El bogavante estaba riquísimo. Si el bogavante bretón, un poco más pequeño que el americano y de color azul oscuro, ya era una exquisitez por su delicada carne blanca, la fama gastronómica del bogavante de las Glénan (y de todo lo que se pescaba en el archipiélago) era superior. Naturalmente, era «el mejor bogavante del mundo», pero Dupin, que todavía se reía a veces de la típica afición de los bretones por los comparativos y los superlativos en todo lo concerniente a la Bretaña (aunque él mismo la había interiorizado plenamente con el tiempo), pensó que el orgullo estaba más que justificado en ese caso. Aquel bogavante tenía un sabor suave y a la vez aromático, con un ligero toque de almendras amargas que le gustaba mucho. La esencia del mar se condensaba en la lengua con cada bocado. Pensó dónde podría encontrarlos en el continente. Se lo preguntaría a Lily Basset, la dueña del Amiral. O a su marido, Philippe, el formidable cocinero. Quizá incluso los servían en el Amiral. Y seguro que los vendían en el magnífico mercado antiguo de la plaza Mayor de Concarneau, donde había de todo y más. Le recordaba al mercado del Distrito VI de París, en la rue Lobineau, que le encantaba ya de niño y era extraordinario, también porque abría a las seis de la mañana y no cerraba antes de medianoche, una gran ventaja para él, que ya tenía horarios muy irregulares cuando trabajaba en París. Fue mucho tiempo el lugar favorito de Claire y suyo. A veces se veían allí a las diez o a las once de la noche, al salir del trabajo, en un puesto que parecía un bistró, con unas cuantas sillas viejas de madera y donde vendían principalmente vino, queso y mostaza. Comían y observaban a la gente y la maravillosa atmósfera propia de esas horas. Todos bebían vino y no hablaban mucho.
Dupin se acordó de que tenía que llamar a Claire. Quería hacerlo. Sinceramente, quería llamarla. Unas semanas antes habían quedado en que hablarían por teléfono. La había llamado a principios de abril, cuando ella iba hacia la clínica, y decidieron que tendrían una conversación más larga otro día. Ya la habían tenido después de las últimas Navidades. Entonces hablaron detenidamente, también para considerar la posibilidad de volver a verse, pero ninguno de los dos se atrevió a dar el paso. Pero él quería verla. Lo tenía claro desde hacía semanas. No es que antes no lo tuviera claro, pero no tanto. Las relaciones que había iniciado desde que rompió con ella (y habían sido unas cuantas) nunca habían llegado a nada serio. Y no porque no fueran mujeres maravillosas, que lo eran, sino porque siempre se acababa dando súbitamente cuenta de que la cosa no funcionaba. Ni siquiera el último año, con la historiadora del arte que lo ayudó en un caso espectacular y con la que salió unas cuantas veces. Estuvo muy bien. Y fueron al Océanopolis. A ver a los pingüinos de Dupin. Después, ella se marchó a Montreal, donde le habían ofrecido una cátedra en la universidad, aunque ese no fue el verdadero motivo de que no siguieran juntos.
Las dos últimas veces que había hablado con Claire por teléfono, Dupin tuvo la sensación de que ella también pensaba en un reencuentro. Cogió el móvil y marcó su número, que aún sabía de memoria. Pasaron unos segundos.
«Buenos días, le habla el contestador de la doctora Claire Chauffin, del Servicio de Cirugía del hospital Georges Pompidou. Deje su mensaje después de oír la señal».
Había desviado las llamadas al teléfono de la clínica. Como casi siempre. Dupin dudó.
—Yo… te llamo luego —dijo, y colgó bruscamente.
Sabía que el mensaje era cualquier cosa menos perfecto. Confió en que al menos reconociera su voz, porque la conexión en la isla no era muy buena.
Lo reconocería. Seguro. Y él… había llamado.
Mientras se deleitaba con el fabuloso bogavante, lo incordió, en contra de su voluntad, una pregunta que le rondaba la mente desde la última vez que había hablado por teléfono con Nolwenn y que desde entonces intentaba quitarse a toda costa de la cabeza. En vano. Tendría que poner más empeño en distraerse pensando en otra cosa.
Por ejemplo, en la embarcación que acababa de llegar al muelle y no se parecía a las otras. Era más grande, más larga, calculó que unos quince metros, y presentaba unas estructuras que parecían tener una finalidad industrial. El sol quemaba. Le habría ido bien una gorra. Era inútil. No conseguía distraerse.
—Mierda.
Había renegado en voz baja, pero unos cuantos clientes se volvieron a mirarlo. Cogió el teléfono. Volvía a estar casi de tan mal humor como por la mañana. Dupin sabía que los que lo conocían decían que era un gruñón y, a veces, insoportable (durante el último caso oyó que lo llamaban «rezongón», y la palabra le encantó). Dependiendo de cómo estaba de ánimos, reaccionaba a esos comentarios de forma conciliadora, riéndose de sí mismo o con cierta rudeza, pero en general pensaba que esas afirmaciones eran exageradas.
—¿Nolwenn?
—¿Señor comisario?
—El yate del fabricante de colchones, ese que han encontrado en Bénodet… ¿Se sabe algo del hombre? Quiero decir que si ha dado señales de vida.
—No lo sé. El prefecto se ha tranquilizado al saber que el yate de Konan estaba en el puerto. Preguntaré si hay alguna novedad.
—¿Y el amigo de Konan? ¿Hay noticias de él? ¿Y sabe alguien por qué el yate está en Bénodet y no en Sainte-Marine? ¿Quién ha visto el yate en el puerto y por qué lo ha notificado?
—No tengo ni idea.
—¿Sabe cómo se llama el amigo?
—No.
—¿Tenía también yate?
—Por lo que sé, siempre salían a navegar en el de Yannig Konan. ¿Quiere que aclare todos esos puntos?
Dupin no estaba seguro. Ni él mismo se entendía. Se preocupaba por un amigo del prefecto, al que Nolwenn consideraba un criminal, y todo sin que de momento hubiera indicios que permitieran suponer que había algo de lo que preocuparse. Seguro que estaba con una mujer. Alguna historia sórdida.
—Me estoy acabando el bogavante.
—¿El bogavante?
—Sí, bogavante.
—¿Está en el Quatre Vents?
—Exacto.
—Me alegro de que esté ahí, el bogavante de las Glénan es el mejor del mundo. Hable con Solenn Nuz si necesita algo. Es la dueña del Quatre Vents. Lo sabe todo y conoce a todo el mundo. Las Glénan son su reino.
—¿Su reino?
—Sin duda.
—¿Por qué lo dice?
—Verá, Solenn Nuz compró el Quatre Vents hace diez años al municipio. Con su marido, Jacques, un apasionado del submarinismo. En esa época, él ya era el propietario de la escuela de submarinismo, pero todavía vivían en el continente. Nadie quería la vieja caseta, estuvo vacía durante casi siete años. A todo el mundo le parecía un engorro montar ahí un restaurante. ¿La ha visto? ¿A Solenn Nuz?
—No.
—Entonces habrá visto a una de sus dos hijas. Louann y Armelle también trabajan en el bar. Las tres se parecen tanto que cuesta distinguirlas, es asombroso. Una vive con su madre en el archipiélago y la otra, con su novio en el continente, pero está ahí muy a menudo. Tienen una casita en la isla, casi detrás de la escuela de vela.
Dupin imaginó que vivir allí no sería fácil.
—¿Y el marido? ¿El submarinista?
—Oh, una historia trágica… Se ahogó. Justo cuando acababan de comprar el Quatre Vents y pensaban mudarse a las Glénan. Era el gran sueño de los dos. Solenn se instaló de todos modos en las islas y arrendó el club de submarinismo a una amiga.
En los años que llevaba trabajando con Nolwenn, el comisario se había acostumbrado a que supiera muchas cosas de mucha gente de Cornualles (la costa entre el extremo más occidental de Francia, Pointe du Raz, y Quimperlé) y nunca se las diera de nada. Sin embargo, a veces se quedaba boquiabierto y se le escapaba la pregunta:
—¿Y usted cómo lo sabe?
—El fin del mundo no es muy grande, señor comisario. Además, mi marido…
—… una vez hizo unos trabajillos para Solenn Nuz.
—Eso es.
Dupin no tenía ni idea de a qué se dedicaba el marido de Nolwenn (enseguida decidió que no lo preguntaría nunca), pero por lo visto tenía un oficio universal. Calculaba que no habría mucha gente en la región a la que el marido de Nolwenn no le hubiera hecho «unos trabajillos».
—Es una mujer muy guapa. Dura. Una belleza sobria. Se conserva bien. Muy joven.
Dupin no estaba seguro de lo que había querido decir Nolwenn. ¿Por qué le hablaba tanto de la dueña del bar?
Hizo una pausa.
