Al entrar de nuevo en el Quatre Vents, notó el aire más cargado, más sofocante, con menos oxígeno que antes, y antes ya era escaso.
También tuvo una sensación de irrealidad: en el sitio en el que se había comido el mejor bogavante de su vida, en un ambiente casi de vacaciones, se había cometido con toda probabilidad un crimen espantoso. Esa fue una de las ideas que se le pasó por la cabeza. Por otra parte, cabía la posibilidad de que Konan y Lefort hubieran ingerido el tranquilizante después de salir del Quatre Vents; el asesino podía haberlo disuelto en las botellas de agua que llevaban en el yate, aunque era bastante improbable, porque le habría resultado muy difícil prever si se lo beberían y si lo harían en el momento «oportuno». Imposible calcularlo. Lo más seguro era que alguien les hubiera echado el sedante disimuladamente en la comida o en las bebidas que consumieron en el Quatre Vents. Y eso significaba que el asesino había estado allí anoche.
Le Ber y Labat aún no habían llegado. Solenn Nuz, que se encargaba de la cafetera con la mano izquierda mientras con la derecha servía vino (en la barra había una fila imponente de copas), levantó un momento la cabeza y le sonrió, dedicándole una mirada amistosa y comprensiva, como diciendo: «El trabajo…». Dupin recordó entonces que estaban charlando cuando Savoir lo había llamado. Por muy inoportuno que pudiera ser aquel momento, tenía que hablar con ella. En primer lugar. Ella y sus hijas sabrían mejor que nadie quién había estado la noche anterior en el Quatre Vents. A esas alturas, todos los clientes eran sospechosos. Necesitaba la lista completa lo antes posible.
Dupin se abrió paso entre las mesas y llegó a la barra.
—¿Es urgente?
—Por desgracia, sí.
A Dupin no le sorprendió que Solenn Nuz tuviera buen olfato para esas cosas.
—Venga conmigo.
Con un leve movimiento de cabeza señaló la cocina y dio media vuelta. Dupin la siguió. La hija mayor estaba vaciando el lavavajillas. En el fondo de la cocina había sitio incluso para una mesa y cuatro sillas, iguales que las de la terraza, aunque pintadas de color azul atlántico. El espacio era reducido, pero cómodo y acogedor. En la mesa había dos botellas de vino abiertas, unas cuantas copas medio llenas, media barra de pan y dos velas en sendas botellas de vino vacías. Solenn Nuz se quedó de pie junto a la mesa.
—Usted y sus hijas podrían… tendrían que ayudarnos. Necesitamos una lista completa y precisa de los clientes que estuvieron anoche en el Quatre Vents. Entre las siete y las nueve. Que no falte nadie. Y la necesitamos lo antes posible.
Dupin intentó decirlo en un tono tranquilo, formulando la petición como si fuera pura rutina, pero Solenn Nuz se dio cuenta de que algo había cambiado. Y mucho. ¿Qué podía decirle? No iba a disimular la urgencia solo para no despertar suspicacias.
—¿Cuándo podrá hablar con sus hijas?
A Solenn Nuz se le notó que tenía una pregunta en la punta de la lengua: ¿a qué venía todo eso? Pero no preguntó nada. Dupin se lo agradeció. Después de un breve silencio, la señora Nuz contestó en tono reflexivo.
—No conocemos a muchos de los clientes, por ejemplo, a los alumnos de la escuela de vela y de la de submarinismo. Algunos se dejan ver unos cuantos días seguidos, otros solo una vez. Tampoco a los que vienen en su propio yate, a los turistas de un solo día y demás.
—Preguntaremos en la escuela de vela y en el club de submarinismo.
—Es importante, ¿verdad?
—Sí.
—Mis hijas y yo haremos una lista lo más completa posible. También había muchos clientes habituales. Ya le he nombrado algunos.
—Es usted muy amable, señora Nuz. Y también me urge saber otra cosa: ¿recuerda usted, o sus hijas, qué comieron y qué bebieron Konan y Lefort anoche?
—¿Qué bebieron y qué comieron?
Solenn Nuz enarcó las cejas. Dupin comprendió que la pregunta, más clara todavía que pedirle una lista, revelaba que allí había gato encerrado.
—Exacto.
—Lo intentaremos, a ver si nos acordamos. Creo que Konan pidió bogavante. Pero no estoy segura.
—¿Y quién tiene acceso a las bebidas y a la comida?
—¿Quiere decir, aparte de nosotras?
—Sí.
—Preparamos la bebida detrás de la barra y después la ponemos en una bandeja, en la barra. La comida la sacamos de la cocina. A veces, la bandeja se queda un momento en la barra hasta que el cliente viene a buscarla, o se la llevamos nosotras a la mesa, si tarda mucho en acercarse a recogerla. En la barra siempre hay mucho jaleo. La gente se aglomera. Ya lo ha visto. No podemos controlarlo todo.
—Entiendo. Nosotros…
La hija pequeña entró de repente en la cocina.
—Lo busca un policía, un tal inspector Labat.
—Ahora mismo voy —dijo Dupin, y se volvió de nuevo hacia Solenn Nuz—. Le agradecería que empezara enseguida.
La señora Nuz puso cara de resignación por un momento. Dupin lo entendió. En el comedor había treinta clientes de buen humor, consumiendo alegremente: era la hora de la cena.
—Me pongo a ello enseguida —respondió, y, mirando a su hija pequeña, añadió—: Tenéis que arreglároslas solas unos minutos. Y luego venid aquí un momento. Las dos.
—Mil gracias, señora Nuz.
Dupin dio media vuelta y salió al comedor. Labat estaba esperándolo en la barra, con su típica expresión de urgencia y apremio en la cara.
—Tenemos que hablar, señor comisario.
Dupin estuvo a punto de echarse a reír. Teniendo en cuenta la nueva situación, la frase de Labat le pareció absurda.
Labat fue detrás del comisario, que pasó de largo por su lado y se dirigió a la puerta. Una vez fuera, siguió andando unos metros al mismo paso y no se paró hasta llegar a la gran pintura surrealista y naif, justo delante del pingüino. Aún no se había dado la vuelta cuando Labat abrió la boca.
—Sabemos casi con toda certeza quién es el tercer hombre. —Hizo una pequeña pausa teatral y luego declamó casi solemnemente—: ¡Grégoire Pajot! Un contratista de obras bretón, de Quimper, la sede de su empresa está actualmente en París, donde vive la mayor parte del tiempo. Tiene una casa en Bénodet. El yate del naufragio, el Conquerer, está registrado a su nombre, aunque solo desde hace tres meses. Es un yate nuevo.
Una explicación recitada celosamente a ritmo de staccato, como a Labat le gustaba.
—¿Cómo lo sabe?
—Goulch y sus hombres han realizado una inmersión para inspeccionar el yate y han encontrado el registro. Pajot tenía un amarre en el puerto deportivo de Bénodet y otro en el de enfrente, en Sainte-Marine.
—¿Ha informado a Savoir? Necesitará fotografías para realizar una primera identificación.
—Goulch lo ha informado inmediatamente.
—¿Está casado, tiene familia?
—Soltero. No sabemos nada más.
—¿Y cómo lo han averiguado?
—Es obligatorio presentar la documentación del yate y una fotocopia del título de patrón de embarcaciones de recreo en la oficina de la autoridad portuaria. He llamado al capitán del puerto de Bénodet. Me ha dicho lo que sabía, que no era mucho. Apenas conoce al señor Pajot, porque hace poco que solicitó el amarre. Uno de los mejores y más caros, por cierto. El capitán del puerto de Sainte-Marine todavía sabía menos; nada, en realidad. También lo he llamado personalmente por teléfono.
—¿Nadie de su empresa ha denunciado su desaparición?
—Todavía no lo sabemos. Pero ¿a quién habrían avisado? ¿A la policía? La mayoría de la gente espera un poco. Le he pedido a Bellec que averigüe más cosas sobre Pajot en su empresa, seguro que tiene secretaria.
Por mucho que le disgustara, tenía que reconocer que Labat tenía razón. Y Bellec era un policía con poca experiencia, pero inteligente, que ya lo había impresionado unas cuantas veces. Era tremendamente rápido, directo, atlético, tenía una musculatura imponente y una cicatriz larga en la mejilla derecha sobre la que guardaba un mutismo absoluto.
—¿Por qué Pajot tenía dos amarres para su yate, y tan cerca uno de otro?
Sainte-Marine, igual que Bénodet, estaba situada en la desembocadura del Odet, justo donde el río formaba un fiordo de unos trescientos o cuatrocientos metros de longitud y luego se convertía lentamente en mar abierto. Estas localidades estaban situadas una enfrente de la otra. Sainte-Marine, además de Port Manech, en la desembocadura del Aven, era para Dupin el pueblo más bonito de toda la costa. Le encantaba, incluidos los dos restaurantes del muelle, que conocía muy bien.
—Algunas «personas de categoría» tienen amarre en las dos riberas, porque así se ahorran cruzar el gran puente en coche cuando quieren hacer algo en la otra.
—¿Pajot no tenía yate antes?
—Por lo visto, no. Al menos en esos dos puertos.
—No tenía yate ¿y de repente se compra uno muy caro y dos amarres?
—Tiene que ser muy rico. Su constructora es una de las más importantes de la Bretaña y es famosa en todo el país. El título de patrón se lo sacó hace mucho, en 1978. El yate, el Conquerer, es un Gran Turismo 49. Un Bénéteau.
El tono con que pronunció la última información dejaba claro que pretendía expresar algo grande. En la costa, todos entendían de embarcaciones, uno de sus temas preferidos. A Dupin no le importaba no ser experto en barcos, pero a veces se le hinchaban las narices cuando lo convertían en un saber misterioso.
—¿Y eso qué significa?
—Quince metros y medio de eslora, cuatro y medio de manga, unos doce mil kilos de desplazamiento. Dos motores de 435 caballos. Redondeando, medio millón de euros.
Labat lo dijo presumiendo, como si el yate fuera suyo. Un poco como antes, a ritmo de stacatto.
—¿Medio millón?
A Dupin, las otras cifras no le decían nada.
—Los yates son caros. Y como le he dicho, Pajot tenía que ser muy rico.
—¿Cuándo han hablado con Savoir?
—Desde la patrullera. Hace unos minutos.
—¿Qué les ha dicho?
—¿A qué se refiere?
Por lo visto, a Savoir no se le había escapado nada sobre los asesinatos.
—A nada. Llámelo otra vez. Quiero saber con toda certeza si ese hombre es el tercer muerto.
—El Gran Turismo está matriculado a su nombre; es su yate, sin la menor duda.
—Quiero una confirmación totalmente segura.
En ese caso había muchas cosas evidentes que luego resultaban ser otra cosa.
Labat sacó el móvil de muy mal humor. De repente se oyó el ruido infernal de unos rotores y el helicóptero apareció de nuevo sobrevolando la isla. Le Ber volvía. Eso estaba bien.
Labat tuvo que levantar la voz.
—Sí, doctor, exacto, el inspector Labat. Exacto. Yo…
Labat se esforzaba por hacerse entender. El ruido era cada vez más ensordecedor, el helicóptero estaba a punto de aterrizar.
