(A Question of Re-Entry, 1963)
TODO EL DÍA habían navegado monótonamente río arriba, deteniéndose de vez en cuando para levantar la hélice y quitarle las malezas, y a las tres de la tarde habían recorrido unos cien kilómetros. A cada lado de la lancha, a cincuenta metros, se erguían las altas paredes del río selvático, la masa compacta del mato grosso que sofocaba al Amazonas desde Campos Buros hasta el delta del Orinoco. Habían zarpado de la estación telegráfica de Tres Buritis a las siete de la mañana, pero el río no era más estrecho ni menos caudaloso. La jungla lo acompañaba sombría e inmutable, como un dosel aéreo que cerraba el paso a los rayos del sol y a lo largo de la orilla arrojaba sobre el agua una pátina negra y aterciopelada. De pronto el río se ensanchaba y las aguas parecían detenerse, y las olas lentas y aceitosas que perturbaban la superficie lo transformaban en un espejo lento que reflejaba el cielo distante y enigmático, mientras los islotes de troncos refractados por las vaharadas de calor parecían los archipiélagos flotantes de un sueño. Luego las aguas volvían a estrecharse y la fresca penumbra de la jungla envolvía la lancha.
Aunque en las primeras horas Connolly había permanecido en cubierta con el capitán Pereira, aquellas interminables orillas verdes habían terminado por aburrirlo y al mediodía se había encerrado en el camarote con el pretexto de estudiar los mapas. Tal vez allí el tiempo pasara con mayor lentitud, pero al menos el lugar era más fresco y menos deprimente. El ventilador giraba y zumbaba, y el chasquido de la quilla y el susurrante gemido de la corriente que se deslizaba contra el casco le aplacaban el leve dolor de cabeza provocado por la cerveza tibia que él y Pereira habían compartido después del almuerzo.
Este primer enfrentamiento con la jungla había decepcionado a Connolly. Hasta poco antes había trabajado en el proyecto de dragado del lago Maracaibo, donde no había otra selva que las torres de petróleo abandonadas que sobresalían del agua. Esas estructuras herrumbradas, y las enormes dragas y pontones de los equipos de drenaje eran ejemplares de una fauna fabricada por el hombre. En la jungla amazónica había esperado ver todas las variaciones de la naturaleza en su manifestación más colorida y exuberante, pero en cambio se encontraba con un cenagal moribundo y enmarañado que asfixiaba a los mismos árboles, cubierto de malezas, más muerto que vivo, un ejemplo de vegetación deficiente en escala continental. Las márgenes del río no tenían contornos precisos; salvo donde se habían juntado unos troncos podridos formando un parapeto consistente, no había una verdadera ribera, y las aguas bajas se extendían entre las malezas unos cien metros, irrigando vastas arboledas que se ahogaban en humedad.
Connolly había intentado comunicar ese desencanto a Pereira, quien ahora fumaba plácidamente un cigarro bajo el toldo de cubierta, en parte como respuesta al desdén cortés del capitán. Como todos los funcionarios de las Misiones de Protección del Nativo que había conocido Connolly, antes en Venezuela y ahora en Brasil, Pereira parecía considerarse el propietario de la jungla y sus misterios, recelando de esos investigadores uniformados de cara rosada. Al capitán Pereira no lo habían impresionado el monograma orbital de la UN que Connolly lucía en los hombros, ni el pedido oficial de ayuda cablegrafiado a la Misión desde Brasilia hacía tres semanas. Para Pereira, obviamente, las oficinas instaladas en las blancas torres de la capital eran tan remotas como Nueva York, Londres o Babilonia.
Superficialmente, el capitán había sido muy atento. Había vigilado el embarque del equipo de Connolly, y luego revisó el Smith & Wesson y cambió un par de mosquiteros defectuosos. Cuando Connolly se le acercaba, conversaba afablemente, describiendo tal o cual característica del paisaje, identificando los pájaros o lagartos exóticos posados en alguna rama.
Sin embargo el verdadero objetivo de la misión no significaba nada para él. (Cuando Connolly le dijo en qué consistía, había asentido con un gesto casi imperceptible). Lo que irritaba a Connolly era esta neutralidad, como si Pereira diera a entender que se pasaba el tiempo trasladando investigadores de la UN de un extremo a otro de los ríos para encontrar una maldita cápsula del espacio que no se diferenciaba mucho del inexistente El Dorado, buscado por tantos turistas. Para Pereira, ante todo, la insistencia de Connolly y de los cientos de investigadores dispersos por todo el continente era de veras excesiva. Habiendo transcurrido cinco años desde que la nave lunar Goliath 7 se había precipitado en la masa continental sudamericana, prolongar la búsqueda indefinidamente demostraba un poco de mal gusto, y tal vez una cierta necrofilia. No había la más remota posibilidad de que el piloto siguiera con vida, de manera que lo más decente era olvidarlo, levantarle un monumento frente a una estación de ferrocarril o un aeropuerto y abandonarlo a las palomas.
A Connolly le hubiera complacido explicar las razones que justificaban esa búsqueda interminable, las abrumadoras razones morales, aparte de las políticas y técnicas. Le hubiese gustado señalar que el astronauta perdido, el coronel Francis Spender, quien había aceptado los inmensos riesgos de un vuelo de ida y vuelta a la Luna, merecía el despliegue de toda clase de recursos. Le hubiese gustado recordarle a Pereira que el exitoso alunizaje, después de media docena de intentos fallidos —por lo menos tres de los infortunados pilotos seguían en órbita alrededor de la Luna, en naves muertas— era la culminación de una ambición milenaria, de profundas implicaciones psicológicas para la humanidad, y que si no lograban encontrar al astronauta, los sentimientos de culpa y fracaso podían llegar a ser abrumadores. (Si el mar era un símbolo inconsciente del inconsciente, ¿el espacio no sería una imagen del tiempo ilimitado? La imposibilidad de penetrar en el espacio ¿no sería como un trágico exilio en uno de los limbos de la eternidad, una muerte simbólica en vida?).
Pero el capitán Pereira no tenía ningún interés. Aspirando con calma el aroma envolvente del cigarro, descansaba imperturbable junto a la barandilla, escrutando los pantanos fétidos que desfilaban junto a ellos.
Poco antes del mediodía, cuando habían cubierto unos sesenta kilómetros, Connolly señaló los vestigios de un muelle de bambú que se elevaba en la ribera sobre unas estacas. Un deshilachado puente colgante se perdía entre los mangles, y a través de un hueco en la floresta alcanzaron a ver un grupo de chozas de adobe abandonadas, deshaciéndose al sol como pilas de residuos.
—¿Este es uno de los campamentos?
Pereira meneó la cabeza.
La tribu de los espirros, estrechamente emparentada con los nambikwaras. Hace tres años uno de ellos enfermó de gripe en la estación telegráfica. Estalló una epidemia, pasó a ser una especie de edema pulmonar y a las cuarenta y ocho horas habían muerto trescientos indígenas. Todo el grupo se desintegró, y hoy sólo quedan unas quince familias. Una gran tragedia.
Avanzaron hacia el puente y se quedaron de pie junto al alto timonel negro mientras los otros dos miembros de la tripulación instalaban en la cubierta un armazón de malla de alambre. Pereira alzó los binoculares y escudriñó el río.
—Desde que los espirros abandonaron la zona los nambas empezaron a venir en busca de víveres. No veremos a ninguno, pero conviene mantenerse a cubierto.
—¿Quiere decirme que son hostiles?
—No de un modo consciente. Pero los diversos grupos de nambikwaras luchan permanentemente entre sí, y a esta distancia de la colonia no sería raro que nos viéramos envueltos en un ataque por sorpresa. En cuanto lleguemos a la colonia no habrá problemas… allí hay una especie de equilibrio precario. Pero manténgase alerta. Ya verá que son nerviosos como pájaros.
—¿Cómo se las arregla Ryker para mantenerse al margen? Entiendo que hace años que vive aquí.
—Alrededor de doce. —Pereira se sentó en la borda y levantó la visera de la gorra—. Ryker es un hombre un poco especial. Temperamentalmente es bastante explosivo; trátelo con cuidado, pues no es difícil tener problemas con él. De todas maneras, parece tener cierta autoridad sobre la tribu. De algún modo se ha convertido en un árbitro de pleitos. Nunca pude descubrir cómo lo hace. Es muy raro que los indígenas respeten a un blanco de esa forma. Sin embargo, nos resulta útil: con el tiempo podríamos instalar allí una misión. Aunque eso es casi imposible una vez lo intentamos y los indios se fueron como a ochocientos kilómetros de distancia.
Connolly miró el muelle derruido que desaparecía detrás de un recodo, confundiéndose con la jungla, tan estropeada como aquella estructura solitaria y melancólica.
