Dupin pidió su tercer café solo; los dos primeros no le habían hecho ningún efecto. Eran las siete y cuarto, llevaba ya una hora levantado y estaba hecho polvo. Ni siquiera la fresquísima brisa de la mañana que lo había acariciado de camino a L’Amiral le había servido de nada. Se había despertado a las tres y media y ya no había vuelto a pegar ojo. Sentía una especie de vago malestar, las conversaciones del día anterior no hacían más que rondarle por la cabeza. Algo se le estaba escapando. Tenía la sensación de que un par de veces se había acercado mucho a la verdad, pero luego se había dejado confundir. Y detestaba que le pasara eso.
Seguía agotado. Y furioso. Le Figaro había publicado el artículo. Un gran reportaje. «Sensacional: ¡aparece un Gauguin desconocido!», era el titular de portada. «El cuadro ha colgado en la pared de un restaurante sin llamar la atención durante más de cien años», decía la entradilla. La historia se resumía en unas líneas y luego remitía a la página tres. La mitad del artículo consistía en una entrevista con Charles Sauré y su fotografía, la otra mitad era una versión más extendida de la historia y una gran reproducción del cuadro conocido.
Era interesante ver lo que destacaba Sauré del asunto. Por supuesto era a él, Charles Sauré, a quien el mundo tenía que agradecerle el descubrimiento de la obra. Un hotelero provinciano (no llegaba a decirlo así, claro, pero se leía entre líneas) había dejado que colgara allí durante más de un siglo sin comprender la relevancia de la obra, que se había visto expuesta al peligro de deterioro por culpa de su negligencia. El cuadro, desde luego, había pasado a ser «probablemente la pieza central de la memorable obra de Gauguin, así como uno de los cuadros más esenciales de la historia de la pintura moderna».
Era repugnante. Sauré contaba que lo había visto en el hotel, y también que el cuadro podía haber desempeñado incluso «un papel decisivo en el asesinato del hotelero, propietario de la obra». El redactor recogía después esa idea en su artículo, aunque no la desarrollaba mucho más. «De momento la policía sigue llevando a cabo sus investigaciones», decía, prudente. Por lo menos no había grandes teorías en ese sentido: la muerte de Loic Pennec, un posible segundo asesinato, no se mencionaba siquiera.
Bueno, pues ahora ya lo sabía todo el mundo. Dupin había oído los intensos cuchicheos de los clientes habituales nada más entrar en L’Amiral, pero estaba tan cansado que no les había prestado mayor atención. También Lily había leído el artículo, claro, pero se había limitado a dedicarle un «¡Menudo bombazo!», y un reconfortante «Todo saldrá bien» cuando le sirvió el primer café.
Donde Sauré más se explayaba era con el proyecto de la donación. «El señor Pennec demostró durante nuestra conversación su enorme grandeza al querer compartir el cuadro con la humanidad ofreciéndolo al Museo de Orsay en una generosa donación. Esa era su firme voluntad». La misma idea aparecía parafraseada dos veces más en la entrevista, y también el periodista hablaba muy explícitamente de ese punto en varios lugares. Al principio a Dupin le extrañó un poco, pero enseguida lo comprendió. Sauré era astuto. Quería asegurarse de que el cuadro fuese a parar al museo aun después de la muerte de Pennec, que la donación llegara a realizarse a pesar del cambio de las circunstancias, por muy dramática que fuera la situación. Lo que pretendía era presionar de una forma muy refinada a los herederos, aunque ni siquiera sabía quiénes eran ni si Pierre-Louis Pennec había hecho constar la donación en su testamento. Tomaba precauciones, manipulaba para asegurarse el cuadro. Estaba obligado a ello. Toda esa publicidad no podía responder a ninguna otra cosa. Aunque, claro, si al final la donación no llegaba a realizarse, ¡Sauré haría un ridículo espantoso! Dupin no pudo reprimir una sonrisa maliciosa: la primera sensación buena de la mañana. Por la imagen que se había formado de Catherine Pennec, la heredera no se dejaría influir ni mucho menos por semejantes artimañas. Además… aunque Sauré no lo sabía, de momento la situación era bastante absurda (y era posible que siguiera siéndolo), porque en realidad no había ningún cuadro, solo dos copias. El director de la colección del Museo de Orsay no sospechaba ni remotamente que lo habían robado.
El Ouest France informaba en primera plana de la muerte de Loic Pennec. Un artículo triste y bastante vago, como si en realidad su muerte no interesara mucho a nadie… esa fue la sensación que le dio a Dupin. El autor ni siquiera aventuraba alguna conjetura. Sencillamente constataba su muerte —«tan solo dos días después del asesinato de su padre»— y que la policía seguía investigando. Por lo menos en cierto momento afirmaba que era «una gran tragedia la que ha caído sobre esta vieja familia bretona en tan poco tiempo y de una forma tan increíble». Curiosamente, tampoco se barajaba la posibilidad de que ambos acontecimientos pudieran estar relacionados. Alguien del periódico, quizá por miedo, había preferido esperar un poco, hasta contar con informaciones más contrastadas. Para la prensa local, ese tipo de acontecimientos inspiraban respeto. Dupin no conocía al periodista, debía de ser nuevo. La redacción del Ouest France de Concarneau ocupaba una de esas viejas casas de pescadores estragadas por años de tormentas que había en el puerto, a solo cien metros de L’Amiral. Conocía a todo el equipo, a un par de ellos incluso muy bien.
Así estaban las cosas con la prensa: esos artículos tendrían a Dupin ocupado durante todo ese día y los siguientes, la gente los habría leído o se lo habrían explicado. Por si acaso, había puesto el móvil en silencio, y en ese momento, después de dejar su dinero en la bandejita de plástico, como siempre, comprobó que había hecho bien. Seis llamadas perdidas en la última hora. No le apetecía mirar quién había sido, podía imaginárselo y ya estaba de bastante mal humor. Tenía que salir fuera.
La noche anterior estaba tan cansado que no recordaba dónde había aparcado el coche. Le pasaba a menudo, a veces en París casi se había vuelto loco buscando durante horas el Citroën. Recorrió por pura intuición las calles que consideraba más probables, pero no lo encontró hasta llegar a la última: en realidad no estaba tan lejos de su apartamento, solo que había empezado a buscar en dirección contraria.
Lo puso en marcha, aceleró y marcó un número en el anticuado teléfono del coche.
—¿Le Ber?
—Hola, comisario, el prefecto quiere hablar con usted. Está muy… molesto. Ha intentado encontrarlo y ya ha llamado dos veces a Labat. También a Nolwenn.
—¿Dónde estás, Le Ber?
—En el hotel, acabo de llegar.
—¿Qué pasó ayer con Beauvois?
—No fue un viaje agradable. Lo han retenido allí toda la noche como altamente sospechoso, pero ha sido complicado. Tiene un abogado repugnante. No ha sido fácil conseguir la orden judicial, nos ha ido de un pelo.
—¿Cuándo podremos tomarle declaración?
—Esta misma mañana. ¿Se acercará usted?
—No, yo me quedo aquí. —La prioridad de Dupin era otra: descubrir qué le provocaba esa inquietud, ese vago malestar—. Mejor ve tú. —Lo pensó un momento—. No, te voy a necesitar aquí… Envía a Labat. ¿Ha llegado ya?
Labat era más agresivo en los interrogatorios, y él prefería tener consigo a Le Ber.
—Sí, acabamos de hablar. Ha subido a registrar la sala contigua a la habitación de Pennec. Estos últimos días ya le habíamos echado un vistazo, pero, por lo que intuyo, ahora se trata de encontrar algo más concreto, ¿no?
—¿Puedes subir un momento? Quiero hablar con él.
—¿Con Labat?
—Sí.
—Espere.
Oyó que Le Ber subía la escalera.
—Sustituye a Labat con lo de esa sala. Regístrala bien, pero lo más importante es que preguntes a la señora Lajoux, y también a la señora Mendu, la señorita Galez y a los demás. Tenemos que descubrir si Pennec guardaba allí una copia de la segunda Visión.
—Déjemelo a mí.
—Después quiero que alguien registre también el museo. Sobre todo el sótano.
—¿Qué buscamos?
—Cualquier cosa que llame la atención. Más copias. El original… ¡Quién sabe! Me interesa mucho que Salou busque huellas dactilares en ese cuadro, en la copia que Beauvois afirma haber robado del restaurante. Si lo que dice es cierto, entonces la colgó allí el asesino.
—Ahora mismo llamo a Salou.
El comisario cayó en la cuenta de que el día anterior, después de hablar con Sauré, se había olvidado por completo de comunicarle a Salou que ya no hacía falta examinar el marco. Seguro que el experto en huellas se había enterado esa mañana de lo del Gauguin por el periódico y, por tanto, debía de dar por hecho que se trataba del cuadro del restaurante. No sabía nada de ninguna copia. Aunque habría estado ocupado con la zona del acantilado casi todo el día anterior… no se alegraría precisamente de la novedad.
—Dile también a Salou que suspenda los exámenes del cuadro del restaurante. Que tenemos nuevos hallazgos, pero no le digas nada más.
—Entendido.
—Y quiero ver a André Pennec en la sala del desayuno dentro de… veinte minutos.
—Muy bien. Ahora mismo estoy junto a Labat. Le paso el teléfono.
—¿Labat?
—Sí, ya he… —empezó a decir el inspector.
—Escúchame: tengo una misión especial para ti. —Dupin estaba seguro de que a Labat le encantaría esa frase—. Ve ahora mismo a Quimper a interrogar a Beauvois. Le Ber te explicará brevemente lo que pasó anoche. Quiero que seas muy agresivo con Beauvois en el interrogatorio. Mucho, ¿me entiendes? Quiero saber qué ha hecho estos últimos días. Todo. Pormenorizado. Quiero que te dé nombres de posibles testigos de cada una de sus coartadas. Insiste. Haz que te cuente la historia dos, tres veces… ¡Estate atento hasta al menor detalle!
Durante un instante se hizo el silencio al otro lado de la línea.
—De acuerdo.
—Es muy importante, Labat. Asegúrate de que sabemos todo lo que el señor Beauvois tiene que explicar en este caso. ¡Pero todo! Y de una vez por todas.
—Puede confiar en mí, señor comisario. Debería usted llamar enseguida al prefecto Guenneugues, a mí ya me ha llamado dos veces. Está muy molesto porque ha tenido que enterarse de lo del cuadro por la prensa.
—Un momento, Labat. No me lo puedo creer, esto es insoportable…
En plena carretera entre Trégunc y Névez (llena de curvas y con escasísima visibilidad) tenía delante un tractor con un remolque de estiércol. Y que iba a treinta por hora como mucho. Apestaba una barbaridad, así que Dupin se vería obligado a hacer una complicada maniobra de adelantamiento.
—¿A qué se refiere, señor comisario?
Dupin pisó a fondo para adelantar al tractor y consiguió volver a su carril de milagro, justo antes de encontrarse con el coche que venía en sentido contrario.
—¿Labat?
—Aquí estoy.
—Tenemos que empezar a destapar información.
—Voy para allá.
—Ponme otra vez con Le Ber. —Oyó que el teléfono volvía a cambiar de manos—. ¿Le Ber?
—¿Sí, jefe?
—Ve con el teléfono a buscar a la señora Lajoux.
Dupin sabía que la escena era curiosa. Le Ber no había dicho nada, pero sabía que estaba bajando la escalera porque oía los fuertes crujidos de la madera, que delataban sus ciento cincuenta años de antigüedad. Entonces el comisario oyó que Le Ber le explicaba la situación a Francine Lajoux (lo cual llevó su tiempo) y por fin le pasó el móvil.
—Señor comisario, ¿es usted?
—Buenos días, señora Lajoux, espero que haya dormido bien.
—¿Yo? Sí, gracias.
—Solo tengo una pregunta que hacerle. Me gustaría saber si estaba usted enterada de que existía una copia del Gauguin. ¿Había oído hablar de ella?
—¿Una copia?
—Eso es.
—No. No había ninguna copia.
—Es que ya conocemos incluso dos, señora Lajoux.
—¿Dos copias? ¿De La visión?
—Pensaba que Pennec a lo mejor había guardado una de ellas en la pequeña sala de arriba, junto a su habitación.
—El señor Pennec nunca mencionó ninguna copia. No creo que exista ninguna.
—Pues hay dos.
—No, ni dos tampoco.
