El aire parecía totalmente quieto, ni siquiera se notaba la brisa del Atlántico, siempre presente. En cambio, hacía más calor que la víspera. Las islas tardaron en materializarse ante sus ojos y lo hicieron como si surgieran de la nada. Curiosamente, todas a la vez. En el último momento, justo antes de estrellarse contra ellas.
A Dupin lo asaltó por un instante una sospecha vaga, pero la apartó de su cabeza enseguida. Estaba ocupado repasando mentalmente las conversaciones del día. Y también pensó otra vez en los delfines.
Pasaron junto al largo banco de arena de la isla de Guiriden. En su opinión, era la más asombrosa de todas las Glénan. Con marea alta, no era más que unas rocas, un poco de tierra y vegetación alrededor: unos veinte metros cuadrados. Luego, con marea baja, se veían de repente doscientos o trescientos metros de un banco de arena deslumbrante. Una arena blanca, increíble, que descendía suavemente formando lagunas que parecían caribeñas. Era fantástico. Tal como se lo había contado Henri el año anterior en la que había sido su única excursión a las Glénan hasta ese momento. Henri lo convenció para pasar el día en su lancha nueva, una Antares 7.80, de lo que Dupin se arrepintió colosalmente por muy bien que se estuviera en Penfret. Pero ¡esa arena no era normal! ¡Era arena de coral! No era una típica exageración bretona, como creía Dupin. Era arena coralina de verdad. Y en toda Europa solo se encontraba en las Glénan. Nolwenn había insistido también en explicárselo más de una vez. La arena del archipiélago estaba compuesta por esqueletos calcáreos de corales, que se habían desintegrado a lo largo de millones de años. Blanquísima y fina, pero compacta, nada polvorienta. Recordó las palabras de Nolwenn: «No tiene nada que ver con la arena… Son trocitos cristalinos de coral». Naturalmente, la arena bretona no era en general una arena ordinaria, una arena vulgar proveniente de cualquier roca común; no, la arena bretona era en su mayor parte «puramente» de granito. Arena que se había desprendido de las imponentes formaciones graníticas de la costa. Y si lo de los corales ya sonaba espectacular, aún era mejor la explicación: la arena o los corales no habían sido arrastrados hasta allí, sino que, antiguamente, allí crecían corales grandes y magníficos en amplias zonas. Precisamente allí… como si la Bretaña estuviera en el trópico. No era una broma, una metáfora ni una analogía. Era la realidad. Dupin recordó la primera vez que Nolwenn se lo explicó con orgullo: «Durante mucho tiempo disfrutamos de un paisaje exótico tropical, estuvimos en el corazón del trópico». A él le pareció demasiado curioso como para no echarse a reír. Nolwenn se dio cuenta, le dirigió una mirada de indignación y contraatacó con un discurso mucho más serio sobre geología. La posición del eje de la Tierra se había desplazado drásticamente y, con él, las zonas climáticas. ¡Por eso allí había auténticas playas tropicales! Al menos en el pasado. A ojos de Dupin, los bretones tenían una relación muy especial con el tiempo, con el pasado, incluso con el pasado muy lejano. Y eso significaba ante todo que, para ellos, no existía el pasado. No había pasado. Nada había pasado. Todo lo que había pasado era también presente y permanecería siempre. Eso no implicaba que le quitaran importancia al presente; al contrario, lo hacía aún más inmenso. Dupin tardó en entenderlo. Pero finalmente descubrió que la verdad que eso encerraba era muy tranquilizadora. Y si querías apañártelas en el «fin del mundo», no podías olvidar esa verdad.
La Luc’hed navegaba a poca velocidad por la Chambre. Pronto divisarían el muelle de Saint-Nicolas, las horrorosas casas triangulares, la vieja granja de la escuela de vela, la escuela de submarinismo y el Quatre Vents. El capitán atracó y Dupin se puso en camino hacia la «central de operaciones».
—¿Qué hay, Le Ber?
El inspector estaba en la misma mesa en la que se habían reunido el día anterior. Concentrado en su libreta de notas, en la que también había varias hojas DIN-A4, no vio venir a Dupin. Se incorporó súbitamente y miró un poco avergonzado el gran plato que había en la mesa, con escasos restos de un bogavante. Al lado, dos botellas de agua y varios vasos. También una copa de vino vacía.
—Hay que beber mucho con este tiempo. He hablado con la señora Nuz y la señora Lefort. Y con la señora Menez. —En voz más baja, añadió—: Acabo de comer.
—Muy bien, Le Ber. Yo voy a hacer lo mismo.
Dupin casi estaba eufórico por tener tierra firme bajo los pies.
Le Ber empezó a contarle las novedades.
—Han denunciado la desaparición del médico de Sainte-Marine que la otra noche se pasó un momento por el Quatre Vents. Devan Menn…
—¿El doctor Menn ha desaparecido? ¿Devan Menn?
El buen humor de Dupin desapareció repentinamente.
—Su mujer lo ha denunciado hace una media hora a la policía.
—Mierda.
—Esta mañana ha salido de casa hacia las ocho para hacer unos recados. Quería ir al banco en Quimper, como casi todos los martes por la mañana, si no tiene pendiente ninguna visita urgente a domicilio. Había quedado con su mujer a las doce. Y siempre es muy puntual. Su mujer está muy preocupada.
