traven recuperó las fuerzas y pudo caminar, tuvo que ser rescatado de nuevo entre los bloques. Osborne se mostró entonces menos conciliatorio.
—Hemos terminado casi nuestro trabajo —le advirtió a Traven—. Se morirá aquí. Traven, ¿qué busca usted entre esos bloques?
La tumba del civil desconocido, el Homo hydrogenensis, el hombre de Eniwetok, pensó Traven, y le dijo a Osborne:
—Doctor, su laboratorio no está en el extremo correcto de la isla.
—Ya me doy cuenta, Traven. Hay peces más raros en la cabeza de usted que en cualquier corral submarino.
El día antes de la despedida, Traven fue con la mujer hasta los lagos donde él había desembarcado. Como un último regalo de Osborne —una actitud irónica inesperada en el viejo biólogo—, la mujer había traído la lista correcta de leyendas para los mapas de cromosomas. Se detuvieron junto al gramófono arruinado y la mujer pegó los nombres en el panel de selección de discos.
Fueron de un lado a otro entre los restos invertidos de las superfortalezas. Traven perdió de vista a la mujer y durante los diez minutos siguientes la buscó entre las dunas. La encontró al fin en un anfiteatro pequeño: los espejos inclinados de un aparato de energía solar construido allí por una expedición anterior. La mujer le sonrió mientras Traven se adelantaba entre los andamios. Una docena de imágenes fragmentadas de la joven se reflejaban en los vidrios rotos. En algunos sitios aparecía sin cabeza, en otros movía alrededor unos brazos múltiples como los miembros serpentinos de una divinidad hindú. Confundido, Traven se volvió y regresó al jeep.
Mientras se alejaban describió cómo veía a su mujer y a su hijo.
—Tienen las caras serenas, siempre. Mi hijo sobre todo, aunque antes siempre se estaba riendo. Sólo una vez le vi una expresión grave, el día que nació. Entonces parecía tener millones de años.
La joven asintió con un movimiento de cabeza.
—Espero que los encuentre —y añadió como si acabara de ocurrírsele—: El doctor Osborne le avisará a la Marina que usted está aquí. Escóndase en alguna parte.
Traven le dio las gracias.
Cuando al día siguiente el avión pasó alejándose de la isla, Traven, sentado entre los bloques, saludó a la joven con la mano.
La patrulla naval
Cuando llegó la patrulla, Traven se ocultó en el único sitio de veras adecuado. Por fortuna, la búsqueda no intentó más que salvar las apariencias, y sólo duró unas pocas horas. Los marineros habían traído consigo unas latas de cerveza, y la expedición se transformó pronto en una fiesta de borrachos.
En las paredes de las torres de registro, Traven encontró más tarde globos de diálogos obscenos dibujados con tiza dentro de las bocas de las siluetas sombrías, de modo que las figuras parecían tener ahora la alegría priápica de los bailarines pintados en las cavernas prehistóricas.
El clímax de la fiesta fue el incendio de un tanque subterráneo de gasolina cerca de la pista de aterrizaje. Mientras escuchaba los megáfonos que lo llamaban y los ecos apagados entre las dunas, como los gritos lejanos de unos pájaros moribundos, y luego el estruendo de la explosión y las risas que acompañaron a la partida de la barcaza, Traven tuvo el presentimiento de que no oiría ya otros sonidos.
Se había ocultado en una de las piscinas de la zona de blancos, tendiéndose entre los cuerpos de los maniquíes de material plástico. A la luz caliente del sol los rostros deformados se volvían hacia Traven, boquiabiertos y ciegos entre los miembros retorcidos, y le sonreían veladamente, con las muecas silenciosas de las calaveras. Al fin Traven trepó por encima de los cuerpos y volvió a la casamata llevándose en la mente las imágenes de aquellos rostros.
Mientras iba de vuelta hacia los bloques las figuras de su mujer y su hijo se le aparecieron delante en el camino. Estaban a menos de diez metros y las caras blancas lo observaban con una expresión de ansiedad casi abrumadora. Traven nunca los había visto tan cerca de los bloques. Las facciones blancas de su mujer parecían iluminadas desde dentro; los labios se le entreabrían como en una sonrisa de bienvenida, y adelantaba una mano para estrechar la mano de Traven. La cara grave del niño, curiosamente inmóvil, lo miraba con la misma sonrisa enigmática de la niña del retrato.