—Hable más alto, doctor. No…
Labat se interrumpió de nuevo. Desesperado, se pegó el teléfono a la oreja y, contorsionándose, intentó hacer pantalla con la otra mano, pero no le sirvió de nada. Tenía un aspecto cómico. Mientras tanto dio unos pasos de un lado a otro, como si buscara (también inútilmente, por supuesto) un sitio en el que el ruido no se oyera tanto. Se paró súbitamente y se apartó el teléfono de la oreja con furia. Después se acercó a Dupin, se inclinó hacia él y gritó:
—¡Es él! ¡Es Pajot! Han…
El helicóptero ya había aterrizado, pero los motores seguían en marcha.
Dupin esperó. Conocía el procedimiento. Antes de medio minuto, la inmensa quietud volvería súbitamente al archipiélago. Dupin estaba más preparado que Labat cuando llegó el momento.
—¿Y no cabe ninguna duda?
—No. El doctor Savoir está seguro. Han encontrado muchas fotografías de él en internet.
—Bien. Ya tenemos al tercer muerto. Voilà. Completo.
Labat miró desconcertado al comisario.
Dupin estaba contento de tener algo más a lo que agarrarse. De conocer al menos la situación de partida del caso.
—Hay novedades, Labat. Tenemos que hablar. También con Le Ber. Ahora mismo.
—Sería mejor buscar otro sitio. El Quatre Vents no es el lugar indicado para una reunión de trabajo. Es un lugar público.
—Descartado. Nos quedamos aquí.
La reacción automática de Dupin surgió de un profundo descontento.
Lo cierto era que, dejando aparte la costumbre de Dupin de establecer rituales enseguida, en todas partes y siempre (el verdadero motivo para no querer buscar otro sitio), no tenían alternativa. ¿A qué otro sitio podían ir? ¿A sentarse en el muelle, en la playa o en una duna? ¿A bordo de una embarcación? ¿A ocupar una sala de la escuela de vela o del centro de submarinismo? En honor a la verdad, Dupin lo habría hecho en el acto si lo hubiera preferido, pero (y este era seguramente el segundo motivo importante) allí no había café.
—Nos sentaremos aquí fuera, en el mismo sitio que antes.
Dupin se dirigió a la mesa, que seguía igual que la habían dejado. Labat lo siguió a todas luces de mala gana, pero no dijo nada.
—No tardaremos mucho —dijo Dupin enérgicamente.
La reunión del inspector Le Ber, el inspector Labat y el comisario Dupin realmente no fue muy larga. No porque hubiera «refrescado» (¡y mucho!), sino porque Dupin estaba intranquilo. Todos sabían que la inquietud lo acuciaba cuando investigaba un caso.
En pocas palabras, informó a Labat y a Le Ber de la novedad que lo cambiaba todo. Los dos palidecieron visiblemente. Le hicieron unas cuantas preguntas y consiguieron (con mucho esfuerzo y apuro) que Dupin les contara lo que había dicho exactamente Savoir y cómo se habían desarrollado las conversaciones con Solenn Nuz. Dupin quería ponerse a trabajar sin demora.
Labat y Le Ber coincidieron con él en que lo más probable era que a Lefort y a Konan les hubieran suministrado la benzodiacepina en el Quatre Vents. Y que, por lo tanto, el asesino tenía que haber estado allí la noche anterior aunque solo fuera un momento. Les dijo que pronto sabrían quién había estado en el Quatre Vents, lo que bebieron y comieron Konan y Lefort y si alguien había visto algo sospechoso. Y que quería una lista en la que se especificara quiénes eran clientes «habituales o conocidos en el archipiélago» y quiénes «desconocidos». Por supuesto, también había que precisar quién tenía relación con alguno de los muertos y de qué tipo. Otra prioridad era averiguar lo máximo posible de las tres víctimas, y lo antes posible: vida, trabajo y relación entre sí, para ver si daban con algo sospechoso. Posibles pistas, posibles conflictos, posibles motivos, personas que pudieran tener interés en la muerte de los tres hombres…
Dupin ordenó a Labat que se ocupara de Pajot, Le Ber se encargaría de Konan y él, de Lefort, aunque le pidió a Le Ber que se pusiera él en contacto con su novia, cuanto antes mejor. Había que registrar las casas de los tres en el continente, así como la residencia de Pajot en París. Había que iniciar de inmediato las tareas «de rutina»: recabar información sobre testamentos y legados, indagar bienes y propiedades, movimientos de cuentas bancarias, contactos telefónicos y llamadas… Necesitarían la colaboración de unos cuantos agentes de la comisaría.
Labat insistió en que declarase el Quatre Vents lugar del crimen. Dupin, conocido por precintar a discreción el lugar del crimen, por regla general durante largo tiempo y abarcando una amplia zona, se opuso tajantemente por mucho que Labat presentara argumentos de criminalística nada irrelevantes, como la necesidad de examinar la barra, los vasos y la cocina en busca de rastros del sedante que habían ingerido las víctimas. El comisario no se negó solamente porque temiera perder (¡y mucho!) el suministro de café, que ahora tenía asegurado, sino también porque, si cerraba el Quatre Vents, boicotearía el centro de la investigación: obligarían a la gente a dispersarse. Allí se reunía todo el mundo: los que podían contar anécdotas sobre el archipiélago, los que tal vez sabían algo… y quizá también los asesinos. La discusión no duró mucho. Dupin expresó categóricamente su postura y se encaminó hacia la entrada del Quatre Vents.
La atención de los clientes se centró unos instantes en el pequeño grupo de policías que entraba en el local y las conversaciones cesaron en las mesas. Evidentemente, todos sabían quiénes eran. Dupin, Labat y Le Ber cruzaron la sala con marcada lentitud y se situaron a la izquierda de la barra, junto a la pared. En las mesas, las conversaciones recuperaron muy pronto la animación.
Los tres estaban muy juntos, casi pegados, y eso era algo que Dupin aborrecía. Le Ber y Labat mantenían una charla ininteligible, criticaban el ambiente cargado y se asombraban de que hubiera tanto movimiento. Se notaba que no estaban a gusto.
En cambio, él estaba contento. Desde allí podía observar todo lo que pasaba en el comedor. Veía las bandejas encima de la barra y cómo servían en ellas la bebida y la comida. A veces, las bandejas estaban allí unos minutos sin que nadie las «vigilara». En general, la mayoría de los clientes se quedaba en esa parte de la barra. Todo era exactamente como le había dicho Solenn Nuz: un caos de gente apiñada. A simple vista estaba claro: cualquiera podría haberse acercado a las bandejas en cualquier momento, inadvertidamente y sin levantar sospechas.
Aunque tal vez hubiera ocurrido en la mesa de Konan y Lefort. Evidentemente, intentarían reconstruir con todo detalle la media hora decisiva, antes de que las víctimas se marcharan (les preguntarían a todos si habían visto algo extraño a esa hora), pero Dupin tenía la impresión de que no había muchas probabilidades de descubrir algo por esa vía. Se enfrentaban a un asesino muy inteligente, eso estaba claro.
Dupin frunció el ceño. Aquello no le gustaba. Y tardaban mucho en entregarle la lista.
—Le Ber, Labat, quédense aquí observando a los clientes en los próximos minutos.
Dupin no estaba seguro de que lo que pensaba hacer fuera acertado. Se le ocurrió de repente, aunque tal vez fuera un poco teatral… y él no soportaba la teatralidad. Mientras todavía estaban fuera, sentados a la mesa, pensaba que, si el asesino tardaba en saber que habían descubierto que se había cometido un asesinato, ellos contarían en teoría con una ventaja táctica. Pero esa idea era totalmente ilusoria. El rumor circularía de todos modos, y muy pronto, sin duda.
Dupin se abrió paso hasta el centro de la barra. Una vez allí, sin más preámbulos, se dirigió con voz potente y en tono oficial a toda la sala:
—Buenas noches, señoras y señores. Soy el comisario Dupin, de la policía de Concarneau.
Se hizo un silencio sepulcral al instante. Seguramente por la claridad de las palabras, pero también por la imponente constitución física de Dupin, que imprimía mucho énfasis a sus palabras cuando se lo proponía. Le Ber y Labat volvieron la cabeza hacia él a toda prisa y se lo quedaron mirando un momento con incredulidad.
—Anoche asesinaron a tres hombres en las Glénan. Los tres muertos que hemos encontrado hoy en Le Loc’h no fueron víctimas de un accidente. Fue un asesinato triple a sangre fría. Un crimen. Y tenemos motivos para suponer que a dos de ellos les pusieron una dosis elevada de tranquilizantes en la bebida o en la comida, aquí, en el Quatre Vents, y el efecto de los tranquilizantes fue lo que provocó el accidente marítimo mortal. —Hizo una pausa teatral—. Estamos investigando un asesinato y quería pedirles que colaborasen con nosotros tanto como pudieran.
Hizo otra pausa. Luego siguió hablando en el tono inequívoco de una instrucción policial:
—Lo primero que queremos saber es quiénes de ustedes estuvieron anoche en el Quatre Vents, aunque solo fuera un momento, dónde se sentaron y si les llamó la atención algo sospechoso. Sobre todo aquí, en la barra, con las bandejas. Por muy insignificante o irrelevante que les parezca, les pido que nos lo digan. Hasta el menor detalle puede ser importante. Los dos hombres, el señor Lucas Lefort y el señor Yannig Konan, estaban en esa mesa.
Dupin señaló una mesa en el rincón.
—También quiero saber si anoche había alguien que no haya venido hoy. Y si conocían a las víctimas y qué hacen ustedes aquí: si participan en un curso de submarinismo o de vela o están de crucero. Del mismo modo, nos urge saber si vieron a las dos víctimas o a una de ellas con el tercer muerto, Grégoire Pajot… Gracias por su colaboración. Tendrán que facilitarnos sus datos personales. Pura rutina policial.
Dupin hizo una pausa más larga y miró a los clientes uno a uno, sin disimulo. Daba la impresión de que la mayoría se habían quedado de una pieza y ni siquiera habían respirado mientras él hablaba. Incluso las hijas de Solenn Nuz se habían quedado de piedra.
—Mis inspectores pasarán por todas las mesas para hablar con ustedes. Hagan el favor de no abandonar el local hasta que terminen los interrogatorios.
Le dio la sensación de que había acertado con su decisión. El caso cobró realidad saliendo a la luz. A partir de ahora solo tenían que estar alerta. Observar con mucha atención. La partida había empezado.
Se dirigió con paso decidido a Le Ber y Labat. En el Quatre Vents todavía reinaba un silencio absoluto. Dupin murmuró:
—Le Ber, usted por el lado izquierdo; Labat, usted por el derecho.
Los dos inspectores dieron media vuelta y se pusieron a trabajar sin dilación. Pronto se oyó un cuchicheo tímido entre los clientes, que se intensificó lentamente.
Mientras Dupin hablaba, Solenn Nuz estaba en la cocina. Entonces salió, pero se quedó casi en la entrada, con una hoja de papel en la mano. El comisario le hizo un gesto impreciso y se acercó a ella. Si antes, al enterarse de la muerte accidental de los tres hombres, apenas había dejado entrever alguna emoción (y conocía a dos de ellos), ahora parecía alterada.
—Cuesta creerlo, señor comisario. ¿Está seguro de que ha sido un asesinato?
