FINAL DE PARTIDA


(End Game, 1963)

DESPUÉS DEL PROCESO le dieron a Constantin una villa, un subsidio y un verdugo. La villa era pequeña, de paredes altas, y evidentemente ya había sido usada con el mismo propósito. El subsidio bastaba para las necesidades de Constantin: no le estaba permitido salir y un ordenanza de la policía le preparaba las comidas. El verdugo era personal. La mayor parte del tiempo se sentaban en la galería cerrada que dominaba el reducido jardín de piedra y jugaban al ajedrez con unas piezas grandes y muy gastadas.

El verdugo se llamaba Malek. Oficialmente era el supervisor de Constantin, encargado de mantener el débil contacto de la villa con el mundo exterior, ahora oculto detrás de las altas paredes, y de atender la breve llamada telefónica que se producía puntualmente todas las mañanas a las nueve. Pero el verdadero papel de Malek no era un secreto entre ellos. Malek, un hombre fuerte, de cara blanda y expresión anónima, al principio irritaba mucho a Constantin, que estaba acostumbrado a reacciones más sutiles. Malek lo seguía impasible por toda la villa, sin intervenir nunca, a menos que Constantin intentara sobornar al ordenanza para conseguir un diario prohibido, en cuyo caso Malek se limitaba a hacer un ligero ademán con una de aquellas manazas, sin ningún gesto de desaprobación, pero interrumpiendo el intento tan irrevocablemente como una mampara de acero, y sin siquiera insinuarle a Constantin en qué había de emplear las horas del día; como un gran oso, se sentaba inmóvil en la sala, en uno de los sillones desteñidos, vigilando a Constantin. Al cabo de una semana, Constantin, cansado de leer las viejas novelas que había en el estante inferior de la biblioteca —en alguna de las páginas grises y manoseadas había confiado encontrar el mensaje de algún predecesor—, invitó a Malek a jugar al ajedrez. Las astilladas piezas de ébano estaban en uno de los estantes vacíos de la biblioteca, único elemento de decoración o diversión en toda la villa. Aparte de los libros y el juego de ajedrez, la pequeña casa de seis habitaciones no tenía ningún adorno. No había cortinas ni clavos para colgar cuadros, mesitas de luz o lámparas de pie, y los únicos artefactos eléctricos eran unos globos gruesos y opacos pegados al techo. Era evidente que el juego de ajedrez y la hilera de novelas estaban allí deliberadamente, y representaban la alternativa de pasatiempos posibles para los huéspedes de la villa. Los hombres de temperamento flemático o filosófico se resignaban estoicamente a lo inevitable del destino y optaban por leer las novelas, entrando en un trance casi anestésico mientras vadeaban la prosa ampulosa de aquellas narraciones del siglo diecinueve. Los de temperamento más voluble y extravertido preferían en cambio el ajedrez, incapaces de resistirse a la oportunidad de ejercitar hasta el fin algún talento maquiavélico para la estrategia. Las partidas de ajedrez les ayudaban a mantener un optimismo inconsciente y, de un modo más sutil, a sublimar o desviar cualquier tentativa de fuga.

Cuando Constantin insinuó que jugaran al ajedrez, Malek aceptó en seguida, y así pasaron el largo mes siguiente mientras el verano tardío viraba hacia el otoño. Constantin se alegraba de haber elegido el ajedrez; el juego lo ponía en una relación personal inmediata con Malek, y como todos los condenados había desarrollado en seguida una poderosa transferencia emocional hacia la única persona que efectivamente le quedaba en la vida.

En ese momento no era una relación negativa ni positiva, sino de aguda dependencia, pues estaba añadiendo a la personalidad de Malek toda una colección de asociaciones: las imágenes de autoridad, anónimas pero poderosas, que Constantin podía recordar desde la primera infancia: el propio padre, el sacerdote del seminario a quien había visto ahorcar después de la revolución, los primeros comisarios del pueblo, los secretarios del partido en el ministerio de relaciones exteriores, y por último, los propios miembros del comité central. Ahí, donde las caras anónimas habían cristalizado en las de los colegas y rivales observados de cerca, el círculo del proceso parecía cerrarse de modo que él mismo se identificaba con los indefinidos personajes que habían decretado la ejecución y estaban ahora representados por Malek.

Naturalmente, otra obsesión había llegado a dominar a Constantin: la necesidad de saber cuándo. En las semanas que siguieron al proceso y la sentencia, se había mantenido en un curioso estado de euforia, demasiado estupefacto como para comprender que la dimensión del tiempo aún existía para él; ya había muerto a posteriori. Pero poco a poco la voluntad de vivir, el carácter resoluto y terco que tanto le habían servido durante treinta años, volvieron a afirmarse, y comprendió que todavía le quedaba una pequeña esperanza. Cuánto exactamente en términos de tiempo, no alcanzaba a imaginarlo, pero si podía dominar a Malek, la supervivencia llegaría a ser una posibilidad real.

La cuestión seguía en pie. ¿Cuándo?

Por fortuna podía ser absolutamente franco con Malek. El primer punto lo señaló en seguida.

—Malek —le preguntó una mañana, a la décima jugada, cuando ya había completado el desarrollo y se sentía momentáneamente más tranquilo—. Dígame, ¿sabe usted… cuándo?

Malek alzó la cabeza, contemplando blandamente a Constantin con los grandes ojos casi bovinos.

—Sí, señor Constantin, yo sé cuándo.

La voz, profunda y funcional, era tan inexpresiva como una báscula.

Constantin se reclinó en el sillón, pensativo. Del otro lado de los vidrios de la galería, la lluvia caía monótona sobre el abeto solitario que había conseguido instalarse precariamente entre las piedras, al pie de la pared. A pocas millas al sudoeste de la villa estaban los suburbios del pequeño puerto, uno de los lúgubres lugares llamados «balnearios costeros», donde dos veces por año venían a pasar las vacaciones los funcionarios subalternos del ministerio y los burócratas del partido, y por un momento Constantin se alegró de estar encerrado en el relativo calor de la villa.

—Dígamelo de una vez —le dijo a Malek—. ¿No lo sabe simplemente de un modo general, por ejemplo, cuando reciba instrucciones de fulano de tal, sino que sabe específicamente cuándo?

