—Pregúntele a Solenn Nuz.
—¿Por qué a ella?
—Lo sabe… casi todo.
—¿Y se enteró mucha gente? Me refiero a la pelea.
Nadie le había dicho nada. Por lo visto, allí solo contaban lo que les convenía en cada situación.
—Creo que sí.
Dupin se planteó de nuevo cómo arreglárselas para tomar notas en esa posición, si necesitaba los dos brazos para mantener el equilibrio. Lo dejó correr.
—¿Qué relación tiene usted con el señor Leussot?
La pregunta no pareció incomodarla lo más mínimo.
—Digamos que antes era… más clara, pero hace tiempo que no lo es. Somos amigos. Al menos, la mayor parte del tiempo.
—Entiendo. ¿Leussot también busca tesoros?
—Seguro que se fija cuando ve algo en el fondo del mar. Se pasa el día en alta mar. Tiene el mejor equipamiento, la tecnología más nueva, aunque al servicio de otros objetivos. Nadie explora el fondo del mar con más precisión que él.
Dupin no había caído en la cuenta, pero era lógico.
—¿El barco en el que navega es suyo?
—No, es propiedad del Instituto. Pero últimamente siempre lo utiliza él.
—¿Conoce el barco?
—Nunca he subido a bordo. Tanguy sí. Se ven a menudo.
A Dupin le sonó el móvil, lo sacó con la mano izquierda y miró el número que aparecía en la pantalla, esmerándose concienzudamente en no dejar de apretar los codos contra el quicio de la puerta. El número le sonaba del día antes o de ese mismo día, pero no lograba asignárselo a nadie.
—Si me disculpa…
Abandonó su posición de seguridad y se dirigió a proa con cautela.
—¿Sí, diga?
—Soy Muriel Lefort. ¿Me oye, señor comisario?
—Sí, la oigo, señora Lefort.
—¿Dónde está? Casi no entiendo lo que dice, solo oigo un ruido espantoso.
—Estoy en plena investigación.
El barco oscilaba a un lado y a otro de un modo extraño, con movimientos cortos y rápidos. Le pareció que otra vez sin motivo, puesto que en el mar no se veía nada que lo justificara. Era asombroso lo variados y distintos que podían llegar a ser los molestos movimientos de un barco. A esas alturas, Dupin ya era capaz de formular una pequeña tipología de esos movimientos: de vaivén, de balanceo, de oscilación, de tambaleo, de mecimiento, de zarandeo, de sacudida…
—Hay un par de cosas… que me gustaría comentarle.
—Yo también quería hablar con usted. Pasaré a verla más tarde. La llamaré antes.
Necesitaba un café urgentemente. Sobre todo después de esa segunda aventura en el mar.
—Muy bien. Espero su llamada.
Dupin titubeó un momento.
—Señora Lefort, una pregunta rápida. ¿Sabe por casualidad si su hermano salía a navegar más a menudo últimamente?
—Siempre pasaba mucho tiempo en el mar.
—Me refiero a…
—¿Si iba en busca de un tesoro?
—Sí, exacto.
—Ya me han dicho que lo consideraba usted una posibilidad.
Dupin estuvo a punto de preguntarle quién se lo había dicho, pero lo dejó correr.
—Investigamos todas las posibilidades.
—Ya se lo dije: Lucas soñaba con tesoros desde que éramos niños. ¡Ay, Dios! Pero no puedo contestar a su pregunta. Seguro que yo habría sido la última en enterarse.
—Entiendo. Nos vemos luego.
Muriel Lefort colgó.
En ese mismo instante, el móvil de Dupin volvió a sonar. Se lo apartó de la oreja y echó un vistazo al número. Nolwenn.
—¿Sí?
—El prefecto quería que usted le confirmara personalmente que la operación de búsqueda del doctor Menn es «de extrema importancia». Se lo he confirmado yo categóricamente. Pero quiero que sepa que lo he llamado antes para decírselo. Hace un cuarto de hora.
—Yo… Bien.
—¿Algún progreso?
—No sé. Hay muchas fichas en juego.
—Tranquilo, esta vez tampoco tendrá que beberse toda el agua del océano para resolver caso.