—Aún no son ni las dos. No hay motivos —dijo Dupin titubeando— para creer que le ha pasado algo malo.
—A mí me da mala espina.
—Puede que le haya surgido una emergencia médica, de uno de sus pacientes. Algo muy urgente… y no ha tenido tiempo de avisar. Es médico.
No se lo creía ni él. A decir verdad, compartía la opinión de Le Ber. Seguro que existían posibles explicaciones y el médico podía reaparecer en cualquier momento, pero su desaparición era una casualidad muy grande, dadas las circunstancias.
—¿Y el desaparecido de la isla de Les Moutons, el pescador?
Dupin no se había acordado de él en toda la noche ni en toda la mañana. No volvió a acordarse hasta que pasó en la patrullera por delante de la solitaria isla.
—Sin novedades. Hemos investigado si tenía alguna relación con las Glénan, si venía a veces y si tenía relación con los tres muertos: nada. Al parecer, siempre navegaba entre Les Moutons y el continente, generalmente cerca de la costa. Su mujer no recuerda que hubiera venido a las Glénan en los últimos años. Y tampoco sabe nada de Lefort ni de ninguno de los otros dos.
—Qué raro.
Le Ber lo miró inquisitivamente.
—Quiero decir que es una coincidencia muy extraña: el momento, la proximidad al lugar del crimen.
—Pero no hemos podido relacionarlo. Y hubo una tempestad muy fuerte. En esos casos, no es extraño que desaparezca alguien.
Le Ber tenía razón. Dupin llevaba casi cuatro años allí, pero le seguía resultando inquietante: en el Finisterre, la estadística de «ahogados o desaparecidos en el mar» superaba con mucho el número de asesinatos. Todos los bretones de la costa conocían alguna historia de ahogados en su entorno más próximo.
—¿Qué extensión tiene Les Moutons?
—Es muy pequeña. Una isla principal de unos doscientos metros de longitud y un islote de unos treinta metros. Y muchas rocas.
Dupin no siguió el hilo de la conversación. Estaba pensando. Le Ber malinterpretó el silencio.
—Si la pregunta es si hay ovejas, la respuesta es «no». Los marineros llaman moutons, «ovejas», a las crestas blancas de las olas… y en la isla abundan.
No era eso en lo que Dupin estaba pensando.
—Volvamos al doctor Menn. Quiero que inicien la búsqueda. Tal vez encontremos su coche. Tiene que haberlo dejado en algún sitio.
Algo se había puesto en marcha.
Le Ber respiró hondo.
—Esto nos lleva directamente al meollo del caso.
Lo dijo como sin darle importancia, un poco ausente. En momentos así, Nolwenn lo llamaba «el druida». Si el lado «místico» de Le Ber contrastaba graciosamente con su aspecto físico, con su cara de pillo y su juventud (poco más de treinta años), aún encajaba menos con su nuevo peinado, elegante y corto. En comisaría especulaban sobre si sería el peinado de boda. Le Ber se casaba dentro de dos semanas con la preciosa hija de un fantástico pescadero del mercado de Concarneau. La novia trabajaba con su padre en el puesto. A Le Ber lo volvían loco los langostinos, los medianos de Guilvinec, los «mejores del mundo». Hubo una época en que los compraba casi a diario a la hora de comer. Llegó al extremo de comprar tantos que tenía que repartirlos generosamente en comisaría y, claro está, sus compañeros sumaron dos más dos.
—Hay que hablar con la mujer de Menn. Quiero saberlo todo sobre la relación que tenía con Lefort, Konan y Pajot, con pelos y señales. ¿Quién puede ir a verla?
—Coz y Bellec, los dos compañeros de Concarneau, están en las islas hablando con los últimos alumnos de la escuela de vela y la de submarinismo que estuvieron anteanoche en el Quatre Vents.
—Mande a Bellec. Esto es más importante.
Bellec no perdió el tiempo. Se puso inmediatamente manos a la obra.
Dupin estaba muy inquieto. Si la desaparición de Menn tenía relación con el caso, ¿qué significaba? ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿Era otra víctima o el asesino que huía? No sabía lo que había sucedido en ese minúsculo rincón del mundo, pero tenía la sensación de que estaba relacionado con sus habitantes y los que lo frecuentaban. Ahí encontraría la solución. Había que observarlos atentamente.
—¿Qué hay de Labat y el Instituto?
—De momento, nada concluyente. Labat ha llamado hará una media hora. Han encontrado los primeros documentos y archivos informáticos que tienen algo que ver con Medimare. Pero no será fácil extraer la información útil. Por cierto, la prensa se ha enterado de la operación; el Télégramme y el Ouest-France lo publican en grandes titulares en sus páginas web. También han dado la noticia por radio. El director está que trina.
—Quiero que examinen especialmente los documentos de todos los negocios relacionados con las investigaciones de Leussot. Hablen también con los investigadores que tengan algo que ver con él.
—Se lo diré a Labat.
—¿Y la sede de Medimare en París? ¿Han encontrado algo?
—Tampoco hay nada revelador. En principio, además del gerente, en la empresa solo trabajan un científico y una secretaria. Los compañeros están hablando ahora con ellos.