—¿Por qué diablos Ryker vino aquí? —En Brasilia había oído hablar de este curioso personaje, ex periodista y hombre de acción, uno de esos hombres que se proclaman a sí mismos ciudadanos del mundo, y que a los cuarenta y dos años, después de consagrar una vida a despreciar la civilización y sus dioses de pacotilla, había desaparecido súbitamente en el Amazonas, donde residía con una de las tribus aborígenes. Casi todos los Gauguin de entonces eran neuróticos o estafadores prófugos pero Ryker parecía un espécimen auténtico, el último ejemplar de una raza de genuinos individualistas que retrocedían empujados por los alambres de púa y la fragmentación de la vida del siglo veinte. Pero el paraíso que había elegido, reflexionó Connolly, parecía hediondo y corrupto, visto de cerca. Sin embargo, mientras el hombre pudiera lograr que los indios exploraran la zona serviría a los propósitos de la misión—. No puedo entender por qué Ryker eligió precisamente la cuenca amazónica. El Pacífico Sur, bueno, pero por todo lo que he leído (y usted acaba de confirmármelo) los indígenas de aquí son una comunidad miserable y enferma, que nada tiene que ver con el buen salvaje.
El capitán Pereira se encogió de hombros, la mirada perdida en el agua aceitosa, la cara hosca y rechoncha salpicada por la intrincada sombra de la malla de alambre. Disimuló un eructo y luego se ajustó el cinturón de la pistola.
—No conozco el Pacífico Sur, pero yo diría que también lo idealizaron, por razones sentimentales. Ryker no vino aquí de turista. Supongo que los indios están enfermos, sí, y que arrastran una existencia mísera. Dentro de cincuenta años quizá se hayan extinguido. Pero entre tanto son los representantes de una cierta forma de vida, indómita y natural, que después de todo nos convirtió en lo que somos. Enfrentan riesgos inmensos, y sin embargo sobreviven. —Miró a Connolly con una sonrisa socarrona—. Pero discútalo con Ryker.
Guardaron silencio, sentados junto a la barandilla, observando cómo el río se desplegaba. Exhaustos y decrépitos, los grandes árboles atestaban las márgenes, y los moribundos expiraban entre los vivos, forcejeando todos entre sí como si se dispusieran a lanzar un ataque final y desesperado sobre la lancha y sus pasajeros. En la media hora siguiente, hasta que abrieron los paquetes de comida, Connolly escrutó las copas de los árboles en busca del gigantesco paracaídas bifurcado que había frenado el descenso de la cápsula. Virtualmente impermeable a las condiciones de la atmósfera, aun se lo podría ver desplegando las alas como un pájaro enorme sobre el pabellón vegetal. Más tarde, luego de beber una lata de la cerveza de Pereira, Connolly se excusó y bajó al camarote.
Las dos cajas de acero que contenían el equipo de rastreo habían sido estibadas bajo la mesa de los mapas. Connolly las sacó y comprobó que los sellos a prueba de humedad estaban todavía intactos. Las posibilidades de llegar a ver la cápsula eran infinitesimales, pero mientras estuviera en buen estado continuaría emitiendo una señal de sonar y de radio en unos treinta kilómetros a la redonda. No obstante, los vuelos de observación habían cubierto toda la mitad norte de Sudamérica, y parecía improbable que la cápsula transmitiera aún alguna señal. Sin duda había sufrido al menos daños menores, y la humedad ya habría corroído las baterías.
Recientemente algunas agencias del Departamento del Espacio de la UN habían difundido una versión no oficial: el coronel Spender no habría maniobrado correctamente cuando reingresaba en la atmósfera, y la cápsula se habría vaporizado; pero Connolly sospechaba que esto era sólo un intento de apaciguar a la opinión pública y preparar el camino para la reiniciación de los programas del espacio. No sólo el dragado del lago Maracaibo sino su propia presencia en la lancha indicaban que el Departamento aún creía que el coronel Spender seguía con vida, o que al menos había sobrevivido al aterrizaje La órbita final de reingreso le hubiera permitido descender a unos ochocientos kilómetros al este de Trinidad pero el último contacto por radio, antes que las capas de ionización alrededor de la cápsula anularan la transmisión, indicaban que el piloto había calculado mal la trayectoria y se había precipitado en la masa continental sudamericana a lo largo de una línea que unía el lago Maracaibo con Brasilia.
Hubo ruido de pasos en la escalerilla, y el capitán Pereira se asomó al camarote. Arrojó la gorra en la mesa y se sentó de espaldas al ventilador, dejando que el viento le agitara el pelo descolorido. Connolly percibió un olor dulzón y desagradable, mezcla de ajo y pomada barata.
—Usted es un hombre sensato, teniente. Quedarse en cubierta es una locura. Sin embargo… —señaló la cara y las manos pálidas de Connolly, recuerdo de un prolongado invierno neoyorquino—, en cierto modo es una lástima que no tome un poco de sol. Esa palidez metropolitana resultará toda una curiosidad para los indios. —Sonrió con afabilidad, mostrando los dientes amarillentos, de modo que la tez oliva pareció aun más, oscura—. Tal vez sea usted el primer hombre verdaderamente blanco que vean los indios.
—¿Y qué me dice de Ryker? ¿El no es blanco?
—Ahora está negro como un grano de café. Casi no se diferencia de los indígenas, salvo porque mide más de dos metros. —Se inclinó sobre una pila de cajas de cartón que había en un extremo del asiento y se puso a revolverlas. Dentro había una colección de artículos misceláneos: madejas de hilo y algodón crudo, terrones de cera y resina, pasta urucu, tabaco y abalorios—. Estas cosas tendrían que convencerlos de que trae usted buenas intenciones.
Connolly lo observó mientras el capitán ataba las cajas. ¿Cuántas patrullas exploradoras se podrán comprar con esto? ¿Está seguro de que trajo lo suficiente? Se me permite gastar hasta cincuenta dólares en regalos.
—Bien —dijo Pereira con sequedad—. Conseguiremos un poco más de cerveza. No se preocupe, teniente, a esta gente no se la compra. Tiene que confiar en la buena voluntad de ellos; con esta bazofia los incitará a hablar.
Connolly sonrió hoscamente.
—Me interesa más sacarlos de las chozas y meterlos en la selva. ¿Cómo va a organizar las patrullas?
—Ya están trabajando.
—¿Qué? —Connolly se inclinó hacia adelante.
—¿Cómo sucedió? Pero tendrían que haber esperado… —Miró de soslayo el pesado equipo de rastreo.
—No pueden haber sabido…
Pereira alzó una mano.
—Mi estimado teniente. Cálmese, era un modo de decir. ¿No lo entiende? Estos son pueblos nómades, se pasan la vida yendo de un lado a otro. En los últimos cinco años han estado cien veces en cada metro cuadrado de esta selva. No hace falta que vuelvan a salir. Hay una sola esperanza: que ellos hayan visto algo, y que usted consiga que hablen.
Connolly reflexionó mientras el capitán desenvolvía otro paquete.
—De acuerdo, pero tal vez yo quiera preparar algunas patrullas. No me voy a pasar tres días sin hacer nada.
—Naturalmente. No se preocupe, teniente. Si ese astronauta descendió en ochocientos kilómetros a la redonda, ellos lo sabrán. —Desenvolvió el paquete y extrajo un pequeño gabinete de teca. El panel frontal se levantaba dejando al descubierto un gran reloj de bronce con cúpula dorada y manecillas y números góticos. El capitán Pereira cotejó la hora con la de su reloj pulsera—. Bien. Anda a la perfección, no atrasó un segundo en cuarenta y ocho horas. Con esto nos ganaremos la estima de Ryker.
Connolly meneó la cabeza.
—¿Para qué diablos quiere un reloj? Creí que el hombre ya no le daba importancia a esas cosas.
Pereira volvió a tapar la cúpula de metal trabajado.
—Ah, bueno, cada vez que huimos de algo nos llevamos algún recuerdo. Ryker colecciona relojes. Este es el tercero que le compro. Dios sabe para qué los usa.
La lancha había cambiado de curso y avanzaba por el río en un círculo amplio; la corriente acariciaba el casco con un murmullo blando y ondulante. Subieron a cubierta, donde el timonel estaba recogiendo partes de la malla de alambre para ver mejor la proa. Los dos marineros se metieron por la abertura y se apostaron a proa y a popa, bichero en mano.
Habían entrado en una cuenca amplia, donde el río se arqueaba y la corriente había desbordado la ribera, transformada en hileras de bancos de lodo. En una extensión de doscientos o trescientos metros el agua parecía casi inmóvil, y se escurría entre los árboles de la orilla, de tal modo que el curso del río era apenas perceptible. Sobre la curva interior del arco, se levantaba un pequeño grupo de chozas, que unas empalizadas de madera sostenían por encima del agua. A ambos lados del poblado asomaba un pequeño promontorio selvático, pero detrás alcanzaba a verse un kampong abierto. En un extremo había varias chozas para almacenamiento de víveres, algunos cobertizos derruidos y unas casuchas de palmera seca.
Toda la zona parecía desierta, pero en cuanto se acercaron, unos pocos indios salieron a la sombra de las enredaderas que dominaban el atracadero, observándolos con ojos pétreos mientras el tajamar arrojaba un penacho de espuma blanca a través de las aguas lustrosas y onduladas. Connolly había esperado encontrarse con un grupo de guerreros altos y corpulentos, con trazos de pintura blanca en los brazos y las mejillas, pero estos indígenas eran diminutos y enfermizos y agachaban los cráneos huesudos, ocultando unas caras consternadas. Parecían mal alimentados y deprimidos, y observaban a los intrusos con una especie de recelosa atención, como perros parias.