Los refranes y dichos bretones que Nolwenn usaba constantemente siempre lo tranquilizaban… y estaba muy contento de oír la voz de Nolwenn (y de saber que no tendría que beberse toda el agua del océano, por supuesto).
—¿Tenemos acceso a las cuentas bancarias de los tres muertos? Es importante.
—Creo que lo tendremos muy pronto. ¿Dónde está ahora, señor comisario? Casi no entiendo lo que dice.
—En un barco, con Anjela Barrault.
—¡Ay, pobrecito! ¿Otra vez en un barco?
—Exacto.
Dupin empezaba a lamentar que todos estuvieran al tanto de su pequeña fobia a los barcos.
—La semana pasada, el Télégramme publicó un artículo sobre Anjela Barrault. Tiene la intención de revalidar el título de campeona mundial este verano.
—¿El título de campeona?
Se pegó el móvil a la oreja.
—Practica el buceo libre. Ha conseguido descender dos veces a la máxima profundidad. Ninguna mujer ha conseguido superar el récord. —Nolwenn se interrumpió un momento—. ¿Sabe en qué consiste el buceo libre?
—Supongo. Un tipo de… submarinismo.
Anjela Barrault se lo había mencionado antes, pero Dupin no supo decir nada más.
—Sumergirse a la máxima profundidad sin botella de oxígeno. Un deporte extremo.
Le sonaba vagamente.
—¿Y Anjela Barrault es campeona del mundo?
—Una bretona. Era profesora de yoga. Una mujer muy atractiva. Deslumbrante. Este verano quiere conseguir la marca de los cien metros.
—¿Cien metros?
—Es bretona. Lo conseguirá.
—Comprendo. ¿Nolwenn?
—¿Sí, señor comisario?
—Este mediodía, en el barco… hemos visto delfines.
Dupin no sabía por qué sacaba un tema que no pintaba nada en la conversación. Probablemente porque hablaban de submarinismo.
—Unos animales interesantes. Pero tenga cuidado.
—¿Cómo dice?
—¿Se acuerda de Jean Floch? ¿El delfín que destrozaba a propósito las redes de pesca y atacaba y hundía botes de remos para que los pescadores cayeran al mar? De eso hace cuatro años, usted aún estaba en la capital, pero salió en todos los medios de comunicación del país. Un ejemplar solitario y agresivo que sembró el miedo y el terror en las costas bretonas. Como un perro rabioso. ¡Pesaba trescientos kilos!
Eso sonaba brutal. Dupin siempre pensaba otras cosas cuando se trataba de delfines.
—Fue un milagro que no dejara huérfanos ni viudas. El sur del Finisterre estaba plagado de carteles de «Prohibido nadar». Después lo ahuyentaron con ruidos… Sí, a veces los machos sexualmente maduros muestran un comportamiento dominante extremo y los expulsan del grupo.
—Los míos iban claramente en grupo. Quiero decir que eran un grupo, no había ninguno suelto.
Dupin estuvo a punto de decir que los machos agresivos seguramente eran una excepción y que por regla general eran criaturas pacíficas, que eran famosos, entre otras cosas, precisamente por eso… Pero no dijo nada: aquella conversación era absurda.
—Bien. Hablamos después, señor comisario —dijo Nolwenn en tono jovial.
—De acuerdo.
Nolwenn colgó.
Dupin se quedó quieto. Aquel caso era un disparate. Y no solo el caso en sí. Todo era un disparate.
El Bakounine se acercó a cincuenta metros de Cigogne, la isla situada en el centro de la Chambre. La fortaleza casi redonda se veía claramente. La línea costera de la legendaria isla de Cigogne se caracterizaba por siete recodos pronunciados, y de ahí le venía el nombre (en bretón, siete ángulos se decía «seiz kogn»). Ahora la utilizaba la escuela de vela. Antiguamente, de allí partían los barcos que perseguían a los piratas que encontraban un refugio perfecto en las Glénan; los más sanguinarios procedían de la isla inglesa de Guernsey, por supuesto. Se daba por hecho que en la fortaleza abundaban las cámaras y bóvedas ocultas, tanto en el interior como en el subsuelo. Y los pasadizos que terminaban repentinamente en la nada. Contaban que había túneles secretos por debajo del agua, que se ramificaban y conducían a todas las islas. Contemplando esa fortificación de aura tenebrosa, era imposible no creerlo.
