Eran las seis y media. Todavía estaba oscuro, la luna se ponía lentamente. En el extremo occidental del huso horario estándar de la Unión Europea (los bretones también lo consideraban una pequeña ocupación), en mayo no se hacía de día hasta la siete. El comisario Dupin estaba en Le Bulgare tomándose el segundo café, y ya le había pedido el tercero a la camarera, que servía las mesas con mucha energía. Tenía delante la pequeña libreta de notas abierta. Había mucho jaleo. Hacía rato que el día se había puesto en marcha sin sentimentalismos, allí no había nada tranquilo a primera hora de la mañana. La cafetería, situada en la carretera nacional, justo después de la cuarta rotonda (las cuatro se encontraban en la vía de acceso a Quimper, a poca distancia unas de otras) no era nada idílica. El pequeño aeropuerto estaba a cinco minutos de allí. Dupin no la frecuentaba mucho, pero le gustaba y hoy había sido su salvación.
Aunque todavía era muy temprano, ya había hecho unas cuantas cosas. Se había levantado a las cinco y veinte, después de haberse acostado poco antes de la una y media y de pasar la noche en vela sin parar de dar vueltas en la cama. Incluso en un momento le pareció que tenía fiebre. Aunque era plenamente consciente de que lo mejor sería tranquilizarse, dormir, que era absurdo devanarse los sesos en esas condiciones, no podía dejar de pensar en los acontecimientos del día, en los hechos, en lo poco que sabían, en si habrían pasado por alto algún indicio, alguna pista.
Habría madrugado aún más si hubiera sabido dónde encontrar cafeína a esas horas. El Amiral no abría hasta las siete menos cuarto, había discutido ese detalle varias veces con Lily. La cafetera exprés que había comprado en París a un precio indecente lo dejó tirado la última vez que tuvo una emergencia, el 2 de enero, el único día del año que el Amiral cerraba.
Llamó a Le Ber a las seis menos cuarto para pedirle el número de teléfono del alcalde de Fouesnant. No recordaba con exactitud el razonamiento que había hecho, pero en algún momento de la noche decidió que quería hablar con él.
Y después, a las seis y cinco, llamó por fin al prefecto. A partir de ahora, tendría que informarlo regularmente. Además, entendía que el prefecto era una persona relevante en el caso, aunque solo le tocara de refilón: era amigo de Konan. Los cinco primeros minutos, Dupin aguantó la perorata de costumbre: que por qué no le había dicho nada el día anterior y ahora lo llamaba de repente en plena noche, que esa manera de trabajar no era seria… Dupin no le prestó verdadera atención en ningún momento. Aceptó con total indiferencia que la prefectura se encargara de la comunicación con la prensa y, sobre todo, aceptó informarlo al menos tres veces al día en ese «caso de excepcional importancia que requería sin falta una resolución rápida lo antes posible». El prefecto esbozó todos los «escenarios desastrosos» en los que probablemente se verían inmersos Dupin, él mismo, la policía del Finisterre y el Finisterre entero si no conseguían resolver el caso totalmente y con rapidez. Dupin esperó a que acabara el arrebato colérico para empezar a plantear sus preguntas. Siempre «en interés de un rápido esclarecimiento». Al principio, Guenneugues preguntó con cierta extrañeza (Dupin no supo si real o fingida) por qué era tan importante saber a qué negocios se dedicaba Konan y si tenía enemigos, pero luego transigió y la conversación telefónica llegó a parecer en algún momento una auténtica entrevista policial con un «testigo». Finalmente, Dupin dejó perplejo a su superior despidiéndose en tono formal y educado con un «gracias por su colaboración». A lo largo de la conversación, la sensación de incomodidad del prefecto había ido en aumento. A partir de un momento concreto, puso mucho empeño en aclarar que Konan no era un amigo en el sentido estricto de la palabra, sino un simple «conocido, un personaje importante en la Bretaña y más allá», con el que tenía una buena relación por motivos meramente profesionales y sociales. Para variar, Dupin lo creyó. Después, el prefecto dio muestras de distanciarse críticamente de Konan. Dijo que había tenido «problemas» con Hacienda varias veces y que el entramado de sus inversiones parecía algo opaco. No sabía nada sobre un conflicto grave o latente con nadie en concreto. La última vez que lo vio fue hacía tres semanas, en una celebración del Club de los Amigos de los Cerveceros Bretones, que en los últimos años abundaban cada vez más… ambas cosas: los productores de cerveza regionales y sus amigos (entre los que se contaba el propio Dupin, aunque no pensaba admitirlo ni dejar de lanzar alegatos a favor de su querida 1664). El prefecto estaba seguro de que la mujer de Konan desconocía en gran medida la vida que llevaba su marido. Hasta hacía unos años, los Guenneugues invitaban a los Konan a cenar una vez al año. Hasta que la crisis matrimonial se hizo pública. El prefecto también confirmó que Pajot era un buen amigo de Konan; sabía que se veían regularmente en París. Él solo había coincidido un par de veces con Pajot en alguna recepción.
