Desde lejos, vio a Labat con Le Ber en la «mesa de operaciones». Entró directamente en el bar, pasando de largo por el lado de los dos inspectores y provocando miradas de desconcierto. Necesitaba un café urgentemente. Y un gran vaso de agua. Al bajar del Bakounine, lo asaltó de golpe la intensa sensación de que, aunque pisara tierra firme, el mundo se balanceaba mucho más que el barco. Le entró un mareo mucho peor que el de antes. La hija mayor de Solenn Nuz lo atendió con mucha amabilidad y quiso entablar una conversación, pero él no estaba en condiciones de seguirla. Estaba ocupadísimo intentando recuperar la estabilidad. Pidió dos cafés, se tomó uno de pie, allí mismo, y luego, con el segundo café y el vaso de agua, cruzó el bar con mucha lentitud y cautela y puso rumbo hacia los dos inspectores, que estaban fuera.
Al parecer, Labat no había perdido de vista la entrada del bar, porque tan pronto como Dupin apareció en la puerta, se levantó y salió disparado hacia él.
—Acabo de llegar en helicóptero. Hemos encontrado información explosiva en los registros… Los discos duros han sido decisivos. —Labat hablaba tan rápida y expeditivamente que Dupin no osó interrumpirlo—. He intentado localizarlo, pero comunicaba todo el rato. Quería hablar con usted directamente. Pajot tenía otras cuantas empresas en las que estaba implicado Konan, al menos en parte. Como inversor. Una es un consorcio de los dos y… ¡adivine quién más participaba en ella y cuál era el propósito!
Así era Labat cuando «detectaba» algo. Dupin no estaba de humor para esos excesos. Se sentó. Evidentemente, era una pregunta retórica y, después de una pequeña pausa teatral, Labat volvió al asunto.
—Fundaron un consorcio para ampliar el turismo en las Glénan y que tenía participaciones en la empresa de Lefort.
Era una noticia verdaderamente interesante. Dupin se bebió el segundo café a pequeños sorbos, aunque rápidos, para no quemarse la lengua. No sabía si le sentaría bien en el penoso estado en que se encontraba; el mal de mar también afectaba al estómago, pero Georges Dupin confiaba en la cafeína para todo. Una maravilla terapéutica.
—¿Cómo se llama la empresa?
—Las Glénan Verdes. Ese era el nuevo proyecto de Lefort. Y ahora viene lo mejor. —De nuevo una pausa teatral—. Ha costado muchísimo descubrirlo. Se tomaron todas las molestias imaginables para ocultarlo, con diversas cuentas y subcuentas bancarias. Ha tenido que analizarlas un especialista de Rennes. Yo las he revisado después minuciosamente porque, claro está, él no podía reconocer el sentido oculto.
—¿Qué, Labat?
—Desde una de las cuentas de Pajot se realizaron dos transferencias a Du Marhallac’h de más de treinta mil euros, una hace nueve meses y la otra, seis.
Dupin se despejó al instante, el mareo se disipó por completo. No dijo nada. Porque la cabeza le iba a mil por hora… y porque no le apetecía mostrarse impresionado delante de Labat.
—Las transferencias se registraron bajo el concepto de «servicios de arquitectura», pero hasta ahora no hemos encontrado nada, ni en los documentos ni en los ordenadores, sobre servicios de esa clase.
—¿«Servicios de arquitectura»?
Le Ber intervino:
—Du Marhallac’h es arquitecto. Hace dos años y medio que tiene despacho propio. No obstante, desde que es alcalde, apenas trabaja de arquitecto. Pero antes debía de tener mucho éxito porque recibía encargos por toda la costa.
El hermano de Le Ber era arquitecto, igual que la hermana de Dupin. Sabía de lo que hablaba.
—Bien.
Dupin se reclinó en el asiento. Ni él mismo sabía lo que quería decir ese «bien». Y por la cara que pusieron, Labat y Le Ber tampoco. Las cosas eran cada vez más curiosas. Sabía que era lo normal, por supuesto. En ocasiones, en un caso aparecían varias pistas importantes, pero por lo general alguna se enfriaba en el curso de la investigación, de repente o paulatinamente. En este caso ocurría lo contrario, cada vez surgían más pistas.
—Labat, ¿qué hay del director… y del Instituto? ¿De los negocios del Instituto con Medimare?
En realidad, eso era lo que le importaba de los registros.
—Los especialistas siguen en ello. Hasta ahora todo parece legal. Al menos sobre el papel. No hemos encontrado movimientos de cuentas sospechosos ni nada por el estilo.
—¿Y los negocios que afectan a las investigaciones de Leussot?
—Tampoco. Hasta ahora, nada extraño. Hemos identificado cuatro casos semejantes. Aunque contengan algo turbio, será difícil o imposible demostrar algún hecho punible.
Saltaba a la vista que Labat disfrutaba explicando que, hasta el momento, la pista de Dupin conducía al vacío.
—Labat, quiero que salga inmediatamente. Vaya a ver a Du Marhallac’h y vuelva a tomarle el pulso. Y esta vez a fondo.
—Pero acabo de llegar y quería ir con Le Ber…
—Apriétele las clavijas, Labat.
El destello de alegría en los ojos de Labat permitía concluir que Dupin había elegido las palabras adecuadas.
—De acuerdo.
—Eso es corrupción. Y quiero pruebas concluyentes, la historia completa. Se vendió, por eso iba a «analizar con objetividad» el proyecto.
Una vez más, los prejuicios de Dupin contra los políticos tenían fundamento… ¡Qué triste y lamentable!
—También quiero saber hasta qué punto habían desarrollado el proyecto de remodelación de las islas. ¿En qué fase se encontraba? Tiene que estar en el portátil de Lefort.
—Lo hemos encontrado, pero aún no hemos podido examinarlo.
—«Servicios de arquitectura»… ¡Ya lo tenemos!
Por mucho que lo intentara, Dupin no consiguió saborear plenamente el momento. El registro no había dado exactamente los resultados apetecidos. Lo que quería era tener en la mano alguna prueba contra el director del Instituto. Y, sobre todo, quería esclarecer el asesinato. Además, había asumido la responsabilidad de recurrir a la ultima ratio de los instrumentos de investigación basándose en un indicio vago que le había llegado a través de una llamada anónima.
Labat se levantó lleno de energía.
—Todavía está aquí el helicóptero. Voy a darme prisa.
—Sea implacable.
Al oír esas palabras, Labat se volvió hacia Dupin con una mirada de victoria en la que se adivinaba la sensación irrefutable de tener el caso bajo control.
Dupin y Le Ber se quedaron sentados unos minutos, deliberando. Dupin fue breve, quería hablar con Muriel Lefort lo antes posible.
Entretanto, la prensa había llegado a las islas, aunque con bastante retraso. La «prensa» significaba los dos reporteros jefes de las redacciones del Télégramme y el Ouest-France en el sur del Finisterre. El viejo y estimado Drollec, un hombre de baja estatura, casi redondo, un verdadero gourmet, y Donal, una delicada intelectual de unos treinta años, con gafas negras cuadradas, a la moda (en cierto modo, a Dupin le caía bien la extraña pareja). Los dos aparecían a menudo forzosamente juntos, y siempre que se trataba de «asuntos gordos». Eran parcos en palabras cuando se encontraban, pero se notaba que no se tenían antipatía. Era como si se hubieran puesto de acuerdo para dejar de intentar ser «el primero» y, a cambio, conseguir más información haciendo causa común. Dupin tenía que reconocer que el acuerdo funcionaba, cosa que, en última instancia, se traducía en un «empate» entre los dos periódicos. En esos momentos, los dos estaban en el lugar en el que se habían hallado los cadáveres, en la isla de Le Loc’h.
Dupin se dirigió a las horrendas casas triangulares por el mismo camino que el día anterior y contempló las mismas vistas impresionantes bajo un cielo todavía de un profundo azul en su mayor parte. Sin embargo, ese día todo era distinto.
Se fijó en que la casa de Muriel Lefort no estaba en tan buen estado como la de su hermano: había musgo en el tejado y hacía mucho que no le daban una buena capa de pintura. Había que rodearla para acceder a la puerta de entrada, igual que en la de Lucas Lefort. El jardín también se componía fundamentalmente de matas y arbustos. En el borde se veían dos camelias tristonas, raquíticas, que no se habían hecho exuberantes.
La señora Lefort no tardó en salir a abrirle. Tenía el pelo revuelto y parecía más delgada y severa que otras veces. En vez del particular conjunto de falda de paño y blusa ceñida, se había puesto unos vaqueros y una túnica ancha de color azul claro que, curiosamente, no le daba un aire más informal. Dupin pensó que el aspecto anticuado, un poco rígido, de Muriel Lefort no se debía a la ropa.
—Me alegro de que haya venido, señor comisario.
—Faltaría más. Y, como ya le he dicho, yo también tengo que hacerle unas preguntas.
Muriel Lefort frunció el ceño y no intentó disimularlo.
—¿Por dónde empiezo? —Se notaba que no le resultaba fácil. Tardó unos instantes en seguir hablando—. Tengo que contarle una cosa. —Se interrumpió de nuevo—. Maela Menez tuvo una relación con mi hermano —lo dijo con una mezcla de dramatismo y abatimiento—. Fue hace siete años. Intentó mantenerlo en secreto, pero me di cuenta.
Muriel Lefort bajó la vista, avergonzada. Estaban todavía en la entrada y en ese momento pareció darse cuenta.
—Perdone la grosería, señor comisario… Ha sido sin querer. Pase, por favor.
Dupin aún no había dicho nada. Entró.
—¿Su secretaria tuvo una aventura con su hermano?
No se lo habría imaginado nunca. La señora Lefort lo acompañó a un rincón en el que había cuatro sillones, justo frente a la gran ventana panorámica que daba a la terraza.
—Lamento mucho no habérselo dicho antes, lo siento mucho, de verdad. La relación duró unos meses.
—¿Y terminó?
—Sí. La señora Menez me lo juró. Y constaté que era cierto, créame. Rompió ella. Cuando le pedí explicaciones, se derrumbó, se deshizo en lágrimas. Inició la relación sabiendo que para él no significaba lo mismo que para ella.