Dupin pensó que ese diálogo era digno de una obra de teatro del absurdo, pero ya había descubierto lo que quería.
—¿Sabe usted qué cuadros hay allí?
—No. Mejor dicho, sí. Sé qué cuadros no volvieron a colgarse después de la reforma, por supuesto, y sé que se guardaron en esa salita. —Dudó—. Ahora que lo pienso, a lo mejor sí que había ya un par más almacenados allí.
—Pero ¿usted nunca llegó a verlos?
—No, eso no. ¡Yo no puedo encargarme de todo!
—Es lo que quería saber, gracias.
—Me extrañaría mucho que hubiera copias. Él nunca me dijo nada.
Esa última frase parecía más dirigida a sí misma que a Dupin.
—¿Puede volver a ponerme con el inspector Le Ber, señora Lajoux? Muchas gracias, una vez más.
—Un placer, señor comisario.
—¿Le Ber?
—Sí.
—Ya estoy aquí. Quiero decir que acabo de llegar a Pont-Aven.
Efectivamente, Dupin estaba ya en la primera rotonda. Había conseguido llegar en un tiempo récord.
—Muy bien.
—Primero, André Pennec. Podemos empezar ahora mismo.
—Voy a decírselo.
André Pennec estaba ya en la sala del desayuno, con un traje oscuro que le sentaba a la perfección y que a simple vista se veía que era caro, camisa blanca y una corbata roja con infantiles dibujitos amarillos. Se había dejado caer con provocadora indolencia en un banco del rincón, justo donde se había sentado la señora Cassel un día antes. Cuando el comisario entró en la sala, levantó los ojos fingiendo un gran esfuerzo. Su mirada autoritaria rozó solo un momento a Dupin.
—¿Dónde estuvo usted todo el día de ayer? ¿Y por la tarde? ¿Y por la noche? —espetó el comisario. No esperaba ninguna respuesta, pero no le apetecía contener su ira. Tampoco veía ningún motivo para hacerlo—. Y quiero datos concretos, nada de vaguedades.
Parecía que André Pennec iba a contestar en el mismo tono y con la misma agresividad que Dupin. El comisario contaba con ello, pero, por el motivo que fuese, el hombre cambió de estrategia.
—Aproveché que estaba aquí, en la Bretaña, para reunirme y conversar con algunos compañeros del partido —explicó con calma—. Miembros de diversas comisiones nacionales a las que también yo pertenezco en representación de mi departamento. Puedo facilitarle una lista de mis interlocutores, si le hace feliz. Eso me tuvo ocupado desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche casi ininterrumpidamente, con la salvedad del almuerzo. Por la noche disfruté de una larga cena con Gilbert Colloc, presidente de la Unión Democrática Bretona y líder de la oposición. Un viejo amigo.
—Quiero esa lista cuanto antes.
—Estuvimos en La Fontaine aux Perles y no nos despedimos hasta las doce y media. Estaré encantado de darle también la dirección, pero centrémonos antes en lo importante: ¿cómo van sus investigaciones? Uno de los cuadros más valiosos del mundo, un Gauguin desconocido hasta ahora. Una historia que dará la vuelta al mundo… Y dos muertos en dos días. ¿Tiene ya al criminal? ¿Algún sospechoso? ¿Cuándo acusará a alguien? —Hablaba con burla y no se tomó ninguna molestia en disimular lo mucho que disfrutaba.
—¿Dónde estuvo usted el sábado por la noche? —insistió Dupin.
—También esa información se la facilitaré con mucho gusto. De todas formas, yo esperaba que dedicase su tiempo a cosas más urgentes, pero es usted quien dirige la investigación. Estuve cenando con el alcalde de Quimper y ocho personas más, todas las cuales, como le gustará saber, me vieron durante toda la noche. Hasta más o menos la una de la madrugada. Supongo que la muerte de Loic tuvo lugar antes de esa hora, ¿verdad?, y yo no pude haber estado con él antes de las dos.
—En efecto, me alegra oír que tiene testigos… monsieur. Y le estaría muy agradecido si nos facilitase una relación pormenorizada de todo lo que ha hecho desde que llegó a la Bretaña. Está colaborando mucho con la policía y su comportamiento es ejemplar. Digno de todo un hombre de Estado.
André Pennec se mantuvo perfectamente impasible.
—¿Fue un asesinato, entonces? Me refiero a la muerte de Loic.
—Todavía no podemos afirmarlo.
—Desde luego. Claro. Espero que tenga usted muy presente que dos miembros de una respetada familia bretona han encontrado la muerte en tan solo dos días.
—Le agradezco su preciso resumen, señor Pennec.
—¿Y el allanamiento del restaurante? No lo mencionó usted en nuestra última conversación, a pesar de que acababa de producirse un par de horas antes. ¿Han conseguido esclarecerlo?
—Por desgracia no puedo darle ninguna información acerca de eso.
—Doy por hecho que el Gauguin sigue intacto. —André Pennec sabía que en el fondo todo giraba en torno a ese cuadro y se había adelantado a la pregunta de Dupin.
—Así es. —Al comisario le molestaba no haber sido él quien sacara el tema.
—¿Y han comprobado que sea el original?
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, sería un truco muy barato. Reemplazar el cuadro por una copia. Pero seguro que eso ya lo ha descartado usted.
Dupin no le siguió el juego.
—¿Cómo supo de la existencia del cuadro, señor Pennec? —preguntó en cambio.
—Por mi padre. Además, antes Pierre-Louis y yo estábamos muy unidos. El cuadro era un asunto de familia y, como es natural, hablábamos de ello.
—¿De modo que siempre supo que había un Gauguin desconocido?
—Sí.
—El cuadro fue parte de la herencia de su padre, Charles Pennec, quien sin embargo lo excluyó a usted del testamento.
—Así es. Todo el mundo lo sabe. Pero el cuadro pertenecía al hotel.
—Usted tomó medidas legales contra las disposiciones testamentarias de su padre. No puede decirse que le diera igual.
—¿Adónde quiere ir a parar, señor comisario?
—También su hermano lo excluyó de su testamento hace treinta años. De manera contundente y definitiva.
—No tengo ni idea de qué se supone que estamos discutiendo aquí.
—Nunca tuvo oportunidad de heredar el cuadro, ni parte de él.
André Pennec no dijo nada.
—De no haber sido excluido del testamento de su hermanastro —siguió exponiendo Dupin—, hace tres días habría heredado una cantidad millonaria.
—Bueno, como bien dice usted mismo, yo no tenía ningún tipo de interés en la muerte de mi hermanastro. Aparte de contar con una coartada más que sólida, carezco de móvil.
—La decepción y la rabia podrían haberle hecho pensar en otra forma de conseguir el cuadro.
—Y usted puede dedicarse a perder el tiempo de ahora en adelante, si eso es lo que quiere. Tiene completa libertad para hacerlo, desde luego. Usted es quien dirige las investigaciones, es el comisario. Pero le advierto que la impaciencia crece por horas; ya ayer, en Rennes, me preguntaron por qué no había resultados todavía.
—Muchas gracias. Ha sido una conversación muy fructífera, señor Pennec. Nos ha ayudado mucho.
André Pennec le contestó casi sin pausa, rapidísimo e irónico:
—¡Un placer! Ha sido todo un placer y, como dice usted, desde luego también mi obligación como hombre de Estado, con la que deseo cumplir en mi calidad de diputado.
Dupin se levantó. Ya había tenido suficiente.
—Adiós, señor Pennec.
André Pennec no dio muestras de querer moverse.
—Le deseo mucha suerte con sus investigaciones. La necesitará —espetó, seco.
El comisario salió de la sala del desayuno, bajó la escalera y siguió recto hasta la calle. Tenía que salir de allí. Al aire libre. Caminar un poco. Estaba harto, harto de todo, y el día no había hecho más que empezar. Así no podía seguir. Aborrecía a André Pennec. Ninguno de los dos se guardaba lo que pensaba del otro. Sí, pero… no había sido él. No era el asesino. O por lo menos no había cometido personalmente los asesinatos.
Dupin bajó por la rue du Port. Todavía no había actividad en las calles, las galerías y las tiendas no abrían hasta las diez y media. Al llegar al puerto se detuvo un momento donde siempre, justo al principio del embarcadero. Después siguió andando río abajo por la orilla occidental del Aven, hasta donde todavía no había llegado ninguno de los días anteriores.
Allí, al final del puerto, Pont-Aven se parecía un poco más a Kerdruc o a Port Manech. Las colinas de ambos lados del río empezaban a ser más bajas y descendían en suave pendiente hasta las orillas. En las armoniosas depresiones que había entre unas y otras abundaban las plantas en flor, como si fuera un jardín botánico. Cada pocos metros había palmeras, altas y esbeltas, que crecían estirándose hacia el cielo siempre en pequeños grupitos; eran las que más le gustaban a Dupin. Gigantescos matorrales de rododendros. Retamas. También camelias. Allí, el aroma de la mañana se mezclaba con el olor a mar del terreno lodoso que la marea cubría de algas. Las últimas casas del pueblo estaban muy escondidas entre el verde, tenían jardines enormes, extensísimos. Eran auténticas villas. La calle terminaba allí, el pueblo terminaba allí. Solo un sendero seguía adelante en ese punto en que el río, el fiordo, empezaba a serpentear en meandros y se ensanchaba de pronto, aunque luego volvía a estrecharse y formaba brazos, recodos, grandes bancos de arena. Sin embargo, lo que más llamaba la atención era que allí empezaba el bosque: espesos robledales y hayedos mágicos, con muérdago, musgo y hiedra. Era el legendario Bois d’Amour, que había desempeñado un papel tan importante para los artistas de finales del siglo XIX y cuya espesura podía contemplarse en decenas de cuadros.
Sin pensárselo demasiado, Dupin echó a andar por el camino que se adentraba en el bosque. Cada vez que se bifurcaba, él tomaba siempre el ramal que seguía junto al río. Su móvil no hacía más que vibrar. Números que no conocía, o a los que no quería contestar. Guenneugues llamó dos veces.
Estuvo andando casi tres cuartos de hora. No había sido su intención alejarse tanto, aunque tampoco había disfrutado mucho de la naturaleza. Sus pensamientos habían girado en círculos de una forma bastante estéril, su estado de ánimo se había enturbiado más aún. Y lo cierto era que, por absurdo que pareciera, el aire libre, en lugar de despejarlo, lo había dejado agotado. El paseo no le había servido de nada. Lo que necesitaba urgentemente era más cafeína. Más le habría valido ir a un bar. De pronto, tanto dar vueltas por ahí le parecía una barbaridad: estaban en pleno caso, en un momento complejo y difícil, ¿y él se dedicaba a pasearse por los agrestes bosques celtas?
El camino estrecho bajaba otra vez en línea recta hasta la orilla. Dupin se detuvo, decidido a dar media vuelta. Con la marea baja, allí el Aven era como un pequeño riachuelo que corría tranquilo por su cauce en dirección al mar. De nuevo volvió a vibrarle el móvil. Vio el número de su secretaria y decidió contestar.
—Dime, Nolwenn.
—¿Dónde está usted?
—En el bosque.
—Ah.
—Sí.
—¿Y… qué hace ahí?
—Pensar.
Dupin sabía que sonaba un poco raro. Y lo era, pero también sabía que Nolwenn lo conocía y no se extrañaría.
—Claro, sí.
—Seguro que ibas a decirme que alguien ha llamado por algo urgentísimo, que tiene que hablar conmigo como sea y que se ha armado muchísimo revuelo.
—¿Ha conseguido avanzar? —preguntó en cambio su secretaria.
Nolwenn sabía que no era buena señal que no la hubiera llamado él.
—No lo sé. Creo que no.
—No se desanime, yo calmaré los ánimos todo lo que pueda por aquí. Ya sabe que la Bretaña descansa sobre una tierra antigua y sólida.
Era uno de los mantras de Nolwenn. Su significado resultaba bastante confuso en aquella situación, pero a Dupin le gustó la frase.
—Una tierra antigua y sólida —repitió—. Y también sobre granito. Impresionantes bloques de granito.
—Así es, señor comisario.
No se podía negar que esas palabras tenían en él un efecto tranquilizador.
—Tengo que llamar al enfurecido prefecto, ¿a que sí? ¿Estoy a un paso del despido?
—Me parece que debería llamarlo, sí.
—Lo haré. Solo necesito… —Dupin no terminó la frase. Se quedó un momento completamente inmóvil antes de añadir—: ¡La madre que me…!