Bien, esa mañana Dupin se había enterado al menos de unas cuantas cosas…
En la barra del Bulgare (de unos cinco o seis metros de largo) había un televisor encendido en cada extremo, cada cual con un programa diferente; en uno de ellos, de la TV Breizh, un canal bretón. Evidentemente, hablaban de los muertos. Incluso enseñaron una fotografía de Dupin, «el joven, pero ya veterano, comisario de París, de la policía de Concarneau, que en años anteriores resolvió una serie de casos que levantaron mucho revuelo, dirige la investigación». Gracias a Dios, en el bar todos estaban demasiado ocupados con el comienzo del día para prestarle atención. En los periódicos aún hablarían del «trágico accidente» (la noticia de que se trataba de un asesinato les había llegado después del cierre de la edición). Había varios ejemplares del Ouest-France y el Télégramme en la barra, no muy lejos de donde estaba él. Pero no le apetecía leer los artículos.
Se acabó el tercer café y sopesó la idea de pedir el cuarto, porque tenía la sensación de que todavía no le funcionaba el cerebro. Y necesitaba un cruasán para llenar el estómago. Justo cuando establecía contacto visual con la camarera, le sonó el móvil.
—¿Dígame?
Sin pretenderlo, habló con mucha aspereza.
Por un momento, no ocurrió nada.
—¿Hola? —Dupin tenía los nervios de punta.
—Investiguen las actividades de la empresa Medimare, propiedad de Pajot y de Konan, y del Instituto Marino de Concarneau.
La voz sonaba distorsionada, ahogada y profunda, muy lejana. Forzadamente monótona.
—¿Con quién hablo? ¿Quién es?
—Se trata de Medimare. La empresa de Yannig Konan y Grégoire Pajot.
No era una broma.
—¿A qué se refiere exactamente? Dígamelo.
No obtuvo respuesta. Esperó. Nada. Habían colgado. El comisario se despejó de golpe. Se quedó unos instantes inmóvil.
Sin tiempo de pensar en lo ocurrido, volvió a oír que le sonaba el móvil.
—¿Dónde está, señor comisario?
—En… ¿Nolwenn?
—¿Sí?
Dupin tardó un momento en recuperarse.
—¿Le dice algo el nombre de Medimare?
—Hum… No, nada.
La empresa no podía ser muy conocida.
—Acabo de recibir una llamada anónima.
—¿Sí?
Dupin se alegraba de poder contárselo a Nolwenn, de ese modo cobraba realidad.
—Hace un minuto me ha llamado un hombre para pedirme que examine con lupa las actividades de una empresa de Pajot y Konan que se llama Medimare, y también al Instituto Marino de Concarneau. Me ha… —Dupin cayó entonces en la cuenta—: ¿De dónde habrá sacado mi número?
—Ayer, antes de irme, desvié las llamadas del teléfono de su oficina a su número de móvil. Es lo que hacemos siempre de noche cuando hay un caso. Seguramente lo habrá llamado a comisaría. Es fácil averiguar el número.
—Compruébelo, Nolwenn.
Dupin todavía estaba impresionado por la extraña llamada.
—Lo sabremos enseguida. Pero seguro que llamaba desde un número oculto.
Eso era cierto, nadie era tan tonto como para no hacerlo así.
—No me suena el nombre de Medimare, pero seguro que es una de las empresas de las que le hablé ayer. Ahora mismo lo miro. ¿Qué le ha parecido la llamada, señor comisario? La información que le ha dado es muy vaga.
—No lo sé. Pero tenemos que averiguar inmediatamente todo lo relativo a esa empresa.
En realidad, el hombre que lo había llamado le había dicho muy poco. Pero era una pista. Si en esas empresas había gato encerrado y eso había creado enemigos a sus propietarios, tal vez descubrirían posibles motivos… y personas que tuvieran uno. Y no era tan raro recibir llamadas anónimas, aunque muchas veces no tenían la menor importancia o se trataba de bromas de mal gusto por parte de personas que no estaban involucradas en el caso. O incluso resultaban ser maniobras de distracción.