—Totalmente seguro. Los análisis de sangre lo demuestran.
Solenn Nuz se calló un momento.
—¿De quién era el yate que han encontrado?
—De Grégoire Pajot. Es el Conquerer, un Bénéteau Gran Turismo. Muy grande. Navegaban en su yate, al menos anoche.
—¿Grégoire Pajot? No me suena el nombre.
—Nosotros tampoco tenemos mucha información. Ni de por qué se reunieron ni dónde estuvieron antes ni… —Dupin recordó una cosa que se le había olvidado—. Les enseñaremos una fotografía del señor Pajot a usted y a los clientes. Espere un momento, señora Nuz, ahora mismo vuelvo.
Dupin se dirigió a Labat, que estaba junto a una de las mesas del lado derecho del comedor.
—Necesitamos una fotografía de Pajot. Usted tiene uno de esos trastos.
En los ojos de Labat apareció un brillo de satisfacción: necesitaban urgentemente su smartphone. Por una vez, a Dupin no le importó: quería la fotografía. Labat ya había sacado el aparato y tecleaba torpemente en la minúscula pantalla. Dupin habló otra vez con voz potente:
—Señoras, señores, otra cosa. Vamos a enseñarles una fotografía del señor Pajot. Queremos saber si alguno de ustedes lo conoce o lo ha visto estos últimos días.
Sonriendo con orgullo, Labat se le plantificó delante y le puso el teléfono en las narices.
—Una fotografía de la web de una de sus empresas.
Antes de que Labat pudiera añadir nada, Dupin le quitó el teléfono de las manos y giró sobre sus talones. Volvió con la señora Nuz.
—¿Podríamos sentarnos un momento en la cocina? Sería conveniente.
—Naturalmente. Venga.
Se sentaron a la pequeña mesa.
—Este es el señor Pajot.
La señora Nuz observó la foto con todo detalle antes de decir nada.
—No. Nunca lo he visto por aquí. Quizá venía a practicar vela o submarinismo. Pero no al Quatre Vents. Tendrá que preguntar en la escuela de vela. Y también a Anjela Barrault, la directora de la escuela de submarinismo. Es amiga mía.
—Lo haremos.
—Me he reunido con mis hijas para hacer la lista de los clientes que vinieron anoche. —La tenía todavía en la mano y la puso en la mesa, delante de Dupin.
—¿Se han acordado sus hijas de alguien que usted no recordara?
—Solo de Muriel Lefort. Por lo visto, pasó por aquí un momento y habló con su hermano. Yo estaría en la cocina. Debió de ser hacia las ocho y media. Más o menos.
Dupin ya lo sabía, aunque desconocía la hora. Sacó la Clairefontaine y lo apuntó.
—Mis hijas también se acuerdan de lo que comieron y bebieron Konan y Lefort. Primero cerveza de barril, y después vino. Pidieron unas cuantas botellas a lo largo de la noche. El agua la cogen directamente los clientes, las jarras están ahí. Los dos cenaron sopa de pescado de primero y, de segundo, Konan comió bogavante y Lefort, un entrecot.
Dupin lo apuntó todo.
—¿Y usted o sus hijas no vieron nada raro anoche? ¿En la barra? ¿Alguien que llamara la atención por su comportamiento?
—No. Pero volveré a hablar con mis hijas.
—¿Había alguien más en la cocina, aparte de usted?
Solenn Nuz dudó un momento.
—No.
Dupin pasó a hablar en un tono solemne.
—Ahora que sabemos que fue un asesinato y que nos enfrentamos a una situación totalmente nueva, ¿se le ocurre algo que pudiera ser relevante? ¿Tiene alguna idea de qué puede haber pasado? Yo…
—Ejem.
Se oyó un carraspeo elocuente. Labat se plantó delante de ellos.
—Mi smartphone. Necesitamos la fotografía.
Dupin se lo dio mecánicamente.
—La señora Nuz ha hecho una primera lista de clientes. Ahora habrá que completarla. También quiero un croquis preciso del comedor, con todas las mesas y las sillas, y la barra… Anoten a todos los que estaban aquí. Quién estaba en cada sitio, cuánto rato y a qué hora.
Labat y Le Ber conocían esos encargos imposibles. Lo sorprendente era (y lo habían aprendido en los años que llevaban trabajando con Dupin) que a menudo conseguían llevar a cabo lo que al principio parecía totalmente imposible. Y lo útil que podía ser. Labat no dijo una palabra sobre el encargo, incluso puso una cara sorprendentemente neutral. Dio media vuelta y se marchó.
Dupin se dirigió de nuevo a la señora Nuz.
—Le había preguntado si se le ocurría algo en relación al asesinato.
—Encontrará a mucha gente con un motivo. De Konan se cuentan historias terribles. No sé decirle hasta qué punto son ciertas. Y Lefort… todo el mundo lo odiaba. Conozco muy pocas excepciones.
Pronunció las frases en el tono tranquilo que era habitual en ella. Pero se notaba que decía lo que pensaba.
Eso era nuevo. Normalmente, los muertos solo tenían amigos, nunca enemigos, y eran gente admirable, apreciada y querida.
—¿Y por qué lo odiaban? ¿Y quién? ¿Alguien en especial?
—Es largo de explicar.
—Empiece.
Solenn Nuz se puso seria.
—Son historias muy feas.
—Quiero oírlas.
La señora Nuz respiró hondo.
—Desde hace más de diez años, Lucas Lefort intentaba por todos los medios convertir las Glénan en un gran «proyecto turístico», con hoteles, instalaciones deportivas y puentes que unieran las islas. Cuatro islas son suyas. Suyas y de su hermana. Sus planes siempre han fracasado, pero por poco. El antiguo alcalde de Fouesnant se pronunció en contra. Era uno de sus peores enemigos. Lefort modificó después el proyecto dos o tres veces. Pura táctica. Intentó hacerlo pasar por una ampliación descomunal de la escuela de vela. También quería comprarme el centro de submarinismo y ampliarlo. Su última idea era «ecoturismo de calidad». No le hace… —Se interrumpió un momento—. No le hacía ascos a ninguna mentira, por descarada que fuera.
Dupin tomaba apuntes lo mejor que podía. Lo que le estaban contando era importante. Esas eran las historias que esperaba oír.
—El antiguo alcalde le deseó muchas veces la muerte. Lefort se portó muy mal con él, lo difamó de la peor manera, lo acusó de corrupción. Intentó ponerlo en ridículo. Y el alcalde era un hombre íntegro.
—¿Y cómo están las cosas ahora?
La pregunta no era muy específica, pero Dupin aún tenía que familiarizarse con el asunto.
—No se supo nada más de los planes de Lefort durante unos años, hasta que hace poco volvió con lo del ecoturismo. Según dicen, estaba a punto de presentar oficialmente un primer proyecto revisado. Hace meses que se habla del tema. El nuevo alcalde aún no se ha pronunciado. Damos por sentado que adoptará la misma postura resolutiva que su predecesor. Los miembros del consistorio son prácticamente los mismos que hace unos años. También votaron en contra, aunque por una estrecha mayoría. Igual que la diputación provincial. Lo cierto es que las nuevas leyes de protección de costas lo hacen imposible. Pero eso no ha disuadido a Lefort.
—Anoche también estaba aquí, ¿verdad? Me refiero al alcalde, el señor…
—Du Marhallac’h. Exacto.
—Usted dijo que habló con Lefort.
—Sí.
Solenn Nuz apartó la vista de Dupin y se miró las manos.
—Destruiría las Glénan. Todo esto. Hay turismo, sí, pero solo afecta al archipiélago a medias.
Dupin entendió más o menos lo que quería decir.
—¿Y su hermana? ¿Muriel Lefort?
—Siempre se ha opuesto tajantemente a esos proyectos.
—Entonces ¿tenían grandes discrepancias?
—Continuamente. Discutían con acritud, era una batalla constante —contestó Solenn Nuz sin vacilar.
—Los Lefort deben de ser muy ricos.
—Sí, lo son.
Dupin volvió a tomar notas.
—Aparte de esos proyectos, ¿había enfrentamientos entre ellos por otros motivos?
—Es imposible imaginar a dos hermanos más distintos. En todos los aspectos. Muriel encarna el «espíritu original» de la escuela de vela. Su hermano casi nunca ponía los pies allí. Solo le interesaba ganar más dinero y…
—¿Podría explicarme en qué consiste eso del «espíritu original»?
—Una actitud. Determinados valores e ideales. Honor, vivir en colectividad, solidaridad, independencia. La escuela de vela es una institución en todo el mundo. La fundaron al acabar la Segunda Guerra Mundial, siguiendo el espíritu de la Resistencia. Los padres de Lucas y Muriel fueron miembros de la Resistencia en el Finisterre. Al principio, la escuela de vela era una especie de comuna formada por hombres y mujeres jóvenes e idealistas.
—¿Y después?
—Los padres de Muriel y Lucas la ampliaron a lo largo de los años. Con prudencia. Con mucha inteligencia. Y manteniendo siempre los viejos ideales. Se trataba de grandes ideas. Actualmente sigue siendo lo contrario a un club náutico «distinguido», a las típicas escuelas de vela. Aquí, los cursillistas todavía se alojan en las condiciones más simples. Todos son iguales. No importa que tengan más o menos dinero. Duermen en literas, en habitaciones comunitarias, las duchas también son comunitarias, como en un camping, y comen todos juntos al aire libre. No solo aprenden a navegar, es mucho más que eso. Muriel Lefort defiende ese enfoque. Y también Maela Menez.
—La secretaria.
—Sí.
—¿Qué función desempeña?
—Es la mano derecha de Muriel. Hace de todo. También dirige otras cosas por su cuenta. El centro de alquiler de embarcaciones, por ejemplo. Encarna el espíritu de la escuela con mucha…, cómo lo diría…, con mucha rigurosidad. A rabiar. Es muy… idealista.
—En tal caso, su relación con Lucas Lefort sería tensa, ¿no?
—Por supuesto.
—¿Hablaron anoche?
—Coincidieron en la barra. No sé cuánto rato.
—Pero seguro que hablaron, ¿no?
—No se imagine lo que no es. Muriel y su hermano tampoco se hablaban siempre a gritos —contestó Solenn Nuz y, pensativa, añadió—: Los conflictos calan muy hondo. Y no se olvide de que esto es un mundo aparte. Y muy pequeño.
A Dupin, Solenn Nuz le recordaba a Nolwenn en algunas cosas, ya lo había pensado antes. Y no era porque los nombres sonaran parecidos ni por lo mucho que ambas sabían de la gente, sino por las cosas en que se fijaban y por la manera en que las observaban.
—¿Sabe si últimamente se habían agravado las disputas entre los hermanos?
—Muriel siempre ha intentado que los conflictos quedaran en casa. Por su carácter, lo contrario le habría desagradado mucho. Es muy discreta. Yo no sé qué pasaba. Eso solo lo sabe ella.
Dupin enarcó las cejas.
—¿Quién más? ¿Quién más se contaba entre los enemigos de Lucas Lefort?
—Ya se lo he dicho, unos cuantos. Y seguro que son más de los que yo sé… Marc, Marc Leussot. Biólogo marino y periodista. Ayer también vino. Un enemigo radical de cualquier proyecto turístico. Escribió artículos muy críticos sobre las posibles consecuencias de un aumento del turismo en las Glénan.