Se llevó una mano a la frente y se la pasó varias veces por el pelo. ¡Ya lo tenía! De pronto sabía qué era lo que llevaba rondándole la cabeza de forma confusa desde el día anterior, y también toda la noche. La pieza que no encajaba. Dónde se había dejado enredar.
—¿Oiga? ¿Señor comisario? ¿Sigue usted ahí?
—¡Te llamo dentro de un momento!
—Hágalo, por favor.
Dupin colgó. ¡Eso era! Si es que no se equivocaba, claro. Las ideas atravesaban su mente a toda velocidad, las piezas empezaban a encajar.
Tenía que pasar a la acción.
Si se daba prisa, puede que tardara solo media hora en llegar al coche. Pensó si Le Ber podría recogerlo en algún lugar, pero ir hasta donde Le Ber pudiera recogerlo con un vehículo era casi como llegar al suyo propio.
Lo primero era saber adónde tenía que ir exactamente. Mientras caminaba iba hojeando su libreta, sabía que lo había apuntado en alguna parte. Encontró lo que buscaba en una página llena de garabatos, anotado en el margen. Después fue pasando la lista de números marcados en la diminuta pantallita de su móvil. No estaba del todo seguro de que el número de la notaria siguiera ahí, pero no había llamado a mucha gente en Pont-Aven. Tenía que ser ese.
—¿Señora Denis? —preguntó.
—Yo misma.
—Soy el comisario Dupin.
—Por supuesto. Buenos días, señor comisario. Espero que esté usted bien. Ya he leído Le Figaro. El caso… ¿Cómo decirlo? Ha cobrado de pronto una nueva magnitud.
—Pues sí, madame, y necesitaría que me facilitara una información.
—Si está en mi mano, encantada.
—Me habló usted de dos terrenos grandes que poseía Pierre-Louis Pennec y que él mismo había heredado, unos terrenos con cobertizo. Me lo anoté: uno en Le Pouldu y otro en Port Manech. ¿Es correcto?
—Exacto, Port Manech y Le Pouldu. El de Port Manech es mayor, y el cobertizo seguramente también. El de Le Pouldu, por lo visto, es más bien una caseta. Aunque, claro, no los he visto en persona. Lo sé porque Pennec me los describió. La herencia contiene otras parcelas, pero son más pequeñas.
—¿Podría decirme dónde se encuentran exactamente esos dos terrenos? ¿Tiene las direcciones?
—El testamento solo los menciona. En ese punto remite al registro de la propiedad y da los números del catastro. Las escrituras se encuentran entre los efectos personales del señor Pennec. A lo mejor los Pennec… disculpe, quiero decir que a lo mejor la señora Pennec conoce la situación exacta de esos terrenos, y quizá también la señora Lajoux o el señor Delon.
—Preferiría descubrirlo por otras vías.
—Mmm… Podría intentarlo a través del ayuntamiento.
—Buena idea, gracias.
—Siento no poder ayudarlo más.
—¡Ya me ha ayudado mucho!
—Bueno, pues ha sido un placer, señor Dupin. Pronto resolverá el caso, ya lo verá.
Dupin no pudo evitar sonreírse con satisfacción.
—Podría ser, señora Denis. ¡Adiós!
Seguía andando sin parar. Si a la ida se había fijado poco en el paisaje, esta vez menos aún. Port Manech y Le Pouldu. Port Manech estaba a diez minutos en coche, Le Pouldu quizá a tres cuartos de hora. Necesitaba las direcciones exactas.
—¿Nolwenn?
—¿Sigue usted pensando? —preguntó su secretaria.
—Necesito dos datos.
—¡Sí que ha ido rápido!
—¿Cómo dices?
—Nada. Y necesitará esos dos datos ahora mismo, supongo.
—Exacto. Pierre-Louis Pennec poseía dos terrenos grandes, de unos mil metros cuadrados, uno en Port Manech y el otro en Le Pouldu, ambos con una especie de cobertizo. Necesito las direcciones exactas.
—Uno en Port Manech, otro en Le Pouldu.
—Eso es.
Nolwenn ya había colgado.
Ahora, Marie-Morgane Cassel. Marcó su número. Esta vez tardaron algo más en contestar.
—Buenos días, señor Dupin.
—Soy yo, sí.
—¿Adónde quiere que vaya? —preguntó directamente la profesora.
—¿En serio? Me refiero a que, si puede usted, si sus obligaciones se lo permiten… me parece que podría volver a sernos de mucha utilidad. Es posible que estemos ya al final del caso.
—¿El último acto?
—Quizá. Si pudiera ir usted al hotel, creo… Sí, al hotel, será lo mejor. El inspector Le Ber la estará esperando.
—Me pongo en marcha.
—Gracias. Muchísimas gracias.
Ya solo faltaba Le Ber. Marcó el número y el inspector contestó enseguida.
—¿Sí, comisario?
—La señora Cassel viene desde Brest, tardará una hora en llegar al hotel. Después quiero que os reunáis conmigo los dos… creo que en Port Manech. Luego te doy la dirección exacta. ¿Se sabe algo de Labat? ¿De Beauvois?
—Labat habrá llegado hace nada a Quimper.
—Vale, de acuerdo. Nosotros dos, entonces. ¿A qué agentes de Pont-Aven tienes ahí contigo?
—A Monfort. Hoy se ha organizado aquí una buena, jefe. Todos han leído Le Figaro o se han enterado de alguna forma. Los empleados, los clientes, ¡el pueblo entero! Como es natural, todos creen que el cuadro sigue aquí, en el restaurante. Un par ya han preguntado si no podrían entrar un momento a verlo. ¿Qué hacemos?
—Nada. Nuestro trabajo. Eso no nos interesa.
—¿Y por qué vamos a Port Manech?
—Enseguida lo verás.
—Entendido. Iremos para allá en cuanto llegue la señora Cassel, comisario.
—Daos prisa. Yo saldré en cuanto llegue al coche.
—¿Dónde está usted?
—Nos vemos en Port Manech, Le Ber, hasta ahora.
A Dupin, Port Manech le parecía el pueblo más bonito de toda la costa. El Aven y el Bélon desembocaban allí en una bahía resguardada, y desde la pequeña playa que quedaba frente a ambos estuarios se podían contemplar los ríos… y también el inmenso Atlántico. Una docena de altas palmeras de postal crecían en la arena fina, de un blanco resplandeciente. El mar era azul turquesa y la playa se adentraba en el agua con muchísima suavidad. Justo enfrente, en cambio, en la desembocadura del Bélon, la costa era rocosa y se alzaba en agrestes acantilados de hasta veinte y treinta metros, cubiertos de hierba de todas las tonalidades de verde. Recordaban un poco a Irlanda. Las colinas eran más altas que en Pont-Aven, y lo que más impresionaba era cómo se precipitaban hacia el mar. Las calles bajaban hacia la playa y el puerto en vertiginosas pendientes, de modo que el pueblo quedaba dividido en tres partes: el Port Manech de lo alto, el Port Manech de la ladera, con sus magníficas villas, y el Port Manech de abajo, a la orilla del mar. Lo que más le gustaba a Dupin era su pequeño y acogedor puerto.
Nolwenn tardaría todavía un rato. Ya había llamado para informarle de que sería más complicado de lo que esperaban. En los ayuntamientos todavía no tenían registros digitalizados, por supuesto, así que todo tenía que consultarse en volúmenes gruesos. Dupin necesitaba más cafeína, y pronto. Justo en la playa había un pequeño café nada pretencioso que quedaba algo retirado y elevado, y desde el que se veía la desembocadura del Bélon. En la terraza solo había un par de mesas y estaban vacías. La camarera, una joven con un vestido azul muy gastado y el pelo despeinado con gracia, parecía todavía medio dormida. Dupin pidió un café y una napolitana de chocolate. Acababa de dejar el móvil sobre la mesa cuando el aparato empezó a sonar. Era Nolwenn, así que contestó enseguida.
—Ya tengo las direcciones. Las dos —informó su secretaria—. Le Pouldu ha sido muy fácil, Port Manech un poco más complicado. He tenido que llamar al alcalde y hablar con él en persona.
—Fantástico. Díctamelas. —Se sacó la libreta y el boli del bolsillo.
—¿Dónde está usted?
—En Port Manech. Abajo, en la playa.
—Bien, pues preste atención. Coja la carretera de la playa, la Corniche de Pouldon, luego siga por una bifurcación escarpada que sube por la colina de la izquierda, como si quisiera salir del pueblo. Es una carreterita muy estrecha.
—De acuerdo.
—Siga unos trescientos metros y, poco antes de llegar a una curva muy cerrada a la izquierda, encontrará un camino sin asfaltar que se mete a la derecha.
—Ajá. —Dupin iba apuntándolo todo.
—A la izquierda hay una villa, justo donde crecen unos pinos muy grandes. Métase por ese camino y avance unos doscientos metros en dirección al Aven. A la izquierda vuelve a salir otra pista, paralela al río, que baja por la colina. Sígala.
—¿Cómo sabes todos esos detalles, Nolwenn?
—Tengo una copia del plano general de la alcaldía que me han enviado por fax… y Google Maps. Puede llegar con el coche directamente hasta el cobertizo. Serán otros trescientos metros, más o menos.
Dupin lo había anotado todo con pelos y señales.
—Lo encontraré. ¡Gracias!
—¿Sabe que el Citroën nuevo tiene un sistema de navegación magnífico?
—Sí, ya lo sé…
Era uno de los temas preferidos de Nolwenn. Y tenía razón, un sistema así podría resultarle muy útil. Al final terminaría por pensárselo de verdad. Se bebió el café de un trago, se levantó, cogió la napolitana, dejó el dinero en el platillo y echó a andar hacia el coche.
Las descripciones de Nolwenn eran muy exactas, así que cinco minutos después ya estaba torciendo por el último desvío, que en realidad no era más que un sendero. Enseguida dejó el coche y prefirió acercarse a pie, despacio. También aquello era muy bucólico. Suaves colinas, campos, prados, bosquecillos. Era fácil reconocer los paisajes de Gauguin, Laval, Bernard. Se encontraba uno como dentro de sus cuadros, muy pocas cosas habían cambiado allí en los últimos cien años. Dupin se sorprendió de lo realistas que le parecían de pronto aquellas pinturas. Más exactas que cualquier fotografía.
Le extrañó ver que el cobertizo no era tal, sino más bien un viejo granero de tamaño considerable. Dupin había esperado otra cosa, algo más pequeño. Los muros de piedra tenían cómo mínimo quince metros de largo, aunque no estaban muy bien conservados. También el techo, de pizarra natural, parecía deteriorado, preocupantemente combado y cubierto de musgo.
La enorme puerta de madera, redondeada por la parte de arriba, quedaba del lado que miraba al Aven. No había ventanas.
No le costó ningún trabajo entrar: el portón se abrió con una facilidad inesperada; debían de haberlo utilizado hacía poco. El interior era un espacio con el suelo de tierra, gigantesco, mucho más grande de lo que parecía desde el exterior. Un fino rayo de luz se colaba por un agujero del techo que Dupin no había visto desde fuera. El silencio era absoluto. Olía a moho.
El sonido de su teléfono a todo volumen lo sobresaltó.
—Dime, Le Ber —contestó al ver el número.
—La señora Cassel ya ha llegado al hotel. ¿Adónde tenemos que ir? Y Labat quiere hablar con usted por lo de Beauvois. También he llamado a Salou, que está cabreado porque no le ha informado usted de los progresos de la investigación y ha tenido que enterarse por la pr…
—Ahora te llamo. —Y colgó.
No era el momento. Esperó a que sus ojos se acostumbraran del todo a la oscuridad y cruzó el granero dos veces. Estaba completamente vacío. Nada. Era extraño, pero de verdad que no había nada, y daba la impresión de llevar vacío muchos, muchísimos años. En el suelo no se veían marcas de ningún tipo.
Vaya. Con lo seguro que había estado… Pero se había equivocado, por lo menos en su primera suposición de dónde se encontraba el cuadro. O a lo mejor se había equivocado del todo.
Fue hacia la puerta, salió y dio una vuelta entera al granero. Tampoco allí se veía nada llamativo. Ni el menor detalle. Cerró la puerta y marcó un número.
—Le Ber, nos encontraremos en Le Pouldu, no en Port Manech. En la entrada del pueblo. Seguramente llegaréis vosotros antes que yo.