—¡Judith! ¡David!
Traven corrió sorprendido hacia ellos. Entonces, en un repentino movimiento de la luz, las ropas de las dos figuras se transformaron en mortajas, y Traven vio las heridas que les desfiguraban el cuello y el pecho. Aterrado, gritó. Las figuras se desvanecieron y Traven huyó a esconderse en la seguridad y la cordura de los bloques.
El catecismo del adiós
Esta vez Traven descubrió, como Osborne había anunciado, que no podía dejar los bloques.
En algún punto del centro cambiante del laberinto se sentó de espaldas a una pared de hormigón, con los ojos levantados hacia el sol. Alrededor, las líneas de cubos eran los horizontes del mundo. A veces, los cubos parecían avanzar hacia él, alzándose como acantilados, acercándose unos a otros, de modo que al fin apenas estaban separados entre sí por la distancia de un brazo, y los pasajes eran un laberinto de estrechos corredores. Luego retrocedían, separándose como puntos de un universo en expansión, hasta que la hilera más cercana se extendía como una empalizada intermitente a lo largo del horizonte.
El tiempo era cuántico entonces. El mediodía duraba horas, las sombras contenían la masa inmóvil de los bloques, el calor reverberaba sobre el piso de hormigón. De pronto Traven descubría que eran las primeras horas de la tarde, o de la noche, y que las sombras se extendían en torno como dedos indicadores.
—Adiós, Eniwetok —murmuraba.
En alguna parte temblaba una luz, como si uno de los bloques —un abalorio en un ábaco— hubiese sido apartado.
—Adiós, Los Álamos.
En otro momento un bloque se desvanecía de algún modo. Los corredores de alrededor permanecían intactos, pero en algún sitio, se decía Traven, en el molde que le apretaba la mente, se le había abierto un pequeño intervalo de espacio neutral.
Adiós, Hiroshima.
Adiós, Alamogordo.
Adiós, Moscú, Londres, París, Nueva York.
Unas lanzaderas oscilaron, unas ondas de números enteros. Traven se detuvo aceptando la futileza de esta despedida megatónica. Una retirada semejante requería que él dejara su propia firma en cada una de las partículas del universo.
Mediodía total: Eniwetok
Los bloques se ordenaban ahora en una rueda de circo que giraba, incesante. Lo alzaban hasta unas alturas desde donde podía ver toda la isla y el mar, y luego lo llevaban abajo a través del disco opaco del sucio. Desde allí veía arriba la superficie interior de la capa de hormigón, un paisaje invertido de huecos rectilíneos, los terraplenes abovedados del sistema lacustre, los millares de pozos cúbicos de los bloques.
—Adiós, Traven
Decepcionado, Traven descubrió que este último acto de rechazo no le servía de nada.
En un intervalo de lucidez se miró los brazos y las piernas esqueléticos extendidos flojamente ante él, las manos y las muñecas frágiles cubiertas por encajes de úlceras. A la derecha se extendía una estela de polvo removido: las marcas débiles de unos tacones.
Enfrente, entre los bloques, se abría un largo corredor, que cien metros más allá se unía a una hilera oblicua. Allí, donde una estrecha separación mostraba el espacio abierto del otro lado, una media luna de sombra se alzaba inmóvil en el aire.
Durante la media hora siguiente la sombra se movió apenas, girando con el curso del sol.
El contorno de una duna.
La abertura
Apoyándose en esta cifra que flotaba delante como un símbolo en un escudo, Traven se arrastró por el polvo. Se incorporó luego, tambaleándose, y se cubrió los ojos para no ver los bloques.
Diez minutos más tarde salía por el perímetro occidental como un mendigo andrajoso que deja atrás una ciudad desierta. La duna, cuya sombra lo había guiado, se levantaba a cincuenta metros. Más allá, sosteniendo la sombra como una pantalla, había un borde de piedra caliza, que corría entre unos montículos de tierra baldía. Los restos de un viejo tractor, unos rollos de alambre de púa y unos toneles de doscientos litros yacían enterrados a medias en la arena. Traven se acercó a la duna, resistiéndose a abandonar este anónimo montón de arena. Caminó arrastrando los pies alrededor de la duna y se sentó a la sombra junto a una estrecha abertura en la piedra caliza.