—Hay que examinarlo todo, el estado y los movimientos de cuentas. También las del director, incluidas las particulares… lo antes posible.
—Nolwenn conseguirá la autorización. La tigresa.
Dupin sonrió. Sí, Nolwenn lo arreglaría. Aunque eso le diera más disgustos.
—También quiero información sobre las cuentas del alcalde de La Fôret-Fouesnant.
—¿Alguna sospecha? Ni siquiera Nolwenn lo conseguirá sin una buena justificación.
—Pero pronto tendremos los extractos de todas las cuentas bancarias de los tres muertos, ¿verdad?
—Nolwenn está en ello.
—Quiero saber si constan transferencias a alguien de las islas, tanto de cuentas de las empresas como particulares. A quien sea. Y la cantidad que sea.
Dupin sacó la Clairefontaine y vio que ya había llenado de anotaciones tres cuartas partes de la libreta.
—Bueno, veamos: a Leussot, al alcalde, a Menn, al director del Instituto… —Dupin pasaba las hojas muy deprisa—. También a Tanguy. Y a la señora Menez, Muriel Lefort y Solenn Nuz.
—¿A la señora Lefort y la señora Nuz?
—Sí, a todos.
—Entonces no se olvide de las hijas de Solenn Nuz. Y del suegro.
—Cierto. Y quiero saber qué proyectos presentó Lefort oficialmente para la remodelación de las Glénan… y si es que en realidad presentó alguno. También la documentación que haya respecto al consistorio. Opiniones, vetos… Hay que examinar las actas. Y también quiero saber si alguien más ha presentado proyectos para las Glénan en los últimos diez años.
—Me encargo yo, jefe.
—Prefiero tenerlo conmigo.
Dupin era consciente de que eso había sonado un poco raro.
—Usted y yo tenemos que hablar largo y tendido con toda la gente de aquí. Hay que averiguar qué relación tenía cada uno exactamente con los tres muertos. Necesito saber con más detalle cómo está cada uno con cada cual. Quiero formarme una imagen precisa de este mundo.
—De acuerdo.
Dupin se levantó.
—Un par de cosas más, señor comisario. No hemos podido averiguar dónde estaba Pajot anteanoche, nadie lo vio. Supongo que se quedó en el yate… Pero ya sabemos cuándo llegaron los tres supuestamente a las Glénan. El domingo a las 17 horas. El Bénéteau atrajo miradas de envidia y los propietarios de otros dos yates lo recuerdan. También he conseguido hablar con la novia actual de Lucas Lefort. No ha sido fácil localizarla. Trabaja en Brest, en un spa de lujo. Talasoterapia y esas cosas. Funny Daerlen, holandesa. Como es lógico, se había enterado del suceso, pero estaba sorprendentemente serena. Solo hacía dos meses que se conocían. Lo cierto es que iba a pasar el fin de semana con Lucas Lefort, pero él canceló la salida al ver que no haría buen tiempo. El día anterior, el jueves. Por lo tanto, los tres salieron a navegar sin planearlo mucho.
—¿Funny Daerlen?
—Sí.
—¿Funny? ¿Como «divertido» en inglés? Es una broma, ¿no?
—No.
La valoración que Muriel Lefort había hecho de esa «relación» parecía ser correcta. La señorita Daerlen no era una persona muy importante para su hermano, solo un «divertimento». La vida estaba llena de casualidades.
—No sabía que Lucas Lefort hubiera tenido una disputa últimamente. Pero lo más probable es que fuera una de esas relaciones en las que no se habla de esas cosas. La última vez que se vieron fue el martes por la noche, en la casa que Lefort tenía en Les Sables Blancs. Dice que estaba de muy buen humor. Le contó que se había comprado un loft en Londres.
—¿En Londres?
—En South Kensington, Chelsea. Donde los ricos compran propiedades inmobiliarias por miedo a la crisis. Ahora también lo hacen los franceses… Es perverso.
Esa era una expresión muy fuerte en boca de Le Ber. La idea de que Lefort planeara «emigrar» metódicamente no encajaba en la imagen que Dupin se había formado de él. En realidad, no le parecía que fuera una persona especialmente sistemática. No veía nada muy racional en su forma de proceder.
—La mujer del alcalde es londinense. Tiene una casa en South Kensington.
—¿Cómo dice?
—Lo descubrimos anoche casualmente al interrogar a Du Marhallac’h —lo dijo como si nada, pero después Le Ber endureció el tono de voz—. Si poseen una residencia en Inglaterra, no tienen que pagar un céntimo de impuestos sobre sus rentas. Actualmente hay cuatrocientos mil franceses «viviendo» en Londres. ¡La sexta ciudad más grande de Francia! Muchos de ellos se ganan aquí la vida y ocultan sus bienes de esa manera. Realmente perverso.
Dupin comprendía la ira de Le Ber, pero se obligó a volver al tema.
—¿Qué relación puede haber?
—De momento, ninguna.
—Hasta ahora. ¿Ha averiguado alguna otra cosa interesante de… Funny, Le Ber?
—No.
—Creo que tendré que hablar con la señora Barrault.
—Pero ¿no iba a comer algo, señor comisario?
Cierto. Tenía que comer algo urgentemente. Y necesitaba un café.
—Pediré un bocadillo. ¿Le Ber?
