El tercer día

Salou ya estaba en el Central cuando llegó Dupin. Lo encontró al final de la barra, solo, sin su equipo, y con cara de agotamiento. El comisario se le acercó.

—¿Por qué me ha hecho venir? —preguntó el jefe de la científica—. ¿De qué va todo esto?

Dupin ya se esperaba ese ataque. Daba por hecho que Salou se tomaría como una provocación que lo convocara a esas horas sin darle explicaciones (y ver que su suposición se confirmaba le supuso una pequeña alegría, ¿para qué negarlo?). Aunque en cierto modo Salou parecía más nervioso que enfadado. Dupin se concentró, se trataba de algo importante.

—Quiero que me diga cuánto lleva ese cuadro ahí colgado, el que está junto a la puerta. En comparación con los demás. Necesito saber si todos llevan el mismo tiempo en esta sala, si ese cuadro o su marco presentan algún tipo de rastro.

—¿Que cuánto lleva ese cuadro ahí colgado? —repitió Salou, indignado—. ¿Quiere saber cuánto hace que esa copia barata cuelga en esta sala? ¿Para eso me ha hecho venir?

Dupin se acercó con mucha calma a la pared y se detuvo frente a la obra.

—Sí, este cuadro y su marco en comparación con los demás. Quiero saber si lleva colgado aquí el mismo tiempo que el resto.

—Eso ya lo ha dicho, y no tengo ni idea de qué pretende con ello. ¿Qué es lo que sospecha?

Salou tenía derecho a una respuesta, pero a Dupin no le apetecía desvelar nada más.

—Quiero saber si existe alguna posibilidad de que hubieran colgado este cuadro aquí en los últimos días —se limitó a explicar—. No puede ser tan difícil de averiguar. Seguro que en el hotel limpian el polvo con regularidad, así que desde la última limpieza debe de haberse posado en todos los cuadros una determinada cantidad de…

—Sé muy bien cómo hacer mi trabajo y le digo que en esta sala no se ha producido ningún cambio de ayer a hoy. Absolutamente ninguno. Y, por lo que parece, hace mucho que es así. Hemos comparado la sala actual con fotografías existentes, teniendo en cuenta también los cuadros, y cuelgan en la misma disposición desde hace ya varios años.

—Lo sé. No, verá, yo me refiero en concreto a ese marco.

—¿Y por qué en comparación con todos los demás? Es un trabajo de locos.

—Es posible que uno o varios cuadros hayan sido reemplazados en estos últimos días.

—Todavía no comprendo adónde quiere ir a parar —insistió Salou—. Más que nada porque ese de ahí es el cuadro más idiota de todos. Gauguin nunca pintó ninguna obra así, ese tuvo que inventárselo algún torpe. ¡No se puede ser más tonto! Una imitación tergiversada de La visión después del sermón.

Dupin no pudo ocultar su asombro ante los inesperados conocimientos que Salou poseía sobre Gauguin.

—¿Sabe usted de arte?

—Gauguin es mi gran pasión, todo el movimiento de la colonia de artistas me… —Se interrumpió. Parecía preguntarse por qué le estaba explicando nada a Dupin—. Bueno, eso no viene al caso ahora. Me veo obligado a preguntarle oficialmente lo siguiente: ¿es imprescindible para la investigación del asesinato saber si ese cuadro cuelga ahí desde hace solo unos días? —El jefe de la científica volvía a mostrarse combativo.

—Absolutamente, es una cuestión fundamental.

Dupin tenía muy claro que Salou no podría negarse y que además se tomaría esa formulación como una provocación más… pero ¿qué se le iba a hacer? Eso es lo que era.

—En tal caso empezaremos a trabajar de inmediato. Llamaré a mi equipo.

Salou se había controlado, Dupin tenía que reconocerlo.

—Entonces ¿a usted tampoco le parece una copia de un cuadro de Gauguin?

—No, ya se lo he dicho. El imitador ha cometido errores de bulto. Es una tergiversación muy burda.

—Pero, desde un punto de vista puramente teórico, ¿cree que podría ser un cuadro de Gauguin?

—Esa pregunta no tiene ningún sentido.

—Lo sé —admitió Dupin.

Salou miró al comisario a los ojos. Reflexionó y luego dijo:

—Pues sí, creo que podría haberlo pintado él, hasta cierto punto. Tiene todas las características de un Gauguin.

Dupin se quedó de piedra. De pronto se sentía incómodo, él había contado con recibir un nuevo ataque.

—Gracias. Por su valoración, quiero decir. —Carraspeó.

—Bueno, sí. Voy a llamar a mis colaboradores.

Salou rebuscó en el bolsillo de su americana y, sin decir una palabra más, salió de la habitación con el móvil en la mano. Tampoco el comisario abrió la boca.

Dupin entró en la sala del desayuno poco antes de las ocho. Había rogado que la tuvieran cerrada para los clientes hasta las ocho y media. Marie-Morgane Cassel ya estaba sentada a una de las pequeñas mesas del rincón, junto a la ventana, con un café con leche ante sí. Sobre la mesa había una gran cesta llena de cruasanes, napolitanas de chocolate, brioches y panecillos, mermeladas variadas y mantequilla. Además de un gâteau breton, un bizcocho cuyo peculiar sabor se debía a la especial mezcla de una mantequilla muy salada con gran cantidad de azúcar. También un gigantesco cesto de frutas y yogures. La señora Mendu se había aplicado a fondo. Entre todas esas delicias había un portátil abierto.

—Buenos días, señora Cassel. ¿Ha dormido bien?

La profesora le sonrió con simpatía, la cabeza algo inclinada hacia un lado. Todavía tenía el pelo mojado, debía de haberse duchado hacía nada.

—Buenos días. La verdad es que no soy de dormir mucho, nunca lo he sido. —Se encogió de hombros—. Pero no pasa nada. He disfrutado de una noche muy tranquila, si es eso lo que quería decir. He podido investigar sin interrupciones.

Marie-Morgane Cassel parecía cualquier cosa menos cansada. Al contrario, se la veía muy despierta.

—¿Ha descubierto algo? —preguntó Dupin al sentarse con ella.

—No hay ningún indicio de que pudiera existir una segunda Visión después del sermón, un segundo cuadro que retomara ese tema. Ni de que Gauguin hubiese trabajado en una versión diferente. —Hablaba muy concentrada—. Pero, en teoría, tampoco puede descartarse.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Para empezar, se sabe que Gauguin a veces realizaba varias aproximaciones a un mismo tema cuando le daba mucho trabajo. A veces pintaba varios cuadros sobre un mismo tema, variando objetos, motivos, aspectos. Para La visión elaboró gran cantidad de bocetos y estudios, también pequeños trabajos preparatorios sobre buena parte de las secciones y los personajes del cuadro. En el de aquí hay muchos elementos que aparecen modificados. He vuelto a repasarlo todo en detalle y he descubierto algo asombroso.

Estaba exultante.

—He encontrado algo en el archivo especial del Museo de Orsay —prosiguió—. Es una base de datos científica. En los últimos años han escaneado todo el material de Gauguin, también muchos cuadros de colecciones privadas que no se conocían, o que se conocían muy poco. Mire con atención.

Giró el portátil. Dupin miró la pantalla, pero no había mucho que ver.

—Es un boceto de quince por doce centímetros —explicó la profesora—. La calidad de la ilustración no es muy buena, pero contiene todo lo fundamental.

En los bordes izquierdo e inferior se apreciaban unos contornos que parecían figurativos, pero que en rigor no eran más que superficies blancas perfiladas por gruesas líneas negras. Justo en el centro, un tronco de árbol ascendía vertiginosamente y en el borde superior insinuaba un poco de ramaje hacia la derecha. Lo que más destacaba de ese esbozo era, sin embargo, un color: el naranja chillón de todo el fondo, como si fuera el tono del papel mismo.

—¡Lo probó! Gauguin probó aquí el naranja. ¿No es increíble?

Dupin no tenía muy claro qué quería decir la profesora con eso.

—Esto hace que un cuadro como el que está colgado abajo, en el restaurante… que un posible original de ese cuadro, quiero decir, sea, ¿cómo expresarlo?, un poco más plausible.

—¿Un poco más plausible?

De pronto llamaron a la puerta con fuerza. Dupin estuvo tentado de sacar genio y gritar «¡Ahora no!», pero Labat ya había entrado. Estaba sin aliento y blanco como la pared.

—Tenemos… —La voz le temblaba. Cogió aire—. ¡Tenemos otro cadáver!

La entrada del inspector había sido tan cómica, casi como una escena mala de una pésima obra de teatro, que por un momento Dupin y la señora Cassel no supieron si echarse a reír.

—Tiene que venir enseguida, señor comisario.

Dupin se puso en pie de un salto, un movimiento tan teatral y ridículo como la irrupción de Labat.

—Vale, de acuerdo. Ya voy —murmuró.

El cadáver tenía mal aspecto. Los brazos y las piernas estaban separados del cuerpo de una forma muy poco natural; los huesos debían de estar rotos por varios sitios. Los pantalones y el jersey estaban rasgados y hechos jirones en algunos puntos, igual que la piel y la carne de las rodillas, los hombros y el pecho. El costado izquierdo del cuerpo había quedado destrozado. Aquellos acantilados azotados por las tormentas eran muy traicioneros en ese tramo de la costa. Se erguían a gran altura, a treinta o cuarenta metros por encima del mar, y sus paredes eran tan escarpadas, tan abruptas y hechas de rocas tan afiladas, que hasta una caída desde poca altura podía resultar trágica. Loic Pennec debía de haberse golpeado varias veces contra los estrechos salientes antes de estamparse al pie de la imponente pared, donde rompían las olas. Nadie sabría jamás si en un primer momento había sobrevivido a la caída y había pasado largas horas allí tirado, a la espera de ayuda. La fuerte lluvia y la tormenta de esa noche habían dispersado la sangre y todo lo demás, tiñendo de rojo la arena que había entre las grandes rocas.

El viento llegaba en rachas breves, violentas y muy seguidas que no hacían más que intensificar la lluvia. Eran las ocho y media, pero todavía no se veía el sol. El cielo tenía una negrura casi teatral y unos nubarrones pesados cruzaban veloces por encima del mar. Loic Pennec yacía a unos doscientos metros de la playa de Tahiti, la preferida de Dupin, frente a la cual se repartían unos cuantos islotes como salidos de un cuadro, a poca distancia de la costa. Desde Pont-Aven se tardaban unos diez minutos en coche, así que, apenas veinticuatro horas antes, los turistas habían disfrutado allí de un perfecto día de vacaciones: los niños habían jugado en un agua color turquesa, un mar increíblemente tranquilo y una resplandeciente arena blanca. Una estampa digna de cualquier bahía de los mares del Sur. Y de pronto se había hecho pedazos.

Del extremo oriental de la playa salía un estrecho sendero que subía por los acantilados y, una vez arriba, recorría la costa trazando atrevidas curvas (un viejo camino de contrabandistas, según informaban los lugareños con orgullo) hasta pasado Rospico y más allá, hasta Port Manech. La zona no estaba muy habitada, era una reserva natural. Un camino de una belleza sobrecogedora. Dupin iba a veces a pasear por allí.

Salou había acompañado al comisario en el coche de este. Le Ber y Labat los habían seguido en otro vehículo, y casi habían llegado todos al mismo tiempo.

Había encontrado a Loic Pennec una chica que hacía footing. Había informado a la policía, y los dos agentes de Pont-Aven habían salido al instante hacia allí. Habían sido los primeros en llegar y habían cerrado el camino, que, de lo bajas que estaban las nubes, casi ni se distinguía desde la playa. Luego Monfort había ido al aparcamiento a esperar a Dupin y los había acompañado hasta el cadáver.

Se colocaron los cuatro alrededor del cuerpo: Le Ber, Labat, Salou y Dupin. En el camino desde el aparcamiento hasta allí abajo se habían quedado calados. La imagen del cadáver era terrible. Salou fue quien rompió el silencio:

—Hay que documentar enseguida las huellas del camino. Lo primero que haremos será buscar a ver si encontramos indicios de una segunda persona.

—Sí, tendríamos que saberlo lo antes posible. —Dupin tenía que darle la razón a Salou. De eso dependía todo lo demás.

—Hay que darse prisa. Si las huellas no quedaron bien marcadas en la tierra, ya se habrán borrado con este tiempo. Haré venir a mi equipo.

Salou se volvió y empezó a trepar por las rocas, con rapidez pero también con visible respeto. La lluvia y la espuma de las olas lo habían dejado todo muy resbaladizo. Le Ber, Labat y Dupin se quedaron junto al cadáver, de nuevo en silencio, con un extraño sobrecogimiento.

Labat fue el primero en decidirse a hablar:

—Debería usted informar a Catherine Pennec de la muerte de su marido, señor comisario —dijo, haciendo esfuerzos para que no se notara que estaba afectado—. Sin duda es lo más importante ahora.

Dupin miró hacia arriba, a ningún punto en concreto, hacia donde había desaparecido Salou.

—Tendremos que acordonar toda esta zona. Menuda mierda. —Había hablado para sí pero en voz alta.

Se pasó una mano con brusquedad por el pelo mojado, que se le había pegado a la cabeza. Necesitaba estar a solas. Reflexionar. Las cosas habían dado un vuelco inesperado. No es que antes fuera un caso inofensivo, pero la sencilla historia de provincias (que al principio parecía girar en torno a herencias o antiguas rencillas) se había convertido de pronto en un caso enorme. Un caso de dimensiones completamente diferentes. Aunque solo fuera por la fabulosa cantidad de dinero que quizá se escondiera detrás de todo ello, esos cuarenta millones. Y por las dos muertes. Si durante los últimos dos días Dupin había tenido la confusa sensación de que todo aquello era irreal (un violento asesinato en medio de un verano idílico y perfecto), con esa segunda víctima todo había cobrado una súbita e ineludible realidad. Y de la manera más brutal posible.

—Voy a hacer unas llamadas. No os alejéis del lugar de los hechos. Ninguno de los dos. Y avisadme enseguida si hay novedades —ordenó.

Ni siquiera Labat puso objeción.

Dupin no tenía ni idea de adónde quería ir, sobre todo con lo que estaba lloviendo. Trepó un poco a lo largo de la costa, aunque no parecía lo más sensato, porque no era fácil mantener el equilibrio sobre las rocas y las piedras resbaladizas, pero no le apetecía subir por el camino y volver a encontrarse con los demás agentes. Llegado al primer saliente grande, se encaramó hasta el camino de la costa, lo siguió y, cuando se bifurcaba y el ramal de la derecha llevaba al aparcamiento, él tiró por la izquierda y bajó hasta la playa desierta.

Tanto el otro extremo de la playa como los islotes que tan pintorescos se alzaban ante la costa se veían borrosos y bastante desdibujados. La chaqueta, el polo, los vaqueros, todo estaba empapado. Le había entrado agua en los zapatos. Era la lluvia, que la tempestad de mar adentro hacía caer de lado, pero también la espuma de las olas, que se mezclaba con ella de forma indistinguible. El oleaje furioso, de hasta tres y cuatro metros de altura, invadía incontenible la playa y rompía sobre la arena con un rugido ensordecedor. Tanto se había acercado Dupin al agua, que las olas le lamían los zapatos. Inspiró hondo y empezó a recorrer la playa despacio.

¿Había sido un asesinato? ¿Un suicidio? Loic Pennec estaba muerto. Dos días antes, alguien había asesinado al padre… ¿y ahora al hijo? El comisario tenía que poner en orden sus ideas. Necesitaba concentración absoluta. Ir paso a paso, no dejarse confundir. Ni por la segunda víctima ni por el revuelo que se organizaría. Daba igual que hubiese sido un accidente, un asesinato o un suicidio, el escándalo sería enorme. No quería ni imaginar lo que sucedería cuando se corriera la voz. Tenía que descubrir el móvil. ¿Qué lo había desencadenado todo? Y tenía que darse prisa. ¿En serio colgaba un Gauguin auténtico en el restaurante? Esa era la primera pregunta. Tenía que descubrirlo como fuera, tenía que saberlo a ciencia cierta. Pero ¿cómo iba a averiguarlo? Y si de verdad se trataba de un Gauguin desconocido, la siguiente pregunta era: ¿quién sabía de la existencia del cuadro, de esos cuarenta millones de euros? Ese era el quid de la cuestión. ¿A quién se lo había explicado Pennec? ¿Y cuándo? ¿En los últimos días, cuando supo que iba a morir? ¿O hacía ya años? ¿Décadas, tal vez? ¿Se lo había explicado a alguien? Su hijo tenía que saberlo, seguro. O sea que Catherine Pennec también. ¿O tampoco el hijo sabía nada? Era evidente que el viejo Pennec no tenía una relación muy estrecha con él, por mucho que Loic hubiese intentado que pareciera lo contrario durante sus conversaciones. ¿Y la señora Lajoux, quien para Dupin estaba clarísimo que era la amante? ¿O Fragan Delon? ¿Beauvois, que le había aconsejado en todo lo relacionado con el arte y en quien Pennec por lo visto confiaba? ¿André Pennec? Las preguntas parecían no tener fin: ¿habría reconocido el original alguna persona ajena a todos ellos? ¿Qué era lo que había precipitado los acontecimientos justo ese día? Lo único extraordinario que habían descubierto de las últimas semanas era que Pennec se había enterado de que moriría pronto.

Dupin había llegado casi al final de la playa, donde una pequeña carretera terminaba literalmente en el mar y servía para deslizar las barcas hasta el agua. A la derecha y algo elevado sobre el ancestral paisaje de dunas quedaba el Ar Men Du, el que en su opinión era el mejor restaurante de la costa y un hotelito encantador. Un lugar especial. En el Finisterre había un par de sitios donde uno podía sentir precisamente eso: el fin del mundo. Sí, el mundo terminaba allí, en aquel promontorio escabroso y salvaje. Enfrente solo quedaba el mar infinito, una extensión que se perdía de vista en el horizonte, pero cuya presencia se hacía sentir. Miles de kilómetros de agua, de océano indómito, sin el menor pedazo de tierra por ninguna parte.