Luego de quitarse el polvo de la ropa, se quedó observando pacientemente el círculo de bloques.
Diez minutos después notó que alguien estaba observándolo.
El japonés abandonado en la isla
Este cadáver, que clavaba los ojos en Traven, estaba tendido a la izquierda, en el fondo de la abertura. Era el cuerpo de un hombre de mediana edad, robusto, y yacía de costado, con la cabeza apoyada en una almohada de piedra, como si vigilase la ventana del cielo. Las ropas eran ahora una tela gris, andrajosa, pero como no había en la isla animales predatorios el cadáver conservaba la piel y los músculos. Aquí y allí, en el ángulo de una rodilla o una muñeca, una punta huesuda atravesaba el tegumento correoso y amarillo, pero la máscara facial se mantenía todavía intacta y mostraba a un japonés de las clases profesionales. Mirando la nariz expresiva, la frente alta y la boca ancha, Traven pensó que el japonés había sido médico o abogado.
Preguntándose por qué ese cadáver estaría allí, Traven se deslizó por la pendiente un par de metros. No había quemaduras de radiaciones en la piel, de modo que el japonés no había llegado a la isla antes de los últimos cinco años. No parecía haber llevado uniforme, tampoco, y no era por lo tanto el miembro infortunado de una expedición militar o científica.
A la izquierda del cadáver, y al alcance de la mano, había un raído portafolio de cuero, los restos de una cartera de mapas. A la derecha, en una mochila entreabierta, blanqueada por el sol, asomaban una cantimplora de agua y un frasco pequeño.
Impulsado por los reflejos del hambre, y olvidando un momento que el japonés había elegido deliberadamente este sitio para morir, Traven se dejó caer por la pendiente de arena hasta tocar con los pies las suelas agrietadas de los zapatos del cadáver. Extendió un brazo y tomó la cantimplora. En el fondo enmohecido se movía un poco de agua. Traven la bebió de un trago, sintiendo que las sales metálicas disueltas le cubrían los labios y la lengua con una película amarga. Destapó el frasco, que sólo contenía unos restos de jarabe condensado, pegados al vidrio. Los rascó con el borde de la tapa y masticó los copos embreados que se le disolvieron en la boca con una dulzura casi embriagadora. Al rato sintió la cabeza más despejada y se sentó junto al cadáver. Los ojos ciegos del japonés lo miraban con una compasión inalterable.
La mosca
(Una mosquita zumba ahora alrededor de la cara del cadáver, y Traven piensa que lo ha seguido y ha bajado con él a la grieta. Con una sensación de culpa se inclina hacia adelante para matarla, y se le ocurre que este centinela minúsculo ha sido quizá el compañero fiel del cadáver, quien lo ha alimentado en cambio con los licores y destilaciones de sus poros. Evitando hacer daño a la mosca, Traven la anima a que se le pose en la muñeca).
DOCTOR YASUDA: Gracias, Traven. En mi situación, ya entiende usted…
TRAVEN: Por supuesto, doctor. Lamento haber intentado matarla. Esos hábitos inveterados, como usted sabe, es bastante difícil librarse de ellos. Los hijos de la hermana de usted, en Osaka, en el año 1944, las exigencias de la guerra… Odio invocar esas excusas, pero los motivos más conocidos son con frecuencia tan despreciables, y uno busca entonces en lo desconocido con la esperanza de…
YASUDA: Por favor, Traven, no se turbe usted. La mosca tiene la suerte de haber podido retener su propia identidad durante tanto tiempo. ¿Ese hijo que usted llora, para no mencionar a mis dos sobrinas y mi sobrino, no muere todos los días? Todos los padres del mundo lloran a los hijos perdidos de sus pasadas infancias.
TRAVEN: Es usted tolerante, doctor. Yo no me atrevería…
YASUDA: De ningún modo, Traven. No trato de disculparlo. Al fin y al cabo uno de nosotros es poco más que un magro residuo de las posibilidades infinitas e irrealizadas de nuestras vidas. Pero el hijo de usted y mis sobrinos estarán siempre clavados en nuestras mentes, con identidades tan ciertas como las estrellas.
