El segundo día

Eran las seis y media de la mañana. Al final se había acostado sobre las doce y media, pero no había conciliado el sueño hasta las tres, de modo que había dormido poco y, además, con unos sueños confusos e intranquilos. Le había despertado el timbre del móvil, espantoso y a un volumen ensordecedor. El aparato era nuevo y Dupin había fracasado varias veces en el intento de cambiar el tono y el volumen a través de uno de los muchísimos menús y submenús. Vio el número de Labat. Solo contestó para acabar con ese ruido infernal.

—Alguien ha retirado el precinto de una de las ventanas que dan al callejón y ha roto un cristal. ¡La ventana está abierta! —El inspector ni siquiera se había asegurado de que estaba hablando con la persona adecuada.

—¿Cómo dices? Labat, ¿qué ha pasado? —Dupin no entendía nada.

—Que alguien ha entrado esta noche en el lugar de los hechos.

—¿En el Central?

—En el bar, donde asesinaron a Pierre-Louis Pennec.

—¿Y qué han hecho?

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes?

—Los agentes de Pont-Aven acaban de llamar y no han dado más detalles.

—¿Alguien ha entrado por la fuerza en el lugar de los hechos? ¿Por una de las ventanas?

Labat vaciló un poco antes de responder:

—Eso, siendo rigurosos, no podemos afirmarlo todavía. Solo sabemos que alguien ha roto el cristal de una ventana y que ahora está abierta. La ventana que queda junto a la puerta de hierro, o sea, la del fondo, donde está la barra. Si es que lo he entendido bien.

—¿Han visto algo raro en el restaurante o en el bar?

—Por lo que yo sé, nada. Aparte del cristal, no ha habido daños ni ningún destrozo, pero todavía hay que confirmarlo, claro.

—¿Y eso qué quiere decir? —Dupin iba despertando poco a poco.

—Que los compañeros no han visto nada que les llamara la atención, pero evidentemente habrá que esperar a tener el informe del equipo de la científica. Ya han avisado a Salou. Sin duda eso es lo más importante en estos momentos.

—¿Cómo se han dado cuenta, si el restaurante está precintado?

—Ha sido el cocinero.

—¿Édouard Lenaff?

—Sí, señor comisario.

—¿Y desde el restaurante han entrado en el hotel?

—No, eso seguro que no. La puerta sigue intacta y bien cerrada. Habrían necesitado una llave, y las tenemos todas nosotros.

—Enseguida voy para allá, Labat. ¿Tú dónde estás?

—En casa. Salgo ahora.

—Vale, de acuerdo.

—Hasta ahora.

Lo primero, un café. Para L’Amiral todavía era demasiado temprano. Durante su último año en París, Dupin se había comprado una pequeña máquina de espresso. Desde entonces la había usado solo en tres ocasiones, porque en realidad le gustaba más tomarse el café en un bar. Y eso que la dichosa cafetera le había costado la increíble cantidad de mil euros. Dupin no sabía nada de máquinas de espresso, pero la vendedora, y sobre todo sus oscuros ojos verdes, le había asegurado de una forma muy convincente que aquella era la única opción sensata. El café en grano debía de tener ya los mismos años que la máquina. La operación resultó un tanto trabajosa, pero cuando la última gota cayó en la tacita, casi se sintió orgulloso.

Ya vestido, salió con el café al estrecho balcón que daba al mar, como casi todas las habitaciones del piso que el municipio había puesto a su disposición. Estaba en una de las casas más bonitas de todo Concarneau, un edificio de finales del siglo XIX, nada ostentoso pero señorial, pintado de un blanco inmaculado. Desde allí tenía una vista privilegiada de la Roca de Flaubert, como la llamaban los concarneses, el lugar donde por lo visto al famoso escritor le gustaba retirarse a descansar cuando estuvo en la ciudad. Solo una calle angosta separaba la casa del mar. A la derecha, la costa subía hacia Les Sables Blancs, una larga playa de deslumbrantes arenas blancas bordeada de lujosas villas; a la izquierda quedaba la bocana del puerto, con el pequeño faro y las boyas, que se mecían adormiladas en el suave mar de fondo. Lo mejor, sin embargo, era la vista que se perdía en el océano. Empezaba a clarear justo en esos momentos sobre el Atlántico, y en el horizonte no se distinguía aún el cielo del mar. No tardaría en salir el sol.

Aunque los granos estuvieran pasados, el café le había quedado fuerte y no tenía mal sabor. Dupin se tomó su tiempo para pensar, ya no estaba tan seguro de que lo mejor fuese salir precipitadamente hacia Pont-Aven. Allí lo más importante sería el trabajo del equipo de la científica, en eso Labat llevaba razón. Y seguro que el diligente Salou se presentaría allí enseguida. Antes que él. Todo aquel asunto le parecía muy extraño. ¿Para qué querría nadie entrar en el restaurante? ¿Había regresado el criminal al lugar de los hechos? Las pruebas de la noche del asesinato, las pocas que había, ya estaban documentadas. A menos que el día anterior se les hubiera pasado algo por alto, claro. En cualquier caso, el intruso había corrido un gran riesgo, porque colarse en el escenario del crimen un día después… ¡menuda locura! Quienquiera que hubiera sido debía de tener un motivo muy poderoso. ¿O habría sido una maniobra de distracción? Aunque ¿qué quería ocultar? ¿Y por qué?

Lo que sí parecía claro a esas alturas era que el asesinato no había sido el punto final de un drama que venía desarrollándose desde hacía un tiempo, más corto o más largo. El drama seguía vivo, aunque todavía no pudieran verlo. Un drama que el viejo Pennec en persona podía haber desencadenado con alguno de los trámites que había realizado tras conocer su precario estado de salud. Y lo que estaba más claro es que Dupin tenía que darse prisa. Los acontecimientos empezaban a acelerarse.

Decidió que no iría directo a Pont-Aven. Antes se pasaría por la comisaría para tener la charla con André Pennec, tal como estaba previsto. Y esperaría a los resultados de los expertos de la científica.

André Pennec ya estaba esperándolo cuando entró en la sede modesta y más bien fea de la comisaría, que quedaba cerca de la pequeña estación. Un edificio funcional, de los años ochenta. Ni siquiera muy espacioso, y menos aún acogedor. Dupin, además, no soportaba el olor que impregnaba sus salas (un peculiar olor plástico que nadie más que él parecía percibir), y todas las ventanas abiertas del mundo no servían para eliminarlo.

—Pennec lo está esperando en su despacho. —Nolwenn ya se había puesto a trabajar.

—Buenos días, Nolwenn.

—Buenos días, comisario.

—Enseguida me reúno con él. ¿Tenemos alguna información sobre quién custodia el testamento de Pierre-Louis Pennec? ¿Es la señora Denis?

—Sí, ya tiene una cita con ella.

Dupin no pudo evitar sonreír. Su reacción extrañó a Nolwenn.

—A las diez y media, en su notaría de Pont-Aven —puntualizó la secretaria—. ¿O prefiere ir antes al Central, por lo del allanamiento?

—No. Solo quiero que me informen si hay alguna novedad. Aunque no sea más que un detalle minúsculo.

—Todo esto es muy curioso. Esta historia se complica cada vez más —Nolwenn se detuvo un momento—, y eso que no era poca cosa al empezar. ¿De qué cree usted que puede tratarse?

—No lo sé. La verdad es que no lo sé.

—También tengo toda la información que me pidió ayer, se la pasaré a Le Ber. Ahora debería usted… —Nolwenn señalaba el despacho de Dupin.

—Que sí, que sí…

Dudó un momento y luego, aunque le resultó un poco extraño, llamó simbólicamente a su propia puerta y entró.

André Pennec se parecía tantísimo a su hermano Pierre-Louis que Dupin se llevó una buena sorpresa. Era increíble. Nadie habría dicho que era hijo de otra madre. La misma complexión, la misma fisonomía. ¡Qué raro que nadie se lo hubiera comentado!

Estaba sentado en la silla que había frente al escritorio de Dupin y miró al comisario directamente a los ojos sin hacer el menor amago de levantarse. Vestía un traje de verano muy formal, claro, a rayas; el pelo, algo largo en comparación con su hermanastro, lo llevaba engominado y peinado hacia atrás.

—Buenos días, señor Pennec.

—Señor comisario —contestó aquel.

—Me alegro de que podamos vernos.

—Habría esperado que me informara usted en persona —espetó André Pennec con brusquedad.

Al principio Dupin no supo a qué se refería, luego comprendió.

—Mis más sinceras disculpas —dijo—. Ayer toda mi atención estaba concentrada en las primeras diligencias. Por eso fue el inspector Le Ber quien se encargó de ponerlo a usted al corriente.

—¡Pues ha sido absolutamente inadecuado!

—Como le decía, lo siento de verdad. Al mismo tiempo, deseo transmitirle mi más sentido pésame por la pérdida de su hermanastro.

André Pennec miró a Dupin con frialdad.

—¿Estaban ustedes muy unidos, señor Pennec? ¿Su hermanastro y usted?

—¡Qué quiere que le diga! Éramos hermanos, con todo lo que eso supone. Todas las familias tienen sus historias. Y cuando hay «astros» de por medio, la cosa siempre se complica aún más.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Justo lo que he dicho.

—Me gustaría saber más, monsieur —insistió Dupin.

—No veo razón para darle detalles privados de la relación que teníamos mi hermano y yo.

—Fue usted un radical defensor del movimiento nacionalista bretón Emgann, a principios de los años setenta. —Dupin, siguiendo uno de sus procedimientos preferidos, había sacado el tema sin previo aviso—. Hay quien le atribuyó incluso vínculos con su rama militar extremista, el Ejército Revolucionario Bretón. —El comisario hizo una larga pausa y luego añadió—: Hubo muertos en la lucha contra los «invasores franceses». Y no pocos.

La expresión impasible de André Pennec se descompuso un instante. Fue apenas una décima de segundo, pero a Dupin no se le pasó por alto: ira y perplejidad.

—Todo eso son historias muy viejas, señor comisario. —André Pennec hablaba ahora en un tono chulesco y distendido—. Pecados de juventud. Nunca he tenido vínculos con el Ejército Revolucionario Bretón. Nada más lejos de la verdad. Aquello fue una barbaridad, aquel ejército. Estuvo bien que acabaran con él.

—Por aquel entonces, un joven socialista, Fragan Delon, le echó abiertamente en cara esos vínculos. En repetidas ocasiones y ante elevadas instancias. Por lo que dicen, renunció usted a tomar ninguna medida porque tenía miedo de que lo investigaran.

—Eso es absurdo. Delon siempre ha sido un chalado. Mi hermano debería haberse guardado mucho de él. Se lo dije en muchísimas ocasiones. —Su voz seguía sonando relajada, aunque asomaba en ella cierto tono hiriente.

—¿Guardarse de él?

—Quiero decir… —se interrumpió un momento— que cada cual escoge a sus amigos.

—Su hermano era un firme detractor del Emgann, en todos los sentidos.

—Teníamos nuestras diferencias al respecto.

—Desde entonces se habían visto muy pocas veces. En casi cuarenta años. Debían de ser unas «diferencias» bastante considerables.

—Así eran las cosas, señor comisario. Pero todo eso son viejas historias. —Volvió a callar un instante—. De vez en cuando nos llamábamos por teléfono, aunque sin demasiada regularidad.

—Dicen que abandonó usted la Bretaña entonces, a finales de los setenta, y que empezó en la Provenza desde cero porque temía que, a causa de esas viejas historias, su carrera política pudiera verse comprometida aquí.

—También eso es absurdo.

—Durante los años siguientes se labró una carrera bastante vertiginosa.

—¿Adónde quiere ir a parar, señor comisario? ¿Sospecha que he asesinado a mi hermano? Eso es una barbaridad. Además, ¿por qué? ¿Por unas pequeñas disputas ideológicas que tuvimos hace cuarenta años? Ahora ya tengo setenta y cinco y no pienso perder el tiempo con esto. Todo aquello es absolutamente irrelevante. Un chiste.

—Dentro de poco recibirá usted un importante homenaje. Lo condecorarán con la Orden de la Nación. Será la culminación de toda su obra política.

—Exacto.

—Una mala noticia podría destruirlo todo.

—¿Cómo que una mala noticia? No hay ninguna mala noticia. ¡No sé de qué está hablándome!

—¿Dónde estuvo anteayer, el jueves… durante el día y por la tarde noche?

—¿Me está interrogando, señor comisario? —Esta vez el tono de André Pennec fue abiertamente agresivo. Sin embargo, recuperó enseguida la compostura y cambió de actitud antes de continuar—: En Tolón. El jueves lo pasé en mi casa de Tolón. Estuve trabajando, todo el día.

—Y seguro que alguien podrá confirmarlo.

—Mi mujer, por supuesto. Ayer, a primera hora de la mañana, estaba ya en el despacho cuando recibí la llamada de mi sobrino, Loic. Salí hacia aquí enseguida. Mi mujer me preparó una pequeña maleta con algunas cosas y me la llevó al aeropuerto. Puede ver mi tarjeta de embarque, si quiere. Alquilé un coche en Quimper. Y no pienso decir nada más al respecto.

—¿Le deja algo su hermano?

—¿Cómo dice?

—Si cree que su hermano le habrá dejado algo en su testamento.

—No. No me deja nada. A menos que lo modificara en los últimos años, lo cual me parece muy improbable, la verdad. Tras nuestras diferencias, dispuso una cláusula en la que me desheredaba y depositó el documento ante notario. O eso me comunicó.

André Pennec hablaba de nuevo con absoluta serenidad.

—Verá, he conseguido cierta prosperidad económica —continuó—, así que no necesito ninguna herencia. Y es evidente que conoce usted de sobra el testamento de mi hermano y sabe bien que no me ha dejado nada.

—Para un político, la reputación es su mayor capital. Y el más delicado —apuntó Dupin.

—Señor comisario —el tono de Pennec era verdaderamente conciliador—, no me parece que esta sea una conversación apropiada. He venido aquí para enterarme de cómo se produjo el asesinato de mi hermano. Para ver si sabe usted algo. No me interesa ninguna otra cosa, si le soy sincero. Después veré si puedo ayudar a Loic y a Catherine de algún modo, y si todo va bien en el hotel. Mi hermano le dedicó toda la vida.

A Dupin le costó bastante contenerse.

—Todavía no tenemos resultados, señor Pennec —admitió—. La investigación sigue su curso. Estoy interrogando a los sospechosos.

