El comisario Dupin empuñó instintivamente el arma, que había guardado debajo de la almohada. Intentó situarse. Estaba en penumbra. No sabía hacia dónde tenía que apuntar con la pistola. Le Ber, en camiseta y calzoncillos, con cara de sueño y de pie a su lado, se apartó de un brinco.
—Soy yo, jefe, soy yo. Jefe, ¡soy yo! —gritó. Más le valía asegurarse de que Dupin fuera consciente de dónde estaba y de lo que pasaba.
—Está bien, Le Ber.
Dupin se calmó. Más o menos.
—Le suena el teléfono.
Al oír la palabra «teléfono», se incorporó de golpe, despejándose al instante. Hacía un momento soñaba con el Caribe, un sueño profundo, inaudito, y se alegró de no recordarlo con precisión.
No había podido conciliar el sueño hasta el alba, después de horas y horas de dar vueltas en la cama, cada vez más desesperado. Miró la hora casi con pánico: las siete y siete.
—¡No puede ser!
Quería levantarse más temprano. No vio a Philippe Coz por ningún lado. El colchón (puesto encima de un somier con los muelles deformados y que a Dupin le dio la sensación de que no medía más que unos pocos milímetros de grosor) estaba húmedo, igual que la almohada, grotescamente gruesa, y las dos toallas de playa de color verde chillón, que no abrigaban nada. La habitación estaba húmeda. Y lo peor era que olía a humedad. No habían podido abrir las ventanas. No cabía duda de que había pasado una de las peores noches de su vida.
El móvil seguía sonando.
—¿Sí?
—¿Señor comisario?
Dupin reconoció la voz de Goulch.
—Estas últimas semanas han visto a Lefort, Konan y Pajot unas cuantas veces en la misma zona, en el mismo sitio. A unas veintisiete millas marinas al sursudoeste de las Glénan. —En contra de lo habitual, Goulch parecía un poco exaltado—. He ido a la lonja de Concarneau. Los pescadores locales llevan las capturas por la mañana, a partir de las cinco, y he preguntado por el Bénéteau. Dos pescadores estaban seguros de haberlo visto en una zona en la que el fondo marino desciende en picado. Un Gran Turismo 49 siempre llama la atención.
Dupin se levantó. Tenía todo el cuerpo dolorido.
—Buen trabajo, Goulch.
—Eso aumenta las probabilidades de que la hipótesis de la búsqueda de un tesoro sea cierta.
—O iban a pescar porque allí hay bancos de peces —respondió Dupin, aunque no lo dijo en serio.
—En esta época del año, los grandes bancos de peces se quedan cerca de la costa, donde la temperatura del agua es más cálida y encuentran más alimento.
—Bien. ¿Cómo averiguamos si de verdad hay algo en el fondo del mar?
—He pedido que vaya un barco especial con el equipo necesario. Está a punto de zarpar.
—Bien. Muy bien, Goulch.
—Otra cosa: la policía científica tuvo que suspender la operación. Dieron media vuelta con el helicóptero cuando se confirmó que la tormenta afectaría las islas. Hoy han vuelto al trabajo. Tendrían que haber llegado ya.
—Yo… no tenía cobertura. Estábamos incomunicados.
—Eso pasa a menudo en las Glénan. La tormenta no fue tan fuerte en el continente, pero al ver que no podía localizarlo, pensé que en las islas sería más violenta… Lo mantendré informado.
—Sí, de acuerdo.
Dupin no se concentraba por distintos motivos. Porque esa mañana no estaba a gusto en su propia piel. Porque todavía no se había tomado un café… mal asunto. Porque, desde que se había despertado, no paraba de pensar en lo que habría pasado mientras estaban aislados del mundo. Y sobre todo porque se acordó de lo que lo había tenido preocupado hasta que consiguió caer en un sueño poco reparador.
Mientras hablaba por teléfono con Goulch, se puso los pantalones (aún mojados) con la mano que le quedaba libre. Después se puso los calcetines y los zapatos (también mojados).
Vio con el rabillo del ojo que Le Ber empezaba a vestirse.
—Necesito un café, Le Ber. —Dupin estaba ya en la puerta. Tenía que marcharse de allí—. Nos vemos en el Quatre Vents dentro de unos minutos. Vaya a ver qué hace Philippe Coz. Puede que aún esté durmiendo.
Abrió la puerta y salió mientras hablaba.
Al llegar fuera, tuvo que entornar los ojos. No pensaba que lo recibiría tanta luz. Era colosal. El cielo estaba totalmente despejado, no se veía una sola nube. En el aire había retazos sutiles de bruma que apenas se veían, solo se intuían. Era una de esas mañanas que los bretones llamaban «plateadas», en las que el sol, el cielo, el mar y el mundo entero resplandecían con efluvios plateados.
Se quedó un momento en el portal. Respiró hondo. Muy hondo. Aire fresco, magnífico. Hacía un poco de frío. Ni rastro del temporal. Como si todo hubiera sido una pesadilla.
Solenn Nuz lo saludó con una sonrisa especialmente cálida y alentadora, como si quisiera darle a entender que sabía que la noche había sido un suplicio. Estaba radiante, despierta, en plena forma. Era una mujer verdaderamente guapa. Se encontraba precisamente en el sitio al que se dirigía Dupin con ansia: al lado de la cafetera.
—¿Un café?
—Doble.
Puso en marcha la máquina al instante. El sonido celestial se vio perturbado por el móvil de Dupin. Echó un vistazo al número con desgana. Labat. Por supuesto.
—Si me disculpa un momento… —Se dirigió a la puerta y salió—. ¿Sí?
—Ayer por la tarde no pude localizarlo, señor comisario. Ni siquiera por la noche.
A Dupin le pareció un reproche.
—¿Qué hay, Labat?
—Du Marhallac’h asegura que diseñó planos para reformar la casa de Pajot, o sea que sí: aportó servicios arquitectónicos. Dice que no hay ninguna irregularidad en eso. Fue un encargo totalmente normal y legal. Pajot hizo reformas en su casa hace medio año, puso una piscina nueva, un jardín distribuido en terrazas y otro edificio. Du Marhallac’h emitió dos facturas, justamente por los importes que se le transfirieron desde las cuentas de Pajot. Le pedí que me enseñara los planos que había diseñado. Dijo que no los tenía en el despacho y que no entendía por qué tenía que hacerlo.
A esas horas de la mañana, Labat ya había caído en su recurrente vicio de presentar los informes con excesiva diligencia y detalle.
—¿Cómo reaccionó?
—Al principio se mostró muy razonable, como siempre, pero al final se puso furioso.
A veces, Labat lo impresionaba… Había cumplido el encargo a rajatabla. Y esa era exactamente la reacción y la respuesta que Dupin se esperaba de Du Marhallac’h.
—Ahora voy a hablar con el constructor que se encargó de las obras. Él sabrá quién diseñó los planos. Ya veremos si realmente se hicieron esas reformas.
—Muy bien, Labat.
Era importante.
—Ayer también fui al ayuntamiento a comprobar qué documentos había entregado Lefort. Ni uno solo. Nada. Oficialmente nunca presentó nada.
—¿Está seguro, Labat?
—Segurísimo.
El interés de Dupin iba en aumento.
—¿Ha leído el periódico esta mañana? Han publicado con todo detalle la noticia de la desaparición de Menn.
—Eso no me preocupa. Ahora voy a…
—Solo una cosa más, sobre Medimare. Han vaciado el contenido de todos los discos duros. Por mucho que delimitemos la búsqueda, hay muchísima documentación. Hay que examinarlo todo minuciosamente. Tenemos a cuatro especialistas trabajando en ello. De momento, no han encontrado nada sospechoso en la documentación de los negocios que Medimare hizo, entre otras cosas, con las investigaciones de Leussot.
Dupin reconocía que Labat estaba haciendo un buen trabajo en ese caso.
—Y… el prefecto intentó localizarlo anoche, pero solo pudo hablar con Nolwenn y conmigo. Estaba muy enfadado…
Dupin colgó. Lo que le faltaba. Siempre lo mismo: Labat no cambiaría nunca.
El comisario reflexionó. Había cosas importantes que hacer. Volvió al bar. El café doble estaba en la barra. Al lado, un plato con un brioche pequeño, que no había pedido.
—Fantástico.
Se animó un tanto.
Solenn Nuz no estaba. En la barra, cerca de la puerta que daba a la cocina, había un paquete de periódicos. Dupin reconoció la letra del Ouest-France en el primero del montón. Decidió mantenerse a distancia y no leer las noticias.
El brioche estaba riquísimo, tierno y suave como la mantequilla, como tenía que ser, y con el sabor típico de un buen brioche: leche con un toque de levadura. Y lo más importante: el café era perfecto.
No obstante, Dupin no se entretuvo. Al cabo de dos minutos salió del bar.
Al llegar a la terraza vio acercarse a Le Ber y a Philippe Coz por la izquierda. Torció a la derecha, igual que los días anteriores, y se dirigió a la punta de la isla sin pensarlo. Esta vez, la marea estaba alta. Sacó el móvil.
—¿Nolwenn?
—¡Señor comisario! ¡Espero que no haya pasado una noche muy terrible!
Las palabras compasivas de Nolwenn casi consiguieron que todo se arreglara.
—Nolwenn, tiene que hacerme el favor de investigar un asunto. Quiero saberlo todo sobre la muerte del marido de Solenn Nuz. Todo. Revise las actas de la policía. Desapareció en el mar hace diez años. Zarpó de las Glénan poco antes de que una tormenta alcanzara la isla. —Dupin titubeó y le cambió la voz, como si hablara consigo mismo—. Quizá una tormenta como la de anoche… —Se interrumpió de nuevo—. Una tormenta como la de hace tres días, como la de la noche del domingo.
—Voy a ver qué encuentro. Me pongo enseguida. Usted… Usted tendría que…
—Lo sé. Pero no puedo, de verdad.
Nolwenn no tardó mucho en contestar.
—Voy a decirle al prefecto que, desgraciadamente, sigue usted sin poder llamarlo y que lo lamenta muchísimo. Creo que el prefecto… Bueno, tiene mucho interés en que se aclare este asunto.
Dupin quería a Nolwenn. La quería mucho.