Dupin lo anotó. Tenía tan mala letra que, cuando escribía, se obligaba con muchísima disciplina a moderar la velocidad, de lo contrario después ni él mismo entendía algunas anotaciones importantes. Le había ocurrido más de una vez y había sido penoso.
—Está ahí sentado. —Hizo un leve gesto con la cabeza, señalando al comedor—. Viene muy a menudo… Y todas las mujeres de Lefort. No hay que olvidarlas. Muchos corazones rotos. A nadie le extrañaría que una de ellas se hubiera vengado. Sobre todo la última. No paraba de engañarla y lo hacía delante de sus narices.
—¿Sabe cómo se llama su novia actual?
—No.
—¿Qué más se le ocurre?
—También debería tener en cuenta las regatas. Corre el rumor de que consiguió una plaza para participar en la Copa Admiral utilizando métodos despreciables. Era un hombre frío, sin escrúpulos.
Sus últimas palabras sonaron a conclusión tajante.
—Usted conoce este mundo mejor que nadie.
—A la fuerza.
La sonrisa cálida y abierta, que Dupin ya conocía, volvió un momento a la cara de Solenn Nuz.
—Pero no puedo decirle gran cosa. No tengo ni idea de la vida que llevaba Lucas Lefort. Pasaba muchos días fuera, en el continente. No sé en qué negocios estaba metido ahora ni con quién se podía haber peleado.
—Me ha dicho que usted no tenía mucha relación con Lefort, ¿verdad?
—Cuando estaba en la isla, nos saludábamos, alguna vez hablábamos de cosas triviales. Ayer, ni siquiera eso.
Aquel caso era raro desde el principio y seguía desarrollándose del mismo modo. Al final del primer interrogatorio de la investigación, Dupin tendría una lista de entre cinco y siete sospechosos destacados. Y eso solo con relación a Lefort.
—¿Y Konan? ¿Qué sabe de él?
—Empezó fabricando colchones y en pocos años construyó un imperio. Después amplió el negocio y se convirtió en un pez gordo de la exportación de productos bretones. Ha fundado varias asociaciones. Y tiene una empresa que se dedica a la exploración de los fondos marinos, a las prospecciones petrolíferas en el mar. Dicen que tiene una relación muy estrecha con ciertos políticos. Seguro que eso lo ha «ayudado» mucho a la hora de cosechar éxitos.
—¿Cómo sabe todo eso?
—Aquí no lo traga nadie. Un hombre sediento de poder. Un chulo. Quería comprar un amarre exclusivo en el muelle. Aquí las cosas no funcionan así, pero él incluso contrató a dos abogados para intentar salirse con la suya.
—Pero, a pesar de todo, seguía viniendo, ¿no?
—Sí, con Lucas.
Dupin pensó que aquel era realmente un mundo muy singular. Se odiaban, pero aquel sitio los unía a todos.
—¿Y en lo personal? ¿Sabe algo de su vida privada?
—Nos conocíamos de vista y nos saludábamos, eso es todo. Está casado. Su mujer nunca ha venido a navegar con él. Sé muy poco de ella. Es maestra de primaria. Y por lo que cuentan, una mujer corpulenta.
—¿Qué pasó con el antiguo alcalde?
A Dupin le sorprendió que Solenn Nuz titubeara un momento antes de contestar.
—Murió hace dos años. Del corazón. Sufrió un infarto en una fest-noz.
Una de las múltiples tareas de los alcaldes bretones consistía en eso: participar en una serie interminable de fiestas regionales, locales y muy locales. Fiestas tradicionales en las que se bebía mucho.
Dupin esperó por si añadía algo más. Se hizo un silencio largo.
—Entiendo que yo también tengo que incluirme entre los sospechosos. Ya sabe lo que opino de Lefort. Y para mis hijas y para mí habría sido muy fácil echarles algo en la comida o en la bebida. Más fácil que para cualquiera.
—Antes me he hecho una idea de lo fácil que habría sido para cualquiera.
—¿Mamá?
La hija pequeña estaba detrás de ellos.
—¿Sí?
—Hay clientes que quieren irse. Quieren volver esta misma noche al continente. Los dos inspectores dicen que nadie puede abandonar el local hasta que acaben con los interrogatorios.
No era una pregunta y se lo dijo a su madre como si Dupin no estuviera presente. De todos modos, Dupin contestó:
—Sí, así es, lo he ordenado yo. Por desgracia, hay que hacerlo. Investigamos un asesinato.
—Bien.
En ese «bien» no había ni rastro de resignación ni de ironía. La chica dio media vuelta y se marchó como había venido, sin hacer el menor ruido.
Cuando ya se había ido, Le Ber apareció en el umbral de la puerta. Se acercó rápidamente a Dupin, se puso a su lado y se agachó para hablar con él.
—Señor comisario, la señora Lefort aterrizará en cualquier momento.
Le Ber lo dijo en voz muy baja, pero Solenn Nuz lo oyó (y eso, a ojos de Dupin, hizo que la situación fuera innecesariamente ridícula).
—Han llamado de Quimper. Muriel Lefort ha confirmado la identidad de su hermano. Los compañeros de la prefectura se encargan también de las formalidades para la identificación de los otros dos cadáveres. No le han dicho nada del asesinato, como usted ha ordenado. Pero tendría que ir a recibirla, si no quiere que se entere por otros.
Dupin se quedó pensando. Se había olvidado por completo de ella y ahora llegaba en muy mal momento. Pero tenía que hacerlo y quería hacerlo, por varios motivos. Miró la hora; había perdido la noción del tiempo. Las ocho y media.
—Bien, ahora mismo voy.
Se levantó y se despidió de Solenn Nuz.
La mujer sonrió muy amablemente. Dupin lo interpretó como un gesto de cordialidad.
Salió de la cocina, acompañado por Le Ber.
—Usted y Labat sigan con los interrogatorios hasta el final y después vayan a la escuela de vela y al centro de submarinismo. Hablen con la señora Barrault, la directora del centro de submarinismo, y con la señora Menez, la secretaria de Muriel Lefort. Sigue teniendo prioridad terminar el esquema con todos los clientes que estuvieron aquí anoche. No se olviden de nada.
—No, jefe.
—Uno de los clientes habituales que vino anoche es un tal Leussot.
—Ya lo tenemos.
—Muy bien.
—¿Estará localizable, señor comisario?
—Sí, por supuesto.
Dupin sacó el móvil del bolsillo. Seguía en modo vibración.
—Todo en orden.
Cuando sonara, miraría el número de quien llamaba. Hacía un buen rato que no lo miraba: había recibido nueve llamadas. Una de Le Ber, una de Nolwenn, una de un número que no conocía, dos de números ocultos… y cuatro del prefecto. Dupin gruñó. De mala uva.
El helicóptero acababa de aterrizar. El piloto paró los motores justo en el momento en que el comisario Dupin llegaba, jadeando un poco, al prado que había detrás de la vieja granja. La señora Lefort estaba a punto de saltar de la cabina; la señora Menez ya había bajado y la ayudaba. Muriel Lefort parecía muy afectada.
—Es usted muy amable al venir a recibirme, señor comisario. Ha sido… muy difícil.
En la mirada de Muriel Lefort se apreciaba un miedo indefinido, pero intenso, y tenía las pupilas contraídas. Dupin pensó si no sería mejor decírselo cuando estuvieran a solas.
Decidió hacerlo en presencia de la señora Menez.
—Han asesinado a su hermano. No fue un accidente. Podemos afirmarlo sin lugar a dudas. Lo lamento mucho.
El comisario era consciente de que otras veces había comunicado esa clase de noticias con mayor consideración.
Muriel Lefort se quedó mirándolo, petrificada. No dijo nada. El miedo había desaparecido de su mirada, ahora parecía vacía. La señora Menez también enmudeció. Al cabo de unos instantes, Muriel Lefort apartó la vista. Empezó a andar sin rumbo fijo, unos pasos a un lado, otros a otro. La señora Menez parecía indecisa, no sabía si seguirla, pero no se movió.
Dupin observó a la señora Menez, que lo miró varias veces a los ojos y que, a pesar de su silencio, no hacía el menor esfuerzo por aparentar que la noticia la había conmocionado.
—No me sorprende —dijo Muriel Lefort con voz ahogada, volviendo lentamente junto a Dupin y la señora Menez—. Pero, aun así, cuesta hacerse a la idea —añadió en un tono bastante formal, como obligada a precisarlo.
—Su hermano tenía enemigos.
—Sí.
—¿Cómo lo mataron?
Hacía rato que Dupin esperaba esa pregunta, pero no que se la hiciera la señora Menez.
—A él y al señor Konan les administraron un tranquilizante muy fuerte. Sumado al alcohol que habían ingerido, no tenían ninguna posibilidad…
Muriel Lefort se tapó la cara con las manos. De nuevo se produjo un largo silencio. La señora Menez seguía sin mostrar la menor emoción.
—También hemos encontrado el yate con el que naufragaron. Era de Grégoire Pajot. Un Gran Turismo. Un yate muy caro. Fueron hacia las rocas al salir de la Chambre… ¿Le dice algo el nombre de Grégoire Pajot, señora Lefort?
Muriel Lefort no contestó enseguida.
—Sí. He oído hablar de él. Uno de los «amigos» de mi hermano. Creo que era inversor.
—Seguramente salieron los tres a navegar en su yate el fin de semana.
Muriel Lefort cerró los ojos, cogió aire y lo exhaló.
—¿Podemos seguir hablando en mi casa? Me gustaría beber algo y sentarme.
—Por supuesto. Tengo que hacerle varias preguntas importantes.
—Claro.
La señora Menez iba delante, a buen paso. La señora Lefort la seguía y estuvo a punto de adelantarla, pero no lo hizo. Dupin iba detrás, a unos pasos de ellas. Cruzaron el árido campo a través de un sendero apenas marcado y se dirigieron a las horrorosas casas triangulares, que estaban a unos quinientos metros de distancia. Los tres iban en silencio, y Dupin se alegró.
El sol ya casi se había puesto en el horizonte, hacía unos minutos que había empezado el espectáculo de colores. Magia exquisita, sin efectos aparatosos. En el azul claro y nítido se mezcló un naranja suave, delicado, al principio de manera casi imperceptible, y un poco de rojo que empezaba a convertirse en un destello anaranjado acuoso y a abarcar toda la cúpula celeste por el oeste: el cielo, el mar y también el sol. Unos minutos más y la esfera luminosa bien definida desaparecería con placidez en el mar, en silencio, con serenidad, al menos esa noche. A Dupin le daba la impresión de que el sol aceptaba ponerse un momento y al instante cambiaba de opinión. Entonces parecía oponerse desde lo más hondo de su ser y se entablaban tremendas batallas cósmicas, surgían colores, escenas y atmósferas apocalípticas, y al final se ahogaba en el mar como si se hundiera en una última catástrofe mundial. Durante la media hora siguiente, el naranja suave desaparecería lentamente y, al final, una profunda negrura se lo tragaría en un instante. Dupin lo sabía de sobra. Una negrura casi corpórea que iba más allá de la simple falta de luz.
