Todo apuntaba a que ese 7 de julio iba a ser un espléndido día de verano. Uno de esos grandiosos días de la costa atlántica que tan feliz solían hacer al comisario Dupin. Allá adonde mirase, reinaba un azul luminoso y, aunque hacía un calor poco habitual para la Bretaña a una hora tan temprana, la atmósfera estaba tan despejada que todo presentaba unos contornos limpios, nítidos. Y eso que la tarde anterior había parecido que se les venía encima el fin del mundo: unos nubarrones negros, bajos y amenazantes habían cruzado veloces el cielo, descargando fuertes aguaceros torrenciales aquí y allá.
Concarneau, la magnífica Ciudad Azul, como seguían llamándola a causa del intenso color de las redes de pesca que el siglo anterior se tendían en su puerto, resplandecía. La esfera del reloj que coronaba el mercado, un bonito edificio antiguo en el que todos los días podía comprarse bien fresco el género que los pescadores locales habían capturado en sus redes apenas unas horas antes, marcaba las siete y media. El comisario Georges Dupin se encontraba en L’Amiral, sentado al final de la barra con el periódico abierto ante sí, como siempre. El emblemático café restaurante, que gozaba de una larguísima tradición (e incluso, una vez, había sido hotel), quedaba en el muelle y tenía justo enfrente el famoso casco histórico de la localidad. La ville close, la antigua ciudad medieval rodeada por una imponente muralla con torreones fortificados, había sido erigida sobre una islita alargada que se alzaba, como una escena salida de un cuadro, en medio de ese puerto en el que también desembocaba el tranquilo río Moros. Hacía exactamente dos años y siete meses que Dupin, tras una vida entera en París, se había visto obligado a abandonar la glamurosa capital a causa de su «traslado» a ese rincón perdido del país como consecuencia de «una serie de disputas» (según se hizo constar en el informe interno), y todas las mañanas desde entonces se tomaba su café solo en L’Amiral. Un placentero ritual que no sacrificaba por nada del mundo.
En L’Amiral se respiraba todavía ese maravilloso ambiente que lo trasladaba a uno a la gran época de finales del siglo XIX, cuando se habían hospedado allí numerosos artistas famosos, a los que años más tarde siguió incluso un personaje igualmente conocido, el comisario Maigret. El pintor Paul Gauguin, sin ir más lejos, se había visto envuelto en una vulgar pelea justo delante del restaurante una noche en que unos rudos marineros insultaron a su jovencísima novia javanesa. Con el paso de las décadas, el legendario L’Amiral se había ido deteriorando hasta que, doce años atrás, Lily y Philippe Basset —de Concarneau los dos, aunque se habían conocido en París de una manera bastante azarosa y con unos planes muy diferentes— se hicieron cargo de él y le devolvieron todo su esplendor. No se podía negar que, oficiosamente, constituía el centro neurálgico de la ciudad. La mayoría de los turistas preferían las «idílicas» cafeterías que quedaban algo más allá, en la gran plaza, de manera que en L’Amiral casi siempre estaba uno rodeado de los habituales; era acogedor, auténtico, sin decoraciones artificiosas, sin folclore.
—Otro café. Y un cruasán —murmuró el comisario.
Apenas se le había oído, pero Lily no había necesitado más que su mirada y su breve gesto para entenderlo. Ya era el tercer café de Dupin.
—¡Treinta y siete millones! ¿Lo ha visto, señor comisario? ¡El bote de esta semana es de treinta y siete millones! —Lily estaba ya delante de la enorme cafetera de bar, de esas que todavía emitían los ruidos apropiados y que, con cada café, impresionaba a Dupin tanto como el primer día.
Lily Basset debía de tener unos cuarenta y tantos años; era una mujer muy guapa, de rizada melena rubio oscuro, con una energía y un dinamismo inagotables, y unos ojos verde mar que siempre lo veían todo. No se le escapaba nada, era increíble. A Dupin le caía muy bien, igual que Philippe (el cocinero del restaurante: magnífico, apasionado y nada pretencioso), aunque nunca hablaran demasiado. O quizá precisamente por eso. Lily había aceptado al comisario desde el primer día, lo cual ya era mucho por aquella zona, y aún más teniendo en cuenta que, para los bretones, los parisinos eran los más extranjeros de todos los llegados de fuera.
—¡Maldita sea! —El comentario de Lily le había hecho recordar que aún no había echado la primitiva.
El gigantesco bote que tenía en vilo a todo el país no le había tocado a nadie la semana anterior. El comisario, que se había envalentonado y había probado suerte rellenando doce líneas, solo había conseguido acertar un número en dos hileras diferentes.
—Pues ya estamos a viernes, señor comisario.
—Lo sé, lo sé. —Iría directo al estanco de al lado.
—La semana pasada, el viernes a media mañana ya se habían quedado sin papeletas en todas partes.
—Sí, lo sé.
Esa noche, igual que desde hacía ya varias semanas, Dupin había dormido fatal, y en ese momento estaba intentando concentrarse en la lectura del periódico. Ese mes de junio, el norte del departamento del Finisterre solo había recibido un triste sesenta y dos por ciento de las horas de sol que solía tener un junio normal: ciento cuarenta y cinco. El sur del Finisterre, por el contrario, había disfrutado de hasta un setenta por ciento, y el colindante departamento de Morbihan, a tan solo unos kilómetros de distancia, un ochenta y dos por ciento. El artículo ocupaba toda la primera plana del Ouest France. Esas curiosísimas estadísticas sobre la climatología eran la especialidad del periódico… de todos los periódicos bretones, en realidad, y de todos los bretones en general. «Hacía décadas —remachaba con tono dramático— que ningún junio nos había dejado tan escasas horas de sol y tan tristes, ni unas temperaturas tan poco calurosas». El artículo terminaba como era de esperar: «Qué se le va a hacer: en la Bretaña hace buen tiempo, pero solo cinco veces al día». Era una especie de mantra nacional. Sin embargo, cuidado, porque solo a los auténticos bretones les estaba permitido maldecir el tiempo o burlarse de él; si lo hacía un forastero, se consideraba de pésima educación. Y esa misma regla valía, tal como había aprendido Dupin en sus casi tres años allí, para todo lo que fuera «bretón».
El estridente sonido del móvil sobresaltó al comisario. Lo detestaba más cada vez que sonaba. Era el número de Labat, uno de sus dos inspectores. Dupin empezó a ponerse de mal humor y dejó que siguiera sonando. Total, si al cabo de media hora se encontraría con él en la comisaría. Labat le parecía estrecho de miras, insoportablemente solícito, servil y a la vez movido por una ambición malsana. Estaba en la treintena, era más bien grueso, tenía una carita redonda e infantil, orejas de soplillo, una calva incipiente que no le sentaba precisamente bien… y aun así se creía irresistible. Se lo habían asignado nada más llegar, y él había hecho algún que otro amago de quitárselo de encima. La verdad es que lo había intentado casi todo, pero no le había servido de nada.
El móvil sonó una segunda vez. Labat, siempre dándose importancia. Y una tercera. Dupin se dio cuenta de que empezaba a ponerse bastante nervioso.
—¿Sí?
—¿Es usted, señor comisario?
—¿Y quién si no quieres que te conteste a mi teléfono? —espetó Dupin.
—El prefecto Guenneugues ha llamado hace un momento. Tendría usted que sustituirlo esta tarde para ir a recibir al Comité de la Amistad de Staten Stoud, Canadá. —Qué repulsivo era aquel tono de voz meloso de Labat—. Como seguro que usted ya sabe el prefecto Guenneugues es presidente honorífico de nuestro Comité de la Amistad. La delegación oficial de Staten Stoud pasará una semana en Francia y esta tarde es la invitada de honor de la fiesta bretona que se celebra en la playa de Trégunc. Al prefecto le ha salido un imprevisto en Brest, y por eso le ruega a usted que vaya a recibir en su lugar a la delegación y a su presidente primero, el doctor de la Croix. Como Trégunc es de nuestra jurisdicción…
—¿Que qué? —Dupin no tenía la menor idea de qué le estaba hablando Labat.
—Staten Stoud es una ciudad hermanada con Concarneau, está cerca de Montreal. El prefecto tiene allí unos parientes lejanos que…
—Son las ocho menos cuarto, Labat. ¡Estoy desayunando!
—Pero es que para el señor prefecto es muy importante, y ha llamado ex profeso y me ha pedido que le transmitiera sus instrucciones.
—¡¿Cómo que «sus instrucciones»?! —Dupin le colgó.
No le apetecía dedicar ni un minuto más de su tiempo a ese asunto. Gracias a Dios que todavía estaba demasiado dormido para perder los nervios. No soportaba a Guenneugues. Además, después de casi tres años seguía sin saber cómo se pronunciaba su apellido. Había que reconocer que eso le pasaba con bastantes nombres bretones, lo cual, dado que en su profesión tenía trato con mucha gente, lo había puesto más de una y de dos veces en situaciones embarazosas.
Dupin volvió a concentrarse en su periódico. El Ouest France y el Télégramme eran los dos grandes rotativos regionales, y ambos se dedicaban a la Bretaña con un orgullo entrañable y, en ocasiones, algo peculiar. Después de una página de sucintas noticias internacionales y nacionales que explicaban deprisa y corriendo todo lo acaecido en el mundo, seguían treinta páginas de información regional y local… la mayoría muy, muy local. El comisario Dupin adoraba ambos diarios. Después de su «traslado», gracias a ellos había empezado su particular estudio del alma bretona, al principio con cierta reticencia, pero luego cada vez con mayor interés. Aparte de sus encuentros con los lugareños, eran justamente esos artículos menores, en apariencia tan insignificantes, los que más le habían enseñado. Allí se contaban historias sobre la vida en «el fin del mundo»: el finis terrae, que era como habían llamado los invasores romanos a ese recóndito extremo de la escabrosa península que se adentraba en las tempestuosas aguas del Atlántico. Todavía en la actualidad constituía el nombre oficial del departamento: Finisterre. Pero para la gente de allí (¡celtas!), su tierra no era ni muchísimo menos el «fin del mundo», sino todo lo contrario: penn ar bed, literalmente la «cabeza del mundo». El principio de todo, claro está.
El teléfono volvió a sonar. Labat otra vez. A pesar del cansancio, Dupin sintió que le podía la ira.
—No pienso ir a lo de esta tarde —soltó nada más descolgar—. Tengo cosas que hacer, compromisos oficiales. Házselo saber a Geungeug… ¡Házselo saber al prefecto!
—Un asesinato. Ha habido un asesinato —informó Labat con apenas un hilo de voz.
—¿Cómo dices?
—En Pont-Aven, señor comisario. Han encontrado muerto a Pierre-Louis Pennec, el dueño del hotel Central. En su restaurante, hace solo unos minutos. Alguien ha avisado al puesto de policía de la localidad.
—¿Me estás tomando el pelo, Labat?
—Los agentes de Pont-Aven ya deben de estar allí.
—¿En… Pont-Aven? ¿Pierre-Louis Pennec? —repitió, extrañado.
—¿A qué se refiere, señor comisario?
—¿Qué más sabes? —preguntó este en lugar de responder.
—Solo lo que acabo de comunicarle.
—¿Y estás seguro de que ha sido un asesinato?
—Eso parece.
—¿Cómo que «eso parece»? ¿Por qué? —Antes aún de que esas preguntas salieran de su boca, Dupin se enfadó por haber tenido que hacerlas.
—Yo solo puedo decirle lo que le ha contado el cocinero del hotel, que ha sido quien ha dado el aviso, al agente de servicio, quien a su vez…
—Vale, de acuerdo, pero ¿qué pintamos nosotros ahí? Pont-Aven es jurisdicción de Quimperlé. Eso es cosa de Derrien.
—El comisario Derrien se fue de vacaciones el lunes. —Labat le explicó brevemente la situación de Derrien—. Así que, para cuestiones graves, los responsables somos nosotros. Por eso el puesto de Pont-Aven…
—Vale, sí, ya… Ahora mismo salgo para allí. Ve tú también, y llama a Le Ber. Lo quiero en Pont-Aven enseguida.
—Le Ber ya está de camino.
—Bien. —Calló un segundo—. No me lo puedo creer. Maldita la suerte que tengo.
—¿Cómo dice, señor comisario?
Dupin colgó sin contestar.
—¡Tengo que irme! —anunció en dirección a Lily, que estaba enfrascada en su propia conversación telefónica.
Dejó un par de monedas en la barra y salió de L’Amiral. Tenía el coche en el gran aparcamiento del puerto, a solo unos pasos de allí.
«Qué locura —pensó sentado ya en su vehículo—. Es una auténtica locura». ¡Un asesinato nada menos que en Pont-Aven! En pleno verano, poco antes de que la temporada alta convirtiera el lugar en un gran museo al aire libre, como solían comentar con burla los concarneses. ¡Pero si no había nada más idílico que Pont-Aven! El último asesinato de aquel pintoresco pueblito (demasiado pintoresco, para gusto de Dupin) debía de haber tenido lugar hacía una eternidad. Pont-Aven se había hecho famoso a finales del siglo XIX gracias a la colonia de artistas que se había instalado allí, y sobre todo a Paul Gauguin, desde luego, su miembro más destacado. Por eso aparecía en todas las guías de viaje de Francia y en todos los volúmenes de historia del arte moderno. Por si eso fuera poco, además el muerto era Pierre-Louis Pennec: un hombre de edad avanzada, un hotelero legendario, toda una institución local, igual que lo había sido su padre antes que él, y sobre todo su abuela, por supuesto, la ilustre fundadora del Central, Marie-Jeanne Pennec.
Dupin toqueteó los minúsculos botones del anticuado teléfono de su coche, que tenía ya algunos años. ¡Cómo odiaba ese chisme!
—¿Nolwenn? ¿Dónde estás?
—Voy de camino a la comisaría —contestó su secretaria—. Labat acaba de llamarme y ya me ha puesto al corriente. Querrá que avise al doctor Lafond, supongo.
—Lo antes posible.
Desde hacía un año había un segundo forense en Quimper al que Dupin no tragaba, Ewen Savoir, un joven torpe e impertinente. Con mucha alta tecnología, sí, pero idiota. Además de un pelma rematado. No es que Dupin pudiera afirmar que el viejo cascarrabias del doctor Lafond fuese su amigo del alma, con él también tenía sus broncas de vez en cuando, sobre todo cuando las cosas iban demasiado lentas para el gusto de Dupin, y entonces Lafond se ponía hecho un energúmeno… pero su trabajo era de primera.
—Es que Savoir me saca de quicio —añadió el comisario.
—Yo me encargo.
A Dupin le encantaba cuando Nolwenn decía eso. Antes que su secretaria había sido la secretaria de su predecesor y del predecesor de este. Era estupenda. Formidable. Absolutamente extraordinaria.
—Genial. Estoy en la última rotonda de Concarneau, así que tardaré unos diez minutos.
—Este asunto tiene mala pinta, comisario. Es increíble. Yo conocía al viejo Pennec. Mi marido le hizo un par de trabajillos una vez, hace muchos años.
Dupin estuvo a punto de preguntar qué clase de «trabajillos» eran esos, pero lo dejó correr. Tenía cosas más importantes de las que ocuparse. La verdad es que nunca había conseguido saber a qué se dedicaba el marido de Nolwenn, pero parecía una ocupación bastante universal, pues siempre estaba haciendo «trabajillos» para gente de lo más variopinta.
—Se armará mucho revuelo, sí. Era un icono del Finisterre, de la Bretaña, de toda Francia. Madre mía… Oye, dentro de un rato vuelvo a llamarte.
—De acuerdo. Ya estoy en la puerta de la comisaría.
—Hasta ahora.
Dupin conducía deprisa, demasiado deprisa para aquellas carreteritas tan estrechas. Era para no creérselo… ¡Y, encima, el viejo Derrien de vacaciones por primera vez desde hacía diez años! Se había cogido diez días, según le había dicho Labat. Su hija iba a casarse nada menos que en la isla de la Reunión, lo cual a Derrien le había parecido un solemne disparate, porque el novio era del mismo pueblito aburrido que ellos, a tres kilómetros de Pont-Aven.
Dupin se peleó otra vez con los botones del teléfono.
—¿Le Ber?
—¿Jefe? —contestó su inspector.
—¿Ya estás ahí?
—Sí. Acabo de llegar.
—¿Dónde está la víctima?
—Abajo, en el restaurante.
—¿Has entrado ya?
—Todavía no.
—No dejes pasar a nadie. Que no entre nadie hasta que llegue yo, y eso te incluye a ti. ¿Quién ha encontrado a Pennec?
—Francine Lajoux. Una empleada.
—¿Qué te ha explicado?
—Todavía no he hablado con ella. La verdad es que acabo de llegar.
—Vale, de acuerdo. Enseguida estaré allí.
El charco de sangre le pareció inmenso. Se había extendido sin una forma concreta, siguiendo las irregularidades del suelo de piedra. Pierre-Louis Pennec era un anciano alto, delgado y atlético, con el pelo corto y gris. Una figura imponente aun a sus noventa y un años. El cadáver yacía boca arriba, horriblemente retorcido. La mano izquierda quedaba escondida en el hueco de la rodilla, la cadera estaba muy dislocada, la mano derecha posada sobre el corazón. Tenía la cara desencajada y sus ojos abiertos miraban al techo. Se apreciaban diversas heridas a primera vista, en el torso y en el cuello.
—Alguien se ha empleado a fondo con él. Un anciano como Pierre-Louis Pennec… ¿Quién puede haber hecho algo así? —En la voz de Le Ber había un deje de horror. El inspector estaba unos dos metros por detrás de Dupin y no había nadie más con ellos.
El comisario no dijo nada, Le Ber tenía razón. El propio Dupin había visto otras víctimas de homicidios, y lo que tenían delante era un asesinato brutal.
—La madre que me… —murmuró, y se pasó la mano por el pelo con un gesto brusco.
—Parecen puñaladas, pero no se ve el arma por ningún sitio.
—Pasito a pasito, Le Ber, pasito a pasito.
—Hay dos agentes de Pont-Aven vigilando el hotel, comisario. A uno lo conozco, Albin Monfort. Hace tiempo que se dedica a esto y es un buen policía. El otro se llama Pennarguear, pero no me he quedado con el nombre de pila. Un compañero todavía joven.
El comisario no pudo reprimir una sonrisa. También Le Ber era joven aún, de unos treinta y tantos, y solo hacía dos años que lo habían ascendido a inspector. Era meticuloso, rápido y listo, aunque cuando lo veías y lo oías hablar daba la impresión de ser una persona reposada y parsimoniosa. A veces tenía una expresión traviesa que a Dupin le hacía gracia. Y nunca se daba aires.
—No ha entrado nadie aquí dentro, ¿verdad?
Era la tercera vez que el comisario lo preguntaba, aunque a Le Ber no pareció importarle.
—Nadie, no. Pero el forense y los de la policía científica deben de estar a punto de llegar.
Dupin entendió enseguida por qué le decía eso. Le Ber sabía que el comisario querría echar un vistazo con tranquilidad antes de que se presentara allí toda la jauría.
El cadáver de Pennec estaba en el rincón del fondo, justo delante de la barra del bar. La sala tenía forma de L: el restaurante ocupaba la parte más alargada, que daba a la fachada; en el tramo más corto estaba el bar. Desde el restaurante, un pequeño pasillo llevaba a la cocina, instalada en un anexo construido en la parte trasera del edificio. La puerta estaba cerrada con llave.