Pereira se tapaba los ojos del sol —cuya senda declinante atravesaban ahora— para escrutar el decrépito bungalow de bejuco en un extremo del muelle.
—Todavía no hay señales de Ryker. Tal vez esté dormido o borracho. —Notó la expresión de disgusto de Connolly—. No es un sitio muy acogedor, me temo.
Mientras avanzaban hacia el atracadero y las olas provocadas por la lancha golpeteaban las grasosas estacas de bambú, levantando vaharadas pestilentes, Connolly volvió la mirada hacia el círculo de agua donde la estela curva de la embarcación, corolario del prolongado viaje río arriba hasta este poblado ruinoso, se disolvía en las aguas pesadas y pardas como si fuera el último hilo que lo unía al orden y la cordura de la civilización. Una atmósfera vacía y extraña se cernía sobre esta laguna interior, una sórdida mortaja de aire que era de algún modo tan amenazadora como un gesto de franca hostilidad, como si toda la crueldad y la violencia de las junglas amazónicas se encontraran aquí en un momentáneo equilibrio que podía ser alterado por cualquier movimiento, desatando fuerzas terribles. A lo lejos, río abajo, los grandes árboles se reclinaban como cadáveres en el aire satinado, y el resplandor suspendido sobre el agua embalsamaba la jungla y la caída de la tarde en una quietud intemporal.
La lancha chocó contra el muelle, meciéndose blandamente entre las estacas y desalojando un par de canoas carcomidas por el agua. El timonel dio marcha atrás y esperó a que los marineros aseguraran los cabos. Ningún indio se había acercado a ayudarlos. Connolly advirtió que una cara arrugada y simiesca lo miraba con ojos empañados y febriles, mientras la maltrecha dentadura mordisqueaba nerviosamente un hinchado labio inferior. Se volvió a Pereira, contento de que el capitán intercediera entre él y los indios.
—Capitán, tenía que haberlo preguntado antes, pero… ¿estos indios son antropófagos?
Pereira meneó la cabeza, apoyándose en una viga.
—En absoluto. No se preocupe por eso. Si lo fueran, hace años que se habrían extinguido.
—Ni siquiera… ¿con los blancos? —Por alguna razón, Connolly se sorprendió poniendo un énfasis muy poco sutil en la palabra «blanco».
Pereira se rió, acomodándose la chaqueta del uniforme.
—Por Dios, teniente, no. ¿Tiene miedo de que se hayan comido al astronauta?
—Supongo que no es imposible.
—Le aseguro que no se ha registrado ningún caso. Por si le interesa, le aclaro que es una práctica rara en este continente. Abunda mucho más en el África… y en Europa —añadió con mordacidad. Esbozó una sonrisa, y le dijo a Connolly—: No desprecie a los indios, teniente. Por muy enfermos y sucios que estén, al menos, mantienen una buena relación con el medio. Y con ellos mismos. Aquí no encontrará ningún Cristóbal Colón, ningún coronel Spender, pero tampoco ningún Belsen. Quizá todos ellos son síntomas de un mismo conflicto, ¿no le parece?
Empezaban a acercarse al muelle, y aplastaron una de las canoas, cuya proa crujió y desapareció bajo la quilla de la lancha.
—¡Adelante, Sancho! —le gritó Pereira al timonel—. ¡Más adelante! Maldito sea Ryker… ¿Por dónde anda?
Arrojando una cascada de agua parda e hirviente, la lancha avanzó y se apoyó contra los soportes de bambú, estremeciendo levemente todo el muelle. Cuando apagaron el motor y por fin aseguraron los cabos, Connolly alzó los ojos.
Arriba, un hombre alto, de mandíbulas cuadradas, carraspeó con una expresión de biliosa irritabilidad. Tenía el pecho desnudo y vestía un par de shorts de algodón deshilachado y un chaleco de rafia tejida, sin mangas. Un sombrero de paja de alas anchas casi le tapaba los ojos oscuros. La vigorosa musculatura del pecho y los brazos tenía el color de la teca tropical; las cicatrices blancas de los labios y el rastro borroso de las úlceras que el calor le había abierto en las canillas eran las únicas partes claras. Ahí de pie, con los brazos en jarras y una suerte de aplomada arrogancia, parecía representar a ojos de Connolly esa cualidad de energía indómita que hasta el momento no había lograrlo encontrar en la selva.
Tras completar su examen de Connolly, el hombretón vociferó:
—Pereira, por Dios, ¿qué diablos estás haciendo? ¡Acabas de aplastar una de mis malditas canoas! ¡Dile a ese timonel que se limpie las cataratas de los ojos o le meteré una bala en el culo!
Pereira, sonriendo de buen humor, se encaramó al muelle.
—Cálmate, amigo Ryker. Acuérdate de tu presión. —Observó el casco anegado de la maltrecha canoa, que ahora asomaba lentamente a la superficie—. No sé para qué quieres una canoa, si no vas a ninguna parte.
Ryker estrechó la mano de Pereira con un gruñido.
—Eso es lo que te gusta pensar, capitán. Tú y tu maldita Misión, quieren que yo haga todo el trabajo. Quizá la próxima vez descubran que me fui mil kilómetros río arriba, llevando a los nambas conmigo.
Qué proyecto tan épico, Ryker. Necesitarás un Homero que lo celebre.
—Pereira se volvió y le indicó a Connolly que subiera al muelle. Los indios seguían observándolos impasibles, como tímidos intrusos.
Ryker examinó el uniforme de Connolly con suspicacia.
—¿Quién es éste? ¿Otro presunto antropólogo a la pesca de obscenidades? Te lo avisé la otra vez, no voy a soportar más a esa gentuza.
—No, Ryker. ¿No reconoces el uniforme? Déjame presentarte al teniente Connolly, de esa hermandad de santos de nuestros días gracias a cuya cortesía y generosidad podernos convivir todos pacíficamente… las Naciones Unidas.
—¿Qué? No digas que ahora nos mandan una delegación. ¡Dios del cielo, supongo que me va a aburrir hablándome de cereales y proteínas!
Ryker gruñó irónicamente, revelando una oculta reserva de causticidad.
—Serénate. El teniente es muy cortés y encantador. Trabaja para el Departamento del Espacio, División Rescates. Ya sabes, buscan aviones perdidos y cosas por el estilo. Tal vez puedas ayudarlo. —Pereira le guiñó el ojo a Connolly y le hizo dar un paso adelante—. Teniente, el rajá Ryker.
—Lo dudo —dijo Ryker con hosquedad. Se estrecharon las manos. Los músculos nudosos de los dedos de Ryker se cerraron como una trampa. Aunque encorvado de hombros, Ryker era por lo menos quince centímetros más alto que Connolly. Mantuvo apretada la mano de Connolly un instante, y una leve sombra de interés le asomó bajo la máscara malhumorada—. ¿Cuándo cayó ese avión? —preguntó. Connolly supuso que ya estaba pensando en una provechosa operación de rapiña.
—Hace un tiempo —terció Pereira, sin énfasis.
Recogió el bulto que contenía el reloj de mesa y siguió a Ryker hacia el bungalow del extremo del muelle. Era una construcción de aleros bajos, de bejuco entretejido, cuya única habitación estaba rodeada por una galería cubierta. Las enredaderas del follaje la envolvían confundiéndola con el escenario de palmeras y vegetación, de modo que la casa parecía una momentánea formalización de la jungla.
—Pero los indios quizá hayan oído algo al respecto —prosiguió Pereira—. Hace cinco años, para ser exactos.
Ryker resopló.
—Por Dios, ustedes sí que son gente con esperanza.
Subieron la escalinata de la galería, donde un joven indígena de hombros desnudos observaba desde las sombras con ojos como bolitas mojadas. Con un chasquido de irritación, Ryker plantó la mano en la coronilla del joven y lo empujó escalones abajo. Arrastrándose sobre las rodillas, el joven se incorporó sin dejar de clavar los ojos en Connolly, y luego emitió un sonido que parecía un grito, agudo y nasal, en parte provocado por el miedo y en parte por la excitación. Connolly volvió la mirada desde el pórtico y notó que varios indios se habían reunido en el embarcadero y lo observaban con la misma expresión de irresistible curiosidad.
Pereira palmeó el hombro de Connolly.
—Le dije que iban a impresionarse. ¿Viste eso, Ryker?
Cuando entraron en la casa, Ryker asintió con un gesto, se quitó el sombrero de paja y lo arrojó a una litera bajo la ventana. La habitación era sucia y sombría. Toscos anaqueles de bambú revestían las paredes, ornamentados con unos pocos y primitivos tallados de marfil y bambú. En el centro había un par de mecedoras y una mesa que parecía insignificante frente al inmenso dressoir victoriano de caoba que se alzaba en la pared del fondo. De espejos biselados y molduras ornamentales, era como un altar robado de una catedral. A primera vista, parecía inclinarse hacia un costado, pero luego Connolly advirtió que las patas traseras habían sido cuidadosamente elevadas sobre los desniveles del suelo mediante pequeñas cuñas. En el centro del dressoir, cuyos múltiples reflejos se reproducían infinitamente en un par de espejos laterales, había un despertador barato y ruidoso. Una carabina Winchester de repetición estaba apoyada a un lado, contra la pared.