—Todavía nada, entonces.

—Confíe en la policía bretona. ¿Tiene usted quizá alguna idea de lo que pudo suceder? Me interesaría mucho conocerla.

—¿Yo? Ni muchísimo menos, desde luego. ¿Cómo voy a tener yo alguna idea? ¿Un robo con agresión, quizá? Mi hermano era un hombre de negocios al que le iban bien las cosas, y hoy en día lo apuñalan a uno hasta por diez euros.

—Entonces ¿eso es lo que supone usted?

—Yo no puedo suponer nada. Resolver el caso es cosa suya.

—¿Tuvo últimamente algún contacto con su hermano? —inquirió el comisario.

André Pennec contestó sin dudar:

—Hablamos por teléfono el martes.

—¿Este mismo martes?

—Sí, dos días antes de su muerte.

—Este caso es una locura, ¿verdad? Ustedes dos no hablaban casi nunca… pero lo hicieron justo antes de que muriera.

—Ese comentario es una impertinencia más por su parte. No sé qué ha pretendido insinuar con esa vaguedad, pero no pienso tolerarlo. —La severidad contenida en esas frases contrastaba muchísimo con la tranquilidad y el aplomo con que las había pronunciado. André Pennec era un maestro del autocontrol… y de la manipulación de su discurso con total impasibilidad y gran táctica; todo un político, vamos.

—¿Puede contarme de qué hablaron durante esa llamada?

—Como ya le he dicho, yo lo llamaba de vez en cuando, por lo menos desde hacía unos diez años. Para saber qué tal estaba, cómo iba el hotel, cómo estaban su hijo y su nuera. Son familia, a fin de cuentas. Yo quería cambiar las cosas… por difícil que resultara con la historia que cargábamos a nuestras espaldas.

—¿Y de eso hablaron durante diez minutos?

—De eso hablamos, sí, durante diez minutos. Para que nos entendamos: no me contó nada extraño, no hubo nada fuera de lo normal.

—¿Concretamente qué temas trataron? —insistió Dupin.

André Pennec reflexionó un momento.

—Hablamos sobre pesca. Él tenía pensado comprarse una caña nueva. Era un tema recurrente: el mar, la pesca…

—Claro, claro —lo interrumpió Dupin con habilidad—. Pues me parece que podemos dar por concluida nuestra charla. Si considera usted que ya sabe lo que quería saber, desde luego.

De nuevo, por unos instantes André Pennec pareció molesto.

—Doy por sentado que me informará personalmente en cuanto sepan algo —precisó entonces.

—Así lo haremos, monsieur. Pierda cuidado.

Pennec se levantó con decisión y le tendió la mano con cortesía y profesionalidad.

—Adiós, señor comisario —dijo, yendo ya hacia la puerta.

—Disculpe, señor Pennec, solo una cosa más: ¿cuánto tiempo va a quedarse?

André Pennec, que ya estaba en el umbral, ni siquiera se volvió para contestar.

—Hasta que aquí esté todo solucionado. El funeral y todo lo que toca hacer ahora.

—De acuerdo. Ya tengo su número, y sé dónde encontrarlo.

Pennec no hizo ningún comentario más. Dupin esperó hasta oír que abandonaba la comisaría, y solo entonces salió también él de su despacho.

—¡Me voy a ver a la notaria, Nolwenn!

Justo en el borde del escritorio de Nolwenn había un café. Dupin no pudo reprimir una sonrisa. Su secretaria siempre se lo dejaba ahí sin decir nada. Cogió la taza y se lo bebió de un trago.

—Váyase tranquilo. Para cuando llegue allí ya tendremos esa oficialísima «orden judicial» para ver el testamento, solo tengo que hacer una llamada más. Por lo que me han dicho, la señora Denis llegó de Londres anteayer al mediodía. Es una mujer impresionante. Su familia se remonta a muy, muy atrás. Habla bretón sin ninguna dificultad. Los hombres son lo único con lo que no ha tenido suerte.

Dupin no conseguía quitarse de la cabeza la desagradable conversación de hacía un momento.

—Tengo que llamar a Le Ber.

—Acaba de llamar él. Por lo del allanamiento.

—Perfecto.

—Ese André Pennec es un hombre horrible —comentó Nolwenn con voz triste—. Es curioso lo mucho que se parecían y lo completamente diferentes que eran.

Dupin no abrió la boca.

—Ah, sí, una cosa más: ayer también llamó su hermana. No era por nada en especial, me pidió que le dijera que solo quería hablar con usted. Le expliqué que tenía un caso complicado. Me dijo que le saludara de su parte.

Lou. Hacía tiempo que quería llamarla. Ella ya había dejado de intentar localizarlo en el móvil.

—Gracias, Nolwenn. Yo la llamaré.

Y lo haría, sin falta.

Se apresuró hacia la puerta. El coche seguía en el gran aparcamiento del puerto. No valía la pena intentar acercarse hasta la comisaría en vehículo porque Concarneau era un laberinto de calles de sentido único.

El comisario tecleó torpemente en su móvil.

—¿Le Ber?

—¿Sí, jefe?

—Comprueba a qué hora salió ayer André Pennec de Tolón… y todo su viaje hasta aquí. Acaba de estar en la comisaría. Quiero saber dónde y cuándo compró el billete, de qué aeropuerto salió. En qué agencia de Quimper alquiló el coche. Todo. ¡Y enseguida! —Hizo una breve pausa—. ¿Qué ha dicho Salou sobre el allanamiento del restaurante?

—Entendido, yo me encargo de lo de Pennec. De lo del allanamiento, Salou dice que no han constatado nada todavía. De momento se está concentrando en posibles rastros, pisadas y demás, alrededor de la ventana. Para descubrir si alguien llegó a saltar por ella.

—¿Y tú no has visto nada raro? ¿Has mirado bien?

—Desde luego, comisario. No hay nada que ver, todo está igual que ayer, tanto en el bar como en el restaurante. Si alguien ha llegado a entrar, no hay manera de decir qué ha hecho ahí dentro.

—Vale, de acuerdo, Le Ber.

—La verdad es que no tiene sentido. ¿Por qué violar el precinto policial rompiendo el cristal de una ventana del lugar de los hechos? ¿Cree usted que podría ser una chiquillada?

—No tengo la menor idea.

—Informaré a los Pennec. Supongo que no tiene usted especial interés en hacerlo personalmente.

—No, hazlo tú. Nos veremos cuando vuelva de la notaría.

—Mi instinto me dice que detrás de todo esto hay algo gordo. Algo gordo de verdad. —Le Ber pronunció esas frases con una gravedad que no se correspondía con la conversación que habían tenido hasta ese momento.

Se produjo una larga pausa.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el comisario.

—No lo sé. Ni yo mismo lo sé.

—Pues entonces…

Dupin colgó.

La notaria vivía en una preciosa casa de piedra antigua, restaurada con mucho gusto, río arriba, en un punto donde el cauce corría sinuoso entre imponentes bloques de granito y creaba un romántico paisaje natural. Danielle Denis tenía las oficinas repartidas entre la planta baja y el primer piso; vivía en el segundo piso. El pequeño jardín que había a la entrada, lleno de esplendorosas plantas, contaba con media docena de palmeras, que eran una atracción para los turistas. Siempre había alguno que informaba de lo que era bien sabido por todos: «La corriente del Golfo viene a parar directamente a la Bretaña y es la responsable de que los inviernos sean suaves. Por eso aquí nunca hay heladas y rara vez se baja de los diez grados… Un clima ideal para las palmeras».

La señora Denis en persona le abrió la puerta. Llevaba con elegancia un vestido de tubo color beige con sandalias de tacón a juego. Todo parecía caro, pero sin caer en la ostentación.

—Buenos días, comisario. —Sonrió a Dupin sin exagerar pero sí de una forma muy directa.

—Buenos días, madame.

—Pase, por favor. Subiremos a mi despacho. —Señaló en dirección a la escalera, que quedaba justo enfrente de la puerta y llevaba al piso de arriba.

—Con mucho gusto.

Dupin la precedió.

—¿Todo bien? —preguntó el comisario una vez arriba.

—Sí, gracias. Todo bien.

—Le agradezco que me haya recibido habiéndole avisado con tan poca antelación. Seguro que conocía usted muy bien al señor Pennec.

—Desde hace mucho. Desde que era niña.

Se había sentado tras un elegante escritorio antiguo. Dupin, en una de las dos sillas no menos elegantes que había frente a este.

—Pierre-Louis Pennec me llamó la mañana del martes por un asunto personal, según me comentó. No era nada relacionado con el hotel. Dijo que le corría prisa. Después me pidió cita para el jueves a las seis de la tarde y yo le reservé hora. Más tarde volvió a llamar, al cabo de una hora más o menos, y quiso retrasar la cita para el viernes por la mañana. Tenía intención de introducir una modificación en su testamento. He creído oportuno comunicárselo a ustedes antes de que descubramos el contenido del documento.

Dupin se estremeció al oír esas palabras. Se despertó de golpe.

—¿Una modificación en el testamento?

—Por teléfono no me dijo de qué se trataba exactamente. Le pregunté si podía ir preparando algo, pero él quería hablarlo conmigo en persona.

—¿Tiene alguna idea de qué quería cambiar, en qué podía consistir esa modificación?

—En absoluto.

—¿El testamento tiene alguna particularidad? Me refiero a si dice algo que pueda sorprender. Supongo que Loic Pennec lo heredará todo, ¿verdad?

—Su hijo hereda el hotel, aunque ligado a algunas condiciones sobre cómo hay que administrarlo, y también la casa en la que vive con su mujer. De las cuatro propiedades inmobiliarias de la herencia, hotel aparte, Pierre-Louis Pennec lega una segunda casa, la que él mismo ocupaba, al Círculo Artístico de Pont-Aven. La tercera propiedad inmobiliaria es para Fragan Delon, y la cuarta para Francine Lajoux. A ella, el señor Pennec le escribió también una carta, que ahora recibirá. El señor Delon heredará asimismo los dos barcos del difunto.

Dupin se inclinó hacia delante sin lograr ocultar su asombro. La expresión del rostro de la señora Denis, así como su voz, no transmitían emoción alguna. Se limitaba a referir con sobriedad las disposiciones testamentarias.

—En cuanto a las dos últimas propiedades inmobiliarias mencionadas —prosiguió la notaria—, se trata de las casas en las que viven la señora Lajoux y el señor Delon, respectivamente, desde hace ya mucho tiempo. El dinero y todo lo demás será para el hijo, pero no hay nada de mucho valor. Los activos ascienden a unos doscientos mil euros, según los últimos datos a los que tuve acceso. También eso está sujeto a ciertas condiciones. Por lo menos cien mil euros deben estar siempre disponibles en la cuenta para posibles reparaciones y remodelaciones del hotel. La herencia incluye, además, varios terrenos que son para el hijo. Siete, en concreto, bastante diseminados por toda la región. Todos ellos son parcelas pequeñas, solo dos tienen un tamaño algo mayor, de unos mil metros cuadrados, y cuentan cada uno con una especie de cobertizo. Uno está en Port Manech, el otro en Le Pouldu. Ninguno es terreno edificable, así que en realidad no tienen ningún valor. Si se concediera una licencia de construcción, la cosa sería muy distinta, desde luego. Pero la estricta ley de protección de costas lo prohíbe. El señor Pennec obtuvo la mayoría de esos terrenos también por herencia. Eso es, en líneas generales, lo esencial del testamento.

Dupin lo había anotado todo minuciosamente.

—Delon y Lajoux heredan. Y también el Círculo Artístico. Toda una casa.

No era una pregunta, así que la señora Denis no respondió nada.

—Tres de las cuatro propiedades inmobiliarias no van al hijo —siguió recapitulando Dupin.

—Tres de las cinco.

—¿De las cinco?

—El hotel —puntualizó la notaria.

—Sí, claro. Aun así, es toda una sorpresa.

—Espero a Loic y Catherine Pennec hoy a las tres de la tarde para la apertura del testamento. Con los demás beneficiarios me citaré mañana a primera hora.

—¿Sabe algo de esto Loic Pennec? Me refiero a si el señor Pennec le comentó a usted que su hijo tuviera conocimiento de esas cláusulas.

—No sabría qué decirle… Nunca hablamos de ello. —La señora Denis reflexionó un momento—. Nunca me comentó que su hijo conociera las disposiciones testamentarias, pero es que, como comprenderá, ese no es asunto que competa a una notaria.

—¿Y usted qué cree? ¿Qué le dice el instinto? Si me permite formular así la pregunta.

—La verdad es que no tengo respuesta, señor comisario. Y no me siento cómoda pensando que mi instinto pueda desempeñar un papel en esta cuestión.

—Lo entiendo. ¿De cuándo es el testamento?

—Pierre-Louis Pennec lo depositó hace doce años. Yo se lo redacté y no se ha modificado desde entonces.

—¿Solo existe ese único ejemplar, el que tiene usted?

—Sí, solo ese, y está guardado a buen recaudo en mi caja fuerte, desde luego, como todos los documentos importantes.

—¿Y qué clase de carta le escribió a la señora Lajoux?

—Como es evidente, ignoro el contenido. Se trata de una carta personal.

—El matrimonio Pennec no se alegrará mucho al conocer el contenido del testamento…

—Faltan dos cláusulas más por mencionar. Una está relacionada con un cobertizo. En la parte de atrás de la casa de Delon hay un cobertizo grande, casi una pequeña nave. Pennec y su hijo se pelearon una vez por él en la época en que se redactó el testamento. El hijo había instalado allí un almacén para su miel. Conoce usted los negocios de Loic Pennec, ¿verdad?

—No mucho, solo sé que probó suerte como pequeño empresario y quería vender miel bretona, miel de mar.

—Tampoco yo sé más que eso, señor comisario.

—¿Sigue con sus negocios? ¿Utiliza todavía ese almacén?

—Por desgracia, a eso no puedo contestarle. Solo sé que Pennec quería dejar ese cobertizo a disposición de Delon; al fin y al cabo está en su jardín. Cómo se metió ahí el hijo con su miel, no tengo forma de decírselo. Sé que hubo una discusión y que en aquel momento Pierre-Louis Pennec le concedió el edificio a Loic, pero el testamento estipula que, tras su muerte, pase a manos de Delon. Al hijo le habría gustado quedarse ya entonces con la casa de Delon para instalar allí el negocio. Todo eso lo sé solo porque la cláusula del testamento habla de esa disputa.