—Hasta luego.
—Otra cosa, señor comisario. Su madre. Esta mañana he encontrado cuatro llamadas suyas en el contestador; parecía disgustada. Dice que le recuerde que llega mañana por la tarde y que tiene que hablar con usted urgentemente.
—La llamaré.
Dupin colgó. No podía ser verdad. Mañana. Realmente tenía que llamarla y pedirle disculpas. Pero ahora no.
El accidente de Jacques Nuz. Lo había anotado cuatro veces en la libreta: «Jacques Nuz: muerto en un accidente». Eso era lo que le vino a la memoria cuando estaba acostado en la cama plegable. Lo que le había llamado la atención esa noche, cuando ya no le quedaban fuerzas, no fue que le hablaran de la muerte de la nieta de De Berre-Ryckeboerec, como pensó en un principio, sino que mencionaran a Jacques Nuz, que zarpó de las Glénan antes de que se desatara una tormenta y nunca llegó al continente.
Mientras andaba, sacó la Clairefontaine del bolsillo de la chaqueta. Seguía mojada, pero las tapas lacadas la habían preservado muy bien, mejor de lo que había temido por la noche. La hojeó y encontró las últimas notas. Sí. Allí lo tenía. «Estuvo en el ayuntamiento». En Fouesnant. Volvió a guardársela en el bolsillo de la chaqueta, que también estaba húmeda todavía. Y marcó el número de móvil de Le Ber.
—Le Ber, ¿dónde dijo Philippe Coz que estuvo Solenn Nuz ayer? Tengo anotado que en el ayuntamiento.
—Eso dijo. Está aquí conmigo, tomando café. ¿Quiere hablar con él?
—Sí, pásemelo.
Se oyó un crujido y Philippe Coz se puso al aparato.
—¿Señor comisario?
—Ayer le preguntó a Solenn Nuz dónde había pasado el día.
—Exacto.
Philippe Coz era un policía muy meticuloso.
—Y le dijo que había ido al ayuntamiento de Fouesnant. ¿Le dijo por qué?
—No. Solo que había ido. No insistí porque creía que lo importante era saber dónde había estado entre la una y las cuatro.
—Eso es cierto. O sea que no dijo nada más del asunto.
—No. Nada.
—¿Puede usted llamar al ayuntamiento para averiguarlo?
—Llamo ahora mismo, comisario.
Dupin colgó.
Estaba en la punta de la isla. O mejor dicho: había ido más allá de la punta de Saint-Nicolas, paseaba por el fondo marino, que en esa parte estaba plagado de piedras y conchas, y había llegado a un islote minúsculo, situado a tan solo cuarenta metros de distancia y con una extensión de poco menos de diez metros cuadrados. Con marea baja era un pequeño apéndice de Saint-Nicolas. Dupin estaba tan absorto en sus pensamientos que hasta ese momento no se dio cuenta de dónde estaba. Dio media vuelta en el acto.
Sacó la libreta otra vez, pasó las hojas, encontró lo que buscaba y volvió a marcar el número de Le Ber.
—¿Jefe?
—Páseme otra vez a Philippe Coz.
De nuevo unos crujidos.
—¿Le dijo la señora Barrault lo que hizo entre la hora de comer y el momento en que usted la encontró en el muelle?
—No. Solo que estuvo en casa. No ordené que lo comprobaran.
—Gracias.
Dupin colgó. La llamada no había sido fructífera. En esos momentos se encontraba entre las dos islas. Avanzó con mucha cautela. A un parisino del Distrito VI, como él, la disparatada escena no podía sino provocarle vértigo: estaba andando por el fondo del mar. Con marea alta, aquello estaba lleno a rebosar de peces, como la cotriade de la noche anterior.
Le sonó el móvil. Era un número de París. En un primer momento temió que fuera su madre, pero enseguida reconoció el número de Claire. Tras unos instantes de vacilación, descolgó. Y supo que cometía un error. Se vería obligado a decirle que no tenía tiempo para charlar… y eso era precisamente lo que necesitaba evitar: no tener tiempo para Claire, para los dos. Ese había sido el mayor problema en su relación.
—Buenos días, Georges, ¿molesto?
—Eh… No. Buenos días, Claire.
—Gracias por dejarme un mensaje. He tenido mucho trabajo estos días, apenas he salido del quirófano. Hay dos compañeros de baja.
—No pasa nada.
Se creó un silencio incómodo. Claire suponía que Dupin diría algo más. Finalmente, volvió a hablar ella.
—¿Y tú qué haces? ¿Dónde estás?
Por lo visto, no se había enterado del caso. Claire no solía ver los noticiarios.
—Estoy en un archipiélago, a dieciocho kilómetros de la costa. Estoy entre dos islas, paseando por el fondo del mar, porque hay marea baja. Hay muchísimas conchas de esas que tanto te gustan. Voy pisándolas.
Se lo contó porque no sabía cómo resolver la situación. Incluso pensó en contarle lo de los delfines.
—Parece fantástico. ¿Has ido de excursión?
—Pues… —No tenía otra opción, no le quedaba más remedio que decírselo—. Estoy investigando un caso.
—¿Un caso en un archipiélago?
—Exacto.
Claire tardó un momento en comprender lo que quería decir.
—Entonces no tendrás tiempo para charlar un rato conmigo.
—Pues claro que sí. Yo… No. Tienes razón. Pero te llamo en cuanto lo resolvamos. Entonces tendremos tiempo de verdad.
—Sí, claro. —Hizo otra pausa—. Entiendo.
Eso era lo peor que podía decir.
—Quiero verte.
Lo soltó a bocajarro. Y debió de sorprender mucho a Claire. Habían quedado en plantearse si volvían a verse.
—¿Qué?
—Estoy muy seguro. Quiero verte.
Dupin emprendió la huida hacia delante. Era su única posibilidad. Pero, sobre todo, lo que decía era cierto. Era la pura verdad.
—Bien.
Fue un «bien» auténtico. Dupin lo conocía de la época en que eran felices. Los mejores tiempos que había vivido jamás.
—Entonces nos vemos.
—Bien.
—Me alegro… de que hayamos hablado. Ha sido una… buena conversación.
Dupin estaba muy animado.
—Bueno… Llámame cuando cerréis el caso.
—De acuerdo. Tan pronto como lo resolvamos…
Claire había colgado.
Había sido increíble. Mientras andaba, estuvo a punto de resbalar con un alga. Tenía que andarse con ojo.
Sin embargo, la alegría no le duró mucho tiempo. Volvió a sonar el móvil.
Era Goulch.
—¿Sí?
Por el tono en que contestó, parecía más malhumorado de lo que realmente estaba. Pero le habría gustado deleitarse un poco más con el recuerdo de la conversación que había tenido con Claire.
—La Científica ha encontrado dos impactos de bala. Hubo un tiroteo en la casa abandonada de Brilimec. Al menos dos disparos.
—¿Disparos?
—Sí, han encontrado las balas en la pared. Pronto sabremos el calibre… Un metro a la izquierda de las huellas de pisadas que vimos. Los dos impactos están muy cerca y seguramente se dispararon desde el punto en el que supusimos que había habido alguien.
—O sea que erraron el tiro a propósito.
—¿Cómo dice?
Dupin siguió reflexionando. El tirador no podía estar a más de dos o tres metros, porque la habitación era muy pequeña, ni aunque hubiera disparado desde el hueco de la puerta que daba a la primera sala. A esa distancia, nadie falla por un metro, y aún menos dos veces. ¿Disparó Menn? ¿O le dispararon a él?
—Fueron disparos intimidatorios.
Goulch no contestó. Luego, él también cayó en la cuenta.
—¡Es verdad!
—¿Han encontrado más huellas?
—Están analizando el candado y la puerta.
—¿Eso es todo?
—De momento, sí.
—Gracias, Goulch.
Al cabo de un minuto, Dupin entró de nuevo en el Quatre Vents.
Le Ber y Philippe Coz ocupaban la misma mesa que la noche anterior. No se veía a Solenn Nuz por ninguna parte, pero sí a la hija mayor. Pascal Nuz estaba en su sitio de costumbre, a la derecha, absorto en la lectura de un periódico. A su lado, Leussot, que saludó jovialmente al comisario con un gesto. Había otras dos mesas ocupadas por pequeños grupos de buceadores o regatistas. Y también vio a la «prensa». La curiosa pareja de periodistas del Télégramme y el Ouest-France se había sentado en un rincón, al lado de la entrada. Tenían dos cafés con leche humeantes en la mesa y miraban con cara de pocos amigos. Dupin no entendió por qué. Conocían de sobra su política de información, según él, muy clara: ni una palabra hasta que se resolviera el caso. Sabían por experiencia que no le sacarían nada. A no ser que él pensara obtener algo en limpio para la investigación, que no era el caso en ese momento.
Dupin no tenía ganas de hablar y se fue directamente a la cafetera sin prestar atención a nadie. Louann Nuz acababa de hacer un café. Era para una de las mesas.
—Otro café, por favor.
—Marchando… Buenos días, señor comisario.
—Buenos días.
En un visto y no visto, Louann Nuz le hizo el café y se lo dejó, humeante, en la barra.
—¡Gracias! ¿Está aquí su madre?
—Ha ido a buscar no sé qué a casa. Enseguida vuelve.
Dupin sopesó la idea de decirle que quería hablar con ella. Decidió que no.
Cogió el café y se acercó a Le Ber y a Philippe Coz.
—Vamos a trabajar fuera.
—Es lo que pensábamos hacer, jefe. Pero está todo mojado.
—No importa.
Seguir allí dentro era una estupidez, por muchas razones, no solo por los periodistas.
Sacudieron el agua de las sillas y se sentaron.
—Acabo de llamar al ayuntamiento de Fouesnant —dijo Philippe Coz con voz calmosa.
—¿Ya está abierto?
Dupin estaba realmente asombrado.
—Son las ocho y media, abren a las ocho. Es una oficina pública. He hablado con la funcionaria de turno. La señora Nuz presentó hace unos meses una solicitud para reformar el edificio anexo del Quatre Vents. Ha ido un par de veces las últimas semanas para aclarar ciertos detalles. Ayer solicitó ver el expediente otra vez. A todas las instituciones, personas y empresas que presentan una solicitud se les abre uno. Es como una carpeta en la que lo archivan todo, incluidas las notificaciones provisionales. Todo el procedimiento.