Ryker invitó a Pereira y Connolly a que se sentaran y alzó la persiana de la ventana trasera. Afuera se veía el poblado, el grupo de chozas dispuestas en círculo. Algunos indios estaban acuclillados en las sombras, sosteniendo las lanzas entre las rodillas. Connolly observó cómo Ryker se paseaba frente a él, notando que la impaciencia del hombre se había transformado en una débil pero evidente crispación. Ryker miraba con fastidio por la ventana, al parecer irritado porque los indios iban congregándose poco a poco frente a las chozas.
Un olor rancio y dulzón impregnaba la casa, y por encima del hombro Connolly vio que en la mesa había un enorme fardo de pieles de animales pequeños, ratones salvajes, o algún otro roedor. Las pieles no estaban bien curadas, unos colgajos de sangre coagulada colgaban de los bordes. Ryker sacudió la mesa con el pie.
—Bueno, aquí tienes —le dijo a Pereira—. Doce docenas. Te aseguro que costó mucho conseguirlas. ¿Trajiste el reloj?
Pereira asintió, sin soltar el paquete. Miró con desagrado las pieles húmedas y hediondas.
—¿Metiste también alguna rata, Ryker? No tienen muy buen aspecto. Tal vez convendría mirarlas afuera…
—¡Maldita sea, Pereira, no seas idiota! —farfulló Ryker—. No conseguirás nada mejor. Yo mismo tuve que limpiarlas. Echémosle un vistazo al reloj.
—Espera un minuto. —La actitud del capitán ya no era jovial y despreocupada. Sacando el máximo provecho de aquella ventaja provisional, estiró la mano y rozó con aprensión una de las pieles. Meneó la cabeza—. Puah… ¿Sabes cuánto pagué por este reloj, Ryker? Setenta y cinco dólares. El crédito de tres años. No estoy tan seguro. Y tú no me ayudas mucho, sabes. ¿Qué me dices de este avión que se vino abajo?
Ryker chasqueó los dedos.
—Olvídalo. No cayó por aquí. Los nambas me lo cuentan todo. —Se volvió a Connolly—. Créame lo que le digo, no hay rastros de ningún avión por aquí. Cualquier misión de rescate perdería el tiempo.
Pereira indagó a Ryker con ojos críticos.
—En realidad no se trata de un avión. —Señaló la insignia del hombro de Connolly—. Era una cápsula del espacio… con un hombre a bordo. Un hombre muy importante y valioso. Nada menos que el piloto lunar, el coronel Francis Spender.
—Bueno… —Arqueando las cejas en la parodia de un gesto de asombro, Ryker caminó hasta la ventana y miró a un grupo de indios que habían avanzado hasta la mitad del campamento—. ¡Por Dios, qué me cuentan! El piloto lunar. ¿De veras piensan que anda por aquí? Pero qué lugar para venir a caer. —Se asomó por la ventana y lanzó unos gritos. Los indios retrocedieron unos pocos pasos—. Idiotas —murmuró Ryker—, esto no es un zoológico.
Pereira le alcanzó el paquete, observando a los indios. Ahora había más de cincuenta, acuclillados a la puerta de las chozas, algunos de los más jóvenes afilando las lanzas.
—Son notablemente curiosos —le dijo a Ryker, quien había depositado el paquete en el dressoir y lo desenvolvía con mucho cuidado—. Sin duda han visto antes a un hombre de piel pálida ¿no?
—No tienen nada que hacer. —Ryker sacó el reloj del gabinete y lo puso cuidadosamente junto al despertador cuyo ruidoso mecanismo ahogaba el sonido casi imperceptible del reloj de péndulo. Ryker miró un momento las manecillas y los números ornamentales. Luego recogió el despertador y dándole una palmada de despedida, como un funcionario que se deshace de un subalterno fiel pero inservible, lo guardó en el armario. Otra vez de buen humor, le palmeó el hombro a Pereira—. Capitán, cuando quieras más pieles de rata, basta con que me des un grito.
Pereira retrocedió y rozó con el talón el pie de Connolly, distrayéndolo de un problema que le preocupaba desde que habían entrado en la choza. Estaba seguro de haber advertido algo importante, pero no lograba identificarlo, como si fuera una pista oculta en un cuento policial.
—No nos preocuparemos por las pieles —dijo Pereira—. Lo que haremos con tu ayuda, Ryker, es celebrar una pequeña asamblea. Quizá los jefes recuerden algo de esa cápsula.
Ryker clavó los ojos en los indios que ahora estaban directamente bajo la galería. Cerró la persiana con irritación.
—Por Dios, Pereira, no saben nada. Dile al teniente que no está haciendo entrevistas en Park Avenue o Piccadilly. Si los indios hubiesen visto algo, yo lo sabría.
—Tal vez. —Pereira se encogió de hombros—. De todos modos, tengo órdenes de colaborar con el teniente Connolly, y unas preguntas no harán daño a nadie.
Connolly se incorporó.
—Luego de semejante viaje, capitán, creo que por lo menos tendríamos que explorar los alrededores. —Se explicó ante Ryker—: Han vuelto a calcular la trayectoria de vuelo final, y es posible que la zona de aterrizaje esté más al Sur. Aquí, muy probablemente.
Meneando la cabeza, Ryker se tumbó en la litera y entrechocó coléricamente los puños.
—Supongo que eso significa que en cualquier momento van a aterrizar aquí con miles de topadoras y lanzallamas. Maldita sea, teniente, si tienen que mandar un hombre a la luna, ¿por qué no utilizan algún patio de ustedes?
Pereira se levantó.
—En un par de días nos vamos, Ryker. —Le hizo un gesto a Connolly y fue hacia la puerta.
Mientras Connolly se ponía de pie, Ryker exclamó:
—Teniente. Usted puede sacarme una duda. —La boca se le enarcó hacia abajo con desagrado—. ¿Por qué mandaron un hombre a la luna?
Connolly se detuvo. Se había contenido durante la conversación porque no quería oponerse a Ryker. La rudeza y la desaprensión del hombre le parecían más patéticas que irritantes.
—¿Usted se refiere a las razones militares y políticas?
—No, de ningún modo. —Ryker se levantó con los brazos en jarras, estudiando a Connolly—. Me refiero a las verdaderas razones, teniente.
Connolly gesticuló con vaguedad. Por algún motivo, una respuesta satisfactoria parecía más difícil de lo que él había supuesto.
—Bueno, quizá podría decirse que se trata de un afán natural de exploración.
Ryker resopló desdeñosamente.
—¿De veras lo cree, teniente? ¡«Afán de exploración»! ¡Por Dios, qué idea estrafalaria! Pereira no cree en esas cosas, ¿no es así, capitán?
Antes que Connolly pudiera responder, Pereira le aferró el brazo.
—Vamos, teniente. Este no es momento para discusiones metafísicas. —Añadió, dirigiéndose a Ryker—: Lo que creamos nosotros no tiene demasiada importancia, Ryker. Un hombre fue a la luna y volvió. Necesita nuestra ayuda.
Ryker frunció el ceño con amargura.
—Pobre tipo. Ha de sentirse muy infeliz en este momento. Aunque alguien que llega tan lejos como la luna y comete la tontería de volver, se merece cualquier cosa.
Hubo ruido de pasos en la galería, y cuando salieron a la luz del sol un par de indios se alejó rápidamente por el muelle, observando siempre a Connolly.
Ryker se quedó en la puerta, impasible, contemplando el reloj, pero se les acercó cuando estaban por subir a la lancha. Mirando de vez en cuando por encima del hombro el semicírculo de indios cada vez más estrecho, clavó en Connolly unos ojos sardónicos.
—Teniente —les gritó antes que bajaran—. ¿Se le ha ocurrido que si Spender llegó a aterrizar, tal vez quiso quedarse aquí?
—Lo dudo, Ryker —dijo Connolly sin alterarse—. En todo caso, no hay muchas posibilidades de que el coronel Spender siga con vida. Lo que nos interesa es encontrar la cápsula.
Ryker estaba por replicar cuando un débil zumbido metálico sonó en la dirección del bungalow. Miró alrededor con hostilidad, esperando a que el ruido se interrumpiera, y por un momento todo el cuadro, compuesto por los hombres a bordo de la lancha, la figura encorvada en el muelle, y los indios que estaban detrás, quedó congelado en una postura absurdamente inmóvil. El mecanismo del viejo despertador, obviamente, tenía toda la cuerda, y el zumbido se prolongó durante treinta segundos y culminó en un chasquido abrupto.
Pereira sonrió. Miró el reloj pulsera.
—Está en hora, Ryker.
Pero Ryker había regresado al bungalow, dispersando a los indios que le entorpecían el paso. Connolly observó cómo el grupo se disolvía, y de pronto chasqueó los dedos.
—Tiene razón, capitán. Claro que está en hora —repitió mientras bajaban al camarote.
Evidentemente fatigado por el encuentro con Ryker, Pereira se desplomó junto al equipo de Connolly y se desabotonó la chaqueta.