—¿Junto a la señal con el nombre del pueblo viniendo desde Pont-Aven?
—Exacto.
—¿Cuándo?
Dupin tenía que regresar a Pont-Aven por las estrechas carreteras, cruzar el pueblo y el Aven, luego el ajetreado Riec-sur-Bélon para rodear el río Bélon, seguir un poco al oeste y bajar luego otra vez al mar. Más o menos, una hora.
—Salgo ya. Tardaré media hora.
Eran las doce y cuarto cuando Dupin llegó a Le Pouldu: había conseguido hacer el trayecto en veintisiete minutos. Desde lejos vio el rojísimo Renault de Le Ber, que estaba justo al lado del letrero del pueblo, tan cerca que parecía que se lo hubiera llevado por delante. LE POULDU, decía. Debajo aparecía el nombre en celta: POULL DU, ‘mar negro’, y luego, en letras igual de grandes: LA RUTA DE LOS PINTORES. Dupin todavía se acordaba de cuando ese eslogan había salido escogido en un concurso, hacía un año y medio. La Bretaña había decidido sacar pecho y presumir de su legado artístico. Pero como muchísimos pintores habían estado en muchísimos pueblos bretones diferentes, la frasecita de marras acababa apareciendo hasta en la sopa.
Para Le Pouldu, Nolwenn le había dado una descripción igual de precisa que para Port Manech, solo que, como iba conduciendo, Dupin no había podido anotarla. Pasó despacio junto a Le Ber, que tenía a la señora Cassel sentada a su lado, y le hizo una señal. El inspector arrancó el motor y se colocó justo detrás del comisario. Tomó el primer desvío a la derecha después de entrar en el pueblo, siempre en dirección a la señalizada Buvette de la Plage, la pequeña taberna que desde hacía poco era también museo. Gauguin se había hospedado y había pintado un par de meses allí con sus amigos Meijer de Haan, Paul Sérusier y Charles Filiger. También esa casa había pertenecido a Marie-Jeanne Pennec, pero la vendió ya en vida, cuando los pintores empezaron a frecuentar cada vez menos la zona.
Tal como Nolwenn le había indicado, Dupin condujo hasta la Buvette, luego siguió por la calle que discurría paralela a la línea de costa y torció a la derecha en el primer cruce, por un camino vecinal lleno de baches. Los dos coches avanzaron por él casi a velocidad de transeúnte hasta que, tras un bosquecillo, una brusca curva los hizo girar a la derecha.
Como salido de la nada, el cobertizo apareció de pronto al final del camino, justo delante de ellos. Aquello sí que era una simple caseta, hecha de madera desgastada por las inclemencias del tiempo y con un espantoso tejado de chapa ondulada. No era muy grande, apenas dos o tres metros tanto de largo como de ancho. Se acercaron algo más y apagaron los motores.
El comisario bajó y fue primero al coche de Le Ber.
—Buenos días, señora Cassel. Quisiera darle las gracias una vez más por su…
—¿Aquí? ¿De verdad cree usted que el Gauguin está aquí? ¿Un cuadro de cuarenta millones… en esa choza? —La profesora estaba exaltada.
—Si encontramos el cuadro, me gustaría que hiciera una primera valoración de su autenticidad. Para nosotros sería muy importante que…
—Nadie guardaría un cuadro tan valioso ahí —objetó Marie-Morgane Cassel.
—Pero a lo mejor sí lo esconderían provisionalmente. Solo un tiempo.
—¿Cómo se le ha ocurrido que podría estar ahí dentro? No sé… ¿Cómo ha llegado a este lugar?
El propio Dupin se sentía un poco ridículo. No tenía más que una sospecha, pero había movilizado a todo el mundo.
—Es una larga historia.
—Vayamos a registrar el cobertizo, comisario. —También Le Ber estaba impaciente.
La puerta se encontraba justo en el lado contrario de la caseta. Estaba cerrada con un candado grueso que no parecía ni viejo ni especialmente nuevo. El ventanuco que había junto a la puerta parecía tapado. Antes de que Dupin pudiera decir nada, Le Ber rebuscó en su bolsillo y sacó un alambre fino. El comisario siempre olvidaba esa práctica habilidad de Le Ber, en ocasiones casi mágica. También la señora Cassel miró al inspector con asombro. No había pasado ni medio minuto y el candado ya estaba abierto. ¡Fabuloso!
—Voy a entrar. Le Ber, tú quédate aquí con la señora Cassel.
Costó mover la puerta, estrecha y baja; se encallaba con las irregularidades del suelo. Dupin logró abrirla un palmo con bastante esfuerzo. Dentro, una oscuridad casi total; la única luz era la que se colaba por la abertura de la puerta, y no llegaba muy lejos.
—Iré a buscar una linterna —ofreció Le Ber, y echó a correr hacia su coche.
La señora Cassel y Dupin intentaron distinguir a través de la abertura al menos algo de lo que quedaba más cerca. El cobertizo parecía abarrotado de trastos. Justo al lado de la puerta había una torre de bidones vacíos y se veía también maquinaria agrícola, dos grandes toneles, una vieja bañera. Un instante después, Le Ber regresó linterna en mano. Era enorme.
—Una Led Lenser X21 —alardeó el inspector con un brillo en los ojos.
Dupin se encogió de hombros y la encendió. Se coló con habilidad a través de la abertura y se abrió camino por el interior de la caseta. Más que caminar, había que trepar. Allí dentro la oscuridad era total y la linterna arrojaba sobre los objetos un haz de luz intensa y de contorno nítido. Vio un antiguo arado enorme, todo oxidado, encima del cual habían apilado peligrosamente varias sillas viejas de madera a las que faltaba todo lo imaginable: a unas el respaldo, a otras una pata, a otras el asiento. De nuevo más bidones de diferentes tamaños. El haz de luz bailaba de un lado para otro mientras Dupin se movía. Era impresionante todo lo que cabía en un cobertizo de esas dimensiones. Parecía como si durante décadas no hubiesen hecho más que embutir cosas allí dentro, apilándolas y apretándolas de una forma tan caótica como artística.
Por fin consiguió llegar al centro de la caseta y allí se quedó inmóvil. Un olor acre e intenso impregnaba el aire. Era repugnante. Giró despacio sobre sí mismo y fue barriendo sistemáticamente el espacio con la linterna.
—¿Comisario? —Aunque Le Ber no estaba más que a un par de metros, su voz le llegó a Dupin como desde muy lejos, amortiguada.
—Todo bien aquí dentro.
—¿Ha encontrado algo?
—No.
Consiguió llegar hasta la pared contraria. No parecía que nada hubiera cambiado allí en los últimos días. La capa de polvo tenía un centímetro de espesor.
—¡Aquí no hay nada! —El comisario tuvo que gritar para que lo oyeran desde fuera.
Volvió al centro con gran trabajo y desde allí intentó acercarse todo lo que pudo a las diferentes esquinas: las mismas dificultades habría tenido cualquiera que hubiese querido esconder el cuadro allí. No era muy probable.
—Voy a salir. —La resignación lo había dejado sin fuerzas para gritar.
Nada. Otra vez nada.
Avanzó como buenamente pudo y, poco antes de llegar a la puerta, el haz de luz cayó en la parte trasera de la bañera, sobre la que había un tablón grueso atravesado. Dupin creyó ver allí una manta o un trapo. Una tela blanca. Se subió con cuidado al tablón, que se extendía casi hasta el centro del cobertizo. Llegó a la bañera, alargó el brazo y tocó la tela. Sí, parecía una sábana, y muy limpia. Debajo había algo blando y luego algo duro, anguloso, estrecho. Era grande. Con la mano derecha buscó a tientas el borde de la tela para retirarla. No se podía.
—¿Le Ber? —llamó.
—¡Sí!
—Tienes que ayudarme.
—¿Ha encontrado algo?
—Entra.
El inspector intentó abrir la puerta algo más, pero no lo consiguió.
—Yo te ilumino, Le Ber. Estoy cerca de la puerta, pero tendrás que llegar al centro y venir desde ahí.
El inspector consiguió llegar hasta Dupin con agilidad.
—Sostenme la linterna, quiero sacar eso de ahí detrás.
Le Ber iluminó y el comisario fue levantando el objeto con mucho cuidado. Era del tamaño adecuado, tenía que ser el cuadro. Dupin se sintió de pronto muy tranquilo.
—Sal tú primero —ordenó a Le Ber.
Avanzaron uno detrás del otro mientras Marie-Morgane Cassel seguía su curiosa procesión asomada al interior del cobertizo por la abertura de la puerta. Por fin llegaron a la entrada.
—Tú primero, Le Ber, y luego yo te lo paso.
Cuando Dupin salió al exterior, tuvo que taparse un momento los ojos. El sol estaba casi en su punto más alto, la claridad era cegadora. Abrió los ojos despacio. Le Ber había dejado el objeto envuelto junto al camino, en el prado. Sin intercambiar palabra, los tres se arrodillaron junto a él. Cuando el comisario apartó la sábana blanca, apareció una gruesa manta de lana azul oscuro. También la retiró con cuidado.
Aun a pleno sol, el naranja intenso los deslumbró.
Dupin destapó el cuadro entero. Estaba intacto. Los tres contemplaron el Gauguin en silencio.
Marie-Morgane Cassel fue la primera en reaccionar.
—¡Hay que apartarlo del sol!
—¿Puede decirnos algo ya, señora Cassel?
Dupin sabía que era una pregunta tonta. La profesora acababa de verlo, igual que él.
—Tengo que examinarlo con más atención, con mis instrumentos. No sé, bueno, podría ser. —Hablaba como ausente.
—Llevémoslo con cuidado a mi maletero. Allí podrá examinarlo. Le Ber, tú rodea ese bosquecillo y busca una posición desde donde puedas vigilar el camino. —Se interrumpió un momento—. Y llévate el arma.
El inspector lo miró con preocupación. También la señora Cassel miró a Dupin inquieta.
—¿Pido refuerzos? —En la voz de Le Ber se percibía un ligero nerviosismo.
—No. Basta con que no quites ojo del camino. ¡Y no te dejes ver! Usted venga conmigo, señora Cassel.
Dupin cogió el cuadro y lo llevó despacio hasta su coche. La profesora se adelantó y ya lo esperaba con el maletero abierto cuando llegó con él y lo depositó con precaución.
—Voy por mis cosas.
La señora Cassel se acercó al coche de Le Ber, abrió la puerta del acompañante y sacó una bolsa grande del asiento de atrás. Luego regresó junto a Dupin.
—Necesito mi microscopio estereoscópico.
Sacó un aparato que parecía muy complicado, lo encendió y se inclinó con él hacia el interior del maletero.
—Tardaré un poco… y seguramente no podré darle un dictamen definitivo. Solo una primera valoración.
—Con eso me basta. La dejo trabajar tranquila.
Le Ber se había alejado con su arma hasta el cruce de detrás del bosquecillo y había desaparecido tras los árboles.
Dupin necesitaba reflexionar. Caminó otra vez hasta el cobertizo y desde allí siguió en dirección al mar, que se vislumbraba entre las colinas y los árboles. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo mucho que se había ensuciado. Era increíble la cantidad de polvo que había dentro de ese cobertizo. Y aquel olor… se le quedaría metido todo el día. Se sacudió la suciedad de la ropa, pero no consiguió una gran mejora. No había llegado demasiado lejos cuando oyó que la señora Cassel lo llamaba.
—¿Dónde está, comisario? ¿Señor Dupin? ¡¿Hola?!
—¡Ya voy!
Medio minuto después llegó resoplando un poco y miró a la profesora con expectación. La expresión de ella no desvelaba nada.
—He examinado con detalle la capa pictórica en varios puntos —dijo en un tono analítico y desapasionado—. He comprobado la pincelada. La firma. Evidentemente no puedo decir nada definitivo, para eso necesitaría otros instrumentos… pero a mi juicio este cuadro es un Gauguin.
El rostro de Marie-Morgane Cassel se iluminó entonces.
—¡Este es el cuadro!
En la cara de Dupin asomó una sonrisa de alivio. ¡Tenían el cuadro!
Ya habían conseguido lo principal, pero no había tiempo para entretenerse en celebraciones. Ahora venía la parte más delicada. Quienquiera que hubiese escondido el cuadro allí, sabía que era auténtico. Y seguramente sería el asesino. Dupin estaba convencido de que iría a buscarlo pronto, no lo dejaría almacenado mucho tiempo en ese cobertizo. Era un lugar demasiado miserable para cuarenta millones de euros.