—Así es. —Malek retiró la dama. Tenía un juego sólido pero sin talento ni estilo personal, como si lo hubiera perfeccionado con la simple práctica. La mayoría de los adversarios de Malek, comprendió Constantin con humor sardónico, debían de haber sido jugadores de primera.

—Usted sabe el día, la hora y el minuto —insistió Constantin. Malek asintió con un lento cabeceo, concentrado sobre todo en la partida, mientras Constantin, con la suave y afilada barbilla apoyada en una mano, observaba a su oponente—. ¿Podría ser dentro de diez segundos, o tal vez dentro de diez años?

—Exactamente —Malek señaló el tablero—. Le toca a usted.

Constantin rechazó la propuesta.

—Lo sé, pero no nos apresuremos. Las partidas de ajedrez se juegan siempre en varios niveles, Malek. La gente que habla de un ajedrez tridimensional no sabe nada de ajedrez.

Constantin hacía de vez en cuando esas insinuaciones con la vana esperanza de soltarle la lengua a Malek.

De pronto Constantin se adelantó sobre el tablero, mirando a Malek a los ojos.

—Sólo usted conoce la fecha, Malek, y como ha dicho, puede ser dentro de diez años, o de veinte. ¿Le parece que puede guardar semejante secreto durante tanto tiempo?

Malek no intentó responder y aguardó a que Constantin reanudara el juego. De vez en cuando volvía la cabeza inspeccionando los rincones de la galería o echaba una mirada al jardín empedrado. Desde la cocina llegaba el sonido intermitente de las botas del ordenanza, que raspaba los pies contra el suelo mientras holgazaneaba junto al teléfono de la mesa de pino.

Constantin escudriñaba el tablero, y se preguntaba cómo podría provocar una reacción cualquiera en Malek; el hombre no había replicado cuando se mencionó el plazo de diez años, aunque la conclusión de ese período estuviera absurdamente lejos. Era muy probable que la verdadera partida fuese corta. La fecha indeterminada de la ejecución, que daba a todo el procedimiento un clima tan curioso, no tenía por objeto añadir un elemento de tortura o suspenso a los últimos días del condenado, sino simplemente oscurecer y confundir el hecho mismo de su muerte. De conocerse por anticipado una fecha definida, podía producirse un movimiento de simpatía a último momento, una tentativa de rever la sentencia y quizá de hacer recaer la falta en algún otro, y el sentimiento inconsciente, si no consciente, de complicidad con los crímenes del condenado podía provocar un doloroso reexamen, y —luego de la ejecución de la sentencia— un sentimiento oculto de culpabilidad que sería aprovechado en seguida por los oportunistas y los intrigantes.

El presente sistema evitaba todos esos peligros y los desagradables efectos laterales; el acusado descendía en la jerarquía cuando quienes se le oponían estaban en el cénit; entonces era entregado al poder judicial y de allí a uno de los tribunales que se reunían siempre a puerta cerrada y cuyos veredictos no se conocían nunca.

Para sus antiguos colegas, Constantin había desaparecido en ese mundo de pasillos interminables de los purgatorios burocráticos; el caso estaba allí en los archivos y para siempre, pero nunca como irrevocablemente cerrado. Sobre todo, nunca se habría establecido y confirmado el hecho de la culpabilidad de Constantin. Como él mismo sabía, lo habían condenado por un detalle técnico, al margen del cargo principal de que se le acusaba, una simple cuestión de procedimiento, como un giro erróneo en el argumento de un relato, con el solo objeto de cerrar la investigación. Aunque Constantin conocía la verdadera índole de su crimen, nunca lo habían acusado formalmente; en realidad el tribunal había esquivado la cuestión evitando presentar contra él ningún cargo serio.

De este modo la vida cotidiana en la villa de la ejecución mantenía y preservaba una inversión irónica de la clásica situación kafkiana, por la cual, en vez de declararse culpable de un crimen inexistente, estaba obligado a consentir en una farsa de inocencia con respecto a los delitos precisos que había cometido.

La base psicológica era más oscura pero en cierto modo mucho más amenazadora, pues el verdugo atraía a la víctima con una sonrisa engañosa, asegurándole que todo estaba perdonado. Aquí jugaba, no con esos sentimientos inconscientes de ansiedad y culpa, sino con la convicción innata de la supervivencia individual, esa preocupación obsesiva por la inmortalidad personal que es simplemente una forma disimulada del miedo universal a la imagen de la propia muerte. Esta seguridad de que todo estaba bien y la ausencia de cargos de acusación o responsabilidad eran lo que había puesto tanto orden en las colas de las cámaras de gas.

En ese momento la faz paradójica del diabólico mecanismo estaba a cargo de Malek, cuyos apelmazados y amorfos rasgos y su actitud neutral pero ambigua lo hacían aparecer no tanto como una personalidad separada sino como la personificación del aparato del Estado. Quizá el título sardónico de «supervisor» estaba más cerca de la verdad de lo que parecía a primera vista, y el verdadero papel de Malek era simplemente el de oficiar, o a lo más, servir de moderador en una ordalía en que Constantin era su propio acusado, fiscal y juez.

Sin embargo, reflexionó mientras examinaba el tablero, consciente de la presencia maciza de Malek del otro lado, esto implicaría que se habían equivocado por completo acerca de su propia personalidad: un hombre vivaz, hablador, y de un exhibicionismo casi latino. Él sería, entre todos, el último en considerar su propia vida como una orgía de culpabilidad confesada. No era candidato al suicidio neurótico tan amado por los eslavos. Mientras hubiera algún camino de salida, cargaría alegremente sobre los hombros toda la culpa, tolerando las propias debilidades, dispuesto a sacudírselas de encima con un chiste. Esta despreocupación había sido siempre su mejor aliado.

Los ojos de Constantin buscaron el tablero, vagando por las columnas abiertas de las damas y las diagonales de los alfiles, como si la respuesta al enigma apremiante estuviera en esos pulidos corredores.

¿Cuándo? Su propio cálculo era de dos meses. Casi seguro (y aquí no tenía miedo de estar racionalizando), no sería dentro de los dos o tres días siguientes, ni siquiera en la próxima quincena. La prisa, aparte de violar el objeto mismo del encierro, era siempre indecorosa. Durante dos meses estaría a salvo en el limbo; un plazo suficientemente largo para que el suspenso lo hiciera pedazos y él revelara todos los aliados secretos, y suficientemente corto como para convenir a este crimen particular.