—¿A qué se refiere?
—Ella estaba enamorada de verdad. Y a mi hermano no le interesaba nada.
—Si no me equivoco, su hermano estaba en las antípodas de las convicciones de la señora Menez, que en principio eran muy firmes y claras.
Aunque, sin embargo, Dupin sabía por experiencia que eso no significaba nada.
—Fue una traición, sí.
Una expresión rotunda que contrastaba curiosamente con la forma de decirla, casi como si nada.
—¿Todavía mantienen alguna relación aparte del trabajo? ¿Ha pasado algo recientemente?
—No, nada. Me ha asegurado que no ha habido nada desde entonces. Ningún incidente, nada. Y la creo.
—¿No ha intentado hablar con él, escribirle?
—No. Y, a partir de un momento, dejamos de hablar del tema como si nunca hubiera ocurrido. Fue como un acuerdo tácito entre nosotras.
No había rencor en su voz, sino más bien comprensión.
—¿Y usted qué opina de esa aventura?
—¿Yo?
Parecía sorprendida.
—Me afectó mucho, como comprenderá.
Dupin no estaba seguro de si Muriel Lefort lo «sentía mucho» porque, al darle esa información, podía dirigir las sospechas de la policía hacia la señora Menez, o porque suponía que levantaría sospechas sobre sí misma por habérsela guardado hasta entonces. Se hizo un silencio largo. Dupin quería que siguiera hablando, le daba la impresión de que tenía algo más que contarle. Pero no dijo nada más.
—Le agradezco la información. No sé si esa historia será relevante, pero este caso es muy complejo y tengo mucho interés en contar con la máxima información posible sobre todo el mundo.
Muriel Lefort siguió callada.
—Por teléfono me ha dicho que quería hablarme de varios asuntos.
—Sí.
Parecía más serena; el cable que le había echado Dupin funcionaba, al parecer.
—Quería decirle personalmente que voy a sacar mucho provecho de la muerte de mi hermano. Esta tarde me he enterado de que Lucas no había hecho testamento y que, por lo tanto, lo heredo todo. Me lo ha dicho el notario, los dos teníamos el mismo. La escuela de vela y los bienes raíces pasarán a ser únicamente míos.
Casi disparó las frases. Lo hizo mirándolo a los ojos. Dupin intentó permanecer impasible.
—Uno de sus inspectores me ha preguntado dos veces por este asunto.
—Trabajamos en equipo.
—No sé si también sabe que le hice varias ofertas a mi hermano para comprarle su parte de las Glénan. Unas ofertas realmente insensatas.
—Sí, lo sabía.
Lo miró entre temerosa y esperanzada.
—Supongo que es un motivo perfecto: mi hermano, un hombre con un ego infinito, se emborracha y muere en un naufragio en plena tormenta… A nadie le extrañaría. Todo el mundo sabía lo arrogante que era. Y al día siguiente… la escuela de vela es toda mía.
Dupin no dijo nada. Muriel Lefort no soportó el silencio mucho tiempo.
—¿Qué opina, señor comisario?
—En efecto, habría sido un crimen perfecto, pero el azar no lo ha querido.
—¿Soy sospechosa?
—Sí.
Ahora fue ella la que calló. Se creó un silencio pesado. Con una expresión imprecisa en la cara y la voz rota dijo:
—Yo no odiaba a mi hermano, créame. —Bajó la voz—. Pero lo despreciaba. Y lo combatía. Habría destruido la obra de mis padres si hubiera podido. Sus grandes ideales. Mis padres fueron miembros de la Resistencia en su juventud. Eligieron las Glénan para mantener el espíritu del grupo y transmitirlo mediante la escuela y la navegación. Creían en algo a lo que dedicaron toda su vida: este es su legado. Defendieron su esencia. Nunca quisieron convertir la escuela en un negocio, ni siquiera cuando empezó a venir gente de todas partes y vieron la posibilidad de ganar muchísimo dinero.
—Usted hereda la parte de la escuela de vela que pertenecía a su hermano… y también las tierras. Si no me equivoco, más de la mitad de Saint-Nicolas y las islas de Cigogne y Penfret, ¿verdad?
Hizo la pregunta con toda naturalidad a propósito.
—Sí.
La miró con la máxima neutralidad posible.
—Y no se habría deshecho únicamente de su hermano. También habría borrado de un plumazo a todos los que amenazan esto.
—Sí. Pensará que tenía motivos de mucho peso.
—Eso es cierto.
—Estamos hablando de… setenta u ochenta millones de euros.
—¿Y lo hizo usted, señora Lefort? —preguntó Dupin tranquilamente.
Los ojos de Muriel Lefort se estremecieron un momento, y el estremecimiento se le extendió a la cara.
—No.
—¿Sabía que su hermano fundó una empresa para el nuevo proyecto? Las Glénan Verdes. ¿Y que Pajot y Konan tenían un consorcio que participaba en esa empresa?
Muriel Lefort parecía desconcertada. También por el repentino cambio de tema.
—No, no lo sabía.
—¿Hasta qué punto se conocía el nuevo proyecto en el archipiélago?
—Diría que nada. Lucas sabía que estaríamos todos en contra… fuera como fuese el nuevo proyecto. Cuando lo presentó por primera vez, se opuso todo el mundo, aunque al principio consiguió engañar a unos cuantos.
—¿A quién consiguió engañar?
—A unos cuantos, pero al final lo calaron. Empezó diciendo que quería salvar la escuela de vela y este mundo de los peligros del exterior. Contó que había personas «de fuera» interesadas en invertir en las Glénan y en ampliar el turismo. Solenn Nuz y su marido lo apoyaron al principio, y también Kilian Tanguy, pero pronto se distanciaron por completo. Pensaban que todo se llevaría a cabo en colectividad. Igual que en la escuela de vela. Así fue como se lo pintó Lucas. Hasta que quedó claro que solo quería que invirtieran en su negocio y que planeaba explotar el archipiélago hasta destrozarlo todo. Konan también se implicó entonces. Lucas consiguió involucrar incluso a dos inversores del continente, pero pronto los perdió… Cuanto más famoso se hacía como regatista, más contactos tenía en esos círculos.
—¿También participaba Devan Menn, el médico?
—Sí, era uno de los dos inversores.
—¿Y siguió cuando los demás se apartaron?
—No lo sé.
—¿Era amigo de su hermano en aquella época?
—Hacía tiempo que era su médico. Lucas tuvo unos cuantos accidentes graves, la mayoría de las veces por imprudencia, y en un par de ocasiones se libró de la muerte por muy poco. Le gustaba navegar a vela en plena tempestad. Menn lo recomponía siempre. También lo asistía como deportista de alta competición. Y al final se hicieron amigos. Pero no sé si muy íntimos o no.
Dupin no sabía si contarle que el doctor Menn había desaparecido.
—¿Le ha notado algo raro a Menn últimamente?
La señora Lefort lo miró confusa.
—No, pero tampoco lo veo muy a menudo.
—La noche del domingo estuvo en el Quatre Vents, aunque solo un momento. Igual que usted —dijo Dupin utilizando un tono neutral a propósito.
—No lo vi. Me habría ido ya. O él.
—No sabemos…
El móvil de Dupin, que curiosamente llevaba mucho rato en silencio, sonó con estridencia. Era Le Ber.
—Discúlpeme un momento, señora Lefort.
Dupin contestó la llamada.
—Uno de los helicópteros ha encontrado la barca de Menn en el lado sur de Brilimec, el que da a mar abierto. Es una de las islas pequeñas. Está varada en la playa, o sea que debió de llegar hace horas, con la marea alta. —Le Ber estaba tan emocionado que casi soltó un gallo—. ¿Jefe? ¿Jefe?
Dupin no dijo nada. La noticia era grave. Tardó unos segundos en poder concentrarse.
—Llame a Goulch. No puede estar muy lejos, navegando en la Bir. Que venga a buscarnos inmediatamente. Usted viene conmigo. Nos vamos a Brilimec. Quedamos en el muelle.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
Un cuarto de hora más tarde, Dupin se encontraba a bordo de una embarcación, surcando las olas a toda velocidad por tercera vez ese día. En esta ocasión, iba tan absorto en sus pensamientos que apenas se dio cuenta. No sabía qué sucedía, pero la situación se agravaba.
Estaba en la proa de la patrullera, notando la tensión en todo el cuerpo, con cara de determinación y enfado. Le Ber se encontraba detrás de él, un poco a un lado. Ambos miraban fijamente, como hechizados, la isla de Brilimec. Ninguno de los dos se percataba de las salpicaduras de la espuma del mar.
Estudiaban visualmente la isla en forma de gota. Brilimec medía unos quinientos metros de longitud y estaba cubierta de hierba rala y espesa. En algunos puntos, el terreno alcanzaba unos diez metros de altura (y eso era mucho para el archipiélago), unas formaciones de granito imponentes, de formas estrambóticas, sobresalían abruptamente. En el extremo más ancho de la isla había una casa abandonada, pero desde la patrullera solo se veía la parte superior del tejado.
—Voy a dar la vuelta a la isla para acercarnos al yate de Menn —gritó Goulch.
De pronto, Dupin tuvo una idea. Se volvió hacia Le Ber.
—Necesito saber una cosa.
Tuvo que gritar.
—¿Sí?
—¿A quién tenemos en Saint-Nicolas?
—De momento, solo a un agente, Philippe Coz.
—Tengo que hablar con él inmediatamente.
Dupin se fue a popa y esperó a que Goulch redujera la velocidad. Ya casi habían rodeado la isla y desde allí se veía claramente el yate de Menn.
—¿Coz?
—¿Es usted, señor comisario?
—Sí.
—Le oigo fatal.
Dupin gritó más fuerte al teléfono.
—Quiero saber dónde está cada uno en estos momentos. ¿Me oye? Muriel Lefort, la señora Menez, el alcalde, Leussot, Tanguy… También la señora Barrault y Solenn Nuz. Llámelos ahora mismo. Y verifique lo que le digan. Arrégleselas como sea. Dígale a Bellec que vaya a ayudarlo.