—¿Sí, señor comisario?
—¿Sabía que esto está lleno de delfines? Acabo de ver unos cuantos.
—Sí, les gustan las Glénan. ¿Quiere que vaya a buscarle el bocadillo, jefe?
—No hace falta. Voy yo. Puede que vea a Solenn Nuz.
Dupin dio unos pasos en dirección al bar, se detuvo y volvió atrás. Le Ber ya se había levantado.
—Le Ber, mientras podamos, será mejor que no hagamos pública la desaparición de Menn.
—Bien. Si hay novedades, le paso aviso inmediatamente.
No había nadie en el bar. Todos los clientes estaban fuera, disfrutando de un sol magnífico. La hija mayor, Louann, que estaba en la barra colocando vasos, sonrió al verlo entrar.
—Mi madre no está.
Dupin volvió a asombrarse (a sobrecogerse, casi) ante el parecido de las tres mujeres.
—Un café y un bocadillo, por favor.
—¿Queso? ¿Jamón? ¿Paté? Hay paté de caballa, de cangrejo, de centollo y de vieiras.
—De vieiras.
—De acuerdo.
—Primero el café.
La chica sonrió y se puso manos a la obra. Mientras oía el maravilloso borboteo de la cafetera le sonó el móvil. Era Goulch.
—Hemos recuperado el yate, señor comisario. Ha sido más fácil de lo que creíamos. Ahora está en dique seco en Concarneau. —La voz de Goulch subió un poco de tono—. El Bénéteau tiene instalados aparatos muy caros de alta tecnología, un pequeño arsenal tecnológico: un sónar muy superior a los normales, un detector de metales para fondos marinos y una cámara láser submarina.
—¿Qué? —dijo Dupin sobresaltándose. Estaba seguro de entender el significado de todo eso, pero la información lo pilló desprevenido—. Un momento.
Salió del bar y volvió a la mesa a la que se había sentado antes. Le Ber ya se había ido.
—¿Cree que lo habían equipado para buscar tesoros?
—No cabe duda de que se trata de equipos especiales para explorar el fondo marino… y no solo la superficie. Las ondas acústicas de ese sónar atraviesan incluso capas de arena de dos o tres metros de grosor. Son aparatos caros. Muy profesionales.
—¿Algo más?
—¿A qué se refiere?
—En el yate. ¿Alguna pista? ¿Algo que llamara la atención?
—Hasta ahora no. Evidentemente, está todo mojado, incluso la bodega.
—¿Mapas, cartas de navegación?
—Hoy en día todo funciona con cartas digitales. La navegación… —Goulch se interrumpió—. ¿Se refiere a mapas donde pudiera haber determinados puntos marcados en el mar?
—Sí.
—De momento no hemos encontrado nada. Seguramente se habrán perdido muchas cosas que el agua arrastró en el accidente o tras él.
—¿Esos yates tienen caja negra? ¿Podemos ver dónde estuvieron el fin de semana? Antes de venir a las Glénan, quiero decir.
—Solo los barcos grandes. Podemos hacer una cosa, aunque con pocas probabilidades de éxito: mandar un mensaje de radio a través de todas las frecuencias de emergencia que hay en esta zona marítima y preguntar si alguien vio el Bénéteau el fin de semana. También podemos pedir información por medio de la prensa y las emisoras de radio.
—Muy bien, Goulch.
Louann Nuz apareció en la puerta del Quatre Vents, se acercó con el bocadillo y el café, lo dejó todo en la mesa con celeridad y se marchó.
—Lo llamaremos si hay novedades.
—Bien.
Dupin colgó.
No tenía muy claro qué podía hacer con la nueva información. Le parecía que estaba inmerso en una estrambótica novela de aventuras, en un cómic de Tintín. Siempre los leía cuando no conseguía dormir. Le encantaban las historietas de Tintín. ¿Sería posible que el triple asesinato a sangre fría tuviera algo que ver con un tesoro? ¿Un barco antiguo que se hubiera hundido con oro, plata y piedras preciosas a bordo? ¿Los fallecidos seguían la pista de un tesoro y alguien se enteró? O al revés, que los tres quisieran arrebatárselo a alguien… Por muy fantasioso que sonara (y eso en la Bretaña no significaba nada), le pareció muy realista en esos momentos.
Se levantó bruscamente, se pasó la mano derecha por el pelo y la dejó quieta al llegar a la nuca. Tenía el ceño muy fruncido y la cabeza agachada. Cuando adoptaba esa postura, los inspectores que estaban a sus órdenes se apartaban con la mayor discreción posible y se ponían a salvo.
Necesitaba moverse. Pensar. Asió la taza con la mano izquierda, se bebió el café de un trago, cogió el bocadillo y puso rumbo a la playa del extremo opuesto de la isla.
Las cosas tomaban un cariz que no le gustaba. Tres víctimas que, por lo visto, tenían al menos media docena de enemigos, y cuatro motivos de mucho peso para cometer un asesinato (aunque alguno tal vez pareciera un tanto exótico, todos tenían un potencial tremendo): la ampliación de la escuela de vela y la disputa por su «espíritu», un asunto de mucho dinero y también de valores; el desarrollo turístico de las Glénan, en el que entraban en juego tanto el dinero como los grandes ideales; los negocios con licencias de Medimare, en torno a los cuales seguramente también se movían enormes sumas de dinero… y tesoros marinos que probablemente valían millones.