¿Dos meses? No tanto tiempo como hubiera deseado. Mientras movía el alfil dama, Constantin empezó a planear la estrategia con que derrotaría a Malek. Evidentemente, la primera tarea era la de descubrir cuándo se llevaría a cabo la ejecución, en parte para alcanzar una cierta paz, pero también para permitirle ajustar el contexto de la fuga. Un salto físico a la libertad por encima de la pared sería fútil. Había que establecer contactos, aplicar presiones en distintos puntos sensibles de la jerarquía, preparando el camino para una revisión del proceso. Todo esto llevaría tiempo.

Los pensamientos de Constantin quedaron interrumpidos por el brusco movimiento de la mano izquierda de Malek a través del tablero, seguido por un gruñido gutural. Sorprendido por la velocidad de la jugada y la economía de Malek, así como por el hecho de que él mismo estuviera en jaque, Constantin se inclinó sobre el tablero y examinó la posición con más cuidado. Echó una mirada de rencoroso respeto a Malek, que se había apoyado en el respaldo tan impasible como de costumbre; el caballo que había ganado hábilmente estaba al borde de la mesa, frente a él. Los ojos de Malek observaban a Constantin con la calma impávida de siempre, como los de una institutriz inmensamente paciente, los grandes hombros ocultos en el traje enorme. Pero por un momento, cuando se inclinó sobre el tablero, Constantin alcanzó a ver la poderosa capacidad de extensión y flexión de la musculatura de los hombros.

No estés tan satisfecho de ti mismo, mi querido Malek, se dijo Constantin con una sonrisa torcida. Por lo menos ahora sé que eres zurdo. Malek había tomado el caballo con la mano izquierda sosteniendo la pieza entre los pesados nudillos de los dedos anular y medio, sustituyéndolo en seguida por la dama; un movimiento nada sencillo en el centro del tablero atestado. Aunque la confirmación del hecho parecía útil —Constantin había observado que Malek trataba de ocultar que era zurdo durante las comidas y al abrir y cerrar las ventanas—, consideró que este siniestro aspecto de la personalidad de Malek era curiosamente perturbador y señalaba que no habría nada previsible en el adversario, o en la lucha próxima. La astucia de la última movida desmentía incluso la aparente falta de agudeza intelectual de Malek.

Constantin jugaba con las blancas y había elegido el gambito de dama, suponiendo que la fluida situación derivada invariablemente de la apertura, sería una ventaja para él y le permitiría dedicarse a la tarea más seria de planear la fuga. Pero Malek había evitado todos los errores posibles, consolidando poco a poco la posición, e incluso se las había arreglado para lanzar un contragambito, ofreciendo el cambio de un caballo por un alfil, que hubiera socavado de inmediato la posición de Constantin.

—Una excelente jugada, Malek —comentó—. Pero quizás un poco arriesgada a la larga.

Rechazó el cambio y bloqueó débilmente el jaque de dama interponiendo un peón.

Malek contempló estólidamente el tablero, sin que aquella pesada cara de policía, de mandíbulas casi cuadradas, traicionara señal alguna de pensamiento. El punto de vista de Malek, reflexionó Constantin observándolo, sería el del pragmático que juzga siempre a partir de las posibilidades inmediatas más que por intenciones ocultas. Como confirmando este diagnóstico, Malek volvió simplemente la dama a la casilla anterior, por no querer o no poder explotar la ventaja que había alcanzado con la pieza capturada.

Aburrido por el bajo nivel a que había descendido el juego y por la perspectiva de partidas similares, Constantin puso a su rey en lugar seguro. Por alguna causa, evidentemente irracional, supuso que Malek no lo mataría en mitad de una partida, sobre todo si él, Malek, estaba ganando. Reconoció que éste era uno de los motivos inconscientes que lo habían llevado a jugar al ajedrez en primer lugar, y que sin duda había sido la razón por la que muchos otros también se habrían sentado con Malek en la galería, escuchando la lluvia del final del verano. Conteniendo un súbito acceso de miedo, Constantin examinó las poderosas manos de Malek que sobresalían de los puños de la camisa como dos pedazos de carne. Si Malek quería, probablemente podría matar a Constantin con las manos desnudas.

Esto planteaba una segunda pregunta, casi tan fascinante como la primera.

—Malek, otra cuestión. —Constantin se apoyó en el respaldo, buscando en los bolsillos unos cigarrillos imaginarios (no le estaban permitidos)—. Perdone mi curiosidad, pero soy parte interesada, por así decir… —Lanzó a Malek la más brillante sonrisa, un típico ataque incisivo, matizado por un desprecio irónico de sí mismo, que había tenido éxito con los secretarios y en las recepciones del ministerio, pero el humor tampoco conmovió a Malek—. Dígame, ¿sabe usted… cómo? —Buscando algún eufemismo, repitió—: ¿Sabe usted cómo va a…? —y entonces renunció al intento, maldiciendo interiormente la falta de gracia social de Malek, que no trataba de ayudarlo.

La barbilla de Malek se alzó ligeramente, asintiendo apenas. El hombre no dio señales de estar aburrido o irritado por el laborioso interrogatorio de Constantin, ni de haber notado su turbación.

—¿Entonces qué es? —lo apremió Constantin, recobrándose—. ¿Pistola, píldora, o… —con una brusca carcajada señaló la ventana—… instalan una guillotina bajo la lluvia? Me gustaría saber.

Malek miró el tablero, los rasgos más informes e indistintos que nunca. Una voz inexpresiva dijo:

—Eso ya está resuelto.

Constantin resopló.

—¿Qué diablos significa eso? —estalló agresivamente—. ¿No duele?

Esta vez Malek sonrió; una ligera mueca divertida le pasó rápidamente por la boca.

—¿Alguna vez ha matado a alguien, señor Constantin? —preguntó con calma—. Quiero decir, usted personalmente.

Touché —concedió Constantin. Rió deliberadamente, tratando de aligerar la tensión—. Una respuesta perfecta.

No he de permitir, se dijo a sí mismo, que la curiosidad tenga la última palabra; el hombre está riéndose de mí.