—¿Tan fuerte fue la discusión?

—El señor Pennec estaba muy decidido. Para él era fundamental que esa cláusula fuese clara e irrevocable.

—¿Y la segunda cláusula? Ha dicho que quedaban dos.

—La otra tiene ya treinta años y excluye por completo a su hermanastro de la herencia.

—De eso ya estoy al corriente. ¿Conoce usted el motivo exacto?

—No, en absoluto. No sé nada de todo eso. Esa cláusula le fue encargada a mi predecesor, yo me hice cargo del documento más adelante. Además, es muy sucinta. Establece la exclusión con una única frase.

El comisario Dupin guardó silencio un momento.

—¿Conocía usted el estado de salud de Pierre-Louis Pennec?

—¿A qué se refiere?

—Le quedaba poco tiempo. Era casi un milagro que siguiera vivo. Tenía las arterias prácticamente obstruidas. Este mismo lunes estuvo en la consulta del doctor Pelliet. Habría tenido que someterse a una operación de urgencia, pero él se negó en redondo aunque sabía que eso significaba que no viviría mucho más.

La señora Denis sacudió la cabeza en un gesto sutil.

—No, no lo sabía. Hacía tiempo que no lo veía, y tampoco había oído comentar nada por ahí.

—Seguramente no se lo contó a nadie. Por lo que sabemos de momento.

La notaria arrugó la frente.

—Si me permite decirlo, señor comisario, todo esto me parece un poco raro. —Hablaba muy despacio—. Pierre-Louis Pennec se entera de que le quedan pocos días de vida, quiere cambiar su testamento y… dos días después muere asesinado. —Se interrumpió.

—Sí, ya lo sé.

Ella tenía razón. En esas circunstancias, una casualidad parecía improbable. Sin embargo, el caso era tan extraño que había muchas lecturas posibles.

—Ha mencionado usted algunas condiciones… en relación a la herencia del hotel.

—Sí, no son muchas. Que la señora Lajoux conserve su puesto hasta el final de sus días, y también su salario. Que la señora Mendu sea su sucesora como gobernanta, algo así como la encargada del hotel. Pero, sobre todo, el testamento establece que el hotel no puede venderse, como tampoco puede alterarse de forma sustancial su aspecto actual. En estas formulaciones existe, como es natural, cierta vaguedad. Loic Pennec debe acceder a todo ello para recibir la herencia.

Dupin no dijo nada y reflexionó un momento.

—En su día tuve la impresión de que Pierre-Louis Pennec quería añadir un par de puntos más a esa lista —aseguró la notaria—. Lo comentó un par de veces.

—¿Podría ser ese el motivo para querer modificar o ampliar ahora el testamento?

—Eso no puedo saberlo.

—¿Le habló Pierre-Louis Pennec de una modificación o de una ampliación?

—De una modificación.

Dupin anotó la palabra y la subrayó dos veces.

—¿Qué motivos podría dar el testamento en su forma actual para provocar un asesinato? —El comisario pensaba en voz alta—. Tampoco es que sea tan espectacular… Solo es, ¿cómo lo diría?, sorprendente en algunos puntos.

No había sido exactamente una pregunta, así que la señora Denis dejó de mirar al comisario y se volvió hacia la ventana.

—Un azul increíble —comentó Dupin, siguiendo su mirada.

De nuevo se produjo un largo silencio, tras el cual la señora Denis se estremeció.

—No me gusta hacer conjeturas. Mi trabajo consiste en hechos y datos, en preservar hechos y datos. En llevar actas.

Dupin no entendía muy bien qué quería decirle con eso. Él mismo se había sumido en sus propias cavilaciones y empezaba a estar intranquilo. Impaciente.

—Esta conversación me ha ayudado mucho, ¿sabe? Ha sido una información muy relevante y le estoy profundamente agradecido, señora Denis. Ha sido usted muy amable.

—Un placer, comisario. Espero que la investigación arroje pronto un poco de luz sobre todo este asunto. Ha sido un crimen horrible. ¿Quién iba a pensar que el señor Pennec, a su edad, moriría de una forma tan violenta?

—Sí, es verdad.

—Lo acompañaré abajo.

—No, no se moleste, por favor. Conozco el camino. —Dupin le estrechó la mano.

—Hasta otro día, señor comisario.

—Hasta otro día, sí. Espero volver a verla pronto… en circunstancias más agradables.

La señora Denis sonrió.

—También yo lo espero.

El comisario Dupin sabía que se había despedido de la señora Denis con cierta brusquedad, pero necesitaba caminar un poco. Las cosas se volvían cada vez más confusas y, aunque sabía que eso solía ser buena señal en la fase inicial de un caso, esta vez le daba mala espina.

Regresó al hotel, se metió por el pequeño callejón que lo rodeaba y decidió seguir simplemente el trazado de las calles colina arriba. Como desde allí no se disfrutaba de una vista directa del río, toda esa zona carecía de interés turístico. Estaría tranquilo.

El testamento no era ningún escándalo, claro que no, pero sí toda una sorpresa. Además, del mismo modo que había sucedido con la dolencia cardíaca de Pennec, no quedaba muy claro si alguien más estaba informado. ¿Habría llegado a decirles algo a los beneficiarios? Su hijo y la mujer de este habían negado saber nada en concreto sobre el testamento, y era evidente que lo consideraban una mera formalidad. Creían que recibirían todo el patrimonio. Eso no quería decir nada, desde luego. Tampoco Fragan Delon ni Francine Lajoux habían insinuado nada al respecto. Sin embargo, el quid de la cuestión no era el testamento vigente: Pennec, al saber que no le quedaba mucho tiempo de vida, había sentido la urgente necesidad de modificarlo. ¿En qué punto? ¿En uno o en varios? ¿Había pretendido añadir algo nuevo? Esa información sería quizá la clave de todo el caso. Y de nuevo se planteaba la misma pregunta: ¿había tenido alguien conocimiento de sus intenciones? Era evidente que el crimen debía de girar en torno a esa modificación que quería hacer Pennec. Todo lo demás, el testamento vigente con sus cláusulas, no parecía bastar como móvil para asesinar a nadie. Tenía que tratarse de algo más espectacular. O a lo mejor sí que era espectacular, a lo mejor el testamento contenía algo que él no había visto o no había sabido ver aún.

Dupin había llegado a lo alto de la colina. La vista era una auténtica maravilla: Pont-Aven tal como aparecía en los cuadros de los pintores. Desde allí se apreciaba lo escarpada que era la región, lo sinuoso que era el valle y cómo se formaba el fiordo. De pronto tuvo una idea. Sacó el móvil y marcó el número de la señora Denis.

—Soy Georges Dupin. Disculpe que vuelva a molestarla, madame, pero es que tengo una pregunta más.

—No me molesta, de ninguna manera, señor comisario.

—Cuando el señor Pennec le pidió el martes una cita para introducir una modificación en su testamento, le dijo que era «muy urgente» y él mismo le sugirió que la concertaran para el jueves, ¿verdad?

—Sí. Él mismo sugirió el jueves, sí.

—¿Dijo que era muy urgente pero no quiso concertar la cita para ese mismo día, si era posible? ¿O por lo menos para el miércoles?

—Mmm… No. Como le he dicho, me propuso el jueves. —La señora Denis guardó silencio un momento—. Ya entiendo, tiene usted razón. Dos días. Esperó dos días para esa cita relacionada con algo que él consideraba de vital importancia… sabiendo que podía morir en cualquier momento. O sea… —dudó un instante— que debía de tener alguna otra cosa de la que encargarse antes de venir a mi despacho.

Como Dupin había intuido ya, era una mujer inteligente.

—Sí. Eso pienso yo también. —Hizo una breve pausa—. Gracias otra vez, señora Denis.

—Seguro que resuelve pronto el caso, señor comisario.

—Yo todavía no estoy tan seguro. Adiós, madame.

—Adiós.

Dupin tomó un camino estrecho y empinado que bajaba la colina y después siguió por una vieja escalera de piedra que descendía serpenteando entre fincas y villas elegantes hasta llegar al Aven. Ya en la orilla, el comisario descubrió un sendero medio escondido que nacía del camino principal y por el que, veinte o treinta metros más allá, se llegaba a un banco de madera pintado de un rojo vivo; apareció ante él de repente, detrás de unas exuberantes matas que había bajo unos álamos. Desde el camino no se veía, pero quedaba a tan solo medio metro del río y algo elevado. Se sentó. Allí los impresionantes rápidos y las pequeñas cascadas hacían resonar el Aven como si fuese un riachuelo de montaña. El ruido de las aguas bravas llenaba todo Pont-Aven (solo en el puerto dejaba de oírse) y en cierta medida constituía la banda sonora del pueblo, sobre todo por las noches. Junto al río no se sentía la presencia del mar, aquello era otro mundo. Asombroso. Dupin permaneció allí sentado en silencio varios minutos, después volvió a echar mano del móvil y marcó un número.

—¿Le Ber?

—¿Es usted, jefe? —contestó el inspector.

—Sí.

—Se oye muy mal.

—¿Dónde estás, Le Ber?

—En la oficina, acabo de llegar de Pont-Aven. La conexión no es muy buena, se oyen interferencias en la línea. ¿Dónde está usted?

—Sentado junto al río.

—¿Sentado junto al río? —se extrañó el inspector.

—Eso he dicho. ¿Alguna novedad sobre el allanamiento? ¿Han encontrado huellas?

—No, de momento nada de nada. Salou habría llamado.

—Llámalo tú otra vez.

—Pero es que… —Le Ber interrumpió su protesta sin necesidad de que el comisario dijera nada.

—Quiero hablar con el presidente del Círculo Artístico. ¿Tienes su dirección?

—La tiene Labat.

—Vale, de acuerdo. Entonces llamaré a Labat.

—Una cosa más, señor comisario. El doctor Lafond ha llamado hará una hora para hablar con usted. Como usted estaba con la notaria, Nolwenn me lo ha pasado a mí.

Le Ber sabía que Dupin prefería hablar con Lafond personalmente.

—¿Y bien? —inquirió el comisario.

—Cuatro puñaladas, como ya sabíamos. Son profundas, por lo menos todo lo que daba de sí el cuchillo. Una en la región epigástrica, otra en los pulmones y dos cerca del corazón. Lafond dice que debió de morir muy rápido. El cuchillo se clavó en el cuerpo en ángulo recto. Una hoja muy afilada, lisa, de unos ocho centímetros de largo.

—¿Y eso qué implica para nosotros?

Dupin nunca conseguía formarse una imagen mental de las armas blancas.

—Son unas dimensiones muy corrientes para un cuchillo o un puñal, pero también podría ser una navaja grande. Una Opinel o una Laguiole, algo así. No había óxido ni impurezas, así que estaba en buen estado.

—¿Cuándo murió Pennec? ¿Conocemos ya el momento exacto de la muerte?

—Alrededor de la medianoche, no más tarde. Aunque no puede precisarse al minuto, ya lo sabe usted…

—Sí, ya lo sé, tampoco es cuestión de que Lafond le eche imaginación y ponga en entredicho su rigor científico.

—Algo así ha dicho él también, sí.

—De acuerdo. Gracias por la información. Llámame si hay novedades.

La mañana era digna de un magnífico día de verano. El cielo estaba claro, despejado, y no había ni rastro de las nubes y los chubascos que habían anunciado para la noche siguiente. Dupin creía ver todas las señales de un anticiclón que mantendría el tiempo estable por lo menos durante un par de días más.

Labat había encontrado enseguida la dirección del señor Beauvois. También él vivía en el centro del pueblo, en la rue Job Philippe, una de esas estrechas callejuelas en las que, al estar tan cerca del Aven, siempre se notaba mucho la humedad. Como casi todas las construcciones de aquel pueblo de postal, la casita era un viejo edificio de piedra con tanto encanto que parecía salido de una guía de viajes. En el jardincillo de la entrada tenía unos impresionantes macizos de hortensias. Hortensias de todos los colores imaginables: rosa, violeta, azul claro, azul oscuro, rojo.

Dupin empujó la cancela del jardín y se disponía a llamar al timbre cuando la puerta se abrió de golpe y un hombre bastante grueso y no muy alto apareció ante él y le clavó una mirada de escepticismo. Ya no le quedaba mucho pelo, pero lo llevaba muy corto. Sus gafas eran pequeñas y ovaladas, como ovalada era también su cabeza.

—Buenos días, soy el comisario Georges Dupin.

—Ah… Señor comisario. Yo soy Frédéric Beauvois. Me alegro mucho de conocerlo —se interrumpió un instante—, aunque naturalmente son unas circunstancias terribles.

—¿Llego en mal momento?

—¡No, por favor, no! No llega en mal momento, qué va. Solo estaba a punto de salir a comer algo. —Parecía como si Beauvois sintiera que lo habían pillado in fraganti—. Es que vivo solo. Soy un viejo solterón, ¿sabe usted? Pero me gustaría mucho ayudarlo, si hay algo que yo pueda hacer. Pierre-Louis Pennec, la verdad sea dicha, era uno de los ciudadanos más insignes de la localidad y su pérdida es una verdadera tragedia para Pont-Aven. Esa es la única palabra capaz de describir la situación: una tragedia. Ese hombre hizo mucho por nuestro pueblo, de muchísimas formas y siempre con la mayor generosidad del mundo. Si me permite que lo diga, yo era amigo suyo. ¡Tres décadas hacía que nos conocíamos y trabajábamos juntos! Era un verdadero mecenas, un gran mecenas. ¡Pero pase usted dentro, por favor!

—Gracias —accedió el comisario.

La casa, como la mayoría de esas viejas construcciones de piedra, era bastante oscura. Eso podía ser muy agradable en determinadas circunstancias (disfrutando del calor de la chimenea mientras fuera arreciaba una fuerte tormenta, por ejemplo), pero a Dupin también le resultaba deprimente. Sobre todo en un día tan soleado.

No le apetecía nada encerrarse en aquel salón lóbrego…

—La verdad es que yo también tengo hambre. ¿Por qué no vamos a comer algo los dos juntos? ¿Qué me dice? —propuso.

La idea se le había ocurrido así, de repente, pero solo entonces se dio cuenta de lo hambriento que estaba.

—Será para mí un placer —aceptó el señor Beauvois pasada la sorpresa inicial—. Iremos al Moulin de Rosmadec. El dueño, Maurice, es un viejo amigo mío. ¡Es el mejor restaurante de todo Pont-Aven! Aparte del Central, desde luego —añadió, sonriendo con afabilidad.