—¿Para qué lo quería? ¿Qué relación tiene con la reforma que quiere hacer?
—No lo sé. Y la señora Nuz no le dijo a la funcionaria para qué lo necesitaba.
—¿Y se puede acceder a los expedientes en cualquier momento?
—Sí. Es el procedimiento habitual.
Dupin se quedó callado. La sospecha que se abría paso en su mente todavía era muy parcial.
—Necesito un helicóptero.
Le Ber y Philippe Coz lo miraron con cara de sorpresa.
—Tengo que ir al continente. A Fouesnant. Quiero pasar por el ayuntamiento.
La respuesta tardó en llegar.
—Voy a pedirlo.
Philippe Coz se levantó y se alejó unos metros.
Le Ber miró expectante al comisario.
—Quiero ver el expediente.
—¿Busca algo concreto? Me refiero a que si sabe lo que busca.
—No.
Era cierto. No sabía lo que buscaba, pero el instinto le decía que tenía que buscar ahí.
—El helicóptero no está en el aeropuerto —informó Philippe Coz—. Acaba de llegar a Brilimec. Ha ido a buscar a los de la policía científica. Ahora tendrán que esperar.
Dupin pensó en René Salou y se le escapó una sonrisa burlona. Entonces se acordó de una cosa que quería hacer antes. Sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta y marcó el número de Salou, que tardó en responder a la llamada.
—¡Ah, señor comisario! Creo que habría sido muy conveniente que hubiéramos hablado personalmente de…
—¿Qué puede decirme de las huellas de la casa?
—Yo…
—¿Son de pies grandes o pequeños? ¿De mujer o de hombre?
—Es sumamente difícil decirlo, usted mismo vio que las huellas no estaban claras. Y el terreno de la entrada de la casa es duro y pedregoso. De todos modos, la tormenta ha destruido todas las huellas que pudiera haber en el exterior. También en las playas. Goulch nos ha enseñado dónde estaban, pero no las hemos encontrado. Ni una. De momento, no puedo asegurar nada.
Dupin aborrecía ese «no puedo asegurar nada».
—Solo quiero saber qué opina usted. Una primera hipótesis, al menos.
—No son ni significativamente pequeñas ni significativamente grandes.
Genial. No eran de un enano ni de un gigante.
—¿De mujer?
—No puedo afirmarlo. Son de zapatos… diría que entre el número 38 y el 44.
Eso no servía de mucho.
—Hemos concluido el trabajo. Volvemos a comisaría. Después examinaremos las dos balas…
Se oyó un ruido ensordecedor que, a esas alturas, Dupin conocía muy bien: las palas de un rotor.
—Está despegando… ¿Me oye, señor comisario?
Dupin colgó y se volvió hacia Le Ber y Philippe Coz.
—El helicóptero está a punto de llegar. Tengo que irme.
—Siéntese, por favor.
La empleada del ayuntamiento, una mujer flaca, más que delgada, era muy solícita, exageradamente servil, pero autoritaria al mismo tiempo. Una mezcla peligrosa, en opinión de Dupin. La mujer forzó una sonrisa que deformó la severidad de sus rasgos. Tenía unos sesenta y pocos años.
El comisario asintió con un leve gesto de cabeza al coger la carpeta que la mujer le daba con mano firme y fue a sentarse en una de las mesas que había, todas chapadas en madera de color ocre, muy viejas y distribuidas de manera absurda. Eligió la única que estaba en un rincón, para indicar que no quería que lo molestaran.
El trayecto en coche desde el pequeño aeropuerto de Quimper había durado menos de un cuarto de hora. Le Ber había anunciado la visita del comisario, y el vicealcalde (Du Marhallac’h estaba «indispuesto») lo recibió casi solemnemente y lo acompañó al primer piso. La empleada los siguió, mirándolos con curiosidad.
La carpeta estaba llena a reventar. En la pestaña, escrito a máquina, decía: «Jacques Nuz y Solenn Nuz, Pleuvant de soltera». Habían tachado a mano el nombre de «Jacques Nuz» con una raya horizontal enérgica, pero habían dejado la conjunción «y», lo cual producía un efecto extraño.
El expediente parecía muy meticuloso. Los documentos estaban ordenados cronológicamente. Los más recientes al principio.
Encontró la solicitud de la que le había hablado Philippe Coz. Veinticuatro páginas, un formulario cumplimentado a mano y dos croquis adjuntos: del alzado y de la planta. Firmados por un arquitecto llamado Pierre Larmont. De Quimper. Una «reconstrucción en obra del anexo de madera existente». La solicitud estaba repleta de palabras técnicas que no entendía, pero todo parecía convincente y se correspondía con la información que le habían dado. La dejó a un lado. Lo siguiente eran solicitudes menos extensas (formularios de entre seis y ocho páginas y las notificaciones correspondientes) de los últimos años. «Nueva conexión a las instalaciones de energía solar estáticas de rendimiento medio de las Glénan», «Construcción de una fosa séptica independiente, adecuada a las necesidades de la actividad de hostelería». Todo irreprochable y claro.
Llegó a las primeras solicitudes, que había presentado Solenn con su marido. Para el feliz matrimonio y sus grandes sueños, abrir el Quatre Vents había significado una cantidad impresionante de solicitudes y documentación adicional. «Obras de reforma del interior del establecimiento Les Quatre Vents (bar/restaurante), antes llamado Le Sac des Noueds», «Cambio de nombre del establecimiento Le Sac des Noueds a Les Quatre Vents (bar/restaurante)…». Era increíble. Las otras solicitudes se referían al centro de submarinismo: «Asociación internacional de amigos y promotores de las actividades deportivas de buceo en el archipiélago de las Glénan». Y también consistían en una cantidad considerable de documentos. Dupin les echó un vistazo. Todo coincidía con la información aproximada que tenía. Todo parecía en orden.
El comisario se levantó un poco decepcionado. Entonces se dio cuenta de que la funcionaria estaba en el umbral de la puerta. Lo miraba inexpresiva.
—Disculpe, ¿entregó usted personalmente la carpeta a la señora Nuz?
—Por supuesto. Soy yo quien gestiona y lleva los expedientes de todo el archivo.
—¿No sabrá, por casualidad, para qué necesitaba los documentos la señora Nuz?
—Evidentemente, nunca lo pregunto, porque no es de mi incumbencia. Todos los ciudadanos pueden consultar sus expedientes en todo momento y hacer uso de ellos.
Lo dijo como si lo considerara el mayor logro de los ciudadanos libres. Dupin estuvo a punto de preguntarle si las decenas de miles de personas que habían dado su vida en la Revolución lo habían hecho por eso, para tener libre acceso a los expedientes. Siempre que trataba con funcionarios y con instituciones públicas pensaba en la Revolución.
—¿Y no vio, por casualidad, qué documento consultaba la señora Nuz? Procure acordarse, por favor. Y conteste.
Dupin lo dijo a propósito como si fuera una orden.
—No tengo motivos para espiar a la gente —contestó la mujer obedientemente. Después, vacilante y a la vez sulfurada, añadió—: Probablemente necesitaba consultar solicitudes anteriores para rellenar una serie de formularios que todavía tiene que presentar en relación con las reformas solicitadas… Le faltan dos. No pueden llevarse los documentos, aunque sean copias. Tienen que venir a consultarlos, se trata de documentos importantes.
Tenía sentido. Eso explicaría por qué la señora Nuz había ido al ayuntamiento. Y la pista caliente se enfriaría en el acto, la idea que había tenido quedaría descartada.
Se levantó y, cuando se disponía a marcharse sin decir nada, recordó un detalle al que no había prestado atención en su momento.
—¿Copias? ¿Ha dicho copias?
—Por supuesto, ¿qué creía? No podemos entregar los originales, ¡faltaría más! Los originales están en el archivo. ¡Son documentos oficiales!
El horror no era fingido.
—Me gustaría verlos.
—Sin autorización no es posible. Tengo que consultarlo con el alcalde. Son las ordenanzas. Tenemos que cumplirlas rigurosamente. Sin excepciones.
Dupin notó que le cambiaba el color de la cara. Inconscientemente, se plantó delante de ella, tieso como un palo, con toda su corpulencia. La postura dejaba muy claro que estaba a punto de estallar. Antes de que se pusiera a gritar, la empleada, con un hilo de voz, pero en tono agresivo, dijo:
—Voy a buscar el dossier.
Desapareció a una velocidad pasmosa.
Dupin volvió a sentarse.
¿Se había equivocado? Él confiaba en encontrar algo sorprendente que arrojara luz al caso.
—Aquí tiene.
Más que dejarle la carpeta en la mesa, se la tiró.
—Espero que sea consciente de que son originales. Cualquier deterioro o pérdida tendría consecuencias graves.
Era un hueso duro de roer. Dupin estuvo a punto de enzarzarse con ella en una refriega verbal, pero no lo hizo. Tenía que concentrarse.
Hojeó los documentos siguiendo el mismo orden que antes. Cronológicamente, de los más recientes a los más antiguos. Los examinó uno a uno, meticulosamente. Después de revisar unos cuantos, procedió a formar dos pilas, una para los originales y otra para las copias. De ese modo podía compararlos y detectar más fácilmente si había algo sospechoso, irregular. No había anomalías. Aunque ¿por qué iban a modificar las copias?
Ninguna diferencia, nada, absolutamente nada. Llegó a las solicitudes relativas al centro de submarinismo, es decir, al principio. Pila derecha, pila izquierda. Otro documento. Lo puso a la izquierda… y se quedó paralizado. ¿Dónde estaba la copia? En la pila de la derecha faltaba un documento que solo estaba en la carpeta de los originales. Nervioso, buscó el encabezado: «Construcción de un hotel en Saint-Nicolas, compatible con la normativa 16.BB.12/Finist.7». Era un formulario muy grueso, compuesto de hojas de papel amarillentas y finas. Fecha: «28 de mayo de 2002». Lo hojeó. «Capacidad/número de habitaciones proyectadas en el hotel: 88». Tenía que formar parte del primer gran proyecto de Lefort. Seguro. Un hotel. Y no precisamente pequeño. Dupin siguió leyendo: «Funcionalidad integral de un centro de deportes acuáticos y un puerto deportivo en la misma línea de integración/explotación turística que las instituciones existentes». Ese era el gran asunto en torno al cual giraba todo. Dupin fue a la última página. «Solicitante principal: Jacques Nuz». Debajo, una firma ilegible. Y después: «Otros solicitantes, en virtud del párrafo GHF 17.3: Lucas Lefort, Yannig Konan, Charles Malraux (debía de ser otro de los implicados del continente), Kilian Tanguy, Devan Menn».