Cuando se aproximaron a la primera casa, Muriel Lefort se puso en cabeza. Mientras andaba, empezó a rebuscar en el bolso y sacó con determinación un pequeño manojo de llaves.
Saltaron por encima del murete bajo y esperaron un momento a que la señora Lefort abriera la puerta. Nadie había dicho nada todavía. Entraron.
—Si me disculpa un momento, me gustaría refrescarme un poco. Vuelvo enseguida. La señora Menez lo atenderá.
Muriel Lefort subió las escaleras. La casa era idéntica a la de su hermano y tenía la misma distribución (seguramente como todas aquellas casas), pero la decoración era mucho más sobria. Muebles de madera antiguos, parquet de roble desgastado por el uso y una cocina abierta que se notaba que utilizaban. Dentro había una mesa pequeña y sencilla y otra más grande delante de la ventana panorámica que daba al este. Allí había vida. En el fin del mundo, la diferencia entre los hemisferios era imponente cuando se ponía el sol: en el este era noche cerrada y en el oeste aún brillaba un último fulgor naranja.
—No me extraña que lo hayan asesinado.
Más que pronunciarla, a Maela Menez se le escapó la frase como en un arrebato, como si se hubiera esforzado en contenerla y hubiera acabado por abrirse paso.
—Si yo fuera capaz de cometer un asesinato y la señora Lefort no fuera su hermana, es posible que yo misma lo hubiera matado. Era un canalla. Sé que es una falta de respeto decir algo así, pero me da lo mismo.
Dupin se volvió y miró con interés a la señora Menez. Era una mezcla curiosa: por un lado, se expresaba con cierto amaneramiento, de un modo algo anticuado, y por otro tenía una belleza indiscutible, casi descarada. Calculó que rondaría los treinta años. En sus ojos oscuros (en el castaño profundo del iris le brillaban en ese momento unas chispas perdidas) y en la expresión de su cara se veía una gran determinación. Su mirada reflejaba una inteligencia práctica impresionante.
—Me han contado que el señor Lefort le caía mal a mucha gente.
—Había motivos más que justificados.
—¿Y por cuál de esos motivos lo habría matado usted, por ejemplo?
Tampoco se inmutó ante la pregunta directa de Dupin.
—He visto cómo trataba a la señora Lefort. Durante años. No era fácil soportarlo. Yo habría intervenido, pero a la señora Lefort no le parecía oportuno. Lo peor… —Se interrumpió y dio la impresión de que por primera vez era consciente de lo que estaba diciendo—. Me refiero a que era repugnante que corrompiera todo lo que representa la esencia de las Glénan, la idea original, el espíritu. Lo habría destruido todo sin miramientos, a él le importaba un comino. Era un egoísta, solo le interesaba forrarse.
Después de la breve interrupción, su voz volvió a alcanzar un clímax impresionante.
—Quería vivir como la jet set. Tenía…
—Maela, no debería hablar así. Y lo sabe. Sobre todo ahora, que ha muerto. Asesinado.
Aunque las palabras parecían una orden, Muriel Lefort no las dijo con aspereza. Estaba en lo alto de las escaleras.
—Lo sé. Pero es la verdad. Y la policía tiene que saberlo todo.
—No tenemos la certeza de que mi hermano fuera el objetivo del asesinato. También podían serlo los otros dos o los tres… Así tendría que ser, la verdad. De lo contrario, el asesino se habría arriesgado a matar inocentes.
Muriel Lefort parecía bastante serena. Y lo que objetaba estaba justificado y era importante. En la isla, todos se empecinaban automáticamente en señalar a Lucas Lefort. Todos suponían que el motivo del asesinato estaba relacionado con algún aspecto de su vida. Evidentemente, porque casi nadie conocía a Yannig Konan ni a Grégoire Pajot. En cambio, Lefort era todo un personaje, una verdadera celebridad.
—Los dejo solos. Muriel, señor comisario, tendrán mucho de que hablar.
La señora Lefort dirigió una mirada interrogativa a Dupin y no contestó hasta que él asintió levemente con la cabeza.
—Gracias. Sí, el señor comisario y yo tenemos que hablar. Y luego me iré a la cama. O saldré a dar un paseo. Hay luna llena. Nos vemos mañana, Maela.
Muriel Lefort acabó de bajar las escaleras. Se notaba que, por mucho que hablara con serenidad, seguía muy afectada.
—Cuando salga la luna, parecerá que en el archipiélago se hace de día. Usted no lo ha visto todavía, señor comisario. Es un sueño.
La señora Menez miró la hora, se despidió de Dupin con un leve gesto de la cabeza y se dispuso a irse.
—Espero que pueda dormir esta noche, Muriel. Tiene que descansar, necesita recuperar fuerzas.
—Gracias, Maela. Muchas gracias por todo. Esta tarde me ha sido de gran ayuda.
Maela Menez ya casi estaba en la puerta.
—Espere un momento, señora Menez. Tenemos que hacerle algunas preguntas urgentes —dijo Dupin en tono neutral—. ¿Sería tan amable de ir a hablar con uno de mis inspectores? Los encontrará en el Quatre Vents.
Por un momento pareció confusa, pero se rehízo enseguida.
—Ah, claro, la investigación.
—Se lo agradezco. —Dupin la miró fijamente—. Yo también quería hacerle una pregunta.
—Usted dirá.
Maela Menez había recuperado el control por completo.
—Anoche estuvo un momento con Lucas Lefort en el Quatre Vents. ¿De qué hablaron?
La mujer contestó sin vacilar.
—Gestiono el centro de alquiler de embarcaciones. Lucas quería que le dejara la barcaza de carga unos días. La semana que viene.
—¿La barcaza?
—Tenemos una vieja embarcación a motor que usamos para transportar botes pequeños, equipamientos voluminosos o material de construcción.
—¿Y para qué la necesitaba?
—No se lo pregunté.
—¿Y qué le dijo usted?
—Que la semana que viene era imposible, la necesitamos nosotros.
—¿Cómo reaccionó?
—Dijo: «Eso ya lo veremos». Eso fue todo.
Las últimas palabras de la señora Menez daban a entender que consideraba que había cumplido con su deber de informar y dio media vuelta para irse. Dupin la dejó marchar.
—Muchas gracias, señora Menez. Hasta mañana.
Sacó la libreta de notas y apuntó un par de cosas mientras aún estaba de pie.
—Oh, discúlpeme, señor comisario. Venga conmigo, sentémonos ahí, a la mesa de la cocina.
—Gracias.
—Necesito beber algo. ¿Me acompaña? ¿Un coñac?
—Yo… Sí.
Era una buena idea.
—¿Y un café?
Eso aún le hacía más falta. El nivel de cafeína le había bajado de manera alarmante.
—Con mucho gusto.
Delante de Dupin, en la vieja mesa de madera, había una taza de café —vacía— que parecía antigua y una copa de coñac barriguda y bien servida. En el medio, la libreta de notas, el Bic y, peligrosamente cerca del canto de la mesa, el móvil. Muriel Lefort estaba sentada enfrente con una copa en la mano, de la que ya había bebido unos cuantos sorbos.
La hermana de Lucas Lefort quería saberlo todo, las circunstancias del accidente, todo lo que la policía pudiera decirle en esos momentos. Dupin le contó lo que sabía, pero no era mucho.
—Lo cierto es que solo sabemos lo que le he contado. El yate era del tercer hombre, Grégoire Pajot.
—¿Por qué navegaban en su yate?
—No tenemos la menor pista.
Muriel Lefort frunció el ceño.
—Quizá pensaron que en la lancha rápida de mi hermano no llegarían muy lejos con un oleaje tan fuerte. Cuando el mar está agitado, esas lanchas no sirven para nada. Tal vez por eso zarparon en el yate del señor Pajot.
—Hemos encontrado el yate del señor Konan en Bénodet. Su hermano tuvo que subir a bordo aquí, en las Glénan. No tenemos ni idea de dónde estuvieron navegando los tres en el yate ni cuánto tiempo. Esperaba que usted supiera algo más.
—No. Ni lo más mínimo. Antes he hablado con la señora Menez, pero solo vio a mi hermano un momento anoche. Hable usted con su novia.
—Estamos en ello. ¿Tienen más familia? ¿Hay que avisar a alguien?
—No, no. Solo nos queda un tío lejano, pero no tenemos ninguna relación con él desde hace más de diez años. ¿Qué han descubierto, señor comisario? Para mí es muy importante saberlo. Eso hará que todo sea más real.
—Suponemos que les echaron el tranquilizante en la comida o en la bebida, en el Quatre Vents.
—¿En el Quatre Vents? Es increíble.
De repente se oyó un zumbido extraño y el móvil de Dupin se movió encima de la mesa. El prefecto. El comisario continuó hablando sin inmutarse.
—¿Estaba usted en el Quatre Vents a la presunta hora del crimen, hacia las ocho y media?
El tono en que lo dijo no se correspondía con la dureza de la pregunta. Muriel Lefort irguió la espalda y se echó un poco atrás en el asiento. No contestó.
—¿Le llamó la atención algo fuera de lo común?
—¿A mí? No. Solo estuve un momento. Fui a buscar la cena. Un entrecot. Te la envuelven para llevar. Lo hago a veces cuando tengo mucho trabajo. Pasé media noche en la oficina, ocupándome del papeleo. Antes hablé un momento con Leussot de cosas banales. Me atendió Armelle Nuz. A Solenn no la vi.
La palabra «entrecot» no le sentó nada bien al comisario. Se dio cuenta de que tenía un hambre voraz, casi estaba mareado. Y el entrecot —entrecot con patatas salteadas— era con mucho su plato preferido. Intentó concentrarse en la conversación.
—¿Dónde estaba su hermano cuando entró usted en el Quatre Vents?
—En la barra, cerca de donde se cogen las bebidas, pero luego también lo vi en la otra punta. A la derecha. Con una rubia.
—Entonces, su hermano y usted estuvieron solo a dos o tres metros de distancia.
—Sí.
—¿Y dice que no habló con él?
—Creo que ni me vio. Estaba absorto en la… conversación. Anoche hubo mucho movimiento en el Quatre Vents.
—Lo sabemos. ¿Quién más estaba cerca? ¿En la barra, esperando la cena o para coger las bebidas?
Dupin sabía que esa pregunta no conducía a nada.
—Eso es mucho pedir.
Se interrumpió un momento, se notaba que se esforzaba por recordarlo.
—Al acercarme a la barra me crucé con Leussot, que volvía con una botella de vino. Fue entonces cuando hablamos un momento. Maela estaba sentada a una de las dos mesas que están delante de la barra, a la izquierda. Con dos empleados nuestros… —Se calló y pareció sentirse obligada a puntualizar—: Unos chicos de absoluta confianza, no me cabe la menor duda. Luego…, tenía delante a cinco o seis personas, pero las servían deprisa. No las conocía, seguro que eran del centro de submarinismo o puede que de nuestra escuela, no conozco a todos los alumnos. Ah, sí, y Kilian… Cuando llegué, era el turno de Kilian Tanguy, ya tenía la bandeja en las manos, Armelle acababa de servirle.
Dupin tomó un par de notas. Muriel Lefort parecía un poco nerviosa desde hacía unos minutos. Hablaba con una voz más insegura que antes. Quizá se debiera solo al cansancio.