—Perfecto, entonces, señor Beauvois.

Dupin se obligó a caminar despacio para no echar a correr hacia la puerta y salir lo antes posible de la casa.

Avanzaron a paso rápido por las callecitas del pueblo, pasaron frente al hotel y siguieron hacia el viejo molino que desde hacía veinte años era un hotel con un restaurante muy conocido incluso fuera de Pont-Aven. Beauvois, profesor jubilado, no dejó escapar la oportunidad de ofrecer una pequeña visita guiada a Dupin, a quien le rugía ya el estómago, hablándole del pueblo y de su historia… todo ello con gran orgullo y aderezado con numerosos superlativos, por supuesto. El comisario apenas abrió la boca.

Por fin se sentaron bajo un enorme y magnífico tilo que crecía junto a la vieja rueda hidráulica; el agua que murmuraba sobre las piedras ayudaba a crear una estampa bucólica. El comisario no sabía que hubiese tantos molinos en Pont-Aven. Mucho antes de la llegada de los artistas, el pueblo había sido famoso por ellos, ya que a lo largo de los siglos se habían ido estableciendo allí gran cantidad de molineros que habían provisto de harina a toda la región. La harina de Pont-Aven había llegado a venderse hasta en Nantes, e incluso en Burdeos, cuando el pueblo constituía todavía un importante puerto comercial, tal como expuso Beauvois con gran sentimiento.

Beauvois y Maurice Kerriou, el más que solícito dueño del molino, se decidieron después de profusas deliberaciones gastronómicas (en las que, todo sea dicho, apenas incluyeron a Dupin) por un entrante de mariscos variados y luego unos lomos de salmonete.

—Tiene que probar el marisco: ¡esas palourdes grises! Las mejores almejas de toda la Bretaña. En París nunca las habrá tomado iguales. Son una gran especialidad local.

A Dupin, de hecho, le encantaban las palourdes grises, y le habría gustado comentar que las había comido muchas veces, y siempre muy frescas, en el Lutétia, su brasería preferida de París, y que más aún le gustaban las palourdes roses, porque su sabor era como una destilación del Atlántico mismo. Desde que vivía en la Bretaña, las comía durante toda la temporada. Pero prefirió no decir nada, porque solo habría conseguido una sonrisa condescendiente: «Ay, pobres parisinos, que os sirven los descartes de las almejas capturadas en ultramar, malas ya de por sí, después de haberse pasado todo un día viajando por carretera… y, encima, ¡caras!». No sería la primera vez que le ocurría.

—Las probaré, sí. Muy amable —contestó Dupin por cortesía.

—Ya verá, serán todo un descubrimiento. Aquí todo está de primera.

El comisario, que empezaba a impacientarse, entró en materia:

—Señor Beauvois, usted vio a Pierre-Louis Pennec esta misma semana, el martes.

—Dios mío, sí. Todavía no me lo puedo creer. El martes. Estaba tan lleno de energía… Hablamos sobre todo del nuevo folleto.

—¿El de la colonia de artistas de Pont-Aven y los hoteles?

—Exacto, sí. Hacía tiempo que veníamos hablando de renovarlo. La primera versión había quedado muy desfasada. La hicimos hace ya veinte años, claro, y ahora se sabe mucho más sobre cómo era la vida de los artistas en Pont-Aven. Verá, era escandaloso, pero todos ellos habían caído en el olvido, salvo Gauguin y quizá Émile Bernard. Los demás no fueron redescubiertos hasta hace dos décadas. Entre ellos había talentos sorprendentes, grandes pintores. Aquí, en Pont-Aven, pusimos en marcha una serie de investigaciones para descubrir quién había vivido dónde exactamente, quién había pintado qué con quién, quién había comido dónde… —Beauvois sonrió con picardía y complicidad—. Y quién había tenido qué aventuras con qué moza inocente de la tierra. ¡El ambiente de este pueblo era muy animado! Ay, sí, se cuentan unas historias…

Se interrumpió, como si quisiera llamarse al orden.

—Bueno, el caso es que le llevé a Pierre-Louis los textos, los nuevos —siguió explicando tras la breve pausa—. También quería volver a mirarse las fotos. Verá, él tenía una colección de fotografías pequeña pero impresionante. De su abuela, de Marie-Jeanne. Un par de ellas las hizo incluso ella misma.

—¿Y están en el hotel? —preguntó Dupin—. ¿Fotografías de la época de los artistas?

—Sí, puede que unas cien. Entre ellas hay algunas bastante excepcionales. En esas imágenes se los ve a todos, ¡a los grandes!

Dupin sacó su Clairefontaine y anotó algo.

—¿Y dónde las guardaba? —quiso saber.

—En la segunda planta, en la salita que hay junto a su habitación. También tiene allí un par de copias de cuadros que después de la reforma no pudo colgar abajo, en el restaurante. Una vez me los enseñó.

—¿Podría ver esos textos?

Beauvois pareció extrañarse.

—¿Mis textos para el folleto? —preguntó.

—Sí.

—Por supuesto. Se los haré llegar.

—¿Tenía prisa Pennec?

—¿Con el folleto?

—Con el folleto, sí.

—Siempre tenía prisa cuando quería algo.

—Ustedes dos trabajaron juntos en muchas ocasiones, no solo con ese folleto… Si no me han informado mal.

Beauvois se enderezó un poco en la silla y respiró hondo, parecía alegrarse de que Dupin hubiera hecho ese comentario.

—Quizá debería saber usted algo más acerca de mi trabajo, señor comisario. Si no, es posible que no llegue a juzgar algunas cosas en toda su magnitud. Si me permite, me extenderé un poco. Resumiendo todo lo posible, desde luego.

—Adelante.

—No querría pecar de vanidoso, pero al museo le ha ido estupendamente bajo mi dirección. En 1985 ocupé el puesto de gerente. Organicé la exposición permanente y también catalogué todo nuestro fondo, que se exhibió por fin como es debido. Además de eso, de vez en cuando he realizado alguna adquisición de no poca relevancia. En la actualidad disponemos de más de mil obras. ¡Mil! Aunque, claro está, no podemos exponerlas todas. En 2002, el Ministerio de Cultura nos otorgó la denominación oficial de «Museo de Francia»; ese fue el tardío reconocimiento a mi labor. Pero desde el principio siempre conté con el apoyo de Pierre-Louis. Ha sido miembro de todas las asociaciones que he fundado, ya desde la primera, la Asociación de Amigos del Museo de Pont-Aven, donde durante un tiempo fue incluso presidente segundo.

Se interrumpió cuando apareció Maurice Kerriou con el marisco, un Sancerre bien frío y una botella grande de agua mineral Badoit; se tomó su tiempo para disponerlo todo en la mesa con elegancia. A Dupin, tanta ceremonia le pareció un poco exagerada.

—Se había quedado usted en lo de las asociaciones —recordó el comisario en cuanto Kerriou los dejó solos.

—Sí, como le decía, el señor Pennec sacaba tiempo de las horas que le dedicaba al hotel para participar en organizaciones para el fomento de Pont-Aven y el museo. Debería mencionar, sobre todo, que hasta el año pasado fue presidente del Mecenazgo Bretón: la asociación que reúne a todos los mecenas del museo. Contamos con una gran cantidad de generosos protectores. Sin ellos jamás habríamos conseguido lo que tenemos ahora. Por supuesto, también nos han respaldado el pueblo, el ayuntamiento y el departamento del Finisterre, así como el parlamento regional. Con los recursos del Círculo Artístico pudimos reconvertir en museo la parte trasera del hotel Julia y encargar también a un prestigioso estudio de arquitectos de Concarneau la construcción de la nueva ala… ¿La conoce usted ya?

—La conozco, sí.

—Solo así pudimos permitirnos también nuestras espectaculares adquisiciones. ¿Ha tenido ocasión de verlas? —Beauvois miró a Dupin como poniéndolo a prueba.

—¿Podría decirme con qué sumas contribuyó Pierre-Louis Pennec, y para qué exactamente? —preguntó Dupin, en lugar de contestar. Empezaba a estar harto de las grandilocuentes explicaciones de Beauvois sobre sí mismo.

En el rostro de Beauvois quedó patente la decepción.

—Dependía mucho. A veces eran pequeñas cantidades, para la colocación de los carteles de las exposiciones, por ejemplo. Otras, eran sumas mayores.

—Si pudiera ser usted un poco más concreto…

—Últimamente fueron dos cantidades. Tres mil euros para una cuña publicitaria en la radio sobre nuestra nueva exposición. Vamos a…

—¿Y la otra cantidad? —lo atajó Dupin.

—Esa fue una suma más elevada. Para el museo. Tenemos que hacer reformas porque necesitamos una instalación nueva de aire acondicionado en las salas de exposiciones. Verá, aunque no tenemos ninguno de los cuadros más famosos, claro que no, sí hay un par de obras muy interesantes.

—¿Y cuánto es «más elevada»? —Dupin empezaba a perder los nervios.

—Ochenta mil euros.

—¡Ochenta mil euros!

—La instalación de aire acondicionado y su montaje ascenderán a muchísimo más que eso, entre otras cosas porque será necesario realizar varias intervenciones arquitectónicas. El resto del presupuesto lo pone generosamente a nuestra disposición Armor-Lux; es una gran empresa textil bretona, ¿sabe usted? La de los jerséis de rayas.

Dupin sabía perfectamente qué era Armor-Lux, por supuesto, igual que Francia entera.

—Pierre-Louis Pennec conocía al propietario de la empresa y me echó una mano para obtener esos fondos. La cantidad que faltaba quiso ponerla él.

—Estamos hablando de mucho dinero —comentó Dupin—. ¿Podría decirme a cuánto ascendió el total de sus donaciones durante los últimos años, o décadas? Me refiero solo a las que hizo para su museo.

—Mmm… Es difícil de decir. Tendría que calcularlo. —Beauvois se rascó la nariz, el tema parecía resultarle un poco incómodo—. Puede que… Puede que fueran unos trescientos mil durante los últimos quince años, desde que existe nuestro Círculo Artístico. Antes de eso también hubo alguna que otra donación, pero gestionada con muy poca profesionalidad, porque el señor Aubert…

—¿Quiere decir trescientos mil… euros?

—Ahora mismo no puedo afirmarlo con exactitud, pero calculo que más o menos fue eso.

—Pues fueron unas donaciones más que sustanciales.

—En efecto. Los importes, uno a uno, van sumando. Sin embargo, si ahora no recuerdo mal, estos últimos ochenta mil fueron la cantidad más elevada ingresada de una sola vez.

—¿Y en qué se invirtieron las otras donaciones?

—Ah, pues… Verá, todo eso está muy bien documentado, hasta el menor detalle. Puede usted venir cuando quiera a echar un vistazo a nuestros libros. —Beauvois parecía algo violento.

—Solo quiero saber a qué clase de proyectos se dedicaron esos fondos.

—A obras de remodelación del hotel Julia, reformas de esa parte del museo. ¡Si supiera usted lo que cuesta renovar estas casas tan antiguas…! Todo el suelo nuevo de tres salas, el aislamiento interior…

—La muerte de Pierre-Louis Pennec será sin duda un duro golpe para el Círculo Artístico. No deben de tener ustedes muchos patrocinadores tan generosos…

—Bueno, no muchos, no. En efecto. Aunque tampoco podemos quejarnos. Hemos conseguido el apoyo de una serie de empresas de la región, no solo de particulares. Pero sí, ha sido una pérdida enorme para nuestra asociación. ¡Pierre-Louis era una persona muy altruista!

—Estoy convencido de que el señor Pennec quiso asegurarse de que ustedes seguirían con su labor después de que él hubiera desaparecido.

Dupin era consciente de que había formulado la frase con muy poca habilidad, pero le interesaba mucho descubrir si Beauvois sabía algo acerca del testamento. Y a veces, cuando no podía uno preguntar abiertamente, esas formulaciones vagas e imprecisas eran de gran ayuda.

—¿Qué quiere decir con eso, señor comisario? ¿Que se habrá acordado de nosotros en su testamento?

Dupin no había contado con que Beauvois fuese tan directo.

—Sí. Supongo que, en definitiva, me refería justo a eso.

—Yo del testamento no sé nada, señor comisario. El señor Pennec nunca insinuó nada por el estilo. Jamás, en ningún momento. Nunca hablamos de ello.

De pronto sonó una melodía espantosa de teléfono móvil. El señor Beauvois rebuscó en el bolsillo de su vieja chaqueta azul marino, que ya estaba algo dada de sí.

—¿Diga? —contestó, y sonrió a Dupin con complicidad—. Ah, comprendo. Continúe. —Beauvois escuchó con atención a la persona del otro lado de la línea durante un buen rato. Después cambió de pronto a un tono de voz más brusco—. No, yo no lo veo así, de ninguna manera. Ya le llamaré yo. Eso tendremos que hablarlo. ¡Sí, adiós!

Colgó, volvió a sonreír a Dupin y siguió con la conversación anterior como si no les hubieran interrumpido.

—Desde luego, sería una gran suerte… en mitad de esta catástrofe, quiero decir —añadió enseguida—. Una gran suerte para nuestra labor. Pero no sé absolutamente nada de todo eso. No tengo noticia de que su testamento incluya ninguna cláusula sobre el museo. —Parpadeó—. Y tampoco creo que la haya. Aunque, como le digo, yo no sé nada.

Beauvois era hábil expresándose. O tal vez las cosas eran realmente como había dicho.

—¿Hay algo más que pueda contarme?

Beauvois lo miró desconcertado.

—Me refiero a si vio algo extraño en el señor Pennec cuando se reunieron el martes pasado —aclaró Dupin—. ¿Algún cambio en su comportamiento, en su aspecto? Lo que fuera, por insignificante que le parezca, podría ser importante.

—No. —Beauvois no vaciló en su respuesta.

—¿Le pareció que el señor Pennec pudiera sufrir algún tipo de problema de salud?

—¿Un problema de salud?

—Sí.

—No… Vamos, yo no noté nada. Era muy mayor y ya hacía un par de años que le pesaba la edad, pero la cabeza le regía muy bien y todavía estaba muy lúcido. ¿Está pensando en algo en concreto?

Dupin no había esperado recibir ninguna otra respuesta.

—¿Conoce usted al hermanastro de Pierre-Louis Pennec? —preguntó, cambiando de tema.