Dupin sabía que al principio había más gente implicada en el proyecto turístico de Lefort. Si no había entendido mal, unas cuantas personas jóvenes y emprendedoras pensaron en un primer momento que perseguían un sueño común. Después se comprobó que tenían sueños muy distintos… y se armó una bronca que los enemistó para siempre.
Hasta ahí, todo coincidía con la información que tenía. Pero esa solicitud planteaba algunos interrogantes. Dupin no estaba seguro de que fuera eso lo que buscaba y, si lo era, no tenía claro lo que significaba. En cualquier caso, llamaba la atención que el documento no constara en la carpeta a la que podían acceder los interesados. Si no se había perdido por azar, se lo habían llevado de allí tomándose muchas molestias. Y otra cosa: ¿por qué Jacques Nuz era el solicitante principal? Eso no se lo había dicho nadie. Todos hablaban siempre del proyecto de Lefort. Y por último: la solicitud en realidad sí había llegado a presentarse. Las declaraciones al respecto habían sido contradictorias todo el tiempo. Ni siquiera Labat había encontrado nada. Pero, claro está, solo buscaba solicitudes presentadas a nombre de Lefort, como todos los demás, probablemente. Repasó los documentos. En la primera página encontró una observación escrita a mano. Con sello oficial del 29 de junio de 2002: «Solicitante dado legalmente por desaparecido». ¿Significaba eso que se había suspendido la tramitación de la solicitud? Eso explicaría por qué nunca se había hecho «oficial», por qué todos pensaban que nunca había existido.
Se levantó. Vio que la arpía del ayuntamiento seguía vigilando desde la puerta y se recreaba observándolo con recelo.
—Si varias personas presentan una solicitud conjunta, ¿se archiva únicamente en el expediente del solicitante principal?
—Antes, sí. Pero el procedimiento se modificó hace dos años. Ahora tienen copia todos los solicitantes.
—Necesito el dossier. Me lo llevo.
Dupin sabía que, para la arpía, no había peores palabras en este mundo.
—¡Señor!
Se notó que hacía un gran esfuerzo por hablar en un tono acorde con su indignación.
—Son… ¡Son los originales! Ni siquiera está permitido llevarse las copias.
El acaloramiento fue en aumento.
—No puede llevárselos, es imposible. Tiene que… solicitarlo de manera oficial.
Dupin no mostró la menor intención de replicar. Fue directamente hacia ella y pasó por su lado. La empleada hizo un movimiento brusco y, por un momento, el comisario creyó que intentaría arrebatarle la carpeta de las manos. Sin embargo, se limitó a girar sobre sus talones, como en un desfile militar, y emprendió la marcha detrás de él. Lo siguió cruzando la puerta. Por el pasillo. Escaleras abajo. Sin decir una palabra. Al llegar a la planta baja, volvió a alzar la voz:
—Se lo advierto, señor, está cometiendo un delito. Se lo pido por última vez: deje los documentos. Son propiedad del Estado francés. —Y gritó pidiendo apoyo—: ¡Señor Lemant! ¡Venga! ¡Necesito su ayuda!
La amable mujer de la recepción miraba asustada el extraño espectáculo.
Dupin se fue con paso decidido, pero no apresurado. Una vez fuera, le hizo una señal al chófer para que pusiera el motor en marcha enseguida. Dos minutos más tarde estaban en la autopista, en dirección a Quimper, de vuelta al aeropuerto. Tenía el móvil en modo vibración y le había vibrado varias veces las últimas horas. Miró los números. El prefecto… cinco llamadas. También Labat, Le Ber, Goulch y Nolwenn. Y Salou, el científico forense.
Nolwenn comunicaba. Lo intentó tres veces.
Después marcó el número de Salou.
—Seguimos sin poder salir de Brilimec. Tiene usted el helicóptero —oyó Dupin, en vez de un saludo.
—Espero que no me haya llamado antes por eso.
—Quería informarlo de una cosa… muy sorprendente.
Salou hizo una pausa. Dupin conocía su afición por la teatralidad.
—Salou, voy a…
—El arma es probablemente una FP-45 Liberator. De la Segunda Guerra Mundial. Un arma sencilla pero eficaz que los americanos…
—¡Salou!
—… y después la utilizaron los miembros de la Resistencia francesa.
Dupin dio un respingo. La información era interesante.
—¿Está seguro?
—Segurísimo. La munición se reconoce claramente. Aunque solo he podido examinarla con los recursos provisionales de que disponemos en el lugar de los hechos…
—Entonces será un arma difícil de encontrar, ¿no?
—Al contrario. Todavía quedan muchas. Aunque la mayoría no funcionan.
—¿«Muchas»? ¿A qué se refiere?
—Precisamente aquí, en la Bretaña, la Resistencia fue almacenando poco a poco una cantidad considerable de armas. En muchas casas siguen teniendo una, en el desván o en el sótano… Muchos las han conservado y mantenido también por motivos sentimentales.
Eso era muy probable.
—Llámeme cuando sepa algo más, Salou.
Colgó. Intentó otra vez hablar con Nolwenn. Seguía comunicando. Después, con Labat.
—¿Diga?
—Labat, cuando fue al ayuntamiento, ¿pidió que le enseñaran el expediente original de Lefort o solo la carpeta con las copias?
—Los originales, por supuesto. Y requerí la presencia del vicealcalde.
—Bien. ¿Hay alguna novedad?
Dupin hablaba deprisa, pero con claridad, concentrado. Labat se adaptó a su ritmo.
—El constructor ha declarado que el diseño de las terrazas es suyo. Du Marhallac’h se inmiscuyó ocasionalmente con ideas y opiniones, pero nunca dibujó planos concretos.
—Excelente.
Con eso bastaría. Aunque Du Marhallac’h afirmara que Pajot le había pagado los honorarios a cambio de darle consejos verbalmente, no podría demostrar nada. Eso bastaba como sospecha inicial… para acusarlo de corrupción.
—Comuníqueselo a la prefectura. Tiene que actuar el fiscal. Inmediatamente… Ah, sí, informe usted mismo al prefecto.
Dupin estaba seguro de que eso no tenía nada que ver con el caso, pero de ese modo mantendría ocupado al prefecto.
—¿Y el director del Instituto?
El conductor entró a mucha velocidad en una rotonda muy estrecha y Dupin chocó contra la puerta.
—¿El señor De Berre-Ryckeboerec?
—Exacto.
—No será fácil. Nuestros hombres todavía no han encontrado ninguna prueba, nada que infrinja la ley. Sin embargo, aunque reciba financiación de terceros, el Instituto es una institución estatal y, en parte, incluso de la Unión Europea, por lo que tiene que respetar una serie de normas relativas a la comercialización de las investigaciones. Los resultados, las licencias y las patentes se someten a control antes de llegar al mercado. Aun así, será complicado demostrar alguna irregularidad porque no está claro qué normas, estatales o europeas, son determinantes en cada una de las actividades que desarrolla el Instituto… Hay que revisarlo todo minuciosamente. Será largo.
—¿Y sus cuentas privadas?
—He hablado con Nolwenn por teléfono un par de veces. Sería más fácil si encontráramos algo aquí. Fue un milagro que consiguiéramos la orden de registro.
—Avíseme si hay novedades. Otra cosa: llame a Le Ber y dígale que hay que ir a ver a Muriel Lefort para preguntarle si tiene un arma de la Resistencia, de sus padres… o quizá de su hermano.
—De acuerdo…
Era evidente que Labat quería decir algo más. Y Dupin sabía de qué se trataba: quería que lo pusiera al corriente de todo.
—Luego lo llamo, Labat, y le cuento los detalles.
Colgó. Quería hablar con Nolwenn. Volvió a intentarlo. Y por fin lo consiguió.
—Tengo la información que me pidió, señor comisario.
Habían llegado al aeropuerto. Dupin se bajó del coche con el móvil pegado a la oreja.
—He revisado minuciosamente la documentación del accidente de Jacques Nuz. Todo empezó igual que el suceso del domingo. Es asombroso. Las Glénan, un día fantástico de principios de verano. Y se levanta una tormenta. Jacques Nuz tenía cosas importantes que hacer en el continente y quería llegar antes de que se desatara la tempestad. Según las declaraciones de Solenn Nuz, zarpó de la isla a las dos y media. Así consta en el atestado. A la mañana siguiente denunció su desaparición en la comisaría de Fouesnant. Inmediatamente se puso en marcha una operación de búsqueda con barcos y helicópteros. No volvieron a verlo nunca y jamás encontraron el cadáver, solo restos de su barca al cabo de dos días. Al oeste, bastante lejos. No se sabe cómo ocurrió el accidente.
—¿A la mañana siguiente?
—En aquella época no había tantos teléfonos móviles como ahora.
Dupin seguía al lado del coche. A pocos metros de distancia del helicóptero. El piloto estaba en la cabina. Dupin le hizo un gesto impreciso para indicarle que esperara un momento.
—¿Y?
—Ahora viene lo bueno: otras dos embarcaciones zarparon de Saint-Nicolas, una justo después de Jacques Nuz y la otra al cabo de unos minutos. ¿Adivina quiénes eran los propietarios de esas embarcaciones?
Era una pregunta puramente retórica.
—¡Lucas Lefort y Devan Menn! Y ahora viene lo mejor: ¿sabe quién iba a bordo con Lefort?
—Yannig Konan.
No fue exactamente una respuesta, solo lo murmuró. Y se estremeció.