Ridículo. De momento, la búsqueda en esas direcciones no había dado ningún fruto. Y el caso empeoraba: ahora había además dos desaparecidos. Y una llamada anónima de alguien que tal vez volviera a dar señales de vida (en el fondo, eso era lo que Dupin esperaba, en cierto modo). Nunca había tenido que resolver un caso en el que hubiera tantos motivos posibles.
Sin apenas darse cuenta, bajó a la playa por unos tablones de madera y la recorrió hasta la punta oeste de la isla, que ahora, con la marea alta, estaba a menos de cien metros de distancia. Se detuvo delante de un cartel, claramente provisional, fijado en un simple palo que habían clavado en la arena en medio de la nada. En él se veía una mano que tiraba una botella de vino en un paisaje perfilado a grandes rasgos, tachada con una cruz roja inmensa. Tardó un instante en comprender. Era un aviso de «Prohibido tirar basura», simbolizado por la basura más habitual en las islas: botellas de vino vacías.
A mano izquierda vio uno de los célebres campos de narcisos de los que todo el mundo, Nolwenn incluida, hablaba tan bien y tan a menudo. Formaban parte del orgullo regional de Cornualles (como cientos de cosas más). Esos narcisos de color amarillo claro o blanco crema, de una altura inferior a veinte centímetros (Dupin pensó lo mismo el año anterior cuando estuvo en Penfret: eran muy poco llamativos) fueron clasificados por primera vez a principios del siglo XIX, y en los ciento cincuenta años siguientes dieron lugar a un acalorado debate de datos botánicos y genealogías, hasta que se constató, faltaría más, ¡que eran únicos! Solo existían en las Glénan y eran una especie única: ¡los narcisos de las Glénan! Tras unas décadas de estar en peligro de extinción, los plantaron en varias islas, en campos protegidos como reserva natural estricta, donde florecían de maravilla. Doscientas mil flores protegidas por una asociación independiente: la Asociación por la Prosperidad del Narciso de las Glénan. Estaban especialmente orgullosos del «misterioso origen». En teoría, nadie sabía con exactitud de dónde procedían, aunque se había demostrado que los habían introducido los fenicios, que los consideraban medicinales. Naturalmente, un «origen misterioso» era más interesante. Y más bretón. Florecían a lo largo de tres o cuatro semanas, a finales de abril y principios de mayo, y creaban verdaderos campos de color blanco amarillento. Dupin tuvo que reconocer que, a diferencia de lo que ocurría con las insignificantes plantas sueltas, semejante abundancia era impresionante.
Le dio un mordisco al bocadillo. Casi se le había olvidado. Igual que el día anterior, que iba de un lado a otro con el bocadillo en la mano, hasta que, sintiéndose ridículo, lo tiró disimuladamente al mar. Pronto se demostró que había cometido una imprudencia: una gaviota (un gavión atlántico, para más señas) apareció al instante y se lanzó sobre el bocadillo. Al cabo de unos segundos, había una verdadera bandada revoloteando inquieta, agresiva, lanzando chillidos… y Dupin tuvo que alejarse a toda prisa.
Anjela Barrault llevaba un traje ceñido, de color azul opalino con visos metálicos. Dupin nunca había visto un traje de submarinismo como ese: las mangas de neopreno parecían unirse sin costuras a los guantes, la cabeza era lo único que no le cubría, porque se había bajado la capucha, que se le ajustaba al cuello como un cuello de cisne. Llevaba un cinturón negro ancho a la altura de las caderas, con mosquetones grandes y pequeños. No era muy alta, parecía más bien menuda, a pesar del traje, y tenía el pelo rubio, cortado a media melena y muy revuelto, con mechones de tonos y matices muy diferentes, desde un rubio miel oscuro hasta un rubio escandinavo de un frío tono ceniza.
Dupin estaba un poco avergonzado. Le pareció que la había mirado demasiado rato y demasiado hondo a los ojos cuando se saludaron. Tenía los ojos del mismo color y con el mismo brillo que el traje de submarinismo que llevaba. Estaba muy morena. En su cara se dibujaba una sonrisa picarona y a la vez muy franca. Tendría unos cuarenta y pocos años y era enormemente atractiva. Dupin desvió la mirada a un lado y la fijó en su pelo. De ese modo no parecía tan maleducado, puesto que no hablaba con ella sin mirarla, pero tampoco corría el peligro de caer en el hechizo de sus ojos.
—Ya se lo he dicho, venga conmigo.
A Dupin no se le ocurrió ninguna excusa convincente para decirle que no. Había decidido que ya bastaba de embarcaciones por ese día… En realidad, para todo el caso. Para todo el año.
—Yo…
—Páseme la botella.
El Bakounine, un viejo barco de pesca, estaba amarrado provisionalmente al final del muelle. La parte inferior estaba pintada de un rojo anaranjado luminoso y la superior, de azul claro, también deslumbrante. Eran los colores del mundo bretón que a Dupin tanto le gustaban: amarillo, verde, rojo, azul, siempre en tonos intensos, cálidos.