—¿A André Pennec? No. Solo sé que existe. No ha venido mucho por aquí. Yo vivo en Pont-Aven desde hace treinta años pero soy de Lorient, así que no conozco todas las historias del pueblo. Cuando llegué a Pont-Aven, André Pennec ya se había marchado del Finisterre. Lo único que sé es que tuvieron una grave desavenencia. Algo muy personal, tengo entendido.

—¿Y qué me dice de la relación con su hijo?

—Tampoco sobre eso me atrevería a juzgar. Verá, es que Pierre-Louis Pennec era un hombre muy discreto. Y de sólidos principios morales. Aunque el vínculo con su hijo no hubiese sido bueno, él jamás habría dicho nada. Es cierto que se hacían comentarios sobre la relación entre padre e hijo. En el pueblo, quiero decir.

—¿Ah, sí? ¿Qué comentarios?

—No hay que hacer mucho caso de todo eso, señor comisario.

—No lo haré, pero por lo menos debería saber qué decía la gente, ¿no cree?

Beauvois lo miró complacido.

—Pues que el padre no estaba muy contento con su hijo —explicó.

—¿Ah, no?

—Lo cierto es que puedo imaginarme que… Bueno, verá, una cosa estaba clara: a simple vista se notaba que Loic no tenía carácter Pennec, el verdadero carácter Pennec. Las grandes aspiraciones, el deseo de construir algo grandioso, eso es algo que no todas las generaciones heredan.

—¿Y eso era evidente, cree usted? ¿Todo el mundo lo veía?

—Oh, sí, todo el que tuviera ojos en la cara. Es triste, pero aquí en el pueblo todo el mundo se había hecho ya a la idea. También yo.

—¿Aquí en el pueblo? ¿Qué quiere decir con eso?

—Verá, el pueblo es… una comunidad muy unida. Eso usted no lo ha vivido. No piense en las pocas semanas de verano, cuando hay aquí miles de turistas. Piense en el resto del año. Entonces quedamos muy pocos habitantes y vivimos todos muy unidos, a la fuerza. Todo el mundo lo sabe todo de los demás, es inevitable.

—¿Discutían mucho? ¿Tenían diferencias de opiniones?

—Oh, no, no se trataba de eso. Nunca discutieron, que yo sepa. —Beauvois arrugó la frente.

—¿La gente hablaba mucho del hijo?

—Antes sí, ahora ya bastante menos. En algún momento quedó claro.

—¿Qué quedó claro?

—Pues eso, que no es un auténtico Pennec.

—¿Y Loic sabía lo que decían de él?

—Indirectamente, seguro. Tenía que notarlo. Al fin y al cabo, ha fracasado en todo.

—¿Y por qué su padre le deja el hotel en herencia para que siga dirigiéndolo él?

—¿Se lo ha dejado? ¿De verdad?

—¿No lo da usted por hecho?

—Sí, claro, desde luego. Por supuesto que sí. —Beauvois parecía algo azorado—. Me parece que tampoco tenía otra opción. Pierre-Louis Pennec jamás habría querido provocar un escándalo, bajo ningún concepto. Y algo así habría sido muy sonado, en todos los sentidos. Que el hotel fuese a parar a manos de algún otro.

—¿Quién más habría podido coger el testigo de la dirección del hotel?

—Pues… nadie. A eso me refiero. Hablar del Central es como hablar de la familia Pennec. La familia y la tradición eran sagradas para Pierre-Louis. Poner a alguien que no fuese un Pennec al frente del Central habría sido impensable. Además, verá usted, Pierre-Louis Pennec fue lo bastante listo para introducir en el hotel a la señora Mendu hace ya varios años, para que pueda hacerse cargo de la administración cuando la señora Lajoux se jubile, siempre siguiendo el estilo de Pierre-Louis. Naturalmente bajo la dirección de su hijo, quiero decir.

Beauvois se sentía ahora a todas luces incómodo con el tema.

—Son asuntos delicados —señaló Dupin para animarlo a seguir hablando.

—Sí. Muy delicados, señor comisario. Y a lo mejor no está bien hablar de todo ello. Creo que ya he dicho demasiado.

—¿Tenían algún otro proyecto común? Pierre-Louis Pennec y usted, quiero decir.

—Siempre que nos veíamos comentábamos muchas cosas, pero últimamente no había nada. Quiero decir que no teníamos ningún plan en concreto. Como mucho, la pequeña exposición de fotografía. A eso sí que le habíamos dado vueltas. Las fotografías que le he mencionado antes, a él le habría gustado mucho verlas expuestas algún día.

—¿Hablaron también de eso el martes?

—Sí, un poco. Yo saqué el tema, pero no nos extendimos demasiado. El martes Pierre-Louis quería centrarse en el folleto, que para él era muy importante. Y también en las intervenciones arquitectónicas en el museo.

—¿Fue Pennec quien le pidió que se vieran?

—Sí, me llamó el lunes por la tarde. Siempre quedábamos con poca antelación.

—¿Y ese día no le pareció que se comportara de una forma distinta? ¿Ni siquiera un poco?

—Parecía lleno de vida. Y muy impaciente.

La verdad es que Dupin ya no sabía hacia dónde llevar la conversación. Y eso que gracias a ella se había enterado de muchas cosas. Beauvois era un personaje curioso y le parecía que debía de desempeñar algún papel en todo el asunto. Aun así, al comisario le rondaba algo por dentro. Llevaba así todo el día, pero la sensación se había intensificado, se había acentuado más aún durante la conversación con Beauvois. No sabía qué era, pero lo tenía intranquilo.

Ya habían dado buena cuenta de los deliciosos lomos de salmonete hechos a la parrilla, como más le gustaban a Dupin. Ese poquito de amargor en el sabor de la carne, tan blanca y prieta, era una delicia. Y no era habitual que lo conservaran después de filetearlos, le daba la sensación. Habían tomado también una segunda copa de Sancerre, aunque en realidad Dupin hubiese preferido ahorrársela.

—¡Es hora de hablar de los postres con Maurice! —exclamó Beauvois, poniendo fin al breve silencio.

—Mmm, creo que yo me los saltaré. Seguro que están estupendos, pero no, gracias. Todavía tengo mucho que hacer.

—Se va a perder algo espectacular, señor comisario.

—No me cabe duda, pero tengo que ponerme en marcha. Usted quédese un rato más, por favor, y disfrute de un buen postre.

—Bueno, si insiste… —Beauvois rió con una abierta carcajada de alivio—. Me quedaré a terminar. Además, los jubilados nos lo hemos ganado.

—Muchísimas gracias por todo, señor Beauvois. Me ha sido de gran ayuda. —Dupin se alegraba de librarse al fin del profesor retirado.

—Espero que avance usted con las investigaciones.

—Sí, gracias. Adiós.

Se levantó, estrechó la mano al señor Beauvois y recorrió varios metros antes de caer en la cuenta de que no había pagado. Dio media vuelta y se encontró con la sonrisa del hombre.

—Es un placer invitarlo, señor comisario.

—No, no puedo aceptarlo, de verdad…

—¡Insisto!

—Bueno, pues le estoy muy agradecido, señor Beauvois.

—Con mucho gusto. ¡Adiós!

—Que tenga un buen día.

Dupin se alejó del restaurante con más prisa de la necesaria.

Ya eran las tres y media. El comisario quería hablar otra vez con el matrimonio Pennec, que a esa hora estaría en el despacho de la señora Denis. Como la cita en la notaría no los entretendría demasiado, decidió que sencillamente se pasaría por su casa algo más tarde. Así tendría tiempo de hacer un par de llamadas desde su banco secreto junto al Aven; no quedaba muy lejos y allí podría estar a solas.

Una vez más, en cuanto se apartó del camino principal perdió el mundo de vista. Se detuvo delante del banco, justo frente al agua y, mientras contemplaba los rápidos, vio pasar dos truchas a toda velocidad. Si olvidaba por un instante que se encontraba a pocos kilómetros del océano Atlántico, aquel paisaje era igual que el del pequeño pueblo donde había nacido su padre, en la otra punta de Francia, en las estribaciones montañosas del corazón del Jura. No era la primera vez que lo pensaba. A su paso por Orgêt, el Doubs era un río pequeño muy parecido al Aven. Allí se respiraba esa misma atmósfera, algo verdaderamente peculiar. El padre de Dupin, Gaspard, siempre había sentido un gran amor por su pequeño pueblo, incluso cuando llevaba ya años viviendo en París y se había casado con Anna, una muchacha de la alta burguesía, parisina a más no poder, que antes hubiese preferido morir a abandonar la gran capital (cosa que no había cambiado en todos esos años). El joven Gaspard se había marchado con diecisiete años de aquella aldea de un centenar de habitantes al pie de las montañas, había llegado a París y allí había entrado al servicio de la Policía, donde, a una velocidad de vértigo, había ascendido hasta comisario en jefe. Dupin no tenía muchos recuerdos de su padre, que había muerto con cuarenta y un años a causa de un ataque al corazón (cuando él era apenas un niño de seis), pero sí recordaba haber ido con él a pescar truchas en el Doubs.

Se dio cuenta de que se estaba distrayendo, así que sacó el móvil y marcó un número.

—¿Comisario? —contestó Le Ber enseguida.

—Acabo de comer con Beauvois.

—¿Y cómo ha ido?

—No lo sé muy bien.

—Es un tipo peculiar, me parece a mí. Y no precisamente inofensivo. Hay algo que debería saber: los Pennec quieren volver a hablar con usted. Han llamado poco antes del mediodía y han pedido verlo en cuanto le fuera posible. También ha pasado por aquí el alcalde de Pont-Aven, el señor Goyard. Y el prefecto ha estado intentando localizarlo, dice que es urgente.

—¿Qué quieres decir con que no es inofensivo?

—Pues que… —Le Ber se interrumpió—. Comisario, vuelvo a oírlo muy mal. Hay mucho ruido de fondo. ¿Está usted otra vez junto al río?

Dupin no respondió. Se limitó a repetir su pregunta un poco más alto.

El inspector tardó un momento en contestar.

—Pues no lo sé.

Dupin se pasó una mano por el pelo. Sabía bien que, cuando Le Ber soltaba frases de ese tipo, no tenía ningún sentido preguntarle por ellas. Pero le sacaba de quicio. Cada vez que trabajaban en un caso complicado, Le Ber se descolgaba de pronto con esas frasecitas misteriosas… y siempre sin explicación. Dupin no podía negar que, muy a su pesar, causaban en él cierto efecto.

—¿Y cómo os ha ido a Labat y a ti con las investigaciones?

—Hemos seguido trabajando con la lista de teléfonos. La del número general, las llamadas que se hicieron o se recibieron desde él. Las hemos ordenado según radio, distancia y región. Dos terceras partes se hicieron a Pont-Aven y alrededores. La mayoría de ellas a Quimper y Brest. Tenemos muchas llamadas a París, sobre todo a números particulares. Probablemente clientes, porque la mayoría de los huéspedes del Central son de la capital. También hay otras llamadas a París: tres al Ministerio de Turismo, tres más a una empresa que sirve pasteles, y dos al Museo de Orsay.

—¿El Ministerio de Turismo y el Museo de Orsay?

—Sí.

—¿Cómo es eso?

—Todavía no lo sabemos.

—Intenta averiguarlo. Quiero saber quién llamó allí desde el hotel y por qué.

El comisario conocía el Museo de Orsay, podía decirse que incluso bastante bien. Tenía una amiga que había trabajado mucho tiempo allí, aunque ahora vivía en Arlés. Dupin había ido muchas veces a visitarlo y le encantaba.

—¿Cuándo se realizaron esas llamadas al museo? —preguntó.

—Las dos el martes. Por la mañana: la primera a las ocho y media y la segunda a las once y media.

—Vale, de acuerdo. Dentro de nada me pasaré por el hotel, pero antes quiero ir a ver a los Pennec. ¿Ha dicho Salou algo más del allanamiento?

—Solo que de momento no ha encontrado nada. Ni siquiera huellas de calzado. Dice que casi da por hecho que se trata de una broma pesada o de una maniobra de distracción.

—¡Eso es una sandez! ¿Hoy ha entrado alguien en la sala?

—Nadie. Solo Labat y yo tenemos llave. Y usted, claro.

Siguió un silencio. Le Ber sabía que el comisario, a veces, cuando tenía la sensación de que la conversación había acabado, colgaba sin despedirse.

—¿Sigue usted ahí, jefe?

Dupin tardó aún en contestar.

—Tengo que volver a examinar bien el restaurante. —Lo dijo muy decidido, aunque hablaba más para sí mismo que para Le Ber.

—¿Quiere que yo haga algo?

De nuevo un silencio, más largo que el anterior. Cuando Le Ber preguntó por segunda vez si seguía allí, Dupin ya había colgado.

—¿Sí? ¿Qué desea?

Catherine Pennec había abierto la puerta y miraba a Dupin con cierto reproche en los ojos. El comisario se dio cuenta de que no se había preparado ninguna excusa y que tampoco podía preguntarles qué tal les había ido con la apertura del testamento así como así.

—Habían expresado ustedes su deseo de hablar conmigo, según me ha dicho el inspector Le Ber.

—Sí, desde luego —dijo la señora Pennec, más calmada—. Queríamos verlo. Pase. Mi marido estaba a punto de acostarse un rato. Estos días han supuesto un esfuerzo agotador para él. Emocionalmente, quiero decir. Iré a avisarlo. Espere en el salón, por favor.

Dupin ya conocía el camino. Un par de minutos después, Loic Pennec apareció por la escalera.

—Señor comisario. Le agradezco que haya venido.

Era cierto que Loic Pennec tenía muy mala cara. Las mejillas hundidas, los ojos enrojecidos.

—Faltaría más —dijo Dupin por cortesía.

Pennec miró a su mujer y luego entró en materia:

—Bueno, pues, en primer lugar nos gustaría saber cómo van las investigaciones. ¿Han hecho ya algún progreso? También en cuanto a ese asunto de anoche.

—Hemos avanzado, señor Pennec, se lo garantizo. Aunque no tengamos todavía ninguna pista concluyente, como suele decirse. Las investigaciones se prolongarán unos días más, eso seguro. Cuanto más sabemos, más complicado se vuelve el caso. —Dupin hizo una pausa—. Y en cuanto al cristal roto y el posible allanamiento de anoche, todavía no podemos decir nada.

—Sí, imagino que ahora tiene usted mucho que hacer. —Loic Pennec intentó sonreír, pero no lo consiguió.

—En efecto, pero así es nuestro trabajo.