—Desde luego —continuó—, la muerte es siempre dolorosa. Me preguntaba simplemente si, en el sentido jurídico del término, sería humana. Pero veo que usted es un profesional, Malek, y la pregunta se responde a sí misma. Un gran alivio, créame. Hay tantos sádicos en todas partes, tantos perversos y gentes por el estilo… —observó de nuevo atentamente tratando de ver si la burla implícita provocaba alguna reacción en Malek—… que uno nunca agradece bastante una limpia caída de telón. Es bueno saberlo. Puedo dedicar estos últimos días a poner en orden mis asuntos y reconciliarme con el mundo. Si por lo menos supiera cuánto tiempo me queda, podría hacer mis preparativos como corresponde. No es posible pasarse los días diciendo las últimas oraciones. ¿Comprende mi problema?

De un modo inexpresivo, Malek dijo:

—El Fiscal General le aconsejó que tomara las últimas disposiciones en seguida del término del proceso.

—¿Pero eso qué significa? —preguntó Constantin, alzando la voz deliberadamente una octava más—. Soy un ser humano, no el registro de un tenedor de libros donde se arreglan las sumas y luego se espera a que al auditor se le antoje revisarlas. Me pregunto si entiende, Malek, el coraje que me exige esta situación. Es fácil para usted estar ahí sentado…

De pronto Malek se puso de pie, provocando un estremecimiento de terror en Constantin. Echando una rápida mirada a las ventanas selladas, caminó alrededor de la mesa de ajedrez y fue hacia el salón.

—Suspenderemos la partida —dijo.

Hizo a Constantin una señal con la cabeza y desapareció en la cocina donde el ordenanza estaba preparando el almuerzo.

Constantin escuchó el débil crujido de los zapatos de Malek en el piso sin lustrar, y luego, irritado, retiró las piezas del tablero y se apoyó en el respaldo de la silla con el rey negro en la mano. Al final había conseguido que Malek lo abandonara. Pensándolo de nuevo, se preguntó si no era mejor mandar al diablo la prudencia y empezar a hacerle la vida insoportable a Malek; sería fácil perseguirlo por toda la villa, discutiendo histéricamente y acosándolo con preguntas neuróticas. Tarde o temprano, Malek estallaría y quizá revelara algo. Por otra parte, Constantin podía tratarlo con frialdad, con desprecio, como el matón a sueldo que era, negándose a compartir con él la habitación o las comidas, e insistiendo en sus derechos como ex miembro del comité central. El método podía tener éxito. Era casi seguro que Malek decía la verdad al afirmar que conocía el día y el minuto exactos de la ejecución de Constantin. Le habrían dado esa orden, y él no tenía poder para adelantar o retrasar la fecha. Malek se abstendría de informar sobre el comportamiento difícil de Constantin, pues era evidente que el problema recaería sobre él. Por otra parte, el empleo actual de Malek no era de los que se podían abandonar cortésmente, y además ni siquiera el jefe de policía tenía la facultad de cambiar la fecha de la ejecución una vez ordenada, sin celebrar antes varias reuniones. Había, pues, el peligro de que el caso volviera a abrirse. No era que Constantin no tuviera aliados, o por lo menos gentes dispuestas a utilizarlo para su propio beneficio. Pero a pesar de estas consideraciones, la perspectiva de tener que representar un papel era poco atrayente para Constantin. Prefería un camino algo más sinuoso. Además, si provocaba a Malek, aparecerían nuevas incertidumbres, y ya había demasiadas.

El supervisor entró en la sala y se sentó tranquilamente en uno de los sillones grises, la cara medio oculta en las sombras y vuelta hacia Constantin. Parecía indiferente a las presiones normales de la fatiga y el hastío (por fortuna, reflexionó Constantin; un hombre impaciente habría apretado el gatillo la mañana del segundo día), y contento de estar sentado en el sillón, vigilando a Constantin mientras la lluvia gris caía afuera y las hojas empapadas se juntaban contra las paredes. La dificultad de establecer una relación —y cierto tipo de relación era esencial antes que Constantin pudiera empezar a pensar en una huida— parecía insuperable; la única oportunidad eran las partidas de ajedrez.

Poniendo el rey de las negras en la casilla correspondiente, Constantin dijo:

—Malek, estoy dispuesto a jugar otra partida, si usted está de acuerdo.

Apoyándose en los largos brazos, Malek se alzó dejando el sillón y fue a ocupar su puesto frente a Constantin. Por un momento observó a Constantin con una mirada directa, como si se asegurara de que no habría otro estallido de mal humor, y después empezó a colocar las piezas blancas, al parecer dispuesto a ignorar el hecho de que Constantin había quitado las piezas del tablero dando por terminada la partida anterior.

Abrió la partida con una estólida apertura Ruy López, un ataque demasiado analizado y poco interesante, pero doce jugadas después, cuando interrumpieron para el almuerzo, ya había obligado a Constantin a enrocar del lado de la dama y se había asegurado una posición fuerte en el centro.

Almorzaron juntos en la mesa de juego del salón detrás del sofá y Constantin reflexionó en el curioso elemento que era parte ahora de la relación con Malek. Mientras trataba de evitar la tentación de magnificar una trivialidad insignificante, convirtiéndola en un símbolo mayor, comprendió que la competencia de Malek en el ajedrez y su aptitud para hacer combinaciones eficaces a partir de aperturas pedestres eran síntomas del poder oculto que el hombre tenía sobre él.

La villa triste en la fina lluvia de otoño, los muebles descoloridos y la comida sin imaginación que consumían en ese momento mecánicamente, todo aquel limbo gris y la débil conexión telefónica con el mundo exterior eran, como el ajedrez, extensiones exactas de la personalidad de Malek, aunque atravesadas por puertas y pasajes secretos. Lo inesperado prosperaba en ese ambiente. En cualquier momento, mientras él, Constantin, se afeitaba, el espejo podía moverse revelando el caño brillante de una pistola, o el sabor ligeramente amargo de la sopa que ahora estaban tomando podía ser otro que el sabor de las lentejas.