—Olvide que la he llamado, Nolwenn.
Nolwenn conocía los cambios bruscos de Dupin, en todos los sentidos.
—De acuerdo. Hablamos más tarde.
—La llamaré.
Nolwenn colgó.
Dupin aún tenía el teléfono cerca de la oreja y, justo cuando acababa de pulsar la tecla roja para colgar, sonó de nuevo. Cogió la llamada en un acto reflejo.
—¿Señor comisario?
—¿Le Ber?
—Siempre comunica. Quería decirle que, si le parece bien, el helicóptero llevará los cadáveres al Instituto Forense de Quimper. Aquí ya no podemos hacer nada. Tampoco Savoir. Los necesita en el laboratorio. Le urge.
—Por supuesto. ¿Hay alguna novedad? ¿Denuncias de desaparición? ¿Un naufragio?
—Hasta ahora no.
—Es imposible. Alguien tiene que echarlos de menos.
—Podrían ser de cualquier parte. Quizá eran extranjeros. Holandeses, alemanes, ingleses o parisinos, que hacían una travesía por la costa. Mucha gente lo hace. Si estaban de vacaciones con su propia embarcación o con una prestada, es posible que tarden en echarlos de menos. Y más aún en avisar a la policía.
Eso era cierto. Dupin frunció el ceño y se frotó la sien con la mano derecha.
—La Bir está en Les Méaban —prosiguió Le Ber—. Hay objetos flotando entre las rocas, sobre todo plástico. De momento, nada que señale específicamente a un accidente marítimo. Lo están examinando todo a conciencia. Labat y yo pasaremos a buscarlo en la Luc’hed. Y luego preguntaremos por las embarcaciones que están en la Chambre. A ver si les ha llamado la atención alguna cosa. Aunque seguramente no servirá de mucho.
—¿Pasar a buscarme?
—Exacto.
—De acuerdo.
Dupin pronunció las palabras con parsimonia; mientras hablaban, él estaba pensando en otra cosa. Sinceramente, no sabía qué se le había perdido en Saint-Nicolas, en las Glénan, excepto que se estaba de maravilla, había probado el mejor bogavante de su vida y el café era perfecto. Podía volver a Concarneau con el doctor Savoir y dirigir la operación desde allí. Eso le ofrecía la ventaja de que no tendría que volver a subirse a una patrullera.
—¿Sigue ahí, señor comisario?
—Le Ber… Quiero que venga a buscarme el helicóptero. Dentro de media hora en Saint-Nicolas. Todavía tienen que subir los cadáveres a bordo y seguro que tardarán un rato.
La respuesta de Le Ber se demoró un poco.
—Cierto, usted ya no puede hacer nada ahí. Ahora mismo lo arreglo.
—Y ustedes podrán empezar a preguntar directamente por las embarcaciones. No hace falta que vengan a Saint-Nicolas.
Tenía media hora más para estar solo. Para acabar de comer en paz.
Dupin colgó.
Echó un vistazo a su alrededor. La terraza se había llenado de golpe. Casi todas las mesas estaban ocupadas, también una de las dos que estaban más cerca de él. Seguro que la pareja había oído lo que decía. Dupin esbozó una sonrisa marcadamente cordial, aunque eso no cambió el hecho de que sus vecinos lo miraran con recelo.
Había mucho movimiento. La temporada de vela y submarinismo había empezado. Todos los años, la temperatura del Atlántico hacía un salto decisivo a finales de abril y pasaba de diez o doce grados a catorce o quince. Después, en junio y julio, llegaba a dieciocho grados y, cuando había «olas de calor» en la Bretaña, algunas veces a diecinueve o veinte (contaban que en 2006, los días 23 y 24 de agosto al anochecer, ¡el mar alcanzó en Port Manech una temperatura de veintidós grados!). Las personas que veía eran claramente entusiastas de los deportes acuáticos, la mayoría entre los veinte y los cuarenta años. Los meses de mayo y septiembre, cuando aparecían los grandes bancos de caballa, eran la mejor temporada para los pescadores de caña. Solo había que dejar unos segundos el sedal con el anzuelo en el agua, y los peces picaban. Y con los aparejos de cinco anzuelos que usaban en la zona, salían cinco peces gordos por cada aparejo. Dupin había oído contar muchas historias.
Se comió el último trozo de bogavante, la carne de las pinzas abiertas. Se había guardado lo mejor para el final, era algo que ya hacía de niño. Y bebió el último trago de vino blanco, muy bueno y muy frío.
Dupin se arrellanó en el asiento. Cogió el periódico. La primera página del Ouest-France (uno de los dos grandes periódicos regionales que a Dupin le gustaban y que leía detenidamente todas las mañanas) estaba dedicada casi por entero a los treinta y seis jabalíes que habían muerto en los últimos días. Los habían encontrado en la playa, en el departamento de las Costas de Armor, al norte. Muertos a causa de los gases venenosos que provocaba la descomposición de las algas verdes. Era una noticia triste, una noticia que daba muchísimo coraje. La muerte de un jabalí afectaba profundamente a los bretones, que amaban a esos animales (Astérix y Obélix eran pura verdad). Hacía años que la plaga de algas era uno de los temas más discutidos en la Bretaña. También era uno de los temas preferidos de Le Ber, que desde el viernes por la tarde no paraba de renegar cada media hora («¡Qué cerdada!»). Los fertilizantes que echaban en el campo se filtraban en la tierra y los nitratos llegaban al mar a través de los ríos y riachuelos. Eso provocaba que en los meses de verano se depositaran grandes cantidades de algas en las playas; en algunas, se acumulaban cubriendo cientos de metros. Eran inocuas, incluso comestibles, pero se convertían en un peligro cuando se descomponían con el sol del verano. Ese año, las primeras algas habían llegado a finales de abril, más pronto que nunca. En toda Francia y en media Europa se hablaba del tema. Quizá la muerte de los jabalíes conseguiría que se actuara contra el poder del lobby de agricultores y la desvergüenza de muchos políticos que le quitaban importancia al problema. Quizá los jabalíes cambiarían las cosas, eso sería una historia muy bretona.
El móvil de Dupin volvió a sonar. Otra vez Nolwenn.
—El amigo de Konan se llama Lucas Lefort. Toda una celebridad en la Bretaña. Copropietario de la escuela de vela Les Glénans. ¡La escuela de vela más famosa del mundo! Es suya y de su hermana, los dos la heredaron. Además, Lefort era regatista profesional. Hace ocho años formó parte de la tripulación del Explorer IV, que ganó la primera Copa Admiral, la competición más importante y más dura de yates de vela. De la clase Open… la copa del mundo no oficial. ¡Equipos compuestos solo por bretones!
Nolwenn cogió aire y continuó hablando un poco más tranquila.
—Konan sale a navegar con él. La sede central de la escuela está al lado del Quatre Vents. Lefort también tiene una casa en Saint-Nicolas, una de esas casas horrorosas por fuera, en dirección a Bananec.
Dupin abordó con desgana la cuestión.
—¿Vive en las islas?
—En realidad vive en Les Sables Blancs, donde tiene una mansión reformada al último grito por un arquitecto estrella, con piscina y todo lo demás. Un soltero empedernido. Si quiere que le diga la verdad, un presuntuoso, un creído y un mujeriego. No para de salir en los titulares.
Dupin tuvo de nuevo la tentación de preguntarle cómo lo sabía y de dónde había sacado tanta información en tan poco tiempo. Y sobre todo por qué le dedicaba adjetivos tan contundentes si al principio parecía que hablara de un héroe.
—Lefort tiene dos yates, pero no en Bénodet, claro, sino en Concarneau. Un velero de lujo y una de esas lanchas rápidas. Probablemente la usa para moverse entre las Glénan y el continente.
—Hum. ¿Y por qué Konan y él no salen a navegar en el velero de lujo?
—Ni idea, señor comisario.
—Veré si lo encuentro por aquí. O si alguien sabe algo.
Dupin lo dijo instintivamente. Nolwenn contaba con ello, lo conocía muy bien.
—Acabo de preguntar en la escuela de vela si está en la isla. Me han dicho que no saben dónde está, pero que lo esperan urgentemente.
—Entendido. Dígale a Le Ber que no hace falta que venga a buscarme el helicóptero. Seguro que también puede venir más tarde. Supongo. Después de llevar los cadáveres a Quimper, ¿verdad?
—No sé. Pero hay otro helicóptero de salvamento marítimo.
—Muy bien.
Dupin solo quería una cosa: no volver a subir a la patrullera.