—La otra cosa que queríamos preguntarle —terció Catherine Pennec con voz angustiada— es cuánto más cree que durarán las investigaciones en el hotel. Me refiero a todo eso del precinto. Seguro que se hará usted una idea de lo difícil que nos resulta. Estamos en temporada alta y mi marido es ahora el responsable de todo. —Enseguida añadió—: Como usted comprenderá, es normal que quiera ocuparse de manera adecuada de las nuevas responsabilidades que le ha supuesto este espantoso giro del destino.

—Desde luego, señora Pennec, lo entiendo muy bien. Si me dice exactamente a qué se refiere, a lo mejor podremos ayudarlos.

—¿Cuándo volverá todo a la normalidad en el hotel? Es que no podemos tener el restaurante cerrado en plena temporada alta, ¿comprende? Los clientes esperan disfrutar de la cocina del Central, y están en su derecho. Además, el restaurante también se utiliza como sala de desayuno. Siempre hay que pensar en los clientes.

—¿Me pregunta cuándo dejaremos libre el lugar de los hechos? —Dupin ya conocía esa situación. Siempre lo mismo—. Es difícil de decir. La resolución de un caso de asesinato tiene su propio ritmo.

Pareció que Catherine Pennec fuese a protestar, pero al final cambió de opinión.

—¿El contenido del testamento de su padre y suegro, respectivamente, era el que esperaban ustedes? Quiero decir, ¿conocían ya los detalles de sus cláusulas? —La repentina pregunta de Dupin los sorprendió a ambos.

Los Pennec lo miraron molestos y tardaron un rato en reaccionar, Catherine Pennec la primera.

—¿Ha visto usted el testamento? —inquirió.

—En un caso de asesinato, la consulta del testamento es una de las primeras diligencias de la policía, evidentemente.

—Evidentemente.

La señora Pennec parecía algo abochornada. Loic Pennec, por el contrario, reaccionó con mucha serenidad.

—Como sin duda imaginará —respondió—, nosotros habíamos contado con… con unas cláusulas algo diferentes, eso no vamos a negarlo. Sin embargo, en su mayor parte sí es lo que esperábamos, lo que mi padre y yo habíamos hablado siempre, desde hacía tiempo. Yo heredo el hotel.

—Eso es lo fundamental del testamento. —A la señora Pennec le tembló un poco la voz, pero logró controlarla.

—Como seguro que nos lo preguntará también —añadió Loic Pennec—, dábamos por sentado que la totalidad de las propiedades inmobiliarias de mi padre se incluirían también en nuestra parte de la herencia. Y me parece que estaba justificado pensar eso.

—Desde luego. ¿Qué cree usted que motivó las cláusulas sobre la señora Lajoux, el señor Delon y el Círculo Artístico? Me refiero a que son unas propiedades inmobiliarias de valor considerable.

—Mi suegro era un hombre muy generoso, un hombre para quien la familia era muy importante, pero los amigos no significaban menos.

Loic Pennec salió en ayuda de su mujer:

—Sin duda comprenderá lo que quiere decir mi esposa. Para mi padre, las amistades, y desde luego también su trabajo, tenían una importancia enorme: el hotel, la tradición, los artistas… Por eso se acordó también de ellos en su testamento. Cosa que, desde luego, nosotros respetamos por completo. Su última voluntad se corresponde a la perfección con lo que fue su vida.

No había duda de que a ambos les había disgustado el testamento… y no había duda de que ambos intentaban ocultarlo. Sin embargo, a Dupin no le dio la sensación de que estuvieran descolocados por la sorpresa. Más bien parecían nerviosos.

—Evidentemente. Sí, lo comprendo. Por cierto, ¿sigue usted con su negocio de la miel?

De nuevo, la pregunta cayó de una forma muy inesperada.

—La verdad es que nunca llegamos a ponerlo en marcha —contestó la señora Pennec, adelantándose a su marido—. Lo estuvimos sopesando durante bastante tiempo. Habría podido ser un negocio muy lucrativo, pero al final desechamos la idea. Habría exigido muchísimo de nosotros, si hubiésemos querido hacerlo del todo bien, quiero decir. Y al fin y al cabo siempre supimos que Loic tendría que hacerse cargo del hotel algún día.

—Pero ya tenían incluso el almacén.

Los Pennec miraron al comisario con asombro.

—¿Se refiere al cobertizo de mi padre? —preguntó Loic Pennec.

—Sí, el del patio del señor Delon. —Dupin dejó caer la frase con cierta aspereza.

—Tiene usted razón. Ese cobertizo habría sido ideal para instalar un almacén. De hecho, era la idea que teníamos en un principio.

Dupin decidió zanjar ese asunto y explorar otras vías.

—¿Había algo que preocupara a su padre?

En la mirada de Catherine y Loic Pennec solo se veía una sincera confusión. La pregunta había sido tan abstracta como general.

—¿A qué se refiere? —preguntó Loic Pennec.

—¿Algo que lo tuviera más ocupado de lo habitual?

—La verdad es que no sé qué quiere decir usted, señor comisario. Mi padre se dedicaba en cuerpo y alma al hotel. Eso lo tenía ocupado constantemente. Todo el día.

—Me refiero a otras cosas.

—¿Como qué?

—Es lo que pregunto.

Se hizo un silencio.

—¿Sabía usted que su padre padecía del corazón? —preguntó Dupin entonces.

—¿Que padecía del corazón? —repitió Loic Pennec, extrañado.

—Sufría una grave dolencia cardíaca.

—No. ¿Qué significa eso? ¿Qué tipo de dolencia cardíaca?

—No le quedaba mucho tiempo de vida.

—¿A mi padre? ¿No habría vivido mucho más? ¿De dónde ha sacado usted eso?

Pennec se había quedado blanco, parecía profundamente afectado.

—Tranquilízate, tesoro —dijo Catherine Pennec—. Ya está muerto. Eso ya no importa.

Un instante después, ella misma se dio cuenta de lo mal que había sonado eso.

—Me refiero a que… —añadió, trabándose al hablar—. Quiero decir que es horrible, claro. —Se interrumpió y puso la mano en la mejilla de su marido.

—Me lo dijo ayer el doctor Pelliet —explicó Dupin—. Ya saben ustedes que los médicos deben guardar secreto profesional. Lo examinó a principios de semana y le aconsejó que se sometiera inmediatamente a una operación. Por lo visto, su padre no lo comentó con nadie.

—Señor comisario —dijo la señora Pennec, adelantándose de nuevo a su marido—, Pierre-Louis Pennec era un hombre generoso, pero también muy solitario. Nunca quería molestar a nadie. A lo mejor no quería preocuparnos sin motivo. Y un corazón débil es algo de lo que padecen muchas personas mayores. No quiera aumentar más aún nuestro dolor.

—Nada más lejos de mi intención, madame. Solo pensaba que querrían ustedes conocer esa información tan personal sobre su padre y suegro.

Catherine Pennec parecía avergonzada.

—Desde luego —murmuró.

—Le agradezco mucho su franqueza, señor comisario. Mi padre… ¿sufría? ¿Tenía dolores, quiero decir?

—¿Cómo lo veían ustedes? ¿Se quejaba de alguna molestia? ¿No habían notado nada? —preguntó Dupin en lugar de contestar.

Pennec parecía todavía totalmente destrozado.

—Bien. Lo veía bien, quiero decir. No había notado nada especial. Bueno, a veces se cansaba mucho, eso sí.

—Pero es que tenía noventa y un años —añadió Catherine Pennec—. A los noventa y uno, es normal cansarse. Aunque desde hacía algunos años estaba más débil.

Pennec miró a su mujer con reproche.

—Solo quiero decir que es normal que un hombre de noventa y un años se canse antes que uno de ochenta o de setenta —intentó explicarse Catherine—. Pero seguía estando en muy buena forma. Para su edad. Y nunca notamos que estuviera físicamente debilitado. Ni siquiera en los últimos tiempos.

Loic Pennec asintió con satisfacción en dirección a su mujer.

—Hablaré con el doctor Pelliet —dijo—. Quiero saber qué tenía mi padre exactamente.

—Lo entiendo, señor Pennec.

Se produjo una larga pausa, una pausa muy necesaria en la que todo el mundo ordenó sus pensamientos. Dupin sacó su Clairefontaine y la hojeó como si buscara algo.

—Disculpe que vuelva a preguntárselo, pero ¿no ha habido nada que le llamara la atención en su padre durante estos últimos días? Usted lo vio esta semana. ¿De qué hablaron?

—De varias cosas, como siempre. De pesca, de los bancos de caballas, de su barco, del hotel. Del inicio de la temporada alta. Ese era ahora su gran tema de conversación. Cómo iba todo.

—¿Y todo iba bien?

—Sí, muy bien. Mi padre estaba seguro de que esta temporada sería muy buena, aunque tampoco hemos tenido que asumir demasiadas pérdidas con la crisis.

—Eso solo les pasa a los hoteles baratos, no a los mejores, señor comisario —explicó Catherine.

—¿Participaba usted también en las actividades de mecenas de su padre?

—Creo que podría decirse que… —Lo pensó mejor—. Bueno, por lo que yo sé, él nunca involucró a nadie en esas cosas. Siempre lo consideró como algo suyo y de nadie más. Y le satisfacía mucho.

—¿Sabía que tenía intención de donar una cantidad bastante considerable al Círculo Artístico y al museo? Para unas reformas.

—Pierre-Louis Pennec era un gran mecenas. —La señora Pennec pronunció esa frase en un tono conscientemente melodramático.

—¿De qué cantidad se trataba? —preguntó Loic Pennec con cautela.

—Pues no conozco la cifra exacta, pero tengo entendido que era una suma muy sustanciosa.

—¿Y no tiene una idea aproximada? —La señora Pennec se había inclinado hacia delante al preguntarlo.

—Eso no puedo decírselo. —Dupin sospechaba que estaban preguntándose si tendrían que restarle esa cantidad a su herencia—. ¿Sobre qué más hablaron estos últimos días, señor Pennec?

—Sobre algún que otro detalle del hotel.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Dupin.

—Mi padre me informaba habitualmente de los pormenores del Central. De todo lo que había que hacer. Hablamos de los nuevos televisores para las habitaciones, por ejemplo. Los que hay ahora son muy antiguos. Él quería comprar de esos de pantalla plana, más modernos y elegantes. Detestaba la televisión y consideraba que así, al menos, esos espantosos aparatos no ocuparían tanto sitio. Teniendo en cuenta la cantidad total de habitaciones, desde luego era una gran inversión.

—¿Hablaron de eso esta semana?

—Sí. Entre otras cosas.

—¿Y qué quiere decir con que lo hablaban?

—No entiendo su pregunta.

—Me refiero a si él se lo explicaba a usted o si tomaban juntos las decisiones.

—Él me lo explicaba… y luego decidíamos juntos, sí. —Miró a Dupin con una expresión interrogante, como si quisiera recibir la confirmación de haber dado la respuesta correcta.

—¿Y no había nada que tuviera a su padre especialmente ocupado en los últimos tiempos? ¿Algún asunto de importancia?

—Eso ya nos lo ha preguntado —intervino entonces la señora Pennec en un tono cortante—, y no se nos ocurre nada fuera de lo normal.

—Claro, pero siempre es bueno darle vueltas. Cuando está uno tan abatido, a veces olvida cosas.

Dupin quedó impresionado por la habilidad con la que reaccionó entonces Loic Pennec.

—No, no sé de ningún asunto que hubiera preocupado a mi padre de forma especial últimamente. Excepto ahora, claro, que acabo de enterarme de su delicado estado de salud. Seguro que eso lo tuvo bastante preocupado las últimas semanas y meses, y sobre todo los últimos días, por supuesto. Desde el diagnóstico. Solo hay que ponerse en su lugar.

Mientras Loic hablaba, Dupin había empezado a inquietarse. De repente había caído en la cuenta de qué era aquello que le rondaba la cabeza desde la conversación con Beauvois.

—Me parece —empezó a decir entre balbuceos— que ya hemos hablado de muchas cosas… Me han ayudado ustedes mucho una vez más. Señor Pennec, señora Pennec.

Quería marcharse. Quería seguir sus pistas. A ninguno de los dos Pennec pareció molestarles el final repentino de la conversación.

—Eso no tiene ni que decirlo, señor comisario —dijo Loic Pennec—. Queremos ser útiles en todo lo que podamos. Por favor, no dude en venir otra vez si cree que podemos ayudar en algo.

Catherine Pennec asintió para corroborar las palabras de su marido, sus rasgos volvían a estar muy relajados. Como siguiendo una señal secreta, los tres se levantaron a un tiempo.

Loic Pennec añadió aún:

—¡Quisiéramos darle las gracias por trabajar con tanta dedicación! Y le ruego que nos disculpe si en estos momentos reaccionamos a veces… de una forma demasiado emotiva. Es que…

—Señor Pennec, eso es muy comprensible. Yo mismo tengo mala conciencia por venir a incomodarlos con todas estas preguntas cuando su pérdida es tan reciente. Como ya les dije ayer, sé que atraviesan un momento muy doloroso.

—No se preocupe, señor comisario. Cumple usted con su deber.

Catherine Pennec se había adelantado y ya había abierto la puerta.

—Adiós, madame. Señor Pennec… —se despidió Dupin.

—Adiós, señor comisario. Seguro que volvemos a vernos pronto.

Dupin se detuvo en la puerta.

—Ah, sí, señor Pennec…

El matrimonio lo miró con curiosidad.

—Solo un pequeño favor más. ¿Podríamos vernos otra vez mañana antes del mediodía en el hotel? —pidió Dupin—. Será solo un momento. Estaría muy bien. Así podría enseñarme usted algo.

—¿En el hotel? Desde luego. ¿Y qué…? Bueno, ¿de qué se trata?

—No es nada en concreto. Me gustaría recorrer con usted el establecimiento con tranquilidad.

Dupin percibió cierta rigidez en el rostro de Loic Pennec.

—Por supuesto, señor comisario. A las once tenemos cita en la funeraria, pero, por lo demás, estaré a su entera disposición. De todas formas, tengo mucho que hacer en el hotel.

—Muy bien. Se lo agradezco. Hasta mañana, entonces.

—Hasta mañana.

Cuando Dupin llegó al Central, Labat y Le Ber ya lo estaban esperando. Le Ber había salido fuera a fumar. Lo hacía muy pocas veces, Dupin lo había visto quizá en tres o cuatro ocasiones durante esos tres últimos años. Labat estaba apoyado en la puerta de entrada y, al verlo llegar, salió disparado hacia él con cara de pocos amigos.