—Yo…
—Enseguida. Y también a las hijas de Solenn Nuz. Quiero saberlo todo de todos.
—A sus órdenes, señor comisario.
—Manténgame informado.
Dupin colgó. Iba a guardar el móvil en el bolsillo de la chaqueta, pero cambió de opinión y pulsó la tecla de rellamada.
—¿Algo más, señor comisario?
—También quiero saber dónde han pasado el día. Detalladamente. Todos. Las últimas horas. Lo que han hecho en las islas o donde hayan estado.
Goulch paró los motores, pero Dupin dijo la última frase en voz muy alta porque no se dio cuenta, estaba distraído, concentrado en el yate de Menn, que se encontraba en una posición absurda, varado en una pequeña playa, lejos del agua.
—¿Busca algo concreto?
—No, pero necesito saberlo.
—Entendido.
Dupin colgó y esta vez se guardó el móvil en el bolsillo.
El ruido de los motores se apagó. Estaban a unos cincuenta metros de la orilla, echaron el ancla y los dos policías jóvenes se pusieron a bajar el bote auxiliar maniobrando con mucha coordinación. Al cabo de un momento, se dirigían todos hacia la playa a una velocidad considerable. Se produjo una fuerte sacudida. Los dos policías saltaron del bote en el acto. Dupin bajó detrás de ellos y les advirtió:
—No tenemos ni idea de lo que nos espera. Tengan cuidado.
Desenfundó la pistola, una Sig Sauer 9 mm, el arma nacional reglamentaria de la policía. Los demás lo imitaron.
El pequeño grupo se acercó al yate a buen paso.
—¡Policía de Concarneau! ¿Hay alguien ahí? ¡Conteste!
No hubo respuesta.
Los dos policías jóvenes subieron inmediatamente al Merry Fisher. Le Ber, Goulch y Dupin se situaron uno al lado del otro sin decir nada. El yate era de un blanco luminoso, solo la parte inferior del casco estaba pintada de color azul oscuro. Al verlo de cerca, Dupin se sorprendió de su gran tamaño. No se veía nada sospechoso en la cubierta.
—Entramos.
Los dos agentes estaban visiblemente nerviosos. Abrieron la puerta que daba al camarote y desaparecieron por ella en un instante.
Nadie decía nada. A Dupin le pareció que tardaban mucho en informar.
—Aquí no hay nada extraño.
Las voces se oían apagadas.
—Salgan de ahí. Vamos a inspeccionar la isla.
Dupin lo dijo casi a gritos. Luego, en voz más baja, se dirigió a Le Ber y a Goulch.
—Le Ber, usted por la derecha. Goulch, usted por la izquierda. Yo me encargo de la casa abandonada, nos encontramos allí. Goulch, dígales a sus compañeros que no pierdan de vista el yate.
Dupin y Le Ber se pusieron en movimiento. Goulch esperó.
Dupin tuvo que trepar por unas rocas de granito que llevaban a una especie de altozano que, unos pasos más allá, descendía levemente hacia el centro de la isla, donde el terreno era bastante llano. Allí estaba la casa. Se veía desde el altozano. Dupin se detuvo y aguzó la vista. A la izquierda, Goulch se movía deprisa y ágilmente por las piedras, muy cerca del agua. Le Ber iba un poco más adelantado por el lado derecho de la isla.
La casa estaba en un lugar discreto, tranquilo. No se veía a nadie. El comisario avanzó con cautela, empuñando el arma en la mano derecha. Tenía que andar con cuidado para no caerse, el suelo era muy irregular. Se acercó a la casa por la parte de atrás. Había una ventanita cegada con tablas de madera. En cambio, el tejado de pizarra parecía en buen estado, aunque totalmente cubierto de musgo. La casa era de piedra, construida en el estilo típico de la región. Parecía peor conservada que el tejado, incluso se veían algunos desconchones en los muros.
Dupin dio la vuelta alrededor de la casa cautelosamente. Se detuvo casi en la entrada y esperó a que llegaran Le Ber y Goulch.
—No he visto nada sospechoso, ni una sola huella, nada.
—Yo tampoco.
Le Ber y Goulch hablaban en voz baja por instinto.
—¡Vamos a inspeccionar la casa!
Dupin se acercó a la puerta.
—¿Señor Menn? —dijo en voz alta, enérgicamente—. ¿Está usted ahí, señor Menn?
Y una vez más:
—Doctor Menn, soy el comisario Dupin, de la comisaría de Concarneau.
Le Ber y Goulch iban un paso por detrás y casi chocan con él cuando se detuvo bruscamente. Los dos siguieron su mirada. Vieron un candado abierto en el suelo. La puerta, reparada provisionalmente con dos tablones de madera, estaba entreabierta.
Los tres se quedaron inmóviles.
—Vamos a entrar.
Dupin le quitó el seguro a la pistola y le dio una impresionante patada a la puerta, que se abrió de par en par con mucho estrépito. Acto seguido, entró, saltó a la derecha y se quedó pegado a la pared.
—¡Policía! ¿Hay alguien?
Estaba muy oscuro. Dupin tardó un poco en acostumbrarse a la penumbra y reconocer algún detalle.
La sala estaba vacía; en el suelo roto de madera había una capa de polvo de un centímetro de grosor. A mano derecha había un hueco en el que debía de haber habido una puerta. En el polvo se distinguían unas pisadas. Varias. Conducían a la otra sala. Le Ber y Goulch habían entrado también y estaban a su lado, hombro con hombro, empuñando el arma. El silencio era sepulcral; solo se oía la respiración de los tres hombres.
—La otra sala —susurró Dupin.
Siguió avanzando en primer lugar, lentamente, apuntando el arma hacia el hueco, se detuvo un momento como para reunir fuerzas y, de un salto impresionante, entró en la otra sala. Le Ber y Goulch lo imitaron.
Allí tampoco había nada, nadie. Ni rastro de Devan Menn. A diferencia de la otra sala, ahí había un montón de muebles apilados, podían distinguirse claramente dos mesas y un armario desvencijados. Le Ber y Goulch tenían de repente una linterna en la mano. Goulch se agachó a observar unas huellas medio borradas que se veían en la capa de polvo. Ninguno de los tres había dicho todavía nada.
—Creo que eran al menos dos personas. Tal vez tres, es difícil precisarlo. En cualquier caso, más de una. Necesitamos que venga la policía científica, tenemos que movernos con mucha precaución… Y es probable que hubiera alguien ahí. —Goulch señaló al lado de los muebles apilados.
—Sí, llame a los técnicos. Dígales que vengan sin tardanza.
René Salou, el mejor científico forense del mundo. A Dupin se le pusieron los pelos de punta al pensar en su presuntuoso «trabajo en el lugar de los hechos». Pero no quedaba más remedio.
—Ya los he avisado.
Goulch salió. Le Ber recorrió la habitación con la linterna sistemáticamente, sin moverse del sitio.
—Esto es muy extraño. ¿Dónde está Menn? Ha venido a la isla en su yate, pero no está aquí. ¿Cómo se ha ido? ¿Quién más había aquí? ¿Y a qué ha venido Menn?
Dupin no sabía si Le Ber hablaba solo o con él.
—Vamos a inspeccionar las playas, a ver si encontramos huellas. Seguro que había otra embarcación en algún sitio Y si Menn no se ha esfumado en el aire, ¡solo puede haberse ido en ella! ¡Quiero saber lo que ha pasado aquí!
Estaba furioso, aunque no sabía con quién ni con qué. Consigo mismo especialmente.
—Mierda, no puede ser verdad.
Todo había sucedido delante de sus narices, quizá esa misma tarde, mientras él recorría las islas del archipiélago a bordo del Bakounine, a menos de un kilómetro en línea recta.
—Vamos.
Dupin quería abandonar esa mazmorra asfixiante. Salió a paso rápido y se quedó a unos metros de distancia. Le Ber y Goulch lo siguieron sin decir nada, por precaución.
La playa más grande de la isla se extendía a unos cincuenta metros de la casa. Poco antes de llegar a la arena había una especie de murete de bloques de granito torneados. Dupin trepó a lo alto, se metió entre dos bloques y avanzó dando pequeños pasos hasta llegar al agua. Nada. No se veía nada. Ni rastro de huellas.
Goulch y Le Ber lo alcanzaron.
—Si había otra embarcación, seguro que fondeó en la otra parte de la isla y no aquí, en la Chambre. Fuera quien fuese, no quería que lo vieran. Volvamos. Tal vez los otros hayan descubierto algo —masculló Dupin.
Goulch y Le Ber asintieron.
Volvieron sobre sus pasos, dejaron la casa atrás, subieron una ligera pendiente y llegaron de nuevo al pequeño altozano. Además de la playa que tenían enfrente, en la que estaban el yate de Menn y el bote auxiliar de la patrullera, desde allí se veían tres más.
—Venga conmigo, Goulch, nosotros nos encargaremos de las playas de la izquierda. Le Ber, usted de la de la derecha.
Descendieron con cuidado por las escarpadas rocas.
Goulch y Dupin casi habían llegado a la primera playa (las dos estaban muy cerca), cuando oyeron gritar a Le Ber.
—¡Aquí! ¡Aquí!
Dieron media vuelta.
En menos de medio minuto estaban los dos resoplando al lado de Le Ber en una playa estrecha rodeada de rocas planas. También acudieron los dos policías jóvenes.
Le Ber estaba de cuclillas, inspeccionando la arena.
—Aquí hay huellas de pisadas. Ahí delante, de una persona que iba en esa dirección —dijo señalando ligeramente a la izquierda—, y allí de dos personas que venían en esta dirección.
No cabía ninguna duda. Dupin se levantó y siguió las huellas. Conducían al agua y se perdían en el punto en el que la marea mojaba la arena. Por el otro lado, acababan en un pequeño campo lleno de piedras, detrás del cual empezaban las grandes rocas, que allí no eran tan escarpadas.
Dupin se pasó las manos por el pelo impetuosamente.
—Menn vino solo. Y también una segunda persona. Se reunieron en la casa abandonada, a saber por qué, y luego se fueron de la isla en la embarcación de esa segunda persona.