Al cabo de unos minutos, el comisario Dupin estaba delante de la casa de Lucas Lefort, un edificio realmente feo, el primero de una hilera de casas, todas idénticas. Seis viviendas, una cada quince metros más o menos, y todas unos metros más atrás respecto a la anterior. Las seis tenían un jardín grande, pero árido, únicamente con los típicos matorrales que crecían en la isla, aunque con unas vistas preciosas a la laguna de Saint-Nicolas, a las islas de Penfret, Drénec, Le Loc’h y, en medio de la Chambre, a la fortaleza de Cigogne. Un pequeño muro de cemento, que llegaba a la altura de las rodillas, nada decorativo y bastante raro, separaba los jardines del camino, que bordeaba la orilla del mar. Las casas debían de ser de los años setenta y seguro que en aquella época presentaban una arquitectura ambiciosa. Los tejados de pizarra llegaban casi hasta el suelo, y las ventanas y las terrazas se integraban en ellos como si fueran nichos, un diseño que se consideraba elegante en aquella década. La ley de costas, muy estricta desde hacía unos años, había sido probablemente lo que había impedido que las demolieran y las sustituyeran por construcciones nuevas. La terraza de Lefort, lo único bonito de toda la casa, era de madera y estaba flanqueada por unas piedras grandes. Había una mesa enorme, que a Dupin le pareció exagerada, y una cantidad de sillas que también era desproporcionada.
A través de la ventana panorámica, en la que se reflejaba la luz, no se veía a nadie. En el margen derecho de la finca había una pequeña verja de madera, desde la que partía un camino estrecho de grava que conducía a la puerta de entrada, situada en un lateral de la casa. No había timbre en la verja. Solo una placa esmaltada: «L. Lefort».
Dupin acarició de nuevo la idea de pedirle a Le Ber que pasaran a recogerlo para llevarlo al continente. La situación era de lo más grotesca. Iba a preguntarle a un hombre que caía mal por un hombre que también caía mal y además era amigo del odioso prefecto. Seguro que Lefort estaba durmiendo a pierna suelta después de una noche larga, si no allí, en su mansión de Les Sables Blancs. ¿Y qué significaba eso de que lo esperaban urgentemente? Además, nada indicaba que Konan y Lefort pudieran ser dos de los tres cadáveres que en esos momentos volaban hacia el Instituto Forense de Quimper. ¿Y qué le diría a Lefort si lo encontraba en casa? ¿«Tenía la leve sospecha de que usted era uno de los tres cadáveres que el mar ha arrastrado a la playa, aunque nada apuntaba en esa dirección… Me alegro de que no sea usted»? En realidad, todo indicaba que lo mejor sería volver inmediatamente a Concarneau. Sin embargo, por mucho que lo fastidiara, no le quedaba otro remedio. Abrió la verja y siguió el camino de grava.
La puerta de la entrada, de aluminio y con vidrio traslúcido en el tercio superior, era igual de fea que el resto de la casa. Allí tampoco encontró ningún timbre. Dupin llamó a la puerta. Primero discretamente. Luego, después de esperar un poco, con determinación.
—¿Señor Lefort? ¿Hola? —Dupin lo dijo varias veces. Cada vez más alto—. Comisario de la policía de Concarneau.
—No sé si está.
Dupin se sobresaltó. Detrás de él había una mujer. No podía haber llegado por el camino de grava porque la habría oído acercarse.
—Yo… Buenos días, señora. Soy el comisario Dupin, de la policía de Concarneau.
Calculó que la mujer rondaba los cuarenta. Pelo largo, tupido y rubio claro, recogido disciplinadamente en una trenza. Era delgadísima, de estatura media y con unos pómulos muy marcados que armonizaban totalmente con su cara alargada. Muy alargada, pero en absoluto fea. Ojos de mirada discreta, pero despierta y segura. Falda de paño marrón muy ceñida y blusa muy sobria y también ceñida de color naranja oscuro. Vestía de un modo que hacía gracia, quizá un poco anticuada.
—¿Le ha pasado algo a Lucas? ¿Puedo saber qué? Soy su hermana. Muriel Lefort.
—No, no, nada. Solo iba a…
Sería aún más complicado que si hubiera encontrado a Lefort. Dijera lo que dijese, la asustaría.
—No tiene por qué preocuparse, se lo aseguro.
Dupin se sintió mal al decirlo.
—Mi hermano y yo habíamos quedado hoy, pero no se ha presentado. Venía a ver si estaba en casa. No contesta al móvil. He visto su lancha en el puerto; o sea, que tiene que estar en la isla. En realidad, vive en Les Sables Blancs, pero viene de vez en cuando, aunque no suele quedarse a dormir. En cualquier caso, anoche estaba aquí.
—¿Anoche estaba aquí?
—Sí. Lo vi un momento en el Quatre Vents. Pero no hablé con él. Solo me quedé unos minutos.
—¿Su hermano estaba solo?
—No sabría decirle. Lo vi en la barra, hablando con una rubia. ¿Por qué lo busca?
Dupin había confiado en que podría evitar la pregunta.
No entendía nada. Lefort estuvo allí la noche anterior. ¿También Yannig Konan? ¿Navegaban por la zona y pararon en la isla debido a la tormenta? ¿Pasaron la noche en la isla? Si Lefort estaba solo, ¿no sería eso un indicio de que Konan no salió a navegar con Lefort, sino que estuvo con una mujer o algo por el estilo? Pero ¿dónde estaba Lefort?
—¿Tiene las llaves de la casa de su hermano?
—Aquí no. Puedo ir a buscarlas, vivo aquí al lado.
El móvil de Dupin retronó. Vio el número de Labat. Se retiró un poco y contestó.
—Tenemos una denuncia por desaparición. Acaban de presentarla en Quimper.
Labat lo dijo hablando atropelladamente, aunque se esforzó por controlar las palabras.
—¿Quién es?
—Un tal Arthur Martin. De Île-Tudy, no muy lejos de Bénodet. Ha…
—¿Edad?
—Cincuenta y cinco.
—Yo… Espere un momento, Labat.
Dupin se volvió hacia Muriel Lefort, que lo miraba con inquietud.
—El asunto es otro, señora Lefort. Es otra persona. Definitivamente.
—Me alegro… Quiero decir que… —Se interrumpió, abochornada—. Voy a buscar las llaves.
—Sí, vaya.
Dupin esperó un momento y volvió a hablar con Labat.
—¿Quién ha puesto la denuncia?
—Su novia. El hombre estuvo en la isla de Les Moutons. No pertenece al archipiélago, pero todo el mundo la incluye. Está a cinco millas náuticas en dirección al continente, un poco al oeste. Tenía que volver con la barca esta mañana como muy tarde. Siempre sale a navegar con una barca no muy grande, cinco metros sesenta de eslora. Pero con camarote. La novia ha intentado localizarlo llamándolo al móvil. Y se ha puesto cada vez más nerviosa.
—Quizá se ha quedado sin batería.
—La mujer ha pasado por su casa y lo ha llamado a la oficina. No se ha presentado al trabajo.
—¿Qué hacía en las islas?
—Pescar. Es un pescador experto.
—¿Iba solo?
—La novia dice que siempre salía solo. He pedido que nos manden una fotografía a mi smartphone.
Labat no tenía móvil, claro que no, él tenía un smartphone. Dupin no soportaba la manera en que Labat pronunciaba la palabra «smartphone», y todavía menos cómo se le subían los humos cuando lo utilizaba, con todas sus funciones sensacionales.
—No veo nada que indique que el desaparecido pueda ser uno de los tres cadáveres. Seguro que el señor Martin aparece pronto.
Dupin era consciente de que la rigurosidad de esa conclusión se basaba principalmente en el enfado que le causaba que Labat se apuntara un tanto. No obstante, la cosa en sí tampoco tenía mucho sentido. Se trataba de un hombre solo. Nada indicaba que se hubiera reunido con alguien. Y era muy improbable que la noche anterior hubieran zozobrado varias embarcaciones con un solo tripulante a bordo y en varios sitios distintos, y que tres cadáveres aparecieran en la misma playa, ¿no?
—Yo también creo que no es más que una casualidad puntual. En este momento tenemos tres cadáveres sin identificar y un desaparecido. Una denuncia por desaparición, precisamente donde ya hay un caso. Pero sería una imprudencia grave no investigarlo.
Dupin tuvo que admitir que, formulada de ese modo, la opinión de Labat parecía convincente.
—De acuerdo.
—Habría que encargar a uno de los helicópteros que examine la zona alrededor de Les Moutons. Y también habría que pedir una lancha en Bénodet o Fouesnant. La isla de Les Moutons está deshabitada, pero es posible que ayer hubiera otras embarcaciones en la zona y alguien viera la barca de Martin.
—Ocúpese usted, Labat.
Dupin colgó. ¿Podía ser que, por algún motivo que ellos desconocían, hubiera dos personas más a bordo de la barca del hombre de Île-Tudy? En realidad, no sabían nada. Nada de nada.
Echó un vistazo alrededor y vio de nuevo a la señora Lefort, que volvía saltando ágilmente el pequeño muro que separaba la primera casa de la segunda. No tardó mucho en llegar a su lado.