Estos pensamientos preocuparon a Constantin, mientras la luz de la tarde se desvanecía en el oriente y el rectángulo blanco de la pared del jardín se iluminaba contra ese confuso telón de fondo, como una inmensa tabula rasa. Disculpándose, Constantin fingió un dolor de cabeza y abandonó la partida retirándose a la alcoba de la planta alta.

La puerta entre ese cuarto y el de Malek había sido suprimida, y mientras Constantin estaba tendido en la cama sabía que el supervisor se había sentado en una silla, de espaldas a la ventana. Quizá era la presencia de Malek lo que le impedía descansar realmente, y cuando se levantó varias horas después y volvió a la galería, se sentía fatigado e invadido cada vez más por un mal presentimiento.

Se reanimó, con un esfuerzo, y concentró toda la atención en el juego hasta conseguir lo que parecía ser una posición de tablas. Aunque la partida se suspendió sin ningún comentario, Malek parecía conceder con su actitud que había perdido la ventaja, y cuando Constantin se levantó de la mesa, se quedó un instante mirando el tablero.

Al día siguiente Constantin no había olvidado la lección. Tenía plena conciencia de que las partidas de ajedrez no sólo menoscababan sus propias energías sino que daban además mayor poder a Malek. Aunque las piezas estaban donde las habían dejado la noche anterior, Constantin no sugirió que reanudaran el juego. Malek no se acercó al tablero, como si le fuera indiferente que la partida estuviera concluida o no. La mayor parte del tiempo estuvo sentado junto a Constantin, al lado del único radiador de la sala, yendo de vez en cuando a conversar con el ordenanza en la cocina. Como de costumbre, el teléfono sonó brevemente una vez por la mañana. Pero en verdad nunca había otras llamadas, y nadie visitaba la villa.

La villa, en cualquier sentido, continuaba suspendida en un vacío perfecto.

Lo que deprimía particularmente a Constantin era esta naturaleza invariable de la rutina diaria. Con intermitencias, durante unos pocos días, jugó al ajedrez con Malek, e invariablemente se encontró en situación inferior. No obstante, la atención de Constantin estaba concentrada en otra cosa: en el enigma que ocultaba la cara inexpresiva de Malek. Alrededor, un millar de relojes invisibles corría hacia la atracción de los ceros; un trueno mudo, como el tamborileo de unos férreos cascos apocalípticos.

Los sentimientos agoreros habían cedido ahora a un miedo creciente, tanto más aterrador porque a pesar del verdadero papel de Malek parecía completamente injustificado. Constantin no podía concentrarse más de unos pocos minutos en una tarea cualquiera, dejaba la comida sin terminar y se ajetreaba inútilmente junto a la ventana de la galería. El más leve movimiento de Malek le estremecía los nervios; si el supervisor dejaba el asiento habitual en la sala para hablar con el ordenanza, Constantin quedaba casi paralizado por la tensión, contando nerviosamente los segundos hasta la vuelta de Malek. Una vez, durante una de las comidas, Malek le pidió la sal y Constantin casi murió atragantado.

El humor irónico de esta casi fatalidad recordó a Constantin que ya había transcurrido aproximadamente la mitad de la sentencia de dos meses. Pero los burdos intentos de obtener un lápiz del ordenanza y, más tarde, los de marcar las letras en una página arrancada a una de las novelas, fueron interceptados por Malek, y Constantin comprendió que si no derrotaba pronto a los dos policías en un combate sin armas, no escaparía a un destino cada vez más inminente.

En los últimos días, había observado que los movimientos de Malek y la actividad general en torno a la villa parecían haberse acelerado. Aún pasaba largos ratos sentado en el sillón, observando a Constantin, pero esa presencia, antes impasible, era acompañada ahora de gestos e inclinaciones de cabeza que parecían reflejar una actividad cerebral más elevada, como si se estuviera preparando para algún desenlace largamente esperado. Aun la pesada musculatura de la cara parecía haberse distendido y adelgazado, y los ojos penetrantes y móviles, como los de un viejo y experimentado inspector de policía, recorrían constantemente las habitaciones.

Pero a pesar de todo, Constantin se sentía incapaz de iniciar alguna acción defensiva. Veía claramente que la relación con Malek había entrado en una nueva fase, y que en cualquier momento aquel comportamiento en apariencia formal y cortés degeneraría en una horrible violencia, pero seguía inmovilizado por el terror. Los días pasaban en una monótona confusión de comidas y partidas de ajedrez inconclusas (con la figura de Malek siempre enfrente y vigilante) que borraba cualquier idea de tiempo o progresión.

Todas las mañanas, cuando despertaba después de dos o tres horas de sueño, Constantin volvía a encontrar su propia conciencia, siempre intacta, y sentía un alivio y una congoja casi dolorosos. Sabía de inmediato que Malek estaba en la habitación contigua, luego que esperaba discretamente en el pasillo mientras él, Constantin, se afeitaba en el cuarto de baño (también sin puerta), que después bajaba detrás de él por las escaleras para tomar el desayuno, con pisadas cuidadosas y reflexivas como las de un verdugo que desciende del patíbulo.

Después del desayuno Constantin desafiaba a Malek a una partida de ajedrez, pero al cabo de unas pocas jugadas, empezaba a mover las piezas sin ton ni son, exponiéndolas a los ataques de Malek. A veces el supervisor miraba con curiosidad a Constantin, como preguntándose si habría perdido la razón, y después seguía con su juego cuidadoso y exacto, ganando o haciendo tablas invariablemente. Confuso, Constantin advertía que dejándose ganar por Malek se había rendido también psicológicamente, pero las partidas habían llegado a ser ahora sólo una manera de pasar los días interminables.

Seis semanas después de haber empezado a jugar al ajedrez, Constantin más por suerte que por destreza montó un gambito de peón extravagante y obligó a Malek a ceder el centro y a sacrificar toda posibilidad de enroque. Esta victoria momentánea sacó a Constantin de aquel estado habitual de ansiedad atontada. Inclinado sobre el tablero, rechazó irritado al ordenanza que desde la puerta de la sala anunciaba que el almuerzo estaba servido.

—Dígale que espere, Malek. No puedo distraerme ahora. Estoy a punto de ganar la partida.