—A lo mejor se acercaron también a otro lugar de la isla.
Dupin y Goulch miraron a Le Ber.
—¿Por qué lo dice?
—Bueno, puede que no fueran solo a la casa. Quizá la casa no era el motivo principal para venir a la isla. Tal vez buscaban o uno de los dos buscaba algo. Alguna cosa enterrada o desenterrada.
—¿A qué viene eso?
Dupin estaba de los nervios.
—No sé. —Le Ber dejó vagar la mirada por el agua y murmuró—: En las islas ocurren cosas que no siempre se ajustan a la realidad que conocemos. Eso es archisabido.
Dupin suspiró.
—La policía científica tendrá que examinar la casa… y reconocer toda la isla meticulosamente. Tengo que hacer una llamada.
Se alejó unos metros. Quería hablar con Philippe Coz. Necesitaba saber si era cierto lo que creía saber. Marcó el número. Nada. Lo intentó de nuevo. Nada. Se quedó mirando la pantalla y después volvió con el grupo.
—Le Ber, no hay cobertura.
No pudo evitar que le saliera en tono de reproche.
—Suele pasar en las islas.
—¡Es increíble!
Así no se podía trabajar.
—Lo lamento, pero tampoco sé a quién podríamos llamar por radio.
Dupin creía que era imposible mantener conversaciones largas por radio. Pero Goulch lo había dicho en serio.
—Volvemos ahora mismo a Saint-Nicolas. Y, Goulch, llame por radio a la guardia costera. Que un helicóptero reconozca los alrededores de la isla.
Dupin se dirigió con paso decidido a la playa en la que se encontraban el yate de Menn y el bote auxiliar de la patrullera. Goulch y Le Ber lo siguieron. Cada pocos metros miraba con ira creciente el icono indicador de la cobertura. En vano. Y no hubo cambios mientras navegaban, ni siquiera al llegar al lugar desde el que había llamado a la ida. Era para tirarse de los pelos.
Las primeras barras de cobertura aparecieron poco antes de atracar en el muelle y, al cabo de un momento, todas. Dupin se abalanzó hacia la mesa de operaciones del Quatre Vents como si se dispusiera a hacer una redada.
—¿Qué hay?
Philippe Coz tenía una lista. Dupin se sentó a su lado. El agente era la calma en persona; sin pecar de lento, el ajetreo de sus compañeros no le afectaba. Era el mayor de todos con mucha diferencia, el veterano de la comisaría: le faltaban dos años para jubilarse. Con sus conocimientos, su precisión y, sobre todo, su sensatez, se ganó las simpatías de Dupin desde el principio.
—Acabo de repasarlo otra vez con Bellec. Leussot, el biólogo, ha estado en alta mar desde las nueve, a bordo de su barco, y ha vuelto hace media hora.
—Me interesa —dijo Dupin, pensativo, intentando calcular la hora de la última marea alta— el intervalo entre las doce y media y las cuatro. Quiero saber qué ha hecho Leussot desde que estuve con él y si ha tenido tiempo de ir a Brilimec.
—Dice que ha estado todo el día en el mismo sitio… donde ha ido usted a verlo esta mañana. No podemos comprobarlo.
—¡Pues qué bien!
Dupin se puso las manos en la nuca. Philippe Coz tenía razón.
Le Ber llegó a la mesa y se sentó.
—Continúe.
—El submarinista, el señor Tanguy, tiene visita, una delegación de arqueólogos marinos de Brest. Están aquí, en el Quatre Vents. Ahí, en la terraza. Los ha recogido en Concarneau a las tres.
—¿Y antes?
—Dice que estaba aquí, haciendo los preparativos. También ha pasado la noche en la isla, en su barca.
—¿A qué hora se ha ido?
—Hacia la una y media.
—¿Solo?
—Solo.
Genial. ¿Cómo iban a averiguar si había hecho una parada en Brilimec? Había tenido tiempo de sobra. Incluso para llevar a Menn a algún sitio. Como víctima, asesino o cómplice. Dupin empezó a tomar notas mientras Philippe Coz hablaba.
—¿El alcalde?
—Ha estado casi todo el día en casa, trabajando en el despacho…
—Lo sé.
—Sí, me ha dicho que ha ido usted a verlo esta mañana. Tenía un acto oficial entre las dos y las cinco en la guardería municipal. El señor Du Marhallac’h se ha mostrado muy cooperativo.
—¿Testigos?
—La maestra de la guardería, por supuesto. En cuanto al tiempo que ha pasado en el despacho, es más difícil saberlo. Él afirma que ha hablado varias veces por el teléfono fijo con su mujer, que está en Londres. Podemos comprobarlo.
—Fantástico.
Dupin no podría haber pronunciado la palabra con más sarcasmo.
—La hija pequeña de Solenn Nuz estaba con su novio en Quimper y la mayor ha estado trabajando todo el día aquí, en el Quatre Vents. Solenn Nuz ha ido al continente. Por lo visto, los martes y los viernes se dedica a hacer recados. Ha salido a las diez y media y ha vuelto hace una hora. Ha ido a Fouesnant, al ayuntamiento, y luego a Concarneau. Ha vuelto con varias bolsas grandes de la compra. Ha comido en el Amiral, lo hemos comprobado.
Al oír el nombre del Amiral, lo invadió un sentimiento momentáneo de felicidad.
—¿Y la señora Lefort?
—Bellec está hablando con ella.
—¿La señora Barrault, la instructora de submarinismo?
Philippe Coz echó un vistazo a sus notas.
—Por la mañana tenía un curso, hasta la una. Después ha comido en casa. Por la tarde ha navegado usted con ella. Luego ha hecho submarinismo. Acaba de llegar también, más o menos a la misma hora que Leussot.
—¿Dónde vive la señora Barrault?
—En una de las casas de tejado triangular, en la segunda…
—Las conozco… ¿Y le ha dicho que a mediodía ha estado sola en casa?
—Eso dice. Y que no cree que tenga testigos que lo confirmen.
Dupin sonrió. Aquel era un comentario típico de la señora Barrault.
—¿Y el viejo señor Nuz, el suegro de Solenn Nuz?
—Usted no dijo nada de Pascal Nuz, pero también he hablado con él. Es un poco… reservado. Por la mañana ha estado en el Quatre Vents, en la barra, leyendo los periódicos, y después en casa. A las cuatro ha salido a navegar en su barca, como todos los días, la nieta lo ha confirmado; ha ido a Les Moutons, donde están los bancos de caballa. Ha vuelto a las seis con un montón de pescado.
—Bien.
De repente se oyó una especie de fanfarria. Philippe Coz contestó enseguida la llamada.
—¿Sí? —Se volvió hacia Dupin—. Es Bellec. Tiene más información. ¿Quiere que ponga el manos libres?
Interpretó el titubeo de Dupin como una aprobación, pulsó una tecla y puso el móvil encima de la mesa.
—Bellec, te escuchamos todos.
—Buenos días, señor comisario. Yo…
A Dupin, la situación le pareció grotesca, no le gustaba nada hablar de esa manera.
—Dispare, Bellec.
Tenían que avanzar.
—Muriel Lefort ha estado todo el día en Saint-Nicolas, ha hecho muchas llamadas, entre otras, a su notario. Ha pasado la mayor parte del tiempo en su despacho, en la escuela de vela, pero también ha ido a casa varias veces. Y ha dado un par de paseos. La señora Menez ha estado media hora con ella a mediodía. Después se han visto otra vez en la isla de Penfret, en las instalaciones de la escuela. Más o menos a las seis y cuarto.
Eso también era impreciso en parte y costaría confirmarlo con testigos. Lo que estaba claro era que a cualquiera que estuviera en las islas le habrían bastado tres cuartos de hora para cubrir el episodio Brilimec, dependiendo, claro está, de lo que le hubiera ocurrido a Menn…
—La señora Lefort está muy preocupada porque ahora es la principal sospechosa y porque han vuelto a interrogarla después de haber hablado con usted, señor comisario. Le he asegurado que son investigaciones de rutina.
Seguro que estaba intranquila. Pero, sinceramente, eso era lo que menos le importaba a Dupin en esos momentos.
—¿Y la secretaria, la señora Menez?
—La señora Menez ha puesto cara de compungida, aunque ha contestado con aplomo. Hoy ha tenido varias entrevistas en la oficina con distintos monitores de vela. Como ya le he dicho, a mediodía ha estado con la señora Lefort en su casa. Luego ha comido en el Quatre Vents y después ha tenido reuniones de trabajo con los encargados del alojamiento en Cigogne y Penfret.
—¿A qué hora han empezado las reuniones?
—Una, a las dos y media, y ha durado hasta las cuatro, y la otra, de cinco a seis y media. La señora Menez sigue en la isla de Penfret.
Dupin lo anotó minuciosamente.
—¿A qué hora ha ido a Cigogne? Es decir, ¿cuánto tiempo después de comer?
—Según ha declarado, después de comer pasó un momento por casa. Y salió hacia las dos y cuarto.
—¿Puede confirmarlo alguien?
—Aún no. Tenemos que comprobarlo.
A Dupin lo sacaba de quicio que toda esa información no los hiciera avanzar ni un poco.
—Compruébelo, Bellec.
Philippe Coz colgó.
—¿Quiere que comprobemos más declaraciones, comisario?
Dupin lo pensó. Philippe Coz y Bellec habían hecho un buen trabajo en muy poco tiempo, por mucho que los resultados de la operación parecieran magros en ese momento.
—No hace falta, gracias.
Seguían siendo muy astutos. Todos habían tenido la posibilidad de hacer una excursión a Brilimec. Haría falta mucha, muchísima casualidad para que hubiera testigos. Y seguramente sería imposible acotar el margen de tiempo en cuestión.
—He hablado otra vez con la mujer de Menn, cuando nos hemos enterado de que había venido a las Glénan. Le he preguntado si se le ocurría algo en relación con Brilimec.
Philippe Coz lo arrancó de sus pensamientos. Había tenido una buena idea.
—Pero nada. Nada de nada.