—Lamento muchísimo tener que marearla con tantas preguntas, en su situación.
—Yo también quiero que todo se aclare lo antes posible. Ya sabe que mi hermano y yo no nos aveníamos. Defendíamos ideas antagónicas. Pero… era mi hermano.
Sus palabras no eran pura retórica.
—¿Tiene idea de quién puede haberlo matado? ¿Y de cuál pudo ser el motivo?
—Hacía mucho que no hablábamos de asuntos personales. Años. Como ya le he dicho, se había enemistado con mucha gente, pero no sé de nadie concreto en las últimas semanas o meses. No puedo contarle nada sobre la vida de mi hermano, es la verdad.
—¿Qué relación habían tenido ustedes en los últimos meses?
—Nos vimos quizá una hora en febrero y otra en marzo, y también hablamos varias veces por teléfono, cada tres semanas, más o menos. En ningún momento hablamos de cosas personales, solo de temas que afectan a la escuela de vela. Siempre acabábamos discutiendo y, la mayoría de las veces, me colgaba. A finales de año volvió a la carga con sus proyectos.
—¿Los proyectos turísticos?
—Sí. Él y sus delirios de grandeza. Quería convertir el archipiélago en un centro moderno de deportes acuáticos y turismo de aventura. Presentó el proyecto por primera vez hace diez años. En aquella ocasión, camuflado con la etiqueta de «turismo verde». Al morir el antiguo alcalde de Fouesnant, con el que estuvo enfrentado todos esos años, pensó que tendría alguna posibilidad con Du Marhallac’h, el nuevo alcalde. Por lo visto, aceptó que presentara el proyecto otra vez.
—¿En serio?
La señora Lefort lo miró con cara de sorpresa.
—Sí.
—Tenía entendido que el alcalde aún no se había pronunciado.
La sorpresa que se reflejaba en la cara de Muriel Lefort aumentó.
—Es lo que me dijo Lucas en febrero, creo.
Dupin hizo una anotación.
—¿Qué le dijo exactamente?
—Que había vuelto a solicitar los permisos a principios de año y el alcalde le había comunicado que el proyecto le parecía «interesante» y quería estudiarlo más a fondo.
Muriel Lefort lo dijo muy deprisa, hablando muy acelerada.
—Perdone que insista tanto… Tengo esa mala costumbre, lo siento mucho.
La señora Lefort sonrió con alivio.
—Evidentemente, el proyecto «ecológico» no solo requería la autorización del consistorio y de la diputación, sino también el de París, ya sabe, por las estrictas leyes de costas. Es curioso, pero Lucas estaba seguro de que se la concederían. Creo que ahí entraba Konan. Dicen que tenía buenos contactos entre los políticos de la capital. Vivía allí la mayor parte del tiempo.
—¿Konan estaba metido en el proyecto? Quiero decir que si lo gestionaban juntos.
—No sabría decírselo, la verdad. Creo que sí. Al menos, al principio, hace diez o doce años, cuando mi hermano empezó con sus planes.
—Entonces ¿Konan también había puesto dinero?
—Diría que sí.
Dupin volvió a anotar algo en la libreta (había apuntado muchas cosas desde por la mañana y eso nunca era una buena señal).
—Mi hermano también quería ampliar la escuela de vela. «A nivel internacional»: quería abrir más centros. Cinco sucursales en el plazo de unos años. Yo me oponía categóricamente. Creo que su idea era que de ese modo, si sus planes volvían a fracasar, él asumiría aquí, en las islas, el cargo de director del área internacional y se encargaría de la «expansión a escala global», que es como lo llaman actualmente.
—¿Ahora la escuela de vela será toda suya? —Dupin planteó la pregunta de improviso, uno de sus procedimientos favoritos—. Solo es una pregunta rutinaria —añadió, y bebió un trago de coñac que, igual que antes, le pareció extraordinario.
En la cara de Muriel Lefort volvió a aparecer por un instante una mueca involuntaria de tensión.
—No sé si había hecho testamento. Y, si lo hizo, desconozco el contenido. Yo hice el mío hace tiempo. He dispuesto que, en caso de fallecimiento, mi parte irá a parar a una fundación sin ánimo de lucro. La fundación se hará cargo de la escuela de vela. Lo redactó un notario amigo mío. He intentado muchas veces convencer a mi hermano de que lo suscribiera, pero no le interesaba.
—Entonces la escuela de vela seguramente pasará a ser de su propiedad.
—No lo sé, sinceramente. —Frunció el ceño—. Yo… Supongo que sí.
Aunque la sencilla pregunta de quién obtenía un beneficio material de un crimen (naturalmente, todos querían cambiar de tema cuando se la hacían) pareciera anticuada, seguía siendo básica. ¿Quién sacaba algún provecho? ¿Y qué provecho exactamente? Los motivos «tradicionales» para cometer un asesinato seguían gobernando el mundo: los celos, las humillaciones y las ofensas, la venganza, la envidia y la ambición predominaban ampliamente en las estadísticas, por mucho que, últimamente, en las películas, series de televisión y libros solo aparecieran asesinos psicópatas.
—¿Cuánto calcula que vale su empresa?
La mirada de Muriel Lefort dejó claro que la palabra «empresa» no le parecía muy apropiada.
—Es difícil decirlo.
—Tendrán un volumen de negocios anual determinado, en total. Y el valor de la empresa equivaldrá a varias veces esa cantidad.
—Pediré que le entreguen las cuentas. Hablaré con el jefe de contabilidad.
—¿Qué sabe de la relación de Konan con su hermano?
—Casi nada. Venían juntos una vez al mes, quizá, el fin de semana. Creía que siempre salían a navegar en el yate de Konan, un modelo bastante distinguido. Les gustaba ir al Quatre Vents o a las fiestas que se montan en la escuela de vela.
—¿No navegaban nunca juntos a vela?
—Los fines de semana no. Estos últimos años, mi hermano hacía travesías largas cuando navegaba a vela. Iba con sus antiguos compañeros de equipo. No he visto nunca su velero. Está amarrado en Concarneau.
—Eso tengo entendido.
La conversación estaba siendo larga, pero en breve dejaría tranquila a la señora Lefort.
—Puede que tuvieran en mente una nueva búsqueda de tesoros. No lo sé.
Muriel Lefort lo dijo en serio, pero también sin darle mucha importancia. Dupin no supo cómo reaccionar.
—¿Búsqueda de tesoros?
—Sí.
—¿Se refiere a buscar tesoros de verdad? ¿Oro, plata y esas cosas?
—En el archipiélago es una especie de deporte, aunque nadie habla de ello. Hay que tomárselo más en serio de lo que pueda parecer. En el club de submarinismo hay un grupo de arqueólogos marinos. Científicos y arqueólogos aficionados. Colaboran con los departamentos oficiales de las universidades de Brest y Rennes. Da la impresión de que es algo provisional, pero no se deje engañar. Aquí no hacemos mucho caso de las apariencias.
—¿A qué se refiere? —Dupin se pasó la mano por el pelo. Buscadores de tesoros. ¡Menuda extravagancia!—. Quiero decir que de qué clase de tesoros me está hablando.
—En los alrededores de las Glénan hay decenas de barcos hundidos. Algunos son famosos. Sobre todo los de siglos pasados, por supuesto. Las aguas son muy peligrosas en esta zona. Ya se han descubierto los restos de muchos naufragios, incluso hay cartas de navegación especiales en las que aparecen señalados. De otros se sabe más o menos dónde tendrían que estar, pero aún no los han encontrado. Y, evidentemente, tiene que haber muchos más.
—¿Y qué buscan en los barcos hundidos?
—El año pasado, un submarinista encontró un cofre del siglo diecisiete que contenía media tonelada de monedas de plata en muy buen estado. Se trata de encontrar cosas valiosas. Joyas, piedras preciosas, monedas de oro, plata y bronce. Armas antiguas, incluso cañones. Obras de arte… Los departamentos de arqueología se centran en aspectos científicos, por supuesto.
Dupin seguía sin saber cómo tenía que procesar esa información; a él le sonaba a leyenda de marineros.
—¿Y dice que nadie habla del tema?
—Nadie se expondría a dar pistas.
—Pero los tesoros… Quiero decir que los objetos hallados en un barco que ha naufragado son propiedad del Estado, no del particular que los recupera.
—A la persona que los descubre le corresponde el diez por ciento de su valor, y eso puede ser muy atractivo. Aquí hay muchos objetos de valor que se guardan en secreto, créame. Y nadie se entera.
—¿Su hermano también era buscador de tesoros?
—Por supuesto.
Lo dijo como si fuera lo más natural del mundo.
—Es algo que lo fascinaba desde pequeño. Y encontró unos cuantos barcos, pero nada de valor, que se sepa… Como ya le he dicho, es una actividad muy popular en el archipiélago y en las aguas circundantes. Hable usted con Anjela Barrault, la directora del centro de submarinismo. Y con el señor Tanguy, un arqueólogo aficionado.
Dupin seguía pensando que eran fantasías y se inclinaba por despachar la cuestión cuanto antes.
—¿Qué valor tenía el cofre? El que estaba lleno de plata, quiero decir.
—Más de medio millón.
Una suma considerable… y muy real.
—Hace unos años, Konan se peleó también con el antiguo alcalde por un asunto relacionado con no sé qué derechos de rescate.
—¿Cómo dice?
Muriel Lefort había vuelto a hablar como sin dar importancia a lo que decía.
—Solo lo recuerdo vagamente. Me lo contó Kilian Tanguy.
—¿No sabe nada más?
—No.
—¿Y acaba de acordarse ahora?
La señora Lefort lo interrogó con la mirada; se la veía muy cansada.
—Le estoy exigiendo más de lo debido. Le conviene descansar un poco.
—Sí, me vendría bien. Estoy agotada.
—La llamaré mañana por la mañana. Todavía tengo que hacerle algunas preguntas.
—Por supuesto. Llámeme cuando quiera, estaré en la oficina.
Muriel Lefort se levantó antes que el comisario, que la siguió hasta la puerta.
—Buenas noches, señora Lefort.
—Buenas noches.
La mujer cerró la puerta sin hacer ruido.
Era realmente como estar en un sueño insólito. La señora Lefort no había exagerado al hablar de las noches de luna llena. Había una luz diferente y colores extraños que creaban un mundo nuevo. Un mundo nuevo en un universo lejano, con leyes y costumbres distintas. La luna brillaba intensamente en unos tonos grises plateados que Dupin no había visto nunca, de eso estaba seguro. Su luz se reflejaba en el mar como el sol en las horas diurnas. Hacía una noche clara, muy clara. Pero no tenía nada que ver con la claridad del día. El mundo parecía haberse transformado: las rocas, la playa, el pequeño muro de piedra del jardín de Muriel Lefort. La luz proyectaba sombras imprecisas que se unían en los extremos. El mundo del plenilunio y las cosas que había en él brillaban débilmente, un fulgor que se movía entre el misterio, la belleza y lo inquietante. La mayor locura era el mar: una superficie totalmente quieta, como de mercurio helado, en la que destacaban las extravagantes siluetas negras de las islas. Un escenario místico perfecto. Si Groac’h, la bruja de los naufragios, hubiera aparecido en ese momento surcando las aguas hacia su legendario palacio, cualquiera habría pensado que era lo más natural del mundo.