—Siento lo de Ryker, pero se lo advertí. Con franqueza, teniente, daría lo mismo que nos fuéramos. Aquí no hay nada. Ryker lo sabe. Sin embargo, no es ningún tonto, y es capaz de falsear cualquier tipo de evidencia si puede sacar algún provecho. A él no le importaría que vengan las topadoras.
—No estoy tan seguro. —Connolly miró fugazmente por la tronera—. Capitán, ¿Ryker tiene una radio?
—Por supuesto que no. ¿Por qué?
—¿Está seguro?
—Absolutamente. Nada le interesaría menos. En todo caso, aquí no hay electricidad, y Ryker no tiene acumuladores. —Advirtió la expresión concentrada de Connolly—. ¿En qué está pensando, teniente?
—¿Usted es el único contacto? ¿No hay otros traficantes en la zona?
—Ninguno. Los indígenas son demasiado peligrosos, y no hay nada que traficar. ¿Por qué supone que Ryker tiene una radio?
—Una radio o algo muy similar. Capitán, acaba usted de señalar que el viejo despertador estaba en hora. ¿No se le ocurrió preguntarse cómo?
Pereira se incorporó con lentitud.
—Teniente, una observación perspicaz.
—Sí. Sabía que había algo raro en esos dos relojes puestos uno junto al otro. Esos despertadores son los más baratos que puedan conseguirse, y notoriamente inexactos. A menudo atrasan dos o tres minutos en veinticuatro horas. Pero ese reloj daba la hora correcta con un error de diez segundos. Ningún instrumento óptico pudo permitirle ese grado de precisión.
Pereira se encogió de hombros con escepticismo.
—Pero hace más de cuatro meses que yo no vengo por aquí. Y hasta entonces él nunca comparaba su hora con la mía.
—Por supuesto que no. No era necesario. La única explicación posible para semejante precisión es que Ryker recibe diariamente información sobre la hora, ya sea por radio o por alguna otra señal de largo alcance.
—Un momento, teniente. —Pereira contempló la luz del crepúsculo entre los árboles—. La coincidencia es notable, pero tiene que haber alguna explicación inocente. No se apresure a concluir que Ryker se ha apoderado de algún instrumento de la cápsula perdida. Otros aviones se han estrellado en la jungla. ¿Y cuál sería el objeto? Ryker no dirige una línea aérea ni un ferrocarril. ¿Para qué querría saber la hora, la hora exacta, con una precisión de diez segundos?
Connolly tamborileó en la tapa de la caja de instrumentos, dominando su creciente exasperación ante la negativa de Pereira a encarar el asunto con seriedad, ante la perezosa tolerancia con que el hombre hablaba de Ryker, los indios y la selva. Obviamente le molestaba que Connolly investigara los secretos de este mundo privado.
—Los relojes se han transformado en la idea fija de Ryker —continuó Pereira—. Quizás ha desarrollado una notable sensibilidad por esos mecanismos. Conocer la hora exacta podría ser como un sustituto de la civilización que Ryker ha abandonado. —Pereira humedeció pensativamente el extremo del cigarro—. Pero es extraño, de veras. Tal vez valga la pena investigar un poco, al fin y al cabo.
Después de una fresca noche en el camarote con aire acondicionado, Connolly, al día siguiente, exploró discretamente la zona del poblado. Pereira desembarcó dos botellas de whisky y un sifón de soda, y pudo distraer la atención de Ryker mientras Connolly recorría el kampong con el equipo de rastreo. Un par de veces oyó los gritos burlones que Ryker le lanzaba desde la ventana, mientras sorbía el vaso de whisky. Por momentos, cuando Ryker dormía, Pereira salía del bungalow, el uniforme empapado de sudor, y trataba de ahuyentar a los indios.
—Mientras no se aleje demasiado de Ryker, estará a salvo —le dijo a Connolly. La maleza estaba entrecruzada de senderos, y cuando una de las bifurcaciones regresaba al poblado se le añadía otra que no tenía ninguna relación con las demás. Este laberinto se extendía varios kilómetros a la redonda—. Si se pierde, no se deje dominar por el pánico. Quédese donde está. Tarde o temprano podremos encontrarlo.
Al cabo de un tiempo Connolly renunció a localizar las señales de la cápsula perdida —no se oía nada en las bandas de sonar ni en las de radio—, y trató de comunicarse por señas con los indios, pero con excepción del joven de ojos húmedos y límpidos que había estado observándolo desde la galería del bungalow, todos se limitaban a mirarlo con caras impasibles. Pereira identificó a este joven como hijo del ex médico-brujo de la tribu («Ryker en cierto modo usurpó sus funciones. El viejo, por alguna razón, perdió la confianza de la tribu»). En tanto que los otros indios observaban a Connolly como si estuvieran viendo una sombra invisible y numinosa, como si del cuerpo del teniente emanara un nimbo incorpóreo, el joven parecía entender que Connolly tenía algún talento especial, acaso no muy diferente de los que su padre había puesto en práctica en otros tiempos. No obstante, los intentos de Connolly para hablar con el joven se veían frustrados por el hecho de que el muchacho sufría de una oftalmía purulenta de origen gonocócico, extremadamente contagiosa, de modo que los ojos le lagrimeaban sin interrupción. Muchos, indígenas padecían de este mal y estaban amenazados por una ceguera permanente, y Connolly había observado que se trataban los ojos con un agua donde habían disuelto una cierta corteza aromática.
La despreocupada autoridad con que Ryker trataba a los indios no dejaba de intrigar a Connolly. Tumbado en la silla, apoyado contra el dressoir de caoba y acariciando con una mano el reloj de bronce, el hombre solía pasar el tiempo compartiendo con Pereira una charla nostálgica y lacrimosa. Luego, indiferente al peligro, Ryker arrastraba los pies hasta las chozas polvorientas, se abría paso entre los indios, y los mandaba a buscar leña para el destilador de agua; a los que estaban acuclillados, los obligaba a levantarse sin consideración. Lo que interesaba a Connolly era la reacción de los indígenas ante la rudeza de este trato. Parecían someterse no porque creyeran en la fuerza personal de Ryker o porque lo consideraran un rey, sino porque aceptaban que al menos por el momento a él le correspondía ejercer el poder. Sin duda Ryker les era útil en algún sentido, como intermediario ante la Misión, pero esto no bastaba para explicar el origen de ese dominio. Más allá de ciertos límites no del todo definidos —el perímetro del poblado— la autoridad de Ryker era casi inexistente.
En la mañana del segundo día asomó una explicación, cuando Connolly se extravió en la selva.
Después del desayuno Connolly estaba sentado bajo el toldo de la cubierta, contemplando la superficie parda y gelatinosa del río. El kampong estaba desierto. Durante la noche los indios habían desaparecido en la floresta. Como los lemmings, un impulso irresistible parecía dominarlos de pronto, y a veces ese afán migratorio era tan fuerte que los llevaba a trescientos kilómetros de distancia; en otras ocasiones emprendían el viaje animosamente y perdían todo interés durante la marcha, de modo que regresaban al poblado, abatidos y en grupos pequeños.
Resuelto a sacar el máximo provecho de esa ausencia, Connolly cargó el equipo de rastreo y trepó al muelle. Unas pocas hogueras moribundas humeaban quejumbrosamente entre las chozas, y el polvo rojo estaba cubierto de utensilios abandonados y vasijas rotas. A lo lejos se había levantado la bruma matinal, que flotaba ahora sobre la enramada, y Connolly alcanzó a divisar lo que parecía una colina de escasa altura, un promontorio que no pasaba de los treinta y cinco metros y que se elevaba sobre el suelo chato de la jungla a menos de medio kilómetro.
A la derecha, entre las chozas, alguien se movió. Un viejo estaba sentado a solas entre las vasijas destrozadas y los cestos de rafia, con las piernas cruzadas, bajo un toldo pequeño e improvisado. Casi confundida con el polvo, la figura moribunda parecía contener toda la futilidad y degradación de la selva amazónica.
Sin dejar de pensar en las razones que habrían inducido a Ryker a exiliarse en la jungla, Connolly se encaminó al promontorio.
Ryker se había comportado extrañamente la noche anterior. Poco después del crepúsculo, cuando el sol se hundía en el oeste, bañando la jungla en un inmenso resplandor lapislázuli y dorado, la charla continua y el movimiento de los indios habían cesado de pronto. Connolly había disfrutado del silencio, pues el crujido incesante de las cañas de bejuco y el rechinar de las piedras molares con que los indígenas trituraban los alimentos enviados por el gobierno se habían vuelto monótonos. Pereira hizo varias visitas cautelosas al borde del poblado, informándole que los indios estaban sentados en un amplio círculo fuera de las chozas, mirando el bungalow. Ryker, por su parte, descansaba a la luz de la luna en la galería, con la mano en la barbilla y una bota sobre la baranda, y observaba morosamente a los miembros de la tribu.
—Han sacado las lanzas y las plumas ceremoniales —susurró Pereira—. Por un momento estuve a punto de creer que preparaban un ataque.
Al cabo de media hora de espera, Connolly subió al embarcadero y encontró a los indios acuclillados en un círculo oscuro y silencioso, bajo la mirada imperativa de Ryker. Sólo el hijo del brujo hizo algún intento de acercarse a Connolly, deslizándose sigilosamente entre las sombras. En la mano llevaba lo que parecía un objeto de obsidiana azul, algún talismán paternal que había perdido sus poderes.