Anjela Barrault estaba a bordo del barco, que allí, en la Chambre, se balanceaba discretamente. Como la marea estaba alta, la cubierta quedaba casi a la altura del muelle, donde estaba Dupin, al lado de un montón de material de buceo: trajes, plomos, aletas, máscaras. Y una botella azul, que no acababa de hacer juego con el tono del traje, aunque se le acercaba sorprendentemente. Dupin se agachó y se la pasó con cuidado, impresionado por el peso. Entre el muelle y el Bakounine, entre él y la directora de la escuela de submarinismo, solo había una estrecha separación de dos metros de profundidad. Debajo murmuraba el Atlántico.
—¿Y estas cosas?
—Son para el otro barco —respondió señalando una embarcación amarrada a una boya, cerca del muelle.
—Tenemos varios.
Dupin seguía sin saber qué decir ni qué hacer.
—Voy a hacer la ronda. Tengo que ir a buscar a la gente y llevarla a Penfret. Vamos, venga conmigo.
Dupin dio un salto sin pensarlo dos veces. Anjela Barrault no esperó más, soltó con destreza las dos amarras y se dirigió al reducido puente de mando, donde había un timón enorme.
—Acérquese o no oiremos lo que decimos.
Antes de que Dupin pudiera reaccionar, se notó una vibración fuerte y se oyó el ruido ensordecedor de un motor diésel pesado. Los tubos de evacuación de popa expulsaban chorros de agua como surtidores. Dupin se arrepintió de haber saltado a bordo tan despreocupadamente. El Bakounine salió del muelle marcha atrás y a empellones. Dupin se acercó al puente con paso inseguro, la vibración del barco se le transmitía a todo el cuerpo. Le cohibió un poco meterse en el reducido puente de mando con la señora Barrault. Le daba la impresión de que el traje de buceo que llevaba tenía poco que ver con ir vestida.
—Así que ahora tiene que vérselas con toda la chusma de aquí, con los seres raros que habitan este archipiélago mágico.
Pronunció la palabra «mágico» con marcada ironía. A Dupin le costaba oírla, aunque estaba muy cerca de ella, justo en el quicio de la estrecha puerta, en el que se sujetaba fuertemente con los codos.
—No me gustaría estar en su pellejo, señor comisario.
Dupin se rió. Y le sentó bien.
Anjela Barrault estaba ocupada con la marcha adelante. Por lo visto, no era fácil de poner. Le dio un golpe fuerte al timón.
—Me encanta este barco, de verdad, pero se está haciendo viejo.
Dupin se obligó a concentrarse.
—¿Por qué «raros», señora Barrault? ¿A qué se refiere?
—¡Oh, a muchas cosas! Este rincón del planeta es una locura. El más bonito que conozco, pero duro. Muy duro. Estamos lejos del mundo, lejos de la civilización. Los dieciocho kilómetros que nos separan del continente, el mar quieto de hoy, la buena cobertura para móviles cuando hace buen tiempo, poder tomarse un café, una copa de vino, comer… Todo eso engaña. Esto no es tierra firme de verdad, aquí estamos en el mar.
Dupin pensó que Anjela Barrault hablaba como Leussot. Él también usaba expresiones parecidas. Claro que allí todos lo hacían cuando hablaban de las islas y de sí mismos.
—¿Y por eso la gente es «rara»?
—Sin duda. Pero… hay que ser un poco raro para venir aquí. Nadie viene sin motivo.
—¿Qué quiere decir?
Anjela Barrault se encogió de hombros.
—Cada cual tiene su historia, su experiencia, sus obligaciones, su motivo para estar aquí, en vez de en un sitio más confortable.
—Y… ¿eso podría desembocar en un asesinato?
—Claro que no. Mucho tendrían que torcerse las cosas. En realidad, aunque no lo parezca a simple vista, los caminos de la gente apenas se cruzan en las islas. En el fondo, aquí todo el mundo vive su vida, aunque sea al lado de los otros. No sabemos mucho de nadie, y menos de las cosas decisivas. ¿Entiende lo que quiero decir?
Aunque lo hubiera formulado de una forma un poco rara, Dupin lo entendía a la perfección. Coincidía plenamente con lo que él percibía.
—¿Se refiere a algo concreto que haya pasado aquí? ¿Algo que usted sabe o ha observado? ¿Algo que sospecha?
—No.
Fue un «no» claro y rotundo.
—¿Conocía personalmente a los tres muertos?
—A Pajot no lo he visto nunca. A Konan solo lo conocía de vista, venía con Lefort.
—¿Y a Lefort?
—Un idiota. Nunca me ha interesado.
Por algún motivo, el barco se inclinó un momento a babor de forma preocupante. Dupin perdió el equilibrio y Anjela Barrault lo sujetó por los hombros. Recuperó la estabilidad enseguida.
—¿Se relacionaba con él?
—No, no hablamos nunca. Solo nos saludábamos.
Dupin se sujetó al marco de la puerta con más fuerza que antes. Seguro que tenía una pinta curiosa.
—¿Sabe qué era lo que estaban rastreando?
Lo dijo de forma más directa de lo que pretendía. Anjela Barrault frunció el ceño. Lo entendió enseguida.
—Algunos de esos hallazgos suponen mucho dinero. Tendría que tomárselo en serio. Mucha gente se lo toma en serio.