Dupin se levantó bruscamente.
—Este caso me revienta.
Le Ber intervino por primera vez.
—Goulch se encarga de la policía científica en Brilimec. Ha vuelto a la isla. Puede que encuentren huellas en la casa.
—Puede.
Dupin notaba que los pensamientos empezaban a cobrar vida propia. Se alejó unos metros. Tenía unas cuantas hipótesis, algunas más concretas, pero la imagen global todavía era borrosa. No daba con el meollo.
Miró la hora. Eran casi las ocho de la tarde. Estaba en pie desde las cinco de la mañana y el día tardaría en llegar a su fin.
Desde ese lado del Quatre Vents se disfrutaba de las vistas del oeste, lo cual significaba que se podía ver la puesta de sol. Pero esa noche, no. La banda de nubes se aproximaba peligrosamente, se concentraba formando un frente nuboso gigantesco, monstruoso, seguramente a menos de diez kilómetros. Negro como la pez. Entonces se dio cuenta de que no solo había refrescado, sino que unas fuertes ráfagas de viento azotaban las islas. No obstante, eso no significaba nada en la Bretaña, lo sabía por experiencia, ya no era un principiante. Miró el mar. Se veían crestas de espuma blanca. Y olas de verdad. Todo había sido muy rápido. En el camino de regreso de Brilimec a Saint-Nicolas no se había fijado en nada. Pero habían navegado siempre por la Chambre y él no paraba de mirar el móvil.
Respiró hondo unas cuantas veces.
—¿Y dice que Kilian Tanguy está en el Quatre Vents?
—Sí, en la terraza.
—Voy a charlar un poco con él.
—Ya se lo he dicho: tiene invitados. Arqueólogos marinos.
—Mejor.
Dupin casi no reconoció a Kilian Tanguy vestido con vaqueros y una sudadera estampada, en vez de un traje de neopreno, con el pelo y la cara secos. Si supo que era él fue sobre todo por la forma de la cabeza: como un huevo. Era calvo (el poco pelo que le quedaba, muy corto y negro, sin una sola cana, empezaba a la altura de las orejas); tenía la nariz protuberante y los ojos vivarachos. Estaba con otros seis hombres, todos más o menos de su edad.
—Buenos días, señores, soy el comisario Georges Dupin, de la policía de Concarneau. He venido a hablar con el señor Tanguy, pero he sabido que son ustedes arqueólogos marinos y me gustaría hacerles unas preguntas también.
Lo dijo con voz profunda y firme, sabía que nunca fallaba.
—Usted es el policía de París, ¿verdad?
Dupin estaba harto de contestar a esa pregunta.
Un hombre muy alto de cara aniñada lo miraba con curiosidad, como el resto del grupo.
—¿Sabía que París se llama así por la legendaria ciudad desaparecida de Ys? —prosiguió enseguida el hombre, en tono solícito—. ¡Par-Ys! Por la Atlántida bretona, inmensamente rica y espléndida, que adoraba al océano como único dios y le dedicaba ceremonias opulentas. El reino de Gradlon, de su hija Dahut, la prometida del mar, y su caballo mágico, Morvarc’h, ese reino es el símbolo de la Bretaña libre. ¡Ys estaba frente a la costa de Douarnenez! Existen datos arqueológicos que lo demuestran y hay que tomárselo muy en serio.
Dupin no lo sabía. Y tampoco sabía que, al final, resultaba que también París era bretón. Afortunadamente, Kilian Tanguy intervino en ese momento.
—En eso estamos todos de acuerdo, señor comisario. Está usted ante un grupo de ilustres arqueólogos marinos de la Universidad de Brest que colabora amigablemente con el pequeño grupo que se reúne en el club. ¿En qué podemos ayudar a la policía?
En su voz había algo de picardía. Una picardía simpática.
—¿Saben algo de búsquedas actuales de tesoros por aquí, en la costa? ¿Han oído algún rumor?
Los submarinistas se miraron, impasibles. De nuevo contestó Kilian Tanguy.
—¿Cree que el móvil de los tres asesinatos es la búsqueda de un tesoro? —dijo con orgullo.
—Es solo una de las líneas de investigación que hemos abierto, nada más.
—No sé nada de hallazgos espectaculares. Ni siquiera he oído rumores —respondió Tanguy, y prosiguió en un tono mucho más serio—: Pero sepa usted, señor comisario, que nosotros no buscamos piedras preciosas, sino que, como nosotros mismos decimos, ¡nos sumergimos en busca de madera! La arqueología marina tiene otros objetivos. Por ejemplo, localizar asentamientos del Mesolítico. En Brunec se erigió un dolmen hacia el año cuatro mil antes de Cristo. También se levantaron monumentos funerarios en Saint-Nicolas y en Bananec. Es muy poco lo que se sabe de esa cultura. La mayoría de los restos están sumergidos en el agua desde hace mucho tiempo.
Al llegar a ese punto, casi puso cara de indignación.
—¡El nivel del mar ha subido cien metros en los últimos mil años! ¡Cien metros! Hace milenios, los británicos, ¡Dios nos libre de ellos!, podían llegar a Francia sin mojarse los pies… Y si tenemos algún interés en los barcos hundidos, es solamente para poder estudiar aspectos de la construcción naval y las técnicas de navegación de la época.
Una sonrisa dulce, pícara, se dibujó de repente en su cara.
—El año pasado se encontraron dos barcos hundidos, uno del siglo diecisiete y el otro, del siglo veinte. En el del siglo diecisiete hallaron monedas de plata. El otro no tenía nada espectacular. A unos treinta kilómetros de aquí, hacia el sur.
Tanguy pronunció las últimas frases con franca alegría.
—¿Y no hay ningún barco documentado del que se sepa que está por aquí cerca y todavía no se haya encontrado?
Lo miraron todos, sorprendidos. Tanguy fue de nuevo el encargado de contestar.
—Más de dos docenas… en un radio de tan solo cincuenta millas marinas. Y hay documentos que indican que al menos una docena de ellos transportaban cargas de mucho valor. Es muy probable que dos llevaran a bordo gran cantidad de oro.
—¿Se sabe que hay dos barcos cargados de oro en los alrededores?
Dupin estaba perplejo.
—No se figure lo que no es, las cosas son más complicadas de lo que parece. Es como buscar una aguja en un pajar… Pero en un pajar peligroso, salvaje.
—Entonces ¿ninguno de ustedes sabe si alguno de los tres muertos buscaba un tesoro concreto? Es lo que me interesa para la investigación.
—No. No, ni la menor idea.
A Dupin le habría gustado saber si alguno de los submarinistas tenía algo que añadir. Por lo visto, no.
—Gracias, señor Tanguy.
Estaba saturado de historias (por emocionantes e instructivas que fueran). Y, sinceramente, todas las conversaciones sobre el tema acababan en un callejón sin salida, como el resto de la jornada. Sin embargo, una cosa estaba clara: si los tres muertos estaban sobre la pista de algo grande, habrían hecho todo lo posible para que nadie se enterara. Y si alguien se había enterado de algo y ese era el motivo del crimen, no diría nada… porque sería el asesino.
Además, no conseguía concentrarse, no paraba de pensar en lo que le habría sucedido a Menn en la isla. Le daba muy mala espina.
—Me gustaría…
Un ruido lo interrumpió bruscamente. Una fuerte ráfaga de viento había tirado mesas y sillas en el Quatre Vents. El golpe de viento trajo consigo cuatro gotas gordas de lluvia. Al instante se desató una gran actividad. Los arqueólogos marinos, tranquilos hasta entonces, se levantaron de repente. Uno acudió sin demora en ayuda de una pareja de jóvenes a los que se les había volcado la mesa con todo lo que había encima. Tanguy y los demás recogieron las cosas de la mesa y las llevaron rápidamente al bar. Todos se movieron con rapidez y exactitud, pero sin perder la calma.
—Ya está aquí.
Dupin se volvió. Solenn Nuz salió a la puerta del bar.
Miraba sin inmutarse. Louann Nuz apareció detrás de ella, se deslizó a su lado con agilidad felina y se ocupó de las mesas.
—Llevo todo el día esperándolo. El temporal. Se ha tomado su tiempo.
Lo dijo con toda la tranquilidad del mundo.
Dupin seguía inmóvil en el mismo sitio, como si todavía estuviera allí el grupo de arqueólogos. Solenn Nuz levantó la vista al cielo.
—Arreciará, y mucho.
Volvió al bar.
La borrasca, de apariencia apocalíptica, se aproximaba a las islas a toda velocidad. El cielo estaba negro en el sur y en el oeste. Solo hacia el este, muy a lo lejos, se veía una franja de luz. Fue todo muy repentino, como un asalto. Empezó a llover a cántaros y la temperatura cayó en picado en unos minutos.
—Hoy tenemos cotriade.
Dupin estaba en la barra. Al otro lado, Solenn Nuz servía vino de distintas botellas en toda una hilera de vasos a un ritmo imponente. A la derecha del comisario, uno de los arqueólogos marinos del grupo de Tanguy, el de más edad, esperaba el pedido. A la izquierda, Le Ber y Philippe Coz. El suegro de la señora Nuz estaba sentado al final de la barra.
Dupin seguía aturdido. Unos momentos antes disfrutaban de un ambiente veraniego en la terraza y ahora daba la impresión de que estaban en un observatorio solitario, aislados del resto del mundo. En la enorme chimenea de piedra ardía el fuego (Dupin no se había fijado nunca en ella, aunque ocupaba mucho espacio en un rincón del local). Fuera se oían el rugido de la tempestad y el azote de la lluvia, pero, sorprendentemente, como un mero ruido de fondo ahogado, que incluso resultaba placentero. Era agradable estar allí (aunque el comisario estaba de un humor de perros bastante desagradable), pero a la vez le parecía un lugar extremadamente reducido, una curiosa paradoja.
—Es nuestra tradición, señor comisario: cuando se acerca una tormenta, siempre hay cotriade. Levanta el ánimo. ¿Quiere probarla?