Dupin necesitaba un sitio tranquilo desde el que llamar por teléfono. Y enseguida. Allí fuera era imposible. Con el día que hacía, seguro que en el Ar Men Du no habría nadie, así que podría sentarse en el bar (los clientes del hotel tenían su propia sala de desayuno). Llamaría por teléfono y aprovecharía para tomarse un café.

El dueño era Alain Trifin, que lo dirigía desde hacía algunos años. Antes había sido un garito de mala muerte, pero él había sabido ver su potencial y lo había convertido en algo grande. A Dupin le caía bien, le gustaba su estilo lacónico, inteligente, elegante, las conversaciones con él, que nunca eran largas pero sí auténticas. Iba poco al Ar Men Du, pero cuando estaba allí siempre pensaba que tendría que acercarse más a menudo.

Trifin sonrió al ver entrar a Dupin empapado de la cabeza a los pies y chorreando. El comisario se detuvo en la puerta. Sin decir palabra, Trifin desapareció en la cocina y un instante después ya estaba frente a él con una toalla. Era alto, tenía el pelo recio, corto, los rasgos marcados y bien definidos. Sin duda era un hombre atractivo.

—Séquese primero, señor Dupin. ¿Un café? —ofreció.

—Sí, gracias. ¡Lo necesito!

—Supongo que querrá estar solo. —Trifin señaló la mesa del rincón, justo delante del gran ventanal.

—Tengo que hacer un par de llamadas y…

—Aquí no lo molestará nadie. —El dueño miró hacia la lluvia racheada de fuera, como si eso lo explicara todo.

Dupin se secó la cabeza, la cara, se quitó la chaqueta, se repasó la ropa con la toalla y luego la colocó sobre la silla antes de sentarse. A sus pies se había formado un pequeño charco. Trifin hizo una señal a uno de los dos camareros mientras se apostaba ante la impresionante cafetera del bar.

Un momento después, el camarero, un chico muy joven, le llevó su café solo intentando ser lo más discreto posible, casi moviéndose como si pretendiera no ser visto.

El comisario marcó el número de Le Ber. Sonaron varios tonos antes de que el inspector respondiera. Lo único que oyó Dupin al principio fue un espantoso ruido de fondo, luego la voz de Le Ber distorsionada. Apenas se le entendía, aunque se notaba que estaba gritando.

—¡Espere, comisario! ¡Un momento! —Pasaron un par de segundos, luego volvió a oírse su voz—: Me he acercado un poco más a las rocas, jefe, pero no sirve de mucho. El viento viene del mar. Iré al coche. —Le Ber colgó antes de que Dupin pudiera decir nada.

El comisario miraba por el gran ventanal del bar hacia donde podría haber visto al inspector si hubiera hecho buen tiempo. El día se había oscurecido más aún, el agua resbalaba por el cristal en largos cordones.

¡Qué café más bueno! De no ser por esa tragedia, por ese crimen brutal, por todo el caso, habría resultado una delicia estar allí, en un lugar seco y caliente, mientras fuera arreciaba la tormenta. Pero no estaba ahí para eso. Le Ber tardó mucho más en llamar de lo que Dupin esperaba. Esta vez se le oía bien y se le entendía con claridad.

—Estoy en el coche. Ya he hablado con Salou. Ha localizado el lugar desde donde ha caído Loic Pennec. Cree que es probable que no estuviera solo.

—¿No estaba solo?

—Hay alguna huella que parece indicar la presencia de una segunda persona. Salou dice que es dificilísimo distinguirlas, y la lluvia ya ha borrado muchas.

—¿Es una valoración definitiva? —quiso confirmar Dupin.

—No.

—Que avise en cuanto esté seguro.

—Entendido.

—Le Ber, quiero saber quién pintó los cuadros del Central. Sobre todo la copia que está junto a la puerta del restaurante. Necesitamos los nombres lo antes posible. Tenemos que concentrarnos en eso.

—¿Qué quiere exactamente que hagamos? —Le Ber no sabía a qué venía esa orden.

—Justo lo que acabo de decirte.

—¿Quiere saber quién pintó las copias que hay expuestas en el restaurante?

—Sí. Sobre todo esa en concreto.

—¿Ahora? ¿Quiere que lo hagamos ahora mismo?

—Ahora mismo, sí.

—Pero… ¿y la nueva víctima? En solo tres días asesinan primero a Pierre-Louis Pennec y probablemente también a su hijo. Alguien está exterminando a esta familia. Las pistas…

—Necesito al pintor de ese cuadro.

—¿Y no quiere que me quede aquí, en el lugar de los hechos?

—Hay otra cosa que también es urgente: tenemos que localizar como sea al colaborador del Museo de Orsay con quien habló Pennec.

—Estará de vacaciones hasta el final de la semana que viene. Labat habló ayer con su secretaria, pero tampoco ella puede ponerse en contacto con él. Fue ella quien atendió a Pennec cuando llamó al museo la semana pasada, pero no tiene idea de qué quería, se limitó a pasar la llamada.

—Hay que hablar con él. ¿Tenemos su nombre?

—Sí, Labat lo tiene.

—Bueno, ahora no importa. Lo vital es localizarlo cuanto antes. Y quiero ver a la señora Cassel.

Le Ber parecía desconcertado.

—¿A la señora Cassel? —repitió—. ¿Ahora?

—Tú dame su número de móvil, con eso bastará. Es que se me ha olvidado apuntármelo.

—¿Quién le dará la noticia a la señora Pennec? Debería hacerlo usted, comisario.

—Que se encargue Labat. Dile que salga para allí enseguida, de inmediato. Yo me pasaré a verla más tarde. Dile que le anuncie mi visita.

—Pondrá pegas, ya lo sabe.

—¡Que vaya y punto! Así al menos la mujer no se enterará por ahí. Y que intente averiguar todo lo posible sobre esa salida de Pennec, claro. A qué hora se fue, adónde, por qué. Si iba solo.

—Ahora se lo digo a Labat, pero no será fácil que consiga esa información, sobre todo después de lo que tiene que comunicarle a la señora Pennec…

—Llámame en cuanto tengáis algo. Lo más importante es encontrar al hombre del museo y al que pintó la copia. —Colgó.

La lluvia había remitido de pronto. Al oeste, mar adentro, más o menos sobre el Men Du (la gran roca negra que había dado nombre al lugar y al hotel), se había abierto un claro entre las nubes. Un espectacular rayo de sol se abrió paso y dibujó un nítido círculo resplandeciente sobre el mar, que seguía siendo de un negro profundo.

O sea que había vagos indicios de una segunda persona… No es que él hubiera creído que se había tratado de un accidente, era obvio que las cosas seguían su curso. Sacó su libreta, que había quedado algo resguardada en el bolsillo del polo y no se había mojado mucho, la secó todo lo que pudo con una servilleta y empezó a tomar notas.

Le sonó el móvil. Otra vez Le Ber.

—Sí, dime.

—Se llama Charles Sauré, el hombre del Museo de Orsay. Es el director de la colección. Acabo de hablar con su secretaria y he conseguido que nos dé su número particular. El señor Sauré tiene una casa en el Finisterre, al norte, en Carantec.

—¿En la Bretaña? ¿Tiene una casa de veraneo en la Bretaña?

—Eso es.

—¿No te parece una coincidencia asombrosa?

—No sé, comisario, muchos parisinos tienen casa en la Bretaña. Sobre todo los intelectuales.

—También es verdad. ¿Y está aquí en estos momentos?

—Eso supone su secretaria.

Dupin conocía Carantec. Un pueblo muy bonito de la costa norte. Tirando a elegante pero sin pasarse, no demasiado chic. Había estado allí dos veces; la última, la Semana Santa anterior con Adèle, porque su abuela vivía allí.

—¿Y dices que tenemos su número?

—Solo un fijo. El de su casa.

—¿Lo has intentado ya?

—No.

—Pues dámelo.

—Cero dos noventa y ocho sesenta y siete cuarenta y cinco ochenta y siete.

Dupin lo anotó en su Clairefontaine.

—¿Qué significa eso de que es «director de la colección»?

—Ni idea.

—Tengo que hablar con la señora Cassel —recordó el comisario.

—Cero seis veintisiete ochenta y seis setenta y cinco sesenta y dos —le dictó Ber.

—Que alguien la traiga al Ar Men Du.

—¿Está en el Ar Men Du? ¿En el restaurante de aquí al lado?

—Sí.

—¿Y quiere que la señora Cassel se reúna con usted en el Ar Men Du?

—Exacto.

—Entendido, yo me encargo.

—La espero aquí. ¡Ah, sí! Esta tarde quiero ver a la señora Lajoux, al viejo Delon y a André Pennec. En el hotel. Y puede que necesitemos a un par de agentes para hacer unos registros. Mira a ver quién puede ocuparse de eso.

—¿Unos registros?

—Sí, ya veremos.

—Jefe…

—¿Sí?

—Debería ponernos un poco al corriente.

Dupin vaciló.

—Tienes razón. Lo haré. En cuanto pueda. ¿Ha ido Labat a ver a la señora Pennec?

—Debe de estar allí ahora, creo. Ha… Ha protestado mucho.

—Ya lo sé. Quiero decir que lo suponía. —Pensativo, añadió—: Iré a verla hoy mismo. —Una vez más, colgó sin despedirse.

Le indicó al camarero que le sirviera otro café. El chico lo entendió al instante solo con insinuarle el gesto. Tenía que hablar con Charles Sauré, podía ser de vital importancia. Un par de gotas de lluvia le resbalaron del pelo y cayeron sobre la libreta, la tinta de algunas líneas se corrió y él las emborronó aún más al pasar el puño, así que le costó descifrar el número de teléfono. Sus libretas siempre acababan que daba pena verlas después del tercer día de un caso… aun sin lluvia.

Marcó el número de Sauré. Contestó una voz de mujer.

—Buenos días, madame. Soy el comisario Georges Dupin, de la policía de Concarneau.

Se hizo una breve pausa.

—¡Ay, Dios mío! ¿Ha pasado algo? —respondió la mujer con apenas un hilo de voz.

Dupin era consciente de que la gente se asustaba cuando recibía de pronto una llamada de la policía y no le decían de qué se trataba en la primera frase.

—Disculpe que llame así, tan de repente. No ha pasado nada, no. Ni mucho menos. No hay ningún motivo por el que deba preocuparse. Solo tengo un par de preguntas que hacerle al señor Charles Sauré. No es nada relacionado con él, pero quizá pueda ayudarme en un asunto dándome un par de datos.

—Comprendo. —La voz de la mujer sonó claramente aliviada—. Soy Anne Sauré, Charles Sauré es mi marido. En estos momentos no está en casa, pero llegará pronto. A las doce seguro que ya está aquí.

—¿Sabe dónde se encuentra ahora?

—En Morlaix. Ha ido a hacer unos recados.

—¿Tiene móvil su marido?

—¿Podría explicarme antes de qué se trata? —preguntó ella con recelo.

—Su marido tendría que… Bueno, es complicado. Tiene que ver con su trabajo, una cuestión relacionada con el museo. Necesitaría una información.

—No, no tiene móvil. Detesta esos aparatos.

—Mmm. Comprendo.

—Vuelva a llamar a las doce. Pongamos a las doce y media, mejor. Así seguro que lo encontrará.

—Se lo agradezco mucho, madame. Y disculpe de nuevo mi torpeza.

—Adiós, señor comisario.

—Adiós, señora Sauré.

El claro de las nubes había vuelto a cerrarse, la tormenta y la lluvia habían cobrado fuerza otra vez.

Dupin le hizo de nuevo un gesto al camarero.

—Otro café, por favor.

Sabía que era el sexto del día, pero estaba en pleno caso y no era el mejor momento para bajar el consumo de cafeína (aunque tuviera el firme propósito de hacerlo desde hacía años, además de ser una orden severa del doctor Pelliet).

—¡Y un cruasán! —añadió, pensando en su estómago. Había salido del Central sin haber comido nada.

La ropa húmeda se le pegaba a la piel, tardaría horas en secarse. Se lo tenía merecido por cabezota: por negarse a comprar una de las espantosas parkas que llevaba casi todo el mundo allí. «¡Qué poco bretón!», le gustaba regañarle Nolwenn por ello. Dupin contempló la lluvia ensimismado. Un coche oscuro llegó entonces por el camino de arena que conducía al aparcamiento del hotel y se detuvo frente a la puerta. Vio a un policía al volante. Debía de ser ya la señora Cassel. ¡Sí que se habían dado prisa!

Marie-Morgane Cassel bajó del vehículo, miró alrededor y, al descubrir a Dupin a través del cristal, se encaminó hacia el hotel. Ya en el bar, se sacudió la lluvia de la chaqueta frente a la mesa del comisario.

—¿Qué ha sucedido?

—El hijo de Pierre-Louis Pennec se ha caído por el acantilado… Se ha caído o lo han empujado, todavía no lo sabemos. Allí delante. —Señaló en dirección a la playa de Tahiti.

La señora Cassel palideció y se llevó una mano a la sien derecha.

—Es un asunto muy feo, ¿verdad? No quisiera estar en su lugar.

—Gracias. Quiero decir que sí, es un asunto feo. Y se armará muchísimo revuelo, será tremendo.

—Ya lo creo. ¿Quiere que sigamos hablando del cuadro? ¿Por eso quería verme otra vez?

—Quería preguntarle si tendría tiempo de acompañarme a ver a una persona. Tengo que ir a Carantec a entrevistarme con el director de la colección del Museo de Orsay.

—¿El director de la colección del Museo de Orsay? ¿Charles Sauré?

—Fue con él con quien contactó Pennec. Todavía no he podido hablar con él, no sabemos de qué trató su conversación, y es lo que quiero averiguar por boca del señor Sauré en persona.

—¿Y en qué puedo ayudar yo?

—¿Qué hace el director de la colección de un museo? —preguntó Dupin.

—Es el responsable de la dirección artística, se ocupa de cuestiones como qué cuadros tiene, compra o vende la colección. Todo ello en estrecha colaboración con el director del museo, por supuesto.

—¿Se habría dirigido Pennec a él para hablar sobre el cuadro? Si existiera un Gauguin auténtico, quiero decir.

—¿Para qué habría tenido que dirigirse a él si ya sabía que era auténtico? Vamos que, en todo caso, no debió de ser para recibir una confirmación.

—No, ¿verdad?

—¿Eso es lo que quiere averiguar?

—Y para ello puede que necesite su ayuda. Todo esto del arte…

—No sé muy bien en qué podré ayudar yo… —Marie-Morgane Cassel parecía tener sus dudas—. Además, a las cinco he de estar otra vez en Brest. Este fin de semana hay un gran congreso de historiadores del arte. No es que me apetezca demasiado, la verdad, pero hoy tengo que dar una conferencia.

—Se lo agradecería mucho: Charles Sauré me explicará cosas que no voy a entender. Es preciso que sepa si existe un Gauguin auténtico. Eso es lo más importante ahora mismo. Necesito una base sólida. Y nos aseguraremos de que a las cinco esté usted de vuelta en la universidad, eso puede organizarse.

La señora Cassel se movió en dirección a la puerta.

—¿Vamos en su coche?

Dupin, igual que la noche anterior, no pudo reprimir su sonrisa.

—Sí, iremos en mi coche.

Fue un trayecto pesadísimo, de esos que ponían a prueba los nervios de Dupin. Un trayecto de los que odiaba. Con aquel tiempo, los turistas no habían ido a la playa, claro, sino que habían decidido «dar una vuelta» y visitar monumentos en alguna ciudad, hacer recados, comprar recuerdos. Como consecuencia, la N-165, el tramo sur de la legendaria Route Nationale que daba la vuelta a toda la agreste y escabrosa península, iba cargadísima. La Bretaña no tenía ninguna autopista a partir de Rennes, así que la N-165 hacía las veces de pseudoautopista de cuatro carriles, pero a un máximo de ciento diez kilómetros por hora. El tráfico avanzaba «denso y con algunas retenciones», según la jerga de la 107.7, la emisora nacional de tráfico de la que no podía uno fiarse, daba igual que estuviera en la Bretaña, en la Champaña, en el Canal de la Mancha o en la Costa Azul. Retenciones primero hasta Quimper, más retenciones después hasta Brest y retenciones también hasta Morlaix. Retenciones todo el trayecto.

En condiciones normales (es decir, durante más de diez meses y veinte días al año) se tardaba una hora en llegar a Carantec; les llevó dos y media. Ya se les había hecho casi la una. Marie-Morgane Cassel y Dupin habían hablado poco. El comisario había tenido que hacer una serie de llamadas: dos a Le Ber, una a Nolwenn (que ya estaba al corriente de todo, ¡esa mujer nunca dejaba de asombrarlo!), luego a Labat y también a Guenneugues (desagradable como siempre, al cabo de un minuto Dupin le había dicho que la conexión era mala, había repetido un par de veces: «No lo oigo, ¿me oye usted a mí?», y luego había colgado). Labat ya había estado con la señora Pennec. Había sido una conversación muy triste, el inspector había tenido que darle la dura noticia y ella se había derrumbado. Labat había ido a buscar ayuda, por si acaso, y el médico de cabecera de Catherine Pennec se había presentado allí y le había puesto una inyección sedante. Dadas las circunstancias, no había tenido ocasión de preguntarle a qué hora había salido Loic Pennec, si iba solo, si se había encontrado con alguien y todas esas cuestiones. La única llamada con una sorpresa agradable fue la de Nolwenn, que había conseguido la dirección exacta de Charles Sauré. Dupin decidió que no anunciaría su visita.