—Las llaves.
Muriel Lefort parecía muy serena.
Un instante después abrió la puerta.
Se entraba directamente en una sala espaciosa y abierta, que hacía las veces de comedor y sala de estar. Las ventanas panorámicas daban a la parte de delante y a la de detrás, y la cocina, pequeña y señorial, estaba justo enfrente de la puerta de entrada.
—¿Lucas? ¿Lucas? ¿Estás ahí?
La casa no estaba limpia como una patena, pero tampoco desordenada. La señora Lefort se quedó en la entrada, un poco indecisa.
—Me resulta un poco embarazoso entrar por las buenas en casa de mi hermano. En circunstancias normales, no lo haría.
—En este caso está… justificado.
Dupin pronunció las palabras con voz suave, pero firme.
—Si usted lo dice.
Muriel Lefort se dirigió a la escalera estrecha de madera que llevaba al altillo. El comisario Dupin se detuvo casi en el centro de la sala.
—¿Lucas? Un comisario de la policía quiere hablar contigo.
Subió las escaleras y desapareció unos instantes en el piso de arriba antes de volver a aparecer.
—No hay nadie, señor comisario. La cama no está deshecha y tampoco parece que hayan usado el cuarto de baño. Da la impresión de que no ha dormido aquí.
—Se iría anoche.
—Ya se lo he dicho: su lancha está en el puerto. Tiene una de esas ridículas lanchas rápidas. Y un amarre en el muelle.
—Tal vez…
Dupin se interrumpió. Aquello no conducía a nada. Eran puras especulaciones. Necesitaban evidencias.
—¿Tiene una fotografía de su hermano?
La señora Lefort volvió a ponerse nerviosa.
—¿Cree que mi hermano podría ser uno de los muertos?
—Me gustaría poder afirmar con toda seguridad que no lo es.
—A lo mejor ha pasado la noche con alguien. Él…
Entonces fue Muriel Lefort la que se interrumpió.
—Voy a buscar una fotografía.
Desapareció de nuevo en el altillo y volvió al cabo de poco.
—Había una encima de la cama, con su novia actual. Creo.
Pronunció la palabra «novia» remarcándola de un modo extrañamente artificial.
—Al menos, la foto es bastante reciente. Tenga.
Se la dio. Dupin vio a un hombre alto, delgado y, había que reconocerlo, atractivo. Tenía unos rasgos muy pronunciados, unos pómulos marcados, pelo corto y sin entradas, negro y brillante, y estaba a bordo de un velero grande, vestido con bermudas y un polo oscuro. Se reía y abrazaba a una joven espectacular de pelo castaño que iba en bikini. Lucas Lefort miraba directamente a la cámara, con seguridad, de manera penetrante, desafiante. El comisario no pudo determinar si el hombre de la foto era uno de los tres muertos que habían encontrado en la playa. También era cierto que solo habían podido ver con cierta claridad la cara de uno de los hombres. Y no era ese.
—No puedo afirmar nada a partir de esta fotografía. Nos vendría bien examinarla un poco más. Así tendremos la completa certeza. Yo…
Dupin se interrumpió, pensativo.
—En internet hay muchas fotos de mi hermano. Es un regatista famoso. La Copa Admiral…
—¿Puedo quedármela de todos modos?
—Pero si aparece pronto, tendrá que explicarle qué hace el comisario de la policía de Concarneau con una fotografía privada de él y su novia.
Muriel Lefort esbozó una sonrisa ligeramente forzada.
—Ya se me ocurrirá algo, no se preocupe. Lo que ahora importa es otra cosa: ¿dice usted que nadie ha visto a su hermano desde anoche?
—Así es, por lo que yo sé —contestó ella con recelo—. Mi secretaria dice que no lo ha visto en toda la mañana. Tampoco sé qué planes tenía. Como ya le he dicho, ayer no hablé con él en el Quatre Vents. Nosotros… —Pareció pensar la respuesta—. Todo el mundo sabe que no nos… llevamos muy bien. Hoy teníamos una reunión para tratar algunos temas importantes. Dirigimos la escuela de vela juntos, en teoría… Quiero decir que… la escuela es de los dos.
—Comprendo.
—Todavía no me ha dicho por qué se le ha ocurrido pensar que podría ser mi hermano.
Dupin tenía que mantener la cabeza fría. En ese momento, daba la impresión de que la situación de Lefort era más inequívoca de lo que los hechos señalaban.
—Es un poco complicado, señora Lefort. Sabemos que su hermano salía a navegar a menudo con un tal Yannig Konan y que tenían planes para este fin de semana. Supongo que conoce al señor Konan, ¿verdad?
—Solo de vista.
—Pero sabe que son amigos y que a veces navegan juntos en el yate, ¿no?
—Sí, ¿por qué?
Dupin dudó.
—Yannig Konan no se ha presentado hoy en su oficina —contestó al final, y rápidamente añadió—: Pero todavía no han denunciado su desaparición. Puede estar en cualquier sitio, creemos que en Bénodet o por los alrededores, porque el yate en el que salió a navegar está amarrado en ese puerto.
Muriel Lefort abrió mucho los ojos.
—¿Konan también ha desaparecido?
—De momento, no sabemos dónde está. Eso es todo.
Dupin fue consciente de que no se había lucido precisamente con sus palabras.
—Entonces, también podría ser Lucas.
—Acabo de enterarme de que su hermano había salido a navegar con Konan. Yo… Esta historia es muy complicada. Pero ya verá que pronto se aclara todo. Seguro.
Dupin se esforzó por hablar con todo el optimismo de que era capaz. No lo logró.
Muriel Lefort se dirigió a la salida.
—Tengo que volver a la oficina, señor comisario. Puede que alguien haya hablado ya con Lucas.
—Gracias de nuevo por su ayuda, señora Lefort.
Salieron de la casa y se despidieron. Dupin apuntó su número de móvil por si había alguna novedad. Luego recorrió lentamente el camino de grava. Sin embargo, no dobló hacia la derecha, hacia el Quatre Vents, sino hacia la izquierda, hacia el banco de arena.
Tenía que llamar por teléfono. Con tranquilidad.
—¿Le Ber?
—¿Señor comisario?
—Quiero que comprueben de inmediato si uno de los muertos es Lucas Lefort. En el acto. Es un regatista famoso. Ganó una copa del mundo o algo por el estilo. Que busquen una fotografía adecuada en internet. Lu-cas Le-fort. Quiero saberlo enseguida. ¿Ya han llegado los cadáveres a Quimper?
—¿El campeón de la Copa Admiral?
Le Ber habló con la voz alterada.
—Sí, nadie lo ha visto desde anoche.
—Llamaré a los compañeros. Creo que llegarán pronto a Quimper. ¿Cómo se le ha ocurrido…?
—Llámelos, Le Ber. Todo lo demás puede esperar.
—Entendido, jefe.
Dupin colgó.
Paseó por una pintoresca pasarela de madera que antes rodeaba la isla entera, siempre a orillas del mar. El «corazón» de la isla (poquita cosa) era árido, seco, y eso le gustaba. Arbustos espinosos, frambuesos, zarzas, una capa de hierba rala, helechos de mediana altura, brezales resplandecientes, aulagas de color amarillo chillón. El banco de arena que se extendía entre Saint-Nicolas y Bananec estaba anegado de agua estancada. Unas olas suaves y largas entraban en la Chambre deslizándose desde el Atlántico. Vio a dos hombres en medio del banco de arena. El agua les llegaba solo hasta el tobillo. La imagen era un disparate: daba la impresión de que caminaban sobre las aguas. La marea subía. El paisaje cambiaría y eso significaba ante todo que cada vez se vería menos tierra.
El archipiélago era el último confín del viejo continente. Dupin creyó que eso se notaba. El fin del fin del mundo. En realidad, entre las Glénan y la costa de Canadá no había nada, ninguna franja de tierra, ni siquiera islotes desiertos. Había que recorrer cinco mil kilómetros para encontrar tierra firme de nuevo. Cinco mil kilómetros de agua. Era el océano más salvaje del mundo. Y tampoco podía decirse que allí hubiera mucha tierra. Dupin pensó en la tormenta de la noche anterior. El último confín no era en absoluto una masa de tierra firme, estaba formado por borrones de tierra deformes, de trazo caótico y colocados de cualquier manera. Las populares fotografías aéreas lo mostraban de manera impresionante. El último bastión de tierra era un bastión muy frágil.
Dio una vuelta calmosamente por el extremo norte de la isla. Miró hacia el oeste. El tono de llamada del móvil rompió el silencio. Era Labat. Dupin contestó.
—Negativo. —Labat habló más nervioso que de costumbre.
—¿A qué se refiere, Labat?
—No es él.
—¿Ninguno de los tres muertos que investigamos es el pescador desaparecido? ¿El hombre de Île-Tudy?