—Así es. Naturalmente, cuando Jacques Nuz desapareció, interrogaron a Lefort y a Konan. Sus declaraciones están en el expediente. Jacques se dirigía a Fouesnant, donde él y Solenn tenían todavía un pequeño piso. Lefort y Konan iban a Sainte-Marine. Al principio, el rumbo era el mismo.
—¿Y Menn?
—Declaró que no vio nada, ni la embarcación de Nuz ni la de Lefort.
—¿Y otros barcos? ¿Había otros barcos navegando, hubo otros testigos?
—No zarpó nadie más. Las personas sensatas lo hicieron antes, a tiempo, o se quedaron donde estaban.
—¿Y no hay ninguna pista sobre lo que ocurrió? ¿Chocó contra una roca? ¿Naufragó? ¿Qué clase de barco tenía?
—Los restos que encontraron no permitieron llegar a ninguna conclusión, aunque los analizaron exhaustivamente. Los informes están en el expediente. Era un viejo Jeanneau, tenía casi cuarenta años, pero, según las declaraciones de Solenn Nuz y otras personas, estaba en buen estado. No había nada que indicara la posibilidad de una avería.
—Hum.
La mente de Dupin trabajaba a todo trapo.
—No hay que perder de vista que esa clase de accidentes son habituales aquí, señor comisario… y en muy pocos casos se encuentran pistas sobre lo ocurrido.
El piloto del helicóptero le hizo una señal. Dupin interpretó que le pedía que subiera. Salou y su equipo estaban esperando. Eso no le importaba mucho, pero tenía prisa por volver a las islas. Para mantener una… conversación muy importante. Lo que acababan de contarle era muy interesante. Seguía sin entender la historia, pero estaba seguro de que era la clave… la clave de todo.
Vista desde el muelle, la casita de piedra de Solenn Nuz quedaba en la parte posterior de la isla, donde esta se ensanchaba desparramándose caóticamente en el mar. Estaba en la playa del oeste, la más bonita, la que tenía un aire más caribeño. La casa era muy baja, como si quisiera ofrecer la mínima resistencia posible a las tormentas, y estaba rodeada de una cantidad impresionante de bancales, unos más grandes y otros más pequeños, en los que crecían lechugas, patatas y distintas clases de verduras, incluso había alcachofas, además de puerros, la gran especialidad hortícola de la Bretaña. Dupin se los comía en todas sus variedades, aunque últimamente prefería la bretona: con una vinagreta de huevo y cebollino. A todo ello se sumaban dos parterres grandes de hierbas aromáticas. El hecho de que hubiera tierra, suelo firme de verdad, y no solo arena, dunas, maleza, piedras y rocas, en cierto modo no encajaba en la imagen de las islas.
Dupin había ido directamente al Quatre Vents, pero Louann Nuz le dijo que su madre estaba en casa.
El comisario llegó a la vivienda. Parecía muy sencilla. Le gustó. Buscó el timbre en vano. La puerta de madera maciza, con herrajes y bisagras de hierro, estaba entreabierta. Asomó un poco la cabeza para no entrar sin llamar.
—¿Hola? ¿Señora Nuz?
No hubo respuesta. Dio unos golpecitos en la puerta y dijo en voz más alta:
—Soy el comisario Dupin.
Sin respuesta.
Mientras pensaba qué hacer, Pascal Nuz apareció a su lado como si saliera de la nada.
—Está en el mar. A por almejas.
Dupin casi se llevó un susto. El suegro debía de estar en el huerto.
—Quería hablar con ella.
Dupin se dio cuenta de que acababa de decir una frase muy elemental.
—La encontrará en la playa grande. —Pascal Nuz hizo un gesto impreciso con la mano derecha en dirección oeste.
—Voy a buscarla. Gracias.
Dupin encontró un tortuoso camino en zigzag que atravesaba los bancales, dio la vuelta a la casa y al cabo de un momento se plantó en una duna de poca altura, justo delante de la playa grande.
La marea estaba en el punto más bajo y la playa se adentraba a lo lejos en el mar, formando una superficie plana, lisa, perfecta cada vez que se retiraba la pleamar. La finísima arena había recuperado su blanco radiante, impoluto. El sol había secado la capa superior, todavía delgada. Debajo, la arena mojada brillaba como el pergamino en algunas zonas. Dupin aguzó la vista y descubrió a Solenn Nuz hacia el noroeste. Solo la silueta. Era la única persona que había a la vista, en un paraje que pertenecía al mar la mayor parte del día (Dupin entendió por qué el suegro había dicho que estaba «en el mar»). Se dirigía lentamente hacia la línea de la bajamar por el extremo norte de la isla. Dupin se puso en marcha. Estaba más lejos de lo que pensaba.
Solenn Nuz no lo vio hasta que lo tuvo muy cerca. No la había llamado. Se volvió hacia él de repente. En cada hombro llevaba colgado un cesto de plástico de color verde oscuro, que parecía trenzado, y tenía una pala pequeña de mango largo en la mano derecha.
Sonrió al verlo, con la hermosa sonrisa tranquila que Dupin conocía. No dijo nada hasta que el comisario llegó a su altura.
—Estamos en plena temporada. Almejas, chirlas, berberechos. Y orejas de mar… Las almejas se esconden en la arena, las orejas de mar, en las rocas, en las grietas, donde hay algas —dijo señalando en dirección a Bananec, donde empezaba el paisaje de rocas imponentes cuando había marea baja—. Las almejas se entierran en la arena, a diez centímetros de profundidad. Hay que saber dónde encontrarlas —hablaba con voz tranquila, como de costumbre—. Me lo enseñó mi madre. No dejan muchas señales. ¿Quiere ver cómo se hace?
—Sí, enséñemelo.
Dupin también habló con voz tranquila.
—Hay que buscar pequeños agujeros en la arena en forma de ocho: ahí están las almejas hembra. Y luego, a una distancia de dos o tres centímetros, dos agujeritos más pequeños o del mismo tamaño: ahí están los machos, son más grandes.
Solenn Nuz miró a Dupin un momento y volvió a agachar la cabeza. Observaba el fondo del mar con mirada profesional.
—Después hay que meter la mano con cuidado en la arena, palpar un poco y sacar la almeja.
Dupin iba a su lado.
—¿Le gustan las almejas? ¿Y las orejas de mar… con su concha nacarada?
—Mucho.
Era verdad, las dos especies le gustaban mucho. Las almejas más deliciosas las servían en el Amiral: gratinadas con mantequilla de hierbas y pan blanco rallado. Y tenía que reconocer que se ponía más contento que un niño con zapatos nuevos cada vez que encontraba una concha de oreja de mar nacarada, intacta, que brillaba con todos los colores del arcoiris. Siempre se las guardaba y ya tenía una buena colección acumulada en los cajones del escritorio.
—Esta noche hay crepes con almejas para cenar. Puede que también con orejas de mar. Fritas… Ya veremos.
—¿Qué me dice de la solicitud que presentó su marido en el ayuntamiento?
Lo preguntó a bocajarro. Sin embargo, Solenn Nuz no dio la menor señal de asombro. Nada. Contestó sin titubear y en el mismo tono en que un momento antes le explicaba cómo capturar almejas.
—Durante un tiempo pensamos que teníamos una idea común: Lucas, Yannig, Kilian Tanguy y nosotros. Y también Devan Menn. Muriel Lefort conocía mejor a su hermano, se negó a participar desde el principio. No le hicimos caso, pensamos que era una anticuada. Al cabo de un tiempo forjando planes juntos, comprendimos que Lucas tenía otra cosa en mente. Nosotros queríamos mantener las Glénan como eran, solo pretendíamos modernizar y ampliar la escuela de submarinismo y el club de vela, construir un hotel y un restaurante… Pero nada de turismo masivo ni de lujo. Para Lucas, eso solo era el principio, una táctica. Empezamos a discutir cada vez más a menudo. Hasta que un día explotó la cosa. Yannig nunca se pronunció, pero estaba de parte de Lucas. Y tenía el dinero. Charles Malraux se puso de nuestra parte. Y Devan intentó quedarse al margen de la disputa.
Se agachó de repente.
—Mire, aquí… ¿Ve esos dos agujeros minúsculos?
Dupin se inclinó. Le costó verlos, pero allí estaban.
Solenn Nuz metió la mano en la arena, con cuidado y soltura, y al cabo de un momento sacó un magnífico ejemplar de almeja fina. Lo puso en el cesto de la derecha. Dupin vio entonces que ya había recogido una gran cantidad de moluscos.
—¿Por qué era su marido el solicitante principal?
—Porque el terreno en el que se iba a construir el hotel era suyo, y al principio todo el proyecto giraba en torno al hotel.
—Tenía entendido que no había llegado a presentarse la solicitud. ¿Por qué la presentó su marido cuando las desavenencias ya eran definitivas?
Dio la impresión de que Solenn Nuz se paraba un momento a pensar, pero Dupin no estaba seguro. Seguía con la cabeza agachada y mirando la arena fijamente.
Se quedó callada unos instantes. Luego pareció hacer de tripas corazón.
—No la presentó él.
Dupin no lo entendía. Solenn Nuz no parecía tener intención de darle más detalles.
—¿Cómo que no la presentó?
—Rellenamos la solicitud, pero fue en la época en la que Jacques, Kilian y yo empezamos a dudar. Habíamos tenido unas cuantas discusiones encendidas con Lefort.
Volvió a quedarse callada. Dupin esperó.
—En esa época, vivíamos entre dos sitios: en el pequeño apartamento que teníamos en Fouesnant y en las islas. Pasamos unos meses viviendo principalmente en el barco, aunque no teníamos mucho espacio. Todavía no habíamos comprado la casa de la isla y casi nunca usábamos el apartamento. El barco era nuestro verdadero hogar. Allí teníamos todo lo que necesitábamos, nos sentíamos libres, éramos muy felices… También guardábamos allí documentos personales. —Hizo otra pausa y después prosiguió en el mismo tono—: Incluida la solicitud.
Dupin se detuvo. En un primer momento, no entendió lo que insinuaba. Luego le entró un mareo. Empezó a comprender. Notó que se le ponía la piel de gallina.
—La solicitud… ¿estaba en el barco? ¿La solicitud estaba en el barco el sábado en que su marido zarpó de las Glénan una tarde, hace diez años, porque se acercaba una tormenta?