Al comisario no le gustaba la costa norte. Era demasiado lluviosa, el clima era mucho peor que en el supuesto «Sur», donde solía dominar el anticiclón de las Azores. Nolwenn, como buena «sureña», le recordaba las estadísticas con regularidad: el sur del Finisterre disfrutaba de unas dos mil doscientas horas de sol anuales frente a las tristes mil quinientas del «Norte». Además, casi toda la costa era escabrosa y abrupta. Las playas no eran más que estrechas franjas pedregosas. Con la bajamar, aparecían frente a ellas kilómetros de un paisaje de roca grisácea y cubierta de algas, así que las playas se convertían en apenas unas ridículas cintas de arena gruesa que parecían querer contener esos desiertos de algas. Era imposible llegar al agua, imposible ir a nadar. Carantec, no obstante, con su playa (maravillosa incluso con marea baja) y los numerosos islotes que salpicaban su amplia y mansa bahía, era una de las pocas excepciones. La ciudad tenía un aire especial, muy auténtico. Su pequeño casco antiguo, asentado sobre una lengua de tierra que se adentraba en el mar, era un laberinto de estrechas e intrincadas callejuelas que, de alguna manera y aunque costara creerlo, acababan todas ellas en el agua. La casa de los Sauré estaba en el centro, cerca del pequeño puerto con sus dos o tres sencillos y estupendos restaurantes (a Dupin se le hacía la boca agua solo con recordar un entrecot que había comido allí). Aparcaron en la plaza mayor, desde donde apenas tuvieron que andar unos pasos para llegar a la casa. La tormenta y la lluvia no habían cesado en todo el trayecto, el tiempo no les había dado tregua, y Dupin seguía con toda la ropa húmeda. Era consciente de que su aspecto pocas veces se correspondía con el de un comisario respetable, pero ese día se llevaba la palma.

Llamó con dos timbrazos breves y decididos. Un hombre delgado y de poca estatura abrió la puerta. Ojos inteligentes y traviesos, pelo abundante y rizado, una camisa ancha, descolorida, vaqueros.

—Buenos días. ¿El señor Sauré? —preguntó Dupin.

El ceñudo rostro del hombre lo dijo todo.

—¿Con quién tengo el honor?

—Soy el comisario Georges Dupin, de la policía de Concarneau. Y esta es la profesora Cassel, de la Universidad de Brest.

La expresión del hombre se suavizó, aunque solo un poco.

—Ah, sí, el comisario. Ha hablado usted antes con mi mujer. ¿No iba a llamar por teléfono? Mi mujer me ha dicho que iba a llamar. Hace media hora.

Dupin no había dedicado ni medio segundo a pensar cómo explicaría eso de presentarse a su puerta sin previo aviso y sin haber llamado, como había dicho que haría, así que sencillamente lo pasó por alto.

—Se trata de un asunto importante —explicó—. Podría ayudarme mucho contestando a unas preguntas. Hemos averiguado que el martes habló por teléfono con Pierre-Louis Pennec. Seguro que se ha enterado ya de su muerte.

—¡Sí, qué horror! Lo he leído en el periódico. Pasen, por favor, seguiremos hablando dentro.

El señor Sauré se hizo a un lado para dejar entrar a la señora Cassel y a Dupin, y después cerró la puerta sin hacer ruido.

—Por aquí. Iremos al salón.

La casa era mucho mayor de lo que parecía por fuera. Estaba decorada con mucho gusto y objetos caros; moderna sin ser fría; lo antiguo y lo nuevo se combinaban con aplomo, todo en los tonos de la Bretaña. Azul oscuro, verde intenso, blanco resplandeciente: los colores del Atlántico. Una casa acogedora.

—Disculpe que no haya sido más amable al recibirlos. No esperaba su visita y, como le he dicho, mi mujer había entendido que llamaría usted por teléfono. Se ha ido a hacer la compra al híper Leclerc porque esta noche tenemos invitados. Volverá dentro de nada, pero seguro que encuentro algo que ofrecerles… ¿Les apetece un café, un poco de agua?

—Me tomaría un café con mucho gusto, gracias. —La señora Cassel había respondido antes de que Dupin pudiera reaccionar.

Él habría preferido ir directo al grano.

—¿Y usted, señor comisario?

—Sí, yo también. Muchas gracias. —Ya que el mal estaba hecho… Y hacía un par de horas que no se tomaba ninguno.

—Siéntense, por favor, enseguida estoy con ustedes.

Sauré señaló el mullido sofá con sus dos sillones a juego, los tres dispuestos de tal modo respecto a los gigantescos ventanales que desde ellos se podía disfrutar de una vista sobrecogedora, incluso con ese temporal.

La señora Cassel escogió uno de los sillones, Dupin el otro. Estaban frente a frente.

—Esto es espectacular. No creí que el mar estuviera tan cerca. —El comisario dejó que su mirada se perdiera a lo lejos, en el horizonte negro y casi indistinguible.

Ambos permanecieron sentados en silencio, contemplando la vista maravillados. Sauré regresó con una bonita bandeja, no muy grande.

—La señora Cassel es catedrática de historia del arte en la Universidad de Brest. Especializada en Gauguin, entre otras cosas, ha…

—¡Sé muy bien quién es la profesora Cassel, señor comisario! —La voz de Sauré sonó casi ofendida. Se volvió hacia la mujer—. Por descontado, conozco algunas de sus publicaciones, madame. Son excelentes. Cuenta usted con una gran reputación en París. Para mí es un verdadero honor conocerla personalmente.

—El honor es todo mío, señor Sauré.

Charles Sauré se había sentado en el sofá, más o menos en el centro, de modo que estaba a la misma distancia de ambos.

El comisario se decidió por la vía directa.

—¿Qué pensó cuando supo de la existencia de una variante de La visión? —preguntó sin rodeos.

Aunque lo había dicho con toda naturalidad, Marie-Morgane Cassel volvió de inmediato la cabeza hacia él y lo miró estupefacta. Charles Sauré miraba a Dupin con expresión impertérrita.

—¿Conque conoce la existencia del cuadro? —contestó con voz clara y relajada—. Claro que conoce su existencia. Sí, es impresionante. Un hallazgo increíble, una auténtica sensación. Hay una segunda Visión.

Esta vez la cabeza de la señora Cassel giró en dirección a Sauré.

—¿Que existe una segunda versión de La visión después del sermón? —Lo miraba completamente perpleja.

—Sí —confirmó este.

—¿Un segundo cuadro? ¿Un Gauguin de gran formato desconocido hasta la fecha? —La piel de los brazos se le había puesto de gallina.

—Lo he visto con mis propios ojos. Si le digo la verdad, para mí es aún más grandioso que el cuadro que conocemos. Más valiente, más atrevido, más radical. El naranja constituye un bloque contundente. Es increíble. Todo a lo que Gauguin aspiraba, todo lo que cambió: todo ello se ve en ese cuadro. La lucha entre sacerdote y ángel se aprecia más claramente como una visión y al mismo tiempo es también más real… Igual que las monjas que están alrededor, contemplándola.

Dupin tardó un momento en comprender lo que acababa de decir Sauré.

—¿Que usted…? ¿Usted ha visto el cuadro?

—Sí, lo he visto. Estuve allí el miércoles. Pierre-Louis Pennec y yo nos reunimos en el hotel el miércoles por la tarde.

—¿De verdad ha visto el cuadro? —insistió Dupin.

—Pasé media hora delante de él. Está colgado en el restaurante, justo detrás de la puerta. Cuesta hacerse a la idea: un Gauguin auténtico, una obra desconocida…

—¿Y está seguro de que es auténtico? ¿De que realmente lo pintó Gauguin?

—Sé muy bien lo que me digo. Habrá que realizar una serie de comprobaciones científicas, desde luego, pero creo que será una mera formalidad. No tengo duda alguna en cuanto a la autenticidad de la obra.

—Entonces ¿el cuadro que vio usted no puede ser una copia?

—¿Una copia? ¿Qué quiere decir? ¿Qué le hace pensar eso?

—No sé. ¿No podría ser obra de un pintor que siguiera el estilo de Gauguin? ¿Igual que los demás cuadros del restaurante?

—No, de ninguna manera.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—El señor Sauré es un experto de gran renombre —intervino la señora Cassel—. En todo el mundo no encontrará una voz con más autoridad que la suya, señor comisario.

Sauré no pudo ocultar una sonrisa de complacencia.

—Muchas gracias, madame.

Dupin juzgó conveniente no mencionar la copia que habían visto ellos en el restaurante, y la señora Cassel pareció haberlo captado.

—¿Por qué lo llamó Pierre-Louis Pennec y le pidió que fuera a verlo? ¿Qué quería? ¿Podría explicarnos todo lo ocurrido desde su primer contacto?

Sauré se reclinó en el sofá.

—Desde luego. El señor Pennec me llamó por primera vez el martes por la mañana. Serían las ocho y media, más o menos. Me preguntó si podíamos tener una conversación confidencial, que se trataba de un asunto muy grande. Así lo expresó él. Le resultaba indispensable contar con absoluta confidencialidad. Yo tenía que asistir a una reunión y le rogué que volviera a llamarme más tarde. Así lo hizo.

—¿Fue él quien volvió a llamarlo?

—Sí. Esa misma mañana. No se anduvo con rodeos, me dijo que su padre le había legado un Gauguin cuya existencia la historia del arte desconocía, que él lo había conservado durante décadas, pero que ahora quería entregarlo a la colección del Museo de Orsay. Como una donación.

Dupin se estremeció.

—¿Quería donar el cuadro al museo? ¿Regalárselo sin más?

—Sí. Ese era su deseo.

—Pero si ese cuadro tiene un valor inmenso… Estamos hablando de treinta, cuarenta millones de euros, ¿verdad?

—En efecto.

Sauré estaba completamente tranquilo.

—¿Y cómo reaccionó usted?

—En un primer momento no supe muy bien cómo tomarme toda aquella historia. Desde luego sonaba muy fantasiosa, aunque incluso demasiado para que se la hubiera inventado. Además, ¿para qué iba a inventarse nadie una historia así? En el peor de los casos sería un tipo que quería darse importancia, me dije. El señor Pennec deseaba que nos viéramos lo antes posible.

—¿Le dijo por qué tenía que ser tan pronto?

—No. La verdad es que guardó mucho las distancias, lo cual siempre es de agradecer, y me pareció poco adecuado hacerle preguntas personales, la verdad. En el mundo del arte solemos tratar con personajes muy peculiares, y una donación para el museo no es de por sí un acontecimiento tan insólito.

—Pero una de semejante valor sí debe de serlo. Una donación así no la recibirá el museo todos los días.

—El señor Honoré debió de quedarse perplejo —comentó la señora Cassel.

Charles Sauré la miró con cierta acritud.

—Es el director del museo —explicó dirigiéndose a Dupin—. Una de las figuras con mayor renombre e influencia dentro del mundo del arte. Aún no he hablado con él. Me pareció que todavía no era el momento. No quería echar las campanas al vuelo, habría sido una imprudencia por mi parte. Pensé que primero tenía que ver el cuadro, asegurarme de que en efecto se trataba de un Gauguin, y antes que nada quería discutir los pormenores de la operación: la donación, el momento, las condiciones. Todo.

—¿Quedaron ustedes en verse justo al día siguiente?

—Mi mujer y yo teníamos pensado venir aquí a pasar el fin de semana de todas formas, y tal vez algunos días más. La verdad es que Pont-Aven no queda precisamente de camino, pero tampoco hay que desviarse demasiado. Se acomodaba muy bien a nuestros planes.

—¿Y se encontraron directamente en el hotel?

—Sí. Mi mujer estuvo paseando una hora por el pueblo y yo fui al Central. Él ya me estaba esperando en recepción. Me había pedido que llegara entre las tres y las cinco para poder estar más tranquilos en el restaurante. También en nuestro encuentro fue directo al grano. Ya había pedido cita con la notaría para hacer constar la donación en su testamento. Quería realizar la entrega esta próxima semana. Y en Pont-Aven, no quería ir a París. Incluso había preparado ya un pequeño texto para la placa que debía colgar junto al cuadro, explicando la historia de la obra y también del hotel, de su padre y de la gran Marie-Jeanne Pennec, naturalmente.

—¿Quería dar a conocer la historia del cuadro?

—Eso es. Pero con humildad. No quería ningún alboroto durante la entrega, ni declaraciones a la prensa ni ceremonias de inauguración, nada de todo eso. Solo la pequeña placa. Le dije que un cuadro como ese no se puede colgar de la noche a la mañana en un museo como el nuestro sin ofrecer explicaciones. La existencia de la obra causará verdadera sensación, todo el mundo preguntará cómo es que ha aparecido de la nada. Los expertos, la prensa, el público. ¡Todo el mundo! Él quería que volviéramos a meditar bien ese punto.

Dupin anotó algo en su Clairefontaine mientras Sauré miraba con cierta aprensión la libreta, que estaba hecha un asco.

—¿Le contó la historia del cuadro? —preguntó el comisario sin reparar en ello.

—Muy por encima. Me dijo que a su abuela, Marie-Jeanne, se lo había regalado el propio Gauguin en 1894, durante su última estancia, en agradecimiento por toda su ayuda. Gauguin se hospedó siempre en su hotel, nunca en el de la señorita Julia. Sin embargo, Pennec me explicó que fue sobre todo para agradecerle los casi cuatro meses de cuidados que le dedicó después de la paliza recibida en Concarneau una noche en que su novia javanesa fue insultada y agredida. Quedó muy maltrecho, pero Marie-Jeanne lo cuidó con cariño y entrega, día tras día, hasta que se recuperó por completo. ¡Y pensar que desde entonces ha estado colgado en el mismo sitio, en ese restaurante…! Cuesta imaginarlo. ¡Es fantástico!

—Se acercó usted mucho a la verdad, señor comisario. —Marie-Morgane Cassel pronunció esa frase muy pensativa, mirando a Dupin con los ojos muy abiertos.

El comisario sonrió satisfecho y volvió a la carga:

—Y cuando se enteró del asesinato de Pierre-Louis Pennec, ¿no se le ocurrió pensar que todo esto podía ser relevante para las investigaciones policiales, señor Sauré?

Charles Sauré miró a Dupin con verdadero asombro.

—Estoy acostumbrado a trabajar con total discreción. El señor Pennec me había rogado que mantuviera el secreto a toda costa. No es una petición desacostumbrada en el mundo del arte. La mayor parte de los asuntos que tratamos son, ¿cómo lo diría?, muy privados. Desde luego que me afectó enterarme de la tragedia, pero aun entonces pensé que lo más conveniente era mantener la confidencialidad. Puede que los herederos del cuadro aprecien esa discreción, que es nuestro bien más preciado. Se trata de un asunto muy personal: tanto poseer un cuadro como ese, de semejante valor, como realizar una donación de esas características. Tenemos un código muy estricto.

—Pero… —Dupin se interrumpió.

No tenía sentido. Era evidente que a Charles Sauré nada de todo aquello le había parecido extraño en ningún momento. Ni haber visto a Pierre-Louis Pennec dos días antes de su asesinato, ni haberse enterado en ese encuentro de la existencia de un cuadro que valía cuarenta millones de euros y que (tampoco hacía falta poseer una imaginación extraordinaria) podía ser el evidente móvil de ese asesinato del que se había enterado por el periódico.

—¿Cuándo iba a tener lugar la entrega?

—Íbamos a llamarnos por teléfono para quedar en un día, pero cuando me acompañó fuera me habló ya de principios de la semana que viene. No quería demorarlo.

—Supongo que el señor Pennec no le hizo partícipe de los motivos que lo habían llevado a hacer esa donación…

—Pues no.

—¿Y tampoco le contó nada más que fuera relevante… algo que ahora, tras su asesinato, pueda parecerle a usted de importancia?

—Hablamos únicamente del cuadro y de los preparativos para la donación. De cómo procederíamos. La verdad es que yo tampoco esperaba ninguna explicación o justificación por su parte. No hice preguntas. Sé muy bien cuál es mi lugar.

—Comprendo. ¿Y no vio nada extraño en Pierre-Louis Pennec? ¿Notó un nerviosismo exagerado… o algo que le diera que pensar después de su encuentro?

—No. Lo único que tuve claro es que el señor Pennec no quería perder el tiempo, pero tampoco parecía atosigarle ni urgirle. Simplemente se le veía muy decidido.

Dupin sintió que de pronto se había desinflado y había perdido el interés. Le pasaba muchas veces, incluso en las conversaciones y los interrogatorios más importantes. Bueno, qué más daba, ya había averiguado lo que quería.

—Le doy las gracias, señor Sauré. Nos ha ayudado mucho, pero tenemos que irnos ya. Me requieren en Pont-Aven.

A Charles Sauré le desconcertó ese brusco final de la conversación.

—Bueno… Sí, lo cierto es que no puedo decirles más de lo que ya les he explicado. Las llamadas no fueron muy largas, y tampoco el encuentro.

—Gracias. Gracias otra vez.

Dupin se puso de pie. Marie-Morgane Cassel, que parecía igual de sorprendida que Sauré, se levantó de golpe, algo avergonzada.

—También a mí hay algo que me gustaría saber, señor comisario —añadió Sauré.

—Dígame.

—¿Quién heredará el cuadro? ¿A quién le pertenece después de… la trágica muerte del señor Pennec? He leído algo acerca de su hijo en el periódico.

Dupin no vio ninguna necesidad de poner a Sauré al corriente de las novedades de esa mañana.

—Eso ya se sabrá en su momento, señor Sauré. Por ahora prefiero no pronunciarme al respecto.

—Supongo que los herederos seguirán adelante con la donación, puesto que esa era la voluntad del legítimo propietario. Además, que el cuadro pertenezca a la humanidad es lo más correcto.

—Sobre eso no puedo decirle nada.

—Seguro que el señor Pennec llegó a consignar en el testamento su voluntad de donar la obra, ¿verdad? Me pareció que para él era muy urgente.

Eso ya no era una simple pregunta. Dupin comprendió entonces qué era lo que le inquietaba.

—Me pondré en contacto con usted si creo que puede ayudarnos en algo más —dijo en lugar de responder.

Sauré tardó un poco en reaccionar.

—Sí, hágalo, por favor. Estaré encantado de atenderlo. Me encontrarán aquí hasta finales de semana. No tenemos previsto volver hasta el próximo sábado.

Los acompañó a la puerta y se despidió de ellos con mucha formalidad.