Dupin formuló las preguntas con todo detalle para regodearse. Porque él había acertado con su intuición y Labat, por tanto, había fallado.
—No.
—¿Ha aparecido?
—No. Pero han comparado exhaustivamente los cadáveres con su fotografía y han descartado por completo que sea uno de ellos.
Una franca decepción resonó en la voz de Labat. Y un poco de pena.
—Así pues, tenemos un desaparecido que no es ninguno de los tres muertos y tres muertos a los que nadie da por desaparecidos.
Labat no supo qué contestar ante el arrebato cómico de Dupin y optó por callarse.
—Bien, eso es lo que hay, Labat.
Dupin colgó.
Por macabro que pareciera y por motivos distintos a los de Labat, reconoció que le habría alegrado que el desaparecido fuera uno de los tres muertos que la marea había arrastrado a la playa. Así tendrían al menos una pista. Y probablemente habrían descubierto enseguida quiénes eran los otros dos muertos.
Se detuvo de nuevo. Pensó en dar media vuelta, pero le dio la impresión de que llegaría antes al Quatre Vents si seguía por aquel camino. Desde allí no se veía el bar (una duna se extendía a lo largo de toda la isla), pero no podía estar muy lejos.
Dejó vagar la mirada por la lejanía, por el mar, por el azul ultramar del horizonte. Dupin ya no decía nunca que el mar era azul porque eso no era cierto: el mar no era simplemente azul. Al menos allí, en aquel mundo mágico de luz, era azul, turquesa, cian, azul de cobalto, gris plata, ultramar, azul celeste, gris plomizo, azul marino, azul violáceo… Azul con diez, quince tonos básicos distintos y una infinidad de tonos intermedios. A veces, incluso era verde, totalmente verde o amarronado… y negro intenso. Dependía de varios factores: del sol y de su posición, por supuesto, de la estación del año, de la hora del día, también del tiempo, de la presión atmosférica, de la humedad relativa, que refractaba la luz de manera distinta y desplazaba el azul hacia uno u otro tono, y sobre todo de la profundidad del mar y del tipo de suelo marino en el que caía la luz. También dependía del viento, del estado de la superficie del mar y del oleaje. De la costa, del paisaje y de sus colores. Sin embargo, el factor más importante era otro azul, el del cielo, que también variaba y contrastaba con las nubes. El azul del cielo interactuaba hasta el infinito con los distintos tonos del mar. La verdad era que nunca se veían ni el mismo mar ni el mismo cielo, ni siquiera a la misma hora y en el mismo sitio. Y siempre era un espectáculo.
Dupin siguió andando y aceleró un poco el paso. Se tomaría otro café. Y esperaría la llamada de Le Ber. Y si, como suponía, le confirmaba que no había resultados positivos, adoptaría la decisión irrevocable de volver en helicóptero al continente. Por muy bien que se estuviera en la isla.
La terraza del Quatre Vents se había vaciado considerablemente. Dupin vio por primera vez juntas a las tres mujeres de la familia Nuz. Estaban recogiendo las mesas con destreza y mano experta, y lo ponían todo de nuevo en orden después de la avalancha del mediodía. Nolwenn tenía razón: se parecían tanto que casi resultaba inquietante. Las tres tenían los ojos del mismo color, marrón oscuro, el pelo negro mate y, sobre todo, la misma nariz respingona, que les daba un aire testarudo, y una complexión delgada. A diferencia de sus hijas, Solenn Nuz llevaba el pelo corto, a lo Jean Seberg, y tenía unos hoyuelos muy marcados en las mejillas. La hija pequeña (a Dupin le costó saber cuál de ellas era) le dijo algo en voz baja a su madre cuando él entró en el bar, y lo hizo sin esforzarse lo más mínimo por disimular. Solenn Nuz le dedicó una breve mirada interrogativa y volvió a concentrarse en los vasos y las botellas detrás de la barra.
Dupin se sentó con un café en el mismo sitio que antes. Entonces vio la Luc’hed. Estaba abarloada a una de las embarcaciones situadas cerca del muelle. Por lo visto, aún seguían con los interrogatorios.
No estaba contento. Todo iba muy despacio. Lo mejor sería llamar directamente a Savoir. Tenían que avanzar. Y quería ir sobre seguro.
El doctor Savoir tardó un poco en contestar.
—¿Hay alguna novedad, Savoir?
—¿Con quién tengo el placer?
Dupin estaba segurísimo de que lo había reconocido a la primera.
—¿Ha comparado la fotografía de Lucas Lefort con los tres cadáveres?
—¡Ah, es usted, comisario! Estamos buscando más fotografías y seguimos examinando los cadáveres. Solo uno entra en consideración. Tiene heridas graves, también en la cara. Nos haría falta una fotografía donde se lo vea en primer plano. En la mayoría sale a bordo de un barco o en una ceremonia de entrega de premios, siempre con más gente. Y las personas tienen otro aspecto cuando están muertas. Tenga en cuenta que…
—Quiero saber qué opina usted.
Dupin levantó un poco la voz. Al otro lado del teléfono se hizo un momento de silencio.
—Creo que podría ser él. Hay muchas probabilidades.
—¿Qué? —Dupin se quedó perplejo. Era increíble. Entonces se hizo un silencio en su lado—. ¿Cree que uno de los muertos es Lucas Lefort?
—He dicho que hay muchas probabilidades…
—O sea que está seguro.
A Dupin no le apetecía aguantar el rollo de Savoir.
—Eso creo, sí. De todos modos, vamos a efectuar la identificación, aunque solo sea por cumplir con las formalidades. Tiene una hermana.
—¿Y por qué narices no me ha llamado en cuanto ha tenido la primera sospecha?
—Porque yo trabajo científicamente.
Si la noticia no hubiera sido tan tajante y dramática, y no hubiera desatado en su mente toda una serie de pensamientos, Dupin habría estallado.
—La hermana vive también en las Glénan. Habrá que traerla en helicóptero.
Dupin no contestó. Pensaba. Era Lucas Lefort. Uno de los tres muertos era el hermano de la mujer con la que acababa de hablar. Y había estado en su casa.
—¿Ha oído lo que le he dicho, señor comisario?
Dupin se obligó a retomar la conversación.
—¿Ha encontrado algún indicio sobre la causa de la muerte, Savoir?
—No. Hemos llevado los cadáveres al laboratorio y nos hemos centrado en la cuestión de si Lucas Lefort era uno de ellos. Ahora los examinaremos a conciencia para buscar posibles lesiones que no se expliquen por el hecho de que los arrastrara el mar. Después haremos la autopsia y las pruebas de toxicología y…
—Entiendo.
Dupin lo dijo en un tono brusco, que tuvo su efecto.
—En la isla no he podido hacer casi nada. Lo que he visto parecían heridas externas causadas por las rocas y los arrecifes. Pero son afirmaciones poco sólidas y carecen de fundamento científico.
—¿Cuánto tiempo necesita?
—Si los cuerpos no han pasado más de un día en el agua, una vez les abramos el tórax, tardaremos tres cuartos de hora en saber si murieron por ahogamiento. Con cada uno. Yo…
—Lefort no ha estado más de doce horas en el agua, eso seguro. O sea que los otros probablemente tampoco.
—Entonces empezaremos por él. He pedido dos ayudantes más al instituto. Yo…
—Tenemos que saber a qué nos enfrentamos.
—Soy consciente de ello, señor comisario, y esperamos…
—Savoir.
—¿Sí?
—Busque fotografías de un tal Yannig Konan en internet. Yan-nig Ko-nan. Un gran empresario de la Bretaña.
—¿Cree que es uno de los otros dos muertos?
—Ya veremos.
—¿Qué se lo hace pensar?
—Planeaban salir a navegar juntos. No es que… —Dupin se interrumpió. No le apetecía poner a Savoir al corriente de los detalles—. Es irrelevante. Compruebe lo de Yannig Konan.
Iba a colgarle antes de darle tiempo a contestar, pero cambió de opinión.
—Otra cosa, Savoir.
—¿Sí?
Ese «sí» fue todo un poema.
—Yo mismo se lo comunicaré a la señora Lefort. Ya la conozco. Le diré cómo están las cosas. Y también que necesitan que vaya a Quimper a identificar el cadáver.
—El helicóptero irá a recogerla pronto. No podemos perder tiempo.
—No, no hay que perder tiempo. Llámeme enseguida… Aunque solo se trate de «conjeturas». Yo…
Entonces fue Savoir el que colgó.
Dupin se levantó. Aunque Muriel Lefort y su hermano no se llevaran bien, sería un duro golpe para ella. Y las identificaciones siempre eran terribles.
Pasó junto al muelle. A la derecha, amarrada a la primera boya, había una lancha rápida. Larga, estrecha y de color rojo vivo. Por la mañana no se había fijado en ella, y eso que era muy llamativa. Pertenecía a un muerto.