Los taburetes de la barra estaban bien colocados. Todos menos uno, algo retirado hacia atrás. Sobre el mostrador había un único vaso y una botella de lambig, el aguardiente de sidra del que tan orgullosos se sentían los bretones… como orgullosos a más no poder se sentían de todo lo genuinamente bretón, o de todo lo que ellos considerasen como tal. A Dupin también le gustaba beber lambig. El vaso estaba casi vacío. No había señal alguna de pelea, en esa parte de la sala no se veía ni un solo detalle que resultara sospechoso. Era evidente que los empleados del hotel se habían esmerado en limpiar y recoger el bar la noche anterior, igual que todo el restaurante. Las mesas y las sillas estaban alineadas con precisión militar, los coloridos manteles rústicos ya estaban puestos, y el suelo brillaba como una patena. Debían de haber remodelado hacía poco tanto el restaurante como el bar, se veía todo muy nuevo. Y estaba perfectamente aislado, además, porque no se oía nada del exterior. No llegaba un solo ruido de la calle, aunque había tres ventanas, ni del vestíbulo, donde se encontraba también la recepción del hotel. Las ventanas estaban bien cerradas, Dupin lo había comprobado.
Ese orden meticuloso, esa limpieza y la absoluta normalidad de la sala ofrecían un inquietante contraste con la terrible imagen del cadáver.
Como en el resto del pueblo, en las paredes blancas del restaurante colgaban las obligadas copias de cuadros pintados en la gran época de la colonia de artistas, a finales del siglo XIX. Hasta en las cafeterías y las tienditas más pequeñas podían verse esas reproducciones. Pont-Aven casi parecía empapelado con ellas.
Dupin recorrió un par de veces el restaurante, muy despacio, sin buscar nada en concreto y sin encontrar nada de interés. Sacó con torpeza su libretita roja del bolsillo del pantalón y anotó un par de cosas sin pararse mucho a pensar.
De pronto alguien intentó abrir la puerta con brusquedad, pero Dupin había cerrado por dentro, así que quien fuera empezó a aporrearla. El comisario estuvo tentado de hacerse el sordo, pero no protestó cuando Le Ber le lanzó una mirada de extrañeza y se encaminó hacia la puerta, que se abrió entonces con gran estrépito.
—¡Ya ha llegado el doctor Lafond, señor comisario! —anunció la voz servil de Labat desde el umbral—. Y también los de la científica, René Salou y su equipo.
Dupin soltó un hondo suspiro. Siempre se olvidaba de Salou y su «inspección científica del escenario del crimen». El altivo Salou, el mejor experto del mundo, se había presentado con tres ayudantes que lo seguían en silencio. El doctor Lafond, el último en entrar, se fue directo hacia el cadáver tras murmurar un «buenos días» apenas audible en dirección a Dupin. No sonó descortés.
Salou, enérgico, se volvió hacia Labat y Le Ber.
—Caballeros —les dijo—, si me permiten, les ruego que abandonen la sala hasta que hayamos terminado nuestro trabajo. Solo el comisario, el doctor Lafond, mi equipo y yo mismo tenemos permitida la entrada en el restaurante por el momento. ¿Podrían ocuparse de que no entre nadie más? Buenos días, señor comisario. Buenos días, doctor.
Dupin tuvo que hacer un esfuerzo para controlarse, pero no abrió la boca. Ninguno de los dos había sentido nunca demasiada simpatía por el otro.
—Doctor Lafond —añadió entonces Salou—, si también usted pudiera ser extremadamente prudente y evitara dejar nuevas huellas… Muchas gracias. —Sacó su enorme cámara de fotos—. Mi equipo empezará de inmediato con las labores dactiloscópicas. Lagrange, ven aquí. Antes que nada quiero posibles huellas dactilares de la barra, del vaso, de la botella, de todo lo que está cerca del cadáver. Sé sistemático.
Lafond abrió su maletín con toda la tranquilidad del mundo sobre una de las mesas que había cerca de la barra, como si no hubiese oído lo que acababa de decirle Salou.
Dupin se dirigió a la puerta, tenía que salir de allí. Abandonó la sala sin decir nada.
Mientras tanto se había organizado bastante alboroto en el vestíbulo del hotel, donde se encontraba también la pequeña recepción. No cabía duda de que la noticia había empezado a circular, por el hotel y por todo el pueblo. Algunos clientes se habían reunido frente a la recepción, y sus conversaciones eran confusas pero vehementes. Detrás del reducido mostrador, una mujer de pelo corto, bajita y más bien flaca, con una nariz bastante prominente y afilada, se dirigía a ellos con voz firme y hacía verdaderos esfuerzos por demostrar calma.
—No, no. No tienen que preocuparse ustedes por nada. Ya verán como enseguida lo solucionamos todo.
En el hotelito al que habían ido a pasar la semana más agradable del año acababa de cometerse un asesinato; Dupin comprendía muy bien la inquietud de los clientes, pero también le daba lástima la mujer. Estaban a punto de inaugurar la temporada alta y el hotel tenía reservadas la mitad de las habitaciones, según le había informado Le Ber. Veintiséis clientes estaban ya allí, cuatro de ellos eran niños, la mayoría extranjeros. En esa época había pocos franceses que viajaran. El auténtico ajetreo no empezaría hasta al cabo de una semana, pero, aunque el hotel no estuviera al completo, había clientes que entraban y salían continuamente, también por la tarde y por la noche. Cualquiera que pretendiese cometer un asesinato en esas circunstancias tenía que contar con que lo sorprendieran in fraganti. Que lo vieran, por ejemplo, cruzando el vestíbulo en el momento de salir de allí. O que alguien oyera el forcejeo o un grito de socorro del señor Pennec al temer por su vida. Además, seguro que por la noche también había personal de guardia en la casa. Cometer un asesinato en aquel lugar no era cosa fácil.
Le Ber bajó por la escalera del vestíbulo y, al ver al comisario ahí fuera, lo miró extrañado.
—¡Así son las cosas, Le Ber! Ahora el lugar de los hechos pertenece a los profesionales.
Pareció que el inspector iba a preguntar algo, pero al final no dijo nada. Dupin le había quitado la costumbre de preguntarle por sus intenciones y sus planes. Era lo único que le había molestado de Le Ber al principio, siempre quería entender sus métodos, y de cuando en cuando volvía a probarlo.
—¿Dónde están los agentes locales? —preguntó Dupin—. Hay que trasladar la recepción a otra parte. Quiero tener la entrada despejada.
—Labat se los ha llevado arriba porque pensaba empezar a interrogar a los clientes sobre anoche.
—Quiero que los clientes y el personal sean los únicos que puedan entrar y salir del hotel. Alguien tendría que controlar la zona de la entrada. Tú no, mejor alguno de los agentes de aquí. ¿Me has dicho que a Pennec lo ha encontrado una empleada?
—Sí, Francine Lajoux. Hace más de cuarenta años que trabaja aquí. Está arriba, en la sala del desayuno, acompañada por una camarera. Está muy alterada y hemos llamado a un médico.
—Quiero hablar con ella. —Dupin dudó un momento, luego sacó su libreta y, mientras repasaba sus anotaciones, empezó a reflexionar en voz alta—: Ahora son las nueve y cinco. Labat ha llamado a las siete y cuarenta y siete. Los compañeros de Pont-Aven acababan de informarle entonces. Habían recibido una llamada desde aquí, desde el hotel. La señora Lajoux debe de haber descubierto a Pierre-Louis Pennec alrededor de las siete y media. De eso no hace ni dos horas. Por el momento no sabemos nada más.
Le Ber no acababa de creerse que el comisario de verdad hubiera apuntado así todo eso, aunque de sobra era sabido que Dupin tenía, ¿cómo decirlo?, una forma más bien peculiar de tomar notas.
—Pierre-Louis Pennec tiene un hijo, Loic —informó el inspector—. También hay un hermano: un hermanastro, mejor dicho. Vive en Tolón. Habría que informar a la familia cuanto antes, comisario.
—¿Un hijo? ¿Y dónde vive?
—Aquí, en Pont-Aven. Abajo, en el puerto, vive con su mujer, Catherine. No tienen hijos.
—Iré a verlos enseguida, pero antes quiero hablar con la señora Lajoux.
Le Ber sabía que no serviría de nada llevarle la contraria; conocía de sobra al comisario cuando tenía entre manos «un caso de verdad». Y el de ese día sí que era un caso de verdad.
—Le conseguiré la dirección exacta de Loic Pennec y también el número de teléfono del hermanastro. Es un político muy conocido en el sur del país, André Pennec. Hace veinte años que está en el Parlamento con los conservadores.
—¿Se encuentra aquí en estos momentos? En la región, quiero decir.
—No. No que nosotros sepamos.
—Vale, de acuerdo. Lo llamaré más tarde. ¿Algún otro pariente?
—No.
—Que Salou te dé el parte en cuanto haya acabado. Y dile a Lafond que me llame, por mucho que insista en que no se pronunciará hasta que termine el informe de la autopsia.
—Entendido.
—También quiero hablar con Derrien. Alguien tendría que intentar localizarlo cuanto antes.
Derrien debía de conocer Pont-Aven como la palma de la mano. Cualquier cosa que pudiera decirles les resultaría muy útil y, además, en realidad el caso era suyo.
—Me parece que Monfort ya está en ello.
—¿A qué se dedica el hijo? ¿Trabaja también en el hotel? —inquirió Dupin.
—No, parece que no. Labat solo sabe que tiene un pequeño negocio.
—¿Qué clase de negocio?
—Miel.
—¿Miel?
—Sí, miel de mar. Las colmenas no pueden estar a más de veinticinco metros de la costa. Es la mejor miel del mundo, según dicen…
—Vale, vale. A ver, Le Ber, prioridad número uno: quiero saber con la mayor precisión posible todo lo que hizo el señor Pennec estos últimos días y estas últimas semanas. Día a día. Quiero que anotéis hasta el menor detalle. Todo, hasta lo más cotidiano. Sus rutinas, sus costumbres…
De pronto, uno de los clientes que estaban en la recepción se puso a dar voces.
—¡Que nos devuelvan nuestro dinero! ¡No pensamos tolerar esto! —Era un sujeto desagradable, rollizo, sudoroso. Su mujer lo miraba con devoción—. Nos marchamos ahora mismo, eso es lo que vamos a hacer.
—Me parece que ahora mismo no van ustedes a ninguna parte, caballero. De aquí no se va nadie —dijo Dupin.
El hombre se volvió hacia él dispuesto a armar un buen escándalo, pero Dupin no le dejó abrir boca.
—Comisario Dupin —se presentó—, de la policía de Concarneau. Antes tendrá usted que someterse a un interrogatorio, como todos los demás huéspedes.
Había pronunciado esas frases en voz muy baja. Casi susurrando. Su imponente figura contribuyó a que el truco surtiera efecto, y el hombrecillo retrocedió unos pasos al instante.
—Inspector Le Ber —esta vez Dupin habló a un volumen normal y con formalidad—, que los agentes interroguen al señor… —Se detuvo y miró al hombre, que, sin necesidad de que le preguntaran, tartamudeó un «Galvani» a media voz—. Que los agentes interroguen al señor Galvani y a su señora acerca de anoche. De inmediato. Que les tomen sus datos personales y efectúen una identificación.
Dupin era un hombre alto y fuerte, casi robusto, con unas espaldas que proyectaban una sombra impresionante. Las malas lenguas decían de él que era un poco bruto, así que nadie esperaba, ni mucho menos, la rapidez, la destreza y la precisión de las que era capaz sin proponérselo demasiado. Cierto, no tenía precisamente aspecto de comisario, y menos aún con los pantalones vaqueros y los polos que llevaba casi siempre… y a él le divertía sacar provecho de la impresión equivocada que causaba en la gente.
El señor Galvani tartamudeó algo, aunque nadie le entendió, y buscó la protección de su mujer, que le sacaba casi una cabeza de alto. Dupin se volvió hacia un lado y vio que la empleada de la recepción le sonreía con disimulo. Él le sonrió también y luego buscó a Le Ber, que contemplaba la escena con perplejidad.
—Labat y tú reconstruid los hechos con todo el detalle que podáis, sobre todo del día y la noche de ayer —ordenó—. ¿Qué hizo Pennec? ¿Dónde estuvo y cuándo? ¿Quién lo vio por última vez?
—Estamos en ello. El último que lo vio fue seguramente el cocinero.
—Bien. ¿A qué empleados tenemos en el hotel esta mañana?
Le Ber abrió una libreta negra muy pequeña.
—Las señoritas Galez y Jolivet, camareras, ambas muy jóvenes, y la señora Mendu, quien, si he entendido bien, es algo así como la sucesora de la señora Lajoux. También es la responsable del desayuno. La señora Mendu es la que está ahí delante. —Le Ber señaló con la cabeza en dirección a la recepción—. También están la señora Lajoux y el cocinero, Édouard Lenaff. Además de su joven pinche de cocina.
Dupin lo anotó todo.
—¿El cocinero? ¿El cocinero, a estas horas? —se extrañó.
—Todas las mañanas van a comprar temprano al mercado central de Quimper.
—¿Cómo se llama el pinche?
Le Ber pasó varias hojas de su libretita.
—Ronan Breton.
—¿Breton?
—Breton.
—¿De verdad que se llama Breton? —Dupin estuvo a punto de hacer algún comentario jocoso, pero prefirió callar—. ¿Y el cocinero fue el último que vio a Pennec con vida?
—Hasta ahora, eso parece.
—Querré hablar con él, aunque sea un momento, en cuanto haya acabado con la señora Lajoux. —El comisario se volvió y enfiló la escalera. Sin mirar atrás, preguntó—: ¿Dónde del primer piso?
Llamó con unos golpes suaves y entró en la sala del desayuno. Francine Lajoux era mayor de lo que había imaginado; sin duda más de setenta años, el pelo muy gris, un rostro alargado y surcado de profundas arrugas. Estaba sentada en el rincón del fondo, junto a una joven camarera pelirroja, rellenita y no demasiado alta, con una cara más bien regordeta pero guapa. Era la señorita Galez, a quien el comisario sonrió con gran simpatía y alivio. La señora Lajoux no pareció darse cuenta de la llegada de Dupin hasta unos instantes después. Miraba al suelo, inmóvil.
—Buenos días, madame —la saludó tras un breve carraspeo—. Me llamo Dupin y soy el comisario que está al cargo del caso. Me han dicho que ha sido usted quien ha descubierto el cadáver de Pierre-Louis Pennec esta mañana, en el restaurante.
La señora Lajoux tenía ojos de haber llorado y el maquillaje corrido. Tardó todavía unos instantes en mirar a Dupin.
—Ha sido un asesinato horroroso, ¿verdad, señor comisario? Un asesinato horroroso. A sangre fría. Hace treinta y siete años que estoy al servicio del señor Pennec y no me he puesto enferma ni un solo día. O como mucho dos veces… El señor Pennec ha quedado muy mal, ¿verdad? El asesino ha debido de apuñalarle con un cuchillo muy grande. Espero que lo atrapen pronto.
No hablaba deprisa, pero su discurso impresionaba porque no hacía pausas y la entonación de su voz cambiaba tan de repente como ella cambiaba de tema.
—Pobre señor Pennec. Era un hombre maravilloso. ¿Quién habrá podido hacer algo tan horrible? Todo el mundo lo quería, señor comisario. Todo el mundo. Todos lo apreciaban, lo apreciaban y lo admiraban. Que haya pasado algo así en nuestro bonito Pont-Aven, en un lugar tan apacible… ¡Es espantoso! El charco de sangre era enorme. ¿Eso es normal, señor comisario?
Dupin no sabía qué responder. Ni siquiera sabía a cuál de todas sus preguntas debía responder. Mientras sacaba su libreta y anotaba algo sin demasiado entusiasmo, se produjo un silencio incómodo y la señorita Galez intentó leer con disimulo lo que estaba escribiendo.
—Disculpe, ya sé que para usted debe de ser horrible tener que recordarlo otra vez, pero ¿podría explicarme cómo encontró el cadáver? ¿Estaba la puerta abierta? ¿Iba usted sola? —Dupin era consciente de que esas preguntas no demostraban mucha delicadeza que dijéramos.
—Iba yo sola, sí. ¿Eso es importante? La puerta estaba cerrada pero no con llave, y normalmente siempre lo está. Sí, el señor Pennec siempre la cierra con llave cuando se va por la noche. Por eso he pensado que debía de pasar algo. Creo que eran las siete y cuarto, más o menos. Verá, es que yo me encargo del desayuno todas las mañanas. Desde hace treinta y siete años llego todos los días a las seis. ¡Desde hace treinta y siete años! ¡A las seis en punto! Faltaban cucharillas para las mesas del desayuno de aquí arriba. Es que, cuando todavía no tenemos muchos clientes, preparamos solo las mesas del primer piso, ¿sabe usted? Y durante la temporada alta también las de abajo, las del restaurante. Así que he bajado al restaurante a por cucharillas. Muchas veces faltan y eso es algo que hay que solucionar. ¡Se lo tengo dicho a la señora Mendu! Tendré que hablar otra vez con ella… No he visto nada extraño en el restaurante, solo el cadáver. ¡Pobre señor Pennec! ¿Sabe usted por qué nadie oyó nada anoche? Por la fiesta popular. Había tanto alboroto en las calles… Siempre es así cuando estamos en fiestas, hay mucha animación por todas partes. Yo no pude pegar ojo hasta pasadas las tres. Sí, he entrado sola, entonces he gritado y la señorita Galez ha venido y me ha traído aquí arriba. Es una buena chica, señor comisario. Qué horror…
—Y, dígame, ¿no vio nada fuera de lo normal ayer o estos últimos días? ¿No notó nada extraño en el señor Pennec, o aquí, en el hotel? Piénselo bien. El detalle más intrascendente podría ayudarnos mucho, aunque pueda parecerle una tontería.
—No, todo estaba como siempre. Todo muy bien organizado. El señor Pennec le daba mucha importancia a eso.
—O sea que nada de nada.
La señora Lajoux hizo un gesto de resignación con la mano.
—No, nada de nada. Incluso lo hemos comentado un momento entre nosotros. Los empleados del hotel que estamos hoy aquí, quiero decir. Nadie ha visto nada raro.
—Y usted… ¿no tendrá alguna sospecha sobre alguien en concreto?
—¡Señor comisario! —Parecía sinceramente ofendida—. ¡Lo pregunta como si creyera que ha podido ser alguien de aquí!
Dupin estuvo a punto de señalar que así era en la mayoría de los casos de asesinato.
—De todos los empleados, ¿usted es la que llevaba más tiempo trabajando para el señor Pennec? —preguntó en cambio.
—¡Ay, sí!
—Entonces, conocía al señor Pennec mejor que nadie en el hotel.
—Desde luego. Verá, señor comisario, una casa como esta requiere que le dediques toda tu vida. ¡Es una misión!, como decía siempre Pierre-Louis Pennec.
—O sea que no vio nada que le llamara la atención en el restaurante ni en el bar aparte del cadáver…
—No. Es que estamos a principio de temporada y estos días siempre hay mucho que hacer. Todo esto es demasiado.