A Dupin le preocupaban otras cosas, tenía que hacer un par de llamadas urgentes. Quería seguir varias pistas, sin falta. De todos modos, no podía ocultar que en algún lugar recóndito de la cabeza le rondaba una pregunta: la cotriade necesitaba muchas horas de cocción y, por lo tanto, Solenn Nuz tenía que haber empezado a prepararla mucho antes. ¿Cómo podía saber con tanta certeza que se avecinaba una tormenta cuando él mismo habría jurado que se acercaba un anticiclón? No obstante, había asuntos más graves: tendrían que suspender la búsqueda de Menn a causa de la tormenta. Y peor todavía: ¿qué pasaría con las huellas? ¿Con Salou y su equipo? No podrían seguir trabajando. Se preguntó dónde estarían… también Goulch y sus hombres. ¿Habrían encontrado un refugio provisional en Brilimec? ¿Y el helicóptero? Además, si el doctor Menn se había dado a la fuga, por la mañana se habría esfumado… y si estaba en peligro, seguramente llegarían tarde.
Solenn Nuz interpretó erróneamente el silencio y la expresión de Dupin.
—¡Ah, claro! —dijo sonriendo con dulzura—. Usted es nuevo… La cotriade es la caldereta de pescado típica de la Bretaña.
Dupin sabía lo que era. Calculó que comía cotriade más o menos una vez al mes desde hacía cuatro años, eso hacía un total de treinta y cinco o cincuenta cotriades. Era uno de sus platos favoritos. Pero estaba tan ausente que ni protestó.
—¡En el sur nos la copiaron con la bullabesa! ¡La sirven con un poco de salsa rouille y en un abrir y cerrar de ojos la elevan a plato nacional!
El arqueólogo marino, un hombrecito al que Dupin le calculaba cincuenta y muchos años, tenía una voz de pato que no encajaba con la expresión indignada de su cara cuando intervino.
—Pero ¡la cotriade es la original! Un mínimo de ocho clases de pescado, ¡además de crustáceos y moluscos! Puerro, patatas bretonas, mantequilla bretona. ¡Y hierbas! ¡Laurel! ¡Flor de sal! En Marsella solo ponen seis clases de pescado —dijo con verdadero desprecio—. La inventaron las mujeres de los pescadores. La preparaban de noche con el pescado y los trozos de pescado que sus maridos no habían podido vender en el mercado por la mañana. Se ponen en el plato unos trozos de pan fritos en mantequilla, se vierte el caldo encima y se añaden trozos de pescado, crustáceos y moluscos… Y luego, el toque definitivo: se corona todo con una salsa suculenta. ¡Una receta secreta en cada casa! Usted…
Dupin lo interrumpió.
—Tengo que hablar urgentemente con mis compañeros. Si me disculpan…
Solenn Nuz lo miró y le dedicó una sonrisa comprensiva.
Dupin les hizo una señal a Le Ber y a Philippe Coz, que lo siguieron. Dio unos pasos en dirección a la puerta, pero cayó en la cuenta de que salir fuera no era buena idea. Tendrían que quedarse dentro. Sin embargo, aunque apenas la mitad de las mesas estaban ocupadas, había mucho ruido para llamar por teléfono, por no hablar de poder hacerlo con discreción. No estarían solos ni en la cocina.
—Vamos al anexo, seguro que la señora Nuz no tiene ningún inconveniente. Voy a preguntárselo.
Le Ber había tenido una buena idea. Dupin se dirigió a la puerta que daba al anexo y Le Ber volvió a la barra para hablar con Solenn Nuz.
Antes de abrir la puerta, miró un momento a Le Ber, que le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Dupin tiró con fuerza del pomo de hierro y entró.
Se llevó tal susto que estuvo a punto de retroceder. En el anexo de madera se oía un ruido ensordecedor. Le Ber y Philippe Coz estaban a poca distancia detrás de él. La iluminación era mucho más débil que en la otra sala.
—La señora Nuz dice que podemos usar el anexo, pero no nos lo recomienda. Dice que no entenderemos una palabra de lo que digamos.
—Es absurdo. Tenemos que hacer llamadas.
El mal humor de Dupin empeoraba por momentos. No podían perder más tiempo.
Se dirigió al otro extremo del anexo con la esperanza de que hubiera menos ruido. Se pegó a la pared de piedra maciza del antiguo edificio. Una esperanza vana. El fragor furibundo de la tempestad y el azote de la lluvia no solo se oían en todo el edificio como si estuvieran al aire libre, sino que daba la impresión de que el cobertizo de madera fuera una caja de resonancia que amplificaba el ruido. Terco como era, sacó el móvil. Marcó el número de Nolwenn. En vano. Otra vez. De nuevo en vano. Se acercó el móvil a los ojos. Nada. Ni una sola barra. Nada. Ni la menor señal. No había cobertura. Por la tormenta.
No lo había pensado. La situación era insostenible.
—Habrá que recurrir al teléfono fijo de Solenn Nuz.
Nadie dijo nada. Unos segundos después, habló Le Ber.
—Aquí no hay red de telefonía fija, comisario.
—¿Qué?
Lo dijo en voz tan baja y tan cohibido que nadie lo oyó. Dupin estaba estupefacto.
—Es imposible, tiene que haber teléfonos fijos.
—Aquí nunca han tenido, jefe. Haría falta una inversión enorme… para un puñado de gente.
Dupin se dio por vencido. No cabía mayor desastre. Por muchos motivos. ¿Y si encontraban a Menn en algún lugar del continente y tenía algo crucial que contarles? ¿Y si Labat había descubierto algo relevante al interrogar al alcalde? Y lo que era más importante: ¿y si había nuevos resultados en el registro de los discos duros que habían intervenido? Se encontraba en un momento crítico de la investigación, tenía que estar localizable y poder localizar en todo momento a quien necesitara localizar.
—Entonces hay que volver al continente. No queda otro remedio.
Le Ber intentó tranquilizarlo.
—No va a ser posible. No podemos salir de la isla con semejante tormenta.
—¿Qué? ¡Esto es increíble!
—Solo podemos hacer una cosa, aunque nos cueste: esperar. Hay que esperar. Cada cual en su isla. Nosotros aquí, Bellec en Cigogne y los otros en Brilimec.
—¿Cuánto tiempo?
Los esfuerzos de Le Ber por decírselo lo más suavemente posible eran visibles.
—No parece que vaya a escampar pronto. —Después se esforzó por cargar de esperanza la siguiente frase—. Pero nunca se sabe. Es difícil hacer pronósticos meteorológicos en la Bretaña.
—¿Cuánto tiempo?
—Hasta que podamos irnos sin correr peligro… probablemente a medianoche. O mañana a primera hora.
—¿Mañana a primera hora?
Dupin casi no podía hablar.
Poco a poco iba comprendiendo la situación. Y era mucho más grave de lo que había supuesto en el primer impacto.
Estaban incomunicados en el archipiélago. Cautivos. Aislados del mundo, pasara lo que pasase, ocurriera lo que ocurriese. Aunque surgiera una emergencia médica, aunque se perpetrara otro asesinato. Ellos no irían al continente y nadie llegaría del continente. Entonces comprendió lo que significaban las palabras que había oído tan a menudo los últimos dos días: «Las Glénan no son tierra firme, son una nada en medio del mar». Como para resaltar esa idea, una violenta ráfaga de viento azotó la estructura de madera, que empezó a crujir y a chirriar.
Dupin iba a decir algo, pero no abrió la boca. Estaban perdiendo unas horas decisivas.
Le Ber y Philippe Coz estaban visiblemente preocupados por el comisario. Dupin agachó la cabeza y se dirigió a la puerta. La abrió con mucha lentitud y se quedó en el umbral. La clientela había aumentado considerablemente en los últimos minutos, todo el mundo estaba empapado. Vio caras que no conocía, pero también a la señora Menez, a Muriel Lefort y a Marc Leussot. Todos buscaban refugio. Y tenían hambre. Leussot seguramente venía de su barco y la señora Menez habría conseguido llegar hacía poco de Penfret. Ninguno de los tres lo vio.
Solenn Nuz le dirigió desde la barra una mirada difícil de interpretar, que probablemente significaba algo así como: «No se lo tome tan a pecho». Luego sonrió con su sonrisa tranquila y a la vez afable. Dupin se acercó.
—Estamos incomunicados.
—Lo sé. Y usted no puede hacer nada. Es probable que dure.
—¿Qué quiere decir? ¿Cuánto puede durar?
—Toda la noche, seguro. Pero no más, creo.
Dupin estaba tan abatido que no respondió.
—La señora Lefort les procurará alojamiento para pasar la noche. Tiene otra casa al lado de la suya, con dos pequeños apartamentos. En uno vive la señora Menez y en el otro aloja a veces a sus invitados.
Dupin estuvo a punto de rechazar la oferta. Era grotesco: tampoco se le había ocurrido pensarlo, pero en algún sitio tendrían que dormir, aunque solo fuera unas horas.
Le Ber y Philippe Coz se habían sentado a la última mesa que quedaba libre.
—Mira por donde, el señor comisario también se ha quedado varado en las islas.
Marc Leussot se plantó a su lado inesperadamente. Dupin no lo vio acercarse. Todavía llevaba los mismos pantalones cortos desgastados que a mediodía y la misma camiseta. Le dio la impresión de que hacía días que había tenido la entrevista con él en el barco.
El comisario no estaba de humor para charlas, pero precisamente tenía unas cuantas preguntas que hacerle al biólogo marino. Leussot siguió hablando antes de que Dupin pudiera ordenar las ideas.
—¿Ya ha aparecido Menn?
Dupin se sobresaltó.
—¿Sabe que ha desaparecido?
—Hace unas horas han informado en todos los medios de que se había iniciado una operación de búsqueda. Suelo oír la radio en el barco.
Claro. La mayoría se habría enterado. Aunque la señora Lefort no parecía saberlo cuando habló con ella. Ni tampoco Tanguy.
—Sí, buscamos al doctor Menn.
—¡Qué mierda de caso!
—¿Tiene alguna idea de lo que le puede haber pasado a Menn?
—Se lo habría dicho, créame. Esto es muy serio.
—Hablando de cosas serias. No me ha dicho que se peleó con Lefort no hace mucho.