Dupin recordó que no había preguntado qué significaba «hacer la ronda». Había muchas islas…
La franja de nubes oscuras, muchísimo más negra y extensa, se aproximaba. Eso no quería decir nada en la Bretaña. Sin embargo, Dupin reconoció que, unas horas antes, no sospechó que fueran a moverse precisamente en dirección a él. Aún no podía decirse que hiciera viento, pero las suaves ráfagas de aire que empezaron a notarse de nuevo por la tarde venían claramente de la dirección contraria, del este. Dupin se relajó. Enseguida volvió al puente de mando. Anjela Barrault lo recibió con una sonrisa deslumbrante.
—La investigación es muy entretenida. Me refiero a su manera de trabajar.
—Yo… Me han dicho que usted y Solenn Nuz son amigas.
—Desde hace mucho. Íbamos juntas al colegio. En Loctudy.
—¿Y cómo vino a parar a las islas y a este trabajo?
—¿Quiere que le cuente «mi» vida?
Por primera vez pareció sorprendida.
—Pues sí.
—Al morir su marido, Solenn Nuz pensó en vender la escuela de submarinismo. Lefort quería comprársela. Le hizo una oferta formidable. Igual que Muriel Lefort, que incluso superó la oferta de su hermano. En aquella época, yo practicaba el submarinismo como hobby y trabajaba de profesora de yoga. Estuve dos años en Katmandú. Cuando volví, me encontré a Solenn por casualidad y quedamos un día para vernos. Me contó su situación, me hizo una oferta y le dije que sí… en un bar, a las dos de la madrugada. Mi novio se buscó a otra mientras yo estaba fuera y mis padres habían muerto hacía poco. Así son las cosas, todo ocurre de golpe. La vida es un caos, con más enredos que un ovillo de lana.
A Dupin le gustó la imagen del ovillo de lana. Y le pareció muy certera.
—Esa es «mi» vida, resumida en un minuto.
Lo dijo sin pesar y también sin coquetería.
—¿Y después se convirtió en una buceadora libre de primera?
—En el fondo, no es más que otra forma de practicar el yoga, créame.
Redujo la marcha. Habían llegado a la siguiente parada. Un pequeño grupo los esperaba en la playa; esta vez solo eran tres submarinistas.
—Los recogemos y luego vamos a Penfret. ¿Ha hecho yoga alguna vez?
Dupin no tenía nada en contra del yoga, pero estaba seguro de que no había nadie en el mundo más inútil que él para esa clase de actividades: yoga, meditación, técnicas de relajación… Se ponía nervioso con solo oír hablar de ellas. No se podía ser más incapaz de relajarse a conciencia. Pasó por alto la pregunta.
—¿Y la señora Lefort también le hizo a Solenn Nuz una oferta muy sustanciosa por la escuela de submarinismo?
Por lo visto, Muriel Lefort era una negociadora más hábil de lo que creía él.
—Sí, y se la hizo en serio. Por cierto, ya que le interesan tanto los barcos hundidos, en este lado de Cigogne hay cuatro naves, todas piratas. En los años treinta encontraron tesoros inmensos en los restos del Double Revanche, enterrados en la arena entre decenas de bogavantes. Les gusta vivir en los restos de antiguos barcos de madera hundidos, ¿sabía que las Glénan tienen una mascota? Charlie, un bogavante. Tiene por lo menos ochenta años. Vive en un barco hundido, no muy lejos del muelle de Saint-Nicolas, lo conoce todo el mundo. El club de submarinismo ha puesto un letrero debajo del agua, en el lugar donde más le gusta estar. Todos los alumnos principiantes tienen que presentarle sus respetos —explicó, y se echó a reír—. Charlie. Hay vídeos colgados en internet. —En un tono más científico, añadió—: Los bogavantes son sedentarios. No hace mucho, un ejemplar de ciento cuarenta años se salvó en el último momento de ir a parar directamente a la cazuela… medía casi un metro de largo.
Anjela Barrault giró el timón con mucho ímpetu y puso el motor en punto muerto. Lo miró como si esperara algo. Dupin tardó unos instantes en comprender: quería ir a popa y él le bloqueaba el paso.
—El mismo procedimiento que antes.