Le faltaban pocos metros para llegar a la escuela de vela. La puerta, extraordinariamente grande, estaba abierta de par en par. La recepción estaba a mano derecha.
Entró. En ese preciso instante (todavía no había acabado de cruzar el umbral) le sonó el móvil. Savoir.
Dupin dio media vuelta y contestó.
—¡Tenía razón, señor comisario! —La voz le vibró ligeramente, por mucho que se hubiera esforzado por parecer impasible—. Es Yannig Konan. Es él. Definitivamente. El cadáver no tiene heridas de importancia en la cara. Lo hemos identificado claramente gracias a las fotografías que hemos encontrado en internet.
Mientras hablaban, Dupin siguió caminando en dirección a la ostrería.
—¿No cabe la menor duda?
—En mi opinión, no. Ninguna duda.
Dupin se pasó la mano varias veces con ímpetu por el pelo. Luego se detuvo.
—Mierda.
—¿Cómo dice?
—Genial. Este caso hará mucho ruido. Es un buen amigo del prefecto. Y aún no tenemos ninguna pista.
Dupin hablaba más consigo mismo que con Savoir.
—¿Un amigo de Guenneugues?
—Sí.
—Oh. Entonces será un caso importante. Supongo que tendrá usted que informarlo de inmediato, señor comisario. Yo vuelvo al trabajo. Haremos los análisis lo antes posible.
Eso le pasaba por cabezota y, sobre todo, por haber querido comer a toda costa un bogavante (seguro que en el continente no habría empezado a revolver las cosas sin orden ni concierto). Dupin había levantado la liebre. Ahora le tocaba comunicarle «personalmente» al prefecto la noticia de que su amigo había muerto, y eso después de que el prefecto hubiera ordenado el cese de la alarma. Y antes tendría que comunicarle «personalmente» a Muriel Lefort la muerte de su hermano. Evidentemente, tarde o temprano habrían identificado los cadáveres, pero las cosas habrían sido mucho menos desagradables para él.
Y, prescindiendo del prefecto, ¿cómo había que interpretar los hechos? ¿Quién era el tercer muerto? Konan y Lefort pensaban salir a navegar juntos. Al menos, eso lo sabían. Al parecer, era lo habitual. ¿Y por qué el yate de Konan estaba en Bénodet? Y si tampoco habían salido a navegar en el yate de Lefort, ¿acaso habían zarpado en la embarcación del tercer muerto? ¿Y qué pasaba con el pescador desaparecido, con el hombre de Île-Tudy, que no era el tercer muerto?
Disgustado, Dupin soltó una maldición.
Como era de esperar, la conversación con Muriel Lefort no fue nada fácil. Entraron en su oficina, una sala pequeña y sobria, situada al lado de la recepción. Al principio se mantuvo serena. Luego se echó a llorar y no pudo seguir hablando. Dupin se sintió extrañamente culpable. La señora Lefort se quedó unos minutos callada, petrificada en su asiento, con la cabeza y los ojos agachados, la mirada perdida. Costaba decir si aún respiraba. Dupin también se quedó quieto y en silencio. Después, Muriel Lefort se levantó bruscamente y le pidió que la dejara sola. Intentó hablar con voz firme. Naturalmente, Dupin se marchó.
Se declaró dispuesta a ir a Quimper a identificar el cadáver tan pronto como se sintiera en condiciones. Le dio a Dupin el número de teléfono de su secretaria y le pidió que lo organizara todo con ella. El comisario tenía unas cuantas preguntas urgentes que hacerle, pero no era el momento. Ya hablaría con ella más tarde.
La llamada al prefecto fue más horrorosa de lo que temía. Una conversación larga, muy pesada y agotadora. Mientras hablaban, Dupin tuvo tiempo de dar una vuelta entera a la isla. El prefecto no paraba de proclamar, lleno de patetismo, que la noticia era tremendamente trágica y sobrecogedora, quería saber por qué Dupin había seguido indagando, qué ocurría con los distintos yates y cómo y por qué se había producido el accidente, y Dupin no tenía la más remota idea de nada. Fue una charla imposible. Si no hubiera sido porque al prefecto se le notaba afectado por la muerte de Konan (y ahora le tocaba llamar a la mujer de su amigo, a la que seguramente había tranquilizado antes profusamente) y que, cosa sorprendente, Dupin sintió una pizca de compasión por él, habrían acabado a gritos. Y eso no lo habría beneficiado en nada, lo sabía por experiencia. En el último momento, haciendo un esfuerzo supremo, se controlaba. El prefecto insistía en hablar del «caso» de Dupin y este puntualizaba una y otra vez que seguramente no era un caso, sino un simple accidente. Que no había indicios que señalaran otra cosa. Una vez que Dupin lo dijo levantando un poco la voz, el prefecto reaccionó gritando que ese «accidente» y su «resolución meticulosa y completa» eran su «caso». Y que Dupin y todos los agentes de la comisaría de Concarneau dejaran todo lo que tuvieran entre manos hasta que no se aclarara el caso. Y que él, el prefecto, proporcionaría personalmente y sin demora todos los refuerzos que hicieran falta. Después, la conversación telefónica acabó.
Dupin estaba servido, tenía el ánimo por los suelos. Poco antes de llegar al Quatre Vents, torció hacia la playa, bajó por las escaleras anchas de madera y luego fue hacia la izquierda, por encima de las rocas. El sol había superado su cénit y se notaba, si bien aún no picaba con la fuerza del verano.
Así estaban las cosas. Ahora era su «caso».
Dupin decidió inmediatamente que el Quatre Vents sería la «central de operaciones» y eso le levantó un poco el ánimo, aunque por poco tiempo. Cogieron una mesa y seis sillas de la terraza y las pusieron al lado del edificio anexo, en dirección a la escuela de submarinismo. Eran las cuatro y cuarto. Después de hablar con el prefecto, los había llamado a todos, a su pequeña tropa, para ordenarles resolutivamente que se presentaran en el acto. No le apetecía dirigir la investigación a través de una sucesión interminable de conversaciones telefónicas, por mucho que, teniendo en cuenta el terreno en que se movían, tendría que hacerlo la mayoría de las veces. También le pidió a Kireg Goulch que se presentara y que enviara la Luc’hed a Les Méaban. Lo único que habían encontrado allí eran seis bidones grandes de los que se utilizaban en las embarcaciones para llevar agua potable y otros líquidos. Nada más.
La mesa no era muy grande y estaban incómodos, muy juntos. Seguro que ofrecían una imagen cómica: Le Ber, Labat, Goulch, los otros dos policías jóvenes de la Bir y Dupin. Encima de la mesa, dos bandejas grandes con café, agua, refrescos de cola y bocadillos de paté de cangrejo y de caballa.
—¿Qué tenemos? —preguntó Dupin. Puso aparatosamente el brazo en posición, abrió la libreta, garabateó unas palabras (con lo que obligó a los demás a esperar) y prosiguió—: Hemos identificado a dos de los tres muertos. Lucas Lefort y Yannig Konan. No tenemos ninguna pista sobre la identidad del tercero. Lucas Lefort estuvo anoche en las Glénan. Aquí, en el bar. Lo sabemos por su hermana, Muriel Lefort. Todavía no sabemos cuánto tiempo, si solo o acompañado y, en ese caso, con quién. Tampoco sabemos cuánto tiempo se quedó en la isla. Ni cuándo se fue. Tal vez estuvo aquí con Konan y el tercer muerto. Tenemos…
El móvil le sonó a media frase. Vio el número de Savoir. Hacía rato que esperaba la llamada.
—El cadáver no pasó muchas horas en el agua. Podemos afirmarlo basándonos en un análisis macroscópico, no hace falta hacer un análisis microscópico. De todos modos…
—Savoir, vaya al grano.
Dupin no tenía paciencia para oír sus interminables preliminares.
—Lucas Lefort murió ahogado. Definitivamente. Hemos empezado a examinar el cuerpo de Yannig Konan, pero he pensado que debía informarlo.
En la voz se notó que Savoir se sentía ofendido.
—Le estoy muy agradecido, doctor.
—Por lo demás, no hemos encontrado ninguna herida que no sea post mórtem. Volveré a llamarlo.
Savoir colgó.
Dupin miró al grupo; todos los ojos lo miraban a él con curiosidad. Repitió con pocas palabras lo que Savoir le había dicho y trató de poner en orden las ideas.
—Encaja en la hipótesis de un accidente. Mejor dicho: de momento no contamos con ninguna pista que nos permita concluir que no fue un accidente. Probablemente de yate. Pero ni en el de Konan ni el de Lefort. Seguramente era el yate del tercer muerto. —Dupin hablaba mecánicamente, resumiendo los hechos, sin demasiada inspiración—. Tenemos pistas sobre el lugar en el que se produjo el supuesto naufragio. Eso es lo esencial. Lo que hay que hacer ahora es reconstruir con exactitud lo ocurrido. Y averiguar quién es el tercer muerto.