Aunque el cielo seguía de un gris oscuro y cargado de nubes bajas, por lo menos había dejado de llover. Dupin quería volver lo antes posible a Pont-Aven, pero también necesitaba caminar un poco para despejarse.

—¿Damos la vuelta a la casa? Podríamos rodearla y llegar al coche por el otro lado —propuso.

—Con mucho gusto —accedió la profesora, que seguía algo perpleja.

Torcieron a la derecha por una callecita que discurría a poca distancia de la casa de los Sauré, que todavía podía verse a través de un espeso macizo de rododendros de un par de metros de altura, y avanzaron en dirección al mar. No dijeron nada hasta que llegaron a los acantilados.

—Es increíble —dijo la profesora—. ¿Sabe usted lo que implica esto? La historia dará la vuelta al mundo. En un restaurante de un hotelito francés de provincias se ha descubierto un Gauguin desconocido que llevaba allí colgado más de cien años sin que nadie lo supiera y que está entre los cuadros más importantes de su obra. Valor estimado: cuarenta millones de euros. Por lo menos, diría yo ahora.

—Y dos muertos. Por lo menos hasta ahora.

Marie-Morgane Cassel se quedó helada.

—Así es… Tiene usted razón. Sí, dos muertos. Lo siento mucho…

—Comprendo su entusiasmo —la tranquilizó Dupin—. Son dos cosas completamente diferentes. Verá, en mi profesión yo siempre veo el otro lado de las cosas. La otra cara de las personas. Para eso estoy aquí.

Se quedaron uno junto al otro en silencio durante un rato. Esas últimas frases habían dado que pensar a Dupin.

—Y a usted, ¿le parece creíble lo que nos ha explicado el señor Sauré? —preguntó después a la profesora.

—Sí, del todo. Cuadra mucho con, ¿cómo lo diría?, con las peculiaridades del mundo del arte. Ese comportamiento, esa forma de actuar. Esa forma de pensar. El sentimiento de Pennec. Toda su personalidad… El del arte es un mundo muy particular.

—No cree usted que Charles Sauré asesinara a Pierre-Louis Pennec, ¿verdad?

Marie-Morgane Cassel lo miró estupefacta.

—¿Cree que pudo ser él, comisario?

—No lo sé.

La mujer guardó silencio.

—Pero ¿podemos dar por seguro que el cuadro es auténtico? —siguió preguntándose el comisario—. ¿Charles Sauré no podría equivocarse?

—No. Bueno, teóricamente sí, claro, pero yo confiaría en su juicio… y en su intuición. Como le he dicho, en todo el mundo no encontrará a nadie más entendido que él.

—Vale, de acuerdo. Yo… en usted sí que confío.

Dupin sonrió, y Marie-Morgane Cassel pareció contenta al ver su gesto.

—O sea que nos enfrentamos a dos muertes y al robo de un cuadro que vale cuarenta millones de euros. Un cuadro que oficialmente ni siquiera existe. Solo contamos con… digamos la valoración de Sauré de que existe un original, y no solo la fantasía de un copista, que es lo que cuelga ahora en el restaurante.

Dupin hizo una pausa. Su sonrisa había desaparecido.

—¿Qué pruebas tenemos de que hay algo más que la copia del restaurante? ¿La breve inspección de Sauré, la certeza que siente de que lo que vio era un original? Con eso no bastará. Por lo menos ante un tribunal. Quienquiera que tenga ahora ese cuadro sabe muy bien lo que hace. Ha robado una obra de arte que ni siquiera existe… hasta que no la tengamos en nuestras manos y la sometamos a un examen pericial para comprobar que se trata de un Gauguin auténtico.

—¿De quién es el cuadro ahora?

—De la señora Pennec. Desde esta mañana, de ella y de nadie más. Es una herencia del todo legítima. Ahora el hotel le pertenece a ella y, puesto que ninguna cláusula establece lo contrario, también es suyo todo lo que hay dentro del hotel. Pierre-Louis Pennec no llegó a modificar su testamento.

—¿O sea que la donación también ha quedado invalidada?

—Eso tendrá que decidirlo la señora Pennec.

Sonó el móvil de Dupin. Era Labat.

—Tengo que contestar. Volvamos al coche.

—Sí. Y yo quizá debería volver directamente a Brest.

—La acompañaré un trozo del trayecto… ¿Labat?

—Sí, señor comisario. Tenemos un par de cosas urgentes. ¿Dónde está usted?

—Me encuentras frente al mar. En Carantec.

—¿En Carantec? ¿Frente al mar?

—Exacto.

—¿Y qué está haciendo en Carantec?

—A ver, Labat, ¿qué querías?

—Tendría que llamar a Salou. Quiere hablar personalmente con usted otra vez. Y también el doctor Lafond. Los dos esperan su llamada… cuanto antes.

Labat calló un momento con la vana esperanza de que Dupin dijera algo.

—¿Cuándo volverá al hotel? —preguntó ante el silencio del comisario—. Les hemos rogado a la señora Lajoux y a Delon que estén a nuestra disposición. A André Pennec y Beauvois no hemos logrado localizarlos. ¿A quién querrá ver primero cuando vuelva de visitar a Catherine Pennec?

—Voy a necesitar un coche —ordenó Dupin en lugar de contestar—, en una de las rotondas grandes de Brest, en la primera que hay viniendo desde Morlaix. No, espera, mejor en el Océanopolis. Así será más fácil. El coche tendrá que llevar a la señora Cassel desde allí hasta la universidad.

Dupin había estado muchas veces en el Océanopolis de Brest y lo conocía bien. Siempre le habían gustado los grandes acuarios, sobre todo los pingüinos… y el Océanopolis de Brest era grandioso.

—¿La señora Cassel está ahí con usted? —preguntó Labat, extrañado.

—Sí, y tiene que llegar a la universidad antes de las cuatro y media.

—Debería usted ponernos al día a Le Ber y a mí cuanto antes sobre el estado de las investigaciones.

—Tienes razón, Labat, tienes toda la razón. Hasta dentro de un rato.

Esta vez no tuvieron problemas con el tráfico porque los turistas debían de estar aún comiendo en las creperías. Tardaron solo treinta minutos en llegar al Océanopolis, donde el mismo agente de Brest y el mismo coche del día anterior esperaban ya a la señora Cassel. Tampoco esta vez habían hablado demasiado. Dupin se había pasado casi todo el trayecto al teléfono, igual que a la ida. El doctor Lafond, que también se encargaba de la autopsia de Loic Pennec, no le dio muchos datos (nunca lo hacía), pero por lo menos sí le confirmó que Loic había muerto la noche anterior, y no de madrugada. Todo parecía indicar que la caída había sido la causa de la muerte. Por el momento no había encontrado ningún signo de violencia ni contusiones previas a la caída.

Salou seguía convencido de que alrededor de las huellas de Loic Pennec se distinguía lo que «con bastante probabilidad» eran pisadas de una segunda persona, sobre todo justo en el borde del mortal precipicio. Sin embargo, no podía asegurar nada. La tormenta y la fuerte lluvia las habían desdibujado durante la noche y mucho se temía que tampoco tras más investigaciones podría dictaminarse nada con seguridad. A Dupin le dio la sensación de que ya no estaba tan seguro como le había parecido a Le Ber… o quizá era que la gran estrella de la científica quería darse importancia haciéndose el misterioso.

Y todavía no se había presentado nadie que hubiera visto algo sospechoso en el lugar de los hechos la tarde anterior o esa misma mañana. Los agentes de Pont-Aven habían empezado a preguntar sistemáticamente a los vecinos de los alrededores, pero aún no tenían nada. Tampoco es que Dupin lo hubiera esperado; no era un caso que pudiera resolverse mediante algo tan prosaico como huellas dactilares, pisadas, fibras textiles o testigos oculares.

Poco antes de las cuatro, el comisario aparcó su coche en el puerto de Pont-Aven, muy cerca de la villa de los Pennec. No iba a ser una conversación fácil.

Esta vez Catherine Pennec tardó bastante en abrir la puerta. Se la veía muy afectada: los ojos llorosos, las facciones hinchadas, incluso su peinado, que apenas un día antes llevaba tan perfecto, estaba completamente deshecho.

—Discúlpeme si la molesto, señora Pennec, pero me gustaría mucho hablar con usted si es posible. Sé que todo esto es terrible y que es muy poco considerado por mi parte venir a incomodarla así.

Catherine Pennec miró a Dupin con rostro inexpresivo.

—Pase. —Y se dirigió hacia el salón.

El comisario entró, la siguió y tomó asiento en el mismo sillón de los días anteriores.

—Me han dado medicación, no sé si estoy en disposición de mantener una conversación muy lúcida.

—En primer lugar quisiera expresarle mi más sentido pésame, madame.

Era la segunda vez en cuarenta y ocho horas que le daba el pésame a la misma persona. Qué tétrico.

—Gracias.

—Es una tragedia. Sea lo que sea lo que ha ocurrido.

La señora Pennec enarcó las cejas con gesto interrogante.

—Todavía no sabemos si ha sido un accidente o si alguien empujó a su marido —explicó Dupin—. O si fue su marido mismo el que…

—¿Si saltó? —apuntó Catherine Pennec.

—Quizá nunca podamos saberlo con certeza. Hasta ahora no tenemos testigos oculares. Las pruebas principales no nos dejan ir más allá. Ya ha visto cómo ha llovido esta noche. Por el momento son todo conjeturas.

—Yo solo quiero saber si lo han asesinado, y entonces tendrá que encontrar usted al asesino. Tiene que prometérmelo. Porque será el mismo que también mató a mi suegro, ¿no cree?

—No lo sé, señora Pennec. Todavía no podemos decir nada. Ahora no tiene que pensar en eso.

—Espero que lo descubran pronto, de verdad.

—No la molestaré mucho más, pero hay un par de cosas que sí deberíamos comentar. Hábleme de anoche, por favor. ¿A qué hora…?

—Mi marido salió de casa poco antes de las nueve y media. Quería dar un paseo. Por las noches suele bajar hasta el mar, a veces va a su barco, que está en la playa de Tahiti, otras veces se da una vuelta por el pueblo. Desde hace décadas. Le… —Se le quebró la voz—. Le gustaba mucho el camino que va de Rospico a la playa de Tahiti. Y en verano, en temporada alta, siempre iba casi de noche. Como es natural, desde anteayer no se sentía muy bien y salió con la intención de encontrar algo de sosiego. Después de la terrible noticia de la muerte de su padre ya no conseguía dormir por las noches. Ninguno de los dos dormíamos.

—¿Salió solo?

—Siempre salía solo a pasear. Ni siquiera yo lo acompañaba. Cogió el coche. —Cada vez le costaba más trabajo hablar—. Estuvo un buen rato buscando la llave y luego me dijo «Hasta luego» desde la puerta.

—¿Cuánto tiempo solía estar fuera?

—Un par de horas. Ayer salimos los dos casi a la vez, por eso sé exactamente qué hora era. Yo fui a la farmacia de guardia de Trévignon, mi médico nos había recetado pastillas para dormir, a los dos. Necesitábamos descansar. En realidad nunca las tomamos.

—Está en su derecho. No tiene por qué justificarse.

—Después, al volver, me acosté enseguida. Le dejé las pastillas en su cuarto, junto a la cama. Todavía están ahí.

—¿Tienen dormitorios separados?

Catherine Pennec miró a Dupin con indignación.

—¡Por supuesto! —exclamó—. De no ser así, esta mañana me habría dado cuenta enseguida de que mi marido no había regresado.

—Comprendo, señora Pennec.

—No hubo nada extraño en su salida de anoche, señor comisario: el paseo, la hora, el recorrido… absolutamente nada. —Pronunció esas palabras casi en un tono implorante—. Todo fue como siempre… salvo por las circunstancias, claro está.

—Lo comprendo. Todo esto es horrible. No la importunaré más con detalles, pero tendríamos que hablar sobre una cuestión importante, una cuestión que lo cambia todo y que no ha mencionado usted hasta ahora.

Catherine Pennec miró al comisario a los ojos y Dupin creyó ver un destello de temor. Aunque también pudo equivocarse.

—Se refiere al cuadro. Lo sabe. Claro. Sí, ese maldito cuadro. Todo gira en torno a ese cuadro, ¿verdad? —dijo con entereza.

—Sí. Creo que sí.

—Llevaba más de ciento treinta años ahí colgado. ¿Y qué? —La señora Pennec hizo una pausa y al poco continuó—: Nadie hablaba nunca de él, no podían. Era un tabú para los Pennec, ¿sabe? La familia entera giraba en torno a ese secreto. Había que protegerlo a cualquier precio. Incluso tras la muerte de Pierre-Louis, ¿comprende? Una maldición, tanto dinero es una maldición. Probablemente hicieron bien guardándolo en secreto. Fue justo cuando mi suegro decidió regalarlo al Museo de Orsay cuando empezaron todas estas desgracias. Seguro que también sabe usted eso, ¿verdad?

Por fin. Por fin empezaba a destaparse todo. Dupin conocía ese punto de inflexión. En todos los casos, a partir de cierto momento las verdaderas historias empezaban a salir a la luz. Hasta entonces todo el mundo intentaba mostrar una fachada lisa e impenetrable, no desvelar nada de lo que sucedía en realidad. Y todo el mundo tenía motivos para ello, no solo los criminales.

—Sí. Sabemos de la intención de su suegro.

—Mi marido y él hablaron de ello esta misma semana.

—¿Pierre-Louis Pennec se lo comunicó a su hijo?

—Naturalmente. Ya le he dicho que era un asunto de familia.

—¿Y cómo reaccionó él? ¿Cómo reaccionó usted?

Catherine Pennec respondió con contundencia:

—Eso era cosa de Pierre-Louis. No nuestra.

—Pues ahora el cuadro le pertenece a usted, señora Pennec. Forma parte de la herencia del hotel, la que recibieron usted y su marido. Y que ahora es toda suya.

Ella no dijo nada.

—¿Seguirá adelante con la donación al Museo de Orsay? —preguntó Dupin—. Aunque su suegro no llegara a consignarlo notarialmente, esa era su voluntad.

—Me parece que sí. Aunque en estos momentos no estoy en situación de tomar decisiones tan precipitadas. Me ocuparé de eso durante las próximas semanas.

Se la veía muy cansada.

—Claro, claro. Ya la he sometido a más esfuerzo del que debería. Ha sido usted muy amable. Solo una última pregunta: ¿quién más conocía la existencia del Gauguin?

Catherine Pennec miró a Dupin algo sorprendida.

—No sabría decirle. Durante mucho tiempo pensé que solo mi marido y yo. Pero Loic estaba seguro de que Frédéric Beauvois lo sabía, y yo alguna vez he sospechado que también la señora Lajoux. Puede que se lo explicara en algún momento de todos estos años. —Hizo una pausa—. De todas formas, yo nunca me he fiado de ella.

—¿Nunca se ha fiado de Francine Lajoux?

—Es una falsa. Pero no debería decir estas cosas. Estoy muy aturdida, no debería hablar así.

—¿Qué le hace pensar que la señora Lajoux no es sincera?

—Todo el mundo sabe que estuvieron liados. Durante décadas. Y que después ella empezó a dárselas de jefa del hotel. Él le pasaba dinero. Hasta el día de hoy. Ella le enviaba esas cantidades a su hijo, que vive en Canadá. Un inútil al que ella ha malcriado. —Su voz cobró mucha dureza por unos instantes.

Dupin sacó la libreta.

—¿Puede afirmar con seguridad que la señora Lajoux conocía la existencia del Gauguin?

—No… No, no lo sé. La verdad es que no debería haber dicho nada.

—Y el hermanastro de Pierre-Louis, André Pennec, ¿conocía él el cuadro?

—Mi marido estaba seguro de que sí. Una vez me dijo que su abuelo también se lo había explicado a él. Claro que ese cuadro era el gran secreto de la familia. ¿Cómo no iba a saberlo?

A Dupin le habría gustado decir que precisamente por eso habría sido de gran utilidad para las investigaciones saber lo del Gauguin justo después del asesinato de Pierre-Louis Pennec: así, habrían tenido el móvil. ¡Cuánto tiempo perdido por culpa de eso…! Por no mencionar algo aún más grave: que tal vez Loic seguiría con vida si alguien les hubiera hablado de ese cuadro. Pero no valía la pena recriminárselo ahora.

—¿Y el señor Beauvois?

—Ese es el peor de todos. Mi suegro fue un idiota por seguirle la corriente y…

Se interrumpió.

—¿Sí?

—Pues que es un quiero y no puedo. Siempre con su ridículo museo. ¡No tiene más que pájaros en la cabeza! Solo con pensar en la cantidad de dinero que le sacó a Pierre-Louis… Todas las reformas que hizo en ese museo. ¿Y para qué? Es ridículo. Es un sitio de tercera y siempre lo será. ¡Provinciano!

Tras ese arrebato parecía completamente exhausta.

—Bueno, ahora sí que la dejaré descansar.

Catherine Pennec soltó un hondo suspiro.

—Espero que descubra pronto qué le ha sucedido a mi marido. No cambiará nada, pero aun así me hará mucho bien.

—Eso espero yo también, señora Pennec. Sí.

Ella fue a ponerse en pie.

—¡No, no! No se levante, por favor —la detuvo Dupin—. Conozco el camino.

Se notaba que a la señora Pennec le disgustaba aceptar la oferta, pero lo hizo de todos modos.

—Gracias.

—Si necesita ayuda o se le ocurre algo más que pueda ser importante, no lo piense dos veces. Tiene mi número.

Dupin ya estaba en pie.

—Gracias, señor comisario.

—Adiós, madame.

Dupin se apresuró a salir de aquel sombrío salón.