Entonces se le demudó el rostro y empezó a hablar muy despacio, arrastrando las palabras, con una voz apagada:
—Verá usted, corren por ahí rumores feos. Dicen que tuvimos una… una aventura, el señor Pennec y yo. Durante los años que siguieron a la trágica desaparición de su esposa. Fue en un accidente en barco. Espero que no dé ningún crédito a esas calumnias, señor comisario. Son sucias mentiras. El señor Pennec jamás habría hecho algo semejante. Siguió amando a su esposa incluso después de que muriera y siempre le fue fiel. En todo momento. Solo porque él y yo estuviéramos muy unidos… La gente a veces tiene una imaginación muy cruel.
Dupin se quedó un poco desconcertado.
—Faltaría más, señora Lajoux. Faltaría más.
Se hizo entonces un breve silencio.
—¿Qué clase de accidente tuvo? —Dupin hizo esa pregunta sin ninguna intención en concreto.
—Fue un duro golpe. Darice Pennec se cayó por la borda durante una tormenta. Al anochecer. Verá, es que aquí nadie lleva chaleco salvavidas. Venían de las islas Glénan. ¿Conoce el archipiélago? Seguramente no, según me han dicho es usted un recién llegado. Es un sitio precioso. Igualito que el Mediterráneo, y hay quien dice que incluso como el Caribe. Playas de deslumbrante arena blanca.
A Dupin le habría gustado contestar que hacía ya casi tres años que vivía allí y que por supuesto que conocía las Glénan, pero, para los bretones, si tu familia no llevaba varias generaciones arraigada en la Bretaña siempre eras un «recién llegado». Dupin ya había tirado la toalla en ese punto y hacía tiempo que había dejado de protestar.
—Aquí las tormentas aparecen como salidas de la nada, ¿sabe usted? —siguió explicando la mujer—. De pronto el mar se la había llevado. El Atlántico hace eso a veces. Él salió con el barco y estuvo buscándola hasta la mañana siguiente. De eso hace ya mucho, ¿sabe? Veinte años por lo menos. Ella tenía cincuenta y ocho. El pobre señor Pennec estaba exhausto cuando volvió a puerto.
Dupin decidió no seguir por ahí.
—¿Y a usted? —El comisario se volvió de pronto hacia la señorita Galez, no sin antes encajar una mirada de indignación por parte de la anciana—. ¿Hubo algo que le llamara la atención ayer, hoy, estos últimos días? Aunque no fuese más que un detalle.
A la camarera le sorprendió que le hablara de pronto a ella. Parecía algo asustada.
—¿A mí? No. He tenido mucho que hacer.
—¿Sabe si esta mañana, después de la señora Lajoux y usted misma, ha entrado alguien más en el restaurante?
—No. He cerrado la puerta con llave.
Dupin lo anotó.
—De acuerdo. ¿Cuándo vieron ambas al señor Pennec por última vez? —Se interrumpió un instante—. Vivo, quiero decir.
—Yo me fui ayer a las siete y media —respondió la señora Lajoux—. Siempre me voy a esa hora. Bueno, desde hace diez años. Antes me quedaba aquí hasta la noche, pero ahora ya no lo consigo. Ya no soy la que era. Antes de marcharme, el señor Pennec y yo hablamos un momento. Sobre asuntos del hotel, como hacíamos siempre.
—¿Y usted, señorita Galez?
—No lo sé muy bien. Puede que hacia las tres de la tarde de ayer. También lo había visto antes, por la mañana, cuando salió de su cuarto. A las siete, más o menos. Me pidió que le hiciera enseguida la habitación.
—¿Tenía una habitación aquí? ¿El señor Pennec vivía en el hotel?
La señorita Galez miró con una expresión difícil de interpretar a la señora Lajoux, que se encargó de dar una respuesta:
—Tiene una casa en la rue des Meunières, no muy lejos de aquí, y tiene también una habitación en el hotel. En el segundo piso. Estos últimos años se ha ido quedando a dormir aquí cada vez más a menudo. Verá, es que le resultaba muy pesado marcharse a casa por las noches. Siempre se quedaba hasta la hora de cerrar y comprobaba que todo estuviera en orden, ¿sabe usted?, todos los días. Nunca se marchaba antes de las doce. Jamás. Era un hotelero fantástico. Igual que su padre. ¡Y que su abuela! Son una familia de gran tradición.
—¿Por qué quería que le hicieran la habitación enseguida?
La señorita Galez pareció pensárselo un momento.
—No lo sé —respondió.
—¿Era algo fuera de lo normal?
De nuevo pareció querer meditarlo.
—No lo pedía muy a menudo, no.
—¿De qué se ocupaba Pierre-Louis Pennec en persona aquí, en el hotel? ¿Tienen un gerente o algo por el estilo?
—¡Por favor, señor comisario! —exclamó Francine Lajoux, escandalizada—. Era el señor Pennec quien lo hacía todo. Faltaría más. Todo. Dirigía el hotel desde 1947. No sé si conoce usted la historia del Central. Como es un recién llegado… ¡Pero debería informarse! En este pueblo nació el arte moderno. Paul Gauguin estableció aquí su famosa escuela, la Escuela de Pont-Aven…
—Señora Lajoux, ya lo…
La mujer no le hizo caso y siguió hablando:
—Fue la abuela de Pierre-Louis Pennec quien fundó todo esto, ella sola. Entabló mucha amistad con los artistas y les ayudó en todo lo que pudo. Incluso les montó ateliers, estudios, donde trabajar. Debería enterarse usted de todo eso, señor comisario. Marie-Jeanne aparece en los libros de arte y de historia. Sin la pensión de Marie-Jeanne Pennec y el hotel de Julia Guillou, que está aquí al lado, nada de eso habría tenido lugar. A veces los artistas se hospedaban y comían en esta casa sin tener que pagar nada. La mayoría estaban sin blanca, claro, y… —Tuvo que hacer una pausa y en su mirada asomó entonces una franca indignación—. ¡Y hasta el día de hoy sigue siendo una injusticia enorme que se le dé tanto bombo a la señorita Julia y no se hable más de Marie-Jeanne Pennec! ¿Sabía usted eso, señor comisario?
—Yo… No, no sabía nada de eso —claudicó Dupin.
—Pues debería comprarse cuanto antes un libro sobre el tema. Justo aquí al lado, en el puente, tiene el quiosco. Y estúdieselo todo. Son cosas bien sabidas aquí.
—Señora Lajoux, yo…
—Ya, ahora lo importante son las investigaciones policiales, ya lo entiendo. ¿Me preguntaba usted si Pierre-Louis Pennec dirigía él solo el hotel? Creo que esa ha sido su pregunta. ¡Desde luego que sí! Lo ha dirigido durante sesenta y tres años, ¡conque imagínese! Tenía veintiocho cuando murió su padre, el maravilloso Charles Pennec, que no llegó a muy avanzada edad. Este lo había heredado a su vez de su madre, quien…
La señora Lajoux se interrumpió entonces y pareció exigirse a sí misma un poco de concentración.
—Pierre-Louis, a sus veintiocho años, se vio en esa delicada situación y no tuvo ningún reparo en aceptar el peso de la tradición. Se hizo cargo del hotel y lo dirigió él solo hasta el día de hoy. —Francine Lajoux soltó un hondo suspiro—. Y yo… yo era la responsable del desayuno y de las habitaciones, de las camareras, y también de la recepción, de gestionar las reservas y todas esas cosas. Bueno, en realidad es la señora Mendu quien se encarga de eso ahora, desde hace un par de años, y lo hace muy bien. —La señora Lajoux se detuvo un instante, cogió aire y, a un volumen apenas audible, como si estuviera agotada, añadió—: Pero yo aún sigo aquí.
La joven Galez salió en su ayuda.
—La señora Mendu sucedió a la señora Lajoux en el puesto de gobernanta. Seguro que la ha visto fuera, en recepción. Tiene una ayudante, la señorita Jolivet, que trabaja por las tardes en la recepción y por las noches echa una mano en el restaurante. Entonces vuelve a ser la señora Mendu quien se ocupa de la recepción, igual que por las mañanas.
Al terminar la frase, la camarera miró a la señora Lajoux con cierta inseguridad… y un instante después se demostró que había hecho bien en temer la reacción de la vieja gobernanta.
—Pero todo eso son tareas menores. —Su tono de voz fue cortante—. La dirección la llevaba únicamente el señor Pennec. ¡Y yo…! —Interrumpió la frase de forma abrupta, a todas luces sobresaltada ella misma.
—¿Se encuentra bien, madame? —Dupin sabía que los acontecimientos eran todavía demasiado recientes.
—Sí, sí. Es que tengo los nervios a flor de piel.
—Solo un par de cosas más, señora Lajoux. ¿Cómo tenía por costumbre acabar el día el señor Pennec?
—Cuando había algo que hacer en el restaurante, se ocupaba de que todo estuviera en orden, comentaba las cosas importantes con la señora Leray y con el cocinero. Corinne Leray no llega hasta pasado el mediodía. Verá, ella es quien lleva el restaurante. No tiene nada que ver con el resto del hotel. ¿Es eso lo que quería saber, señor comisario?
Dupin constató que su pequeño diagrama con los nombres de los empleados del hotel, sus obligaciones, jerarquía y horarios empezaba a ser bastante complejo.
—¿Y luego? Después de eso, quiero decir. Al final de la jornada.
—Por la noche, cuando había terminado todo el trabajo y el restaurante ya estaba preparado para el día siguiente, se quedaba un rato más en el bar. A veces con Fragan Delon. O con algún cliente habitual o alguien del pueblo. Pero casi siempre solo.
La señorita Galez, por lo visto, sintió la necesidad de precisar ese punto.
—El señor Delon era el mejor amigo del señor Pennec —explicó—. Venía siempre al hotel, a veces a comer, o por la tarde. A veces también por la noche.
—¡Por favor, señorita Galez! No nos corresponde a nosotras decir quién es el mejor amigo de nadie. Eso son cosas muy íntimas. —Francine Lajoux lanzó a la camarera una mirada de reprobación, como una maestra regañando a una alumna descarada que ha querido darse importancia sin venir a cuento—. Eran amigos; más no podemos decir. Tampoco es que siempre estuvieran de acuerdo en todo.
—¿Estuvo el señor Delon aquí anoche?
—Creo que no, pero tendrá que preguntárselo a la señora Mendu. La señorita Galez y yo no estamos aquí a esas horas.
—¿Hasta qué hora solía quedarse el señor Pennec en el bar? ¿Bebía siempre un lambig?
—Ya veo que alguien se ha ido de la lengua… Un lambig, sí. ¡El aguardiente bretón de manzana! Tan bueno como el calvados de Normandía, créame, solo que ellos le han hecho más publicidad. Pierre-Louis Pennec bebía siempre el lambig de Menez Brug, ningún otro. Solía bajar al bar a eso de las once, todas las noches, y siempre se quedaba allí una media hora. Nunca más. ¿Le ayuda eso en algo?
Llamaron a la puerta y, un momento después, Le Ber asomó la cabeza.
—Comisario —dijo, algo inquieto—, Loic Pennec al teléfono. Su mujer y él ya lo saben.
Dupin iba a preguntar cómo se habían enterado, pero sabía que era una pregunta absurda. El pueblo entero debía de estar ya al corriente a esas horas, por supuesto. Y él tendría que haberlo anticipado.
—Dile que iré enseguida. Ahora mismo bajo.
Le Ber desapareció otra vez por el pasillo.
—Les doy las gracias. A las dos. Me han proporcionado una información muy valiosa y me han ayudado mucho. Quisiera pedirles que, si recuerdan algo más, nos lo comuniquen enseguida a cualquiera de nosotros. Ya he abusado bastante de ustedes, discúlpenme.
—Tiene que atrapar al asesino, señor comisario. —El rostro de la señora Lajoux parecía labrado en piedra.
—En cualquier momento pueden ponerse en contacto conmigo, señora Lajoux, señorita Galez. Más adelante volveré a hablar con ustedes. Muy pronto, probablemente.
—Cuando quiera, señor comisario —respondieron ambas al unísono.
Al salir, encontró a Le Ber justo al otro lado de la puerta.
—Los Pennec lo están esperando en su…
—Le Ber —lo interrumpió Dupin—, cuando los de la científica hayan terminado, baja al restaurante con la señora Lajoux. Pídele que eche un vistazo para ver si falta algo o si encuentra algo cambiado… No, mejor en todo el hotel. Y pregúntale a la señora Mendu si el amigo de Pennec, Fragan Delon, o alguna otra persona estuvo ayer aquí hasta tarde. Si alguien estuvo con Pennec anoche en el bar, por poco tiempo que fuera. ¡Ah, sí, y habla también con la señora Leray!
—Entendido, jefe. Ya tengo una relación completa de todos los empleados del hotel.
—¿Hay alguna entrada trasera o algo parecido?
—Sí, por la cocina. Da a un patio al que se llega también por el callejón que da la vuelta al hotel. Allí hay una pesada verja de hierro que seguramente no se usa nunca y que está cerrada con llave. La llave, por cierto, está colgada en recepción.
—¿Qué clase de fiesta hubo anoche aquí, en Pont-Aven?
—Pues el fest-noz del pueblo. Verá, es una…
—Ya sé lo que es un fest-noz.
Esas fiestas típicas bretonas con baile y música folk tradicional se celebraban durante todo el verano. Cada noche había una en un pueblo diferente, hasta en la aldea más diminuta. Danzas en corro hasta la saciedad. Dupin no sentía precisamente debilidad por ellas.
—Comisario, de verdad que ahora tendría usted que hablar con…
Dupin no le dejó terminar.
—Primero el cocinero. Será solo un momento.
Le Ber, por lo visto, ya lo había imaginado. Con un ademán de resignación señaló hacia el final del pasillo.
—Hemos ocupado una de las habitaciones libres —dijo, y acto seguido hizo un último intento—: Si quiere, puedo interrogar yo al cocinero.
—Acabaré enseguida.
—Bueno, de todas formas dicen que Édouard Lenaff no es muy hablador.
Dupin miró a Le Ber algo molesto.
—¿Por qué me dices eso?
Para estar en un edificio tan antiguo, la habitación era sorprendentemente amplia y luminosa, con muebles sencillos pero bonitos de madera pintada de blanco, un viejo parquet de roble, telas claras. Sentado a una pequeña mesa cerca de la puerta se encontraba un tipo joven, alto y desgarbado, que parecía del todo indiferente a cuanto lo rodeaba. Casi ni se fijó en ellos cuando entraron.
—Buenos días, señor Lenaff. Soy el comisario Dupin, de la policía de Concarneau. Me han dicho que vio usted anoche a Pierre-Louis Pennec.
Lenaff se limitó a asentir con la cabeza, pero con expresión cordial.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Dupin.
—A las once menos cuarto.
—¿Está seguro de la hora?
Lenaff volvió a asentir.
—¿Y cómo es que está tan seguro?
—Ya había terminado todo el trabajo, solo me faltaba recoger la cocina. Eso pasa siempre sobre las once menos cuarto.
—¿Dónde lo vio exactamente?
—Abajo —fue la sucinta respuesta.
—¿Y más en concreto?
—En la escalera.
—¿Y hacia dónde iba?
—Bajaba de arriba.
—¿Y usted?
—Salía fuera, a fumarme un cigarrillo.
—¿Y adónde fue él entonces?
—Ni idea. Al bar, supongo. A esa hora siempre iba al bar.
—¿Se dijeron algo?
—Sí.
Vaya, estaba resultando una conversación muy lacónica. Dupin no era capaz de imaginar cómo conseguía ese hombre cocinar sus platos con la pasión que por lo visto se gastaba. No era un cocinero estrella, pero el comisario sabía que el restaurante tenía buena fama. Incluso Nolwenn se lo había recomendado, así que debía de ser bueno.
—¿De qué hablaron?
—De nada importante.
La ligera mirada de exasperación de Dupin consiguió que Lenaff precisara algo más:
—De lo que íbamos a hacer hoy.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Lo que íbamos a servir hoy, el plato del día y esas cosas. Siempre tenemos un plato especial del día. Para el señor Pennec era importante. —Una frase asombrosamente cargada de información.
—¿Solo hablaron de eso, de nada más?
—No.
—¿Y no hubo nada que le llamara la atención? ¿No notó nada diferente en el señor Pennec?
—No —respondió Lenaff, escueto, como era de esperar—. Nada.
Dupin suspiró.
—¿De modo que lo vio usted como siempre? —insistió.
—Sí.
—¿Estaba solo? ¿Vino alguien a verlo?
—Yo no vi a nadie con él.
—Y, por lo demás, ¿vio a alguien que le extrañara encontrar en el hotel? ¿Hubo algo raro, se fijó en algo sospechoso? —Dupin sabía que eran preguntas innecesarias. Antes de que Lenaff respondiera nada, añadió—: Le ruego que se ponga en contacto con nosotros enseguida si recuerda cualquier cosa que le parezca destacable. Todo lo que recuerde nos resultará muy útil. Pierre-Louis fue al bar supuestamente después de hablar con usted y allí, según parece, fue asesinado poco después. ¿Comprende por qué son tan fundamentales sus declaraciones?
Tampoco esta vez se alteraron la mirada ni los gestos de Lenaff. No es que Dupin hubiera esperado otra cosa…
—Ahora tengo que irme —dijo el comisario—. Seguro que volveremos a hablar estos próximos días.
El cocinero se levantó, le tendió la mano en silencio y salió de la habitación. Le Ber y Dupin se quedaron solos.
—Bueno… —También el comisario se puso en pie, dispuesto a marcharse.
Aun así, no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción. De alguna forma había sido una conversación muy bretona. En el fondo le había caído bien el cocinero y había decidido que iría allí a comer algún día. Había averiguado muchas cosas.
—¿Qué me dice, jefe? Parece como si fuera cosa del diablo, porque nadie vio ni oyó nada anoche.
Dupin iba a contestar que no era la primera vez que se encontraba con esa clase de «cosas del diablo», pero se lo guardó para sí.
—Eso ya lo veremos —dijo en cambio—. Que nadie entre en la sala de abajo, Le Ber. Cuando los de la científica hayan acabado, la precintaremos. Me voy a ver a los Pennec. —Y salió.
Le Ber conocía bien esa manía del comisario de precintar siempre el lugar de los hechos, o de acordonarlo cuando se trataba de un emplazamiento al aire libre, y mantenerlo clausurado durante bastante tiempo, mucho más de lo necesario para los trabajos forenses. Hasta que él creía que de allí ya no podía sacarse nueva información. Eso provocaba siempre unas broncas monumentales, porque la práctica no estaba regulada por ninguna disposición policial. Dupin seguía por principio su propios métodos, y Le Ber sabía que de nada servía discutir. Además, había aprendido que esos procedimientos poco ortodoxos del comisario a veces los llevaban a hacer descubrimientos sorprendentes. Al principio, durante sus primeras investigaciones en la Bretaña, Dupin había mantenido acaloradas discusiones con todo tipo de personas, no solo con el prefecto Guenneugues, y no siempre había salido airoso de ellas. Sin embargo, tras sus primeros éxitos como comisario, y sobre todo después de resolver el estremecedor asesinato de dos pescadores del atún durante su segundo año allí (un caso que dejó muy afectados a los bretones y que convirtió a Dupin en todo un héroe en la región), las protestas habían empezado a ser menos frecuentes.