Dupin se apartó y se dirigió de nuevo a proa. Seguía pensando en el bogavante de ciento cuarenta años y un metro de longitud. Había nacido en 1870, y Charlie, en los años treinta, o sea que era más viejo que su madre. Se esforzó por pensarlo en abstracto. Comer bogavante le gustaba mucho.
Buscó el móvil en el fondo del bolsillo del pantalón y marcó el número de Kireg Goulch. El joven policía se puso enseguida al aparato.
—¿Señor comisario?
—¿Dónde está, Goulch?
—En el dique, inspeccionando el Bénéteau. Casi hemos acabado. Hemos conseguido poner a salvo el material cartográfico: cartas de navegación convencionales, papel laminado. Lo analizaremos minuciosamente. Hasta ahora, no parece que haya ningún punto marcado.
—Lo necesito aquí. Vaya a ver al señor Leussot a su barco. Estará todavía por Les Moutons o puede que haya vuelto a Saint-Nicolas. Inspeccione la embarcación, busque técnicas y tecnologías para buscar tesoros. Y también si hay indicios concretos de que… cómo lo diría… de que busca activamente.
—¿Un registro al uso? ¿Lo he entendido bien?
—Si hace falta, sí.
Le daba la impresión de que ese proceder (igual que las demás acciones del día) era un poco como hurgar por hurgar, pero quería información. Además, hurgar por hurgar también podía ser un método eficaz. Siempre y cuando hurgara en el lugar oportuno.
—Y examine también las embarcaciones de Kilian Tanguy, de Muriel Lefort y de Du Marhallac’h… Y la del médico desaparecido, Devan Menn. ¿Se me olvida alguien?
—¿El director del Instituto? ¿Anjela Barrault?
—¿Anjela Barrault?
—La directora de…
—Sé quién es.
—Ella también tiene una. La utiliza a menudo para la escuela de submarinismo.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Todos los que navegamos por aquí nos conocemos, un poco al menos. Esas cosas se saben.
—Yo me encargo de Anjela Barrault. Estoy en su barco.
—¿Está en su barco?
Sinceramente, no sabía si era suyo.
—¿Qué tiene? ¿Cómo es?
—Una lancha Jeanneau, Cap Camarat, abierta, unos siete metros de eslora, un modelo antiguo, pero en buen estado, blanca, recién pintada.
—Entonces no estoy en su barco… Inspeccione también su lancha.
—De acuerdo. Salgo ahora mismo.
—Y sí, también hay que registrar sin falta el yate del director. Y pregunte si alguien sabe algo sobre una… búsqueda de tesoros aquí en la costa.
—Eso podría saberlo la señora Barrault. O uno de los arqueólogos. O Solenn Nuz.
—Llámeme cuando tenga algo.
—De acuerdo, señor comisario.
Dupin colgó. Respiró hondo varias veces. Era asombroso, el aire olía y sabía cada vez más a mar: sal, yodo, magnesio, hierro, calcio… y algas. Sonrió pensando en Nolwenn: las cualidades saludables, más aún, ¡medicinales!, del aire del Atlántico eran uno de sus temas preferidos. Siempre decía: «Es como una piscina termal de agua salada. El sistema nervioso y la musculatura se relajan, los bloqueos y las fijaciones interiores se liberan». A Dupin le gustaba especialmente lo de las «fijaciones internas», aunque no acababa de entender lo que significaba. Asimismo, al aire del Atlántico se le atribuían otros efectos más «banales» como la desintoxicación del organismo, la armonización del metabolismo y diversos resultados curativos. En la primera época de su «traslado», todo eso le sonaba esotérico, a ritos sanadores de los druidas, pero estuvo investigando y se quedó muy impresionado. La proporción de los componentes del mar coincidía en gran medida con la de la sangre y el líquido de los tejidos del cuerpo humano.
—Ahora vamos a dejarlos en Penfret, donde se encuentran nuestros alojamientos espartanos.
Un momento después, Anjela Barrault estaba de nuevo al timón. Y Dupin, en la puerta del puente.
—¿Y luego volvemos a Saint-Nicolas?
Anjela Barrault miró la hora en el imponente reloj de buceo que llevaba encima de la manga del traje.