Fuera, un cálido rayo de sol le iluminó la cara. El cielo estaba de un azul resplandeciente y ya no se veía ni una sola nube. Aunque lo había presenciado muchas veces durante sus casi tres años en la Bretaña, Dupin siempre quedaba fascinado por la rapidez con que cambiaba el tiempo. Era todo un espectáculo. Una perfecta mañana soleada y radiante, que parecía la promesa de semanas enteras de verano y anticiclón estable, podía convertirse en cuestión de media hora en un día de lluvia y tormenta digno del peor otoño, en un temporal que amenazaba con haber llegado para quedarse y torturar a la población… y viceversa. Como si nunca hubiese existido otro clima. Dupin pensaba a veces que hasta entonces nunca había sabido qué era eso: el clima. Que no lo había comprendido hasta llegar allí. No era extraño que la caprichosa meteorología fuese el tema omnipresente de conversación entre los bretones. Al comisario le impresionaba enormemente la exactitud con la que algunos podían predecir sus cambios: a lo largo de los milenios, los pobladores celtas habían conseguido convertirlo en una gran arte adivinatoria. También Dupin había empezado a probar suerte con esas predicciones que, todo sea dicho, se habían convertido en un pequeño hobby suyo (aunque tenía que reconocer que sus aciertos de momento solo le impresionaban a él).

Se detuvo unos segundos ante la puerta, abrió la Clairefontaine e hizo una serie de anotaciones. Tenía cosas urgentes que hacer. Sacó el móvil de su bolsillo.

—¿Le Ber?

—Sí, comisario.

—Ahora voy para el hotel, quiero hablar con la señora Lajoux. Luego con Labat y contigo. No, primero con Labat y contigo, después con los demás. ¿Habéis localizado ya a Beauvois y André Pennec?

—No. Todavía a ninguno de los dos. Beauvois no tiene móvil, y André Pennec se ha ido en coche, seguramente a Rennes por asuntos de trabajo. Tiene activado el buzón de voz y le hemos dejado varios mensajes pidiéndole que se ponga en contacto con nosotros.

—Vale, de acuerdo. Tengo que verlo hoy mismo. Como sea. Y a Beauvois también.

—Lo estamos intentando.

—Una cosa más: comprueba si la señora Pennec fue anoche a la farmacia de guardia de Trévignon, y a qué hora. Necesito la hora exacta. Quiero saber qué compró, cómo la vieron, todo. Habla con la persona que la atendió.

—¿Es sospechosa?

—Tengo la sensación de que hasta ahora nadie nos ha dicho la verdad.

—Empieza a ser urgente que hablemos, jefe.

—Sí, voy de camino.

Labat, Le Ber y Dupin se sentaron en la sala del desayuno y estuvieron reunidos durante media hora, muy concentrados. Dupin puso a sus inspectores al corriente de todo. Les explicó lo del cuadro que había colgado durante más de cien años en el mismo lugar y que de pronto alguien había robado. Lo de los cuarenta millones de euros. Labat y Le Ber guardaron silencio durante varios minutos. El comisario pudo ver en sus rostros cómo iban tomando conciencia de la dimensión del caso. Ambos comprendieron enseguida que sobre todo urgía hacer una cosa: encontrar la obra original, como prueba de que en efecto la habían robado. Y de esa forma, tal vez, encontraran al asesino. Ni siquiera Labat protestó cuando Dupin, media hora después, se levantó dando por concluida la reunión para ir a hablar con la señora Lajoux.

La mujer estaba en recepción cuando Le Ber, Labat y el comisario bajaron la escalera. Miró hacia arriba, algo amedrentada al verlos a los tres.

—Buenas tardes, señora Lajoux. Gracias por encontrar unos minutos que dedicarnos.

—¡Es horrible, señor comisario! ¡Ahora también Loic! Esta tragedia no tiene final. Están siendo unos días muy duros. —Hablaba despacio y con mucho dolor.

—Una tragedia, sí. De momento no podemos decir más de la muerte de Loic Pennec. Yo… tendría que hablar con usted, aunque no le resulte fácil. Si le parece bien, podríamos ir juntos al restaurante.

En la mirada de Francine Lajoux asomó cierta vacilación.

—¿Al restaurante? ¿Otra vez?

—Quiero que me enseñe algo.

—¿Que quiere que le enseñe algo? —repitió ella. La duda en su mirada se incrementó más aún.

Dupin sacó la llave y abrió la puerta.

—Acompáñeme.

La señora Lajoux lo siguió despacio, casi con reparo. Cuando estuvieron dentro, el comisario volvió a cerrar con llave. Avanzaron por la sala, pero Dupin se detuvo justo antes del recodo del bar.

—Señora Lajoux, quisiera que…

Unos fuertes golpes en la puerta lo interrumpieron. La mujer se sobresaltó.

—¿Qué pasa ahora? —exclamó Dupin, molesto.

Fue hasta la puerta de mala gana y volvió a abrirla. Allí estaba Labat.

—Señor comisario, la señora Cassel al teléfono. Ha intentado llamarlo, pero tiene usted el móvil apagado.

—Estoy en medio de una conversación, lo sabes perfectamente. Dile que luego la llamo. En cuanto pueda.

En el rostro redondo de Labat apareció una curiosa satisfacción. Sin decir nada, dio media vuelta y volvió a la recepción. Eso mosqueó a Dupin.

—Labat… espera, ya voy. Si me disculpa un momento, señora Lajoux. Enseguida estoy otra vez con usted, no tardaré.

—Como quiera, señor comisario.

Dupin salió del restaurante. Labat estaba ya en la recepción, tendiéndole el auricular del teléfono.

—¿Señora Cassel?

—Se me ha ocurrido una cosa. Sobre el cuadro, sobre la copia. Tendría que habérselo dicho enseguida. Usted quería saber de quién es, ¿verdad? Quién pintó la copia de la segunda Visión, quiero decir… ¿Sigue siendo importante?

—Por supuesto.

—Es solo una posibilidad, pero aun así… A veces los pintores se inmortalizan en las copias ocultando su firma en algún lugar del cuadro. Es casi como una especie de deporte. A lo mejor tiene usted suerte.

—Es interesante. Sí.

—Solo era eso.

—Gracias. Seguro que más adelante vuelvo a llamarla. En relación con el caso, quiero decir.

—Aquí estaré.

—Adiós. —Dupin colgó.

Labat había estado todo el rato detrás de él. Detestaba que hiciera eso.

—¿Labat?

—Sí, señor comisario.

Dupin se acercó al inspector.

—Tenemos que estudiar el cuadro con detenimiento. Díselo a Le Ber.

—¿Cómo que estudiar el cuadro con detenimiento?

Al comisario no le apetecía extenderse en explicaciones. Además, tenía que admitir que no sabía ni por dónde empezar. ¿Dónde y cómo debía buscar esa firma? Debería habérselo preguntado a la señora Cassel.

—Hablaremos después. Ahora me vuelvo con la señora Lajoux y… no quiero más interrupciones, Labat. Te hago a ti personalmente responsable.

Casi daba la sensación de que la señora Lajoux había permanecido inmóvil hasta el regreso de Dupin: estaba en el mismo lugar exacto que antes.

—Lo siento mucho, señora Lajoux.

—Ay, no, faltaría más. Las investigaciones policiales tienen prioridad.

—Quería pedirle que me… Le pido que… —Estaba balbuceando. Empezó de nuevo—: Le pido que me disculpe un momento otra vez, señora Lajoux, sé que es muy maleducado por mi parte, pero tengo que hacer una llamada muy urgente y… Bueno, después me encantará tener esa tranquila conversación con usted.

Se notaba que la señora Lajoux estaba incómoda. No sabía qué decir.

—Enseguida estoy con usted —insistió Dupin.

Dobló el recodo y fue hasta el final de la barra del bar, donde rescató el móvil del bolsillo.

—¿Señora Cassel?

—Sí. ¿Es usted, señor comisario?

—Sí. La necesito. Tendría que ayudarnos con esto de la firma oculta. Yo no sé ni por dónde empezar a buscar. No tenemos ningún… instrumento para ello.

Dupin pudo oír una leve risa al otro lado de la línea.

—Ya contaba con que volvería a llamarme. Es decir, que tendría que habérselo propuesto yo misma desde un principio.

—Lo siento, señora Cassel, yo… nosotros, en este caso dependemos completamente de sus conocimientos sobre historia del arte para muchas cosas. Ya sé que está usted en su congreso, y lo siento.

—Tardaré cinco minutos en prepararme y en salir. Esta vez iré con mi propio coche, si le parece bien.

—Se lo agradezco mucho. La esperamos. Ahora son —Dupin consultó su reloj—, ahora son las siete y cuarto. O sea que… Sí, la esperamos.

—Hasta dentro de un rato, señor comisario.

Dupin regresó junto a la señora Lajoux.

—Ahora sí que estoy con usted. Tengo que disculparme de veras.

—Como le decía, su trabajo es más importante, señor comisario. Lo que queremos todos es que encuentre al asesino lo antes posible. Hace ya tres días que corre suelto por ahí y eso no puede ser. —Su voz había vuelto a adquirir ese tono quejumbroso que Dupin conocía de conversaciones anteriores.

El comisario esperó un par de segundos y luego habló con decisión.

—Ahora ya puede contármelo todo, madame.

Francine Lajoux se estremeció un instante y eludió su mirada.

—Yo… no sé a qué se refiere. ¿Qué es lo que puedo…?

Su expresión y su postura se rindieron con resignación. Entonces, poco a poco, levantó la mirada hasta fijarla en los ojos de Dupin.

—Usted lo sabe, ¿verdad? Lo sabe. —Estaba a punto de echarse a llorar, por un momento pareció que iba a derrumbarse.

—Sí.

—Al señor Pennec no le gustaría nada todo esto. Estaría muy disgustado. No quería que nadie supiera lo del cuadro.

—Señora Lajoux, estamos hablando de cuarenta millones de euros. Del móvil más probable para que asesinaran a Pierre-Louis Pennec.

—¡Se equivoca! —Su voz sonó furiosa esta vez—. No estamos hablando de cuarenta millones de euros, estamos hablando de la firme y última voluntad de un difunto, señor comisario: que el cuadro siga colgado aquí, bien protegido, sin que nadie sepa nada de él. Pertenece al hotel y a su historia…

—Él iba a donarlo al Museo de Orsay. La semana que viene. Con una placa conmemorativa que haría pública su historia.

La señora Lajoux miró a Dupin completamente estupefacta. O bien era una actriz sensacional, o bien esas palabras habían tenido un profundo efecto en ella.

—¿Cómo dice? ¿Qué iba a hacer?

—Donar el cuadro al Museo de Orsay. La semana pasada se puso en contacto con ellos.

—Eso es… Eso es… —No pudo seguir.

—¿Sí? —dijo Dupin, intentando ayudarla a seguir.

Se había quedado petrificada.

—Nada… No es nada. Si está usted tan seguro, entonces habrá que actuar como él creía correcto.

—¿A usted no le parece, cómo decirlo… adecuado?

—¿El qué?

—Lo del museo. La donación.

—Sí, claro. Es solo que, verá… ¡Ay, no sé! En cierto sentido ese secreto lo gobernaba todo. Esto cuesta de creer. Está mal, no sé.

—¿Desde cuándo conoce la existencia del cuadro?

—Desde hace treinta y cinco años. El señor Pennec me lo confesó muy al principio. En mi tercer año aquí.

—¿Quién más lo sabe?

—Nadie. —Hizo una pausa—. Solo Beauvois. Y su hijo, claro. Verá, el señor Beauvois era el experto en arte del señor Pennec, Pierre-Louis le pedía consejo para todo lo que tenía que ver con la pintura. Eso ya se lo había dicho. El señor Beauvois le asesoró también cuando hizo las reformas, toda la cuestión de la climatización para que el cuadro estuviera en las mejores condiciones. Es un hombre íntegro y con grandes ideales. Le tiene gran cariño a todo esto, a la tradición. No era por el dinero. El señor Pennec lo sabía.

—¿Y por qué dejó el señor Pennec que el Gauguin colgara aquí todos estos años?

—¡¿Cómo que por qué?! —La señora Lajoux parecía horrorizada, como si semejante pregunta fuese una falta de respeto—. ¡Pues porque Marie-Jeanne Pennec lo colgó aquí! ¡Ya lo creo! Porque el Gauguin siempre ha colgado aquí y este es su sitio. Pierre-Louis podía verlo todas las noches cuando venía al bar. Ese cuadro representaba todo su legado. Jamás en la vida se le hubiera ocurrido moverlo, alejarlo del hotel. ¡Jamás en la vida! Y aquí, aquí era donde estaba más seguro.

Dupin no había esperado otra respuesta. Y, por asombroso que pareciera, seguramente la señora Lajoux tenía razón. Más allá de los motivos sentimentales, es probable que el restaurante fuese uno de los lugares donde semejante patrimonio llamaba menos la atención.

—Y, aparte de ustedes, ¿quién más sabía del cuadro?

—Su hermanastro. Sí. No sé si se lo diría también a Delon, aunque yo creo que no. Era un secreto muy secreto.

Dupin casi no pudo evitar reír ante la comicidad del asunto. El hijo de Pierre-Louis, su nuera, André Pennec, Beauvois, la señora Lajoux… además del artista que había realizado la copia que lo reemplazaba, y puede que también Delon. Eso quería decir que en el círculo más íntimo de Pierre-Louis Pennec lo sabía todo el mundo. Y Charles Sauré, claro.

—Por lo menos siete personas, puede que ocho, sabían de la existencia del cuadro —dijo—. De los cuarenta millones de euros. La mayoría de ellos podían ver esos cuarenta millones aquí colgados todos los días.

—¡Dicho así, parece una barbaridad! Como si una de esas personas hubiese asesinado a Pierre-Louis… ¡¿No creerá usted eso?! —La señora Lajoux parecía escandalizada otra vez.

—¿Y a quién más se lo explicarían ellos en confidencia? ¿Quién más lo sabría todo?

Francine Lajoux miró a Dupin con tristeza, aunque también con un punto de suspicacia.

—Debería usted respetar la forma en que Pierre-Louis Pennec asumió la responsabilidad familiar que heredó de su padre. El hotel y el cuadro. Lo hizo de la forma más grandiosa y maravillosa posible, en todos los aspectos. Tanto dinero puede destruirlo todo. Todo. Puede acabar ocurriendo lo peor.

Dupin estuvo a punto de preguntar qué podía ser peor que un asesinato, y posiblemente dos.

—Señora Lajoux, dígame, ¿qué cree usted que sucedió? ¿Quién asesinó a Pierre-Louis… y a Loic Pennec?

La vieja gobernanta miró a Dupin con hostilidad abierta durante unos instantes. Todo su cuerpo se tensó de forma amenazadora, como dispuesto a atacar, después apartó la mirada y sus hombros se desmoronaron con resignación. Caminó despacio hacia el cuadro y se quedó de pie ante él.

—El Gauguin… ¡Cuando entraron por la ventana, tuve tanto miedo de que lo hubieran robado! Entonces sí que lo habríamos perdido todo.

El comisario no acabó de entender esa última frase, pero se hacía una vaga idea. Decidió no decir nada del robo del cuadro por el momento, aunque en cierta forma era absurdo mantener tanto secretismo, como ya le había hecho notar (¡y cómo!) Labat. Absurdo porque estaban ocultando un punto muy importante en los interrogatorios. Pero Dupin tenía un pálpito.

La señora Lajoux seguía inmóvil.

—¿Sabe de quién no me fío, señor comisario? De André Pennec. Verá, ese hombre no tiene escrúpulos. Yo creo que Pierre-Louis lo odiaba. Él jamás lo habría admitido, pero yo me daba cuenta.

—Sí, no debió de ser fácil para él que su propio padre lo excluyera de la herencia y ver que Pierre-Louis se quedaba con todo —comentó Dupin—. Sobre todo con el Gauguin, claro. Y que luego su hermanastro lo desheredase por completo.

—La verdad es que casi nunca lo veíamos. Solo llamaba muy de vez en cuando. Pero cualquiera se lo puede imaginar. Ni siquiera el crápula de su amigo el abogado pudo conseguir nada.

—¿A quién se refiere?

—¿No lo sabe? Pues verá, André Pennec recurrió a un abogado para que impugnara el testamento de su padre. Pierre-Louis se enfadó muchísimo, y por eso rompieron toda relación durante diez años.

—¿Cuándo fue eso, en qué año?

—Oh, fue hace ya mucho. No sabría decirle con exactitud. Más o menos cuando se pelearon también por lo de la política, o poco después.

—¿O sea que usted cree que en realidad su pelea no fue por razones políticas?

—Claro que sí. El señor Pennec odiaba a los del Emgann. Fue por las dos cosas, seguro.

—¿Cree a André Pennec capaz de cometer un asesinato?

Francine Lajoux dudó. Su rostro cobró una expresión impenetrable.

—No lo sé. A lo mejor no está bien que opine. Creo que… sobre eso no debería decir nada, señor comisario. Casi no lo conozco en persona.

—Usted misma ha recibido una herencia que no está nada mal, señora Lajoux.

La mujer lo miró con sobresalto.

—¿Lo sabe? ¿Cómo puede saberlo, está permitido? Verá, para mí esto es muy incómodo, ¿comprende?

—Ha habido un asesinato, señora Lajoux.

—Sí, claro. Sí. —Hizo una pausa—. ¿Lo sabe alguien más?

—Mis inspectores, pero puede estar tranquila. Su trabajo es guardar silencio.

—Es que no me parece bien. —Estaba pálida—. Entonces ¿sabe también lo de la carta?

—Sí.

—¿La ha leído? —Le temblaba la voz.

—No, tranquila. Nadie la ha leído. La policía no está autorizada a tanto. Tendría que solicitar una orden judicial, pero yo…

—¿Usted… sabe ya lo de… lo de nuestra relación? —preguntó con un hilo de voz. Se le habían saltado las lágrimas.

—Sí.

—¿Cómo…? ¿De dónde…? Yo…

—No pasa nada, señora Lajoux. Es su vida y no le incumbe a nadie más que a usted. Ni siquiera a mí, o solo en la medida en que ese hecho está relacionado con el caso. Necesito conocer la naturaleza de su relación con Pierre-Louis Pennec para poder formarme una imagen global.