—Bueno… —Malek echó una ojeada a su reloj, y luego miró por encima del hombro al ordenanza que girando sobre los talones había vuelto a la cocina. Intentó incorporarse—. No puede esperar. El ordenanza está trayendo el…

—¡No! —estalló Constantin—. Déme sólo cinco minutos, Malek. Caramba, no podemos suspender en mitad de una jugada.

—Está bien. —Malek vaciló, después de echar otra mirada a su reloj. Se puso de pie—. Se lo diré.

Constantin se concentró en el tablero, ignorando la figura del supervisor que se iba, y sintiendo que el perfume de la victoria le aclaraba la mente. Pero treinta segundos después se incorporó sobresaltado, el corazón apretado dentro del pecho.

¡Malek había subido las escaleras! Constantin lo recordaba claramente, había dicho que le pediría al ordenanza que aplazara el almuerzo, pero en cambio había subido directamente al dormitorio. No sólo era sumamente insólito que Constantin quedara sin vigilancia cuando el ordenanza estaba ocupado en otra cosa, sino que éste, además, ni siquiera había traído el primer plato.

Apoyándose en la mesa, Constantin se puso de pie, buscando con los ojos las puertas abiertas, adelante y atrás. Muy probablemente la llamada del ordenanza anunciando el almuerzo había sido una señal, y Malek había encontrado un pretexto conveniente para subir a preparar el arma de la ejecución.

Enfrentado al fin a la inminente fatalidad que había temido tanto tiempo, Constantin trató de oír los sonidos de las pisadas de Malek. Un profundo silencio en volvía la villa, interrumpido únicamente por la caída de una de las piezas de ajedrez en el piso embaldosado. Afuera el sol brillaba con intermitencias en el jardín, iluminando las losas rotas del sendero ornamental y la superficie desnuda de las paredes. Unos pocos hierbajos desmedrados florecían entre los pedruscos, y la luz del sol blanqueaba los colores pálidos de las plantas. Constantin se sintió de pronto invadido por una abrumadora necesidad: escapar al aire libre en los pocos momentos que le quedaban antes de morir. En la pared oriental, iluminada por los rayos del sol, había una tenue serie de muescas horizontales, restos quizá de una escalerilla de incendio, y la remota posibilidad de utilizarlas como puntos de apoyo hacía que el jardín cerrado —un terreno perfecto para una ejecución— fuese preferible a la atmósfera obsesivamente claustrofóbica de la villa.

Arriba, los pasos mesurados de Malek se desplazaban a través del techo hasta la cúspide de la escalera. Se detuvo allí y luego empezó a bajar, de acuerdo con un ritmo preciso y cuidadoso.

Inútilmente, Constantin buscó en la galería algo que sirviera de arma. Las puertas-ventanas que daban al jardín tenían llave, y un cerrojo exterior aseguraba la hoja izquierda al reborde. Levantando el cerrojo había una posibilidad de abrir las ventanas.

Con una mano Constantin barrió las piezas de ajedrez desparramándolas por el suelo, tomó el tablero, lo dobló, se acercó a la ventana y descargó la pesada caja de madera contra el vidrio. El estruendo repercutió como un disparo en toda la villa. De rodillas, Constantin metió la mano a través de la abertura y trató de levantar el pestillo, sacudiéndolo en el cerrojo oxidado. Al fin metió la cabeza por el agujero de la ventana y empezó a hacer fuerza inútilmente con los hombros enjutos, mientras los pedazos de vidrio le caían en el cuello.

Detrás, alguien dio un puntapié apartando una silla, y Constantin sintió que dos manos poderosas lo tomaban de los hombros y lo alejaban de la ventana. Enarboló la caja de ajedrez golpeando histéricamente y fue proyectado de cabeza contra el suelo embaldosado.

La convalecencia de Constantin había de durar la mayor parte de la semana siguiente. Los tres primeros días se quedó en cama, recuperando su identidad física, esperando a que los retorcidos músculos de las manos y los hombros se le repusieran del todo. Cuando se sintió bastante fuerte como para levantarse, bajó a la sala y se sentó en una punta del sofá, de espaldas a las ventanas y a la débil luz del otoño.

Malek seguía de servicio y el ordenanza preparaba las comidas como antes. Ninguno de los dos hizo comentarios a propósito del estallido de histeria de Constantin, ni dio a entender que hubiese ocurrido algo; pero Constantin comprendió que había cruzado un rubicón importante. Toda la relación con Malek había experimentado un cambio profundo. El miedo a la muerte inminente y el misterio torturante de la fecha precisa que tanto lo habían obsesionado, habían sido sustituidos por la serena aceptación de que el proceso judicial seguiría adelante, y que Malek y el ordenanza eran simplemente los agentes locales de ese distante mecanismo. En cierto sentido la sentencia dictada y su propia y tenue existencia en la villa eran un microcosmo de la vida misma: incertidumbres intrínsecas pero no temidas, una muerte inevitable que habría de llegar en una fecha nunca conocida por anticipado. Entendiendo de este modo el papel que desempeñaba en la villa, Constantin dejó de sentir miedo ante la perspectiva de su propia extinción, perfectamente consciente de que un cambio en los vientos de la política podía traerle la libertad.

Además comprendió que Malek, lejos de ser su verdugo, papel puramente formal, era en realidad un intermediario entre él mismo y la jerarquía, y en un sentido importante, un aliado potencial de Constantin. A medida que ideaba una nueva defensa contra el veredicto —sabía que había estado demasiado dispuesto a aceptar el fait accompli de su propia culpabilidad—, calculó las diversas maneras en que Malek podía ser capaz de ayudarlo. A su entender, no cabía duda de que se había equivocado con respecto a Malek. De aguda inteligencia y presencia imponente, el supervisor estaba muy lejos de ser un asesino de facciones descarnadas, y esta impresión original había sido el resultado de cierta nubosidad en las percepciones de Constantin, una desdichada miopía que le había costado dos preciosos meses en la tarea de preparar un nuevo proceso.

Confortablemente envuelto en su bata, se sentó a la mesa de juego de la sala (habían abandonado la galería cuando los días se hicieron más fríos, y sólo un parche de papel madera en la ventana le recordaba aquel primer círculo del purgatorio), concentrado en la partida de ajedrez. Malek estaba sentado enfrente, las manos enlazadas sobre una rodilla, haciendo girar de vez en cuando los pulgares mientras meditaba una jugada. Aunque no se mostraba menos reticente que antes, la actitud de Malek parecía indicar que entendía y confirmaba la manera en que Constantin había revalorado la situación. Aún lo seguía por toda la villa, pero su atención era evidentemente más superficial, como si comprendiera que Constantin no trataría de escapar otra vez.