Entonces fue Dupin quien hizo una larga pausa para reflexionar. Las ideas se le agolpaban en la mente a una velocidad inaudita. Solenn Nuz seguía impasible, buscando, con los ojos clavados en la arena.
—La solicitud estaba en el barco de Jacques Nuz cuando zarpó de Saint-Nicolas —dijo Dupin para sí mismo— y la presentaron inmediatamente después del accidente. El barco naufragó. La solicitud… —Cada vez hablaba más lentamente—. La solicitud fue a parar a otra embarcación después de que Jacques Nuz zarpara, no se hundió con él.
Avanzaban en silencio, Solenn Nuz un paso por delante. Era una atrocidad. Dupin intentó concentrarse.
—Fue un asesinato, ¿verdad? Fue un asesinato. Y lo cometieron Lefort y Konan.
Solenn Nuz seguía inmutable, incluso ahora.
—Dejaron que se ahogara. Es probable que el motor se averiase. Nadie lo sabe con exactitud. Entre las Glénan y Les Moutons. El mar estaba muy agitado. Jacques debió de colgarse por la borda para reparar algo. Lefort y Konan vieron lo que ocurría. Y vieron que el agua lo arrastraba. Pusieron su barco en paralelo y Lefort saltó a bordo. Y lo vio. —La voz le cambió por primera vez, aunque solo ligeramente; se volvió más átona—. Vio a Jacques y lo abandonó a su suerte en el mar. Y buscó la solicitud. Sabía dónde estaba, conocía el barco. —Hizo una pausa larga—. La cogió y volvió a su barca. Y se fueron. —Se interrumpió de nuevo—. Pensaban presentarla y, si se la aceptaban, afirmarían que Jacques les había entregado los documentos… Habría sido su palabra contra la mía.
Era eso. Ese era el misterio en torno al cual giraba todo. Y a Lefort y a Konan les había sucedido algo parecido la noche del domingo: se encontraron de repente en la misma situación por la que pasó Jacques Nuz diez años antes. Sin posibilidades, sin chalecos salvavidas, en medio de una tempestad, arrastrados por las corrientes implacables del Atlántico.
—¿Y el doctor Menn?
—Iba detrás de ellos. Los vio; no lo vio todo, pero sí lo más importante… que Jacques había caído al agua y Yannig y Lucas se marchaban. No se detuvo. Siguió navegando. No hizo nada. Y tampoco hizo nada después. Le tenía miedo a Lucas. Era un cobarde. Siempre ha sido un cobarde.
Dupin ordenaba la información mentalmente, encajaba las piezas de un rompecabezas espantoso, brutal y terriblemente triste. Le faltaban muy pocas.
—¿Cuándo lo supo? ¿Cómo se enteró? ¿Encontró la solicitud que habían incluido en el expediente?
—La encontré hace tres meses por casualidad. Necesitaba unos datos de los primeros trámites para solicitar la reforma del edificio anexo. Entonces la vi. Y lo comprendí.
—Y fue a ver a Lefort…
La voz de Solenn Nuz cambió por segunda vez. Se volvió inexpresiva. Fantasmagóricamente inexpresiva.
—Se rió. Me dijo que no podía demostrar nada… Y tenía razón.
Dupin calló. Habían llegado a las rocas.
—¿Y cómo supo lo del doctor Menn?
—Lefort habló con él. Le dijo que yo sospechaba de ellos. Menn vino a verme. Y… me lo contó todo —contestó, y prosiguió en un tono claramente más sereno y contenido—. Hay que buscar en las grietas de las rocas, en las grietas estrechas y profundas donde se acumula el agua. Apenas se las ve, solo una parte minúscula de la concha, como mucho, y son del mismo color que la roca, de un tono herrumbroso. Luego…
—¡Señor comisario! ¡Señor comisario!
Era Le Ber. Corría hacia ellos y lo llamaba desde lejos. La imagen del inspector avanzando apresuradamente por la extensa playa era cómica. Un momento muy poco oportuno.
—¡Disculpe! ¡Tengo que hablar con usted, señor comisario!
Dupin fue a su encuentro de muy mal humor.
—Le Ber, ahora no es…
—Pascal Nuz ha confesado. Lo ha confesado todo.
Lo dijo corriendo todavía, jadeando y resoplando. Al llegar a la altura de Dupin, se detuvo.
—¿Qué dice de Pascal Nuz?
—Ha confesado los asesinatos. Que fue él quien echó los tranquilizantes en la bebida. Y dice que ayer se encontró a Menn en la isla, le apuntó con su arma para obligarlo a subir a su barca y después lo obligó a saltar al agua a unas dos o tres millas al sur del archipiélago. También… —Se interrumpió para coger aire, todavía no había recuperado el aliento—. También ha confesado el motivo. Quería vengar la muerte de su hijo, el… «asesinato de su hijo». —Le Ber apoyó la mano derecha en la cadera—. Afirma que Lefort y Konan mataron a su hijo.
Dupin agachó la cabeza. El mareo lo atacaba otra vez.
Se acercó al agua. Le Ber lo siguió. Dupin se detuvo poco antes de llegar a las olas, que murmuraban suavemente. El agua estaba increíblemente transparente. Cristalina. En el fondo del mar, blanco y resplandeciente, se veían nítidamente todas las piedrecitas y las conchas.
Dupin no daba crédito a sus oídos. Las cosas no habían ocurrido así. Se quedó inmóvil unos momentos. Luego volvió con Le Ber. Parecía perdido en la arena, mirándose los zapatos y fumando, aunque hubiera dejado de fumar definitivamente hacía medio año. Solenn Nuz seguía buscando orejas de mar en las grietas de las rocas.
—¿Philippe Coz ha podido comprobar los datos que les dio Solenn Nuz sobre lo que hizo ayer?
—Sí. Hemos intentado comunicárselo a usted varias veces por teléfono. Todo es cierto, cada minuto. Al menos, lo que hemos podido verificar hasta ahora. Y también hemos conseguido la lista de llamadas de Menn, que no ha sido nada fácil, no crea. Ayer habló dos veces con alguien del Quatre Vents. En el bar tienen un móvil, para las reservas y esas cosas. Una vez lo llamaron a él y la otra fue él quien llamó. La primera vez a las diez y media de la mañana y la segunda, a las once.
Así pues, era cierto que Solenn Nuz no había estado en Brilimec. Aunque entre los datos verificados quedaran pequeños espacios de tiempo por precisar, no sumarían tres cuartos de hora o más. «Ella» no había estado en Brilimec; «ella» no se había encontrado con Menn. Y ella no había podido llamar a nadie desde el Quatre Vents el día anterior por la mañana.
—El de la isla fue realmente Pascal Nuz —dijo Dupin hablando consigo mismo.
—Tiene un arma antigua, de la época de la Resistencia. Su propia arma. Luchó con ella. —Le Ber estaba visiblemente desolado—. También fue él quien lo llamó ayer por la mañana disimulando la voz y le dijo lo de Medimare para ponerlo sobre una pista falsa.
—¿Y Pajot? ¿Qué pasa con Pajot?
—No era su intención. No sabía que había salido a navegar con los otros dos. Ha repetido muchas veces que no era su intención.
Le Ber hablaba como si quisiera defenderlo.
—¿Y cómo lo hizo con los tranquilizantes? ¿Lo que cuenta es creíble?
—Diez pastillas, disueltas en vino tinto… Nos ha enseñado la caja de las pastillas.
Todo encajaba, cierto, pero parecía demasiado sencillo.
—¿Y ha ido a contárselo él, así, por las buenas?
—Sí, hace unos minutos, después de que se fuera usted —Le Ber contestó con voz pastosa—. Me extraña que no se lo encontrara en el camino. Nos ha dicho que, de todos modos, usted no habría tardado mucho en descubrirlo.
Dupin iba a contestar, pero no pudo. No podía hablar. Lo invadía una profunda tristeza. Ese caso era trágico de principio a fin.
Nunca se había encontrado en una situación semejante. Sabía que las cosas no habían sucedido como decían. Pero no sabía qué tenía que hacer. No sabía qué podía hacer. Y, sobre todo, no sabía qué quería hacer. Ni siquiera si quería hacer algo.
Le Ber dio media vuelta y se alejó lentamente de la playa, todavía fumando y ligeramente encorvado. Volvía al Quatre Vents.
Dupin no tenía ni idea de cuánto rato llevaba allí, quieto. Finalmente miró hacia las rocas. Vio a Solenn Nuz, erguida y como balanceándose. El comisario se puso en marcha. Solenn Nuz había trepado un buen trecho por el paisaje abrupto de rocas y ahora volvía a la playa de arena por el otro lado. Dupin pensó qué hacer, subió por la playa hasta el comienzo de las rocas y rodeó el campo de piedras.
Salió a unos cinco metros de la señora Nuz. Ella tardó en verlo, estaba totalmente concentrada en localizar orejas de mar.
—Hoy no ha habido suerte. Solo he encontrado cinco.
—Su suegro ha hablado con nosotros. Nos lo ha… —Dupin titubeó—. Nos lo ha contado todo.
Solenn Nuz levantó la vista, con tranquilidad. Le dirigió una mirada profunda, intensa, pero la expresión de su cara no se alteró. Dupin fue incapaz de interpretar su mirada. Después, la mujer agachó la cabeza. Todavía estaba a dos o tres pasos de la arena. No dijo nada. Dupin tampoco. Se acercó a él y se detuvo, con los cestos colgados al hombro y la pala en la mano derecha. De repente parecía absorta en sus pensamientos, como si se le hubiera olvidado que el comisario estaba con ella. Movió la cabeza lentamente, volviéndola hacia el mar. Miró a lo lejos, pensativa. Dupin la observaba. La veía de perfil. No fue capaz de reconocer nada en ella.
Solenn Nuz se quedó inmóvil unos instantes. Después dio media vuelta sin prisa y empezó a subir por la playa. Dupin se puso a andar a su lado. Avanzaban lentamente, pero sin arrastrar los pies. Con paso firme.
Al llegar cerca del final de la playa, a las dunas donde empezaba a crecer la hierba, Dupin supo que había tomado una decisión. En realidad, hacía un rato que la había tomado: cuando comprendió toda la trama de la historia, pero no se dio cuenta hasta entonces.