Connolly, inquieto, regresó a la lancha. Dormían todos, cuando un alarido brutal los despertó, poco después de las tres. Al llegar a cubierta, oyeron el rumor de unos pies en el polvo, el siseo de las hogueras apagadas y los recipientes volcados. Ryker, que al parecer encabezaba el grupo, profirió una serie de gritos articulados y desapareció en la espesura. Un minuto más tarde, el poblado estaba desierto.
—¿A qué juega Ryker? —musitó Pereira, mientras los dos observaban desde el crujiente embarcadero, a la luz de una luna polvorienta—. Esta ha de ser la razón de la autoridad de Ryker sobre los nambas. —Desconcertados, volvieron a los catres.
Cuando llegó al linde del promontorio, Connolly se paseó por un pequeño huerto que había vuelto a la naturaleza, mientras recordaba aún el exultante rugido con que la voz de Ryker había hendido el silencio nocturno de la jungla. Recogió perezosamente algunas guayas apenas maduras y unas cajúas de color vívido y jugo ácido, levemente aromático. Luego de escupir la pulpa, buscó la manera de salir del huerto. A los pocos minutos comprendió que se había extraviado.
El promontorio que desde lejos parecía un montículo compacto, era en realidad un conjunto de elevaciones pequeñas, el residuo de lo que en un tiempo había sido un sistema lacustre cerrado, y las hondonadas entre las pendientes eran aún cenagales profundos y peligrosos. Connolly depositó el equipo al pie de un árbol. Sacó la pistola y disparó dos tiros al aire con la esperanza de llamar la atención de Ryker y Pereira. Se sentó a aguardar a que lo rescataran, aprovechando la oportunidad para abrir el equipo y limpiar los cuadrantes.
A los diez minutos no había llegado nadie. Algo desanimado, y temiendo que los indios pudieran encontrarlo allí, Connolly se echó el equipo al hombro y partió hacia el noroeste, tomando aproximadamente la dirección del poblado. El terreno se elevó en una cuesta. De pronto, cuando atravesó una hilera de magnolias silvestres, irrumpió en un claro en la cresta del promontorio.
En el pastizal, en cuclillas, y apoyados contra los troncos de los árboles, se encontraban todos los miembros de la tribu nambikwara. Lo enfrentaban con una expresión impávida y vigilante, y los ojos les brillaban como abalorios entre las hierbas altas. Presumiblemente ya habían estado sentados en el claro, a sólo cincuenta metros, cuando él había disparado el arma, y Connolly tuvo la inquietante impresión de que habían esperado a que él entrara exactamente por el lugar que había escogido.
Connolly, vacilante, aferró con más fuerza el aparato de radio. Las caras de los indígenas parecían de teca barnizada, y se habían pintado los hombros con un delicado mosaico de colores terrosos. Al ver las lanzas erguidas en el pastizal, Connolly echó a caminar por el claro hacia una brecha entre las magnolias.
Los indios permanecieron inmóviles unos minutos. Luego, con un coro de aullidos, brincaron fuera del pastizal y rodearon a Connolly, parloteando confusamente. Ninguno de ellos medía más de un metro y medio, pero los cuerpos ágiles y rechonchos le estorbaban y le entorpecían la marcha. Al rato el tumulto se apaciguó, y dos o tres caudillos se adelantaron para inspeccionar a Connolly con más detenimiento; lo pellizcaron y lo rozaron, juntando el pulgar y el índice, como si fueran expertos examinando un interesante objeto taxidérmico.
Al fin, con una serie de chillidos y gruñidos estridentes, los indios avanzaron hacia el centro del claro, obligando a Connolly a precederlos con violentas palmadas en las piernas y los hombros, como arrieros instigando a un cerdo corpulento. Parloteaban furiosamente entre sí, y algunos segaban el pasto con los machetes y juntaban manojos de hierba en los brazos.
En el pastizal Connolly tropezó con algo y cayó de rodillas. La correa del equipo se le soltó, y al incorporarse, mientras trataba de sostener el pesado gabinete, el revólver se le cayó y se le perdió en el pasto.
Sin poder contenerse, empezó a gritar por encima de las cabezas saltarinas que lo rodeaban. De pronto, asombrado, oyó que uno de los indios que iba junto a él les gritaba a los otros. En seguida el estribillo circuló de boca en boca, y la multitud se detuvo reorganizándose a su alrededor. Jadeando, Connolly se calmó, y se puso a hurgar en el pasto enmarañado en busca del revólver, y entonces advirtió que los indios ya no tenían los ojos fijos en él, sino en los cuadrantes del equipo. Las seis manecillas oscilaban furiosamente luego de esa precipitada marcha por el claro, y los indios habían bajado los machetes y las lanzas para mirar boquiabiertos las agujas temblorosas.
En eso estalló un grito en el linde del claro, y un hombre corpulento y de cara feroz, con sombrero de paja, empuñando una carabina como si fuera una barra, se abrió paso entre los indios y los obligó a retroceder. Connolly se quitó el equipo del cuello, y sintió en el codo la mano firme de Pereira.
—Teniente, teniente —le reprochó Pereira en voz baja, una vez que recobraron la pistola y emprendieron el regreso al poblado, mientras el griterío de los indígenas se apagaba entre las malezas—, un poco más y llegábamos para dedicarle una oración.
Esa tarde Connolly se sentó en una silla de lona en la cubierta de la lancha. Casi la mitad de los indios había regresado, y todos vagabundeaban entre las chozas como si no supieran qué hacer, pateando las hogueras. Ryker, cuya autoridad se había reafirmado, estaba de vuelta en el bungalow.
—Usted me dijo que no eran caníbales —le recordó Connolly a Pereira.
El capitán chasqueó los dedos, como si estuviera pensando en algo más importante.
—No, y es cierto. Deje de preocuparse, teniente, no va a terminar sus días en una olla. —Cuando Connolly se calmó, el capitán se meció animadamente sobre los talones. Se había alisado el uniforme, y llevaba el cinturón de la pistola y la correa en las posiciones reglamentarias. La visera de la gorra casi le cubría los ojos. Era evidente que el peligro por el que Connolly había pasado confirmaba alguna sospecha privada de Pereira—. Mire, no son caníbales en el sentido dietético del término, tal como lo entienden en la Organización de Alimentación y Agricultura cuando clasifica a las tribus aborígenes. No están al acecho de presas humanas ni las prefieren a otras. Pero —aquí el capitán miró fijamente a Connolly— en ciertas circunstancias, después de una ceremonia de fertilidad, por ejemplo, suelen comer carne humana, Como todos los integrantes de las comunidades primitivas numéricamente pequeñas, los nambikwaras jamás entierran a los muertos. En cambio se los comen, que es una manera de conservar lo perdido y perpetuar la identidad corpórea de los difuntos. ¿Ahora me entiende?
Connolly hizo una mueca de disgusto.
—Me alegra enterarme de que estuve a punto de ser perpetuado.
Pereira miró hacia el kampong.
—En realidad, nunca comerían a un hombre blanco, para no corromper a la tribu. —Hizo una pausa—. Al menos, eso es lo que siempre he oído. Es extraño, algo parece haber… Escuche, teniente —explicó—, no puedo ordenar los hechos, pero estoy convencido de que deberíamos quedarnos unos días más. Hay varios elementos que me parecen sospechosos. Estoy seguro de que Ryker oculta algo. Ese promontorio donde usted se perdió es una especie de túmulo sagrado, y por la forma en que los indios miraban los instrumentos, tengo la certeza de que ya han visto algo parecido… tal vez un tablero con muchas esferas luminosas…
—¿La Goliath 7? —Connolly sacudió la cabeza con incredulidad. Escuchó cómo la resaca del río golpeteaba sordamente contra la quilla de la embarcación—. Lo dudo, capitán. Me gustaría creerle, pero por alguna razón no parece muy probable.
—Estoy de acuerdo. Es preferible cualquier otra explicación. ¿Pero cuál? Los indios estaban en cuclillas en el promontorio, esperando que alguien llegara. ¿De qué se acordaron cuando vieron el equipo?
—¿Del reloj de Ryker? —sugirió Connolly—. Tal vez les parezca un amuleto, un juguete mágico.
—No —dijo categóricamente, Pereira—. Estos indios son demasiado pragmáticos, los juguetes inútiles no les impresionan. Que no lo hayan matado significa que el equipo de usted tenía para ellos un poder muy real y terreno. Mire, suponga que la cápsula descendió aquí y que Ryker la sepultó en secreto, y que los relojes de algún modo lo ayudan a identificar el sitio donde la enterró. —Pereira se encogió de hombros, como si no diera crédito a sus propias palabras—. Es una posibilidad.
—Lo dudo —dijo Connolly—. Además, Ryker no pudo enterrar la cápsula él solo, y si el coronel Spender hubiese sobrevivido al descenso, Ryker lo habría ayudado.
—No estoy tan seguro —dijo Pereira, pensativo—. Creo que a nuestro amigo Ryker le hubiese parecido muy gracioso que un hombre se tomara el trabajo de volver de la luna sólo para que lo mataran unos salvajes. Una broma demasiado buena para dejarla pasar.