—Señor comisario, he de decirle…

—Tengo que entrar en el restaurante —lo interrumpió Dupin—. Solo.

—Hay un par de cosas urgentes de las que deberíamos hablar. Tengo que advertirle que…

—Hablaremos de todo lo que quieras, pero luego.

—Es que hemos…

—¡Ahora no!

—Pero, señor comisario…

Dupin pasó de largo junto a Labat. Le Ber lo siguió con la mirada y dio una calada profunda, todo ello sin moverse apenas.

Estaba ya en el vestíbulo del hotel, sacó la llave y abrió la puerta del restaurante, pero Labat le había seguido.

—También hemos… —insistió.

—Te he dicho que ahora no, Labat. —La voz de Dupin sonó severa.

Entró en el restaurante, cerró enseguida la puerta tras de sí, dio dos vueltas a la llave y al instante se olvidó del inspector.

De pronto todo estaba en silencio. El aislamiento era verdaderamente increíble. El aire acondicionado no era más que un tenue rumor profundo y muy regular que se oía de fondo. Había que prestar muchísima atención para percibirlo. Dupin miró alrededor. Avanzó unos pasos por la sala y se detuvo. Recorrió las paredes y el techo con la mirada, despacio. El aire acondicionado en sí, el aparato, no se veía por ninguna parte. Debía de encontrarse en la sala de al lado, o en la cocina, tal vez. Por todo el techo del restaurante, más o menos cada dos metros, había unas ranuras alargadas de unos treinta centímetros enmarcadas en aluminio. Por ahí entraba el aire. La instalación debía de ser muy potente. Las «intervenciones arquitectónicas» debieron de costar una fortuna en este caso.

Dupin se colocó en el centro de la sala sin despegar la mirada de las paredes, de los cuadros. Calculó que habría unos veinticinco, tal vez treinta. Reproducciones y copias de los artistas más famosos de la colonia, como Paul Sérusier, Charles Laval, Émile Bernard, Armand Séguin, Meijer de Haan y, por supuesto, Paul Gauguin, pero también de pintores que él desconocía por completo. Dupin se acordó entonces de una anécdota genial que le había contado Juliette cuando todavía estudiaba historia del arte en la Escuela de Bellas Artes. Había ido con ella a visitar Colliure y Cadaqués, y Juliette le explicó una historia estrambótica pero cierta. Mientras la recordaba, Dupin se movió muy, pero que muy despacio, contemplando los cuadros uno a uno, concentradísimo.

Pasó tres cuartos de hora en el restaurante y el bar. Habían llamado a la puerta un par de veces, pero el comisario ni siquiera se había dado cuenta. A las seis de la tarde, fue él mismo quien abrió. Sus dos inspectores estaban allí, esperando en la pequeña recepción. Esta vez fue Le Ber el que corrió a su encuentro.

—Jefe, ¿sucede algo? —Su voz estaba cargada de expectación.

Labat se había quedado donde estaba, todavía parecía enfadado.

—¿Quién es el mayor experto en pintura del pueblo? —quiso saber Dupin—. En cuanto a cuadros de los pintores que estuvieron aquí, quiero decir.

Le Ber lo miró con asombro.

—¿Alguien que sepa de pintura? Ni idea. Supongo que el señor Beauvois. Quizá alguno de los galeristas. O el nuevo profesor de arte del colegio. Tendríamos que preguntarlo.

Dupin reflexionó un momento.

—No. Quiero un experto que no sea de Pont-Aven. Quiero a alguien de fuera.

—¿Un experto en arte de fuera? Pero ¿de qué se trata?

Labat se había acercado y se había detenido justo frente a Dupin.

—Sí, nos sería de gran ayuda que nos iluminase —apostilló con retintín.

Sin responder, el comisario se marchó del hotel. Torció a la izquierda, y luego a la izquierda otra vez para meterse en su pequeño y tranquilo callejón, donde sacó el móvil.

—¿Nolwenn? ¿Aún estás en la comisaría?

—¿Señor comisario?

—Necesito que me ayudes. Tenemos que encontrar a un experto en pintura, en concreto un experto en la Escuela de Pont-Aven. Alguien que conozca sus obras, sus cuadros. Y que no sea de Pont-Aven.

—¿Que no sea de Pont-Aven?

—Exacto.

—¿No importa de donde sea, mientras no sea de Pont-Aven y esté capacitado? —quiso asegurarse su secretaria.

—Eso es.

—Bien. Yo me encargo.

—Lo necesito enseguida.

—¿Quiere decir ahora? ¿Para esta misma tarde?

—Exacto.

—¡Pero si son ya las seis y media!

—Lo antes que puedas.

—¿Lo envío al Central?

—Sí.

Nolwenn colgó.

Dupin se quedó inmóvil unos momentos. Meditando. Después siguió recorriendo el callejón hasta que se bifurcaba, y esta vez bajó directo al río y cruzó a la otra orilla, hacia el puerto, por un puentecillo de madera con decoraciones florales. Allí se detuvo. El mar había subido por el fiordo, la marea casi había alcanzado su punto más alto y los barcos flotaban erguidos y orgullosos en el agua. Dupin contempló los mástiles que se balanceaban, bailando unos junto a otros desordenadamente. Las olas pequeñas nunca llegaban a ellos al mismo tiempo con la misma fuerza, así que cada barco seguía su propio ritmo. Cada uno bailaba solo… y sin embargo, todos juntos, en caótica armonía. A Dupin le gustaba el sonido de las pequeñas campanillas que colgaban de la punta de los mástiles.

Caminó un trecho a lo largo del embarcadero con las manos cruzadas a la espalda. Si las cosas eran como él pensaba, se trataba de algo increíble. ¡Menuda historia! Él mismo tenía claro que sonaba bastante fantástico.

No fue hasta llegar a la última casa del final del puerto cuando dio media vuelta y regresó muy despacio al hotel, dando algún rodeo. Lo repasó todo de nuevo en su cabeza.

Habían pasado exactamente treinta y dos minutos cuando Nolwenn volvió a llamarlo. Marie-Morgane Cassel, se llamaba la experta en historia del arte. Era de Brest, de la prestigiosa Universidad de la Bretaña Occidental. Nolwenn le citó artículos y expertos de París que afirmaban que ella era sin duda la mejor. Había conseguido su número de móvil a través de varias comisarías y jugando la baza de llamar de parte del más reputado departamento policial (la Brigada de Homicidios), así que la había localizado enseguida. Marie-Morgane Cassel había hecho gala de una serenidad asombrosa, según le explicó su secretaria, y se había mostrado dispuesta a colaborar aun si Nolwenn no había podido darle demasiados detalles. Debía de haberle sonado casi como una aventura. Nolwenn solo le había explicado que la policía la necesitaba con urgencia como asesora en un caso, y que, si ella estaba de acuerdo, dos agentes de Brest la llevarían a Pont-Aven esa misma tarde. Un sábado. Sin previo aviso. La señora Cassel solo había preguntado si tenía que llevarse una pequeña maleta para pasar la noche.

Le Ber y Labat estaban comiendo algo en la sala del desayuno cuando Dupin volvió a entrar en el Central. La señora Mendu se había ocupado de ellos y les había ofrecido las exquisiteces de la región: rillettes (a Dupin, las que más le gustaban eran las de vieiras), varios tipos de paté, queso de cabra bretón, diferentes clases de mostaza, una barra de pan y una botella de Faugères tinto. El comisario se sentó con ellos a comer algo.

Para su sorpresa, ninguno de los dos preguntó nada ni intentó sonsacarle. Ni siquiera Labat, que parecía extrañamente contento. Nolwenn debía de haber tenido unas palabras con ellos, a Dupin no se le ocurría ninguna otra explicación. Y así era: Nolwenn había informado ya a Labat y Le Ber, que sabían que el comisario esperaba a alguien y sabían quién era. Tampoco Dupin les preguntó nada. Nadie sabía mejor que Nolwenn que, cuando las cosas se ponían serias, había que dejarlo tranquilo: así era él. Aunque, claro, también podía deberse al efecto calmante de la comida y el vino tinto.

Le Ber informó de su visita al barbero del puerto, que le había cortado el pelo a Pennec ese mismo lunes por la tarde. El barbero en cuestión, el señor Lannuzel, se había reído cuando Le Ber le había preguntado de qué habían hablado: hablar, lo que se dice hablar, habían hablado muy poco. Nunca se decían mucho, y ese lunes no había sido una excepción. Pennec había estado ocupado con unos papeles, pero Lannuzel no tenía ni idea de qué clase de papeles podían ser. Labat guardó silencio durante el informe de Le Ber y luego empezó a recitar sus propios resultados sin demasiada energía. Ya habían comprobado casi todos los teléfonos de las listas. Eso era importante. Dupin las consultaría al día siguiente, en esos momentos no estaba por la labor. Había comido demasiado.

El coche patrulla llegó poco antes de las diez. Dupin había vuelto a entrar solo en el restaurante después de la cena. Aunque a esas horas había mucho jaleo fuera, en la plaza, allí dentro se seguía disfrutando de un silencio absoluto. Se sobresaltó cuando llamaron a la puerta. Como no había cerrado con llave, Le Ber entró.

—Ya ha llegado la profesora de Brest, comisario. Marie-Morgane Cassel. La hemos llevado arriba, a la sala de interrogatorios.

—No, no, que venga aquí.

—¿Aquí? ¿Al lugar de los hechos?

—Exacto.

—Como usted diga. Nolwenn ya le ha organizado la estancia. Tiene una habitación reservada en el hotel.

—Vale, de acuerdo.

—Y los agentes locales han logrado localizar por fin al comisario Derrien. No ha sido fácil. Está perdido en algún lugar de las montañas donde prácticamente no hay cobertura. Apenas lo entendían, no hacía más que cortarse la conexión.

—¿En las montañas? Creía que estaba en la isla de la Reunión.

—Después de la boda salieron de excursión al Piton des Neiges, un volcán. Es el pico más alto del océano Índico. Pasado mañana regresarán a la capital, Saint-Denis.

—¿Cómo se les ocurre subir a un volcán después de una boda? —Dupin suspiró—. Qué más da. Ya nos las apañamos sin Derrien.

Así eran las cosas en esos momentos. Estuvo a punto de preguntar cómo era que Le Ber estaba tan familiarizado con los volcanes de una isla del Índico, pero lo dejó correr.

—Eso pienso yo también, jefe. Voy a buscar a la profesora.

Un minuto después, Marie-Morgane Cassel estaba en la puerta. Era sorprendentemente joven para ser catedrática; Dupin le echó unos treinta y tantos. Melena larga de rizos castaño oscuro y muy rebeldes, brillantes ojos azules, una boca llamativa. Delgada. Llevaba un vestido azul oscuro que le realzaba la figura.

Se detuvo en el umbral.

—Buenas noches, señora Cassel. Soy Georges Dupin, el comisario que investiga el asesinato de Pierre-Louis Pennec. Quizá haya oído hablar del caso, y supongo que mis compañeros ya la habrán puesto un poco en antecedentes. —Dupin se enfadó consigo mismo, lo que acababa de decir era una tontería.

—La verdad es que todavía no sé nada —contestó la profesora—. Los dos amables agentes que me han traído aquí me han dicho que tampoco ellos sabían de qué se trataba. Y su secretaria solo ha podido informarme de que está relacionado con el asesinato del hotelero que ha aparecido en todos los periódicos. Me ha dicho que a lo mejor yo podía ayudar en cierto punto, y que usted me explicaría cómo exactamente in situ.

Dupin se alegró de no haber leído ningún periódico ese día.

—Lo siento. La culpa es mía. Es de muy mala educación hacerla subir a un coche patrulla así, sin ni siquiera decirle más o menos para qué la necesitamos. Ha sido usted muy amable al acceder, a pesar de ello, y venir.

En el rostro de Marie-Morgane Cassel asomó una leve sonrisa.

—Bueno, ¿de qué se trata, señor comisario? ¿Qué puedo hacer por usted?

—Tengo una teoría. Aunque a lo mejor es un poco descabellada.

Esta vez la señora Cassel sonrió abiertamente.

—¿Y yo puedo ayudarle con ella?

En ese momento fue Dupin quien sonrió.

—Yo creo que sí que puede.

—Bueno, pues empecemos.

—Vale, de acuerdo, sí.

Marie-Morgane Cassel seguía en el umbral.

—Entre, por favor —pidió el comisario—. Preferiría cerrar la puerta.

Lo hizo y se dirigió sin mediar palabra hacia el bar, adonde la señora Cassel lo siguió.

—¿En cuánto estimaría el valor de un Gauguin de ese tamaño? —Señaló uno de los cuadros de la pared: tres perros que bebían de un cazo encima de una mesa.

—Es un cuadro muy famoso de Paul Gauguin, Naturaleza muerta con tres cachorros. La fruta, las copas, el cazo… Es increíble lo familiares que nos resultan esos objetos de la pintura y, mírelos bien, toda la estructura espacial se tambalea de una forma inesperada. En eso puede apreciarse muy bien la típica forma de hacer de Gauguin. ¡Ay, disculpe! No estoy aquí para hablar de arte.

—No me refería a ese cuadro en concreto, sino solo como ejemplo —aclaró Dupin—. Me interesa el valor que tendría una obra de Gauguin de ese tamaño.

—Unos noventa por setenta centímetros. Es un formato que Gauguin utilizó muy a menudo. Su valor, no obstante, no es únicamente cuestión del tamaño, sino también de la época. Depende sobre todo de la relevancia del cuadro dentro del conjunto de su obra y de la historia del arte. Y, por supuesto, también de lo desquiciado que esté en un momento determinado el mercado de subastas.

—Estoy pensando en un cuadro que Gauguin pintó aquí, en Pont-Aven. No nada más llegar, sino un tiempo después.

—Gauguin estuvo cuatro veces en Pont-Aven entre 1886 y 1894, y sus estancias fueron de diferente duración. ¿Sabía que se alojó justo aquí, en este hotel?

—Lo sabía, sí.

—En su cuarta estancia no estuvo en Pont-Aven propiamente dicho, porque aquí había ya demasiado jaleo para él, sino que se hospedó y trabajó en Le Pouldu. Los años decisivos fueron sin duda desde 1888 y 1889 hasta 1891, la segunda y tercera estancias, durante las cuales pintó los cuadros más significativos y…

La profesora estaba en su elemento. Era evidente que se trataba de una intelectual apasionada. Lo llevaba dentro.