—Sabemos lo que ocurrió. Sabemos todo lo que pasó, señora Nuz. —Se interrumpió e hizo un esfuerzo para hablar con firmeza y determinación—. Para nosotros, el caso está cerrado —dijo sin mirarla—. La policía ya sabe todo lo que tiene que saber.
Solenn Nuz no reaccionó. Llegaron a las escaleras de madera y subieron juntos los peldaños. Ya casi estaban en el Quatre Vents.
—Seguro que querrá usted hablar con su suegro.
—Sí, me gustaría.
Poco después llegaron a la terraza. Le Ber y Philippe Coz estaban en la entrada del Quatre Vents. Ahora, Philippe Coz también fumaba.
—Pascal Nuz está dentro. Hemos echado a los clientes. Louann Nuz se ha ido a casa. Está solo. Quería estar solo.
Le Ber parecía extrañamente indeciso.
—Tenemos el arma. Philippe Coz ha ido a buscarla a la casa con Pascal Nuz. La tenía en la habitación, en una caja —se apresuró a añadir.
—La señora Nuz quiere hablar con su suegro. Dejémoslos a solas un momento.
Solenn Nuz entró en el bar y cerró la puerta.
Philippe Coz se acercó al comisario. Los tres policías estaban ahora muy juntos. A Dupin no le molestó, excepcionalmente. Ninguno sabía qué decir. Pero no se creó un silencio embarazoso. Tampoco un vacío molesto. Cada cual pensaba en lo suyo.
Se quedaron así un rato.
—Caso resuelto.
Dupin lo dijo con voz clara y juiciosa. Sus palabras actuaron como una señal para volver a la realidad de la que se habían precipitado los tres hacía unos instantes.
—Voy a avisar al piloto, señor comisario —dijo Philippe Coz sacando el móvil.
—Yo voy a informar al inspector Labat. —Le Ber parecía contento de tener algo concreto que hacer—. Y a Kireg Goulch. La búsqueda del tesoro ha terminado.
Se fueron cada uno en una dirección, con el teléfono pegado a la oreja. Dupin se quedó solo.
Se sentó, pero no en la «mesa de operaciones», sino en la misma que la primera vez, el lunes, al lado de la pared. Allí fue donde se comió el bogavante, cuando aún pensaba que se enfrentaban a un accidente marítimo. A un accidente que los inspectores a sus órdenes y el avispado Kireg Goulch aclararían rápidamente.
Miró al mar, más allá del muelle. Volvió a verla: la luz espectacular, envolvente, que lo teñía todo. Tenía que llamar a Nolwenn. Y, sobre todo, tenía que llamar al prefecto. Dupin aborrecía por principio toda clase de llamadas: las propias de una «jornada de oficina» normal y las típicas durante un caso, pero las que más le fastidiaban eran las que tenían que hacerse después de resolver un caso. Sin embargo, esta vez era distinto: con el caso resuelto, era muy importante que fuera él quien contara los detalles antes que nadie.
Le Ber volvió.
—He informado a Labat. Estaba un poco enfadado porque al final… cómo lo diría… Al final se ha quedado al margen de los acontecimientos.
Dupin se lo imaginaba.
—Llámelo otra vez y dígale que me gustaría que los cazara, al alcalde y al director del Instituto. Que no afloje, pase lo que pase, en ninguno de los dos casos. Y que se lo notificaré personalmente al prefecto.
—Muy bien —contestó Le Ber inmediatamente con una voz llena de empatía.
Philippe Coz también volvió.
—Tengo que hacer unas cuantas llamadas largas. Ustedes esperen aquí. Dejen a la señora Nuz a solas con su suegro hasta que llegue el helicóptero.
Dupin se levantó.
Absorto en sus pensamientos, esta vez se dirigió a la izquierda. Avanzó entre la vieja granja, la escuela de vela y los dos viveros de la ostrería. Luego pasó junto al gran mural del pingüino surrealista y siguió andando hacia el banco de arena que llevaba a Bananec.
Los sucesos se le agolpaban en la cabeza. La terrible historia, el caso entero.
Se detuvo. Llevaba un rato caminando y había llegado a la franja más estrecha del banco de arena. La marea había empezado a subir. A izquierda y derecha, unas lagunas poco profundas lanzaban destellos de color turquesa. Más allá, hasta el horizonte infinito, solo el mar. Detrás de Dupin, Saint-Nicolas; delante, Bananec. Sacó el móvil. Dieciséis llamadas perdidas. Desde la conversación con Solenn Nuz. Dieciséis.
Marcó el número de Nolwenn.
—¿Señor comisario?
Dupin no sabía por dónde empezar. Le resultaba difícil.
—Estoy informada. A grandes rasgos. El inspector Le Ber me ha puesto al corriente.
Dupin se alegró. Odiaba esos resúmenes. Especialmente en ese caso.
—Es todo muy… trágico.
Dupin creyó notarle en la voz que sospechaba algo.
—Así es, Nolwenn. Trágico.
—Pobre Solenn Nuz. Inconcebible.
Dupin pensó que tenía que decir algo más. Pero no estaba en condiciones.
—Deje los detalles para esta tarde, señor comisario. O cualquier otro día. Ahora tendría que llamar al prefecto. Pregunta por usted cada cinco minutos.
Sí, ahora mismo lo llamaría. Se hizo un breve silencio.
—Bien, Nolwenn.
—Bien, señor comisario.
Esas palabras contenían cierta solemnidad. Eran una especie de conclusión. No, era otra cosa: con ellas establecían tácitamente una especie de cierre. Y Dupin se alegró.
Colgó y reanudó el paseo. En línea recta, en dirección a Bananec. Con paso decidido. Marcó el número. El prefecto no tardó ni un segundo en contestar. Dupin se apartó el teléfono de la oreja, sabía lo que le esperaba. El prefecto, en uno de sus típicos ataques de ira, gritaba tan desaforadamente que Dupin lo habría oído sin dificultad incluso a varios metros del teléfono. Puso el aparato a una distancia segura y dejó que la furia se atenuara. Entretanto, oyó también algo sobre un «nuevo traslado inmediato». Esperó a que el prefecto hiciera una mínima pausa y aprovechó para intervenir con una rapidez impresionante:
—Caso resuelto.
No habría sido conveniente decirlo con más palabras. El efecto fue arrollador. Por un momento, no pasó nada. Se hizo un silencio sepulcral.
—Eh… ¿Quiere decir que el caso está resuelto? ¿Ya tienen al asesino?
El prefecto parecía confuso.
—Tenemos al asesino.
De nuevo pasaron unos instantes hasta que el prefecto contestó. Tenía que reorganizarse psicológicamente.
—¿Está todo aclarado?
—Todo aclarado.
—¿Puedo presentarme ante la prensa y comunicar el éxito de la investigación?
—Puede presentarse ante la prensa y comunicar el éxito de la investigación.
Al final, siempre se trataba de eso. El prefecto se daba por satisfecho tan pronto como podía anunciar que «sus» investigaciones habían conducido a un éxito inmediato. A esas alturas, Dupin había pasado por lo mismo en muchas ocasiones.
—Voy a convocar una rueda de prensa… —comentó, indeciso— esta misma tarde. ¿Puedo, Dupin?
—Puede.
—¿Y quién fue?
Por fin. Aunque el interés que tenía por saberlo era secundario.
—Es una historia muy triste, señor prefecto. Hace diez años, su amigo Yannig Konan y Lucas Lefort dejaron que Jacques Nuz, el hijo de Pascal Nuz y el marido de Solenn Nuz, se ahogara durante una tormenta. A propósito. Los dos se…
—Dígame quién es el asesino.
El interés no llegaba tan lejos.
—Pascal Nuz, el padre. Ha vengado el asesinato de su hijo. Hace tres meses se enteró de que había sido un asesinato. Diez años después. Pero, por lo visto, el dolor seguía intacto.
—¿Cuántos años tiene el señor Nuz?
—Ochenta y siete.
—¿Y con ochenta y siete años ha planeado y cometido un asesinato múltiple? ¿Él solo?
Dupin titubeó un momento antes de contestar.
—Tenemos una confesión completa. Y coincide con los hechos que conocemos.
—¿Ha confesado? Magnífico. Convocaré la rueda de prensa de inmediato. ¿Y el médico desaparecido?
—Pascal Nuz lo obligó a saltar al agua cerca de las Glénan. Se habrá ahogado.
—¿Y por qué lo hizo?
—El doctor Menn vio que Konan y Lefort dejaban que Jacques Nuz se ahogara y no hizo nada por evitarlo. Para entenderlo…
—Ya me contará los detalles… Evidentemente, necesito saber todos los detalles. Pero ahora no.
Evidentemente.
—Otra cosa, Dupin.
—¿Sí?
—Hablar del señor Konan como si fuera mi amigo no es correcto. Téngalo en cuenta. No todas las personas que conozco son amigas mías.
Eso era repugnante. Dupin no replicó.
—Entonces no tenía nada que ver con la búsqueda de un tesoro.
Dupin no estaba seguro de si tenía que interpretarlo como una afirmación objetiva o como un comentario irónico pronunciado con suficiencia.
—No. Sabemos que dos de los muertos eran buscadores de tesoros y que los últimos meses navegaron con una frecuencia sorprendente a un punto concreto. Y que los arqueólogos marinos creen que todavía hay muchos barcos hundidos en los alrededores de las Glénan… Pero tiene usted razón, eso no tenía nada que ver con el caso.
—¿Y dice que navegaban a un punto concreto?
El prefecto planteó la pregunta en el acto. Dupin sonrió burlón.
—Desgraciadamente no hemos podido determinarlo con exactitud. Y la exploración ha terminado.
El prefecto no dijo nada, casi podía oírse lo que pensaba. Sin embargo, finalmente cambió de tema.
—¿Y qué hay del señor director De Berre-Ryckeboerec? ¿Y del alcalde de Fouesnant, Du Marhallac’h? Tiene fama de hombre sensato, ha…
—Corrupción. Las pruebas son contundentes. Labat se ha encargado del asunto.
Dupin no pensaba retroceder ni un milímetro. Jamás.
—¿Es eso cierto? ¿Las pruebas son evidentes? ¿Labat opina lo mismo?