—Ahora preferiría que se marchara usted de aquí. —Su voz transmitió más dureza de lo que pretendía.
Marie-Morgane Cassel se estremeció un poco.
—Pero yo…
—Disculpe, lo que no quiero es ponerla en una situación peligrosa, ni siquiera en una situación delicada. Nos enfrentamos a un asesino, puede que por partida doble.
—Sí, por supuesto. No lo había pensado.
—El inspector Le Ber la acompañará al hotel.
—Está bien.
—Muchas gracias, señora Cassel. Debo decirle que, una vez más, su ayuda ha sido fundamental. Estamos en deuda con usted, sin su colaboración…
—Un placer, ha sido un verdadero placer —lo interrumpió ella y, al cabo de un instante, añadió—: O sea que este es el final de mi participación en el caso, supongo. La corroboración científica deberían realizarla a través del Museo de Orsay. No tiene por qué dirigirse a Sauré, hable directamente con el director. Yo ya me enteraré de cómo acaba el caso por la prensa.
—No… Yo la llamaré.
—¡Sí, por favor! Llámeme.
Dupin se sintió algo cohibido, ni él mismo sabía muy bien por qué, pero sobre todo estaba intranquilo. Se apartó unos pasos, sacó el móvil del bolsillo del pantalón y marcó el número de Le Ber.
—Le Ber. Quiero que lleves a la señora Cassel a Pont-Aven, hasta su coche, que está en el Central.
—¿Es el cuadro, señor comisario?
—Sí.
—Esto es una locura. Tiene un Gauguin auténtico en el maletero. Cuarenta millones de euros. ¡Es una verdadera locura! —Desbordaba emoción—. ¿Qué cree que…?
—Ahora no tengo tiempo para explicaciones, Le Ber. También tendrías que volver a colocar el candado y cerrarlo. Nadie puede saber que hemos estado aquí.
—Voy enseguida.
Un minuto después, el inspector llegaba resollando hasta ellos.
—Podemos irnos —dijo al terminar con el candado.
Dupin le estrechó la mano a la señora Cassel con cierta torpeza. Los dos sonreían.
—Adiós, señor Dupin.
—Adiós, madame.
La profesora dio media vuelta, caminó con decisión hasta el coche de Le Ber y subió. El inspector se acercó al comisario y le habló en voz baja:
—¿Me llevo el cuadro? Yo creo que sería lo mejor.
Dupin lo pensó.
—Sí, llévatelo. Será mejor que lo dejes en el hotel, en el restaurante, y que uno de los agentes de Pont-Aven monte guardia allí por si tú tienes que salir. Cuando todo haya pasado, tú mismo o Labat lo lleváis a la prefectura.
—¿Y usted que hará, comisario?
—¿Yo? Esperar.
—¿Quiere que vuelva con Labat después de que haya dejado a la señora Cassel? Podríamos apostarnos sin que se nos vea.
—No. Me quedo yo solo.
Dupin sabía que contravenía todas las normas de un buen procedimiento policial.
—Por lo menos de momento —insistió—. Luego ya veremos. A lo mejor tenemos que hacer turnos, quién sabe. Vosotros estad listos para cualquier eventualidad.
—De acuerdo. Estaremos preparados.
—¡Y ni una palabra sobre el cuadro! Ni sobre todo esto de aquí… a nadie. A Labat ya lo llamaré yo.
—Como quiera.
Le Ber fue al Citroën de Dupin, volvió a envolver el cuadro en la manta de lana, lo llevó con gran mimo a su propio coche y, manejándolo con mucha precaución, lo metió en el maletero. Todo lo que antes había allí dentro (el equipo de primeros auxilios, un rollo de papel y una bolsa con equipamiento policial) ya lo había trasladado al asiento de atrás. Subió al coche, puso en marcha el motor, bajó la ventanilla, se asomó un poco y le hizo una señal a Dupin. Junto a él iba Marie-Morgane Cassel, a quien el comisario volvió a sonreír. Entonces el inspector reculó con cuidado y el coche desapareció lentamente tras el bosquecillo.
Dupin se fue a su coche, lo puso en marcha y dio también marcha atrás con cuidado por el camino de tierra. Nadie podía darse cuenta de que por allí habían circulado vehículos. Una vez en la carretera, siguió en dirección a la playa y dejó el coche en el aparcamiento de tierra que daba a la gran bahía. Estaba a solo unos cientos de metros del cobertizo, pero allí el Citroën pasaría desapercibido y no levantaría sospechas.
Volvió entonces a buen paso hasta el cobertizo, no por la carretera, sino campo a través. Había sacado la pistola de la guantera y se la había metido en la cintura del pantalón. Se apostaría en el pequeño bosquecillo. A esperar.
Sacó el móvil para marcar el número de Labat y vio que el inspector había intentado llamarlo dos veces. Ya era la una y media, así que debía de haber terminado con el interrogatorio de Beauvois.
—¿Labat?
—Yo mismo, señor comisario.
—¿Qué ha declarado Beauvois? ¿Lo sabemos ya todo?
—No ha sido nada fácil con ese abogado que tiene… Está claro que Beauvois y él han acordado explicar lo menos posible. Me ha vuelto a contar su historia de la copia, la misma que les explicó a Le Ber y a usted. Lo ha repetido todo tal cual: que él la había pintado hacía treinta años por pura fascinación y que…
—¿Tiene coartada para las dos noches? —lo interrumpió el comisario.
—Ninguna coartada sólida. El jueves estuvo en el museo hasta tarde, con una visita guiada para no sé qué políticos locales, y luego tuvo la reunión del Círculo Artístico hasta las diez. Después de eso se fue a casa, solo, dice. El sábado por la noche tenía un compromiso en Le Pouldu. Algo de un Consejo Regional, asuntos culturales. También hasta las diez, más o menos.
—¿En Le Pouldu?
—Sí. Por lo visto el lugar de reunión va cambiando. —Hizo una breve pausa—. Tengo una relación de las actividades de Beauvois de los últimos cuatro días, ¿quiere oírla?
—¿Hay algo fuera de Pont-Aven?
—No, solo esa noche que fue a Le Pouldu.
—¿Y nada más?
—Dice que no.
—¿Dónde está Beauvois ahora?
—Ha salido de la prefectura hará cosa de quince minutos, de eso se ha encargado su abogado. Pero tiene que estar localizable. ¿Quiere que…?
—Quiero que te reúnas con Le Ber en el hotel —dijo el comisario, interrumpiéndolo otra vez—. A lo mejor os necesito.
—¿Usted dónde está, señor comisario?
—En Le Pouldu.
—¿En Le Pouldu? —repitió Labat.
—Sí. En un bosquecillo cerca de la Buvette. —Ya había llegado a los árboles.
—¿Y eso por qué?
—Tenemos el cuadro, Labat.
—¡¿Qué?! —El inspector, de la emoción, había gritado al teléfono.
—Lo hemos requisado, de hecho.
—¿Dónde?
—Estaba aquí, en un cobertizo.
—¿El Gauguin en un cobertizo?
—Eso es.
—¿Y seguro que es el auténtico?
—Oye, Labat, quiero que salgas enseguida para el Central y te reúnas allí con Le Ber. Él está ahora de camino al hotel con la señora Cassel. Lleva el cuadro consigo.
—¿Con la señora Cassel?
—Sí, ella es quien nos ha confirmado provisionalmente su autenticidad.
—¿Y qué va a hacer usted ahora?
—Esperar aquí. Hasta que venga alguien a buscarlo.
Se hizo una larga pausa.
—¿Sabe ya quién ha sido? —preguntó Labat. No parecían acabársele las preguntas.
—Creo que sí. Espérame con Le Ber en el hotel. Y lo más importante: nadie puede saber que tenemos el cuadro.
—Pero…
Dupin cortó la comunicación.
Ya volvían a estar a más de treinta grados, el sol quemaba como en el Sur. En la Bretaña aquello se consideraba una verdadera «ola de calor» y al día siguiente saldrían titulares sensacionales en los periódicos de la región. El bosquecillo en el que Dupin se escondía no era muy grande, puede que de unos cien metros de longitud. Típico del paisaje bretón. Antes de vivir allí, siempre había imaginado la Bretaña con espesos robledales y hayedos interminables… Lo cierto es que antiguamente sí había sido un enorme bosque frondoso e imponente, pero las profundas y repetidas deforestaciones que había sufrido desde la Edad Media la habían convertido en la región menos boscosa de Francia.
La espera podía ser larga. Y después tendría que ponerse a realizar todas las llamadas oficiales, lo que no le apetecía lo más mínimo. Él lo único que quería era saber si tenía razón. Y zanjarlo ya. Poner punto final a ese maldito caso. No le interesaba otra cosa.
Eran ya las cinco y cuarto. Llevaba más de cuatro horas esperando. Detestaba no poder hacer nada.
Se había pasado todo el tiempo caminando de un extremo al otro del bosquecillo y tenía la impresión de conocer cada uno de sus árboles, cada zarza, cada helecho. Por puro aburrimiento se había puesto a contar cuántos robles, alerces, hayas y castaños había; interesante, los robles eran muchísimos más. También había buscado el helecho más alto. Y el árbol con más muérdago. Le gustaba mucho la infusión de muérdago. Había hablado tres veces con Nolwenn por teléfono: en cada una de ellas había tenido una razón de peso para llamarla… aunque nunca habían pasado más de diez minutos. Su secretaria sabía lo mucho que detestaba esperar. Ella le había puesto al corriente de todo con pocas frases, sin hacerle ninguna pregunta y, sobre todo, sin insistirle otra vez con lo de llamar a Guenneugues y todas las cosas inaplazables que aún tenía pendientes. Solo le había recordado que podía llamar a su hermana, Lou. Su móvil había sonado unas diez veces por lo menos, pero Dupin miraba el número y no contestaba. Solo se puso al teléfono cuando llamó Salou (era ya su cuarto intento desde esa mañana), entre otras cosas porque tenía un poco de mala conciencia y, además, puede que hubiera alguna novedad. Salou seguía todavía fuera de sí, consideraba que Dupin estaba boicoteando su trabajo, pero el comisario estaba demasiado pendiente de su vigilancia como para molestarse, y tampoco sintió el menor impulso de poner a Salou al corriente de todo. Al final, el jefe de la científica le informó de mala gana y con parquedad acerca de su estudio de la copia del museo (infructífera por el momento) y del «resultado oficial» de la investigación en el acantilado: «Indicios poco concluyentes de la presencia de una segunda persona; no se han podido documentar huellas consistentes». O sea que no, no había ninguna novedad.
Dupin tenía hambre. Y sobre todo sed. No había pensado en llevarse comida y algo para beber. En su coche tenía una botella de agua mineral Volvic, pero no le servía de mucho porque no podía moverse de allí. Tendría que haberle pedido a Le Ber que volviera. Necesitaba distraerse. Quizá sí que llamase a su hermana.
Sacó el móvil.
—¿Lou?
—¡Hola! ¿Eres tú? —Lo había reconocido enseguida.
—Sí.
—¿Ya has atrapado al malhechor?
—¿Cómo dices?
Su hermana rió.
—Nolwenn me ha dicho que llamaste anteayer. ¿Qué tal te va?
—Estás no sé dónde esperando a no sé quién, ¿a que tengo razón? —preguntó Lou.
—Estoy…
—Siempre llamas cuando estás esperando en algún sitio. —No lo dijo con mala intención. Y, además, no se equivocaba—. ¡Yo estoy en un tejado en Quirbajou! Pronto lo terminaremos. Estamos a casi cuarenta grados. Esto parece una casa de locos. Estoy bien. Muy ocupada. Todo genial.
Hacía siete años que su hermana se había ido a vivir con Marc a los Pirineos, a una aldea diminuta con mucho vino, olivos, un enorme castillo cátaro y dos nobles puentes de piedra, no muy lejos de Perpiñán. Era tres años menor que él, carpintera y arquitecta, y construía unas casas originales, hechas todas de madera. De bajo consumo energético. Dupin quería mucho a su hermana. Aunque se vieran poco. Y hablaran menos.
—Sí, estoy… estoy en un caso, sí. Y esperando.
—¿Algo complicado?
—Un poco. —Por lo visto no había leído nada en el periódico—. Dos muertos y un Gauguin auténtico.
—¿Un Gauguin auténtico?