—No fue ninguna aventura, una de esas relaciones sucias. Yo lo quise desde el principio, y él a mí. Pero nuestro amor era imposible. Él no quería a su mujer. Ya no. Yo creo que en realidad nunca la quiso. Eran todavía muy jóvenes cuando se conocieron y se casaron. A ella nunca le interesó el hotel lo más mínimo. Pero, verá, él no se lo reprochaba. Era un hombre noble. Por eso no podíamos dejarnos ver, ¿comprende? Y todo… para nada.

—Eso, señora Lajoux, son cosas suyas personales.

Dupin pronunció la frase con más aspereza de lo que pretendía, pero la señora Lajoux no pareció darse cuenta.

—¿Y cómo era su relación con Loic Pennec? —preguntó para cambiar de tema.

—¿La mía?

—Sí. ¿Qué pensaba usted de él?

—¿Yo? Pierre-Louis siempre deseó que su hijo se hiciera cargo de todo, que se convirtiera en un hotelero grande y respetado, como él, como su padre y su abuela. Catherine no le caía bien, él…

—Eso ya nos lo ha explicado —la interrumpió Dupin—. Me refiero a qué impresión tenía usted de la relación entre padre e hijo.

—Puede que Pierre-Louis estuviera un poco decepcionado con su hijo, esa era la sensación que me daba. Loic era un comodón. No lo entiendo, ¡con el precioso camino que tenía escrito para sí…! Pero también se necesita entereza para sacar adelante una responsabilidad tan grande como este hotel. ¡Hay que estar dispuesto a que se convierta en tu vida! —No había compasión en su voz—. ¡Hay que ser digno de ello!

—¿Digno?

—Sí. Digno de esa misión.

—¿Hablaban alguna vez Loic y usted?

—No. —La respuesta fue muy brusca.

—Pero él venía aquí muchas veces.

—Sí, pero hablaba solo con su padre. No formaba parte del hotel, ¿comprende? Aquí era un extraño.

—¿Es cierto que el señor Pennec le pasaba dinero a usted de vez en cuando? Además de su sueldo mensual, quiero decir.

La señora Lajoux volvió a mirarlo con indignación.

—Bueno, sí. Pero, verá, es que yo le he dedicado toda mi vida, al hotel y a él. No eran regalos, no era porque fuese su amante. He invertido toda mi energía en esta casa. Toda. ¿Qué se ha creído?

—¿De qué cantidades estamos hablando?

—Diez mil euros, casi siempre. A veces menos. Una, dos veces al año.

—¿Y usted se las enviaba a su hijo, en Canadá?

—Sí, yo… A mi hijo, sí. Está casado. Hace tiempo que se estableció por cuenta propia, está montando su propio negocio y yo lo he ayudado, sí.

—¿Le ha enviado a él todo el dinero?

—Todo el dinero, sí.

—¿Cuántos años tiene?

—Cuarenta y seis.

—¿Desde cuándo le envía esas cantidades?

—Desde hace veinte años.

—¿Y de verdad no tiene usted ninguna idea de lo que ha pasado?

La señora Lajoux pareció muy aliviada al ver que Dupin cambiaba de tema.

—No. Aquí las emociones estaban siempre a flor de piel, pero un asesinato…

—¿Por qué cree que lo de la donación no habría estado bien?

Ella se entristeció de nuevo.

—No me había dicho nada. No lo sabía. Él habría… —Calló.

—Tengo que hacerle una pregunta más, y le ruego que no se lo tome de forma personal, es pura rutina. Ahora, en esta fase, tenemos que documentarlo todo.

—Claro, pierda cuidado.

—¿Dónde estuvo ayer?

—¿Yo? ¿Quiere decir dónde estuve en concreto?

—Eso es.

—Trabajé hasta las siete y media. Verá, había mucho que hacer, todo esto está patas arriba. Alguien tiene que supervisarlo todo. Los clientes están intranquilos. Me parece que volví a casa a eso de las ocho. Estaba agotada y me metí enseguida en la cama. Solo me aseé un poco, me lavé los dientes…

—Con eso me basta, señora Lajoux. ¿A qué hora suele acostarse?

—Desde hace varios años me voy a dormir temprano, sobre las nueve y media. Es que tengo que madrugar mucho. Me levanto a las cinco y media todas las mañanas. Cuando todavía me quedaba en el hotel por las noches llevaba otro ritmo.

—Se lo agradezco, madame. No la necesitaré más. ¿La vio alguien al salir del hotel?

—La señora Mendu, creo. Nos vimos un momento aquí abajo.

—Bien. Ahora debería irse a casa.

—Bueno, hoy todavía tengo cosas que hacer. Yo… —Algo parecía avergonzarla—. Es que… —Se interrumpió de nuevo.

Dupin comprendió.

—Quisiera asegurarle una vez más que todo lo que ha dicho durante esta conversación quedará entre nosotros, señora Lajoux. Esté tranquila. Nadie sabrá nada por nosotros.

Pareció algo aliviada.

—Gracias. Para mí es muy importante. La gente se formaría una idea muy equivocada, ¿sabe usted? Se me haría insoportable, sobre todo si pienso en el señor Pennec.

—Gracias otra vez, señora Lajoux.

Dupin se dirigió a la puerta y ambos salieron juntos del restaurante. Cerró otra vez con llave y se despidieron.

Vaya, no se veía a Labat ni a Le Ber por ningún lado. Y los necesitaba a ambos. Francine Lajoux ya casi había desaparecido por la escalera cuando cayó en la cuenta de que quería preguntarle algo más.

—Disculpe, señora Lajoux… Una última pregunta. Ese hombre al que vio usted el miércoles delante del hotel hablando con Pierre-Louis Pennec… ¿Se acuerda?

La mujer se había vuelto con una velocidad y una agilidad sorprendentes.

—Ah, sí, claro, sus inspectores también me preguntaron por él.

—Me gustaría que viese una fotografía y nos dijera si se trata de la misma persona.

—Faltaría más, señor comisario.

—Uno de mis inspectores le enseñará la foto.

—Estaré en la sala del desayuno.

—Gracias de nuevo.

La mujer desapareció en el primer piso.

Dupin salió, se detuvo ante a la puerta y respiró hondo un par de veces. Allí delante había mucho ajetreo, la plaza y las estrechas callecitas eran un hervidero de turistas, así que decidió meterse por su callejón. Por fin, nadie.

Ya eran las ocho. Había perdido por completo la noción del tiempo. Le pasaba siempre que estaba metido en un caso, pero ese día más aún porque el sol no había salido de verdad hasta pasado el mediodía. En ese momento hacía tanto calor como si el astro quisiera recuperar todo lo perdido durante la mañana. El comisario tenía la sensación de que acabaría siendo un día largo. Un tercer día largo.

Había llegado sin darse cuenta hasta el final del callejón, torció hacia el río y cruzó el puente hacia el puerto. Igual que con su banco del Aven, ese camino ya se había convertido casi en un ritual. Así sucedía siempre: sin pretenderlo, regresaba a los lugares que más le gustaban. Echó mano del móvil y marcó.

—¿Dónde estás, Le Ber?

—He ido a la farmacia de Trévignon, ahora mismo estoy volviendo.

—¿Y qué te han dicho?

—La señora Pennec estuvo aquí anoche, alrededor de las diez menos cuarto, compró Novanox. Es nitrazepán. Tenía receta, para una dosis elevada. Estuvo en la farmacia unos diez minutos. La atendió una tal señora Kabou, una empleada que también hoy estaba allí. He hablado con ella personalmente.

Dupin sacó la libreta con alguna dificultad, ya que solo tenía libre la mano izquierda.

—Vale, de acuerdo. Ahora tendríamos que saber también cuándo regresó.

—¿A su casa?

—Sí.

—¿Y cómo vamos a averiguar eso?

—No lo sé. Seguramente no podremos. También hay un par de cosas más que hacer, Le Ber. Comprueba a qué hora se fue la señora Lajoux ayer del Central. Sobre todo no te olvides de preguntarle a la señora Mendu.

—Eso está hecho.

—Quiero ver al señor Beauvois como sea. ¿Lo habéis encontrado ya?

—Sí, estaba en el museo. Han tenido una reunión larga del Círculo Artístico, y por lo visto ha estado ocupado con no sé cuántas cosas más, llamadas de teléfono y algo relacionado con los mecenas.

—De acuerdo. Iré a verlo más tarde, pero primero le haré una visita a Delon. Dile a Beauvois que a eso de las nueve vaya al hotel. Y André Pennec, ¿ha vuelto a aparecer?

—Lo hemos localizado en Rennes a través de su oficina. Regresará más tarde. Sabe que quiere usted verlo urgentemente.

—Llámalo otra vez y queda con él a una hora en concreto. ¿Labat está en el hotel?

—Sí.

—Que busque en internet la página web del Museo de Orsay y le enseñe a la señora Lajoux una foto de Charles Sauré. Ella ya está al corriente.

—¿Del director de la colección?

—Sí. Quiero saber si es el hombre a quien vio discutir con Pennec frente al hotel.

—Bien, se lo diré.

—Y una última cosa. La señora Cassel llegará allí dentro de nada. Quiero que entres con ella en el restaurante si yo no estoy ahí todavía. Puede que necesite tu ayuda. Tiene que examinar el cuadro.

—¿La copia del Gauguin?

—Sí. A lo mejor encontramos algún indicio de quién la pintó. La profesora ya está de camino.

—Entendido, yo me encargo.

—Hasta luego. —Y colgó.

Un grupo de kayaks atracó en la otra orilla, bajo una de las grandes palmeras. Se oyeron voces y gritos alegres de los joviales excursionistas; todo era un festival de colores: canoas amarillas, rojas, verdes, azules.

La forma más rápida de ir desde allí hasta la casa de Delon debía de ser cruzar directamente la colina, pero Dupin todavía le tenía demasiado respeto al laberinto de callejuelas, así que prefirió seguir la ruta que pasaba por el Central, aunque con ello tuviera que soportar las aglomeraciones de gente.

El comisario llamó a la pesada y antigua puerta de madera. La pequeña ventana que había a un lado estaba abierta de par en par.

—Adelante. No está cerrado.

Dupin abrió la puerta y entró. Igual que en su primera visita, la casa le resultó muy acogedora. La planta baja de la bonita edificación de piedra era una única estancia: salón, comedor y cocina en uno. No muy diferente de la casa de Beauvois, puede que un poco más pequeña, pero aun así parecía completamente distinta. Reinaba otra atmósfera.

—Estaba a punto de cenar algo.

—¡Ah, pues perdone! Soy de lo más inoportuno. Ni siquiera he avisado.

—Siéntese conmigo.

—Solo serán un par de preguntas, no quiero entretenerlo demasiado.

Ni el propio Dupin sabía qué había querido decir con eso: «Sí, me sentaré con usted», o «No, prefiero seguir de pie porque será solo un momento». Se sentó. En la vieja mesa de madera, casi en el centro exacto de la sala, había un plato de cigalas, una tarrina de rillettes de vieiras, mayonesa y una botella de Muscadet. Junto a todo ello, un pan de cereales (un dolmen, el preferido de Dupin). Se fijó con tanta precisión porque de pronto le entró un hambre terrible.

Fragan Delon se había acercado al viejo armario que había junto a los fogones y, sin decir palabra, sacó un segundo plato y un segundo vaso que colocó en la mesa, delante de Dupin. El comisario se sintió agradecido. Tampoco él dijo nada. Cogió un poco de pan, un par de cigalas y empezó a pelarlas.

—Pierre-Louis también venía a veces a casa, y entonces nos sentábamos como estamos los dos ahora. A él le gustaba comer aquí, con un buen pan sobre la mesa y un par de cosas sencillas. —Delon soltó una risa sentimental, muy cálida.

En comparación con la lacónica conversación del día anterior, estaba casi hablador.

—Supongo que sabe usted lo del cuadro… —comenzó Dupin.

Delon respondió con la misma tranquilidad con que había hablado todo ese rato:

—Nunca me interesó. Y a él le gustaba que fuera así.

Lo que suponía el comisario. Con él, ya eran siete los que conocían la existencia del Gauguin. Como mínimo.

—¿Cómo es que no le interesaba?

—No sé, pero todos revoloteaban alrededor de Pierre-Louis por ese cuadro.

—¿Qué quiere decir?

—Todos veían el dinero, todos esperaban poder echarle mano a una parte algún día. O al cuadro entero. Creo que a veces él mismo se daba cuenta. Tanto dinero… lo cambia todo.

—¿De qué se daba cuenta?

—De que todos deseaban el cuadro.

—¿Quiénes deseaban el cuadro?

Delon miró a Dupin con asombro.

—¡Pues todos! Su hijo, su nuera, Lajoux. Ni siquiera sé quién más lo sabía. Beauvois, sí, también él. Y su hermanastro.

—Pero Pierre-Louis nunca se había planteado venderlo.

—No, pero la posibilidad siempre estaba ahí, ¿comprende? ¿Quién sabe?, pensaban todos ellos. ¿Quién sabe? —De pronto Delon sonaba triste.

—¿Cree usted que alguno de ellos podría ser su asesino?

De nuevo apareció asombro en la mirada de Delon.

—Todos, quizá. Eso creo. —Lo dijo completamente impasible.

—¿Considera a todas esas personas capaces de cometer un asesinato?

—¿Cuántos millones dice que vale el cuadro?

—Cuarenta, tal vez más.

Dupin miró a Delon esperando su siguiente frase, pero el hombre cogió la botella de Muscadet y llenó los dos vasos hasta el borde.

—De muy pocas personas podría decirse que no serían capaces de asesinar por una cantidad así. —En la voz de Delon no se oía ni asomo de cinismo ni resignación. Lo había expresado con total serenidad, como si fuera una verdad de la vida.

En el fondo Dupin pensaba lo mismo.

—Todos estaban esperando que se muriera de una vez. Todos pensaban en ese día, todo el tiempo. Eso está claro.

Se hizo un largo silencio mientras comían un poco.

—Todos querían el cuadro… y no iba a ser para ninguno de ellos —prosiguió al rato Delon.

—¿Sabía usted que Pierre-Louis Pennec tenía la intención de donarlo al Museo de Orsay?

—No. —Por primera vez Delon dudó—. ¿Conque eso quería? Es una buena idea.

Dupin estuvo a punto de añadir que precisamente esa buena idea de Pennec había desencadenado quizá los acontecimientos que culminaron con su asesinato. Al enterarse de lo mal que estaba del corazón, había llamado enseguida al Museo de Orsay… y alguien debió de enterarse y quiso impedir la donación. Alguien que tenía que actuar antes de que el asunto se le fuera de las manos.

Pero prefirió no decir nada. Delon tenía razón: en sí misma, había sido una buena idea.

El viejo se puso de pronto muy serio.

—Tendría que haberlo hecho antes, lo de la donación, y no haber esperado tanto. Siempre tuve miedo de que se enterase más gente. Cuando más de dos saben algo, en algún momento lo sabe todo el mundo.

—Es verdad.

—Pennec nunca tuvo miedo. Era asombroso. Nunca tenía miedo de nada.

—¿Cree que alguien podía tener un motivo especial? Me refiero a un motivo especialmente poderoso.

—Con tanto dinero de por medio siempre hay un motivo especial, para cualquiera.

Todas las frases de Delon de esa noche podría haberlas pronunciado él mismo, pensó Dupin.

—¿Qué le parecía a usted la relación entre padre e hijo?

—Lo de su hijo ha sido una tragedia. —Delon sirvió más vino—. Una gran tragedia. Toda la historia de ambos, y ahora su muerte. Fue una vida triste.

—¿Qué quiere…?

El móvil de Dupin los interrumpió al sonar de pronto a todo volumen. Qué fastidio. Era el número de Le Ber. A regañadientes, contestó.

—¿Comisario?

—Sí, dime.

—Será mejor que venga enseguida a ver esto. —A Le Ber casi no le salían las palabras de la emoción.

—¿Qué ha pasado?

—Hemos sacado el cuadro del marco, la señora Cassel y yo. Ella… ha traído unos aparatos especiales y hemos encontrado una firma en la copia.

—¿Y bien?

—Frédéric Beauvois.

—¿Beauvois?

—Sí. Exacto.

—¿Él pintó el cuadro? ¿Él lo copió?

—Sí. La hemos encontrado en el árbol, entre las ramas, muy escondida pero clara. La hemos comparado con la firma de algunas facturas que le emitió a Pierre-Louis Pennec y no hay ninguna duda.

—Pero ¿es que Beauvois pinta?

—Por lo visto sí. La señora Cassel dice que es un trabajo magnífico.

—Sí, ya lo sé.

—A mí me parece que… Vamos, que esto me da mala espina.

—Pero ¿estás seguro?

—¿De que me da mala espina?

—¡De lo de Beauvois!

—¿De la firma? Sí. La señora Cassel está muy segura. Frédéric Beauvois realizó la copia del Gauguin.

—Voy para allí, espérame en el hotel. —Dupin lo pensó un instante—. ¡No! Iremos directamente a ver a Beauvois. Salgo ahora mismo. Nos encontraremos en su casa.

—Entendido, jefe.

Delon había seguido comiendo con toda tranquilidad durante la llamada, ni se había inmutado.

—Tengo que irme, señor Delon.

—Ya me lo figuro.

Dupin se puso en pie.

—No se levante, por favor —le rogó al anciano.

—No, no pasa nada.

Delon acompañó al comisario los pocos metros que había hasta la puerta.

—Muchas gracias por la deliciosa cena. Bueno, y naturalmente también por la conversación.

—No ha comido mucho.

—La próxima vez.

—Sí. Adiós.

Dupin intentó orientarse. La casa de Beauvois no podía quedar muy lejos, pero el casco antiguo tenía callejuelas y pasajes intrincados, estrechos y tortuosos. El comisario decidió bajar por la calle mayor. Tardó cinco minutos. Al llegar, Le Ber lo estaba esperando ya frente a la casa. La verja del jardín delantero estaba cerrada.

—Llamaremos al timbre.

No hubo respuesta. Le Ber llamó una segunda y una tercera vez.

—Probemos en el museo —propuso Dupin.

—¿Sabe si está allí?

—No, pero lo intentaremos. ¿Y la señora Cassel?