—No es ningún secreto. Y creo que le he dicho con toda claridad lo que opinaba de él.
—¿Hay más cosas que no me haya contado porque no le parecían importantes?
Leussot se rió, con una risa profunda, regia.
—De acuerdo. Y yo… que soy sospechoso múltiple…
De repente se oyó un estampido sordo. Alguien intentó abrir la puerta por fuera y una ráfaga de viento terminó de abrirla con violencia. Anjela Barrault se precipitó en el bar: una escena divertida y a la vez dramática. Cerró la puerta con energía, se quedó quieta un momento y sonrió a todo el mundo. En vez del traje de buzo llevaba unos vaqueros y una cazadora. Estaba calada hasta los huesos.
—Por poco.
No lo dijo con coquetería y, conociéndola como la conocía, no exageraba: había escapado por los pelos de una muerte segura en el mar.
Las cosas se desarrollaban como si fueran escenas de una novela. Dupin lo habría encontrado divertido si la situación no hubiera sido tan grave. Una pequeña isla incomunicada del mundo, en medio de una tormenta atronadora, en una casa vieja que crujía y se había convertido en una cárcel, en la que todos pasaban la noche en vela junto al fuego de la chimenea. Y en el transcurso de esa escena ocurrían cosas misteriosas. Tal vez un crimen o un asesinato. Lo cierto era que la mayoría de los sospechosos estaban presentes.
A Leussot, la entrada de Anjela Barrault no le fascinó tanto: más bien parecía esperar la continuación del pequeño pulso retórico que mantenía con el comisario. Pero a Dupin se le pasaron las ganas de seguir con la conversación.
—Tengo que hablar con mis compañeros. Si me disculpa, señor Leussot…
Se fue de la barra sin esperar respuesta y se abrió paso entre las mesas. Observó a la señora Lefort y a la señora Menez, que estaban sentadas al fondo, en un rincón, y lo saludaron tímidamente con un gesto. Las acompañaba Solenn Nuz. Dupin supuso que estaban hablando de dónde alojarlos, a él y a sus compañeros. Se sintió incómodo. Anjela Barrault, que se había sentado a la mesa de al lado, también lo vio y le dirigió una mirada enérgica.
El comisario se sentó con los otros dos policías.
—Pensábamos… cenar algo —dijo Le Ber con cautela, como si primero quisiera tantearlo.
Aunque Dupin lo consideró en cierto modo inoportuno, él también tenía un hambre atroz y, además, ¿qué podían hacer? Quisieran o no, estaba claro que pasarían la noche en la isla. Y ese era el único sitio en el que se podía comer algo. Allí no había ningún Amiral. Allí no había nada.
—Bien.
Fue un «bien» huraño, pero aceptable. Le Ber puso cara de alivio. Philippe Coz se levantó en el acto. Le Ber hizo lo mismo al cabo de un instante.
Hablaron los dos a coro.
—Vamos a buscar una cotriade. ¿Quiere que le traigamos una, comisario?
Dupin aceptó (refunfuñando solo un poco). Sobre todo por su estómago.
—Le Ber, pida también una botella de vino tinto. Pinot noir frío.
Era lo mejor para el pescado.
A Le Ber le brillaron los ojos, pero procuró disimularlo.
Se pusieron los dos a la pequeña cola que se había formado en la barra.
Dupin cayó en la cuenta de una cosa fantástica: si no estaba localizable en toda la noche, tampoco podría localizar a nadie, ¡ni siquiera al prefecto! No pudo evitar que se le escapara una sonrisa.
Por lo visto, Philippe Coz y Le Ber decidieron que se quedara uno solo en la cola. Le Ber volvió y se sentó derecho a la mesa.
—¿Qué hacemos ahora, jefe?
—La mayoría de los sospechosos están aquí. Va a ser una noche interesante, Le Ber. —Dupin hizo una pausa—. Es cuestión de aguzar la vista y el oído, puede que el asesino o la asesina esté a tan solo unos metros de nosotros. Igual que la otra noche…
Le Ber miró alrededor con disimulo.
—¿Sospecha de alguien en concreto?
Dupin se echó a reír.
—Propongo que, después de cenar, nos sentemos todos a una mesa.
—¿Cree que es una buena idea?
—Ya veremos.
Dupin se notaba raro, aunque se debía en parte a su preocupante hipoglucemia.
Philippe Coz volvió con una gran bandeja en la que llevaba una botella de agua, vino y tres vasos.
—La bebida. La señora Nuz nos traerá las cotriades.
—Muy bien.
Dupin reconoció finalmente que de verdad tenía mucha hambre. Cogió la botella de vino, les sirvió un vaso a Le Ber y a Philippe Coz, luego se sirvió él, brindó, «Yec’hed mat» (siempre lo decía con mucho orgullo) y vació el vaso de un trago. Los otros también se concentraron en el vino. Había sido un día largo para todos. Nadie dijo nada.
No tuvieron que esperar mucho hasta que Solenn y Louann Nuz les llevaron dos bandejas con tres platos de cerámica llenos de cotriade, varios cuencos con pan frito (¡en mantequilla salada!), y la «salsa secreta». En principio se trataba de una vinagreta, cuya receta variaba en cada familia, pueblo y región. Antes de probar un solo bocado, Dupin se bebió el segundo vaso de vino tan deprisa como el primero. Entonces se acordó del chiste de Le Ber: en las Glénan, las botellas son, por desgracia, más pequeñas de lo normal.
Dupin se encontraba mucho mejor. La caldereta de pescado (prohibido llamarla «sopa») olía de maravilla. Dupin reconoció sus pescados favoritos: rape, lubina, salmonete, dorada, abadejo, bacalao, merluza y lenguado. Y también sus moluscos favoritos: chirlas, vieiras, mejillones, almejas finas y, lo mejor de todo, almejas rubias. Además, langostinos de varios tamaños y cangrejos. Era realmente un plato hondo enorme, en el que se elevaba una montaña imponente. Se dio más prisa de lo que pretendía en tirar la salsa encima del pescado y de las patatas. Y comió. Saboreó el mar entero. Increíble. El pescado, pero sobre todo el caldo, un concentrado que había hervido horas y horas.
Se dio cuenta de su descortesía: no se había fijado en que la señora Nuz seguía a su lado en silencio. Vio que el plato les gustaba.
—Discúlpeme, señora. Está deliciosa, increíble. Es la mejor cotriade que he comido en mi vida… Y he comido unas cuantas.
Cuando bebía vino, como ahora, podía ocurrir que, sin darse cuenta, el comisario Dupin formulara frases con cierta carga de patetismo. De lo que sí se dio cuenta fue de que, a partir de ese momento, tenía que beber con más precaución.
—He hablado con la señora Lefort. Pueden disponer del apartamento esta noche. Solo tienen que concretar los detalles con ella.
—Es usted muy amable, se lo agradezco mucho.
La señora Nuz dio media vuelta para irse.
—Disculpe, señora Nuz, quería pedirle una cosa.
Se volvió enseguida.
—Pues claro.
—Le parecerá raro, pero ¿cree que podríamos sentarnos todos juntos? Los habitantes de la isla y los clientes habituales. Cuando acabemos de cenar.
La señora Nuz asintió, esbozando su sonrisa característica.
—Lo mejor será que vengamos todos a su mesa, señor comisario.
—De acuerdo.
Solenn Nuz volvió a la barra. Dupin se concentró de nuevo en la caldereta de pescado y en el tercer vaso de vino, prometiéndose que sería el último de la noche.
Se comieron la cotriade hasta dejar limpio el plato (las raciones eran verdaderamente generosas). Sin decir esta boca es mía. Con devoción. Un poco felices a pesar de que la situación era tensa.
Cada dos o tres minutos se oía un golpe violento. En intervalos irregulares, pero nunca muy largos. Sonaban como si algo grande, enorme, sacudiera la parte de atrás del edificio. Eran golpes sordos, pero los acompañaban unos ruidos metálicos agudos, imposibles de clasificar.
La tormenta arreció en la última media hora. El viento alcanzó velocidades demenciales. También había aumentado el ruido sobre el interior del edificio de piedra, donde ahora era casi tan atronador como en el anexo de madera. Dupin se levantó y se dirigió a la puerta. Quería echar un vistazo fuera, sin haber recapacitado en las consecuencias. «¡No haga eso!», le gritó Solenn Nuz en el último momento. Lo dijo cordialmente, pero la escena fue penosa. Dupin recordó cómo había entrado Anjela Barrault en el bar… Y comprendió lo que pasaría si entraba una ráfaga de viento por la puerta abierta. Se acercó a la pequeña ventana que quedaba a la derecha y miró fuera. No vio nada. Ni un fragmento de mundo. Nada. Solo un agujero negrísimo. La vista no alcanzaba más allá de unos pocos centímetros. Al fijarla en el cristal, daba la impresión de que en el exterior hubiera alguien regando la ventana con una manguera a presión: el agua caía a chorros. Dupin nunca había visto una tormenta tan fuerte. Estaban a merced del temporal, protegidos únicamente por unos viejos muros. El ambiente había cambiado, la tempestad destrozaba los nervios. En las mesas se oían pocas voces y conversaciones. Incluso los arqueólogos marinos, que al principio eran los más alegres con diferencia, se habían calmado considerablemente. Los habitantes de aquel pequeño mundo eran los únicos a los que no parecía afectarlos, sobre todo a Solenn Nuz.
Habían juntado unas cuantas mesas cuadradas para poder sentarse todos juntos. Estaban muy estrechos. A la derecha de Dupin, Solenn Nuz, con Leussot al lado. A la izquierda del biólogo marino, Anjela Barrault, con Le Ber al lado. Casi enfrente, la señora Menez y Louann Nuz. Delante, Muriel Lefort y, al lado, Tanguy y Philippe Coz.
—¿Qué son esos golpes?
Se notaba que Le Ber estaba tenso.
—Cuando hay tormentas tan fuertes, a veces ocurren cosas extrañas —dijo Leussot sonriendo con sorna.