—¿Qué creencias religiosas tienen estos indios? —preguntó Connolly.
—No profesan una religión formalizada, con un credo o un dogma. Como se comen a los muertos, no necesitan crear una vida ultraterrena para reanimarlos. En general celebran uno de esos cultos que los antropólogos llaman «del cargamento». Como dije, son muy materialistas. Por eso son tan perezosos. Suponen que en algún momento del futuro llegará un galeón mágico o un pájaro gigante, trayéndoles una inagotable cornucopia de bienes terrenales, y todo lo que hacen es sentarse a esperar el gran día. Ryker alienta ese tipo de ideas. Es muy peligroso… En algunas islas melanesias las tribus que practican un culto de cargamento degeneraron por completo. Se pasan el día tirados en las playas, esperando a que llegue la nave voladora de la Organización Mundial de Alimentos…
La voz se le perdió en un murmullo. Connolly asintió y dijo las palabras que Pereira había callado.
—O… ¿una cápsula del espacio?
Pese a la creciente aunque confusa convicción de Pereira de que en esa zona podían descubrir algo relacionado con la cápsula perdida, Connolly seguía mostrándose escéptico. El peligro reciente lo había dejado sereno y desapegado, y pensaba en la cercanía de la muerte con una especie de fatalismo distante, identificándola con el anónimo flujo y reflujo de la vida en las selvas amazónicas, con aquellas miríadas de muertes olvidadas, y con el interminable espectáculo de árboles sin vida caídos en los senderos que se internaban en la espesura desde el kampong. Habían bastado dos días para que la jungla empezara a impregnarle la mente con su propia lógica, y la posibilidad de que la nave hubiera descendido en ese lugar le parecía cada vez más remota. Los dos elementos pertenecían a distintos sistemas del orden natural, y le costaba imaginarlos juntos. Por otra parte, tenía una razón más profunda para justificar su incredulidad, reforzada por la referencia de Ryker a las «verdaderas» razones de los vuelos a la luna. Había dicho de algún modo que todo el programa del espacio era el síntoma de que algún malestar inconsciente afectaba a la humanidad, y especialmente a las tecnocracias occidentales, y que tanto las naves del espacio como los satélites se habían lanzado porque esos vuelos satisfacían ciertas compulsiones y deseos escondidos. En cambio, en la jungla, donde el inconsciente se manifestaba en toda su desnudez, no había necesidad de semejantes proyecciones, y la posibilidad de que el Amazonas desempeñara alguna función en el éxito o el fracaso de una misión en el espacio era por una suerte de paralaje psicológico cada vez más borrosa y distante, pues la misma cápsula se convertía en un fragmento de una fantasía que se desintegraba.
Sin embargo accedió a que Pereira llevara consigo el equipo de rastreo, pues esa noche pensaba seguir a Ryker y los indios cuando se internaran en la selva.
Una vez más, después del atardecer, el mismo silencio ritual descendió sobre el poblado, y los indios se apostaron a la puerta de las chozas. Como un moroso reyezuelo en el exilio, Ryker permanecía echado en la galería, mirando de soslayo el reloj que se veía por la ventana. A la luz de la luna, innumerables ojos húmedos y oscuros lo observaban sin pestañear.
Finalmente, media hora más tarde, el corpachón de Ryker despertó a la vida y atravesó el poblado lanzando formidables alaridos. Los indios lo siguieron, internándose en la selva. A lo lejos, perfilándose apenas contra la luz del cuarto creciente, la chata protuberancia del túmulo tribal se erguía sobre el negro pabellón de la jungla. Pereira esperó a que el ruido de la estampida se pagara, luego se encaramó al muelle y desapareció en a sombra.
Connolly oía a la distancia los gritos apagados de Ryker y sus hombres mientras se abrían paso por la espesura segando la maleza a machetazos. La brisa avivó un rescoldo en el extremo opuesto del kampong, iluminado al viejo que había visto esa mañana, probablemente el olvidado médico-brujo. Junto a él se alzaba una silueta más delgada, el joven de ojos límpidos que había estado siguiendo a Connolly.
Una puerta chirrió en la galería del bungalow, y Connolly vio la lejana imagen del río bañado por la luna reflejada en los espejos del dressoir victoriano. Connolly observó cómo la puerta golpeaba débilmente; luego caminó por el embarcadero, hasta la escalera.
En los anaqueles de la choza había unas viejas latas de tabaco, y en un rincón, detrás de la puerta, se amontonaban en desorden unas cuantas botellas vacías. El reloj de bronce estaba guardado en el dressoir de caoba. Luego de tantear las puertas, aseguradas con un grueso candado, Connolly vio un ajado volumen en rústica sobre el dressoir, junto a una caja de municiones medio vacía.
La pequeña impresión en negro de la cubierta, sobre un fondo rojo y desvaído, era apenas descifrable, borroneada por el sudor de los dedos de Ryker. A primera vista parecía una colección de tablas de logaritmos. Eran unas ochenta páginas, todas atiborradas de nítidas columnas de cifras y tabulaciones.
Connolly se acercó curioso a la puerta con el manual en la mano. La portada era más explícita:
ECO III
TABLAS CONSOLIDADAS
DE TRAYECTORIAS CELESTES
1965-1980
TIEMPO DEL MG
Publicado por la NASA. (National Astronautics & Space Administration), Washington, D.C., 1965, Parte XV. Longitud 40-80 Oeste, Latitud 10 Norte-35 Sur (Continente Sudamericano).
Precio: 35 c.
Connolly volvió las páginas con creciente interés. El manual se abrió en la sección encabezada: Lat. 5 Sur. Long. 60 Oeste. Recordó que esa era la posición aproximada de Campos Buros. Tabuladas por año, mes y día, las columnas de cifras enumeraban las elevaciones e indicaciones astronómicas para avistar al satélite Eco III, la última de las enormes esferas de aluminio que estaba en órbita alrededor de la Tierra desde el lanzamiento del Eco I en 1959. Toscas líneas en lápiz tachaban todos los registros hasta el año 1968. A partir de ahí las marcas eran específicas, y cada minúsculo registro estaba cruzado por un pequeño tilde. El grafito borroneado había agrisado las páginas.
Guiándose por este minucioso dédalo de tachaduras. Connolly encontró el último registro: 17 de marzo de 1978. La hora y ubicación eran: 1:22 a.m. Elevación 43 grados O.N.O., Capella-Erídano. El registro del día siguiente, una línea más abajo, indicaba una hora más tarde y leves variantes en la orientación.
Sacudiendo la cabeza con amargura, maravillado de la astucia de Ryker, Connolly miró su reloj. Era la una y veinte, y faltaban dos minutos para la próxima aparición del Eco III. Miró el cielo en busca de la constelación de Erídano, de donde emergería el satélite.
Esto explicaba el ascendiente de Ryker sobre los indios. Sin duda no había nada más apropiado para que un hombre blanco físicamente acabado intimidara y asombrara a una tribu de salvajes primitivos. Armado con sólo una colección de tablas y un reloj seguro, prácticamente podía señalar la aparición del satélite en el primer segundo de la trayectoria visible. Los indios, por supuesto, estaban maravillados y desconcertados ante ese viajero espectral que surcaba el cielo nocturno, continuando una imperturbable ronda cósmica, como una señal que atravesara las profundidades más insondables de la mente. Que Ryker hubiera anunciado la hora y el lugar exactos de la aparición, confirmaba los poderes que le había atribuido al satélite.
Connolly ahora comprendió por qué el despertador daba la hora correcta: mediante las tablas, Ryker todas las noches había leído la hora exacta en el cielo. Era de suponer que un reloj más preciso lo liberaría de la necesidad de perder tiempo esperando la llegada del satélite: ahora podría partir hacia el túmulo con escasos minutos de anticipación.
Mientras caminaba hacia el muelle, Connolly escudriñó el cielo. A lo lejos resonó un grito en la atmósfera nocturna, atravesando la jungla como un alma en pena. El timonel, sentado en las amuras de la lancha, lanzó un gruñido y señaló el cielo sobre la margen opuesta. Siguiendo el brazo levantado, Connolly pronto descubrió el veloz punto luminoso. Iba directamente hacia el túmulo. El satélite surcaba el cielo impasiblemente, un pestañeo entre los cirros de gran altura, una nave incorporada al culto de los nambikwaras.
El satélite estaba por desaparecer entre las estrellas del sudoeste cuando un débil ruido de pasos llamó la atención de Connolly. Se volvió y vio al joven de ojos húmedos, el hijo del brujo, de pie a poca distancia, y mirándolo consternadamente.
—Hola, muchacho —lo saludó Connolly. Señaló el satélite que desaparecía—. ¿Ves la estrella?
El joven asintió con un gesto apenas perceptible. Titubeó un instante, luego se acercó y tocó el reloj pulsera de Connolly, raspando la esfera con la uña córnea. Los ojos le brillaban como lunas sumergidas.
Connolly, perplejo, dejó que el joven inspeccionara el reloj. El muchacho observó cómo giraba el segundero con una expresión atónita y extasiada. Con enfáticos movimientos de cabeza, señaló el cielo.
Connolly sonrió.