—Un Gauguin que nadie conocía hasta ahora, seguramente el cuadro más importante de toda su obra, según Le Figaro.
—¡No puede ser! —Rió—. Suena muy emocionante. A mamá le encantará.
Su madre comerciaba con antigüedades y sentía pasión por las artes plásticas. La verdad es que a Dupin le extrañaba que no hubiese llamado ya. Ese caso le encantaría, sin duda.
—¿No querías ir a París la semana que viene, a verla?
Anna Dupin no se desplazaba nunca a provincias. Sus hijos tenían que ir siempre a París a visitarla.
—Me temo que no podré moverme de aquí. Ya veremos.
A Dupin no le apetecía demasiado. Ese fin de semana, además, era el cumpleaños de una tía a la que no soportaba. Una de las tres hermanas de su madre, una parisina arrogante y engreída de la peor especie que se pasaría toda la tarde obsequiándolo con su cáustica compasión por haber tenido que emigrar a provincias, a vegetar.
—Ponle el caso como excusa. Ya sabes que luego disfruta reprochándonos cualquier cosa.
—Lo intentaré. ¿Qué tal está Marc?
—Muy bien. Ha ido a Toulouse, a una especie de congreso de ingenieros.
—¿Has construido tú la casa?
—¿En la que estoy ahora? Sí.
—Me encantaría verla.
—Te enviaré fotos. Y a ti, ¿cómo te va? Aparte del caso.
—Mmm… No sé.
Lou siempre le hacía las preguntas más complicadas.
—Nunca lo sabes.
—A veces sí.
—¿Todavía enamorado? ¿Todavía Adèle?
—Pues no.
Debía de hacer bastante desde la última vez que habían hablado.
—Qué pena, tenía buena pinta… ¿Alguien nuevo?
—Mmm…
—Vaya, parece que no.
Lou estaba convencida de que él seguía enamorado de Claire, se lo había dicho ya muchas veces, y de que por eso siempre perdía el interés en las mujeres con quienes había salido después de ella. Lou lo conocía bien.
—Sí. No estoy muy seguro, quiero decir.
—¿Y eso qué significa?
—No lo sé. Es que… Espera, Lou, un momento.
Dupin oyó algo. Un motor.
—Lou, me parece que voy a tener que…
—¡Vuelve a llamarme!
—Sí, no te preocupes.
Entonces lo oyó con toda claridad. Era un coche y se acercaba por el camino. Dupin se adentró algo más en el bosque, no podía dejar que lo vieran. El vehículo estaba cada vez más cerca y de pronto apareció por la curva. Avanzaba a poca velocidad. Lo oyó frenar. Una puerta se abrió y volvió a cerrarse. Dupin esperó un momento, después sacó el arma y cruzó entre los árboles hacia el cobertizo. Vio el brillo del coche entre las ramas y las hojas. Un modelo oscuro. Aceleró el paso y entonces salió del bosquecillo.
Justo delante del cobertizo había una pesada limusina negra. El parachoques tocaba casi la pared.
—¡André Pennec! —murmuró, sorprendido.
Una hora y media después, el inspector Labat conducía por segunda vez en el día hacia Quimper. André Pennec iba sentado en la parte de atrás, y Labat se lo llevaba a la prefectura. La escena del cobertizo había sido bastante desagradable, pero no se había alargado mucho.
Dupin se encontraba ya frente a la espantosa villa oscura que tan bien había llegado a conocer esos días. Le Ber estaría allí enseguida y esperaría con el coche delante de la puerta.
Había llamado con dos timbrazos breves. No tuvo que esperar demasiado, la puerta se abrió enseguida.
—Buenas tardes, señora Pennec. Me gustaría hablar con usted. —Pronunció esas frases con firmeza.
Los ojos de Catherine Pennec reflejaron por un instante una cruda hostilidad. Fue una mirada fulminante, odiosa, que de repente se deshizo en una profunda resignación. Volvía a llevar su vestido negro de cuello cerrado. Sin mostrar ninguna emoción ni decir nada, dio media vuelta y echó a andar hacia el salón.
Dupin entró y la siguió. No le apetecía jugar al ratón y al gato.
—Tenemos el cuadro, señora Pennec. Está confiscado. —El comisario hizo una breve pausa—. André Pennec nos lo ha explicado todo.
No había forma de saber si la mujer, que seguía caminando impasible, había oído siquiera las palabras de Dupin. Al llegar al salón se detuvo con brusquedad.
—¿André Pennec? ¿Ah, sí? ¿Se lo ha explicado todo? No, no se lo ha explicado todo. No les ha explicado nada.
Catherine Pennec se sentó en el recargado sofá de pasamanería. Permaneció así un momento, inmóvil, y después profirió una carcajada corta y brusca. No especialmente fuerte.
—¿Y qué sabrá él? —prosiguió—. ¿Qué sabrá usted? Nada. Ni él ni usted. Nada… No les ha explicado nada.
—Explíquemelo usted, entonces.
Dupin se había detenido cerca de la gran chimenea, a tres o cuatro metros de Catherine Pennec, que miraba al suelo con ojos vidriosos. Parecía estar hundiéndose cada vez más en sí misma. El comisario esperó un buen rato.
—No tiene por qué decir nada ahora, señora Pennec. Tiene derecho a guardar silencio.
De nuevo una larga pausa.
—El inspector Labat la llevará a la prefectura de Quimper. Allí podrá hablar con su abogado. —Se volvió en dirección al vestíbulo. Casi lo prefería así—. Acompáñeme, por favor.
Catherine Pennec habló entonces tan bajo que al principio Dupin no estuvo seguro de haberla oído. Susurrando, con una voz completamente diferente, más profunda, hueca, mecánica, dijo:
—Era un fracasado. Un auténtico fracasado. Nunca consiguió que nada le saliera bien, en toda su vida. Era demasiado blando. Le faltaba garra. Voluntad.
El comisario se volvió con cautela, sin moverse de donde estaba.
—Solo esa vez demostró valor. Esa única vez. No lo había planeado, pero en ese momento sí que tuvo el valor de demostrarle a su padre quién era. A su padre, que lo destruyó, que destruyó a su propio hijo. Siempre diciéndole lo débil que lo consideraba, que no valía para nada, que no era un verdadero Pennec. Más todavía después de que muriera su madre. Y siempre dándole largas. Pero por una vez Loic se volvió contra él. Tuvo que hacerlo. Sí, tuvo que hacerlo. Por una vez tuvo agallas. Esa noche.
Catherine Pennec se interrumpió. Parecía que sacudía un poco la cabeza.
—La navaja se la había regalado su propio padre, cuando él aún era joven. ¿No es irónico? Su Laguiole. Para él era sagrada.
Una sonrisa fantasmal cruzó por su rostro un instante, después sus rasgos recuperaron la rigidez.
—Llevábamos mucho tiempo esperando para disfrutar de nuestra propia vida. Habíamos esperado y esperado durante años, décadas… y no había forma de que se muriera. Siempre esperando. Nos pertenecía: el hotel, el cuadro. Ese cuadro lo habría hecho todo posible. Una vida diferente. Toda mi vida.
Catherine Pennec levantó la cabeza y miró a Dupin a los ojos un momento. De pronto parecía de muy buen humor.
—¿Le ha explicado eso André Pennec? ¿Sí? Porque esa es la verdad. Mi suegro era un terco, un viejo horrible. ¿Qué sacaba él del cuadro? Lo tenía ahí colgado todo el tiempo. A nadie le servía de nada. Puede que le quedaran solo un par de días de vida. Si lo hubiéramos sabido… Un par de días. Pero pensábamos que ya había modificado el testamento.
Catherine Pennec hablaba sin emoción alguna, como si quisiera exponer una argumentación sistemática y lógica. Sus ojos volvían a mirar fijamente el suelo.
—Sabíamos lo de la donación. Se lo dijo a mi marido esa noche. Le explicó lo que pretendía hacer y se pelearon. Nosotros solo cogimos lo que era nuestro. Ese cuadro es nuestro. ¿Por qué iba a quedarse ningún museo el Gauguin? Siempre había pertenecido a la familia. ¡Mi marido tenía derechos! Una vez, una única vez actuó. Y después se puso a lloriquear, a lloriquear como un niño. Quería confesarlo todo. Que no lo soportaba, gimoteaba. ¡Qué lamentable! Yo no podía permitirlo, ni por él ni por mí. Tuve que hacer algo, él lo habría estropeado todo. —Calló unos instantes—. Su padre había hecho bien en despreciarlo. Ya lo creo que sí. Porque lo despreció toda su vida, aunque fuera su padre y le costara, lo despreció profundamente.
De nuevo miró a Dupin a los ojos, fría, segura de sí misma.
—¡Igual que yo! También yo lo despreciaba, sí. Todo habría sido posible. Estaba allí, colgado en el restaurante, todo estaba allí. Dígame, ¿es eso lo que le ha explicado André Pennec?
Dupin guardó silencio.
—André ha ido a hablar con ustedes, ¿verdad? No lo ha aguantado.
—No, fue a buscar el cuadro. Tenía que llevarlo lo antes posible a París, ¿no es así? Lo hemos atrapado en Le Pouldu. Ahora está de camino a la prefectura.
Catherine Pennec volvió a proferir una carcajada del todo inesperada. Por un momento sacudió la cabeza como si estuviera en trance y luego recuperó la impasibilidad.
—¿Cómo ha sabido usted dónde estaba?
Dupin creyó ver de pronto miedo en sus ojos. Su voz, por el contrario, era muy firme.
—Supuse que lo tenía usted —explicó el comisario—. Y que lo habría escondido, al menos por el momento.
—¿Por qué yo?
—No fue por nada que hiciera o dijese… Fue más bien que me faltaba algo. Todos tenían miedo, usted era la única que no temía por el cuadro. La persona que lo tuviera en su poder era la única que no debía temer por él. Durante nuestra conversación de la mañana después del allanamiento, su marido y usted ni siquiera preguntaron qué relación podía tener con los hechos, aunque fuese con algún otro pretexto. Y luego ayer, cuando hablamos abiertamente del Gauguin, tampoco lo mencionó ni una sola vez. Si no hubiese tenido usted ya el cuadro a buen recaudo, habría mostrado, con razón y a pesar del doloroso trance por el que estaba pasando, cierta preocupación por él. Eran sus cuarenta millones de euros. En ese momento ya sabía usted que era de su propiedad, una herencia legítima. Debería haber estado intranquila, y no era así ni mucho menos. Fue por eso… aunque al principio no me di cuenta. Hasta esta mañana.
—Yo… —Catherine Pennec se interrumpió.
—Por supuesto, tuve en cuenta que debía de estar aturdida por las dolorosas pérdidas que acababa de sufrir. —Dupin no había querido tener esa conversación, pero de pronto sentía una especie de satisfacción al hablar—. Interpretó muy bien su papel, madame, fingió con maestría las emociones que se esperaban de usted, pero en algún momento ese papel se complicó demasiado. Había muchas cosas que escapaban a su control. Si Beauvois no hubiese intentado robar el cuadro, por ejemplo, no habría podido cometer usted ese error.
Catherine Pennec guardaba silencio. Se había quedado de piedra.
—No tenía la certeza absoluta —siguió explicando Dupin—, solo la sospecha de que el cuadro lo tenía usted. Necesitaba encontrarlo para demostrarlo, y para ello era necesario adelantarme a sus pasos y llevármelo antes. Pensé que iría usted misma por él. También lo del escondite fue mera conjetura. La señora Denis me había hablado de los terrenos de la herencia. En algún sitio tenía que guardar el cuadro temporalmente, no iba a tenerlo aquí, en su casa. Y nadie más sabía nada de esos cobertizos. Solo la familia.
Catherine Pennec no parecía estar escuchándolo, pero a Dupin le daba igual.
—Ha habido muchas casualidades en juego, ya lo creo. Si hubiera sabido usted, aunque fuese por pura casualidad, que su suegro no llegó a modificar el testamento, tras el asesinato no habría tenido que hacer nada: el Gauguin habría sido suyo. No habría tenido que sustituir el cuadro esa noche, no habría tenido que involucrar a André Pennec… No habría tenido que hacer nada. Nada de nada. Le habría llegado como caído del cielo. A usted.
Dupin se detuvo. Ya era suficiente, estaba agotado. Y furioso.
—Bueno, es hora de irnos. Acompáñeme. —Se volvió bruscamente hacia la puerta.