El Central estaba en la place Paul Gauguin, la pequeña y coqueta plaza mayor del pueblo. Era un precioso edificio de finales del siglo XIX, pintado de un blanco reluciente. Se veía que lo habían conservado con cuidado y amor a lo largo de sus más de cien años de historia. Justo al lado se encontraba el hotel Julia, bastante más grande. Con el tiempo, la famosa casa de huéspedes de Julia Guillou había acabado por albergar la alcaldía y, desde hacía algunos años, contenía también parte del Museo de Arte de Pont-Aven. Delante del hotel seguían creciendo los maravillosos plátanos que Julia Guillou había hecho plantar allí, a pesar de la oposición recalcitrante del consistorio, para que sus clientes, los artistas, pudieran disfrutar en verano de un poco de sombra fresca en su terraza.
Loic Pennec y su mujer vivían en la rue Auguste Brizeux, no muy lejos del Central. Aunque, claro, en Pont-Aven nada quedaba muy lejos del Central. El comisario Dupin se alegró de poder salir y estirar un poco las piernas, entre otras cosas también porque necesitaba otro café con urgencia. Dupin siempre tomaba café, muchísimo café, y ese día sentía que lo necesitaba más que nunca. El cerebro no le funcionaba bien sin una dosis suficiente de cafeína, de eso estaba más que convencido.
Cruzó el río Aven por su famoso viejo puente de piedra y luego torció a la izquierda por la rue du Port, que bajaba en línea recta hasta el puerto e iba a parar directamente a la rue Auguste Brizeux. Allí abajo, a ambos lados del legendario Aven, se alzaban preciosas colinas, y también allí se abría el puerto. Dupin tenía que reconocer que los primeros pobladores habían elegido un lugar magnífico para asentarse. Justo donde el Aven desembocaba en el mar… O mejor dicho: justo donde el río, que al principio descendía serpenteando como un riachuelo de montaña por un valle sinuoso, se convertía en una especie de fiordo que trazaba delicados meandros a lo largo de más de siete kilómetros antes de llegar a mar abierto, ramificándose en incontables brazos y formando hermosos lagos aquí y allá. Un río inextricablemente unido al mar por el dictado de las mareas.
Todos los veranos abrían en Pont-Aven un sinfín de pequeños bares y cafeterías turísticas, y para Dupin todos ellos tenían un aspecto más o menos igual de poco apetecible. Casi llegando al puerto, se decidió a entrar en un establecimiento que se defendía bastante bien sin exponer gigantescas fotos de crêpes y pasteles como reclamo. Le sirvieron el café enseguida, pero estaba tan amargo que le costó tragarlo y, aunque le despejó un poco, prefirió no pedir un segundo. Dupin aprovechó ese rato para reflexionar. No había logrado formarse una idea clara de la señora Lajoux, pero, aunque no sabía muy bien qué pensar de ella, de algo sí estaba seguro: no era tan inocente cómo pretendía. Sacó su libreta e hizo un par de anotaciones. Ya había apuntado bastantes cosas en sus hojas y eso nunca era buena señal: cuanta menos idea tenía de cómo había caído la liebre en la trampa, más anotaciones «muy importantes» hacía. Todo el caso le parecía aún bastante irreal, pero también esa sensación la conocía bien (para ser sinceros, tenía que admitir que la había sentido no pocas veces). Era preciso que superara esa fase. Se había cometido un asesinato y esa debía ser su única preocupación.
Los Pennec vivían en una imponente villa construida con una piedra oscura, casi negra. Había quizá una docena de ellas allí abajo, a lo largo del puerto. A Dupin le parecieron tristes y frías, y pensó que con sus grandiosas proporciones no encajaban mucho en aquel lugar. VILLA ST. GWÉNOLÉ, se leía en un rótulo esmaltado junto a la entrada.
Apenas había tocado el timbre y la puerta se abrió al instante. Catherine Pennec apareció ante él con un vestido negro de cuello cerrado.
—Pase, pase, comisario, por favor. Mi marido vendrá enseguida —dijo con voz apagada, abatida pero a la vez cortante, cosa que armonizaba muy bien con su figura enjuta—. Lo mejor será que nos sentemos en el salón. ¿Puedo ofrecerle un café?
—Sí, por favor. Se lo agradezco mucho.
Dupin quería quitarse el sabor espantoso del último.
—Por aquí. —La señora Pennec acompañó al comisario al gran salón—. Mi marido baja ahora. —Salió de la estancia por una puerta pequeña.
La decoración de la casa era muy burguesa. Repleta de antigüedades, aunque Dupin no habría sabido decir si eran auténticas. Todo estaba muy ordenado, de manera casi exagerada.
Oyó que alguien bajaba la escalera del vestíbulo y, unos instantes después, Loic Pennec entraba por la puerta. Era asombroso lo mucho que se parecía al viejo Pennec. Dupin había visto fotografías de Pierre-Louis de más joven en el vestíbulo del hotel, con clientes famosos de los años sesenta y setenta. Loic era tan alto como su padre, pero, a diferencia de este, bastante más corpulento. Tenía su mismo pelo gris, corto y abundante, la misma nariz prominente; solo la boca era más grande y de labios más finos. Vestía con la misma formalidad que su mujer, un traje gris oscuro. Se le veía afectado, bastante pálido.
—Siento muchísimo tener que… —empezó a decir Dupin.
—No, no. Se lo ruego —lo interrumpió Loic Pennec. También él hablaba con una voz contenida y algo entrecortada—. Usted tiene que hacer su trabajo. No hay nada que deseemos más que facilitarle las cosas. Todo esto es horrible.
Su mujer había regresado ya con el café y se había sentado junto a él en el sofá. Dupin había tomado asiento en uno de los dos sillones a juego: madera oscura, tapicería clara, mucha pasamanería.
No era una situación agradable. El comisario no añadió nada al comentario; en lugar de eso, sacó su libretita con gran ceremonia.
—Entonces ¿tiene ya algún indicio? —preguntó Loic Pennec—. ¿Una primera pista, algo que investigar?
Catherine Pennec pareció aliviada al ver que su marido retomaba la conversación e intentó poner cara de circunstancias.
—No, nada. Por el momento no tenemos nada. No es fácil aventurar qué motivos pueden haber llevado a alguien a asesinar a un hombre de noventa y un años que era muy conocido y estimado en todas partes. Ha sido un crimen terrible. Lo siento muchísimo, quisiera transmitirles mi más sincero pésame.
—Todavía no me lo puedo creer. —Loic Pennec perdió su sobria contención y se le quebró la voz—: ¡No lo entiendo!
Ocultó el rostro entre las manos.
—Era un hombre maravilloso, una gran persona —intervino Catherine, rodeando a su marido con un brazo.
—Mi intención era darles la noticia en persona, siento muchísimo que les haya llegado por otras vías, de verdad. Debería haberlo imaginado. En un pueblo tan pequeño…
—No se sienta culpable, por favor, seguro que ha tenido usted mucho que hacer —murmuró Loic Pennec sin apartar las manos de la cara.
Su mujer lo estrechó entre sus brazos mientras hablaba, como si quisiera protegerlo más que ofrecerle consuelo.
—La verdad es que sí —admitió Dupin—. Siempre es así al inicio de una investigación.
—Tienen que encontrar enseguida al asesino, debe pagar por esta atrocidad —sentenció la mujer.
—Haremos todo lo que esté en nuestra mano, madame. Más adelante vendré a hacerles otra visita, o enviaré a alguno de mis inspectores. Seguro que podrán ustedes ayudarnos con numerosos datos, pero ahora no quiero incomodarlos más. —Dupin se dio cuenta de que no podía zanjar la conversación de una forma tan brusca, así que añadió—: A menos, claro está, que quieran comentarme ya algo que pueda ayudarnos a esclarecer el asesinato de su padre.
Loic Pennec no levantó la cabeza hasta ese momento.
—Sí, no quiero hacerle esperar, señor comisario. Hablemos ahora y, si puedo, le ayudaré.
—Vaya, yo pensaba que…
—Insisto.
—Bueno, estaría bien que, en cuanto le fuera posible, recorriera usted el hotel acompañado de uno de mis inspectores para ver si hay algo que le llama la atención. Lo que sea. Hasta un detalle insignificante puede tener importancia.
—Mi marido asumirá la dirección del hotel y conoce todos los recovecos de la casa. Hasta el último rincón. Prácticamente se crió allí dentro.
—Sí. Estaré encantado, señor comisario. Dígame cuándo. —Loic Pennec parecía haber recuperado al fin su aplomo.
—Pero debe usted saber que mi suegro no guardaba objetos de valor en el hotel —apuntó Catherine Pennec—. Ni siquiera tenía allí grandes cantidades en metálico. En todo el hotel no hay nada que merezca la pena robar.
—Mi padre no era muy amante de las cosas caras —explicó Loic—. Nunca le gustaron, nunca le interesó nada que no fuera su hotel. Su «misión», como él decía. Tenía una única cuenta corriente desde hacía sesenta años, en el Crédit Agricole del pueblo. Ahí guardaba su dinero y, cada vez que reunía una cantidad considerable, compraba una casa. Así es como hizo las cosas estos últimos veinte años. Invertía todo su dinero en propiedades inmobiliarias. No tenía ahorros ni nada por el estilo.
De pronto Loic parecía realmente aliviado de poder hablar. Catherine miraba a su marido con insistencia, pero Dupin no estaba seguro de qué se ocultaba en sus ojos.
—Aparte de eso, nunca hacía grandes adquisiciones —siguió relatando Loic Pennec—. Excepto el barco, y nunca escatimaba en su mantenimiento. A lo mejor ayer por la tarde habían hecho mucha caja en el restaurante, no sé. Seguro que usted podrá pedir que lo comprueben.
—Mis agentes ya han mirado en todas partes, en la caja del hotel, en la del restaurante, pero por el momento no hemos encontrado nada llamativo.
—¡Hoy en día cualquier cosa es posible! —exclamó la señora Pennec con indignación.
—Tenía cuatro casas en Pont-Aven. Más el hotel, claro —puntualizó Loic.
—Está visto que su padre era un buen hombre de negocios. Es una fortuna considerable la que consiguió amasar.
—En realidad, parte de esas propiedades necesitan reformas estructurales. Hace ya años que tendría que haberlas renovado. A dos de ellas hay que ponerles nuevo todo el tejado. Además, tenga en cuenta que los turistas buscan sobre todo casas junto al mar. Aquí ya hace tiempo que los precios no son los mismos que en la costa, pero mi padre nunca quiso comprar nada en ningún otro lugar. También los alquileres son más baratos en Pont-Aven.
—Hacía doce años que no subía el precio de las habitaciones del hotel… y tampoco los alquileres de las casas. —En la voz de la señora Pennec había sonado un claro reproche. Pero calló inmediatamente, como si se hubiera sentido avergonzada.
—Es evidente que mi padre podría haber hecho negocios más lucrativos. Eso es lo que quiere decir mi mujer. Era un hombre con un gran corazón, igual que su padre… y que mi bisabuela. Él se sentía un mecenas, no un ambicioso hombre de negocios.
—Y, así en general, ¿se les ocurre algo que quizá pueda resultar significativo? ¿Alguien que se hubiera peleado con su padre, o de quien él se hubiera quejado? ¿Alguien que se hubiera molestado con él? Cualquier cosa que les explicara su padre en estas últimas semanas o meses, algo que lo tuviera especialmente preocupado.
—No. Enemigos no tenía —Loic Pennec se interrumpió un instante—, que yo sepa. Aunque, ¿por qué habría de tenerlos? Casi nunca discutía con nadie. Me refiero a discusiones serias. Solo… solo tenía una desavenencia con su hermanastro. André Pennec. Es político y ha tenido éxito haciendo carrera en el sur. Yo apenas lo conozco.
De nuevo hizo una breve pausa.
—Nunca hablaba demasiado de sus sentimientos —añadió al cabo de un momento—. Mi padre, quiero decir. Teníamos muy buena relación, pero nunca me explicaba demasiado. Desconozco qué ocurrió con André.
—¿Quién podría explicárnoslo?
—No sé si mi padre llegó a contárselo a alguien. A Delon, quizá. Y puede que también lo sepa la esposa de su hermanastro. Es su tercera mujer, mucho más joven que él. Mi padre y su hermano no se hablaban desde hacía veinte o treinta años. André Pennec tiene veintidós menos que mi padre —precisó.
—¿Su abuelo tuvo una relación extramatrimonial?
—Sí, así es. Con una francesa del sur todavía joven, de treinta y pocos. No duró mucho.
—Pero sí algún tiempo, estuvieron juntos más de dos años —añadió Catherine Pennec.
Su marido le lanzó una mirada de censura.
—El caso es que ella se quedó embarazada y regresó al sur con su familia. Mi abuelo nunca vio mucho a su hijo. Luego murió, cuando André aún no había cumplido los veinte. No sabría decirle quién puede quedar que conozca lo sucedido entre mi padre y André. Aparte del propio André, claro.
Dupin anotó todos los detalles.
—¿Y Fragan Delon era su amigo más íntimo?
—Eran viejos amigos, sí. Desde niños. El viejo Delon es un hombre muy reservado. También él está solo desde hace tiempo. No ha tenido mucha suerte en la vida, me parece a mí.
Dupin tendría que hablar con Delon, ya lo había pensado durante la conversación con la señora Lajoux. Le pediría a Nolwenn que buscara su dirección y su teléfono.
—¿Conoce bien al señor Delon?
—No especialmente, no.
—¿Y conocía usted la última voluntad de su padre?
La pregunta cayó sin previo aviso, y en el rostro de Loic apareció una ligera indignación.
—¿Se refiere a su testamento? —preguntó—. No.
—¿Nunca hablaron de ello?
—Desde luego que sí, pero nunca llegué a ver el contenido del documento. Él quería que me hiciera cargo del hotel, claro. De eso habíamos hablado mucho, desde hacía años. En muchas ocasiones.
—Pues me alegro por usted. Un establecimiento tan famoso…
—Es… una gran responsabilidad. Mi padre se hizo cargo de él hace sesenta y tres años, cuando tenía veintiocho. Mi bisabuela, Marie-Jeanne, lo fundó en 1879. Seguro que usted ya lo sabe.
—Como buena Pennec, supo ver lo que depararía el futuro: el turismo. —La voz de la señora Pennec rezumaba orgullo—. Y los artistas, naturalmente. Los conoció a todos ellos. A los pintores. ¿Sabe que la enterraron en la misma tumba que a Robert Wylie? Un pintor estadounidense. ¡Tal era la posición que ocupaba!
Dupin tuvo el presentimiento de que durante el caso tendría que oír la historia del Central y de la Escuela de Pont-Aven bastantes veces más. Todos los niños en edad escolar de la Bretaña se sabían de memoria la historia del hotel y sus artistas. Marie-Jeanne Pennec, en efecto, había sabido interpretar las señales de una nueva época: el nacimiento del «veraneo», la nueva predilección por la costa y el mar, la playa, el sol… y abrió un sencillo hotelito en la que por entonces era la place Municipale. Robert Wylie, que llegó a Pont-Aven ya en 1864, fue el primer artista que se hospedó allí, y no tardó en invitar a sus amigos. Todos ellos quedaron fascinados por la «bucólica perfección» del lugar. A estos les siguieron los pintores irlandeses, holandeses, escandinavos, más adelante suizos… y no fue hasta al cabo de una década cuando se les unieron también los franceses, aunque los lugareños siguieron refiriéndose a todos ellos únicamente como «los americanos». En 1886 llegó Gauguin y, gracias a él, de la colonia de artistas nació la Escuela de Pont-Aven, que creó una pintura nueva y radical.
Sin duda fueron muchos los motivos que llevaron a esos artistas a la Bretaña y a Pont-Aven, a esa ancestral tierra celta: Armórica, como la habían llamado los galos, la «tierra del mar». Sus paisajes mágicos le hablaban a uno de una misteriosa época de menhires y dólmenes, de la sabiduría de los druidas, de grandes leyendas y epopeyas. También era probable que los pintores acabaran recalando allí porque Monet trabajaba desde hacía un tiempo en la isla de Groix, que podía verse ante la costa desde la desembocadura del Aven. O quizá porque iban en busca de lo primitivo, de lo atávico, de una naturaleza virgen… y allí lo encontraron. Lo rústico, la vida rural, los viejos usos y costumbres, también ese gusto tan bretón por todo lo fantástico y lo místico: todos ellos eran motivos, pero lo cierto es que las propietarias de los dos hoteles, Julia Guillou y Marie-Jeanne Pennec, habían desempeñado un papel importante con su hospitalidad y su absoluta generosidad. Ambas hicieron su misión personal de conseguir cuantas más comodidades para lo que se conocía como «el mayor atelier al aire libre del mundo».
—Sí, señor Pennec, se trata de una gran responsabilidad —dijo Dupin—. Ese hotel es mucho más que un negocio.
A él mismo le sorprendió un poco la emoción con que había hablado, pero, en fin, era evidente que esos grandiosos recuerdos le hacían mucho bien al matrimonio Pennec.
—¿Cuándo se abrirá el testamento? —inquirió de repente.
Loic Pennec volvió a caer en el abatimiento.
—Todavía no lo sé. Tendremos que pedirle cita a la notaria.
—¿Sabe si su padre ha dejado algo a alguien más, aparte de a usted?
—No. ¿Qué le hace pensar eso? —Dudó un instante—. Aunque no puedo estar seguro, claro.
—¿Cambiará usted muchas cosas?
—¿Cambiar? ¿Cambiar el qué?
—El hotel. El restaurante. —Dupin se dio cuenta de que su pregunta había sonado un poco brusca, incluso a él le pareció inoportuna en ese momento. A saber qué le habría hecho pensar en ello—. Me refiero a que es algo bueno —quiso aclarar—, es incluso necesario que cada generación introduzca novedades. Solo así se preserva lo antiguo, solo así se mantiene viva la tradición.
—Sí, desde luego, tiene usted razón, pero todavía no hemos pensado en eso.
—Claro. Lo comprendo. Ha sido una pregunta algo precipitada.
Los Pennec lo miraron con expectación.
—¿Cree que su padre habría comentado con usted cualquier conflicto serio que pudiera tener?
—Sí, por supuesto. Por lo menos eso creo. Era un hombre obstinado y siempre tenía una opinión sobre todas las cosas.
La conversación empezaba a alargarse demasiado y Dupin decidió ponerle fin.
—Bueno, ya los he entretenido bastante —dijo—. Discúlpenme, por favor. Lo cierto es que debería irme. Están atravesando ustedes un momento muy doloroso. Ha sido un crimen horrible.
La señora Pennec asintió moviendo mucho la cabeza.
—Se lo agradezco, señor comisario. Haga usted todo lo que pueda.
—Si recordaran cualquier cosa, pónganse en contacto conmigo, por favor. Les dejo aquí mi número. No lo piensen dos veces, sea lo que sea.
Dejó una tarjeta en la mesita auxiliar y se guardó la libreta.
—Así lo haremos.
Loic Pennec se levantó, seguido de su mujer y, luego, de Dupin.
—Espero que avancen deprisa, señor comisario. Para mí supondría una enorme tranquilidad que atraparan pronto al asesino de mi padre.
—En cuanto haya novedades, se lo haré saber.
Loic y Catherine Pennec lo acompañaron hasta la puerta y se despidieron con mucha amabilidad.