—En el hotel. Le he pedido que espere allí.

Dupin no pudo reprimir una sonrisa. Le Ber lo miró algo extrañado.

—¿Qué? ¿Qué pasa, comisario?

—Nada, nada. No es nada.

Deshicieron el camino a paso rápido, cruzaron la place Gauguin y pasaron delante del Central antes de llegar al museo, que estaba a menos de cien metros. La entrada quedaba en la parte moderna del edificio, una estructura fea, pretenciosa, adosada al viejo hotel Julia y hecha de acero, cristal y hormigón pintado de blanco.

Encontraron la puerta cerrada. No había timbre, así que Le Ber llamó dando fuertes golpes. Nada. Volvió a aporrear la puerta una segunda vez, con más contundencia aún. De nuevo nada. El inspector retrocedió unos metros. A la izquierda del museo había una galería de arte, la primera de una ristra de galerías (tal vez diez o hasta quince) que se apretaban unas junto a otras para aprovechar al máximo el escaso espacio que había a lo largo de la estrecha calle. Un par de pasos a la derecha de la entrada, en la triste ampliación de hormigón, se veía una imponente puerta de acero que parecía conducir a las instalaciones técnicas del museo.

—Probaré por ahí.

Junto a esa segunda puerta y extrañamente abajo había un timbre tan discreto y funcional que era fácil pasarlo por alto. Le Ber llamó tres veces seguidas con timbrazos largos. Unos instantes después, desde el interior les llegó un fuerte ruido que sonó como una puerta cerrándose.

—¿Oiga? ¡Policía! Es la policía. ¡Abra la puerta, por favor! —gritó Le Ber.

Dupin estaba a punto de echarse a reír.

—¡Que abra la puerta ahora mismo!

El comisario se disponía a tranquilizarlo cuando la puerta se abrió, al principio solo un resquicio, pero luego de par en par. Ante ellos apareció Frédéric Beauvois, que se deshizo en sonrisas.

—¡Ah… el inspector y el comisario! Buenas tardes, caballeros. ¡Bienvenidos al Museo de Pont-Aven!

La exagerada simpatía de Beauvois sacó de sus casillas a Le Ber. Dupin tomó el relevo.

—Buenas tardes, señor Beauvois. Quisiéramos hablar con usted.

—¿Los dos?

—Pues sí.

—Entonces debe de ser algo importante. Tanto cargo policial… ¿Quieren que vayamos a mi casa? ¿O al hotel?

—Mejor nos quedamos aquí, en el museo. ¿Dispone de alguna sala donde podamos charlar un rato?

Beauvois torció el gesto una fracción de segundo, pero enseguida recuperó su aplomo.

—¡Sí, cómo no! Tenemos una sala de juntas. Podemos sentarnos allí. Para mí será un placer. La utilizamos para las reuniones de nuestros numerosos círculos. Pasen por aquí. Por la escalera.

Le Ber y Dupin siguieron a Beauvois. El inspector todavía no había abierto la boca.

La escalera subía al primer piso, donde recorrieron un pasillo largo y estrecho que conducía a una puerta igualmente estrecha. Beauvois la abrió con ímpetu y entró. La parte nueva del museo tampoco tenía especial encanto por dentro, todo estaba dispuesto de una manera muy funcional. Sorprendía lo grande que era la sala, de casi diez metros de largo. En ella había varios escritorios destartalados que formaban una U muy alargada.

Se sentaron a uno de los que quedaban en la punta.

—¿En qué puedo ayudarlos, caballeros?

Beauvois se había reclinado en la silla y parecía muy relajado.

Dupin arrugó la frente. Ya de camino al museo se le había pasado por la cabeza una pregunta que no lo dejaba tranquilo. ¿Por qué había firmado el cuadro Beauvois si con ello corría el peligro de delatarse a sí mismo e incriminarse en el asesinato? ¿Qué pretendía? Era un hombre inteligente. Aquello no tenía ningún sentido y parecía desmentir sus sospechas sobre él, por mucho que su nombre firmase la copia.

—Tenemos una orden de registro, señor Beauvois —dijo Dupin con frialdad.

Le Ber miró al comisario sin creerse lo que acababa de oír. Por supuesto que no tenían ninguna orden de registro, pero Beauvois estaba demasiado pendiente de sí mismo para preguntar nada. Se pasó varias veces la mano por el pelo, meneó ligeramente la cabeza y frunció un poco los labios. Daba la sensación de que estaba haciendo muchos esfuerzos por poner orden en sus pensamientos. Pasó un minuto antes de que hablara otra vez, de nuevo con muchísima amabilidad:

—Vengan, caballeros. Acompáñenme.

Se levantó y esperó a que Dupin y Le Ber, tras un momento de incertidumbre, se pusieran también de pie, y entonces deshizo a paso resuelto el camino por el que habían llegado: el pasillo, la escalera. Frente a la entrada, a la izquierda de la escalera, se abría una puerta sencilla en la que Le Ber y Dupin no se habían fijado antes y que llevaba al sótano del museo. Beauvois encendió una luz. Seguía avanzando a paso decidido. A Le Ber y Dupin les costaba trabajo seguirle el ritmo.

—Esto es nuestro almacén, señores míos. Y nuestro taller.

Habían llegado a una sala muy amplia.

—Varios miembros del Círculo Artístico somos apasionados pintores, y con toda humildad debo decir que algunos tenemos bastante talento. Aquí guardamos trabajos que no están nada mal. Pero pasen, pasen, por favor.

Al fondo había varias mesas estrechas y largas. Beauvois se detuvo ante una de ellas, y Dupin y Le Ber se colocaron a izquierda y derecha de él sin haberlo planeado.

Beauvois alcanzó un interruptor que colgaba suelto del techo y encendió unos focos potentes. Les llevó un momento acostumbrarse a aquel intenso resplandor.

Lo primero que vieron fue un naranja chillón, casi cegador. Después el cuadro entero. Lo tenían justo delante. Podían tocarlo con la mano. Estaba intacto. Era grandioso.

Aun así, los agentes tardaron unos segundos en darse cuenta de lo que estaban viendo.

—Lo sabía —murmuró Le Ber en voz tan baja que casi ni se le oyó. Y tras una breve pausa, añadió—: Cuarenta millones de euros…

Pero antes de que ninguno de ellos pudiera decir nada más, Beauvois cogió un cúter que había entre el espantoso caos de lápices de dibujo, pinceles de todos los tamaños, rasquetas y demás utensilios de pintura… y lo clavó en el lienzo. El comisario intentó agarrarle el brazo en el último momento, pero llegó demasiado tarde. Todo se había sucedido a una velocidad de vértigo.

Beauvois cortó con destreza un pequeño rectángulo de tela y lo levantó en alto, a la brillante luz.

—Gilbert Sonnheim. Una copia. ¿Lo ven? —Ese era el nombre que se leía en el rectángulo de lienzo—. Un pintor insignificante de la colonia de artistas. Era de Lille. Sincretista, con poco talento, pero muy bueno copiando. ¡Es un trabajo excelente, por Tutatis! —Beauvois actuaba como si estuviera ido.

A Dupin se le agolpaban las ideas en la cabeza, le saltaban de un lado a otro… Empezaba a marearse. Beauvois seguía con el trocito del cuadro levantado hacia el techo, como si estuviera haciendo un juramento. Le brillaban los ojos.

El comisario fue el primero en recuperar el habla.

—Ha sustituido una copia por otra. O sea… que usted quería robar el cuadro y remplazarlo por su copia para que nadie se diera cuenta, ¡pero alguien lo había robado ya! Alguien que lo había cambiado por otro falso. ¡Existen dos copias!

Al oír las palabras de Dupin, la expresión de perplejidad de Le Ber fue en aumento, aunque el inspector enseguida controló su asombro.

Beauvois volvió a dejar el rectángulo de lienzo sobre el cuadro con una meticulosidad que resultó petulante.

—Y me alegro de haberlo hecho. ¡Estoy orgulloso, sí! —Su voz rezumaba un dramatismo autocomplaciente y ridículo—. Pierre-Louis Pennec habría estado muy de acuerdo con mi acción, incluso la habría aplaudido. Se habría revuelto en su tumba si su hijo hubiese heredado el Gauguin. Porque lo habría vendido a la primera oportunidad, ya se lo digo yo. Loic no esperaba más que ese momento. ¡Toda su vida estuvo esperando la muerte de su padre! Pierre-Louis, en cambio, valoraba muchísimo este museo. Para él era lo más importante del mundo. Pont-Aven, su historia, la colonia de artistas. ¡Sí, señor!

—Fue usted quien entró a la fuerza en el hotel la noche después del asesinato para cambiar los cuadros. —Le Ber se interrumpió un instante—. Colgó su copia y se llevó la otra, la que alguien había colgado ya. Y ese es el cuadro que acaba de cortar…

—Muy bien, inspector. Sí, me dejé embaucar. ¡Yo, Frédéric Beauvois! Pero estaba oscuro, en el restaurante no se veía prácticamente nada y yo solo tenía una pequeña linterna. Además, es una copia magnífica. Aunque no tan buena como la mía, si me permiten decirlo. Arriba, en las ramas, las pinceladas no son del todo correctas.

—¿Cuándo pintó usted su copia? —La voz de Dupin traslucía calma; su rostro, concentración.

—Hace décadas. Hace casi treinta años, después de que Pennec me confiara el secreto. Yo fui su experto. Verá, él era hotelero, no especialista en bellas artes, ni historiador. Sin embargo, tenía en sus manos un patrimonio artístico e histórico inigualable: el hotel, sí, y ese cuadro excepcional. ¡Una maravilla! Es la obra más osada de Gauguin, créanme, sobrepasa a todas las demás en atrevimiento. No lo digo solo porque…

—¿Y por qué hizo esa copia? —lo interrumpió Dupin.

—Porque quería estudiar el cuadro, por admiración. Por pura fascinación. Lo fotografié y luego lo copié. No sé si se lo he dicho ya, pero la pintura es mi gran pasión. Siempre lo ha sido. Conozco mis límites, claro, pero tengo ciertas dotes y…

—Y lo de firmar el cuadro, ¿fue por el orgullo del artista?

—Una tontería juvenil, sí. Un pequeño acto de vanidad.

A Dupin le pareció creíble. Por muy rocambolesco que sonara, le parecía del todo creíble.

—¿Conocía Pierre-Louis Pennec la existencia de esa copia? —preguntó.

—No.

—¿La conocía alguien?

—No. Todos estos años la he guardado a buen recaudo. Solo yo mismo la contemplaba alguna que otra vez. Para ver en ella a Gauguin. La fuerza que desprende ese cuadro, su espíritu, es infinitamente grande. Esa obra desbanca todas las demás.

—¿Sospechaba que podía haber más copias?

—No, jamás.

—¿Y el señor Pennec? ¿Alguna vez le dijo algo de una falsificación?

—No.

—¿De dónde ha salido esta?

—Sobre eso solo puedo hacer conjeturas, señor comisario. Que Gauguin abandonara por fin Pont-Aven y se trasladara definitivamente a los mares del Sur no supuso ni mucho menos el final de la Escuela de Pont-Aven. Muchos pintores siguieron aquí durante años, Sonnheim entre ellos. Por supuesto, los que quedaron fueron cada vez más y más insignificantes. A lo mejor fue la propia Marie-Jeanne quien le encargó a Sonnheim esa copia. No habría sido nada raro. Al fin y al cabo, tenía cuadros de muchos artistas ahí abajo, en el restaurante. Al principio eran todos originales, pero luego, igual que la señorita Julia en su hotel, los fue sustituyendo por copias. A lo mejor Marie-Jeanne tenía la intención de guardar el original en un lugar más seguro. Pero, una vez más, le repito que todo esto es mera conjetura.

—Entonces ¿esta copia tiene también más de cien años? ¿Casi tantos como el original?

—Sin duda.

—¿Y dónde ha estado todo este tiempo?

—Eso tampoco lo sé. Pierre-Louis podría haberla heredado con el original. Junto a su habitación del hotel hay una pequeña sala en la que tenía el archivo fotográfico, allí guardaba también algunas copias para las que no había encontrado sitio en el restaurante. Hablamos un par de veces sobre ellas, porque estaba sopesando legárselas al museo. Me había hablado de una docena, más o menos. Yo nunca llegué a verlas, pero puede que esta copia fuera una de ellas. O a lo mejor ni siquiera estaba en el hotel… ¿y la tenía otra persona?

Beauvois hizo una pausa teatral.

—O a lo mejor, y también eso es concebible, ni él mismo conocía su existencia. ¿Quién sabe?

—Sí, quién sabe. Pero alguien la tenía… o la conocía y sabía dónde encontrarla. —Dupin habló esta vez con firmeza.

—El asesino debió de cambiar el cuadro la misma noche del crimen. —Beauvois seguía aún en mitad de su propio razonamiento.

El comisario estaba seguro de que Beauvois tenía razón. Así debió de ocurrir. Apenas un día antes, Sauré había visto el original en el restaurante, en el mismo lugar que había sido su emplazamiento fijo durante más de cien años. A partir de la noche del crimen, no obstante, allí solo habían colgado copias.

—¿Qué tenía pensado hacer con el cuadro, señor Beauvois?

La voz del hombre volvió a adquirir tintes de dramatismo.

—Todo el beneficio habría sido para el museo y el Círculo Artístico hasta el último euro. —Vaciló un instante—. Creo que no hace falta decir que nada de todo esto habría sido para mí, para mi enriquecimiento personal. Con ese dinero se podría haber hecho algo grande. Una verdadera ampliación del museo. Un nuevo centro para la pintura moderna. ¡Tantas cosas! Pierre-Louis Pennec no quería que el cuadro fuese a parar a manos de su hijo y su nuera. ¡Pierre-Louis quería donarlo al Museo de Orsay! —Esa última frase la pronunció como un triunfo.

—Ya lo sabemos, señor Beauvois.

—¿Ah, sí? Claro. Hacía mucho que Pierre-Louis lo pensaba, aunque todavía no había dado ningún paso, hasta la semana pasada. De pronto me preguntó cómo tenía que hacerlo. Así, de repente. Estaba muy decidido y quería moverlo con rapidez. Le recomendé al señor Sauré, un hombre brillante, director de la colección del Museo de Orsay.

—¿Fue usted quien puso en contacto a Pennec con Charles Sauré?

—Él no tenía ni idea de a quién dirigirse. Para esas cuestiones siempre confiaba en mí.

—¿Y habló usted también con el señor Sauré?

—No, solo le di el nombre y el número. Me ofrecí como intermediario, pero él prefirió encargarse en persona.

—¿Sabía usted que Sauré y él se vieron? ¿Que Sauré estuvo en el hotel y llegó a examinar el cuadro?

Beauvois pareció sorprendido.

—No. ¿Cuándo vino el señor Sauré a Pont-Aven?

—El miércoles.

—Mmm…

—¿Qué sucede?

—Nada. No, nada.

—¿Dónde estuvo usted el pasado jueves por la noche, señor Beauvois? ¿Y anoche?

—¿Yo?

—Usted, sí.

Beauvois se irguió. Su tono de voz cambió con brusquedad, se volvió a la vez cortante y soberbio:

—¡Esto es una barbaridad, señor comisario! ¿No sospechará de mí? Yo no soy culpable de nada.

Dupin recordó la breve llamada telefónica que Beauvois había mantenido el día anterior durante la comida, la frialdad con la que había hablado de repente.

—De quién sospechamos, señor Beauvois, es algo que determino yo.

Ya estaba más que harto. En ese caso todo el mundo se consideraba un altruista protector de la voluntad de Pierre-Louis Pennec. Un personaje noble. Incluso su asesino sería capaz de argumentar algo así. Y todos ellos le habían mentido vilmente en su primera conversación, no habían hecho más que ocultarle lo fundamental. Todos conocían la existencia del cuadro, todos sabían que los demás lo sabían, y todos habían fingido que era irrelevante.

—¿Y en qué basa usted esa ridícula sospecha? —profirió Beauvois.

Dupin lo miró, divertido.

—A lo mejor era usted el que tenía esa segunda copia y ha ideado un golpe muy astuto: primero roba el cuadro y luego se inventa la historia de esa copia que ha cambiado usted por otra.

Por primera vez Beauvois mostró auténtico desconcierto.

—Eso es absurdo —balbuceó—. En mi vida había oído algo tan descabellado.

—Dejando de lado las posibles sospechas —añadió Le Ber entonces—, se ha acusado usted solito del allanamiento, señor Beauvois, y eso no es ninguna tontería. Rompió la ventana del restaurante y se coló dentro de una forma bastante profesional con la intención de robar una pintura valorada en cuarenta millones de euros.

A Dupin le gustó la aportación de Le Ber, aunque al parecer Beauvois se creía en tal situación de superioridad moral que ni siquiera hizo caso de esa apreciación.

—Todo esto es absolutamente ridículo, inspector. ¿Qué he hecho yo, dígame? Solo tengo esta copia sin valor. Nada más. ¿Qué clase de delito es ese? ¿Intento frustrado de robo mayor?

—A ver, señor Beauvois, ¿dónde estuvo usted anoche… y el jueves por la noche? —insistió Dupin.

—No pienso responder a esas preguntas.

—Es usted libre de hacer lo que quiera, desde luego. También puede buscarse un abogado.

—Lo haré, porque esto está tomando un cariz intolerable. Había oído decir que a veces la policía tiene poco tacto, pero esto…

—El inspector Le Ber lo acompañará a Quimper, a la prefectura. Así todo seguirá su curso.

Dupin empezaba a estar de bastante mal humor.

—¡No lo dirá en serio, señor comisario! —El director del museo estaba cada vez más fuera de sí.

—Lo digo muy en serio, señor Beauvois, y me parece muy atrevido por su parte ponerlo en duda.

Dupin dio media vuelta. Tenía que salir de allí.

—Haré que te envíen un coche, Le Ber. —Ya estaba en la escalera y no había mirado atrás ni una sola vez.

—Comisario, esto es grave…

—Sí, sí, les diré que te lo envíen urgentemente, Le Ber. No tardarán nada.