—¿Así que entiendes? ¿Has seguido de cerca al viejo Ryker, no? —dijo con un gesto alentador, mientras el muchacho golpeaba ansiosamente el reloj, al parecer tratando de conjurar un segundo satélite. Connolly se echó a reír—. Lo siento, muchacho. —Palmeó el manual—. Lo que necesitas, en realidad, es este fajo de comodines.
Connolly iniciaba el regreso hacia el bungalow cuando el joven corrió impulsivamente y le cerró el paso, abriendo las piernas en una postura agresiva. Luego, con gran ceremonia, extrajo un objeto con cubierta de vidrio, algo que Connolly recordó haber visto antes en sus manos.
—Eso parece interesante. —Connolly se inclinó para examinar el objeto, y a la luz tenue llegó a distinguir una esfera luminosa antes que el joven se lo arrebatara—. Un minuto, muchacho. Déjame echarle otro vistazo.
Luego de una pausa se repitió la pantomima, pero el joven se negaba a permitirle a Connolly algo más que una fugaz inspección. Connolly volvió a ver una esfera indicadora y una aguja trémula. Entonces el joven dio un paso y tocó la muñeca de Connolly.
Connolly se apresuró a soltar la malla metálica. Le arrojó el reloj al joven, quien en seguida dejó caer el instrumento. Consumado el trueque, canturreó complacido, se volvió y desapareció entre los árboles.
Inclinándose y cuidándose de no tocar el instrumento con las manos, Connolly examinó la esfera. El armazón metálico estaba roto y desgarrado, como si lo hubiesen arrancado de un tablero de control con una herramienta precaria. Pero la cubierta de vidrio y la esfera aún estaban intactas. En el centro se leía la inscripción:
ALTIMETRO LUNAR
MILLAS: 100
GOLIATH 7
GENERAL ELECTRIC CORPORATION
SCHENECTADY
Connolly recogió el instrumento y lo acunó, sintiéndose un momento como Parsifal con el Santo Grial en las manos. Los sellos de presión estaban rotos, y el giróscopo flotaba libremente sobre el colchón de aire. La aguja indicadora se deslizaba de un lado a otro como un pájaro inquieto.
El muelle crujió y Connolly se volvió para ver quién se acercaba. Era la figura sudorosa del capitán Pereira, con la gorra en una mano y hamacando el equipo en la otra.
—¡Teniente! —jadeó—. Espere a que le cuente. ¡Qué farsa! ¡Es extraordinario! ¿Sabe lo que hace Ryker? Es tan simple que parece increíble que a nadie se le haya ocurrido antes. La mejor broma que se haya concebido jamás. —Bufando, se sentó en el fardo de pieles apoyándose contra la escalerilla—. Le daré una pista: Narciso.
—Eco —replicó Connolly con indiferencia, sin dejar de observar el instrumento que tenía en las manos.
—¿Lo pescó? ¡Muy astuto! —Pereira se frotó la visera de la gorra—. ¿Cómo se dio cuenta? No era tan obvio. —Tomó el manual que le ofrecía Connolly—. ¿Qué diablos…? Ah, ya veo, así queda todo aclarado. Por supuesto. —Se palmeó la rodilla con el manual—. ¿Encontró esto en el bungalow? Me quito el sombrero ante Ryker —continuó mientras Connolly depositaba el altímetro en el muelle—. Seamos francos, el truco es muy hábil. Imagínese, él llega aquí, encuentra una tribu que practica un arraigado culto del cargamento, abre el manual y dice: «Presto, la gran nave blanca no tardará en llegar: ¡YA!».
Connolly asintió, luego se levantó y se secó las manos con una tira de bejuco. Cuando Pereira dejó de reírse, señaló la esfera luminiscente del altímetro que tenían a los pies.
—Capitán, algo más llegó —dijo con serenidad—. No se preocupe por Ryker y el satélite. Este cargamento aterrizó en serio.
Mientras Pereira se hincaba de rodillas e inspeccionaba el altímetro con un silbido de asombro, Connolly caminó hasta el borde del embarcadero y miró a través de la vasta superficie del río silencioso los árboles gigantescos suspendidos sobre el agua, criaturas desoladas y mudas que asistían a un funeral de cataclismo; la marea les había arrebatado las agudas voces de plata.
A la mañana siguiente, media hora antes de la partida, Connolly aguardaba en cubierta mientras el capitán Pereira terminaba de interrogar a Ryker. El sol azotaba el kampong desierto, otra vez abandonado por los indios. Una voluta de humo blanco se curvaba en el cielo. El viejo médico-brujo y su hijo habían desaparecido, tal vez con el propósito de ensayar sus habilidades en una tribu vecina, pero Connolly no lamentaba la pérdida del reloj. Abajo, puesto a buen recaudo junto con el equipaje, estaba el altímetro, escrupulosamente esterilizado y sellado. Sobre la mesa, a poco más de medio metro de distancia, yacía el manual de Ryker.
Por alguna razón no quería ver a Ryker, pese al desprecio que sentía por él, y cuando Pereira salió del bungalow comprobó con alivio que venía solo. Connolly había resuelto que no regresara con las patrullas de rescate, cuando vinieran en busca de la cápsula; Pereira sería un guía adecuado.
—¿Y bien?
El capitán esbozó una tenue sonrisa.
—Oh, lo admitió, por supuesto. —Se sentó en la barandilla y señaló el manual—. Después de todo, no le quedaba alternativa. Sin eso su existencia aquí habría sido insostenible.
—¿Admitió que el coronel Spender descendió aquí?
Pereira asintió.
—No con tantas palabras, pero fue claro. La cápsula está enterrada en las cercanías… bajo el túmulo, diría yo. Los indios capturaron al coronel Spender, y Ryker sostiene que no pudo hacer nada.
—Eso es mentira. Me salvó en la jungla, cuando los indios pensaron que yo acababa de aterrizar.
—Las situaciones eran algo distintas —dijo Pereira, encogiéndose de hombros—. Además, tengo la impresión de que Spender estaba muriéndose de todos modos. Ryker dice que el paracaídas estaba quemado. Probablemente aceptó un fait accompli, se limitó a decidir que no intervendría y a mantener todo el asunto en secreto, incorporando el aterrizaje al culto local. Muy útil, sin duda. Había estado engañando a los indios con el satélite, pero tarde o temprano se habrían impacientado un poco. Después que la Goliath se estrelló por supuesto que ya estaban preparados para seguir observando el Eco eternamente, esperando el próximo aterrizaje. —Una frágil sonrisa le cruzó los labios—. Huelga aclarar que para Ryker todo el episodio es algo así como una broma macabra. Las víctimas son usted y todo el mundo civilizado.
Un portazo retumbó en la galería, y Ryker salió a la luz del sol. Caminó hacia la lancha, el torso desnudo y la cabeza descubierta.
—Connolly —gritó—. ¡Usted tiene mi libro de trucos!
Connolly se acercó a la mesa y acarició el manual. La culata de su pistola golpeteó contra el borde de la mesa. Alzó los ojos hacia Ryker, hacia el corpachón dorado bañado por la luz de la mañana. Pese al tono de la voz aun beligerante, había habido en Ryker un cambio sutil. El destello irónico de los ojos había desaparecido; y ahora era visible la corteza interior de astucia y suspicacia que había envuelto a este hombre, apartándolo del mundo. Connolly comprendió que los papeles, curiosamente, se habían invertido. Recordó que Pereira había dicho que los indios estaban en buenos términos con el medio, aceptando sus imposiciones y sin empeñarse nunca en dominar la titánica vegetación de la jungla, en cierto modo una externalización psíquica. Ryker había alterado ese equilibrio, y al utilizar el satélite había introducido el siglo veinte y sus proyecciones psicópatas en el corazón de la espesura amazónica, transformando a los indígenas en una comunidad de mirones supersticiosos y materialistas, con toda una cultura orientada hacia el mítico dios de la estrella artificial. Connolly aceptaba ahora la jungla tal como era, viéndose a sí mismo y al abortado vuelo de la luna desde esta nueva perspectiva: tanto en la derrota como en el triunfo no había otra cosa que vanagloria.
Pereira le hizo un gesto al timonel y el motor se puso en marcha con un rugido ahogado. La lancha golpeó levemente el muelle.
—¡Connolly! —La voz de Ryker era chillona ahora, y el grito agresivo terminó en una nota alta. Por un momento, los dos hombres se miraron, y en los ojos de Ryker, acobardados, casi pusilánimes, Connolly alcanzó a ver la sombra de una soledad desesperada, la fútil tentativa de dominar la selva.
Connolly recogió el manual, se inclinó hacia adelante y lo arrojó hacia el embarcadero. Ryker se arrodilló y logró recogerlo antes que se deslizara entre los maderos combados. Siempre de rodillas, observó cómo echaban los cabos y la lancha se internaba en el río.
Avanzaron atravesando los remolinos de espuma y se mecieron en el oleaje más pesado de la corriente central.
Cuando llegaron a un recodo y la silueta de Ryker se desvaneció definitivamente entre las enredaderas y el resplandor del sol, Connolly se volvió a Pereira.
—Capitán… ¿qué le pasó realmente al coronel Spender? Usted dijo que los indios no se comerían a un blanco.
—Se comen a sus dioses —dijo Pereira.