—¿Y no ha reconocido la voz?
—No. Se oía distorsionada. Aunque no de una manera muy profesional.
—¿Era una voz de hombre?
—Sí.
—El Instituto Marino sí que lo conoce usted, ¿no?
—Sí, claro. Quiero decir que sé lo mismo que todo el mundo.
El apartamento de Dupin (cedido por el municipio) estaba a unos cien metros del Instituto. Cuando salía al pequeño balcón y contemplaba el mar, lo veía a mano derecha. Habían abierto otra sede al otro lado del puerto, en la ribera izquierda. Un instituto de biología marina. Y no sabía nada más.
—Es el centro de investigación de biología marina más antiguo del mundo. Y no es casualidad, evidentemente. ¡Bretón tenía que ser!
Evidentemente.
—Tiene mucho prestigio y cuenta con la colaboración de muchos científicos de renombre. El director es el profesor Yves de Berre-Ryckeboerec.
Para Dupin, aquello era el colmo: nombres bretones complicados y, por si fuera poco, apellidos compuestos. En su libreta de notas apuntó: «Director, Instituto».
—¿Tiene el despacho en el edificio principal? ¿Donde está el Marinarium?
En Concarneau había un Marinarium no muy grande, pero diseñado con mucho cariño, ni punto de comparación con el Océanopolis de Brest, pero a Dupin le gustaba aunque no hubiera pingüinos. Lo había visitado hacía dos o tres semanas con motivo de la exposición cuyo título lo convenció a la primera. Había carteles por toda la ciudad: «Pescado que estás en mi plato, ¿cómo te llamas?». Se centraba en las numerosas especies marinas de la zona que podían encontrarse en las pescaderías locales y en los menús de los restaurantes. Mostraba cómo eran los peces antes de ir a parar al plato, vivos y en su hábitat propio. La variedad era tan increíble que Dupin no salía de su asombro.
—Supongo que en el edificio principal. Voy a verificarlo.
—Sí. Y llámeme luego.
—¿Qué piensa hacer ahora?
—Ya veremos.
Dupin colgó.
¿Tenía que tomarse en serio la llamada anónima? El instinto le decía que sí.
Al menos se encontraba un poco mejor, la cafeína empezaba a hacer efecto. Le Ber y Labat estarían ya de camino al aeropuerto. Él pensaba ir con ellos a las islas y, en primer lugar, hablar otra vez con Solenn Nuz. Después, con la instructora de submarinismo. Por otro lado, también quería entrevistarse con el alcalde de Fouesnant. Y con el médico de Sainte-Marine, que probablemente era la última persona que habló con Konan. Dupin tenía muchas preguntas urgentes que hacer.
Cogió el móvil.
—¿Le Ber?
—¿Sí, jefe?
—Váyanse sin mí en el helicóptero. Yo iré más tarde. Quiero echar un vistazo en el Instituto Marino. Labat y usted hagan todo lo que dijimos anoche. Quiero que me avisen enseguida si surge algo interesante. Sea lo que sea. Ya sabe, cualquier tontería, cualquier circunstancia por insignificante que parezca, pueden ser útiles.
—De acuerdo.
Le Ber conocía el discurso de Dupin al dedillo. Pero se abstuvo de dar muestras de resignación al responder.
—¿Quién está a cargo de la inspección y las labores de rescate del yate de Pajot? ¿Goulch?
—Seguramente. ¿Cómo piensa ir luego a las Glénan, señor comisario?
—Ya veremos. Le llamo después. —Dupin iba a colgar, pero no lo hizo—. Espere, Le Ber.
—¿Sí, jefe?
—Otra cosa. Quiero saber cómo queda la herencia de Lucas Lefort lo antes posible. Si la señora Lefort lo hereda todo. Y vaya a hablar otra vez con la señora Menez, la secretaria.
—¿Por algo concreto?
—Lucas Lefort quería una barcaza para la semana que viene. Investíguelo. Y pregunte para qué se puede usar ese tipo de embarcación. Y entérese de por qué la señora Menez ha ido a parar a las Glénan. Quiero conocer su historia.
—¿Su historia?
—Exacto.
Eran dos cosas que se le habían pasado por la cabeza el día anterior. Dos de muchas.
Cuando terminó la conversación, Dupin cogió la libreta de notas y el bolígrafo, se levantó, dejó un billete de diez euros en el platillo de plástico rojo y salió del Bulgare.