—Llegaremos al muelle hacia las cinco. Después, si quiere, puede volver a salir a navegar conmigo.
—¿Va a salir a navegar otra vez?
—El sol no se pone hasta las nueve. Esas son «mis» horas, las que me reservo.
Sonrió cordialmente.
—¿Saldrá en «su» barca?
La pregunta no la alteró lo más mínimo.
—No, me quedo en el Bakounine. No quiero perder tiempo. Lo dejo a usted en el muelle y sigo navegando. —Luego, sin cambiar de tono, añadió—: Está muy bien informado.
—Es mi trabajo.
—¿Quiere saber si mi lancha sirve para buscar tesoros?
—Pues sí.
—Tengo un sónar de lo más normal, pero una cámara submarina de última generación, carísima. Mis ayudantes me filman mientras entreno. Pero con la cámara solo se puede ver lo que está a la vista: lo que hay en la arena, en el fondo del mar. ¿Quiere verla?
—Con eso me basta, de momento. Un policía inspeccionará la lancha si es necesario.
—¿De verdad cree que los asesinatos tienen algo que ver con un tesoro?
—Ya veremos.
—¿Siempre quiso ser policía?
Anjela Barrault formuló la pregunta en el mismo tono despreocupado en el que hablaba todo el tiempo.
—Creo que sí, aunque nunca lo había pensado. Mi padre era policía. Murió cuando yo tenía seis años.
Dupin contestó sin pensar y se sorprendió de haberlo hecho. No solía hablar de sí mismo. Y todavía menos durante un caso.
—¿Qué cree usted que pasó en las islas, señora Barrault? —preguntó Dupin en tono neutro.
—Quizá no pasó en las islas.
—¿Qué quiere decir?
—Es posible que se trate de asuntos que no tienen nada que ver con la gente de aquí. Y es posible que sucediera aquí solo por casualidad.
Esa respuesta le resultó aún más incomprensible que la primera.
—¿Se refiere a algo en concreto?
—No lo sé. Tenía que ser algo muy serio para provocar tanta destrucción.
Dupin necesitaba centrar la conversación en cuestiones más prosaicas.
—¿Y los planes turísticos de Lefort?
Anjela Barrault soltó una carcajada sarcástica. Dupin no se esperaba tanto sarcasmo.
—¡Ah, sí, sus grandes planes! Su gran parque infantil.
—¿Conoce el nuevo proyecto?
—En realidad no lo conoce nadie, excepto el burócrata amorfo de Fouesnant. Tampoco creo que fuera un proyecto «nuevo». Seguro que era el mismo.
—¿El alcalde?
—El alcalde.
—¿Y usted qué opina?
—¿De qué?
—¿Qué le parece la ampliación de la escuela de vela, del centro de submarinismo… del turismo en las Glénan?
—Un chiste, una broma de mal gusto. Prefiero que el Atlántico se trague las islas. Cosa que pasará muy pronto si continua subiendo el nivel del mar. Se tragará estas pocas piedras y la arena.
—¿No cree que la idea sea llevarlo a cabo ecológicamente?
—Tonterías.
Anjela Barrault no parecía tener ninguna intención de entrar en detalles. Volvió la cabeza y lo miró a los ojos con determinación, casi severamente. Un instante después volvió a mirar al frente con mucha atención. Llegaron a su destino, a Penfret. Estaban delante del «esqueleto de la ballena», el enorme armazón de madera de un antiguo velero imponente que había varado en la playa. La estructura estaba intacta: las tablas exteriores se habían podrido con el paso de los años, pero el esqueleto de madera seguía descollando en la arena. Dupin lo recordaba del año anterior.