La verdad es que había quedado un fantástico día de verano y, con algo más de treinta grados, para la Bretaña era un día de calor en toda regla. En la villa de los Pennec la atmósfera era sofocante, así que Dupin se alegró de volver a estar al aire libre. Le encantaba la brisa constante, suave, casi imperceptible del Atlántico. Se le había hecho mucho más tarde de lo que creía, hacía rato que la mañana había quedado atrás.
Con ese día tan soleado, los turistas se habían ido a la playa y Pont-Aven había quedado bastante desierto, incluso allí, en el puerto. La marea estaba en su punto más bajo y las barcas estaban recostadas sobre el cauce lodoso del río como si descansaran. Aquello era una preciosidad. Dupin nunca se había parado a pensarlo, pero en cierta forma el pequeño Pont-Aven estaba dividido en dos partes. La parte de arriba y la parte de abajo, la del puerto. O mejor dicho: se dividía entre río y mar, que, por mucho que estuvieran tan cerca uno del otro, daban lugar a paisajes, sensaciones y ambientes completamente dispares. Dupin estaba seguro de que también eso había fascinado a los artistas. Recordaba muy bien la primera vez que había visitado la localidad desde Concarneau y había aparcado en la place Gauguin. Aquel sitio no se parecía a ningún otro. En el aire mismo se podía respirar lo diferente que era. En Concarneau, con cada inspiración se paladeaba la sal, el yodo, las algas, los moluscos; el aire era como un concentrado de la infinita inmensidad del Atlántico, su claridad y su luz. En Pont-Aven, por el contrario, se percibía el río, la tierra húmeda y fértil, el heno, los árboles, el bosque, el valle y sus sombras, la niebla melancólica: la tierra firme. Era el contraste entre Armórica y Argoat, los nombres celtas de la «tierra del mar» y la «tierra de los árboles». Dupin había aprendido que el mundo de los bretones estaba esencialmente compuesto por esos dos contrarios. Lo había estado a lo largo de toda su larga historia y lo seguía estando en la actualidad. Él nunca había imaginado que esos dos mundos pudieran encontrarse tan cerca y estar a la vez tan alejados, tan aislados uno del otro. Y sin embargo, Pont-Aven era sobre todo Argoat, era tierra, granjas, agricultura; pero era también Armórica, justo ahí abajo, en el puerto, donde la corriente todo lo hacía confluir. Era el mar y todo lo que este representaba, todo su carácter. A veces, en el muelle histórico de la orilla derecha (que, como informaba con orgullo un gran cartel, tenía veintitrés metros de largo y pavimento de piedra) atracaban incluso unos veleros impresionantes que no dejaban duda alguna sobre la proximidad del mar.
De pronto sintió un hambre espantosa y recordó que no había comido nada desde el cruasán de la mañana. Cuando estaba enfrascado en un caso siempre se olvidaba de comer y no caía en la cuenta hasta que empezaba a marearse. Aunque le daba bastante pereza, se animó a subir hasta la place Gauguin y probar suerte en una de sus cafeterías. Le había dado la impresión de que allí se dedicaban a la restauración de verdad. Además, desde la plaza podría controlar el hotel.
Una vez arriba, se decidió por un bar que quedaba en el otro extremo de la placita, justo enfrente del Central, y se sentó a una de las últimas mesas de la terraza. No había mucho movimiento, solo delante del hotel se veía a un puñado de personas hablando animadamente. A esas horas el sol caía a plomo en la place Gauguin, así que los plátanos de Julia Guillou eran toda una alegría. Dupin pidió un bocadillo de jamón y queso, una botella grande de agua con gas Badoit y un buen café con leche. El simpático camarero asintió mientras tomaba nota. La verdad es que le habría apetecido una crêpe complète, que le encantaban (sobre todo la yema del huevo al punto encima del jamón y el queso), pero seguía al pie de la letra la regla de Nolwenn: crêpes solo en buenas creperías.
Se hundió algo más en la silla, que era asombrosamente cómoda, y se dedicó a observar a los transeúntes. De pronto, una imponente limusina negra, un Mercedes, captó su atención al cruzar casi desafiante la plaza.
Le empezó a sonar el móvil y miró el número. Era Nolwenn. Aun así, descolgó algo molesto.
—Ha recibido usted muchas llamadas, comisario —informó su secretaria.
—Ya me lo temía. —Cuando apagaba el teléfono como acababa de hacer en casa de los Pennec, todas las llamadas se desviaban a la oficina—. Ahora estoy comiendo. O eso intento, por lo menos.
—Que aproveche. A ver: el prefecto Guenneugues, Le Ber tres veces, el doctor Lafond, el doctor Pelliet. También Fabien Goyard, el alcalde de Pont-Aven. Y… su Laure. El prefecto está muy preocupado por…
—Por el amor de Dios —la interrumpió Dupin—. No puede obligarme a que vaya a recibir a su estúpido comité de… Y, por cierto, nada de «mi» Laure.
Lo de Laure ya se había terminado. Al menos para él. Y definitivamente. Bueno, estaba casi seguro. Le había pasado lo mismo que con todas las historias que había tenido desde que lo «trasladaron» de París: tarde o temprano, por un motivo u otro, se habían enfriado. Dupin seguía intentando convencerse de que su relación con Claire, aquellos siete años en París, eran ya cosa del pasado… Pero hasta ese mismo día seguía sin tenerlo claro. En fin, no era momento de ponerse a pensar en eso.
—¿De qué comité me habla? —se extrañó Nolwenn—. El prefecto quería expresarle lo preocupado que está por el horrible asesinato, que sin duda levantará mucho revuelo.
—¿Ah, sí? Pues vaya, hombre.
—El doctor Pelliet ha dicho que era algo importante, pero no ha querido darme más detalles.
Pelliet, además de ser un cascarrabias, era el médico de cabecera de Dupin en Concarneau. El comisario no imaginaba qué podía querer. Hacía ya varios meses desde su última visita y no les había quedado ningún asunto pendiente. ¿Y de pronto su médico de cabecera quería hablar urgentemente con él? No sabía por qué, pero aquello no le daba buena espina.
—Es que, como te decía, me pillas comiendo.
—Pues siga con ello —dijo Nolwenn, y ahí terminó su conversación.
El bocadillo era incomestible: estaba reseco y el pan demasiado tostado. Aun así, se lo terminó e incluso estuvo pensando si pedirse otro, porque la verdad es que seguía teniendo un hambre feroz. El café tampoco sabía mucho mejor que el de la cafetería del puerto. Dupin estaba de un humor de perros. Ya por la mañana, mientras iba en el coche a primera hora, había sabido que era mejor no hacerse precisamente ilusiones con el día, consciente de que la presión para resolver el caso «cuanto antes» (o presentar por lo menos algún resultado tangible) sería enorme. Y esa presión vendría de todas las direcciones posibles. El asesinato de un personaje tan querido como Pierre-Louis Pennec tocaría muy hondo a los bretones. Además, ya casi estaban en temporada alta y a nadie le apetecía tener a un asesino suelto por ahí durante esas semanas. Lo más desagradable serían las numerosas personas «influyentes», los políticos y las fuerzas vivas, que creerían poder hacerle llegar sus «recomendaciones» por vías diversas. Ya le había pasado antes… y no lo soportaba. Todos los días recibiría llamadas desde la prefectura de Quimper, también eso lo tenía claro.
El móvil volvió a sonar. Era Le Ber. Dupin sabía que lo más sensato sería contestar, pero prefirió esperar a que callara. Un instante después empezó de nuevo, pero esta vez era su secretaria.
—Dime, Nolwenn.
—El doctor Pelliet ha vuelto a llamar. Él en persona, no su ayudante.
—¿Te ha dicho ahora de qué se trata?
—No, solo que por favor lo llame. No ha dicho que corra prisa, pero ya lo conoce.
—Vale, de acuerdo, lo llamaré.
Sacó la cartera, dejó el dinero de la cuenta en el platito de plástico y se puso en marcha sintiéndose estafado. Había sido mala idea ir allí, sobre todo si lo que esperaba era comida de verdad. Además, ¿qué podía haber en la plaza, frente al hotel, que mereciera la pena observar? ¿Cómo se le había ocurrido?
Lo siguiente que quería hacer era visitar a Fragan Delon. Buscó la dirección y el teléfono en su libreta.
El viejo Delon contestó enseguida, como mucho al segundo tono.
—¿Diga? —Tenía una voz muy serena.
—Buenos días, señor Delon. Soy el comisario Dupin y trabajo en el asesinato de Pierre-Louis Pennec.
Esperó, pero el hombre no hizo ningún comentario.
—Me gustaría ir a verlo. Seguro que nos será usted de gran ayuda con la investigación. Tenemos que hacernos una idea de Pierre-Louis Pennec, de su persona, de su vida. Usted era su mejor y más viejo amigo, por lo que me han dicho…
Siguió otra larga pausa, durante la cual Delon tampoco dijo nada.
—¿Está usted ahí, señor Delon?
—¿Cuándo quiere pasarse? —El tono no fue ni mucho menos desagradable. Su voz sonaba tranquila y muy clara.
El comisario se había hecho con un pequeño mapa de la localidad en la recepción del hotel. Delon vivía en el extremo occidental de Pont-Aven, a un cuarto de hora a pie, calculó.
—Podría estar ahí dentro de quince minutos… O mejor veinte. —Antes tenía que llamar a Le Ber, y Le Ber debía de tener que informarle de muchas cosas.
—Está bien.
—Hasta ahora, entonces, señor Delon.
El hombre colgó antes aún que el propio Dupin.
En efecto, Le Ber tenía mucho que explicar, aunque en realidad tampoco era demasiado. Los cinco agentes (Le Ber, Labat, los dos policías de Pont-Aven a quienes ya conocían —Monfort y Pennarguear—, más un tercero) habían estado tomando declaración una primera vez a todos los clientes del hotel y también a los empleados, habían hecho listas y habían registrado de nuevo todo el establecimiento. Lo habitual, vamos. Los de la científica y Lafond habían terminado su trabajo, pero todavía tenían que redactar sus informes. No habían encontrado nada destacable en la inspección ocular.
A decir verdad, por el momento no habían descubierto nada, absolutamente nada relevante. Para empezar, la noche anterior parecía que nadie había visto ni oído nada fuera de lo normal. Nadie había visto en el hotel a nadie cuya presencia allí desentonara, nadie había visto entrar ni salir del restaurante a nadie después de la hora del cierre. Todo apuntaba a que el cocinero, en efecto, había sido el último en ver a Pennec con vida. El viejo Pennec se había pasado toda la tarde entre el restaurante y la cocina, había charlado con varias personas aquí y allá, después se había acercado a algunas mesas y también había hablado con los empleados. Nadie había visto nada que le pareciera extraño.
Dupin conocía esos casos: todo había sido «como siempre»… hasta que se produjo el asesinato. Todo como siempre, sí. Lo único diferente era que, el día antes de morir, Pierre-Louis Pennec había estado hablando con un desconocido delante del hotel, en la plaza, y que a lo mejor, pero solo a lo mejor, se había mostrado algo acalorado. Eso había sido lo único destacable que habían sabido decirles tres empleados. Y solo la señora Lajoux había mencionado que la conversación le había parecido algo acalorada. Sin embargo, nadie conocía la identidad del misterioso hombre. Labat se estaba ocupando de investigarlo. Más no tenían, por el momento.
Dupin ya casi estaba delante de la casa de Delon, pero antes volvió a echar mano del móvil. Esa llamada del doctor Pelliet lo tenía intranquilo. ¿Qué sería tan urgente para que su médico de cabecera lo llamara de pronto dos veces seguidas?
—Consulta del doctor Pelliet, ¿dígame? —Era la señorita Dantec, la ayudante del médico.
—Buenas tardes, señorita Dantec. Soy Georges Dupin. El doctor Pelliet…
—Sí, el doctor ha intentado localizarlo. Enseguida le paso.
Era la ayudante perfecta para el doctor Pelliet, juntos formaban un equipo ideal. Nada de rodeos ni de circunloquios innecesarios.
—¿Señor Dupin? —preguntó el médico.
—Sí, yo mismo.
—Tengo que hablar con usted. En persona.
—¿En persona? ¿Quiere decir que tenemos que vernos? —Dupin estaba cada vez más intrigado.
—Eso es.
—Verá, es que tardaré un tiempo en… Quiero decir que estos próximos días no podré…
—Me parece que deberíamos hablar cuanto antes.
—¿Se refiere a hoy mismo?
—Sí.
—Bueno, es que estoy con un caso y…
—¿Hoy, entonces? —insistió el doctor Pelliet.
¿Cómo iba a arreglárselas? Pero Dupin sabía que le diría que sí. No tenía más remedio. El doctor Pelliet no le dejaba alternativa. De alguna forma conseguiría pasarse por la consulta poco antes de que cerrara.
Pelliet, con todo, ni siquiera esperó a que le respondiese.
—Aquí estoy, no tarde.
—¿Qué quiere decir? ¡¿Ahora mismo?!
—Está usted todavía en Pont-Aven, ¿me equivoco? O sea que tardará una media hora en llegar.
Dupin hizo un último intento:
—Lo siento muchísimo, pero no me va a dar tiempo. Ahora mismo voy de camino a una entrevista importante.
—Es sobre el caso.
El comisario se quedó mudo.
—¿El caso? ¿Mi caso? —preguntó sin salir de su asombro—. Quiero decir que… ¿se refiere al asesinato de Pierre-Louis Pennec?
—Eso es.
Sabía que no tenía sentido seguir preguntando nada por teléfono. Soltó un leve gemido y claudicó:
—Voy para allá, doctor.
Dupin conducía un viejo Citroën grande, un XM azul oscuro, macizo y de líneas muy rectas. Aunque en general no sentía una pasión especial por los vehículos, adoraba ese coche y siempre dejaba claro que su Citroën le gustaba ya antes de que Nolwenn le explicase que ese modelo en concreto (como no podía ser de otro modo con todo lo bueno) era bretón, un coche fabricado en Rennes, cuna también del famoso actor y director cinematográfico Charles Vanel; de Charles Vanel y de muchos más, desde luego.
Tardó una eternidad en llegar a su ciudad. Como siempre en verano, los turistas se dedicaban a recorrer en coche las estrechas carreteras que unían Concarneau con Pont-Aven, pasando por la pequeña y bonita villa de Névez, que a él tanto le gustaba. Y como siempre en verano, puesto que la mayoría de los extranjeros o bien no conocían las normas para circular por las rotondas o bien no sabían aplicarlas con la excelencia francesa, en la entrada de Névez (igual que en todas las rotondas del trayecto) se había encontrado con un atasco formidable.
Dupin se había pasado todo el trayecto dándole vueltas a qué relación podía tener Pelliet con el caso. Fue Nolwenn quien le recomendó al doctor nada más llegar él a Concarneau, porque había sido el médico de sus hijos y estaba encantada con él. Desde entonces, Dupin solo acudía a él cuando tenía algún problema de salud, y Pelliet siempre sabía tratarlo con acierto.
Cuando alcanzó el otro lado del gran puente que cruzaba de una orilla a otra del río Moros a gran altura (casi como sostenido por zancos) y llegó a la entrada de la ciudad, se dio cuenta de lo mucho que se alegraba de regresar a Concarneau. Torció enseguida a la derecha por la rue Dumont d’Urville, pasó por delante del mercado y dobló luego a la derecha otra vez por la rue des Écoles. El doctor Pelliet tenía la consulta en una de las antiguas y estrechas casitas de pescadores que abundaban en la zona del puerto. Aparcó junto a la iglesia nueva (una auténtica monstruosidad, uno de los pocos edificios feos que había en Concarneau) y recorrió a pie los pocos metros que le faltaban.
—¿Qué tal va el estómago?
Dupin se quedó descolocado ante esa pregunta tan directa. La ayudante de Pelliet lo había hecho pasar directamente a la consulta, donde el médico estaba sentado en esos momentos frente a él, en una vieja butaca enorme, al otro lado del escritorio. Pelliet debía de estar en la setentena y era natural de Concarneau. Abajo, en el cartel de la consulta, decía: «Dr. Bernez Pelliet, no Bernard». Era alto y delgado, de cara alargada y frente amplia. Su rasgo más característico era la infinita serenidad que irradiaba. Nada conseguía ponerlo nervioso (o eso parecía).
Hacía años que Dupin tenía problemas de estómago, y unos meses antes se le habían agravado bastante. Pelliet lo había escuchado unos minutos y enseguida había sentenciado: «Un estómago nervioso y demasiada cafeína. De todas formas, si quiere, puedo examinarlo».
—Gracias por el interés… —Que le preguntaran por su estómago estando de visita oficial le resultaba algo incómodo—. Quiero decir que bien. Mejor, sí. Muchísimo mejor. —Sabía que estaba dando una impresión algo confusa.
Pelliet dejó de consultar sus papeles y le clavó una mirada muy directa.
—Pues me alegro. —Por el tono quedó claro que había zanjado el tema.
Dupin se sintió aliviado, pero Pelliet seguía mirándolo mientras el comisario buscaba su bolígrafo con toda la discreción posible. Nada, no había manera. Ya tenía la libreta en su regazo, pero del boli ni rastro.
—No habría vivido mucho más —soltó de pronto el médico.
La frase lo dejó atónito. Dupin pensó que Pelliet iba a continuar, pero el hombre decidió dejar ahí la frase. El médico hablaba siempre con una voz clara, imperturbable pero nunca fría, que casaba muy bien con su forma de ser. Era evidente que se refería al viejo Pennec, pero aun así Dupin prefirió estar seguro:
—¿Pennec? —preguntó.
Pelliet ni se molestó en confirmárselo.
—Era el corazón. Tenía estenosis considerables y habría necesitado varios bypasses de urgencia. Es un milagro que lograra sobrevivir estos últimos años, y más aún los últimos meses y semanas. Increíble, absolutamente increíble.
—¿Conocía usted el estado de su corazón? ¿Me está diciendo que también era su médico de cabecera?
—No creo que «médico de cabecera» sea una denominación muy adecuada en este caso. En treinta años no dejó que lo examinara ni una sola vez. Nunca. Nada, ni siquiera pude hacerle el chequeo más básico. Solo venía a verme por la espalda. Tenía problemas de columna desde hacía muchos años, y yo de vez en cuando le recetaba unas inyecciones. El lunes por la mañana se presentó con dolores en el pecho. Debían de ser muy fuertes. Solo después de mucho protestar dejó que le hiciera un electrocardiograma.
Pelliet se interrumpió.
—¿Y bien? —inquirió Dupin.
—Tendría que haberse operado. Aquel mismo día. Pero no quiso.
—¿No quiso hacer nada?
—Me dijo: «Cuando a mi edad se empieza con operaciones, ya está uno perdido». —Pelliet frunció el ceño.
—¿Cuánto le habría quedado de vida?
—Como le he dicho, desde un punto de vista médico —Pelliet articulaba cada palabra con exagerada claridad—, ya tendría que haber estado muerto.
—¿Y medicamentos? ¿Le recetó alguna pastilla?
—Siempre se negó a ello.
—¿Y usted qué le dijo?
—Nada.
—Pero ¿sabía él que el corazón lo mataría?
—Sí. —Pelliet hizo una pausa y luego, en un tono que dejaba claro que aquel era el final del asunto, añadió—: Estaba en perfectas facultades mentales. Y tenía noventa y un años.
Dupin se quedó callado un momento.
—¿Sabía alguien lo de su enfermedad? ¿Lo grave que estaba?