—Totalmente.
—¿Cree usted que es imposible que el fiscal lo vea de otra manera?
—Imposible.
Dio la impresión de que el prefecto reflexionaba.
—Si es así, el alcalde es una oveja negra y ojalá le impongan una pena severa.
—Y el director del Instituto —añadió Dupin, aunque era consciente de que, en ese asunto, no pisaba terreno firme, pero no veía ningún motivo para dar a conocer ese punto débil— ha manipulado las normas relativas a la comercialización de los resultados de las investigaciones, las licencias y las patentes del Instituto en numerosos casos demostrables, y con ello ha causado perjuicios económicos a la institución.
Dupin también sabía que no tenían ni una sola prueba, pero en esos momentos le daba igual.
—Estamos investigando si obtuvo beneficios y, en su caso, de qué tipo. Estoy seguro de que encontraremos algo.
—Es un hombre muy desagradable. He tenido que vérmelas con él varias veces los dos últimos días. Con él y sus abogados. Tendría usted que… —El prefecto volvió a acalorarse un poco al pronunciar esas frases; a veces, eso desembocaba en otro ataque de ira. Pero no en esta ocasión—. Lo que quería decirle es que, a partir de ahora, cuando investigue un caso, me informe regularmente de los progresos. Sobre todo en casos de esta magnitud. ¿Me ha entendido?
Dupin no contestó. Casi había llegado a la otra punta de Bananec. A una franja de tierra alargada, donde crecía la hierba y cuyas playas de ensueño conducían en aquel punto, igual que en el extremo oeste de Saint-Nicolas, a otra pequeña isla que, en plena bajamar, parecía un apéndice. Dupin siguió avanzando. El prefecto pareció interpretar que Dupin soportaba en silencio el chaparrón de reproches que le estaba cayendo encima y creyó que había logrado su objetivo.
—Pero, bueno, ahora no es ese el tema, ¿verdad, mi querido comisario? Ahora hablamos de un caso resuelto. ¡Y lo hemos hecho bien!
Ese era el botón rojo de Dupin. La señal roja de advertencia. Cuando el prefecto lo llamaba «mi querido comisario» y pasaba a hablar en plural al final de un caso.
—Dígame, comisario, ¿cuándo puede estar aquí? Para la rueda de prensa. Naturalmente, si no le viene bien, puedo darla sin usted, pero al menos tendríamos que hablar… largo y tendido para que yo conozca los detalles. Tengo que…
—¿Oiga?… ¿Oiga?… ¿Señor prefecto?
Al dejar atrás Saint-Nicolas, había notado que la comunicación perdía estabilidad, se oían interferencias de vez en cuando y unas cuantas veces, durante unos segundos, no oyó lo que decía el prefecto.
—¿Dupin? ¿Me o…?
—¿Sí, señor prefecto?
—Yo… nada más. Necesito… información… urgentemente… que…
Dupin avanzó otro paso. ¡Por fin! La comunicación se cortó.
Unos metros más y llegó a la pequeña lengua de arena, de poca altura, que se levantaba frente a Bananec y que seguramente no estaba registrada como «islote». A unos cuatrocientos metros se distinguía el banco de arena de la isla de Guiriden, por donde había pasado el día anterior en barco, y la distancia desde allí hasta Penfret era más o menos la misma.
Miró alrededor. Las vistas eran increíbles. Estaba pisando una franja de arena que la pleamar conquistaba imparable. En la nada más absoluta. En el océano. Si se daba una vuelta completa, veía todo el archipiélago, las islas no se tapaban entre sí. Ese día, todas parecían muy cercanas, casi apiñadas, colocadas meticulosamente en círculo, como si se hubieran reordenado. Hacía un día increíblemente claro.
Divisó una embarcación que venía de Saint-Nicolas y parecía ir hacia él. Primero tuvo la impresión de que se dirigía al paso entre las islas de Bananec y Guiriden, pero enseguida se hizo evidente que iba directa hacia él. Era una embarcación alargada, con forma de punta de flecha. Entonces la reconoció. Era la Bir. Vio a Goulch en el puente de mando elevado. En la proa, los dos policías jóvenes. Dupin cogió el móvil, pero recordó que no tenía cobertura. Goulch le hizo una señal con las dos manos. Tras unos momentos de confusión, el comisario entendió lo que quería decirle. Goulch quería que subiera a bordo para llevarlo al continente.
Dupin tenía la intención de volver al Quatre Vents y ver otra vez a Solenn Nuz. Pero quizá no fuera buena idea, quizá no fuera el momento oportuno. De todos modos, tendría que hablar con ella muy pronto. Para cumplir con las formalidades. Para redactar el informe, las declaraciones oficiales. El día anterior se había jurado que nunca volvería a poner los pies en un barco, que solo se desplazaría en helicóptero. Sin embargo, la patrullera tenía una ventaja: estaría de vuelta en Concarneau rápidamente. Y la Bir podía dejarlo exactamente donde él quería, no perdería un segundo. Y tenía mucho interés, casi un gran anhelo, por llegar allí sin demora. Era la una y cuarto. Aún estaba a tiempo.
Habían echado el bote auxiliar al agua. Uno de los policías jóvenes saltó a bordo, vestido con el uniforme reglamentario, muy holgado.
El bote se paró a cuatro o cinco metros de la pequeña superficie de arena, «casi un islote», en el que se encontraba el comisario. El policía le dirigió una mirada amable, expectante. Dupin comprendió. Esta vez, se sentó un momento, se quitó los zapatos y los calcetines, se arremangó los pantalones… y se adentró en el Atlántico sin titubear. Dos minutos después, se encontraba a bordo de la Bir.
Goulch le hizo una seña con la cabeza. Dupin no entendió lo que significaba exactamente, pero parecía expresar mucho. Una profunda conformidad. Dupin contestó haciéndole un gesto con la cabeza igual de escueto y elocuente.
La patrullera reanudó la marcha en el acto. El comisario Dupin se instaló en la popa, detrás del puente de mando. Los dos policías estaban más o menos en el centro de la embarcación, apoyados en la borda, uno a la izquierda y otro a la derecha.
Dupin no paraba de darle vueltas al caso. A la «resolución». También a la decisión que había tomado. La decisión de aceptar lo que le habían dicho y que no se correspondía con la verdad, de eso estaba seguro. ¿Hacía bien? Pensó en el viejo. Pensó en Solenn Nuz. En las palabras de Nolwenn, cuando le dijo que las Glénan eran el reino de la señora Nuz. Un reino mágico. Y que Solenn Nuz había tenido un sueño, junto con su marido. El sueño de vivir en las islas. En «su» sitio. Y le arrebataron ese sueño brutalmente. Para siempre. ¿Qué había conseguido Solenn Nuz? Estaría sola toda la vida. De una manera u otra.
Tenía claro que las cosas se simplificaban mucho si tachaba de «errónea» la cuestión de si hacía «bien». Cierto que era una pregunta fundamental, pero ¿acaso era la única? O tal vez había dos respuestas verdaderas. Tal vez él, Georges Dupin, se encontraba en una situación inextricable. Esas situaciones existían.
El cansancio le pesaba como una losa. Estaba totalmente extenuado. Tanto que ni siquiera le afectó la travesía en barco por altamar, con fuerte marejada y a toda máquina. Tenía que dejar de cavilar; era inútil, en su estado. El caso lo acompañaría mucho tiempo, y lo sabía.
Hacía un momento, las islas se perfilaban con nitidez detrás de ellos, como si las tuvieran casi al alcance de la mano, y de repente no eran más que unas siluetas borrosas que, a medida que la Bir avanzaba, se difuminaban en el aire. Escrutó el horizonte con los ojos. Era incapaz de decir si lo que veía era simplemente vapor de agua por encima del mar…, bruma, destellos en la calima, provocados por la luz que se reflejaba en la superficie del mar, que ese «día plateado» refulgía deslumbrante. Las Glénan se desvanecieron en la nada. Desaparecieron.
Dupin entró en el Amiral a las dos y cuarto. Cruzó el muelle largo de piedra en el que lo había dejado la Bir y al final del cual se encontraban los grandes aparcamientos, el pintoresco casco antiguo de la ciudad y, al otro lado de la calle, el restaurante.
Lily estaba detrás de la barra, cortando una tarta de manzana finísima con un cuchillo imponente. Los clientes del mediodía se disponían a comer el postre. Vio enseguida al comisario, llamó a uno de los camareros y le pasó el cuchillo.
Dupin observó con alivio que su sitio de siempre estaba libre. Era la mesa del fondo, a la izquierda, desde la que se veía todo: la gente que había en el restaurante y la gente que estaba fuera, en los aparcamientos, y sobre todo se veían los tres puertos. A la derecha, el nuevo puerto deportivo; a la izquierda, el de los pescadores locales, y, detrás el gran puerto marítimo. Y, entre los puertos, la antigua fortaleza, que hacía frente a todo desde hacía quinientos años y que jamás había conquistado nadie. En el muro que daba al Amiral había un gran reloj de sol. Debajo relucían las palabras: «El tiempo huye como una sombra». Dupin pensó que a veces no, a veces se quedaba para siempre.
La fortaleza era inexpugnable, indestructible. Todo en ella transmitía que perduraría eternamente. Dupin se alegró de estar cerca, de tener un apoyo tan inquebrantable.
—¿Hecho? ¿Ha terminado?
Lily estaba a su lado.
—He terminado.
—¿Ha sido grave?
—Peor.
Lily le dirigió una mirada reconfortante, pero sin exagerar.
—He visto… delfines de verdad.
Dupin sonrió. Una frase absurda. Solo la había murmurado, pero sabía que Lily no le diría nada aunque la hubiera oído.
—¿Entrecot con patatas fritas? ¿Vino tinto? ¿Como siempre?
—Por supuesto. —Se acordó de otra cosa—. Antes de que se me olvide. Mañana tengo visita. Resérveme mesa para dos, hacia las ocho.
—Anotado.
El comisario Dupin se arrellanó en el asiento. «Como siempre». Esas eran las palabras que lo arreglaban todo. Ese día. Al final de ese día. De todo lo que había ocurrido. Así eran las cosas. Así eran de verdad las cosas.