Desde el principio, Constantin fue absolutamente franco con Malek.

—Estoy convencido, Malek, de que el fiscal fue mal encaminado por el Departamento de Justicia, y que la base entera del proceso era falsa. Nunca se presentaron formalmente las denuncias, salvo una, de modo que no tuve oportunidad de defenderme. ¿Entiende, Malek? La elección de la pena capital por un solo cargo fue realmente arbitraria.

Malek asintió con un gesto, moviendo una pieza.

—Así lo ha explicado usted, señor Constantin. Me parece que no tengo una mente legalista.

—No la necesita —le aseguró Constantin—. La cosa es evidente. Confío en que sea posible apelar la decisión del tribunal y pedir un nuevo proceso. —Constantin gesticuló con una pieza en la mano—. Me reprocho a mí mismo haber aceptado tan dócilmente las acusaciones. En efecto, no intenté defenderme. Si lo hubiera hecho, estoy convencido de que me habrían declarado inocente.

Malek murmuró algo poco comprometedor y señaló el tablero con un ademán. Constantin reanudó el juego. Como siempre, siguió perdiendo casi todas las partidas, pero esto ya no lo perturbaba y en todo caso sólo servía para reforzar los vínculos que lo unían a Malek.

Constantin había decidido no pedir al supervisor que transmitiera al Departamento de Justicia el pedido de un nuevo juicio mientras no hubiera convencido a Malek de que el caso no era nada claro. Una petición prematura provocaría una negativa automática de Malek, cualesquiera que fuesen sus simpatías privadas. Por el contrario, una vez que Malek se pusiera decididamente de parte de Constantin, estaría preparado para arriesgar su reputación frente a sus superiores, y en realidad su defensa de la causa de Constantin sería en sí misma una prueba convincente de inocencia.

Constantin descubrió en seguida, en sus discusiones a una sola voz con Malek, que argumentar sobre las características técnicas y jurídicas del proceso, de matices y efectos infinitamente sutiles, era un método poco útil para obtener el apoyo del supervisor, y comprendió que tendría que impresionarlo de una manera personal mediante buenos modales, un comportamiento y una conducta adecuados, y sobre todo mostrándose convencido de su propia inocencia frente a la pena que en cualquier momento podían imponerle. Cosa curiosa, esta última actitud no era tan difícil de mantener como lo hubiera esperado; Constantin había sentido ya una oleada de convicción al intentar huir de la villa. Tarde o temprano, Malek reconocería la autenticidad de esta confianza interior.

Pero mientras tanto, el supervisor conservaba aquella flemática personalidad habitual. Constantin conversaba con él de la mañana a la noche, afirmando cada tres palabras la probabilidad de que se lo declarara «inocente», pero Malek se limitaba a asentir con una débil sonrisa y seguía jugando su ajedrez infalible.

—Malek, no piense usted que pongo en duda la competencia del tribunal que me ha juzgado, o que no respeto las leyes —dijo al supervisor mientras jugaban la acostumbrada partida de la mañana unas dos semanas después del incidente de la galería—. Lejos de eso. Pero el tribunal debe tomar sus decisiones dentro del contexto de las pruebas presentadas por el fiscal. Y aun así, sigue en pie el mayor de los imponderables: el papel del acusado. En mi caso, yo, en todo sentido, no estuve presente en el proceso, de modo que mi inocencia queda establecida por forcé majeure. ¿No está de acuerdo, Malek?

Malek miraba las piezas en el tablero, frunciendo apenas los labios.

—Me temo que eso esté por encima de mis posibilidades intelectuales, señor Constantin. Naturalmente, acepto sin discusiones la autoridad del tribunal.

—Pero yo también, Malek, lo he dicho claramente. La verdadera cuestión es ahora la de saber si el veredicto se justifica a la luz de estas nuevas circunstancias.

Malek se encogió de hombros, al parecer más interesado en el final de la partida que tenía delante.

—Le recomiendo que acepte el veredicto, señor Constantin. Para la paz de su mente, ¿comprende?

Constantin miró a otro lado con un gesto de impaciencia.

—No estoy de acuerdo, Malek. Además, es mucho lo que se ha apostado.

Echó una mirada a las ventanas que tamborileaban con el viento frío del otoño. Los vidrios estaban un poco flojos, y el aire penetraba por las junturas. La villa tenía mala calefacción, sólo el único radiador de la sala calentaba las tres habitaciones de la planta baja. Constantin temía ya el invierno. Tenía las manos y los pies permanentemente fríos y no encontraba manera de calentarlos.

—Malek, ¿no hay posibilidad de conseguir otra estufa? —preguntó—. No está demasiado caliente aquí. Tengo la impresión de que este invierno hará mucho frío.

Malek levantó la vista del tablero; los suaves ojos grises miraron a Constantin con un atisbo de curiosidad, como si esta última fuera una de las pocas observaciones interesantes que hubiese oído de labios de Constantin.

—Hace frío —convino por fin—. Trataré de conseguir una estufa. La villa está cerrada la mayor parte del año.

Constantin lo importunó pidiéndole noticias de la estufa durante la semana siguiente, en parte porque el éxito del pedido hubiera sido como un símbolo de la primera concesión de Malek. Luego de una excusa evidentemente trivial, Malek se limitó a ignorar las nuevas reclamaciones. Afuera, en el jardín, las hojas se arremolinaban sobre las piedras en un torbellino de aire helado, y allá arriba las nubes bajas corrían hacia el mar. En la sala los dos hombres acercaron el tablero de ajedrez al radiador, y entre una jugada y otra metían las manos en los bolsillos.

Quizá a causa de ese tiempo cada vez más nublado, Constantin se impacientó. Malek tardaba en ver la razón de los argumentos de Constantin y éste le sugirió que transmitiera a sus superiores en el Departamento de Justicia la petición formal de un nuevo juicio.