—¿Sabe algo en concreto?
Entonces, Anjela Barrault se echó a reír.
—Si lo supiera, yo también participaría.
A Dupin le habría gustado saber por qué había fruncido el ceño.
—Usted… ¿Usted también busca tesoros?
—Soy instructora de submarinismo. Practico el buceo libre. Soy la directora del centro de submarinismo. Tenemos quince empleados y, en verano, doce más. La empresa es realmente grande.
—¿Y no busca tesoros?
—A lo mejor encuentro alguno por casualidad.
Otra vez se echó a reír.
Dupin estaba tan concentrado en la conversación y en mantener el equilibrio que tardó en darse cuenta de que se encontraban a quince metros escasos de una isla. Echó un vistazo alrededor.
—Drénec. Recogemos a un grupo de alumnos de buceo y después vamos a Cigogne. ¿Ve la antigua granja de piedra restaurada? —Señaló una isla con la cabeza—. También es propiedad de la escuela de vela. Drénec estaba habitada, aunque la isla no es muy grande. Siempre ha habido gente que quería instalarse, pero nadie se ha quedado nunca mucho tiempo.
Anjela Barrault redujo la velocidad. Dupin vio entonces a un pequeño grupo, seis, quizá ocho personas, esperando.
—Con mareas vivas realmente fuertes se puede llegar a pie desde Saint-Nicolas.
Dupin, asombrado, miró el agua con perplejidad. Y también hacia Saint-Nicolas. Aún no se había acostumbrado a que, allí, la división entre tierra y agua fuera tan inestable y poco clara. En ese momento, todo lo que los separaba de Saint-Nicolas parecía Atlántico.
—Con coeficientes enormemente considerables, de más de 115, se puede pasear casi por toda la Chambre.
Eso era un disparate. Dupin sacó del bolsillo el Petit indicateur des marées para consultar cuándo se darían esas circunstancias. Vio un montón de cifras y no entendió nada.
—Aunque ha ocurrido únicamente doce veces en los últimos cuarenta años. La marea viva de ayer solo alcanzó un coeficiente de 107.
—Entiendo.
—Por cierto, ahí enfrente hay una nave hundida a poca profundidad, los restos se pueden ver desde cualquier embarcación. Una nave magnífica. Un gran bergantín griego, el Pangolas Siosif. Murieron todos ahogados. Fue en 1883.
Dupin estuvo a punto de gritar: «¿Dónde?».
—Intentaron refugiarse aquí de una tormenta y eso fue precisamente su perdición. Así son las Glénan. Les ha ocurrido lo mismo a otros muchos. ¿Sabía que las almas y los espíritus de los ahogados se reúnen desde tiempos inmemoriales en la bahía de Trépassés, en la «bahía de los Difuntos»? Y una vez al año, el día de Difuntos, se deslizan en forma de espuma furtiva por las crestas de las olas. Pinceladas blancas. Se oyen gritos espeluznantes incluso muy lejos de la bahía.
Dupin no lo sabía. Pero era una buena historia.
Anjela Barrault hablaba mirando fijamente hacia delante. Empezó a maniobrar para hacer virar el barco. Seguían a quince metros de distancia de la playa, que allí también tenía un aire caribeño.
—Enseguida seguimos charlando. No tardo nada.
Dupin abandonó cautelosamente la postura que mantenía en el quicio de la puerta y buscó a tientas el pasamanos de la borda.
—Tengo que hacer un par de llamadas.
—Vaya ahí delante, se oye menos el ruido.
El motor estaba en punto muerto. El agua murmuraba plácidamente en los tubos de evacuación.
Anjela Barrault se dirigió a popa y abrió con mano experta una especie de compuerta que había en la borda. El grupo de submarinistas se había acercado bastante.
Dupin se situó en la punta de la proa. Detrás de él, la isla desierta de Quignénec, no muy grande con marea alta, y los dos islotes contiguos que cerraban la Chambre por el sudeste. Delante, el impresionante panorama de todo el archipiélago. Sacó el móvil.
—¿Le Ber?
—Jefe, he intentado llamarlo, pero no tenía usted cobertura. ¿Dónde está?
—¿Ha aparecido el doctor Menn?
—No.
—¿Cómo va la operación de búsqueda?
—Hemos transmitido su descripción por radio. Estamos removiendo cielo y tierra. Hemos hablado con su mujer y le hemos pedido que nos dijera todo lo que sabía. Lo de siempre. Dónde solía repostar, dónde se tomaba un café, dónde compraba el periódico, todo… Bellec y otro agente están recorriendo esos lugares.
—¿Y su relación con los tres muertos?
—Ha confirmado que era el médico de Lefort. Y recuerda que salió a navegar con él dos o tres veces el año pasado. La última vez, para la Transat Concarneau, el día que empezaba la regata. En abril.