La señora Pennec se levantó de golpe, como si Dupin hubiese accionado un botón. Permaneció muy erguida un instante y luego lo siguió con la cabeza bien alta y sin decir palabra.
La escena se había desarrollado a una velocidad inesperada. El comisario ya solo quería salir de allí, no soportaba más esa casa ni lo que allí encerraba. Llegó a la puerta y la abrió con un gesto rápido. La señora Pennec iba justo detrás de él. Salieron.
Le Ber, que había aparcado el coche al pie de los escalones, vigilaba la casa. Al ver a Dupin y a la señora Pennec, bajó del vehículo y corrió a abrir la puerta trasera del lado derecho.
—Buenas tardes, madame. Yo la llevaré a la prefectura —se limitó a decir.
Catherine Pennec subió al coche en silencio. Parecía absolutamente impasible. Le Ber dio la vuelta al vehículo con tranquilidad.
—¿Me llamará luego, jefe?
—Sí.
—¿Y al prefecto?
—También.
Le Ber sonrió.
—De acuerdo.
Subió al coche, lo puso en marcha y arrancó enseguida. Por la ventanilla, Dupin vio que la señora Pennec había agachado la cabeza. Siguió el coche con la mirada hasta que llegó a lo alto del puente y desapareció en la curva.
El comisario cruzó la calle. Caso cerrado.
Poco después, Dupin se encontraba donde tantas veces había estado esos últimos días: en el puerto, junto al embarcadero. La marea había llegado a su punto más alto. Eran las ocho menos cuarto y todavía hacía mucho calor. Esa tarde se echaba en falta una ligera brisa. El aire estaba inmóvil, aunque no hacía bochorno. En el embarcadero, justo delante de él, había un gran velero atracado. Sus ojos lo recorrieron despacio. Una preciosa embarcación de madera, un verdadero barco de vela construido para el duro Atlántico, el gran océano, y con muchos años de travesía a cuestas. Se veía que no estaba hecho para los ríos. Todo él hablaba del mar, había recorrido sus infinitas millas. En sus mástiles se olía, se paladeaba, se sentía la inmensidad del océano. ¡Qué hermoso era aquel rincón del puerto! Y sin embargo, Dupin se alegraba de despedirse de Pont-Aven. De cerrar ese caso. Se alegraba de regresar por fin a Concarneau. De todas formas pasaría aún varias semanas ocupado con esa historia, encargándose de todos los «flecos»: interrogatorios, expedientes, formalidades, decenas de llamadas telefónicas. La prensa, los medios. Pero por ese día ya tenía suficiente.
A las ocho y cuarto, el comisario Dupin dejó atrás la última glorieta de Pont-Aven. Enseguida pasó también por Névez y Trégunc, pronto estaría de vuelta en su ciudad. Bajó la ventanilla y abrió el techo solar todo lo que daba de sí. Había mucho tráfico. Claro, el Festival des Filets Bleus, recordó entonces. Esa noche todo el mundo quería ir a Concarneau. No le molestó. Ni siquiera le molestó recordar que tenía que llamar al prefecto. Lo despacharía deprisa.
—Señor… prefecto, soy el comisario Dupin.
—¡Ah, ya veo! Mi querido comisario.
—Estoy volviendo a Concarneau.
—Tranquilo, ya he hablado largo y tendido por teléfono con el inspector Labat… igual que todos estos días, por cierto. A usted no había manera de localizarlo. Sobre todo las últimas cuarenta y ocho horas. Yo… Verá… —Hizo una pausa.
Aun por teléfono, Dupin percibió que Guenneugues se debatía consigo mismo intentando decidir si seguía enfadado con él o no. Dupin se habría tomado su enfado con indiferencia, pero el prefecto optó por la amabilidad.
—Al final no ha sido un caso tan complicado —dijo—. Lo hemos resuelto.
Al final nunca era un caso tan complicado. El comisario ya conocía esa frase: la oía cada vez que «resolvían» el caso, en plural.
—No, señor prefecto. Quiero decir que sí, que lo hemos resuelto, y que no, al final no ha sido tan complicado. —El tono de Dupin también fue agradable.
—Todo el mundo respirará tranquilo y la prensa informará de ello dejándonos en buen lugar. Aunque usted… —El tono de Guenneugues parecía estar a punto de cambiar—. En realidad, si se para uno a pensarlo —comenzó de nuevo—, yo creo que ha sido, me parece que puede expresarse así, una gran tragedia familiar. —Guenneugues hablaba despacio, buscando las palabras adecuadas—. Tantos sentimientos, y tan intensos, durante tantísimo tiempo. Sí, esos asuntos son feos.
A veces sorprendía a Dupin… aunque pocas. Muy, muy pocas.
—Sí, señor prefecto, seguramente ha sido eso. Una tragedia familiar.
—¿Fue asesinato… la muerte de Loic Pennec?
—Creo que sí.
—¿Tiene la confesión de la señora Pennec?
—Tenemos una primera declaración.
—¿Y cree usted que se atendrá a ella?
—No sabría decirle.
—Esta misma noche daré una rueda de prensa. Quiero que el artículo sobre la exitosa resolución del caso pueda leerse mañana en todas partes. ¡Con esto del cuadro, se ha convertido en un asunto de interés nacional, Dupin!
No había sonado a queja. En la voz de Guenneugues se percibía incluso orgullo.
—Las redacciones cerrarán pronto. No tienen por qué saber todos los detalles, pero al menos sí las cuatro cosas más importantes. Se trata únicamente de dar a conocer nuestro trabajo de manera adecuada. ¡La policía del Finisterre lo tiene todo bajo control! Ya he ordenado que envíen el cuadro a Quimper enseguida.
—Comprendo.
Dupin sabía de qué iba todo eso. Era Guenneugues quien había cerrado el caso: ese era el mensaje. Como siempre.
—¿Cree usted que el hijo había planeado el asesinato? ¿Con premeditación? La prensa querrá saberlo.
—Yo diría que no. Es algo… que simplemente sucedió esa noche.
—¿Por qué esa noche?
—Pierre-Louis Pennec le comunicó a su hijo que iba a donar el cuadro al Museo de Orsay en el transcurso de los próximos días. Creo que… —De pronto recordó la navaja. La Laguiole de Loic Pennec.
—¿Sí? ¿Qué cree?
—Nada. —La verdad es que no le apetecía explicar más.
—¿Hacía mucho que lo había decidido el señor Pennec? Lo de la donación, quiero decir.
—Hacía tiempo que lo pensaba, sí. Sin embargo, no se decidió hasta después de ver al doctor Pelliet.
—Ya, comprendo. ¿Fue por codicia? Estamos hablando, en definitiva, de cuarenta millones de euros, ¿no?
—Fue por las heridas profundas, por las humillaciones. Décadas de humillaciones. No sé…
Dupin empezaba a enfadarse, no quería dejarse arrastrar a una conversación profunda con Guenneugues.
—¿Sí, Dupin?
—Que tiene usted razón. Fue por los cuarenta millones de euros.
—¿Qué valoración hace de la señora Pennec?
—¿Qué motivos tenía, quiere decir?
—Sí.
—Es una mujer sin escrúpulos. —Dupin volvió a enfadarse consigo mismo.
—¿Sin escrúpulos? Eso suena muy dramático, comisario.
Dupin no dijo nada.
—¿Y de dónde salió la segunda copia del cuadro? —insistió Guenneugues.
—Todavía no lo sé. Supongo que era de Pierre-Louis Pennec y que su hijo conocía su existencia. Puede que incluso se encontrara en el hotel. Todavía tenemos que averiguarlo.
—En cuanto al diputado, el señor André Pennec… goza de inmunidad.
En ese instante, Dupin sintió que la furia crecía en su interior. Tenía que andarse con cuidado.
—Pues tendrán que levantársela.
—No sé yo. ¿No hay más remedio? La verdad es que parece un hombre bastante íntegro. Así me lo han asegurado desde las altas instancias. Sus abogados, además…
—Pretendía ocultar el cuadro, un cuadro robado de cuarenta millones de euros. La señora Pennec le había ofrecido una comisión de una cuarta parte del valor de la obra en caso de conseguir venderla. Eso habrían sido diez millones de euros. ¡Diez millones!
—Pero fue la señora Pennec quien le pidió que lo vendiera. La idea no partió de él. El vendedor siempre recibe una comisión por su trabajo, desde luego, eso no es nada reprochable. Además, el cuadro es de ella. El Gauguin le pertenece, si lo he entendido todo bien.
Alguien había informado en detalle al prefecto. Eso estaba más que claro.
—Ya se han puesto en contacto con usted —espetó Dupin.
Guenneugues vaciló.
—He recibido alguna llamada, sí. De París, de Rennes y de Tolón. —Se notó que volvía a dudar un momento—. También de sus abogados.
Dupin se sorprendió al ver que lo reconocía, pero de todas formas podría haberlo imaginado. André Pennec había tenido dos horas para mover hilos.
—¡Catherine Pennec no sabía que era de su propiedad cuando le pidió a André Pennec que lo vendiera! —Ahora sí que estaba encendido—. Sabía que Pierre-Louis Pennec quería donarlo al Museo de Orsay. La noche del asesinato, su marido y ella sustituyeron el cuadro por una copia porque no estaban seguros de si había modificado el testamento. Y Catherine llamó a André esa misma noche, no mucho después del crimen, para explicarle lo sucedido. Al convertirse en su confidente, André Pennec pasó a ser cómplice. No acudió a la policía y, por si fuera poco, estos últimos días me ha estado mintiendo sistemáticamente y con ello ha entorpecido muchísimo la investigación.
—Los abogados de André Pennec sostienen que esa noche la señora Pennec no formuló ni mucho menos con claridad que su marido hubiese apuñalado a Pierre-Louis Pennec. Dicen que habló de una «catástrofe familiar». Debía de estar deshecha y muy confusa, como es natural.
Era una situación más que lamentable. Repugnante. Eso era lo que tan profundamente detestaba Dupin de su profesión. Su ira iba en aumento.
—¿Que no lo formuló ni mucho menos con claridad? ¿Una «catástrofe familiar»? ¿Qué quiere decir todo eso?
—¿Recibió André Pennec el encargo de ocultar el cuadro y venderlo esa misma noche, cuando Catherine lo llamó? —El tono de Guenneugues adoptó una objetividad provocadora.
—Él… No.
—¿Lo ve?
—Pero sí al día siguiente…
—Al día siguiente, en la lectura del testamento, la señora Pennec supo que su suegro no había llegado a modificar nada. Pierre-Louis Pennec no había hecho constar la donación y ella supo que el cuadro era suyo. Y André Pennec no vio a Catherine y Loic Pennec hasta después de la apertura del testamento, ya que no viajó hasta la mañana siguiente.
—Pero eso es… Él ya sabía… —Dupin se interrumpió.
No lo había reflexionado. Ese había sido su error. En realidad tendría que haberlo imaginado. Sí. Así, justo así era como acababan esos casos. Pero precisamente ese era uno de los motivos por los que se había hecho policía: por absurdo, infantil y arrogante que pudiera parecer, era del todo incapaz de contenerse cuando alguien, con toda su prepotencia, pensaba que podía salir impune tras haber cometido un delito.
—¡Eso es una majadería, y usted lo sabe! —exclamó.
Guenneugues pasó por alto la apreciación de Dupin.
—La señora Pennec no sabía a ciencia cierta si su suegro había modificado el testamento. Su marido así lo había entendido durante la discusión que tuvo con su padre esa noche, pero es evidente que fue una situación… extremadamente emocional.
—¿Y eso qué quiere decir, señor prefecto?
—Quiere decir que a mí me parece que la única culpable es Catherine Pennec: del asesinato de su marido. Si es que no se retracta en su declaración oficial.
Dupin iba a protestar con vehemencia, pero demostró un gran control sobre sí mismo y cerró la boca. Conque eso diría la versión oficial…
—Y me parece también que André Pennec quiso ayudar en lo que era una, ¿cómo lo hemos expresado antes?, una tragedia familiar —concluyó el prefecto—. Se tarda un poco en recuperar la sensatez después de unos sucesos tan extraordinarios.
—¿Que «quiso ayudar»? ¿Cómo que «quiso ayudar»? —Dupin repetía esas palabras sin dar crédito a lo que acababa de oír.
Guenneugues, de nuevo, hizo como si nada.