—Usted habla con alguien por teléfono todas las mañanas, Malek —le señalaba cuando Malek vacilaba—. No hay ninguna dificultad. Si tiene usted miedo de comprometerse, aunque esto sería un precio pequeño considerando lo que está en juego, podríamos recurrir al ordenanza.

—No es posible, señor Constantin. —Al final Malek parecía cansado del tema—. Le aconsejo que…

—¡Malek! —Constantin se puso de pie y echó a andar por la sala—. ¿No comprende que debe hacerlo? Usted es literalmente mi único puente de contacto. ¡Si se niega, ya nada puedo hacer, pierdo las esperanzas de obtener la conmutación de la pena!

—El proceso ya ha concluido, señor Constantin —señaló Malek pacientemente.

—¡Fue un proceso equivocado! ¿No lo entiende, Malek? ¡Acepté mi culpabilidad cuando en realidad era absolutamente inocente!

—¿Absolutamente inocente, señor Constantin?

Constantin hizo chasquear los dedos.

—Bueno, virtualmente inocente. Por lo menos en cuanto a la acusación y al proceso se refiere.

—Pero ésa es una mera diferencia técnica, señor Constantin. El Departamento de Justicia sólo se interesa en absolutos.

—Muy bien dicho, Malek. Estoy completamente de acuerdo.

Constantin asintió, y tomó nota secretamente de la expresión zumbona de Malek; era la primera vez que el hombre mostraba un cierto gusto por la ironía.

Constantin tendría ocasión de observar que ese nuevo leitmotiv reaparecería en los días siguientes; cada vez que planteaba la cuestión de un pedido de revisión del proceso, Malek respondía con una de aquellas preguntas presuntamente ingenuas, tratando de establecer algún punto tangencial secundario, casi como si llevara a Constantin a una confesión más completa. Al principio, Constantin supuso que el supervisor estaba a la pesca de información sobre otros miembros de la jerarquía, información que quería utilizar para sus propios designios, pero lo poco que llegó a insinuar fue ignorado por Malek. Era evidente que el hombre estaba auténticamente interesado en conocer la sinceridad de la convicción de Constantin acerca de su propia inocencia.

Sin embargo, Malek no dio señales de estar dispuesto a ponerse en contacto con el Departamento de Justicia, y la impaciencia de Constantin empezó a crecer. Ahora utilizaba las sesiones matinales y vespertinas de ajedrez como ocasiones propicias para exponer largamente las deficiencias del sistema judicial. Constantin ponía su propio caso como ejemplo, e insistía en su propia inocencia, pensando incluso que Malek podía llegar a considerarse responsable si por alguna fatalidad no se le concedía una conmutación de la pena.

—La posición en que me encuentro es en realidad extraordinaria —le dijo a Malek casi exactamente dos meses después de haber llegado a la villa—. Todo el mundo está satisfecho con el veredicto del tribunal, y sin embargo sólo yo sé que soy inocente, y me siento en realidad como alguien que está a punto de ser enterrado vivo.

Malek esbozó una débil sonrisa a través de las piezas de ajedrez.

—Desde luego, señor Constantin, es posible convencerse de algo, cuando el incentivo es plausible.

—Pero Malek, se lo aseguro —insistió Constantin, ignorando el tablero y concentrando toda su atención en el supervisor—, éste no es un arrepentimiento de celda de condenado a muerte. Créame, lo sé. He examinado todo el caso desde un millar de perspectivas, he investigado todos los motivos posibles. No hay para mí ninguna duda. Alguna vez pude estar dispuesto a aceptar la posibilidad de mi culpa, pero ahora comprendo que estaba realmente equivocado. La experiencia nos impulsa a cargar sobre nosotros demasiadas responsabilidades. Cuando nos fallan los ideales, nos criticamos a nosotros mismos y estamos dispuestos a aceptar que estamos en falta. Lo peligroso que puede ser eso, Malek, lo he comprendido ahora. Sólo el hombre auténticamente inocente puede entender de veras el significado de la culpa.

Constantin se detuvo y se recostó en la silla; de pronto se sentía fatigado en el cuarto frío. Malek movía lentamente la cabeza, con una sonrisa leve y no desprovista de simpatía, como si entendiera todo lo que Constantin había dicho. Luego movió una pieza y murmurando:

—Discúlpeme— se levantó y salió de la habitación.

Cruzando las solapas de la bata sobre el pecho, Constantin estudiaba el tablero con ojos distraídos. Observó que por primera vez la jugada de Malek parecía verdaderamente mala, pero se sentía demasiado cansado para aprovechar esta oportunidad. Había pronunciado su breve discurso, y ya no tenía mucho que decir. De ahora en adelante, todo lo que ocurriera dependía de Malek.

—Señor Constantin.

Se volvió en su silla y vio sorprendido que el supervisor estaba en la puerta; llevaba un largo abrigo gris.

—¿Malek? —Por un momento Constantin sintió que el corazón se le desbocaba en el pecho, pero en seguida se dominó—. Malek, ¿por fin está de acuerdo y me lleva al Departamento?

Malek sacudió la cabeza, clavando los ojos en Constantin.

—No exactamente. Pensé que podía echar un vistazo al jardín, señor Constantin. Una bocanada de aire fresco le hará bien.

—Claro, Malek, es usted muy amable. —Constantin se puso de pie, un poco inseguro, y se ciñó el cordón de la bata—. Disculpe mis absurdas esperanzas.

Trató de sonreír a Malek, pero el supervisor, impasible junto a la puerta, tenía las manos en los bolsillos del abrigo; los ojos un poco bajos no miraban la cara de Constantin.

Caminaron por la galería hasta las puertas-ventanas. Afuera el frío aire de la mañana se arremolinaba en círculos frenéticos alrededor del pequeño patio de piedra, y las hojas subían en espiral al cielo sombrío. A Constantin le pareció que no tenía mucho sentido salir al jardín, pero Malek estaba detrás de él, con una mano en el picaporte.

—Malek. —Algo hizo que se volviera y mirara al supervisor—. Comprende usted lo que quiero decir cuando digo que soy absolutamente inocente. Yo lo .

—Claro, señor Constantin. —La cara del supervisor parecía tranquila, casi cordial—. Comprendo. Cuando usted sabe que es inocente, entonces es culpable.

La mano de Malek abrió la puerta de la galería que daba al remolino de hojas.