Dupin se acordaba (sobre todo porque pasó unos cuantos días sin encontrar aparcamiento), era una de las grandes fiestas de la ciudad. No tan grande ni importante como el Festival des Filets Bleus, pero muy grande. Los días anteriores al inicio de la regata, la ciudad entera era una feria, con puestos y chiringuitos de lo más variado. En el muelle podían verse todas las que participaban y había grandes carteles en los que se presentaba a los tripulantes, verdaderos héroes. Cientos de banderines adornaban las calles del casco antiguo. Había mucho ambiente. La Transat era una de las regatas más duras del mundo: de Concarneau a San Bartolomé cruzando todo el Atlántico. Su característica más singular era que todos los participantes navegaban con el mismo tipo de velero, el equipamiento no suponía una ventaja para nadie. Le Ber lo explicaba siempre detenidamente y con todo lujo de detalles: un Figaro Bénéteau.
—Pero su mujer no cree que fueran muy amigos. A veces se desmarcaba totalmente de Lefort.
—¿En qué sentido?
—No aprobaba su conducta con las mujeres. Y también recuerda que hace poco tuvieron alguna desavenencia en relación con el nuevo proyecto de Lefort para las Glénan.
Interesante. Al parecer, excepto el consistorio, nadie conocía el nuevo proyecto, pero todo el mundo hablaba de él.
—¿Conocía el proyecto?
—Su mujer cree que sí, que Lefort se lo había explicado hace unos meses.
—¿Y qué le contó exactamente?
—No lo sabe.
—¿Y por qué su marido estaba en contra?
—Solo sabe que le preocupaba el aspecto ecológico.
—¿Y su relación con Konan y Pajot?
—No sabe si los conocía. O, en todo caso, no muy bien. Dice que su marido estaba muy nervioso desde ayer. Supuso que sería por la noticia de la muerte de Lefort.
—Nervioso… ¿hasta qué punto?
—Dice que estaba muy callado y no paraba de levantarse y ponerse a dar vueltas. Anoche intentó hablar con alguien por teléfono, pero no lo consiguió. La mujer no sabe con quién. Y, por lo visto, esta mañana se ha levantado muy temprano. A las seis. Una hora antes de lo habitual.
—Hum. ¿Algo más?
—No.
—Quiero saber con quién habló por teléfono el doctor Menn los últimos días y semanas, necesitamos los registros de llamadas de todos sus números.
—Habrá que asegurar que existe un riesgo inminente de destrucción de pruebas. De lo contrario, no conseguiremos la autorización a tiempo.
—Riesgo inminente, Le Ber. Por descontado.
—Bien. Ya he recibido el informe de los registros efectuados en las casas de los tres. También en los yates. Hasta ahora, no han descubierto nada especial. Pero se han llevado los discos duros de todos los ordenadores y los están analizando.
—¿No han encontrado nada en los yates? ¿Mapas, cartas de navegación? ¿Nada sospechoso?
—No. ¿Hay que buscar algo en concreto?
—Dígales que, si encuentran cartas de navegación, quiero verlas de inmediato. Quiero saber si uno de ellos o dos o los tres han navegado últimamente con mucha frecuencia en determinadas coordenadas. Ni idea de si descubriremos algo. Habrá que confiar en la suerte.
—Hoy en día todo el mundo navega con cartas electrónicas.
—Estoy al tanto.
—¿En serio cree que buscaban un tesoro?
—Creo cualquier cosa, por posible o imposible que parezca.
—Si los tres habían descubierto un barco hundido y no querían que nadie más lo supiera, seguro que actuaron con la máxima cautela.
Un fuerte chasquido sobresaltó a Dupin. Anjela Barrault había cerrado la compuerta de la borda y se dirigía de nuevo al puente de mando. En la parte de popa había mucho movimiento, los submarinistas guardaban sus cosas debajo de los estrechos asientos de madera.
—Lo llamo dentro de un rato, Le Ber. Estoy en Drénec.
—¿Y qué hace en esa isla? ¿No quería hablar con Anjela Barrault?
—Estoy en su barco.
—¿Vuelve a estar a bordo de un barco?
—Luego lo llamo, Le Ber —dijo, y estuvo a punto de colgar—. Espere un momento.
—¿Sí, jefe?
—¿Labat ha conseguido averiguar algo sobre la disputa entre Konan y el antiguo alcalde por el tema de no sé qué derechos de un rescate?
—Bellec lo ha preguntado en el ayuntamiento. No han encontrado documentos de ningún expediente al respecto. Y el señor Tanguy tampoco sabía a qué podía referirse Muriel Lefort con esa historia.
Dupin lanzó un profundo suspiro.
—Hasta luego, Le Ber.
El motor diésel volvió a arrancar, la fuerte vibración empezó de nuevo, Anjela Barrault puso una marcha y la embarcación empezó a navegar, primero lentamente y, después, cada vez a más velocidad.
Dupin volvió al puente de mando apoyándose en el pasamanos.
—¿Había cobertura?
—Sí.
—Aquí siempre es cuestión de suerte.
—¿Qué sabe de los negocios de Medimare con el Instituto, señora Barrault? ¿Y de los conflictos que Leussot y otros investigadores tienen con el Instituto?
—En realidad, nada. Solo sé que por ese motivo y algún otro, Leussot y Lefort se liaron a golpes una vez. Y también sé que el director del Instituto es un asqueroso.
—¿Se liaron a golpes? ¿Leussot se peleó con Lefort? ¿Una pelea violenta?
—Delante del Quatre Vents. Hará cosa de un año. Seguro que el alcohol ayudó lo suyo. Pero no sé nada más.
A Dupin le pareció que lo miraba con más picardía aún que antes.