Dupin podía oír aún los improperios de Beauvois, aunque algo amortiguados. Ya estaba arriba, abrió la pesada puerta y salió.

El sol acababa de esconderse tras las colinas y el cielo se había teñido de un rosa intenso. El comisario estaba exhausto pero, sobre todo, aún no sabía qué pensar de Beauvois. Ni siquiera después de esas últimas revelaciones. Era un personaje despreciable, pero eso no importaba. ¿Había descubierto por fin toda la verdad? ¿O lo que Beauvois les había ofrecido no era más que una burda historia pensada para ocultar otra? Beauvois se creía defensor de una misión sagrada… y era astuto. Vaya, en ese caso nada era nunca lo que parecía en un principio. Como en un baile de máscaras. Además, cualquier cosa era posible aún, Dupin no podía limitar las opciones que barajaba. El asesino había colgado una copia, una copia que se había realizado pocos años después de la creación de la obra auténtica y de la que nadie había tenido noticia. Aunque, claro, Dupin tampoco le había preguntado a nadie por ella… Y allí nadie soltaba prenda si no le preguntaban directamente. ¡Nadie!

Sin embargo, lo que tenía inquieto al comisario era algo que volvía a rondarle la cabeza. Algún detalle de las conversaciones de ese día. Algo que no encajaba. Algo fundamental. Pero, por mucho que le diera vueltas, no tenía ni la más remota idea de qué podía ser. Seguro que era por culpa del vertiginoso torbellino de los acontecimientos del día y de lo cansado que estaba. Y otra vez tenía hambre. Tampoco había comido tanto en casa de Delon…

En lugar de entrar en el Central, Dupin siguió por la calle de las galerías, luego torció a la derecha por una travesía con escalones y bajó por las estrechas callejuelas hasta el otro lado de la colina y el puerto. Un par de veces había estado a punto de tropezar y caerse porque iba hojeando su Clairefontaine mientras andaba, pero no encontró nada extraño que explicara su desasosiego. Nada. Después llamó a Labat y le contó lo sucedido (aunque Labat no se dejaba impresionar por esa clase de acontecimientos, claro). Habían enviado un coche a Le Ber desde el puesto de Pont-Aven; Monfort conducía. O sea que Beauvois estaba ya de camino a Quimper, y quizá allí hablase.

Labat acabó de informarle sucintamente de las últimas novedades. La señora Lajoux había identificado a Sauré como el hombre al que había visto hablando con Pennec delante del hotel. André Pennec, por mucho que Labat lo había presionado (y eso se le daba muy bien), no se había comprometido a volver esa noche de Rennes a ninguna hora en concreto. Había alegado «obligaciones profesionales». Así que Labat le había hecho saber que lo estarían esperando en el hotel y que daban por hecho que conseguiría llegar antes de la medianoche. De cara al día siguiente, Dupin le encargó que comprobara en detalle la visita de André Pennec a Rennes y reconstruyera su jornada exhaustivamente, minuto a minuto. Por último, Labat le informó de que la señora Cassel quería volver a hablar con él, aunque el inspector no sabía de qué se trataba.

Dupin quería estar un rato más a solas y se quedó unos minutos allí abajo, en el puerto, inmóvil, mirando los barcos aunque sin verlos. Después regresó deprisa al hotel, volvió a hablar un momento con Labat y subió al primer piso. La señora Cassel estaba en la sala del desayuno, en la misma mesa a la que se habían sentado ambos por la mañana; a Dupin le parecía que hacía ya varios días de eso.

—Buenas noches, señora Cassel. Le estamos muy agradecidos por su ayuda, nos ha proporcionado una pista decisiva gracias a la que hemos podido esclarecer el allanamiento del lugar de los hechos.

—¿De verdad? Me alegro. ¿Qué sucedió?

Dupin no sabía si contárselo.

—Perdone mi curiosidad —se disculpó la profesora—. Eso estará sujeto al secreto de la investigación, por supuesto.

—Verá…

—Lo entiendo. De verdad. Me alegra haber podido ayudar.

La señora Cassel parecía cansada, también ella llevaba veinticuatro horas de «servicio» a cuestas.

—Bah… Será mejor que lo sepa, así podrá… —Dupin tenía la sensación de que le debía un par de explicaciones.

Marie-Morgane Cassel, alegre, miró al comisario.

—¿Tiene hambre, señor Dupin? Yo me muero de hambre.

—¿Hambre? Sí, la verdad es que sí. Apenas he cenado, y de todas formas tengo que esperar a una persona que no llegará hasta medianoche —consultó su reloj—, y para eso aún falta una hora y media.

—Quería comentarle algo más acerca del cuadro y de Charles Sauré.

—Mejor aún, así tendremos una reunión oficial y aprovecharemos para comer algo mientras tanto.

—Muy bien. Seguro que conoce usted algún sitio al que podamos ir.

Dupin lo pensó.

—¿Sabe qué le digo? ¿Conoce Kerdruc? Está a solo dos o tres kilómetros río abajo, con el coche son cinco minutos. Es un pequeño puerto fluvial, precioso, con un magnífico y sencillo restaurante. Las mesas dan al río.

A la señora Cassel le sorprendió un poco el entusiasmo de Dupin, pero es que al comisario no le apetecía lo más mínimo volver a poner un pie en uno de esos restaurantes turísticos, y menos aún ir otra vez al molino donde había comido con Beauvois. Necesitaba ir a otra parte.

—Con mucho gusto. No podré quedarme hasta muy tarde, porque mañana tengo una conferencia a primera hora, a las nueve. Pero cenar algo estaría muy bien, y eso de Kerdruc suena de maravilla.

—Iremos en mi coche.

Marie-Morgane Cassel se levantó. Bajaron juntos la escalera.

Labat estaba en recepción.

—¿Va a salir usted otra vez? —espetó.

—La señora Cassel y yo tenemos que hablar de un asunto. Llámame en cuanto llegue André Pennec.

El inspector puso mala cara.

—A lo mejor el señor Pennec llega antes de lo previsto, señor comisario.

—Tú llámame cuando esté aquí.

El paisaje era cada vez más mágico, las estrechas carreteritas que salían de Pont-Aven se adentraban en bosques frondosos con árboles cargados de muérdago y hiedra, un ramaje espeso y una tierra cubierta de musgo. De vez en cuando, las ramas de uno y otro lado de la carretera se unían en lo alto y formaban largos túneles de un verde oscuro. Aquí y allá, siempre a su izquierda, el Aven lanzaba claros destellos plateados por entre los árboles, como si estuviera cargado de electricidad. La luz del crepúsculo lo sumergía todo aún más en esa atmósfera fantástica. Dupin, que había llegado a conocer bien ese paisaje y esa atmósfera (Nolwenn lo llamaba «el aura bretona»), siempre pensaba que allí a nadie le extrañaría lo más mínimo tropezarse con un duende, un elfo o alguna otra criatura fabulosa en un claro del bosque.

Kerdruc era un pueblito precioso, las mansas colinas que flanqueaban el Aven descendían allí en suave pendiente. La carretera serpenteaba bajando hasta el río por entre viejas casas de piedra y un par de villas suntuosas, algo apartadas y ocultas entre la abundante vegetación. Palmeras, alerces, palmas enanas, pinos piñoneros, rododendros, limoneros, hayas, cactus, laureles y frondosas matas de lavanda crecían en silvestre desorden. La vegetación no podía ser más típica de la Bretaña. Igual que en el cercano Port Manech (más abajo, ya en la desembocadura del Aven), allí tenía uno la sensación de encontrarse en un jardín botánico mientras el río corría amplio y majestuoso por el valle, rumbo a mar abierto.

La carretera terminaba en el puerto mismo. Una docena de pescadores locales habían atracado allí sus tradicionales barcas de colores; un par de autóctonos, sus botes a motor, y algunos veraneantes, sus veleros. La marea subía, el agua ya estaba alta y llegaba en pequeñas olas pausadas.

Dupin aparcó junto al embarcadero, con su docena de viejos plátanos de sombra, donde había sitio para unos diez coches, no más. Las mesas y las sillas del pequeño restaurante daban al puerto y algunas estaban peligrosamente cerca del agua. No se veía demasiada actividad.

Se sentaron a una de las mesas que daban al río y enseguida apareció un camarero vivaracho, pequeño, ágil… a Dupin le gustaba eso en los camareros. La cocina estaba a punto de cerrar, así que pidieron enseguida, sin grandes deliberaciones. Ostras del cercano río Bélon, que quedaba a menos de un kilómetro de allí, y luego rape a la parrilla, solo con flor de sal, pimienta y limón. Para beber, un tinto muy joven del valle del Ródano, fresco.

—Esto es muy bonito, una preciosidad.

Marie-Morgane Cassel dejó pasear su mirada.

Dupin tenía la sensación de que estar allí los dos sentados era en cierto modo irreal; no había lugar ni cena que pudieran imaginarse más idílicos, más románticos… al final de un día como el que habían tenido, con una segunda víctima y una detención, en mitad de un caso tan intrincado. Pero Marie-Morgane tenía razón, aquello era bonito.

La profesora lo sacó de sus cavilaciones.

—Esta tarde he recibido una llamada. De una amiga que es periodista en París. Charles Sauré se ha dirigido a un colega suyo, al que por lo visto conoce, y le ha hablado del Gauguin. En exclusiva para Le Figaro.

—¡¿Cómo?!

—Sí. Seguramente lo sacarán mañana mismo. Un artículo y una entrevista.

—¿Un reportaje a fondo?

—Es probable. Ya le he dicho que esto daría la vuelta al mundo. Todos los periódicos publicarán la noticia. ¿No podría usted… impedirlo?

—¿Si puedo prohibir a un periódico que informe, por motivos policiales?

—Eso es.

—Pues no.

Dupin hundió la cabeza entre las manos. ¡Solo le faltaba eso! Él había estado sumergido en el extraño mundo de ese caso extraño… pero era evidente que en cuanto la existencia del cuadro y su increíble historia trascendiera a la luz pública, se convertiría en un bombazo periodístico. Sobre todo por lo del asesinato. Dos asesinatos, tal vez. Aunque todavía no fuera seguro, la cosa no podía ser más emocionante.

—¿Qué parte de la historia explicará?

—Ni idea. Mi amiga solo sabía eso.

Dupin guardó silencio unos instantes.

—¿Por qué? ¿Por qué hace esto Sauré? Este mediodía ha insistido mucho en la discreción, ha afirmado que no se había dirigido a la policía al enterarse del asesinato de Pennec para preservar la confidencialidad.

—Para Sauré es una gran operación. Seguramente el golpe de su vida. Es el descubridor de un Gauguin desconocido, el que quizá sea el cuadro más importante de toda su obra. ¿Qué le va en ello? Renombre, fama, prestigio. Su carrera. Ya lo sabe usted.

—Tiene razón.

Sí que la tenía. Mientras tanto ya les habían servido la cena. Todo tenía un aspecto estupendo, y Dupin un hambre atroz. Empezaron a comer sin decir nada.

La señora Cassel fue la primera en romper el silencio:

—Esto le complicará a usted las cosas aún más, ¿verdad? Tendrá a todo el mundo pendiente de su investigación.

—Espero que Sauré mencione el caso lo menos posible, pero sí, esto lo complicará aún más. En especial porque el asesino se enterará de que lo sabemos todo. Yo siempre prefiero que no se sepa muy bien quién sabe qué.

—Comprendo.

—¿Cómo se vende un cuadro así?

—Hay que conocer a las personas adecuadas… o ponerse en contacto con ellas, y entonces es mucho más fácil de lo que se cree.

—¿Y dónde están? ¿Quiénes son?

—Pues coleccionistas privados. Locos. Poderosos. Ricos. De todo el mundo. Pertenecen a un amplio círculo… que desde luego no existe oficialmente.

—Y que jamás trataría con la policía, claro.

—En ese mundo hay muchas cosas que no son legales. A un coleccionista apasionado suele darle igual de dónde proceda un cuadro, de qué forma se haya obtenido. Todo se realiza con la máxima «discreción».

—Tenemos que encontrar el cuadro antes de que llegue al mercado. Es nuestra única oportunidad.

—Sin duda. ¿Cree que sigue aquí? Quiero decir, en Pont-Aven o en los alrededores.

—Esta noche hemos visto una segunda copia.

—¿Cómo? ¡Una segunda copia de la segunda Visión!

—Sí. Pintada por un discípulo de la colonia de artistas. Gilbert Sonnheim. La copia data seguramente de pocos años después que el Gauguin original.

—Sí, conozco a Sonnheim. No era extraño que los «discípulos» copiaran grandes cuadros de los maestros como parte de sus estudios. También sucedía en la colonia de artistas.

—O puede que la copia fuera un encargo.

—Eso tampoco sería raro. A los dueños de esos cuadros les gustaba hacerlo.

—Por el momento no lo sabemos.

—¿Y quién tenía esa copia?

—Tampoco lo sabemos. Probablemente el asesino. La noche en que…

Dupin se rindió. Quería contarle toda la historia a la profesora, empezando por su visita a Beauvois, pero no tenía ni idea de qué explicar, ni cómo. Esa noche ya no estaba en situación de formularlo de manera resumida y comprensible. Todo le resultaba confuso incluso a él.

Marie-Morgane Cassel consultó su reloj.

—Déjelo, en otro momento. Es casi medianoche y yo tengo que volver a Brest. Mi conferencia de mañana por la mañana, ya sabe. Todavía tengo que prepararla. Los fauvistas, Henri Matisse y su grupo…

—Iré a pagar.

Dupin se levantó y entró en el restaurante.

Cuando regresó, la señora Cassel estaba en el borde del embarcadero, contemplando el Aven. La marea había subido ya hasta su punto más alto, se había hecho completamente de noche y el brillo plateado del río —cuyas aguas habían refulgido como un espejo hasta hacía unos instantes— se convirtió de pronto en un negro profundo, sólido. Sin previo aviso, lo único que quedaba por todas partes era esa oscuridad casi material que lo engullía todo por encima del río y se perdía hacia el mar.

—Este sitio es especial.

Sí, pensó Dupin. Coleccionaba «lugares especiales», lugares que irradiaban algo extraordinario. Desde hacía mucho tiempo, desde que era niño (había hecho largas listas durante muchos años). Kerdruc era uno de ellos. Uno de sus lugares especiales.

Unos minutos después ya habían regresado al puerto de Pont-Aven y Dupin aparcó el coche junto al de Marie-Morgane Cassel. La profesora parecía agotada. Se despidieron sin demasiadas palabras. El comisario esperó a que ella maniobrara y luego la vio desaparecer bajando por la rue du Port a una velocidad impresionante.

Se fue enseguida hacia el hotel. Labat no lo había llamado, lo cual quería decir que André Pennec todavía no estaba allí. Se lo había temido, ya había esperado algo así del hermanastro político. De todas formas, aparte de la conversación con André Pennec, todavía tenía mucho que hacer. Antes que nada debería informar al prefecto de ese artículo de Le Figaro, y tendría que hacer esa llamada él en persona. Podía imaginarse la acalorada discusión. «¿Cómo es posible que unos periodistas, que a saber de dónde habrán salido, sepan cómo van las investigaciones mejor que yo? ¿Qué clase de procedimiento policial es ese que se publica abiertamente en los periódicos?». El asunto del Gauguin era demasiado grande, y él, durante esos últimos días, había «informado de manera insuficiente» al prefecto. A todos los altos cargos. Como siempre. Pero ¡qué narices!, esa noche se alegraba de sentir que le daba absolutamente igual. Esa noche, todas esas tonterías le traían sin cuidado. No le apetecía y punto. Ya no podía más.

Labat esperaba en la puerta del Central, escudriñando la noche.

—El señor Pennec no ha llegado aún. Está incumpliendo nuestro acuerdo.

—Ya nos ocuparemos de eso mañana, Labat. Ahora nos vamos a dormir, todos.

—¿Cómo?

—Pues eso, que nos vamos a dormir.

—Pero es que…

—Mañana, Labat —insistió el comisario—. Buenas noches.

Por un momento pareció que el inspector iba a protestar otra vez, pero seguramente también él estaba demasiado cansado.

—Como quiera, señor comisario. Llamaré al señor Pennec al móvil para comunicárselo.

—Déjalo. Yo mismo le llamaré mañana a primera hora.

—Pero pensará que su visita no era importante para nosotros.

—Ya se dará cuenta de lo que es importante y lo que no…

—Voy un momento por mis cosas —dijo Labat, entrando en el vestíbulo.

El comisario lo siguió.

—¿Sabes esa pequeña sala de arriba, al lado de la habitación de Pennec, donde tenía su pequeño archivo fotográfico y también un par de cuadros?

—Sí, claro.

—Pues habría que registrarla bien y ver qué hay ahí exactamente. —Dupin reflexionó un momento—. Pero no, déjalo. Mejor ponte con ello mañana. El día se ha acabado por hoy.

Labat respiró, algo aliviado incluso.

—Bueno, pues me voy, señor comisario. Kerbrat se encargará esta noche de la guardia.

—¿Kerbrat?

—Sí, un agente de aquí, de Pont-Aven. Compañero de Monfort y Pennarguear.

—Vale, de acuerdo.

—Buenas noches.

Salieron ambos del hotel. Labat torció a la derecha, Dupin a la izquierda.

Poco antes de las doce y media, el comisario aparcaba su Citroën en una de las callecitas de cerca de su casa. El gran aparcamiento estaba ya cerrado por el Festival des Filets Bleus, que empezaba al día siguiente. Bajó la calle hasta el puerto, justo a la izquierda estaba su portal. Se quedó unos instantes inmóvil junto a la imponente muralla que rodeaba toda la ciudad nueva y contempló la interminable negrura de la noche atlántica. No se veía el mar, claro, pero se sentía. Y con mucha fuerza. Al oeste se veía el faro de la isla de Moutons, una de las Glénan, un cono de luz formidable, nítido, que segaba el cielo girando en círculos rápidos pero serenos.

Un cuarto de hora después ya estaba durmiendo.