El comisario intentó compensar la indeterminación de sus palabras expresándolas con mucha determinación. Hacía rato que tenía el bocadillo en la mano izquierda, pero aún no le había dado ni un solo bocado.
—La tormenta fue probablemente un factor importante. Y la bajamar. Con marea alta, Les Méaban son seis o siete rocas escarpadas que sobresalen del mar, solo eso. Y se ven incluso cuando hace mal tiempo. Pero, con marea baja, hay decenas de rocas que cubren una extensión de medio kilómetro y apenas despuntan en la superficie del agua o están por debajo —dijo Goulch, hablando como siempre en un tono neutral y agradable.
—En estos momentos, todo son puras especulaciones —objetó Labat con aspereza.
Esa mañana, cuando estaban en Le Loc’h, Dupin ya supuso que Labat no soportaría no llevar la voz cantante. Allí, en el mar, el papel de solista le correspondía claramente a Goulch. Y él no se dejaba impresionar.
Uno de los otros dos policías tomó la palabra tímidamente.
—He pedido información al servicio meteorológico —dijo ganando seguridad mientras hablaba—, la tempestad alcanzó las Glénan hacia las veintiuna horas y duró hasta medianoche. La tormenta se desplazó muy rápidamente a lo largo de la costa, un poco en zigzag. Casi siempre sobre el mar, solo afectó la costa en Penmarc’h. Con viento de fuerza nueve y diez, incluso con rachas de once.
Dupin miró interrogativo al policía.
—Cien, ciento diez kilómetros por hora.
—Eso es… considerable. Pero también hay tormentas de esa intensidad en verano.
Dupin comprendió que hablaban de una tempestad realmente grave, no tanto por lo que había dicho Goulch, que siempre medía cuidadosamente sus palabras, como por el modo en que entonó ese «considerable».
—Quizá vieron venir el temporal y quisieron volver a tiempo al continente —Dupin tomó unas cuantas notas crípticas mientras hablaba—, seguro que pronto sabremos cuándo se fueron del bar. Alguien se acordará.
—Pero es extraño: el señor Lefort era uno de los mejores regatistas de Francia, en el mar se sentía como en casa y conocía las Glénan como la palma de su mano. Y el señor Konan también era un navegante experto. Evidentemente, los dos eran conscientes del peligro con marea viva. Y también de lo que significa una tempestad en el Atlántico. —Le Ber presentó sus reflexiones con tranquilidad. Se hizo un silencio. Como era típico en él, añadió una coletilla—: El Atlántico es un mar «genuino».
Le Ber podía ser sumamente analítico, preciso, muy práctico y pragmático, y de repente murmuraba frases enigmáticas que planeaban en el aire. Solemnemente.
La expresión «mar genuino» no era típica solamente de Le Ber: conjurar el mar era un mantra bretón desde tiempos inmemoriales. Lo citaban en las situaciones más dispares y Dupin pocas veces entendía qué significaba realmente. Pero siempre salía de «lo más hondo». Y, por lo visto, se refería a muchas cosas a la vez: respeto, temor, miedo, fuerza bruta, fascinación, amor. Perdición. Y orgullo. Ar mor bras, «el gran mar», ese era el nombre del océano en celta, antes de que los griegos lo llamaran Atlantis thalassa, «mar del titán Atlas». Para ellos también era terminantemente el «fin del mundo»… Y los bretones enseguida presentaban cifras superlativas: «su» mar cubría una quinta parte de la Tierra (¡106,2 millones de kilómetros cuadrados!), alcanzaba profundidades de casi diez mil metros y tenía montañas gigantescas. Lo de «mar genuino» se aplicaba también para marcar una diferencia capital sobre todo con el Mediterráneo, que a los bretones les parecía totalmente sobrevalorado y al que consideraban un simple mar interior del Atlántico. Además, el Atlántico crecía. Dos centímetros al año, cada cincuenta años un metro, cada mil años (y eso no era nada para la percepción bretona del tiempo) ¡veinte metros! A los bretones les dolía un poco que el océano Pacífico fuera mayor (¡de momento!), pero enseguida lo compensaban con otras estadísticas. Por ejemplo, la salinidad media del océano Atlántico era de 3,54, en tanto que el Pacífico solo llegaba a un mísero 3,45 por ciento. ¿Y acaso la sal no era uno de los elementos esenciales de la vida? ¿Y acaso ellos, los bretones, no tenían la sal más deliciosa y famosa del mundo? La fleur de sel, la flor de sal. No existía la flor de sal del Pacífico.
—No sería la primera vez que rescatamos navegantes expertos en el mar. A veces, el mayor peligro es pensar que se conoce y se domina todo. El Atlántico es totalmente arbitrario. Es imposible saber qué corrientes se crean en medio de una tempestad con marea viva. De un momento a otro, se originan de la nada olas de diez metros y corrientes con una velocidad de ocho o diez kilómetros por hora. El Atlántico es un lugar extremo.
Lo que Goulch acababa de exponer probablemente era lo que el mantra «mar genuino» significaba en ese caso.
—Algunas olas solitarias alcanzan los veinte, incluso los veinticinco metros, y rompen en dirección contraria a la marejada normal, con un valle profundo y estrecho y una cresta imponente. Están las «solitarias gigantes», las «tres hermanas» y las «murallas de agua».
La voz de Le Ber estaba cargada de una mezcla de respeto, escalofríos y fascinación. A Dupin le pareció muy poético, aunque no pudo evitar echar un vistazo a las aguas tranquilas de la Chambre.
—Tenemos que concentrarnos en los hechos concretos. Y averiguar lo antes posible la identidad del tercer hombre. Y si alguien sabe qué planes tenían los tres, adónde pensaban ir a navegar.
Labat habló como un hombre de negocios incansable, un papel que le encantaba. Dupin se separó un poco de la mesa y contestó en tono malhumorado, aunque no era esa su intención.
—Nos dividiremos. La cuestión está clara. Labat, usted concéntrese en Konan. En su entorno. Mujer, amigos, colegas de trabajo. En el puerto donde está su yate. El capitán del puerto y lo que haga falta.
Si Labat se encargaba de Konan, tendría que volver al continente.
—Le Ber, nosotros hablaremos con la gente de Saint-Nicolas. Descubriremos quién había anoche en el Quatre Vents. Si Lefort estuvo ayer en el bar con Konan y el tercer hombre, alguien tuvo que verlos. Quizá alguien sabe quién es. Yo… —añadió frunciendo el ceño—, yo volveré a hablar con la señora Lefort.
Hizo otra pausa.
—Y Goulch, usted dirija la investigación en el mar.
Sonó el móvil de Labat, que se afanó en mirar el número dándoselas de importante.
—¡El prefecto!
Fue como si dijera «su majestad». Contestó antes de que Dupin tuviera tiempo de decirle que ni se le ocurriera.
—¿Señor prefecto? ¿Qué puedo hacer por usted?
A Dupin le subió la tensión arterial en el acto. Tiró el bocadillo sobre la mesa. Todos habían vuelto la cabeza hacia Labat. Se oía vagamente la voz lejana del prefecto, pero no se entendía lo que decía.
—Por supuesto, señor prefecto… Se lo diré sin falta al comisario… El caso tiene máxima prioridad… Usted quiere estar al corriente de todo permanentemente. Que lo haga él en persona. Y yo también, sí… Y que espera resultados lo antes posible… ¿Cómo? ¿Que el señor comisario le ha colgado antes cuando hablaba por teléfono con usted?
Aquello era excesivo.
—Labat, estamos en medio de una reunión importante. ¡Nos molesta! Tenemos que avanzar. El prefecto espera progresos inmediatos.
Dupin habló tan alto que Guenneugues tuvo que oírlo por fuerza.
—Yo… Sí, de acuerdo, señor prefecto. Sí. Lo llamaremos. Hasta luego.
Después de los gestos de alegría al principio de la llamada, Labat volvió a poner la misma cara avinagrada que antes; también parecía un poco confuso: saltaba a la vista que esperaba que el prefecto reaccionara de otra manera a los comentarios de Dupin. El comisario decidió pasar por alto la llamada.
—Y también tenemos un desaparecido. El pescador de Île-Tudy. Labat, apúntelo en su lista.
—Antes ha dado a entender que no tenía ninguna relación con el caso.
—Bueno, ya ha oído que el prefecto le atribuye mucha importancia al caso. Lo investigaremos todo a fondo, también las denuncias por desaparición. La coincidencia temporal es extraña, ¿no cree? Ignorarlo sería una negligencia.
En la cara redonda de Labat (tan redonda que parecía deformarle los ojos, la boca y la nariz, y que la avanzada calvicie no hacía más atractiva precisamente) se reflejaba que se estaba devanando los sesos en busca de una respuesta. Dupin se le adelantó.