Dejó vagar la mirada por la isla mientras los submarinistas desembarcaban. Se veían los sencillos hospedajes, barracones de madera de poca altura y bastante diseminados. Habría unos veinte en total, cuatro de ellos muy juntos. Se distribuían desde la playa hasta el centro de la isla, donde se encontraban las ruinas de las viejas casas de labor del siglo XIX que Henri le había enseñado el año anterior. Entonces, a Dupin le pareció que no eran casas normales. A mano derecha de las casas había dos barracones de madera más altos, de dos pisos, que albergaban provisionalmente bares, cantinas y salas de descanso. Dupin se quedó impresionado: en comparación, los albergues juveniles eran todo un lujo. En la isla destacaba el famoso faro pintado de blanco, que iluminaba con una lente roja. El año anterior celebraron el 175 aniversario adornándolo solemnemente con banderines. Sobresalía por encima del tejado de una gran casa de piedra, habitada en otros tiempos por el farero y su familia. Nolwenn le había contado unas cuantas anécdotas trágicas en torno al faro. Solo recordaba una, que todavía le daba escalofríos. Un día, la lente roja del faro se hizo añicos en medio de una gran tormenta y, para evitar accidentes, decidieron sustituirla a toda prisa, pero solo tenían lentes blancas. Cuatro barcos cargados de pasajeros zozobraron en las semanas siguientes. De noche o con mal tiempo, los marineros tomaban la luz blanca por el faro de Penmarc’h y confundían el rumbo. Centenares de personas encontraron la muerte. Una historia terrible.
Se oían voces en la popa. Oyó a Anjela Barrault diciendo varias veces «hasta mañana», siempre de manera cordial.
Dupin estaba mareado. Probablemente desde hacía rato, pero se había distraído en el trayecto. Por un momento temió perder el equilibrio, tambalearse, desplomarse. El barco se balanceaba, pero la sensación que tenía él iba más allá; el mar también parecía bascular con un movimiento de vaivén amplio, extenso. Se agarró instintivamente a la borda con las dos manos y se aferró a ella con todas sus fuerzas. Intentó mirar a un punto fijo de la isla.
El chasquido que dio la compuerta de la borda cuando Anjela Barrault la cerró, con más ímpetu que antes, lo cogió por sorpresa. Casi sonó como un disparo, y se estremeció. Sin embargo, el pequeño susto lo ayudó más que respirar profundamente.
Tenía que distraerse.
Volvió al puente. El barco ganó velocidad, la vibración le llegaba hasta la médula y resonaba hasta en los huesos más pequeños.
—¿Qué más quiere saber? Pronto llegaremos a Saint-Nicolas.
Como si quisiera demostrarlo, puso el motor a toda máquina y, con ello, aumentaron el ruido y la vibración.
—¿A qué hora llegó el domingo por la noche al Quatre Vents?
—Ya me lo preguntó un inspector. A las nueve menos cuarto.
—¿Y no se fijó en nada extraño? A esa hora más o menos fue cuando debieron de administrar el tranquilizante a Konan y Lefort.
—Yo me senté en la barra. Ni los vi. Pasé la mayor parte del tiempo charlando con la hija mayor de Solenn. Nos llevamos muy bien. Y con Pascal, el suegro de Solenn.
Dupin se había olvidado de él.
—No es muy hablador.
—No.
—¿De qué hablaron?
—De unas corrientes que últimamente se comportan de un modo extraño.
—¿Corrientes raras?
—Sí, unas corrientes más fuertes de lo normal, en la salida occidental y meridional de la Chambre, que tendrían que arrastrarte hacia el sur, a mar abierto, cuando hay marea viva, como ahora. Conocemos ese tipo de corrientes con coeficientes de 120, pero siempre en dirección a tierra. Ahora, de repente, te empujan a mar abierto.
—Así pues ¿no vio nada especial esa noche?
—No.
—¿Quién más estaba en la barra?
—Dios mío, allí siempre hay mucho jaleo. Maela Menez. Es brutal, pero maravillosa. Me cae bien. Creo que también unos cuantos alumnos de submarinismo. Louann Nuz y Armelle Nuz. Me quedé mucho rato. La mayoría se fueron antes de que se desencadenara la tormenta. No me gusta estar sola cuando hay temporal —lo dijo con autoridad—. Me quedé allí sentada y estuve la mayor parte del tiempo sola.
—Las hijas de Solenn Nuz han declarado que llegó hacia las ocho y cuarto.
Dupin vio un pequeño destello en sus ojos.
—Esto parece una vieja novela policíaca. Veneno en las bebidas y un grupo de pajarracos varados en la playa.
Dupin la escrutó con la mirada.
—Pues se equivocan. No puedo decirle otra cosa.
—¿Por qué dice que la señora Menez es «brutal»?
—Implacable. Tiene una voluntad de hierro. Ha interiorizado los antiguos valores de la escuela de vela y los defiende intrépidamente en cualquier lucha. Siempre da la cara. Trabaja día y noche.