—Pongamos, pues, un cuadro de esos años —concretó Dupin—. Solo como suposición.

—Existen varios cuadros de un formato más o menos parecido que se pintaron durante esos años. Seguro que conoce usted un par de ellos: el Cristo amarillo, o el Retrato de Madeleine Bernard, la prometida de Laval, musa de Gauguin y con la que mantuvo correspondencia durante muchos años. ¿Se refiere a algún cuadro en concreto?

—No, a ningún cuadro famoso. —Dudó un momento—. Pienso más bien en un cuadro completamente desconocido hasta ahora.

—¿Un Gauguin de gran formato de los años 1888, 1889 o 1890, y desconocido? —Marie-Morgane Cassel empezó a entusiasmarse. Habló entonces más deprisa—: Esos son los años en los que desarrolló su estilo revolucionario, que poco a poco fue englobándolo todo: técnica, color… ¡Todo! Fue entonces cuando por fin cortó los lazos con el impresionismo. Ya había regresado de su primer viaje a Panamá y la Martinica, y se había convertido en la cabeza visible del grupo de artistas. En octubre se mudó a Arlés, con Van Gogh, para vivir y trabajar con él… no duraron ni dos meses y terminaron con una espantosa pelea, tras la cual Van Gogh se cortó el famoso trozo de oreja, como sabrá usted. ¡Disculpe, otra vez me estoy yendo por las ramas! Es deformación profesional, supongo.

—No importa. Sí, justo un cuadro de esos años.

—Eso es altamente improbable, señor Dupin. No creo que quede ningún cuadro de esa época y en ese formato del que no se tenga conocimiento.

El comisario bajó la voz:

—Soy muy consciente de ello. —Y con un susurro aún más leve, sin que se le oyera apenas, añadió—: Me parece que en esta sala hay uno colgado. Un cuadro de Gauguin desconocido hasta ahora. De esa época.

Se produjo una larga pausa. Marie-Morgane Cassel se quedó mirando al comisario sin creer lo que acababa de oír.

—¿Un Gauguin auténtico? ¿Un cuadro desconocido de una de sus épocas más importantes? Está usted mal de la cabeza, señor Dupin. ¿Cómo puede haber acabado aquí un Gauguin auténtico? ¡¿Quién colgaría un Gauguin en un restaurante?!

Dupin asintió con una sonrisa y dio un par de pasos por la sala.

—Una noche, Picasso salió a cenar a un restaurante con un grupo de amigos. —Esa era la anécdota que le había contado Juliette una vez—. Fue una velada maravillosa que se prolongó hasta altas horas. Comieron y bebieron mucho. Picasso estaba de muy buen humor y se pasó toda la noche dibujando y pintando sobre el mantel, que era de papel. Cuando llegó la hora de irse, el dueño del restaurante propuso que, en lugar de pagar la cuenta, Picasso firmara el mantel y se lo regalase. A la mañana siguiente, el hombre colgó un Picasso, un Picasso auténtico de gran formato, en la pared de su fonda rural. ¿Por qué no podría haber sucedido una historia similar entre Marie-Jeanne Pennec y Gauguin aquí, en Pont-Aven?

Marie-Morgane Cassel no decía nada.

—Parece una locura, lo sé —reconoció Dupin—. Pero es posible que no hubiese lugar más seguro para el cuadro que aquí mismo, donde nadie sospecharía jamás algo así. Donde siempre había estado colgado y todo el mundo lo conocía, y donde Pierre-Louis Pennec, además, podía verlo siempre que quería.

La profesora seguía callada.

—Fíjese. Esta sala cuenta con un sistema de aire acondicionado muy profesional. ¿Quién instala algo así… en la Bretaña? Es un equipo absolutamente desproporcionado. Para las necesidades de un restaurante habría bastado con un aparato mucho más pequeño y sencillo. Pierre-Louis Pennec debió de invertir aquí una cantidad enorme de dinero. Con instalaciones de este tipo se equipan hospitales, grandes oficinas… y museos.

Eso era lo que le había estado rondando la cabeza desde su conversación con Beauvois. Lo que tanto le había preocupado sin que él mismo supiera de qué se trataba. La instalación de aire acondicionado. Y no solo había hablado del aire acondicionado durante su conversación con el profesor retirado: ese detalle aparecía anotado una media docena de veces en su libreta. ¿Quién necesitaba un aire acondicionado en la Bretaña? ¿Y de esas dimensiones, además? ¿Por qué precisamente en esa sala una instalación tan grande? Todo encajaba a la perfección, por muy fantasioso que pareciera.

—¿Me está diciendo que así mantienen la humedad y la temperatura constantes de una forma segura y que…? —Marie-Morgane Cassel se interrumpió. Parecía estar meditándolo a conciencia.

Dupin no había planeado compartir hasta tal punto con la profesora sus ideas y los detalles de la investigación. No era ni mucho menos su estilo.

—Treinta millones —estimó la señora Cassel—. Puede que más. Cuarenta, quizá. Es difícil decirlo.

Esta vez fue Dupin el que se quedó sin habla. Tardó un momento en recuperarse.

—¿Quiere decir treinta millones… de euros?

—Puede que cuarenta, o incluso más. —Y hablando casi como de pasada, añadió—: Conozco esa historia de Picasso. Es verídica, sí. —Había empezado a moverse despacio por la sala, sus ojos escaneaban cada uno de los cuadros.

Treinta millones. Puede que cuarenta. ¡O más! Dupin sintió que se le ponía la piel de gallina. ¡Eso sí que era un móvil! Un móvil muy poderoso. Cuando se barajaban esas cantidades, todo era posible. Por algo así, mucha gente sería capaz de cualquier cosa.

—Un Sérusier, un Gauguin, un Bernard, un Anquetin, un Séguin, un Gauguin, otro Gauguin. Todos son copias. Copias buenas. Algunas debió de encargarlas la propia Marie-Jeanne Pennec, porque son casi igual de antiguas que los originales. O se las regalaron, también eso era habitual.

Fue pasando revista a los cuadros de uno en uno. Desde la barra, donde habían estado hablando el comisario y ella, hacia la puerta. Dupin la observaba con atención.

La profesora se detuvo de pronto delante del último cuadro. Donde ya no había más mesas.

—¡Esto es ridículo! —exclamó con sincera indignación—. Aquí el pintor, o el copista, mejor dicho, ha cometido unos errores absurdos. Se supone que es uno de los cuadros más importantes de Gauguin, La visión después del sermón o La lucha de Jacob con el ángel. También una obra de 1888.

—Sí, ¿y…? —Dupin se había acercado a ella y miraba fascinado el cuadro.

—Se le han pasado detalles muy importantes. El color del fondo, el rojo, aquí es un naranja chillón. En general es algo más grande de lo que debería. Hay más campesinas bretonas en este cuadro que en el original y, además, aquí están más apartadas. Pero, sobre todo, el sacerdote que ocupa el centro, debajo del tronco del árbol, ¿lo ve?, está mal situado.

Mientras hablaba, Marie-Morgane Cassel señalaba con excitación la parte correspondiente del cuadro.

—En el original está en una esquina. A la derecha y arriba. En general, toda la perspectiva de esta copia está equivocada, como si la hubieran hecho mirando por un gran angular. Aquí se ve un buen trozo de paisaje por arriba, incluso un poco de horizonte; en el otro, en el cuadro auténtico, solo hay superficie roja y por arriba se ven como mucho las ramas del árbol. La disposición de este forma casi una gran espiral. Gauguin adoraba esa espiral, pero…

Enmudeció. Se quedó absolutamente inmóvil y luego se inclinó todo lo que pudo hacia el cuadro, hasta que sus ojos estuvieron a apenas unos centímetros del lienzo, y lo examinó empezando por abajo y ascendiendo con meticulosidad. Tardó varios minutos en volver a hablar:

—Es asombroso. ¡Qué raro! Sería un Gauguin trastornado… si lo hubiera pintado él. Pero no lo pintó él. Aunque, por supuesto, lleva la imitación de su firma.

Dupin no entendía nada.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que Gauguin no pintó este cuadro. El autor de esta obra improvisó sin lugar a dudas inspirándose en el cuadro de Gauguin y creó una nueva versión.

—¿Y quién lo pintó? Quién concibió este cuadro, quiero decir.

—¡A saber! Uno de los cientos de pintores que se han inspirado en la obra de Gauguin para realizar sus variaciones, y que lo siguen haciendo en la actualidad. Igual que los que pintaron las otras copias que ve aquí colgadas. Están todas muy bien hechas, por personas que conocían bien su oficio. Expertos en el estilo de Gauguin, en su pincelada, en su forma de trabajar.

—Lo que quiere decir usted es que no tiene constancia de que Gauguin pintara ningún cuadro como este. Que no se conoce otro cuadro que sea igual a este.

Esa precisión era importante para Dupin.

Marie-Morgane Cassel se tomó su tiempo para contestar.

—Sí. Tiene usted razón. En rigor, solo puedo decir eso.

Contempló el cuadro una vez más, muy concentrada.

—Es un trabajo extraordinario —comentó—. Una obra maravillosa. El imitador es muy bueno.

Sacudió la cabeza, pero Dupin no supo muy bien a qué respondía ese gesto.

—¿Y puede descartar con toda seguridad que sea un Gauguin? —preguntó—. Que este cuadro que cuelga aquí fuese pintado por el propio Gauguin, quiero decir.

—Sí que puedo. La pintura blanca de este cuadro, y eso lo veo sin necesidad de un análisis espectroscópico, es blanco de titanio, que no se introduce en la pintura moderna hasta 1920. Gauguin utilizaba una combinación de blanco de plomo, sulfato de bario y blanco de zinc. Además, el craquelado no es lo bastante profundo ni está suficientemente ramificado para ser una obra de hace ciento treinta años.

Dupin se pasó una mano por el pelo con frustración… Vale, de acuerdo, pero aquello no se había acabado, todavía quedaba otra posibilidad.

—A lo mejor este es solo una copia, igual que los demás, y el auténtico está en una caja fuerte —apuntó.

—¿Y el señor Pennec habría hecho instalar este costoso aire acondicionado por una copia que apenas tiene valor?

Esta vez Dupin se quedó un buen rato callado.

—Los días previos a su muerte, Pierre-Louis Pennec intentó ponerse en contacto con el Museo de Orsay. —Pronunció la frase sin fuerzas, como un último acto de rebelión, pero ya resignado.

—¿Con el Museo de Orsay? ¿Está usted seguro?

—Sí.

—¿Cree que, de existir ese Gauguin auténtico —planteó la profesora—, se habría decidido a hablarle a alguien de él? ¿A un experto? ¿Por qué ahora? No sé. Además…

De pronto, también ella parecía confusa.

—A principios de esta semana Pennec se enteró de que estaba gravemente enfermo. Podía morir en cualquier momento. —Dupin volvió a asombrarse de lo mucho que estaba explicando. Sus inspectores no conocían ninguno de esos detalles.

—¿Gravemente enfermo? ¿Y lo asesinaron?

—Sí, aunque le ruego que mantenga en secreto esa información.

Marie-Morgane Cassel arrugó la frente.

—¿Podría conseguirme un ordenador portátil con conexión a internet? Me gustaría investigar un poco. Sobre esos años de Gauguin, sobre La visión, los trabajos preparatorios y los estudios para esa obra.

—Sí. Hágalo, por favor.

Dupin consultó su reloj. Eran ya las once y media. De pronto no podía más. Estaba exhausto y no sabía por dónde seguir. Caminó sin decir palabra hacia la puerta y la abrió.

—Investigue con calma. Le hemos reservado una habitación. Le pediré a uno de mis inspectores que le consiga un portátil.

—Es muy amable, la verdad es que no he pensado en traer el mío.

—¿Para qué iba a hacerlo? Ya es casi medianoche. Nos veremos mañana a primera hora. Para desayunar, ¿le parece bien?

—¡Para desayunar, sí! A las ocho. Así habré tenido algo de tiempo.

—De acuerdo.

Dupin salió a la recepción y vio a Labat junto al mostrador.

—Labat, la señora Cassel necesita un portátil. ¿Hay conexión a internet desde su habitación? Lo necesitamos enseguida.

—¿Ahora?

—Sí, ahora. Se trata de unas investigaciones importantes. —En un tono todavía más enérgico, añadió—: ¡Y quiero ver a Salou mañana por la mañana!

—Salou ha llamado hace una hora. Quería hablar con usted por lo del allanamiento, o lo que fuera eso.

—Quiero verlo. A las siete. Siete y media. Aquí, en el restaurante. Dile que traiga sus aparatos.

Le Ber, que no había dicho nada en todo el rato, parecía querer preguntar algo, pero al final decidió seguir callado.

—No sé yo, es que… —protestó Labat.

Dupin lo interrumpió con voz tranquila:

—A las siete y media.

Marie-Morgane Cassel esperaba en la puerta, algo perdida. Dupin se volvió hacia ella.

—Le agradezco una vez más toda su ayuda, madame.

—Es un placer. —La profesora sonrió.

Dupin se alegró de ver esa sonrisa. Había sido un día largo y agotador que había terminado con un jarro de agua fría.

—Bueno, pues nos veremos mañana temprano, señora Cassel. Que descanse.

—Gracias, que descanse usted también.

—Sí, me parece que lo haré. —Y muy pronto, esperaba.

Labat cogió la bolsa de mano de la profesora y empezó a subir la escalera para mostrarle el camino al primer piso. La señora Cassel lo siguió.

Durante la última hora, Dupin había vuelto a sentir un ligero mareo. Cogería el coche y regresaría a Concarneau. La perspectiva de estar en casa en breve le puso de buen humor.

Le Ber había salido del hotel y estaba fumando cuando Dupin se reunió con él bajo el cielo nocturno. Apenas le miró un instante, también el inspector parecía exhausto.

—Buenas noches, Le Ber. Nos vemos mañana a primera hora.

—Buenas noches, jefe.

Dupin había aparcado el coche en plena place Gauguin, justo a la derecha del hotel.

Apenas tardó quince minutos en llegar a su casa y prefirió no pensar siquiera a qué velocidad había ido. Las carreteras estaban bastante vacías y él había abierto el enorme techo solar de su XM para disfrutar todo lo posible de la brisa suave y reconfortante de la noche estival. Y para ver el impresionante cielo estrellado. La Vía Láctea brillaba blanca y clara. Quería sentirse cerca de todo ello. Le sentaba bien.