Recorrió unos metros y, cuando ya tenía el móvil pegado al oído para llamar, se detuvo de pronto sin pensarlo. Daba la impresión de que todo era infinito, también el silencio, que a esas horas parecía aún más imponente que de día. Incluso el mar se había transformado en un rumor constante, monótono y armonioso.
Dupin se estremeció. Había «refrescado» muchísimo. Era tarde, no había comido nada desde el bogavante, había bebido una cantidad considerable de coñac para su estómago, casi en ayunas, y el día había sido francamente agotador, pero tenía que reponerse y concentrarse.
Intentó hablar por teléfono con Le Ber y Labat.
Le Ber comunicaba.
—¿Labat?
—Señor comisario.
—¿Dónde están?
—Ahora mismo hemos acabado con los interrogatorios en el Quatre Vents y tenemos las listas.
—¿Tanto han tardado?
—Había treinta personas y muchas preguntas que hacer. Le hemos dado prioridad a la exactitud. Creo que es lo que quería usted. Lo que se pierde al principio no se recupera. Ahora tenemos una lista exhaustiva.
Labat parecía totalmente despejado y con ganas de actuar.
—¿Y el centro de submarinismo y la escuela de vela?
—Acabo de hablar con la directora del centro de submarinismo, la señora Barrault. He insistido en que nos facilite la lista completa de todos los que participan en los cursos y que pregunte quién estuvo anoche en el Quatre Vents. La tendremos mañana a primera hora. Por cierto, la señora Barrault también estuvo anoche en el Quatre Vents. —Labat hizo una pausa teatral sin motivo—. Llegó bastante tarde, después de salir del trabajo.
—¿La instructora de buceo también estaba?
Ni Solenn Nuz ni Muriel Lefort la habían mencionado. Aunque era posible que la última no hubiera coincidido con ella por poco.
—Los datos sobre la hora de su llegada son inexactos y contradictorios. Ella cree que fue hacia las nueve menos cuarto. Las hijas de Solenn Nuz dicen que a las ocho y cuarto. En cualquier caso, se quedó hasta que pasó la tormenta, hacia medianoche. Hasta que pasó lo peor. Le Ber le ha pedido la lista de la escuela de vela a la señora Menez, la secretaria de…
—Estoy al corriente. ¿Dónde está Goulch?
—Ha intentado hablar con usted, pero no contestaba al teléfono…
—Tiene razón, Labat.
—Goulch y sus hombres han vuelto a examinar el yate. Después han venido a Saint-Nicolas y supongo que ahora estarán en el muelle. Quería organizar el rescate inmediato de la embarcación para mañana a primera hora. La Luc’hed ha regresado al continente después de realizar unas cuantas inmersiones infructuosas en las Méaban. No han encontrado nada, solo unos bidones más. Goulch lo ha decidido por su cuenta al ver que usted no…
—Entiendo. Bien.
Labat volvería a sacar el tema varias veces, fuera como fuese.
—De los clientes que había hoy, ¿cuántos estuvieron también ayer?
—Hemos contado doce.
Eran unos cuantos.
—Los hemos dejado marchar hace un cuarto de hora, la mayoría estaban bastante disgustados.
—¿Cómo dice?
Eso no era lo acordado. Dupin estuvo a punto de soltar unos cuantos improperios.
—No teníamos motivos objetivos ni argumentos policiales para retenerlos más tiempo. Naturalmente, les hemos pedido los datos personales a todos.
Aunque no era su estilo, Dupin tuvo que rendirse a la evidencia, aunque le habría gustado hablar personalmente con algunos clientes y, en esas cosas, le traía sin cuidado el reglamento de la policía. Pero Labat había actuado correctamente.
—¿Alguien vio algo sospechoso?
—Negativo, hasta ahora. Por cierto, el alcalde de Fouesnant, el señor Du Marhallac’h, quería hablar con usted. Anoche estuvo aquí y hoy también.
—¿Para qué?
—Quería saber cómo va la investigación.
Dupin no estaba muy lejos del Quatre Vents.
—Vamos a reunirnos otra vez, Le Ber, usted y yo. Llegaré enseguida.
—Yo también creo que sería conveniente.
—¿Quién queda en el Quatre Vents?
—La señora Nuz, Le Ber y yo.
—Bien. Otra cosa: Konan se peleó hace unos años con el antiguo alcalde por una cuestión de derechos de rescate. Supongo que de un barco. Hable con —Dupin hojeó su libreta y encontró lo que buscaba— el submarinista ese, el señor Tanguy. Y con alguien del ayuntamiento. Quiero saber lo que ocurrió.
—Por cierto, el prefecto ha intentado hablar con usted. Estaba muy disgustado.
—No se preocupe, me hago cargo yo. No procede en absoluto que se inmiscuya en la comunicación… impecable entre el prefecto y el comisario jefe.
—Me ha dicho…
Dupin tenía el ánimo por los suelos. Colgó y suspiró profundamente.
Sabía que no podría evitar la conversación inminente con el prefecto. Por mucho que se resistiera. Se paró un momento y marcó el número de móvil de Nolwenn. No tardó ni un segundo en ponerse al aparato.
—¿Señor comisario?
—Todo en orden, Nolwenn. La investigación está en marcha —dijo en un tono resignado—. La investigación avanza a toda velocidad.
Esta vez puso a propósito más energía en la frase.
—Abred ne goll gwech ebet: «¡La rapidez nunca pierde!». —Esa respuesta era uno de los dichos preferidos de Nolwenn y seguramente lo dijo para animarlo—. ¿Ya está sobre la pista?
Dupin se detuvo en seco y lo pensó. Volvió a ponerse en marcha. Lentamente.
—No lo sé.
Realmente no podía afirmarlo. Nolwenn sabía que, en todos los casos, llegaba un punto en el que el comisario husmeaba algo, a veces vagamente y sin ser consciente del todo. Entonces solo pensaba en una cosa: seguir el rastro, por inverosímil que pareciera. Todo lo demás le importaba un comino y se mostraba obsesivo, incluso cabezota en algunos momentos. Siempre que alguien hablaba de su «método», Dupin se defendía gruñendo. Actuaba ante todo según un procedimiento muy sistemático, sí, pero había que añadir algo sin falta: ese procedimiento sistemático era muy poco sistemático. Practicaba la observación, la inspección en detalle y (una pasión que ya tenía de niño) el análisis lógico como un poseso, pero después procedía de un modo que parecía totalmente intuitivo, siguiendo de repente, con impaciencia, una idea, una sensación, un impulso, en ocasiones con la complicidad del azar. A capricho. Y siempre con resolución.
—¿Qué ha dicho Solenn Nuz del caso?
—Ha… —Dupin no supo qué contestar. La pregunta de Nolwenn había sonado casi como si solo tuviera que preguntar a Solenn Nuz para saber quién era el asesino—. Ha sido de gran ayuda.
—Seguro que sí. Por cierto, el prefecto ha hablado con la mujer del señor Konan. Ha sido una conversación difícil, el matrimonio no… estaba pasando un buen momento.
—¿Y eso qué significa?
—Por lo visto, hace tiempo que estaban pensando en el divorcio.
—¿Por qué?
—No lo sé.
Una respuesta rara viniendo de Nolwenn.
—El prefecto va a interrumpir su estancia en Guernsey, vuelve a Quimper mañana a mediodía. Creo —su voz se volvió sospechosamente suave, pero sin perder la firmeza—, creo que tendría usted que llamarle, señor comisario. Seguro que este es el caso más importante de su carrera y, lo dicho, está muy implicado personalmente.
—Lo sé.
Realmente lo sabía.
—Es un caso tremendo para la Bretaña.
—Lo sé.
—El presidente del Parlamento bretón ha llamado dos veces al número oficial de comisaría. Y también periodistas del Ouest-France y Télégramme, y uno de L’Équipe, de la delegación regional de Rennes.
A Dupin no le extrañó. Evidentemente, los grandes periódicos deportivos de la nación se interesarían por la muerte de uno de los ganadores de la Copa Admiral, como casi toda la prensa de Francia. Seguro que algunos periódicos nacionales también informarían extensamente sobre el caso. ¡Un asesinato premeditado triple! Aunque solo fuera por los contactos que Konan y Pajot tenían en la capital.
—Cuatro personas han colgado. De números ocultos.
—Nolwenn…
—¿Sí, señor comisario?
—¿Ha oído hablar de la búsqueda de tesoros en la costa, aquí, en las Glénan?
—Las aguas bretonas son un tesoro histórico por sí mismas, señor comisario.
Era el tema preferido de Nolwenn; Dupin reconoció el tono de las «lecciones bretonas» que solía darle.
—En el fondo del mar hay infinidad de naves de todas las épocas: mercantes magníficos, navíos de guerra, barcos de expediciones, cargueros, barcos de pasaje, yates privados, de todo. ¡Incluso galeras romanas!
—Me refería a tesoros a bordo de barcos antiguos. Objetos valiosos, como en las novelas y en las películas.
—Cada dos por tres se recuperan cargas valiosas. También de metales nobles. El hallazgo más importante cerca de las Glénan fue en los años sesenta, un antiguo barco pirata con media tonelada de oro.
Dupin estaba impresionado. Eso sí era un tesoro.
—¡La Tigresa de la Bretaña también navegaba por las Glénan!
Dupin no entendió a qué venía el comentario, quizá a que la presencia de la Tigresa en esas aguas explicaba por qué había tantos barcos hundidos. Nolwenn no siguió con el tema.
—¿Quiere que investigue los hallazgos más valiosos?
—No hace falta.
—Hay muchos buscadores de tesoros, incluso auténticos profesionales. También unas cuantas empresas. Pero la mayoría son aficionados. En las Glénan hay una asociación de arqueólogos marinos, se organizan en el club de submarinismo. ¿Quiere alguna información en especial? ¿Cree que eso tiene relación con los asesinatos?
—No lo sé. —Sus respuestas seguían siendo absurdas—. ¿Cómo se puede saber si alguien tiene una pista? Aquí, en las Glénan.
—Supongo que de ningún modo. Nadie dice esta boca es mía. A no ser que en la búsqueda participen arqueólogos profesionales, de la Universidad de Brest, por ejemplo. Pero tampoco pondría la mano en el fuego por ellos.
Era lo más probable. Si de verdad se trataba de un tesoro, nadie se iría de la lengua.
—Tiene razón, Nolwenn. —No tenía intención de preguntarlo, pero se le escapó de todos modos—. ¿De verdad hay galeras romanas?
—¡Muchas! En estas aguas libramos la batalla naval decisiva contra Julio César. ¡Una batalla injusta! En el año cincuenta y siete antes de Cristo le infligimos una derrota clamorosa, en tierra, ¡en un combate cuerpo a cuerpo! Después, los romanos se escondieron un año entero y construyeron cientos de naves de guerra en la desembocadura del Loira. Su superioridad era enorme. Pero solo lograron una victoria pírrica.
Dupin había manifestado una laguna cultural lastimosa y, al oír la historia, recordó que Nolwenn ya le había contado ese episodio en una de sus «lecciones bretonas». Confió en que se lo perdonaría.
—Voy a ver a Le Ber y a Labat, y lo dejaremos por hoy. La llamaré mañana a primera hora.