—Es la mano codiciosa de Groac’h, que llama a la puerta. —Kilian Tanguy, que de repente hablaba en un tono descarado que no parecía propio de él, se sumó a la diversión—. O la llamada que precede a la voz ancestral de un ser invisible. Si pronuncia tu nombre, no tienes elección. Te lleva a la bahía de los Difuntos. Allí, en las profundidades del mar, te espera una barca que parece muy cargada, pero está vacía. La barca de los muertos que esperan iniciar la travesía. Se iza una vela por arte de magia y tú te encargas de poner rumbo a la isla de Sein. Las almas desembarcan en cuanto llegan a la isla. Es posible que te permitan regresar con tu familia. El recuerdo se convertirá en una sombra, pero nunca serás el mismo.
Tanguy hizo una mueca, abrió mucho los ojos y prosiguió.
—Y ese sería un destino feliz. Si tienes mala suerte, quien llama es el tenebroso Ankou, el mensajero de la muerte, el guardián de los camposantos, un esqueleto envuelto en un manto negro, que empuña una guadaña. En noches como estas se oye chirriar el carro en el que recoge a los muertos.
Leussot y Tanguy actuaban como un dúo tétrico.
—O son los propios muertos, las almas perdidas, que te llevan astutamente al otro lado de la luz. En noches de tormenta fingen ser marineros en apuros para atraer a los vivos al mar.
Dupin conocía esas historias, no todas (eso era imposible), pero sí muchas. Se contaban en el tormentoso fin del mundo desde hacía siglos, milenios, y seguían siendo «reales». Ni la cultura romana, ni la cristianización, ni la Edad Moderna, la Ilustración o cualquier otra innovación pasajera habían conseguido cambiarlo. Los grandes Festivals Paroles, en los que los narradores recitaban dramáticamente antiguas epopeyas, sagas, mitos y leyendas, estaban en auge desde hacía unos años. Pocas cosas había más típicas de los bretones que las leyendas, pero Dupin creía que la forma maravillosa que tenían de suavizar el horror de esas historias en la vida aún era más típico de ellos. Encontraban ritos prácticos y muy suyos (a menudo, deliciosos) para suavizar el espanto e integrarlo en la vida. Por ejemplo, el día de Todos los Santos preparaban crepes, muchísimas, para las almas perdidas.
Se notaba que a Le Ber no le hacían mucha gracia esas historias. Philippe Coz también ponía cara de angustia… y Dupin tuvo que reconocer que, en lugares como ese y en semejantes circunstancias, esas historias afectaban mucho más que de costumbre.
Por suerte, Leussot cambió de tema.
—Cuando se haga de día veremos qué provoca ese ruido. No estamos en peligro, créannos. Es muy normal.
Lo dijo en serio, para tranquilizarlos, y Le Ber se relajó un poco, aunque no quedara claro a qué se refería exactamente con «muy normal».
Dupin había puesto muchas esperanzas en la idea de reunirlos a todos a una mesa. Sin embargo, las conversaciones se desarrollaban con muchísima lentitud. Mejor dicho, excepto por las intervenciones del dúo del terror, nadie había mantenido una conversación desde que se habían sentado juntos. De vez en cuando, alguien decía algo, pero nadie contestaba. La mayoría estaban callados, incluso los que normalmente hablaban mucho. Y Dupin no se veía en condiciones (ni físicas ni psicológicas) de efectuar una especie de «interrogatorio en grupo» ni de avivar la conversación. Había tenido una idea ridícula. Seguro que el silencio también se debía a que ninguno de los presentes sabía con qué intenciones los había reunido el comisario. Se había creado una situación artificial.
—¡Y Lucas Lefort quería construir un paraíso turístico aquí!
Leussot se echó a reír. Nadie lo secundó. El comentario sonó macabro.
—Mi hermano salió a navegar con una tormenta como esta —dijo de repente Muriel Lefort, sin patetismo.
Esa frase tampoco tuvo eco al principio.
—Ya van unos cuantos que zarparon en plena tormenta para llegar al continente. Creían que lo controlaban todo.
Era la primera vez que Anjela Barrault decía algo.
—Pero no les habían suministrado sedantes.
Leussot habló en tono agresivo. La mirada se le ensombreció un momento. Dupin recuperó la esperanza, había apostado precisamente por eso. Esperó. Pero no pasó nada. Leussot se controló y no dio la impresión de que alguien quisiera replicar.
—¿Cuántas veces ha ocurrido que alguien zarpara de aquí demasiado tarde?
Era consciente de que había formulado la pregunta con mucha torpeza. Sin embargo, no le importó. Quizá obtuviese algún resultado.
—La mayoría eran navegantes que hicieron escala en las islas con su velero y subestimaron la situación. Hace cinco años, un panadero de Trégunc que conocía muy bien el mar —explicó Tanguy, que parecía afectado—, mal asunto, hacía las mejores baguettes en kilómetros a la redonda.
—El caso más trágico fue el de la sobrina del director del Instituto, De Berre-Ryckeboerec. Se llamaba Alice. Hace tres años, con su marido. Recién casados. Y también —dijo Muriel Lefort mirando un momento a Solenn Nuz— Jacques, claro, hace diez años.
—¿La sobrina de De Berre-Ryckeboerec? —intervino Dupin.
—Sí. Fue un drama. Iba camino de convertirse en regatista profesional. Estaba muy preparada. Una gran pérdida. Nunca la encontraron.
—¿Nunca?
—Nunca.
—¿Cómo reaccionó el director?
—Era la hija de su hermano mayor. Creo que no estaban muy unidos. Me refiero a él y su hermano. Pero eso solo lo sabe él.
Muriel Lefort se esforzaba visiblemente por darle información precisa.
Dupin esperó que la conversación continuara.
En vano.
—Gracias a todos. Ha sido una conversación realmente… interesante.
No servía de nada. Dupin no podía más. Y no quería continuar. Eran las once y media. Y se había bebido cuatro vasos de vino. Y la mitad del que Le Ber le había servido, a pesar de haberlo rehusado con la mirada, y que todavía estaba en la mesa.
Además, aún tardarían en irse a la cama… donde fuera. Lo más probable era que todavía tuvieran que prepararles el alojamiento. Y se verían obligados a adentrarse en la tormenta. Cien metros, eso era seguro.
Por lo visto, a los demás, incluidos Le Ber y Philippe Coz, el final de la reunión les pareció muy brusco, se los veía indecisos, sin saber qué hacer. Anjela Barrault y Solenn Nuz fueron las únicas que se levantaron sin titubear.
—Buenas noches a todos —dijo Dupin, y luego se dirigió a la señora Lefort—. Le agradezco que nos deje el apartamento.
—No se preocupe, lo hago con mucho gusto. Aunque puede que estén un poco estrechos.
—Nos las arreglaremos.
Dupin no estaba tan relajado como podría parecer por la respuesta que acababa de dar. La idea de que seguramente tendría que dormir en la misma habitación que Le Ber y Philippe Coz lo horrorizaba.
Muriel Lefort intentó esbozar una sonrisa. Dupin ni siquiera se tomó la molestia.
El comisario Dupin estaba en la cama. Para ser exactos, estaba en una cama plegable de aluminio, de apenas medio metro de ancho, que arrastró hasta colocarla junto a la puerta de entrada. Se tapó con dos toallas de playa grandes. Philippe Coz, «vestido y listo para entrar en acción», como él mismo dijo, y calado hasta los huesos, dormía en la diminuta habitación de la buhardilla, en la única cama de verdad que había. Le Ber se había acostado en el sofá, frente a la ventana panorámica.
Dupin colocó la cama plegable lo más lejos posible del sofá. La distancia no era muy grande, pero no importaba: no oiría los ruidos que pudiera hacer Le Ber mientras dormía porque la lluvia y el viento seguían azotando con muchísima violencia las persianas y el estruendo era infernal. Aborrecía compartir habitación desde niño, cuando iba de colonias cerca de Chartres. O cuando visitaban a la familia en las montañas del Jura, en un poblacho minúsculo, y tenía que dormir con sus primos. Tres chicos (muy simpáticos en el fondo) de todas las edades y él repartidos en dos camas. De ahí le venían las manías, seguro.
Aún tenía el pelo mojado. También el polo, pero no le apetecía quitárselo, ya se había sentido bastante incómodo quitándose los pantalones y poniéndolos a secar encima de una silla. De todos modos, lo que le preocupaba de verdad era su libreta de notas roja. Estaba demasiado cansado para examinar la magnitud de los daños causados por el agua. Pero no tenía buena pinta. El Petit indicateur des marées aún estaba peor, chorreando.
Evidentemente, cuando se atrevieron a salir del Quatre Vents (ellos tres, la señora Lefort y la señora Menez) para recorrer los cien metros que los separaban de las casas, se mojaron. Fue una locura. Avanzaban en fila india, uno detrás de otro, muy pegados para no perder el contacto. Muriel Lefort iba en cabeza porque conocía mejor el camino. Tardaron cinco minutos en cubrir la pequeña distancia. A los pocos segundos, la lluvia, empujada por el viento, había empapado incluso la ropa más gruesa. Y no solo la lluvia. Después de avanzar uno o dos metros, Dupin se dio cuenta de que el agua que le corría por la cara y la boca tenía un sabor salado. La espuma del oleaje se pulverizaba y se mezclaba con la lluvia. Seguro que había olas de metros. Dupin se alegró de no poder verlas.
Eran las doce y media y, aunque estaba agotado, no se hacía ilusiones, sabía que tardaría en dormirse.
No paraba de pensar en el día. En esos momentos le parecía el más largo de su vida. Y sobre todo en la cuestión de qué pasaba con Menn. Y en el fracaso absoluto de la reunión en el Quatre Vents. De vez en cuando veía delfines, pero a esas alturas le daba la impresión de que ese episodio era irreal. De pronto le vino una cosa a la mente. Se acordó de un detalle de la reciente conversación; antes no le había parecido importante, pero entonces le dio que pensar. Solo era una idea, todavía imprecisa y vaga. Una simple conjetura. Pero no lo dejaba en paz.
Los pensamientos de Georges Dupin se fueron volviendo cada vez más intrincados e incoherentes.