—Me parece que no. Eso le habría resultado muy embarazoso, me temo. No le gustaba que la gente estuviera pendiente de él. Incluso preguntó si mi ayudante sabía algo y se tranquilizó mucho cuando le dije que no tiene capacidad para interpretar los datos médicos de forma concluyente. —Pelliet percibió la sorpresa de Dupin y agregó—: Era un hombre muy peculiar.
—¿Y no estaba muy débil? ¿No se le notaba su gravedad? ¿Estas últimas semanas, por lo menos?
Era extraño que nadie le hubiera mencionado ningún cambio ni debilidad alguna en Pennec.
—Verá, era uno de esos casos… Tenía una voluntad de hierro, era un hombre orgulloso. Además, hacía ya tiempo que no estaba precisamente ágil. Tenía noventa y un años. —Pelliet repitió la edad muy despacio y sin dejar de mirar a Dupin con serenidad.
Aquello era todo lo que sabría por boca del doctor Pelliet. Ya se lo había dicho todo.
—Gracias. Ha sido una información muy valiosa.
El comisario sabía que «valiosa» era una palabra muy atrevida, dadas las circunstancias. No había nada que la justificase. En ese momento no tenía ni idea de si aquello tendría alguna relevancia para el caso. Lo único seguro era que, tal como estaban las cosas, lo hacía todavía un poco más enrevesado.
—¿Tiene ya algún indicio, alguna idea de cómo ha sido?
Dupin se alegró al oír esa pregunta inesperada. Aligeraba la sensación que había tenido durante toda la conversación: la de estar allí como paciente. Así que se esforzó por contestar con elegancia, aunque no llegó a conseguirlo del todo.
—Estamos siguiendo todas las pistas posibles.
—Todavía nada, entonces. Sí. Es un caso complicado. Un caso complicado de verdad. —La voz del médico se había alterado, por primera vez se notaba en ella una emoción intensa.
Se levantó y le tendió la mano.
—Muchas gracias de nuevo, doctor —dijo Dupin, antes de levantarse casi de un salto y estrecharle la mano.
Dio media vuelta y salió de la consulta a paso ligero.
De nuevo en la calle, tuvo que detenerse a poner en orden sus pensamientos. Lo cierto era que no sabía muy bien qué hacer con esa información nueva, pero sin duda era relevante. La víctima de un asesinato brutal, un hombre muy anciano, estaba muy mal del corazón. Había muchas posibilidades de que falleciera de muerte natural en cualquier momento (lo cual en su caso quería decir «en cualquier segundo»), y él era consciente de ello. Sin embargo, nadie había insinuado siquiera conocer su estado de salud ni haber notado nada raro en Pennec. ¿De verdad lo guardó en secreto, tal como suponía el doctor Pelliet? Si era así, el asesinato de Pennec y su enfermedad mortal no eran más que dos hechos unidos por la casualidad. Sin embargo, también era posible que tras todo ello se escondiera algo muy diferente. Lo único seguro era que el viejo Pennec sabía que cualquier día podía llegarle la hora… y eso, al menos para él, sí que debió de cambiarlo todo. Todo. Incluso a sus noventa y un años.
Dupin empezaba a ponerse nervioso y eso no le gustaba. Sacó el móvil y marcó un número.
—Labat. Quiero saber qué hizo Pennec esta última semana. Desde el lunes. Todo lo que podamos averiguar. Qué hizo, a quién vio, con quién habló, a quién llamó. Todo. Habla otra vez con todo el mundo acerca de estos cuatro días. Informa a Le Ber. Nos concentraremos en los cuatro últimos días. Desde la mañana del lunes hasta ayer por la noche.
—¿Solo esos cuatro días? ¿Por qué?
—Sí. Bueno, no. No solo esos cuatro, claro, pero sí principalmente. Para empezar.
—¿Y por qué? ¿Por qué principalmente esos cuatro días, señor comisario?
—Es una corazonada, Labat. Una corazonada.
—¿Vamos a concentrar todo nuestro trabajo policial en cuatro días por una corazonada? Tengo un par de cosas urgentes que comentarle, señor comisario.
—Después, Labat. Ahora me voy a ver a Fragan Delon. —Y colgó.
Nolwenn había llamado a Fragan Delon y había aplazado la visita del comisario para las cinco. Eran solo las cuatro y media, así que a Dupin le daba tiempo de acercarse un momento a comprar un par de bolis al quiosco de la esquina al que iba habitualmente. Solía comprar siempre los mismos Bic negros, baratos, porque no hacía más que perderlos (a mayor velocidad de lo que le daba tiempo a reponerlos, la verdad). También necesitaba libretas nuevas. Desde sus años en la academia de policía utilizaba las mismas Clairefontaine, algo más estrechas que un Din A5, sin cuadrícula y con tapas de un rojo intenso; así las distinguía al primer vistazo entre todas las demás cosas. Siempre había tenido una letra horrible, incluso cuando iba al colegio. Además, cada anotación estaba escrita en un tamaño diferente, por lo que las páginas llenas resultarían un auténtico caos a cualquiera que no fuera él. Cuando investigaba un caso repasaba constantemente sus notas, aunque, la verdad, no es que tuviera un criterio muy firme sobre lo que apuntaba y lo que no. El principio era simple: anotaba todo lo que consideraba relevante en un momento determinado por el motivo que fuese. Eran palabras clave, croquis, gráficos, y a veces llegaban a ocupar muchas páginas. Le resultaba de gran ayuda porque su memoria trabajaba de una forma más bien arbitraria, y eso le sacaba de quicio. Retenía cosas que no necesitaba ni quería saber, los detalles más minúsculos e intrascendentes, mientras que otras cosas que necesitaba y quería recordar a toda costa se le iban de la cabeza.
En el concurrido quiosco de la plaza mayor, junto al paseo del Quai Pénéroff, había mucho movimiento, como en todo el municipio desde hacía unos días. Concarneau se estaba preparando para el gran acontecimiento del año, la fiesta que hacía palidecer todas las demás: el Festival des Filets Bleus.
A Dupin le encantaba ese pequeño quiosco-estanco que, como solía pasar en esos establecimientos, estaba abarrotado a más no poder: cada rincón, cada centímetro, se aprovechaba al máximo para hacer sitio a periódicos, revistas, libros, libretas, artículos de papelería, golosinas, juguetitos de plástico y todo lo imaginable.
Ya había pagado y casi había salido de nuevo a la calle cuando le sonó el móvil. Número oculto, vaya. Descolgó pero no dijo nada.
—¿Señor comisario? —preguntó una voz.
—Yo mismo.
—Soy Fabien Goyard, el alcalde de Pont-Aven.
Dupin había oído hablar de Goyard, pero no recordaba en relación con qué. Detestaba a los políticos, con la salvedad de algunas (poquísimas) excepciones. Traicionaban los principios morales más básicos y, al hacerlo, jugaban con el destino de muchas personas. Encima consideraban unos ingenuos a todos los que, como Dupin, pensaban eso de ellos.
—Le llamo porque para mí es de vital importancia saber si ya ha avanzado algo en su investigación. Un suceso como este es espantoso para nuestro pequeño Pont-Aven, ¿sabe usted? Para nosotros ha sido un golpe terrible, ¡terrible!, y justo antes de la temporada alta, además. Como usted comprenderá…
Una repentina sensación de intenso fastidio invadió a Dupin. Era indiscutible que para los «importantes» de este mundo solo existían dos cosas: el dinero y su propio prestigio. No es que Dupin se pasara el día pensando en ello, pero sí le sacaba de sus casillas y, lo que era aún peor, en esos momentos le hacía perder tiempo. Su superior, el prefecto Guenneugues, no le resultaba precisamente de ayuda en estos casos, sino más bien al contrario.
El alcalde seguía hablando con una voz en la que se oía esa típica mezcla entre un tono servil y autoritario.
—Hacemos lo que podemos, señor alcalde —lo interrumpió Dupin—. Créame.
—¿Sabe usted que no solo algunos clientes del Central, sino también varios veraneantes de otros hoteles, han decidido marcharse? ¿Sabe lo que implica eso? ¡Y en estos tiempos de crisis! Este año ya teníamos menos reservas que nunca, y ahora, encima, esto.
Dupin no dijo una palabra. Se produjo una larga pausa.
—¿No sospecha usted de nadie, señor comisario? —preguntó Goyard, retomando la conversación—. Permítame que le diga que en una población tan pequeña no es posible que suceda algo así sin dejar pistas muy claras.
—Señor alcalde, sospechar de la gente no es mi trabajo.
—Pero ¿qué cree usted? ¿Quién ha asesinado a Pennec? ¿Un forastero o alguien del pueblo? Seguro que ha sido un forastero. Debería centrarse en esa hipótesis.
Dupin suspiró sin disimulo.
—¿Cree usted que el asesino sigue en Pont-Aven? —insistió el alcalde—. ¿Podría seguir matando? Se desataría un pánico inimaginable.
—Disculpe, señor Goyard, veo que me entra una llamada importante por la otra línea. En cuanto tenga datos relevantes, se lo haré saber. Se lo prometo.
—Comprenda en qué posición me encuentro, yo que…
Dupin cortó la comunicación.
Estaba muy orgulloso de sí mismo. Había logrado reprimir sus impulsos bastante mejor que unos años atrás. No le apetecía que volvieran a trasladarlo a ninguna parte. A veces había que cerrar la boca y punto, por mucho que costara. Entender eso le había resultado muy difícil cuando aún estaba en la capital, y al final había sido una «grave ofensa», según ponía en su expediente, contra el alcalde de París (alcalde y, para más inri, posterior presidente de la nación), durante una manifestación, la que había acabado con él. No cabía duda de que los posteriores «insultos y repetidos ataques verbales» contra su superior, según constaba también en el informe, no contribuyeron a mejorar su situación.
Con el tiempo había aprendido a dominarse algo más, creía él, tal como acababa de demostrarse. Aun así, no le resultaba agradable. Le costaba mucho tener que controlar la ira en ocasiones como esa, y también le resultaba bastante frustrante porque, sin esos arrebatos, su personalidad se quedaba sin uno de esos rasgos «problemáticos» que parecían requisito indispensable para su profesión, casi como un estándar para todo comisario que se preciase: alguna drogadicción (o alcoholismo, por lo menos), una neurosis o depresión clínica, un oscuro pasado criminal, corrupción de proporciones considerables, o varios matrimonios fallidos. Él carecía de todo eso.
Dupin ya había llegado a su coche. Conseguiría presentarse en casa de Fragan Delon con bastante puntualidad.
Aunque había esperado mucho de la conversación con Fragan Delon, lo cierto es que no sacó de ella nada verdaderamente decisivo.
Francine Lajoux y Fragan Delon eran, en efecto, las personas que más unidas habían estado a Pennec, o eso parecía. Si a alguien había confiado el propietario del Central sus preocupaciones o sus miedos, lo más probable es que fuera a alguno de ellos dos. Delon, sin embargo, no sabía nada de su preocupante estado de salud, de modo que tampoco podía saber si Pennec había hablado de ello con alguna otra persona. No tenía noticia de ninguna discusión ni de ningún conflicto que pudiera haber enfrentado a Pennec con nadie en los últimos meses o las últimas semanas, ni tampoco antes. Aparte de lo de su hermanastro, claro. Al abordar ese tema, de pronto Delon había puesto mayor interés y se había mostrado incluso hablador, o casi. Tenía una opinión muy vehemente sobre el motivo de las desavenencias entre ambos Pennec, y también en cuanto a la relación entre la señora Lajoux y su viejo amigo. Estaba convencido de que jamás habían tenido una aventura. No es que Pennec así se lo hubiera dicho; es que Delon simplemente estaba convencido de ello. Y lo expresó, igual que todo en esa conversación, con pocas palabras, muy escogidas aunque siempre muy amables. El vínculo entre Pennec y su hijo, en opinión de Delon no era demasiado fuerte. Sin embargo, Pierre-Louis Pennec nunca le había hablado mucho de eso (como de ningún asunto privado, en realidad). «Charlábamos de otras cosas, nunca de nosotros». Lo cual no era ni mucho menos extraño entre dos bretones, y más aún de su generación. Aunque Delon no dijera ni una palabra al respecto, se notaba que sentía una honda pena.
Como Dupin sabía ya por Le Ber, Delon no había visto a Pennec en los tres días anteriores a su muerte. Había estado en Brest, visitando a su hija, de manera que no podía ayudarles a reconstruir las idas y venidas de la víctima desde el lunes, después de su visita al doctor Pelliet.
Lo que estaba claro era que el hotel constituía el centro de la vida de Pierre-Louis Pennec; ese patrimonio y todas las obligaciones que comportaba. Y que Pennec formaba parte de varios comités y asociaciones de la localidad para la «salvaguarda de la tradición» y también para el fomento de los jóvenes artistas de Pont-Aven.
Gracias a Delon, Dupin había logrado enterarse de un par de detalles más sobre la vida y la persona del hotelero, lo cual ya era algo. Sus preferencias, sus costumbres, sus pequeñas aficiones, algunas de ellas compartidas con su gran amigo. Ambos habían jugado al ajedrez durante más de cincuenta años, ya desde jóvenes, sobre todo por las noches. A veces jugaban también a la petanca, naturalmente, con los demás hombres del pueblo. Abajo, en el puerto. Delon y él salían a pescar una vez por semana en el barco de Pennec, daba igual el tiempo que hiciera. Sobre todo en primavera y en otoño, cuando los grandes bancos de caballas se acercaban a la costa. Y una o dos noches por semana se tomaban juntos un lambig en el bar del Central.
En resumen, Dupin había salido de allí algo decepcionado. Aunque el viejo Delon le había caído bien.
Las calles del antiguo núcleo urbano alrededor de la place Gauguin habían vuelto a llenarse de gente y barullo. La mayoría de los veraneantes habían regresado de la playa y querían pasear un poco por las tiendas y las galerías antes de buscar un restaurante. Era increíble la cantidad de galerías que había. Dupin nunca se había parado a pensarlo hasta verlas abiertas en temporada alta. Parecían brotar como setas. Solo en la pequeña rue du Port, que bajaba al puerto, había contado hasta doce, aunque sin duda la mayor parte se encontraban en las inmediaciones del museo. En ellas podían comprarse reproducciones de todos los cuadros de la Escuela de Pont-Aven —¡faltaría más!—, desde las más baratas hasta las de mayor calidad, pero también numerosos originales de artistas del momento que buscaban su suerte allí, en ese pueblito tan trascendental para la historia de la pintura. A Dupin, todos los cuadros que había visto de momento le parecían francamente espantosos.
Él no percibía señal alguna de que los turistas hubieran abandonado en masa el lugar o quisieran hacerlo, la verdad. Incluso delante del Central seguía habiendo varios grupitos que se detenían un momento, comentaban algo y señalaban con timidez con el dedo aquí o allá. Solo por la mañana, durante un par de horas, se había respirado un ambiente algo crispado. Por la tarde, el lugar parecía haber recuperado ya la seguridad de la rutina turística.
Eran las siete y Dupin volvía a sentirse algo mareado. No había comido nada desde el bocadillo del mediodía y todavía tenía trabajo que hacer. Sacó el móvil y marcó.
—¿Nolwenn?
Había llamado a la oficina, sabía que su secretaria seguiría allí.
—¿Sí, comisario?
—Mañana temprano quisiera ir a la notaría que custodia el testamento de Pierre-Louis Pennec. Y si pudieras conseguirnos acceso a sus cuentas bancarias… Me gustaría consultarlas, y también repasar sus propiedades inmobiliarias.
Si se ceñía al «procedimiento oficial» para conseguir todo eso, la cosa se complicaba. En realidad habría necesitado una orden judicial. Nolwenn, en cambio, lo resolvería en un par de horas y sin molestar a nadie.
—Todo anotado, yo me encargo —confirmó su secretaria—. Le Ber ha intentado hablar con usted varias veces y le pide que lo llame. Tiene novedades.
—¿Sigue en Pont-Aven?
—Hace una media hora sí.
—Dile que voy ahora mismo al hotel y que hablaremos allí. —Dudó—. Y que también me esperen Labat y los agentes locales.
No lo había planeado, pero les iría bien mantener una reunión para ponerse al día. A lo mejor habían hecho progresos, sobre todo en la reconstrucción de los últimos días de la víctima.
—André Pennec ha llamado —informó también Nolwenn—. Se ha enterado por su sobrino Loic y ha llegado a Pont-Aven poco después del mediodía.
—¿Y ha venido ya, dejando todo lo demás?
—Quiere verlo a usted mañana a primera hora. A las ocho, ha propuesto.
—Muy bien. También yo quiero hablar con él.
—Lo prepararé todo. ¿Se verán en el hotel?
Dupin lo pensó un momento.
—No. Dile que en la comisaría. En mi despacho. A las ocho va bien.
—¿Volverá por aquí hoy, señor comisario? La verdad es que yo ya me iba a casa.
—Sí, márchate tranquila. Hoy ya no pasaré por comisaría.
—Esta noche habrá mucho jaleo en Concarneau, empiezan los actos previos al festival. Téngalo en cuenta cuando vuelva. Ah, sí, el prefecto también ha pedido que lo llame, lo mismo que el alcalde de Pont-Aven. Les he dicho a los dos que estaría usted reunido sin interrupción hasta entrada la noche.
—Estupendo.
Dupin estaba encantado con Nolwenn. Era una mujer práctica e infatigable que no se dejaba disuadir con facilidad. Para ella no había nada imposible, todo parecía siempre una simple cuestión de procedimiento, correcto o incorrecto. Lo primero que le había llamado la atención de ella cuando se la presentaron fue su mirada despierta, en la que refulgía una inteligencia tenaz. A sus casi sesenta años seguía siendo atractiva; era más bien bajita y llevaba el pelo rubio corto. Nolwenn le era imprescindible en general, pero sobre todo debido a sus conocimientos, absolutamente inagotables, de la cultura local y regional. Había nacido y crecido en Concarneau —mejor dicho, en Konk-Kerne, como se llamaba la ciudad en bretón—, y nunca había salido de allí. Bretona de la cabeza a los pies, en el fondo Francia siempre le había despertado cierto recelo. No había que olvidar que la Bretaña solo pertenecía al país desde 1532, «unos ridículos quinientos años», ¡una vulgar anexión! Nolwenn le había ayudado mucho a comprender el alma de la Bretaña y de sus gentes. Al principio Dupin no había sabido ver lo indispensable que le sería eso para hacer allí su trabajo. Desde el primer día, ella le había dado lecciones de historia bretona, de lengua bretona, de cultura y cocina bretonas («Olvídese del aceite de oliva: ¡mantequilla!»). Incluso le había colgado sobre el escritorio dos pequeños marcos azules con dos frases dedicadas a su tierra: «Bretaña es poesía», la famosa sentencia escrita por la poetisa María de Francia en el siglo XII, y una entrada de enciclopedia impresa en letras decorativas y un tanto recargadas: «El bretón, quizá como expresión de su tierra salvaje y azotada por las tormentas, es de carácter melancólico y de naturaleza reservada, pero también tiene una imaginación ferviente y poética, una enorme sensibilidad y a menudo una gran pasión ocultas bajo un exterior rudo e impasible». A Dupin, la redacción misma le parecía la manifestación de una expresividad ferviente y poética. Aun así, con el tiempo había ido comprendiendo que esas frases encerraban una gran verdad.