—¿Y ese Beauvois, el presidente del Círculo Artístico? —dijo, cambiando de tema—. Está hecho una buena pieza. Deberíamos tomárnoslo en serio. Muy en serio.
Dupin no creía lo que estaba oyendo. ¿O sea que encima había que lapidar a Beauvois? Él mismo lo consideraba un personaje despreciable, un narcisista desconsiderado y capaz, casi, de pasar por encima del cadáver de quien hiciera falta. Pero solo «casi», y su profesión le había enseñado que ese «casi» era fundamental.
—¡Beauvois es un pobre diablo! Es insignificante en este caso. —Al comisario no le estaba resultando fácil. Lo que acababa de decir contradecía sus sentimientos hacia aquel hombre, pero lo que Guenneugues pretendía hacer con él le provocaba una rabia enorme.
—Usted mismo lo envió a la prefectura, Dupin, y en circunstancias más que discutibles. Nos hemos extralimitado un poco. Bastante, diría yo. Había algunas cosas que no teníamos derecho a hacer y usted lo sabe. Yo, por supuesto, lo he apoyado.
El comisario no quería oír más. Ya encontraría otra forma de hacer justicia. Con un esfuerzo tremendo, lo dejó correr.
—Está bien. Como decía usted, señor prefecto, al final no ha sido un caso tan complicado. Y lo más importante es que ya está resuelto.
—¡Pues claro que sí! Y yo estoy muy contento, señor comisario. Ha hecho un gran trabajo. —Guenneugues soltó una carcajada profunda y llena de complicidad—. Me parece que la señora Pennec será una de las reclusas más adineradas que haya albergado jamás una cárcel francesa, después de Luis XVI… —El prefecto había querido poner la guinda con un chiste.
—Sí, claro. Bueno, adiós, señor prefecto.
—Espere, me gustaría…
Dupin colgó.
No había perdido los nervios; había colgado dejando al prefecto con la palabra en la boca, pero al menos no había insultado a nadie.
Además, se le había ocurrido una idea. De pronto se le iluminó la cara. Durante los últimos años había entablado cierta amistad con una periodista del Ouest France, Lilou Breval, y alguna que otra vez ya habían tenido conversaciones «confidenciales». Ella bien podía descubrir algo más del caso a través de «fuentes protegidas». Un par de detalles sobre la implicación de André Pennec, por ejemplo. Dupin no sabía si con ello cambiaría las cosas, pero aun así… A la prensa le encantaría. Y seguro que Pennec tenía enemigos que a lo mejor sabrían qué hacer con esa información.
A todo esto, ya había llegado a la tercera de las cinco rotondas de Concarneau, la que quedaba justo después del puente alto, y torció a la izquierda para entrar en la ciudad por el puerto. El trayecto se le había hecho eterno. La región entera había salido de casa, como siempre durante los días del festival. Incluso desde allí arriba, en la rotonda, se oía ya el jaleo algo amortiguado y las graves notas de los bajos. Cayó en la cuenta entonces de que no encontraría sitio para aparcar, porque la mayoría de las zonas del centro estarían cerradas a la circulación. Habría tenido que rodear Concarneau dando una gran vuelta y entrar desde el otro lado de la ciudad para poder acercarse a su casa por lo menos un poco, pero no le apetecía dar media vuelta otra vez. Decidió que dejaría el coche en el puerto industrial, junto a los astilleros y los grandes atuneros. Ya iría a buscarlo dando un paseo al día siguiente.
Esa parte del puerto no tenía nada de pintoresco. Concarneau seguía disponiendo de una considerable flota de pesca de altura que faenaba en todos los mares del mundo. Allí no había románticas barquitas de pescadores como las de los pueblitos de la costa, sino una modernísima flota de alta tecnología que, sin embargo (y eso también era algo que llenaba de orgullo a los bretones), no utilizaba destructivas redes de arrastre, como las grandes flotas japonesas. Había poderosos buques con grúas de gigantescos brazos pensados para el durísimo mar. El padre de Laure había trabajado embarcado en uno de esos atuneros durante tres décadas, y así había visto mundo. Dupin le había oído contar muchas historias fabulosas. Las dársenas, las instalaciones portuarias, los diferentes dispositivos y la maquinaria, allí todo era completamente funcional. A Dupin el puerto de altura le gustaba tanto como el histórico, que quedaba algo más adelante y que por supuesto era muchísimo más idílico. Los pescadores locales todavía lo utilizaban para atracar sus barcas de madera.
En efecto, allí abajo quedaban sitios libres para aparcar, aunque muchos de los visitantes del festival habían tenido la misma idea que él. Dupin dejó el coche muy cerca del agua. Al contrario que en Pont-Aven hacía un rato, en Concarneau soplaba una suave brisa de noche estival procedente del Atlántico. Inspiró hondo. El olor a mar era muy intenso. Salitre, algas, yodo. Respirar ese aire siempre lo transformaba todo.
Recorrió el muelle sin prisa. Casi se había olvidado de la estúpida conversación telefónica de hacía un momento. Todo el caso le parecía un sueño confuso y oscuro que había pasado ya; aunque sabía que todavía tendría que trabajar en él una buena temporada, hasta terminar con toda la burocracia.
De pronto recordó algo que no quería dejar pasar. Buscó su móvil.
—¿Señor Dupin?
—Sí. Buenas noches, señora Cassel.
—¿Tengo que ir para allí? ¿Dónde quiere que nos encontremos?
Dupin dudó un momento, luego no pudo evitar reír.
—¡No, no! Yo…
—Se le oye muy mal. Hay mucho ruido. ¿Dónde está?
—En Concarneau, en el Festival des Filets Bleus. Bueno, mejor dicho, estoy paseando por el puerto, pero hoy se celebra aquí el festival. Voy a tener que cruzar andando toda la ciudad, porque con el coche no se puede llegar al centro. —Sabía que hablaba de forma confusa.
—Comprendo. ¿Y qué tal ha ido el último acto? ¿Ha resuelto el caso?
—¡Sí, el caso está resuelto! Ha sido…
—Déjelo.
Dupin se alegró de oír eso.
—Ha sido una locura de caso —completó ella—. ¿Siempre tiene casos así de locos? —preguntó.
—Pues no sé.
—Tiene usted una locura de profesión.
—¿Eso cree?
—¡Como en una novela de detectives!
—Tampoco está tan mal. A mí, si le soy sincero, su mundo no me parece menos locura.
—Sí, tiene razón.
El ruido ya era considerable, Dupin se estaba acercando a la plaza mayor. Una banda tocaba en el escenario principal. Había cuatro.
—Bueno… Pues, no sé, ya volveremos a vernos uno de estos días. ¡En el fin del mundo no es tan fácil perderse!
Dupin rió sin querer. Le gustaba cómo hablaba Marie-Morgane Cassel.
—Espere un momento. —Torció a la derecha por una callecita que estaba algo más tranquila—. Usted vive en Brest, ¿verdad?
—Sí. Casi a las afueras de la ciudad, justo frente al mar. Entrando por el oeste…
—¿Le gustan los pingüinos?
—¿Los pingüinos?
—Sí.
—¿Que si me gustan los pingüinos? —repitió, extrañada.
—¿Ha ido alguna vez al Océanopolis?
—Oh, sí, claro.
—Tienen unos pingüinos preciosos. Pingüinos papúa, pingüinos adelaida, pingüinos rey, pingüinos emperador, pingüinos azules, pingüinos crestados, pingüinos ojigualdos, pingüinos de Humboldt…
Esta vez fue Marie-Morgane Cassel quien rió, y con ganas.
—¡Sí, los pingüinos son preciosos!
—Algún día podríamos ir juntos a verlos.
Se produjo un breve silencio.
—Claro que sí. Tiene usted mi número.
—Lo tengo.
—Adiós entonces, comisario.
—Adiós, profesora.
Colgaron los dos al mismo tiempo. Un momento después, Dupin recordó que en realidad también había querido darle las gracias. Esta vez oficialmente, en nombre de la policía, por toda esa ayuda sin la que nunca habría avanzado tanto. Ya lo haría en otra ocasión. Regresó al muelle y siguió hacia la plaza mayor, que se abría junto al paseo del Quai Pénéroff, donde también estaba L’Amiral. El festival le pareció más animado aún que en años anteriores. Era ya la tercera edición que vivía (aunque no presumía de ello ante nadie; Nolwenn le había explicado que no podría mencionarlo hasta que llevara por lo menos diez u once).
El Festival des Filets Bleus, por muy divertido que pudiera ser y por más que el alcohol desempeñara un papel fundamental (como en todas las fiestas bretonas, por otra parte), era una ocasión muy emotiva para la gente de Concarneau. No solo era la festividad más importante de la ciudad (que también): era todo un símbolo. Ese día, los concarneses se honraban a sí mismos y celebraban su fuerza para no perder la confianza ni en los peores tiempos, para permanecer unidos frente a cualquier adversidad. Todos los niños conocían y contaban la historia de la ciudad, y Nolwenn se la relataba a él todos los años. Tres o cuatro semanas antes del festival sacaba el tema como por casualidad: hasta finales del siglo XIX, la sardina había sido el oro natural de la Bretaña. Solo la flota sardinera de Concarneau estaba compuesta por ochocientas barcas (¡ochocientas nada menos!). En la oficina, Nolwenn tenía un grabado enorme en el que se veía parte de esa flota en el mar, en la bocana del puerto: la cantidad de barcas flotando unas junto a otras, tocándose, era tal que casi no se veía el agua. No solo los pescadores, también toda una industria vivía de ese caprichoso pez de temporada que se desplazaba en gigantescos cardúmenes. Pero en 1902 la sardina desapareció de un día para otro sin dejar rastro… durante siete años enteros. Los pescadores, los trabajadores de las fábricas y muchos otros se quedaron sin empleo, y la miseria se extendió. Cundieron la pobreza, el hambre y la depresión. ¡Solo había que imaginarse el contraste que se producía en verano, cuando se presentaban allí los ricos bañistas parisinos a ocupar las pensiones! Así las cosas, resultó que algunos de los artistas tuvieron la gran idea de organizar una festividad benéfica a la que invitaron a toda la región. Su finalidad era ayudar, claro está, pero ante todo querían establecer un símbolo de esperanza. Le pusieron el nombre de Filets Bleus, «redes azules», como las que habían capturado la veleidosa sardina: era una especie de conjuro. Ya el primer festival fue muy animado y resultó todo un éxito, pues reunieron una considerable cantidad de dinero. Música celta, danzas y concursos de baile, trajes y concursos de vestimenta, tómbolas, la elección de la reina de las fiestas. Allí se comía (atún, lo único que les había quedado a los concarneses) y sobre todo, eso sí, se bebía. Desde entonces, desde hacía más de un siglo, pues, Concarneau celebraba su propio festival.
Como todos los años, el aire traía consigo un aroma increíble. Pescado fresco asado en grandes parrillas sobre ascuas de leña. Dupin casi se desmayaba de hambre. Pensó en ir a probar uno de esos deliciosos filetes de atún: casi crudos, asados solo vuelta y vuelta al vivo calor de las brasas. Se le hacía la boca agua solo con pensarlo, pero decidió que no. Lo que más necesitaba era estar solo un rato. A lo mejor más tarde se pasaba un momento por el festival. Nolwenn estaría allí, seguro, y también algunos otros conocidos.
Lily vio entrar por la puerta al comisario. Estaba detrás de la barra, haciendo un café en su clásica cafetera de bar.
Dupin sonrió. Una sonrisa breve pero sincera.
—¡Veo que todo va bien! —exclamó Lily antes de volver a concentrarse en esa cafetera que soltaba unos silbidos tan maravillosos.
Dupin sabía que a ella no necesitaba explicarle nada. Se sentó. La gente estaba fuera, en las plazas, y en L’Amiral se respiraba tranquilidad.
Su entrecot tardaría pocos minutos en estar listo. Y también las famosas patatas salteadas de Philippe, que competían incluso con sus adoradas patatas fritas. Mostaza. Un Languedoc. Dupin se había sentado donde más le gustaba cenar por las noches, en el rincón del fondo. A una mesa pequeña, la única redonda del restaurante. Desde allí la vista era espectacular. Podía uno mirar por los grandes ventanales y ver la plaza, la ville close y el puerto con sus coloridas barcas de pescadores, pero sobre todo podía verse —incluso esa noche, con el ajetreo que reinaba fuera—, como siempre, el mar.
Dupin miró a lo lejos. Muy a lo lejos.
Sí, todo iba bien.