—¿A qué luchas se refiere?
—Con Lefort, por ejemplo.
A Dupin, eso le pareció poco concreto y no estaba seguro de que no fuera a propósito.
—Ella expresa los sentimientos que reprime Muriel Lefort. Muriel siempre se contiene.
—¿Qué sentimientos son esos?
—Ya lo sabe… Odio.
—¿Quiere decir que odiaba de verdad a Lucas Lefort?
—No es ningún secreto.
—¿Es usted muy amiga de Muriel Lefort?
—Nos llevamos bien, aunque no puede decirse que seamos amigas. Las mujeres que vivimos aquí tenemos que ayudarnos. Solenn, Muriel y yo. Muriel defiende algo grande y se lo toma muy en serio.
—¿Y Muriel también odiaba a su hermano?
—Profundamente. Quería comprarle su parte… y él a ella. Los dos pensaban que el otro acabaría cediendo. Solo sufría Muriel. Él se divertía. Y pisoteaba todo lo que era sagrado para ella.
—¿Sabe si hay o ha habido algún hombre en su vida?
Ni siquiera él entendía por qué sacaba ahora ese tema.
—No. Aquí las mujeres viven sin hombres. Sin hombres fijos… Ya casi hemos llegado.
Dupin miró al frente. Era verdad, el muelle no estaba muy lejos.
—Quería…
Le sonó el móvil. En medio del fuerte ruido del motor, le pareció que lo oía a lo lejos. Se atrevió a soltarse de la puerta. Era Le Ber.
—Jefe, han encontrado el coche de Menn.
—¿Dónde?
—En un gran aparcamiento de Saint-Marine, en la zona del puerto, no muy lejos de su casa. Su yate no está. Tiene un Merry Fisher, de la marca Jeanneau, nueve con cuarenta y cinco metros de eslora, una embarcación muy popular en la costa.
Naturalmente, también Le Ber era un especialista en barcos. Además de una vena «druida», tenía mucho interés en las cuestiones técnicas y prácticas.
—¿Ha salido a navegar en su yate?
—Eso parece. ¿Interrumpimos la búsqueda?
—No. Todavía no tenemos a Menn.
—Pero está en el mar.
—Esperemos a ver qué pasa, Le Ber. Podría ser otra cosa. Tal vez quiere engañarnos. Tal vez ha desembarcado en otro sitio. En Fouesnant o en Concarneau. O ha subido por el Odet y ha dejado el barco allí. Cabría la posibilidad, si estuviera huyendo.
—Tiene razón. —Casi se oían los pensamientos de Le Ber—. ¿Tiene alguna sospecha concreta contra Menn?
—De momento, sospecho de todo el mundo. Sobre todo si estaba en el lugar del crimen a la hora del crimen y desaparece al día siguiente.
—También podría ser otra víctima.
Dupin tardó un poco en contestar.
—También podría ser otra víctima.
—Informaré a la guardia costera.
—Bien. Y… ¿Le Ber?
—¿Sí?
—Se me olvidaba una cosa: entérese de cuándo vuelve a tierra Leussot, el biólogo. Y si va a Saint-Nicolas. Quiero que me cuente personalmente por qué se peleó con Lefort y por qué no nos ha dicho nada.
—De acuerdo.
Dupin colgó y entonces se dio cuenta de que el Bakounine había atracado en el muelle. A treinta metros de Le Ber. Anjela Barrault estaba en la borda, mirándolo. Antes había saltado a bordo sin dificultad, pero ahora tendría que subir unos cuantos travesaños de la escalera de hierro oxidada.
—Gracias por su ayuda, señora Barrault. Me ha dado información importante.
—Eso solo usted puede juzgarlo.
La sonrisa que se dibujó en su cara cuando pronunció esa frase fue todavía más cautivadora que la de antes. Y era plenamente consciente del efecto que causaba.
—Que se divierta buceando en las profundidades.
—Hoy no descenderé tanto.
—Seguro que volveremos a hablar pronto.
La frase sonó más concreta de lo que Dupin pretendía.
—Con mucho gusto.
Dupin consideró si tenía que estrecharle la mano, pero al final se limitó a subir por la escalera.