Gracias a su curiosa relación, Nolwenn reconciliaba a Dupin con el carácter (algo difícil) de los bretones, con su temida tozudez, su cabezonería pero también su socarronería; con su parquedad, por un lado, y su locuacidad, por el otro. Y también con la exagerada predilección por los comparativos y los superlativos en todo lo bretón: el mayor productor de alcachofas de Francia, las segundas mareas más fuertes del planeta (¡de hasta catorce metros!), la región con mayor variedad de trajes regionales del mundo (mil doscientos sesenta y seis modelos), el mayor puerto atunero de Europa (Concarneau), la mayor cantidad mundial de algas acumuladas en la costa, el diario más leído de toda Francia (el Ouest France), la mayor concentración de monumentos históricos por kilómetro cuadrado, la mayor cantidad de conserveras de pescado del mundo, el mayor número de especies de aves marinas de Europa. Por no olvidar, desde luego, los siete mil setecientos setenta santos que seguían venerándose con mayor o menor ostentación, uno para cada pequeño achaque imaginable. Santos de los que ni el mundo ni Dios habían oído hablar jamás. A veces se trataba de cifras que en sí mismas no resultaban demasiado impresionantes, pero que sí adquirían cierta grandiosidad al convertirlas en una oda a la Bretaña: que había cuatro millones de bretones, por ejemplo, o que la Bretaña constituía una sexta parte de la superficie total de Francia… A Dupin le parecía que eso era más bien poco, lo cual no era necesariamente malo.
Aunque al principio le había resultado muy duro cambiar París por el fin del mundo, hacía ya bastante que el comisario se había vuelto «un poco bretón» por dentro (aunque no estuviera dispuesto a admitirlo ni siquiera ante sí mismo: él, el consumado parisino perdido en la provincia más remota). Eso le decía a veces Nolwenn para alabarlo cuando hacía progresos a los exigentes ojos de ella. Y juzgando a un «parisino» era el doble de exigente, ella creía que por el bien del propio Dupin. Sin embargo, esos halagos de su secretaria no dejaban de ser algo fugaz. Dupin no se hacía ilusiones, ni mucho menos, porque en realidad, aunque llegara a casarse con una bretona, tuviera hijos bretones y envejeciera en la Bretaña, siempre seguiría siendo un «forastero». Incluso después de dos o tres generaciones, seguro que a sus bisnietos todavía les soltarían por lo bajo: «¡Parisinos!».
A esa hora de la tarde la luz cambiaba, adquiriendo una tonalidad mágica; todo despedía un brillo intenso, cálido y suave a la vez. Como bañado en oro. Era como si el sol, pocas horas antes de ponerse, hubiese decidido hacer refulgir, de manera misteriosa, las cosas por sí mismas, pareciendo que estuviesen iluminadas desde su interior. El comisario no había visto una luz como la de la Bretaña en ningún lugar del mundo, y estaba convencido de que esa debió de ser la razón principal que atrajo hasta allí a los pintores. Sentía un poco de vergüenza cuando se sorprendía a sí mismo —el urbanita incorregible— dejándose extasiar por semejante romanticismo naturalista, como en esos momentos… pero tenía que confesar que le sucedía cada vez más a menudo.
Se encaminó hacia el Central. Alguien había colgado en la entrada un gran cartel de cartón escrito a mano: «El restaurante está temporalmente cerrado. El hotel sigue abierto». Vaya, transmitía cierta desesperación. Torció por el callejón que arrancaba a la derecha del hotel y caminó hasta la puerta de hierro que conducía al patio de la propiedad. De pronto se encontró solo, nadie paseaba por ese callejón al que ni siquiera llegaban los ruidos de la plaza. La puerta estaba cerrada y precintada, tal como prescribía la normativa. El equipo de la científica había hecho bien su trabajo. No parecía que esa entrada se usara muy a menudo.
—¡Señor comisario! ¡Aquí, estoy aquí!
Dupin levantó la cabeza, contrariado. Labat se encontraba a un par de metros, dentro del patio del hotel.
—Muy bien, Labat. Será mejor que entremos.
En el Central no había un alma, solo una de las camareras (Dupin ni siquiera había intentado aprenderse su impronunciable nombre bretón) rondaba algo perdida por la recepción. La muchacha parecía completamente distraída, se retorcía un mechón de pelo alrededor de un dedo. Solo alzó un momento la cabeza cuando el comisario y el inspector pasaron junto a ella.
—¿Dónde están los agentes de Pont-Aven… los agentes locales, quiero decir? —preguntó Dupin a Labat—. ¿Han podido hablar ya con Derrien?
—A Derrien, por desgracia, todavía no han podido encontrarlo. Están intentándolo en el primer hotel en el que se hospedó. Pennarguear acaba de irse. El pobre estaba de servicio desde el mediodía de ayer. Monfort sigue aquí, aún está con los interrogatorios. Los dos han trabajado mucho hoy y su colaboración ha sido excelente.
—¡Hombre, muy bien! —Dupin lo soltó casi con entusiasmo. Por lo menos Derrien le había dejado buenos agentes.
—Tenemos una primera visión de conjunto de los últimos días de Pierre-Louis Pennec, y puede que algo más. ¿Quiere que hagamos un repaso?
—Cuanto antes, sí.
La habitación que habían dispuesto como cuartel general, y que a esas horas de la tarde ofrecía un aspecto más bien triste, tenía la puerta abierta. Le Ber estaba sentado a la única mesita que había, en el centro de la sala. Se lo veía algo cansado. A Labat también, por cierto. Entraron. Dupin se sentó en una de las sillas, que estaban muy juntas por la falta de espacio alrededor de la mesa.
Fue Labat quien tomó la palabra:
—A lo mejor primero podríamos…
—¡Los últimos cuatro días de Pierre-Louis Pennec! —ordenó Dupin con impaciencia.
—Está bien, solo iba a… —El inspector se recompuso e informó—: Sus días solían transcurrir de la siguiente manera: Pennec se levantaba temprano, todas las mañanas a las seis. Desde hacía algunos años dormía casi siempre en el hotel. A las seis y media bajaba.
Labat estaba completamente en su elemento. Dupin no soportaba el orgullo que sentía el inspector por su meticuloso y riguroso trabajo. Hablaba con una concisión casi teatral e imprimía un ridículo dramatismo a los detalles más banales. Aun así, el comisario prestó atención.
—Desayunaba en la sala del desayuno, casi siempre solo, a veces con empleados. O con la señora Lajoux, para comentar cuestiones del hotel o del restaurante. No se levantaba hasta que llegaban los primeros clientes. Por lo visto un buen número de ellos son habituales y vienen todos los años desde hace mucho. Algunos, incluso décadas.
—¿Tienes los nombres?
—De todos ellos. Hasta las nueve o nueve y media, Pierre-Louis Pennec se quedaba aquí, en el hotel, ocupándose de lo que hiciera falta. Después salía a dar un paseo. Hace ya algunos años que empezó a hacerlo.
—¿Solo?
—Sí, parece que siempre solo.
—¿Y adónde iba? —No era algo que le interesase saber, pero la insoportable actitud de sabelotodo de Labat lo provocaba, así que le gustaba ponerlo a prueba.
Casi siempre salía perdiendo.
—El paseo de Pierre-Louis Pennec lo llevaba a subir por la calle mayor, luego torcía a la derecha, desde donde bajaba otra vez hasta el río para después recorrer toda la orilla derecha. Al final del pueblo hay un…
El móvil de Dupin empezó a sonar. También Labat y Le Ber se sobresaltaron un poco. El comisario contestó como por acto reflejo.
—¿Diga?
—Soy yo.
Tardó un momento en reconocer la voz.
—¿Sí? —insistió de todas formas.
—Soy yo, Laure. Hoy podría pasarme por tu casa después del trabajo. O a lo mejor podríamos salir a cenar unas ostras. Tengo…
Lo que le faltaba.
—Oye, mira, es que estoy con un caso. Ya… Ya te llamaré yo.
Colgó. Le Ber y Labat lo miraron algo extrañados.
Tendría que meditar muy bien cómo solucionar lo de Laure. Hacía tres meses que salían y él todavía no estaba muy convencido. En todo caso, no podían continuar como hasta el momento.
—Prosigo. —Labat sonó especialmente molesto—. Como iba diciendo, Pennec paseaba un rato por el bosque. Siempre seguía el mismo camino, aunque recorría un tramo más o menos largo según el día. El paseo completo duraba entre una y dos horas, depende. Los últimos meses no creo que se alejara demasiado. Después de eso, Pennec regresaba al hotel, donde supervisaba los preparativos para la comida. Muchas veces quedaba con alguien para comer, lo cual hacía siempre aquí, igual que cenar. Comprobaba que todo estuviera en orden y, desde hacía muchos años, a eso de las dos y media subía a su habitación a descansar un poco. Después de la siesta, sobre las cuatro o cuatro y media, salía a hacer recados y compras. A partir de las seis volvía a estar en el hotel y se dedicaba a los preparativos de la noche: la cena. Hablaba con el personal, con el cocinero, con los clientes. Cenaba temprano, con los empleados, en la sala del desayuno. A las seis y media más o menos, antes de que llegaran los clientes. Siempre tomaban el plato del día, eso era muy importante para Pennec: buena comida para todo el mundo. Durante la cena de los huéspedes, Pennec estaba aquí y allá, ocupándose de todos: los saludaba y se despedía de ellos, iba de mesa en mesa y entraba mucho en la cocina. A veces también se sentaba un rato en el bar.
Le Ber intervino por primera vez:
—Media hora antes de que abriera el restaurante, a las siete y media, Pennec estaba siempre en el bar. Allí iban a verlo a veces amigos o conocidos, y también clientes especiales. El propio Pennec rara vez se alejaba de la barra, porque era donde se reunía con todo el mundo, aunque nunca durante mucho rato. A esa hora pocas veces estaba solo, según dicen los empleados. Tampoco estos últimos días. Tenemos todos los nombres de la gente a la que vio durante la última semana.
Dupin hizo un par de anotaciones crípticas en su libreta. Le interesaban los rituales que se construía la gente, el transcurso de su jornada, sus horarios. Estaba firmemente convencido de que nada ilustraba de una forma más clara la esencia de cada individuo: a través de su rutina era como podía empezar a comprenderse a las personas.
Labat retomó su discurso en su riguroso tono sistemático:
—Por último, al final del día, se tomaba un lambig en el bar. Muchas veces solo. Una o dos veces por semana con Fragan Delon, o con alguna otra persona de mucha confianza. Debía de ser una gran distinción ser invitado allí por él.
—¿Y estos últimos días? ¿Desde el lunes?
—Bueno —terció Le Ber—, no ha sido fácil. Lo que tenemos del lunes a hoy es todavía provisional. El lunes por la mañana, Pennec salió dos horas después de desayunar. Todavía no sabemos dónde estuvo porque aquí, en el hotel, no le dijo nada a nadie. Aunque eso no era nada extraordinario. Cuando salía, rara vez decía adónde iba. Tampoco tenía teléfono móvil. El lunes por la tarde fue al barbero, a las cuatro, al establecimiento que está en el puerto. Iba al mismo sitio desde hacía décadas, y el jueves de la semana pasada había llamado para pedir cita. Estuvo allí más o menos una hora.
Pennec era, efectivamente, un personaje muy peculiar. Dupin habría entendido que cualquiera, tras una noticia como la que le había dado el doctor Pelliet, hubiese anulado la cita para cortarse el pelo.
—Todavía no hemos hablado con el barbero.
—Pues ya estáis tardando. La gente explica muchas cosas a su peluquero. Hasta los más callados.
En realidad Dupin no contaba con ello en el caso de Pennec, después de lo que había descubierto acerca del anciano y la idea que se había formado de su carácter. Pero aun así…
—El lunes por la tarde, antes de cenar, estuvo con la señora Lajoux en el bar comentando asuntos del hotel. Nada fuera de lo común, según dice la mujer. Después de cerrar el restaurante se quedó solo en el bar. Por lo visto, Fragan Delon suele pasarse por aquí los lunes, pero esta semana estaba de viaje. El martes por la mañana, a eso de las nueve, fue a verlo Frédéric Beauvois y estuvo con él más o menos media hora. Es un profesor de historia del arte, retirado, que entre otras cosas es también el presidente del Círculo Artístico del pueblo. Dirige, además, el Museo de Arte que está aquí mismo, a la vuelta de la esquina. Pennec había donado más de una vez alguna cantidad al museo, aunque todavía no sabemos nada sobre el montante de esas donaciones. Beauvois organiza de vez en cuando visitas guiadas a Pont-Aven para personalidades por iniciativa del alcalde y del propio Pennec, así que el Central es parada obligada, como se imaginará. Mañana hubiese tenido lugar una de esas visitas. Beauvois diseñó hace algunos años un pequeño folleto para Pennec que puede encontrarse por todas partes en el hotel: La colonia de artistas de Pont-Aven y el hotel Central. Pennec lo pagó todo, incluida la impresión, y ahora quería hacer un folleto nuevo. Por eso se habían reunido.
—¿Cómo sabemos todo eso? —preguntó el comisario.
—Por la señora Lajoux. A Delon también le sonaba algo, aunque no sabía nada en concreto.
Delon no le había mencionado a Dupin nada acerca de Beauvois.
—Pero la señora Lajoux sí sabía que Pennec quería ver a Beauvois por lo del folleto —siguió informando Le Ber.
—¿Y qué quiere decir «entre otras cosas»?
—¿Entre otras cosas?
—Lo que es Beauvois, «entre otras cosas».
—Ah, pues es presidente de varios clubes y organizaciones. —El inspector consultó sus notas—. Estamos hablando en concreto del Círculo de Amigos de Paul Gauguin, el Círculo de Amigos de Pont-Aven, la Organización por el Recuerdo de la Escuela de Pont-Aven, el Círculo de Mecenas del Arte y…
—Vale, vale, está bien, Le Ber. —Dupin ya sabía de qué iba la cosa: en la Bretaña, hasta el pueblo más pequeño tenía más círculos que habitantes—. ¿Cuándo quedaron en volver a verse?
—Seguramente no hasta el lunes. Se reunían con regularidad. Todas las noches de esta semana Pennec cenó con los empleados, como de costumbre.
—¿Qué más tienes?
Le Ber miró sus anotaciones.
—El hijo de la víctima estuvo aquí la tarde del miércoles, pero seguro que eso ya lo sabe usted por el propio Loic Pennec.
Dupin se dio cuenta entonces de que, cuando había hablado con los Pennec, no les había preguntado por ningún detalle en concreto. Pero, claro, su visita había tenido un carácter más solemne.
—El hijo solía venir una vez por semana —explicó Le Ber—. Casi siempre por la tarde, la media hora de antes de la cena. Se reunía con él en el bar y nunca se quedaba mucho tiempo. El jueves estuvo aquí el jefe del pequeño puerto de Pont-Aven, el señor Gueguen, que tiene también todos los cargos habidos y por haber; es, por ejemplo, presidente de varios comités de la amistad de los que Pennec era miembro. Esa conversación sí duró algo más de la media hora habitual, hasta las ocho menos cuarto, aproximadamente. Hablaron sobre todo del amarre que Pennec tenía alquilado en el puerto para su barco. Quería prolongarlo, porque debe de ser una plaza bastante privilegiada. Hemos hablado un momento con Gueguen, pero no nos ha contado nada especial. Le pareció que esa noche Pennec estaba como siempre.
—¿El barco de Pennec está aquí, en el puerto?
—Tiene dos barcos. Los dos amarrados en Pont-Aven.
—¿Dos barcos? —se extrañó Dupin.
Hasta el momento todo el mundo había hablado de un único barco.
—Sí, dos barcos de motor. Uno más nuevo y bastante grande, un Jeanneau Merry Fisher de siete metros quince de eslora. —A Le Ber se le iluminó la mirada mientras hablaba—. Y otro muy viejo, seguramente mucho más pequeño. También ese está amarrado aquí, en el puerto, pero algo más alejado. Por lo visto casi siempre salía con el grande, incluso en sus excursiones de pesca con Delon.
—Y el otro barco ¿para qué lo utilizaba?
—Al parecer, con ese no salía casi nunca a mar abierto. Lo usaba solo para recorrer el Aven, y a veces pasaba al Bélon a coger ostras.
—¿Algo más? ¿Tú qué tienes, Labat?
—El personal del hotel no vio nada sospechoso durante los últimos días. Los hemos interrogado a fondo y el señor Pennec se comportó con absoluta normalidad, dicen.
—¡Eso también me lo han dicho a mí! —espetó Dupin con impaciencia.
Labat no perdió la calma.
—Les hemos pedido que nos informen de inmediato si recuerdan algo más.
—Sigue —lo azuzó el comisario.
—Hubo otras tres personas con las que Pennec estuvo hablando un buen rato estos últimos días. Dos de ellas eran clientes habituales: una conversación tuvo lugar el martes por la tarde, la media hora antes de la cena, y otra el miércoles, ya entrada la noche, en el bar. Ambas duraron una media hora más o menos, como siempre. Tenemos los datos personales y Le Ber ya ha hablado con esas dos personas. Fueron conversaciones acerca del tiempo, la comida, la Bretaña, sobre cómo se presentaba la temporada. De la conversación que mantuvo con un extraño ya le hemos informado antes.
—¿Cuándo tuvo lugar?
—El miércoles al mediodía. Delante del hotel.
—Ah, sí. —Dupin hojeó algo confuso su libreta—. Hay que descubrir enseguida quién es ese hombre.
—Estamos en ello —afirmó Labat—. Con el cocinero habló todas las tardes, pero eso ya lo sabe usted porque lo ha interrogado.
Le Ber tomó entonces de nuevo la palabra:
—También hemos empezado a comprobar las llamadas telefónicas. Pennec tenía una línea privada en su habitación, pero casi siempre hablaba desde uno de los tres aparatos inalámbricos de la recepción. Uno de ellos lo llevaba prácticamente siempre encima, incluso cuando subía a su cuarto. Las llamadas de esos teléfonos van a parar a la lista general del número principal, que concentra todas las llamadas del hotel y el restaurante. Así que no tenemos forma de averiguar quién las realizó.
—Necesito saberlo todo —insistió Dupin.
Labat iba a decir algo, pero cambió de opinión.
—Lo que sí sabemos —siguió informando Le Ber— es que, en estos últimos cuatro días anteriores a su muerte, Pennec llamó una vez por teléfono a su hermanastro, André. Habló con él desde su línea unos diez minutos el mediodía del martes. Pero usted quería verse personalmente con André Pennec, así que ya le preguntará. En las últimas tres semanas tenemos breves llamadas desde su teléfono a Delon, también a una notaria de aquí, de Pont-Aven, una a ese profesor de historia del arte y otra al alcalde.
—¿Cuáles de ellas se produjeron esta semana? ¿La notaria?
—Sí, el lunes después de comer.
—¿Han hablado con ella?
—No, todavía no.
—¿Es la notaria de Pennec? Me refiero a si era ella quien le llevaba los asuntos legales. ¿Su testamento, tal vez?
—Eso aún no lo sabemos.
—Necesitamos su testamento. Mañana a primera hora hablad con Nolwenn, que iba a pedir cita con la notaría que ejecuta el testamento de Pennec. ¿Cómo se llama esa notaria a la que llamó?
—Danielle Denis. Los compañeros dicen que todas las «personalidades» de Pont-Aven le confían a ella las cuestiones legales.
—¿A la señora Denis? —quiso corroborar Dupin.
—Sí.