TRAVEN (no del todo convencido): Quizá así sea, doctor, pero en el caso de esta isla la conclusión sería peligrosa. Los bloques, por ejemplo…
YASUDA: A eso precisamente iba a referirme. Aquí entre los bloques, Traven, ha encontrado al fin la imagen de usted mismo, libre de los avatares del tiempo y del espacio. Esta isla es un Jardín del Edén ontológico. ¿Por qué trata de expulsarse a un mundo cuántico?
TRAVEN: Un momento, por favor. (La mosca ha vuelto a la cara del cadáver, y se posa ahora en una órbita, dando al rostro del buen doctor una expresión torcida y enigmática. Adelantando la mano, Traven consigue que el insecto se le pose en la palma. La examina con cuidado). Bueno, sí, estas casamatas pueden ser objetos ontológicos, pero no me parece que ésta sea la mosca ontológica. Aunque es cierto que no hay otra mosca en la isla.
YASUDA: Traven, usted no es capaz de aceptar la pluralidad del universo. Pregúntese por qué. Por qué motivo lo obsesiona todo esto. Me parece que está usted persiguiendo el leviatán blanco, el cero. La playa es una zona peligrosa. Evítela. Sea usted realmente humilde. Practique usted una filosofía de la aceptación.
TRAVEN: ¿Puedo preguntarle entonces qué ha venido a hacer aquí, doctor?
YASUDA: A dar de comer a esta mosca, por supuesto. «¿Qué mayor amor…?».
TRAVEN (todavía preocupado): Eso no resuelve mi problema. Los bloques, verá usted…
YASUDA: Muy bien, ya que insiste…
TRAVEN: Pero, doctor…
YASUDA (perentorio): ¡Mate esa mosca!
TRAVEN: Eso no es un fin, ni un principio. (Resignado, ya sin fuerzas, mata la mosca, y cae dormido junto al cadáver).
La playa terminal
Buscando un trozo de cuerda en un campo de desperdicios, detrás de las dunas, Traven encontró un rollo de alambre oxidado. Pasó el alambre por debajo de los brazos del cadáver y lo arrastró fuera del pozo, empleando como trineo la tapa de un cajón de madera. Luego enderezó el cadáver, lo sentó, y echó a andar a lo largo del perímetro de bloques. Alrededor, la isla estaba en silencio. Las filas de palmeras se doblaban a la luz del sol. Sólo el movimiento de Traven alteraba las cifras de los troncos entrecruzados. Las torrecillas cuadradas de las cámaras sobresalían entre las dunas como olvidados obeliscos.
Una hora más tarde, cuando Traven llegó al refugio, se quitó el alambre que se había atado a la cintura. Tomó la silla que le había dejado el doctor Osborne, la llevó a un punto intermedio entre la casamata y los bloques, y ató el cuerpo del japonés a la silla, arreglando las manos para que descansaran en los brazos de madera, y dando a la figura una actitud de calma y reposo.
Luego, satisfecho, Traven volvió a la casamata y se sentó en cuclillas bajo el toldo.
Los días se hicieron semanas, y la figura dignificada del japonés sentado en la silla, a cincuenta metros, protegía a Traven de los bloques. La magia de esas construcciones todavía animaba los ensueños de Traven, pero ahora tenía bastantes fuerzas como para incorporarse de cuando en cuando e ir en busca de comida. La luz del sol blanqueaba cada vez más la piel del japonés, y a veces Traven despertaba de noche y veía la figura sedente y sepulcral, con los brazos descansando a los costados, en medio de las sombras que cruzaban el piso de hormigón. En esos momentos descubría a menudo a su mujer y a su hijo que lo miraban desde las dunas. A medida que pasaba el tiempo las lisuras iban acercándose, y a veces Traven los encontraba detrás de él a unos pocos metros.
Traven no se impacientaba y esperaba a que ellos le hablasen, pensando mientras en los grandes bloques, guardados ahora por la figura sedente del arcángel muerto, mientras las olas rompían en la costa distante y Traven soñaba y veía caer los bombarderos en llamas.