—Nada de discusiones ahora. Hay mucho que hacer, no podemos perder tiempo. A trabajar.
Dupin fue el último en levantarse y, mientras envolvía el bocadillo para llevárselo, se fijó en un submarinista que venía del muelle y se dirigía hacia ellos. Los otros también se quedaron quietos, mirando al hombre que, vestido de neopreno de los pies a la cabeza, casi parecía un extraterrestre. Solo se le veía una pequeña superficie de la cara, entre el labio superior y las cejas. A Dupin le hizo gracia la escena.
Al cabo de muy poco, el hombre estaba delante de ellos, jadeando.
—Me han dicho que son policías.
Hablaba interrumpiéndose para coger aire.
—Cierto. ¿En qué podemos ayudarlo?
A Dupin le seguía haciendo gracia la escena.
—Mientras buceaba he visto un yate hundido. Un Bénéteau. Un Gran Turismo.
—¿Cómo? ¿Qué ha visto?
—Estaba haciendo una inmersión. Buscaba arañas de mar. Entre Penfret y Brilimec, no muy lejos de Guiautec. El yate tiene que haberse hundido hace poco. Al menos, ayer no estaba. De eso estoy seguro. Tiene la proa muy dañada. Es imposible leer el nombre.
La expresión de la cara de Dupin (y también la de los demás) cambió de golpe.
—¿Podría indicarnos el lugar exacto, señor? —preguntó Goulch concentrándose enseguida en el asunto.
—Lo he señalado con una boya. Está delante de un pequeño grupo de rocas. He salido a navegar en un bote fueraborda.
—¿A qué profundidad se encuentra?
—A cuatro, quizá cinco metros. Se ve desde arriba.
El submarinista empezó a quitarse la capucha del traje de neopreno y, por lo visto, no era tarea fácil. Se hizo un silencio. Dupin miró a Kireg Goulch.
—¿Usted qué cree?
—Es muy probable que sea el yate en el que iban los tres. No llegaron muy lejos si zarparon aquí y naufragaron en Guiautec.
Aquella investigación, el curso que seguía, el día entero… todo aquello era absurdo. Extraño y retorcido. Dupin estaba hasta las narices.
—Quiero saber a qué atenerme. Goulch, coja la patrullera y vaya con…
Dupin se volvió hacia el submarinista, que lo entendió enseguida.
—Tanguy. Kilian Tanguy.
—Vaya con el señor Tanguy y examine el yate detenidamente. Quiero saber de inmediato y con total certeza si se trata del yate en el que navegaban los tres hombres. Averigüe a nombre de quién está registrado. Y dónde. Así también sabremos quién es el tercer muerto. Es muy probable que el yate sea suyo.
—Zarparemos enseguida. Venga conmigo, señor Tanguy.
Goulch se dirigió al muelle.
—Una cosa más, señor Tanguy. Ha dicho que ayer estuvo buceando en el mismo sitio, ¿verdad? ¿Hasta qué hora?
—Hasta las cinco como muy tarde.
—¿Y a qué hora ha llegado hoy?
—Creo que hacia las tres y media. Tengo el barco en una de las playas de Penfret. Hoy he salido en el bote fueraborda.
—¿Suele hacer inmersiones en esta zona?
—Toda la temporada. Soy miembro del club de submarinismo.
El señor Tanguy miró un momento abiertamente a Dupin.
—Usted es el comisario de París.
Lo dijo en un tono muy cordial y de reconocimiento. Dupin solía protestar enérgicamente en ese tipo de situaciones, aunque no sirviera de nada. Y la situación se repetía con frecuencia. Él no era el comisario de París, era el comisario de Concarneau. Sin embargo, los bretones consideraban que solo había bretones de toda la vida y gente «nueva por aquí».
—Sí, soy yo.
A pesar de todo, la capacidad de deducción del submarinista lo impresionó. La resolución, el año anterior, del doble asesinato en la idílica población de Pont-Aven, que causó mucho revuelo, había convertido al comisario Georges Dupin en toda una celebridad en el Finisterre. No obstante, no pensaba que también lo conocerían allí.
—La gente del puerto me ha dicho que el comisario de París estaba en la isla. Y ya que pone cara de preguntárselo, le diré que la temporada empieza en abril y acaba a principios de noviembre. La temperatura del Atlántico tiene que ser superior a los catorce grados o hay que utilizar un equipo muy diferente.
—Eso… nos ayuda mucho, señor Tanguy. Se lo agradezco sinceramente. Intentamos aclarar un accidente.
—Los tres cadáveres.
—Exacto.
Cuando Dupin estaba concentrado en algo, a veces le ocurría que se olvidaba del mundo exterior y luego se sorprendía al volver a reparar en él. Evidentemente, la información había corrido por todo el archipiélago y también entre los que se movían en ese ambiente. Más aún, estaba seguro de que la prensa ya se había enterado y que la noticia de los tres cadáveres encontrados en la playa de Le Loc’h ya se había publicado con grandes titulares en la página inicial de las ediciones online del Ouest-France y el Télégramme. Y también la habrían dado por la radio: un medio que allí, en el fin del mundo, todavía desempeñaba un papel decisivo en la difusión de las noticias con sus numerosas emisoras locales. En realidad, le extrañaba que todavía no hubiera aparecido nadie de la prensa. No tardarían en presentarse.
—Cuesta creer que Lucas Lefort haya naufragado en estas aguas. Qué ironía. Él, que navegaba por aquí con los ojos cerrados.
Dupin se sorprendió de nuevo. Aunque, claro, también había corrido la voz de que Lucas Lefort era uno de los muertos: la noticia era de lo más espectacular. Era curioso lo deprisa que se enteraban de todo en las islas. El señor Tanguy se dio cuenta de que Dupin ponía cara de desconcierto.
—La gente del muelle. Me han dicho que uno de los muertos era Lucas Lefort.
Era eso.
—Gracias de nuevo. Como ya le he dicho, nos ha sido de gran ayuda.
—El mar es imprevisible.
El submarinista no se lo decía a Dupin, sino más bien a sí mismo. El comisario supuso que se refería al mantra del Atlántico.
—Manténgame informado en todo momento, Goulch.
—Por supuesto, señor comisario.
Le Ber y Labat se pusieron a la derecha y a la izquierda del comisario.
—¿Y ahora?
Labat consiguió impregnar esas dos palabras banales con un tono sarcástico cargado de dulce complacencia.
—¿Y ahora qué?
—¿Qué hacemos ahora?
Lo malo era que la pregunta de Labat estaba justificada. La situación había cambiado radicalmente. La mayoría de los trabajos que había encargado no tenían sentido. Ahora daba la impresión de que podían reconstruir el suceso en gran parte. Había sido un accidente marítimo. Y cuando averiguaran de quién era el yate, seguramente también descubrirían la identidad del tercer hombre. Quizá incluso antes. Mediante unas cuantas entrevistas en el Quatre Vents. La primera, con Solenn Nuz. Después habría que aclarar por qué los tres iban en ese yate, la hora exacta en que zarparon y esas cosas. Cuando Savoir tuviera los resultados definitivos de la autopsia, recopilarían los hechos y podrían presentarle al prefecto un informe satisfactorio. Aún quedaba pendiente la desaparición del pescador de Île-Tudy, probablemente otro accidente.
En realidad, no podían hacer mucho más en la isla.
—Labat, vaya usted también en la Bir, así podrá investigar de inmediato quién es el propietario de la embarcación hundida. Prioridad absoluta. Le Ber, usted venga conmigo. Y…
Le sonó el móvil.
—Soy Muriel Lefort. Quería disculparme por la indisposición de antes. Sé que para usted es importante averiguar pronto ciertas cosas. Y me gustaría ayudarles.
Muriel Lefort habló muy deprisa. Sin expresar el menor sentimiento. Dupin conocía esas reacciones, eran frecuentes después de la primera conmoción. Y sabía que «mostrar» o «no mostrar» los sentimientos no eran indicio de nada. Se alejó unos pasos y se detuvo al llegar al primer criadero de ostras.
—Creo que estoy preparada para identificar a mi hermano. Lo antes posible.
—Ordenaré que el helicóptero vaya a buscarla de inmediato.
Muriel Lefort se quedó callada un momento.
—Me acompañará mi secretaria.
—Por supuesto. Le pediré a uno de mis inspectores que vaya con ustedes.
—Muchas gracias.
—Y me gustaría volver a hablar con usted tan pronto como vuelva.
—Le llamaré.
Colgaron. Dupin barajó la idea de decirle que habían encontrado el yate, pero al final lo dejó correr. Quería estar seguro.
Todavía tenía el teléfono pegado a la oreja cuando el escandaloso tono de llamada se le metió en el tímpano.