—Vale, de acuerdo.
Dupin la conocía de vista. Sabía que era una persona muy apreciada en la zona, y su reputación llegaba incluso a Concarneau. Era una mujer atractiva de unos cuarenta y pocos años (algo más joven que él), admirada y respetada por su elegancia, su irreprochable estilo y su agudo intelecto. «Una auténtica parisina», habría dicho cualquiera, aunque Danielle Denis había pasado toda su vida en Pont-Aven y solo había estado en París durante los años de universidad, y la capital no la había impresionado especialmente.
—Mañana decidle a Nolwenn que se entere de si es la notaria de Pennec. Y que me concierte una cita con ella. ¿Cuántas llamadas de la lista del número general son de esta semana? Llamadas salientes, quiero decir.
—Por lo menos cuatrocientas, puede que a unos ciento cincuenta números diferentes.
—Llamad a todos ellos y averiguad a quién llamó Pennec y por qué. Quiero estar al tanto de hasta la última llamada que realizó en las pasadas semanas. De todas ellas. Sobre todo desde el lunes.
Por la reacción de Le Ber, no había duda de que eso era justo lo que veía venir. El rostro de Labat, por el contrario, estaba algo congestionado.
Dupin sabía que todo lo que descubriesen con esa laboriosa comprobación (una auténtica pesadilla) solo serviría de algo si el asesinato no había sido fortuito. Si, por el contrario, había tenido lugar esa noche de una manera… digamos «casual», como resultado de una desafortunada cadena de sucesos que por el momento desconocían, todo eso no les valdría de nada. De absolutamente nada.
—Lo que necesitamos ahora es suerte —añadió.
Labat miró al comisario con cierta burla.
—También pudo ser alguien que no aparece en nuestro esquema —señaló.
—Hablaré con su hermanastro. Mañana mismo, temprano. ¿Han vuelto a llamar Lafond o Salou?
—Hemos hablado otra vez con ambos. Salou sigue sin querer decir nada todavía, pero creemos que es porque de momento no tiene resultados. Ya sabe usted que, si no, enseguida se habría puesto a fanfarronear. El doctor Lafond parte de la base de que el arma fue efectivamente un cuchillo, y no un objeto puntiagudo y afilado cualquiera. Hay cuatro incisiones. La muerte parece que tuvo lugar entre las once y la una de la madrugada, según su primera valoración provisional.
A Dupin le extrañó que Lafond hubiese dicho algo ya, no era su estilo.
—Pero no sabe nada más —añadió Le Ber, adelantándose al comentario de Dupin—. Ni lo larga que era la hoja, ni el tamaño del cuchillo, ni qué clase de cuchillo era.
—Pues no es que tengamos gran cosa…
Dupin lanzó un vistazo a su reloj. Las ocho y media. Labat y Le Ber habían avanzado mucho, de eso no cabía duda.
—Los dos habéis hecho un buen trabajo. Muy buen trabajo —dijo con absoluta sinceridad—. Por hoy, ya podéis iros a casa.
Estaba claro que a Labat le incomodaba recibir un elogio tan franco y esas atenciones por parte del comisario. Tampoco Le Ber parecía saber qué decir.
—Venga, nos vemos mañana —dijo Dupin, poniendo fin al embarazoso silencio.
Los inspectores se levantaron, todavía indecisos, como si no estuvieran muy seguros de si podían tomarse en serio las palabras de su superior.
—De verdad —insistió este—. Yo también me iré dentro de nada. Acostaos pronto y descansad. Mañana volveremos a tener un día muy duro. Buenas noches.
En el umbral de la puerta, Labat y Le Ber se detuvieron una última vez.
—Buenas noches, señor comisario —dijeron al unísono.
Después se marcharon apretando el paso.
Dupin quería pasarse una vez más por el restaurante y el bar, por la mañana se había sentido expulsado de allí de mala manera. Quería dar otro vistazo. Despegó la cinta que precintaba el lugar de los hechos, abrió la puerta y volvió a cerrarla desde dentro. Todo estaba exactamente igual que cuando habían encontrado el cadáver de Pennec, exactamente igual (y eso era lo crucial) que cuando el asesino había salido del hotel la noche anterior, después de cometer el crimen. Dupin fue hacia la barra y se detuvo justo donde había caído Pennec. Se arrodilló y miró alrededor desde esa perspectiva. Vaya… resultaba inquietante la paz que se respiraba en esa sala.
Las paredes del restaurante y el bar estaban pintadas de un blanco rústico, pero los cuadros —reproducciones y copias que colgaban en marcos sencillos— cubrían casi toda su superficie en un orden caótico, tan juntos que casi se montaban unos con otros. Eran sobre todo paisajes, rincones de Pont-Aven y de la costa, pero también molinos y campesinas bretonas. Esa mañana Dupin no se había fijado en que había tantísimos.
El comedor del Central no era especialmente bonito, pero estaba repleto de puntos de referencia que ayudaban al visitante a trasladarse al siglo XIX, a su gran época de esplendor. Allí dentro se respiraban el encanto y la atmósfera de aquel entonces, esa peculiar mezcla de provincianismo, sí, de la humildad de un pueblo de pescadores y campesinos, con la modernidad mundana y rompedora de los artistas llegados desde París y el resto del mundo. Dupin se acordó de una fotografía que había visto en un libro sobre Pont-Aven que tenía Nolwenn en la oficina. Retrataba a un grupo de artistas sentados en el pretil del viejo puente de piedra cubierto de musgo, todos mirando a la cámara, la mayoría vestidos con extravagancia, con grandes sombreros y trajes elegantes pero gastados. Al fondo, tres o cuatro casas que daban fe de la miseria del lugar, campesinos y pescadores que se deslomaban trabajando para ganarse el sustento. Y a la izquierda del puente, el Central. En la fotografía estaban todos, la Escuela de Pont-Aven al completo: Gauguin y su gran amigo, el joven Émile Bernard, también Charles Filiger y Henry Moret… Cuando Nolwenn se ponía a nombrarlos, la lista acababa siendo interminable. El comisario conocía tan solo a una pequeña parte. Los artistas, por lo visto, habían convertido en una especie de broma calzarse los famosos zuecos bretones acabados en punta, y en la foto todos estiraban una pierna hacia delante para que pudieran verse bien.
De pronto llamaron a la puerta y Dupin se sobresaltó, pero volvieron a llamar, así que el comisario, aunque de mal humor, se acercó a abrir. Ante sí tenía a la señora Lajoux.
—¿Podría entrar un momento, señor comisario? La señorita Galez me ha dicho que estaba usted aquí.
Dupin se armó de paciencia.
—Desde luego. Pase, por favor, madame.
Francine Lajoux avanzó vacilante y se detuvo al cabo de pocos pasos.
—Se me hace muy duro, señor comisario.
Parecía haber envejecido varios años desde esa misma mañana. Casi daba lástima verla: tenía las mejillas hundidas, los ojos enrojecidos. Dupin no se había fijado hasta entonces en su pelo, blanco como la nieve.
—Debe de estar pasándolo muy mal, señora Lajoux. El señor Pennec y usted estaban muy unidos.
—Aquí es donde lo han asesinado. —La mujer hacía esfuerzos por mantener la compostura, pero parecía necesitar todas sus fuerzas para conseguirlo.
—¿Prefiere, quizá, que salgamos? —ofreció Dupin.
—No, no hace falta. —Hizo una breve pausa—. Sí, estábamos muy unidos, verá, señor comisario, pero… —Lo miró con inseguridad—. Pero nunca «demasiado», no sé si me entiende.
—Por supuesto. Sé lo que quiere decir y no ha sido mi intención insinuar eso.
—El pueblo entero hablaba de nosotros, desde siempre, y ahora todos me miran de otra forma. Desde esta mañana. Son unos rumores horribles. Él siempre quiso a su mujer. Verá, señor comisario, no es que me importe por mí, me importa por él. Por su reputación.
—No les haga ningún caso, señora Lajoux. No les preste atención.
La gobernanta bajó la mirada.
—¿Han descubierto algo, señor comisario?
—Ya sabemos algo, sí, pero no lo suficiente.
—¿Podría ayudarles yo en algo más? Me gustaría mucho colaborar, hay que atrapar y condenar a ese asesino. ¿Quién sería capaz de hacer algo así?
—Eso nunca se sabe.
—¿Usted cree? ¿De verdad? Es una idea espantosa.
—¿Ha visto ya a André Pennec? —preguntó de improviso Dupin.
El cambio de tema había sido algo brusco, pero la señora Lajoux respondió enseguida y con una voz muy clara:
—Ya lo creo que sí. Ha tenido el descaro de reservar una habitación aquí, en el hotel. Lo ha atendido la señora Mendu. Ha llegado pavoneándose en una limusina enorme, directo desde el aeródromo. Es un hombre imposible. ¡Menuda ocurrencia alojarse aquí! Es de lo más hipócrita, y al señor Pennec no le habría parecido bien. En cuanto ha dejado sus cosas en la habitación, ha salido del hotel y se ha marchado en ese cochazo.
—¿Sabe adónde ha ido?
—No le ha dicho nada a nadie.
Dupin sacó su libreta y anotó algo.
—Señora Lajoux, de hecho sí hay una cosa que quisiera pedirle: me gustaría que repasara con mucho, muchísimo detalle, los últimos días de vida de Pierre-Louis Pennec. Tenemos que documentar todo lo que hizo esos últimos cuatro días, y nos sería usted de gran ayuda para conseguirlo.
—Sí, el señor Le Ber ya me lo ha preguntado, y yo ya le he contado todo lo que sé. —Dudó un instante—. ¿Es verdad, señor comisario, que el asesino siempre regresa al lugar de los hechos? ¿Por lo menos una vez?
—Eso no es tan sencillo. En los casos de asesinato no existen reglas. En absoluto. Créame.
—Lo entiendo. Es que, verá, lo leí una vez en un libro, y lo decía justamente un comisario.
—Bueno, señora Lajoux, no hay que tomarse demasiado en serio las cosas que se leen en las novelas policíacas.
Viendo que Francine Lajoux parecía ir cogiendo fuerzas con el transcurso de la conversación, el comisario se animó a preguntarle algo más. Era evidente que hablar le hacía bien.
—Tengo una pregunta más. ¿Conoce a ese profesor de historia del arte que dirige el museo del pueblo?
—Desde luego —respondió la mujer—. Claro que lo conozco. Es un hombre absolutamente maravilloso. Pont-Aven tiene mucho que agradecerle al señor Beauvois. El señor Pennec también lo apreciaba mucho. Ese nuevo folleto era muy importante para él.
—¿Faltaba mucho para acabarlo?
—Pues, verá, no lo sé. Tenían un primer boceto, creo. Con una foto del restaurante o incluso dos, una muy antigua y otra de ahora. Esta era la sala a la que Pierre-Louis Pennec más cariño le tenía de toda la casa. A principios del año pasado renovamos la planta baja, las paredes, los suelos… También instalamos un nuevo sistema de aire acondicionado. Él nunca reparaba en gastos aquí, en el hotel.
Dupin se fijó entonces en que, aunque ese día había hecho muchísimo calor y la sala había estado cerrada, la atmósfera del restaurante no era ni siquiera un poco asfixiante. El aire acondicionado funcionaba muy bien.
—Aquí el señor Pennec siempre era feliz —prosiguió la mujer tras un suspiro—. Venía todas las noches. Hasta la hora del cierre.
—¿De qué hablaron esta semana durante las cenas? ¿Le dijo algo acerca de su hermanastro? ¿Esta semana o últimamente?
—No, nada de nada.
—¿Habló alguna vez sobre su hijo delante de usted?
—No. Casi nunca hablaba de él. Solo de la mujer del chico, alguna vez. Catherine Pennec. A veces se alteraba por su culpa, yo creo que no le gustaba. Pero… está mal que le diga eso. —Era evidente que la señora Lajoux se estaba mordiendo la lengua.
—¿Por qué se alteraba? —Dupin parpadeó con sorpresa.
—No lo sé muy bien. Porque quería muebles nuevos para su casa o algo así. A él le parecía que ella vivía por encima de sus posibilidades, que quería hacerse la gran dama. Pero de verdad que no debería estar contándole todo esto. —Dudó—. Está claro que aunque no sea buena persona no ha matado a nadie.
—Puede hablarme con toda libertad.
La mujer volvió a soltar un hondo suspiro.
—¿Por qué han matado al señor Pennec aquí? ¿Cree usted que el asesino lo conocía y sabía que venía al bar todas las noches? ¿O lo estaría vigilando anoche y aprovechó al ver que estaba solo?
La señora Lajoux volvía a estar completamente exhausta y hasta un poco temblorosa.
—Todavía no lo sabemos. Será mejor que se vaya a casa, señora Lajoux. Ya es tarde y tiene que reponerse. Debería tomarse un par de días libres, eso sería lo mejor.
—Yo jamás haría eso, señor comisario. Justo ahora es cuando más me necesita Pierre-Louis.
Dupin iba a contradecirla pero se contuvo.
—Lo entiendo —dijo en cambio—, pero por lo menos esta noche debería descansar un poco.
—En eso lleva razón. Estoy agotada —convino la mujer, volviéndose ya hacia la puerta.
—Una última pregunta, señora Lajoux. Pierre-Louis Pennec estuvo conversando con un hombre fuera, delante del hotel. Fue el… —Dupin pasó las hojas de su libreta buscando la anotación pero no la encontró—. Uno de estos días. ¿Está segura de que no era un huésped? ¿Ni alguien del pueblo?
—No, no. No era ningún huésped. Conozco a nuestros clientes. Y seguro que no era nadie de Pont-Aven.
—¿No lo había visto nunca?
—No.
—¿Cómo era?
—Uno de los inspectores me ha pedido que se lo describiera. No era muy alto, más bien delgado. Pero solo lo vi un momento y de reojo. Desde arriba, desde la escalera. No sé cuánto tiempo estuvieron hablando, pero parecían discutir acaloradamente.
—¿Cómo de acaloradamente?
—No sabría decirle con exactitud, pero es la impresión que me dio.
—Podría ser muy importante.
—No sé, gesticulaban… Solo fue una sensación. ¿Le sirve eso de algo?
Dupin se rascó la sien derecha.
—Eso… nos sirve, sí. Muchas gracias. Que pase una buena noche, señora Lajoux.
—Quiero que atrape pronto al asesino, pero también usted debería descansar un poco, señor comisario. Y comer algo.
—Sí, gracias, madame. Eso haré. Buenas noches.
La mujer desapareció por la puerta y Dupin volvió a quedarse solo. Hasta cierto punto estaba convencido de que Francine Lajoux no sabía nada del estado de salud de Pennec.
Aunque los postigos de las ventanas se habían cerrado esa mañana para proteger el lugar de los hechos y estaban incluso sellados por el exterior, por ellas entró entonces un ruido de voces amortiguado. Luego volvió a hacerse el silencio.
Mientras hablaba con Francine Lajoux, Dupin se había dado cuenta de lo cansado que estaba. Eso, aparte del hambre. Tampoco tenía una idea muy clara de qué era lo que debía buscar allí, en el bar. No esperaba encontrar nada en concreto. Era una costumbre que tenía desde sus primeros días en la policía: examinar varias veces el lugar de los hechos. Intentar recrear lo sucedido con la mayor precisión posible, incorporando cada vez los nuevos descubrimientos que hubiera en el caso, y en ocasiones sin otra ayuda que la imaginación. Se quedaba allí sentado, perdido en la contemplación de los detalles hasta que… ¡de repente se percataba de algo crucial! A veces sucedía así. Ese día, sin embargo, no vería nada más. De eso estaba seguro. Decidió dar por terminada la jornada e ir a cenar algo a L’Amiral. Se habían hecho casi las diez de la noche, ya no valía para nada y no estaba contento.
En el coche, Dupin había bajado las dos ventanillas para disfrutar del suave aire nocturno. Se alegró de salir de Pont-Aven. Enseguida estaría otra vez en su querida Concarneau. Si alguien le hubiera dicho hacía tres años que no tardaría mucho en decir «mi querida Concarneau», se le habría reído a la cara. Pero ese día había llegado: amaba esa pequeña ciudad. Conocía pocos lugares de este mundo en los que se pudiera respirar con tanta libertad como allí, sentirse tan libre como allí, por muy sentimental que sonase. En días como ese, el horizonte era absolutamente infinito, tanto como el cielo, todo él hecho de suave claridad. Al bajar por la larga avenue de la Gare, flanqueada de punta a punta por preciosas casitas de pescadores pintadas cada una de un color, se alcanzaba a ver hasta el puerto y sus grandes explanadas, esas enormes superficies sin construir que constituían casi una frontera entre el mar y las personas. Concarneau era bonita, maravillosa, pero lo más hermoso de la ciudad era esa atmósfera que lo contagiaba a uno. Esa atmósfera… que era el mismo mar.
Dupin sabía que la gente de allí conocía también otro mar, un mar tan diferente que en noches plácidas como esa costaba imaginarlo: un monstruo que destruía con brutalidad y lo arrebataba todo. Durante siglos, las impresionantes murallas del puerto y su fortaleza habían mantenido a distancia al enemigo… pero sobre todo a aquel mar colérico. Y no obstante, la ciudad y el Atlántico estaban demasiado unidos como para que nada pudiera proteger a la primera cuando el segundo se enfurecía. «En Concarneau —decía uno de los muchos proverbios que había inventado la gente para sobreponerse a la crueldad de la vida—, en Concarneau siempre vence el mar». Dupin enseguida había comprendido algo: lo que diferenciaba a la gente de mar de cualquier otra, de aquellos que, como él, no eran más que turistas junto a la costa, era el respeto. Mejor dicho: el miedo. El miedo, no el amor, era el intenso vínculo que los unía al Atlántico. Todos ellos conocían a alguien que había perdido a un ser querido en el mar, a uno o a varios, porque el mar se los había llevado.
Esa noche, sin embargo, allí abajo, en el puerto, el mar estaba tranquilo. Las aguas que acunaban la islita del casco histórico estaban en completa calma.
Dupin aparcó su coche en primera línea, muy cerca del muelle.
Ya en L’Amiral, se sentó a la pequeña mesa del fondo y Lily lo saludó con un gesto reconfortante. Un gesto que transmitía su comprensión por el duro día que el comisario debía de llevar a sus espaldas.
—¿Un caso complicado? —preguntó tras acercarse a la mesa sin prisa.
—Sí.
—Mmm… ¿Entrecot?
Dupin asintió con la cabeza. Esa fue toda la conversación.
Aparte de que con ese escueto intercambio de palabras bastaba y sobraba, un diálogo breve como los que siempre cruzaban Dupin y la propietaria del restaurante, también era lo máximo que él se habría visto capaz de conversar. Ya eran casi las once y desfallecía de hambre. Aunque le gustaba mucho la cocina bretona y en L’Amiral podía uno disfrutar de todas sus deliciosas especialidades, para Dupin no había nada, pero nada, que superase a un buen entrecot: el verdadero gran plato nacional de Francia (y del que con toda sinceridad pensaba que podía sentirse muy orgullosa). Después de un día como el que había tenido, no había nada mejor, ¡ni la mitad de bueno!, que un entrecot. Lo acompañaría con vino tinto, un Languedoc oscuro. Intenso, aterciopelado y suave.
No tuvo que esperar mucho para tenerlo todo ante sí. Y entonces comió… y apenas pensó en nada más.