—¿Cómo va a volver al continente? ¿Quiere que me ocupe de eso?
Dupin sintió alivio al constatar que Nolwenn abandonaba el tema de los romanos.
—Hay un helicóptero en Saint-Nicolas. Creo. —Dupin se dio cuenta de que solo lo suponía. Pero si hubiera vuelto a despegar, lo habría oído. O quizá no, en caso de que se hubiera ido cuando estaba en casa de Muriel Lefort—. Espero.
—Bien… Y no deje que lo mareen, señor comisario.
—Gracias, Nolwenn. Buenas noches.
Dupin llegó al Quatre Vents.
Le Ber y Labat estaban cerca de la puerta, sentados a una mesa. Cuando el comisario entró, volvieron la cabeza hacia él y lo saludaron con un gesto. Parecían muy cansados, Labat más que Le Ber, y eso que poco antes había hablado con él en tono resuelto. No se veía a Solenn Nuz por ninguna parte.
Se sentó con ellos sin decir nada. Le Ber le acercó un esquema, hecho sobre cuatro hojas DIN-A4 pegadas, del bar con la barra, mesas bien dibujadas y personas marcadas con círculos.
—Hemos ubicado a diecinueve clientes que anoche también estuvieron aquí. Siete son conocidos, clientes habituales. Los otros son regatistas y submarinistas.
Dupin se inclinó para estudiar el esquema. Después sacó la libreta de notas.
—¿Qué clientes habituales?
—La señora Menez, la secretaria de la escuela de vela; Marc Leussot, un periodista independiente que colabora con el Ouest-France, hoy también estaba y hemos hablado con él; Kilian Tanguy, el submarinista, y su mujer. Hemos anotado la hora en todos los casos, cuándo llegaron y cuándo se marcharon. —Le Ber señaló unas cifras minúsculas, anotadas meticulosamente dentro de los círculos—. Luego, Du Marhallac’h, el alcalde. También hemos hablado con él. Y la señora Barrault, la instructora de buceo y directora de la escuela de submarinismo.
Dupin suspiró levemente. A veces tenía la sensación, por distintas razones, de que era un incompetente. Una de ellas, bastante grave, era que siempre había tenido serias dificultades para retener los nombres. En cambio, se acordaba perfectamente de las caras y de las personas.
—Son unos cuantos.
—A esto hay que añadir a dos personas que solo estuvieron un momento: la señora Lefort y un médico, el doctor Devan Menn, especialista en medicina general.
—Nadie lo había mencionado hasta ahora.
—Sí, es un poco extraño. Solo se acuerdan de él las hermanas Nuz. Nadie más. Dicen que habló con Lefort. Las dos creen que estuvo muy poco rato, diez minutos tal vez. Hacia las ocho y cuarto.
—¿Se llama doctor Menn?
—Sí, tiene la consulta en Sainte-Marine.
—¿Y no ha venido hoy?
—No.
—¿Alguna pista?
—Todavía no.
Eso era muy poco. El balance era muy modesto.
—Hemos avanzado con la lista más de lo que pensaba, jefe.
Le Ber seguramente pronunció la frase para combatir su propio cansancio y para no empeorar los ánimos.
—¿La señora Nuz está en la cocina?
—Se ha ido hace unos diez minutos. Recogerá las mesas mañana.
—¿Les ha dejado las llaves?
—Ha dicho que solo tenemos que apagar la luz y cerrar la puerta. Y le manda recuerdos.
Dupin no pudo evitar una sonrisa.
—Seamos breves, es muy tarde. —La idea le vino a la mente antes incluso de acabar la frase—. Le Ber, el helicóptero sigue en Saint-Nicolas, ¿verdad?
—Sí, señor comisario. Les he dado instrucciones de que esperen. Supuse que le parecería bien. Goulch ya se ha marchado en barca.
—Muy bien. —Dupin pensó que sería mejor salir un momento—. Vuelvo enseguida.
Salió del bar y cerró la puerta con cuidado. Después sacó el móvil.
—Amiral, buenas noches.
—Buenas noches, ¿está Lily?
—Un momento.
Lily Basset, la dueña del Amiral, solo tardó realmente un momento en ponerse al aparato. Dupin la apreciaba mucho, entre ellos había surgido una especie de amistad con los años, ya que el comisario empezaba todos los días con un café en el Amiral y a menudo también los acababa allí por la noche. No hablaban mucho; se había creado un verdadero entendimiento silencioso entre ellos.
—Soy Georges.
—Nos hemos enterado del suceso. ¡Dios mío!
Dupin sabía que no tendría que gastar saliva hablándole del caso. Eso era magnífico.
—Quería pasarme por ahí, pero se me va a hacer tarde.
El Amiral solía cerrar hacia las doce y media. Lily estaba al tanto de que, cuando el comisario investigaba un caso, a veces se le hacía bastante tarde.
—Enseguida aviso a Philippe. Lo de siempre.
«Lo de siempre» significaba: un entrecot grande, patatas salteadas y un tinto con cuerpo de la región de Languedoc, un Château Les Fenals.
—Fantástico.
—Hasta luego.
Dupin se animó mucho. Psicológicamente. Tenía algo a lo que agarrarse.
Entró en el Quatre Vents. Le Ber y Labat le dirigieron una mirada inquisitiva.
—Muy bien, señores. Mañana empezaremos temprano. Digamos que aquí a las ocho. Los próximos días vamos a necesitar las dos patrulleras, a Goulch y sus hombres, y también la Luc’hed. Además, quiero los helicópteros permanentemente a nuestra disposición. Es preciso que podamos reaccionar rápidamente ante cualquier eventualidad, sin importar que estemos en medio de la nada.
Lo dijo en un tono casi jovial y le hizo gracia.
—Entonces ¿quedamos mañana a las siete y media en el aeropuerto de Quimper?
—Correcto, Labat.
La perspectiva de sentarse en el Amiral delante de un entrecot le dio nuevas energías.
—¿Hemos averiguado algo más sobre Konan y Pajot? No podemos cometer el error de obsesionarnos con Lefort, sería una negligencia.
Sin embargo, ni él mismo estaba seguro de creer lo que acababa de decir.
—También tenemos que concentrarnos en la relación que unía a los tres hombres: qué habían emprendido juntos, qué planeaban, lo que sea. Si alguien la había tomado con los tres. Lo mismo para todas las combinaciones de dos: Lefort-Pajot, Pajot-Konan, Lefort-Konan. Es muy improbable —Dupin se interrumpió un momento y frunció el ceño— que quisieran actuar contra una sola persona. Pero tampoco podemos descartarlo, por supuesto.
—Ninguno de los clientes con los que hemos hablado esta noche conocía personalmente al señor Pajot, ni siquiera los habituales. Du Marhallac’h había oído hablar de él, pero nadie más. Tampoco la señora Nuz —informó Le Ber. Él también hablaba de la señora Nuz como si fuera la máxima autoridad en cualquier asunto.
Labat también intervino expeditivamente otra vez.
—Les hemos enseñado a todos la fotografía de Pajot, pero parece que nadie lo ha visto en las islas, en ningún sitio. Un poco misterioso.
—Tal vez se quedó en el yate y no desembarcó. No sería nada extraordinario. El yate era bastante grande para pasar una velada confortable.
Como solía hacer, Labat puso cara de niño ofendido. Dupin lo había dicho solo por objetar algo, pero a él le pareció de pronto que había hablado de forma muy concluyente.
Le Ber retomó la palabra:
—Todos los clientes habituales conocían a Konan, venía regularmente con Lefort. Pero nadie sabe casi nada de él, solo un par de cosas que también sabemos nosotros. Todos saben que le apasionaba la pesca. La señora Barrault, la instructora de buceo, conocía el yate y dice que se los encontró unas cuantas veces en el mar, a él y a Lefort, cerca de Les Moutons, en sitios donde hay caballa. Nadie lo conoce lo suficiente para haberse enterado de posibles conflictos. Era únicamente «el amigo de Lefort» para todo el mundo.
—Labat, quiero que mañana a primera hora vaya a ver a la mujer de Konan. El prefecto ha hablado con ella por teléfono. El matrimonio estaba en las últimas.
Se notó que a Labat le parecía un encargo razonable.
—De acuerdo. A las veinte horas y dos minutos, he hablado con la secretaría de Pajot en París. Estaba aturdida. Mañana por la mañana volveremos a hablar. Pajot no tenía hermanos y sus padres están muertos. Pero la secretaria quería informarse de si alguien sabía algo más. Me ha dicho que era un hombre bastante «distante». No sabía casi nada de su vida privada.
—Las noticias sensacionales vuelan, pronto sabremos si hay más familiares. Si los hay, llamarán y se quejarán de que nadie los haya avisado. —Dupin lo dijo en un tono más cínico de lo que pretendía—. Por hoy, hemos acabado.
Le Ber puso cara de alivio. Incluso Labat parecía contento.
—¿Alguien les ha dicho algo sobre la búsqueda de un tesoro?
Los dos lo miraron perplejos.
—¿Algo sobre un barco hundido, un descubrimiento, la recuperación de una carga?
—A mí no.
—A mí tampoco.
Los dos inspectores parecían demasiado cansados para hacer preguntas. Y Dupin tampoco tenía ganas de dar más explicaciones.
—Nos vamos.
Era una orden.
El helicóptero despegó a las 23.25 h exactamente.
Los tres policías de la comisaría de Concarneau iban en sus asientos respectivos, con el cinturón de seguridad abrochado y bien ceñido —sobre todo Dupin—, totalmente ensimismados, pensando en los acontecimientos del día, tan extraño y dramático. Dupin recordó lo que decían en la costa sobre las Glénan: el tiempo se dilataba en las islas. En cuanto se llegaba al hechizo de ese mundo, podían suceder muchas más cosas que en cualquier otro lugar, en un minuto, en una hora, en un día. Por muy ilusoria que pareciera, esa era la impresión que tenía.
El helicóptero proyectaba una sombra extravagante sobre el mar plateado, parecía una película surrealista. Dupin creyó ver unas cuantas veces la sombra de un ave rapaz volando en picado tan repentinamente que se inquietó.
Pronto llegarían al continente; las luces de Sainte-Marine y de Bénodet centelleaban a lo lejos. Era extraño, daba la impresión de que marcaban con sus destellos una frontera fundamental: a un lado, el extraordinario reino de las Glénan y del Atlántico, y al otro, el mundo ordinario, la realidad. Dupin se alegró, pero también se puso un poco melancólico. Y no entendía el porqué de ninguna de esas dos sensaciones. Incitado por el ruido monótono de los rotores, que los auriculares amortiguaban pasmosamente, estuvo a punto de dormirse un par de veces. No obstante, el empeño por desarrollar algunas ideas lo mantuvo despierto. Además, ¡nunca se habría dormido delante de sus inspectores! En especial, delante de Le Ber.
Pronto pisarían tierra firme. Él se subiría a su Citroën, conduciría a toda velocidad y se plantaría en Concarneau en treinta minutos, en el Amiral. Aparcaría en el gran aparcamiento del muelle y todo volvería a la normalidad por un tiempo. Entraría en el restaurante y, en menos de cinco minutos, tendría delante un entrecot y ya se habría bebido la primera copa de Languedoc.