Tenía el coche aparcado delante de la puerta. Era un viejo Citroën XM, sólido y de formas rectas, que le encantaba y que, haciendo caso omiso de las instrucciones del prefecto, no había sustituido hasta ahora por un vehículo nuevo de servicio. Ya había salido el sol y la carretera nacional, que pasaba a unos diez o quince metros y estaba muy transitada en aquel punto, se adentraba hacia el este en dirección a Concarneau bajo un deslumbrante cielo rosa y anaranjado.
Eran las ocho en punto. El director llegó casi al mismo tiempo que Dupin. La ciencia empezaba temprano su jornada.
El despacho del director era imponente, por el tamaño (Dupin calculó que cuarenta metros cuadrados) y, sobre todo, por las vistas: al otro lado de la ventana panorámica se veía el Atlántico. La quinta planta del venerable edificio de piedra oscura, al que se le notaban sus ciento diez años, daba directamente al mar por la parte de atrás; había resistido el embate de las olas embravecidas y presumía de unas vistas como las que se podían tener desde un faro.
Detrás de un escritorio de madera con bordes peligrosamente angulosos se encontraba el director De Berre-Ryckeboerec, un hombre de casi sesenta años, delgado y no muy alto, pálido, con poco pelo y una actitud apagada a la que solo prestaba cierta animación la mirada vivaz de sus ojos de color verde claro. Llevaba un traje gris oscuro gastado, que seguramente fue elegante en su época.
A la secretaria del director se le notó que la inesperada aparición del comisario la asustaba un poco. Seguro que se había enterado del triple asesinato. Lo condujo al despacho de su superior sin anunciarlo previamente y dio unos golpecitos precipitados en la puerta antes de abrirla. El director acababa de sentarse y dejó muy claro que la manera de proceder de su secretaria no le parecía adecuada.
—Iba a hacer una llamada, señora Sabathier. ¿Desde cuándo recibimos visitas sin cita previa?
Lo dijo a propósito como si Dupin no estuviera presente. A diferencia de su aspecto físico, tenía una voz potente y autoritaria.
—Lo lamento muchísimo, señor director, no volverá a ocurrir. Es que me ha parecido… El señor comisario Dupin está investigando el horrible asesinato que…
—Estoy enterado del crimen.
La conversación proseguía pasando por alto a Dupin olímpicamente.
—Pero eso no es motivo para prescindir de las formas y la etiqueta. Ni para desbaratar mi agenda de trabajo.
Dupin notó un hormigueo de cólera en el estómago. La rabia aumentaba segundo a segundo.
—Yo creo que sí, señor. Un asesinato triple lo desbarata todo.
El director De Berre-Ryckeboerec lo miró de arriba abajo con frialdad.
—¿Y la investigación de ese asesinato lo trae precisamente al ilustre Instituto Marino? Bien, pues este Instituto, con sus ciento cincuenta científicos internacionales, lo saluda cordialmente. ¿En qué podemos ayudarle?
A Dupin, la llamada anónima le había parecido casi un sueño extraño mientras se dirigía al Instituto. Tenía que admitir que la pista imprecisa que le habían dado sobre ciertas «actividades» no ofrecía mucho fundamento para efectuar un interrogatorio. Y exceptuando la poca información sobre la empresa de Pajot y Konan que Nolwenn había encontrado en internet y que le había dado poco antes de llegar, Dupin no sabía nada. Una posición de partida extremadamente débil. Así pues, no le quedaba más remedio que emprender una huida hacia adelante, una opción que encajaba muy bien con su carácter.
—Se trata de ciertos negocios ilegales entre el Instituto y Medimare, la empresa que pertenecía a dos de los hombres que han sido víctimas de un asesinato.
La imputación no tenía ninguna base. Pero necesitaba saber si iba bien encaminado con esa pista, y la cautela no sería buena consejera en este caso. Al director se le afiló la cara, se le afinaron los labios, y los ojos, que lo miraban fijamente con acritud, se transformaron en pequeñas ranuras.
—Creo que no he entendido bien lo que acaba de decir.
—Se lo repito ahora mismo con mucho gusto.
Tuvo que contenerse, y no le resultó fácil porque ese hombre le despertaba una antipatía visceral muy fuerte. Conocía a esa clase de personas.
—Entiendo. Sus salidas forman parte del método.
La cólera resonó en las palabras de De Berre-Ryckeboerec. Dupin iba a estallar, pero respiró con calma (estaba orgulloso de haber aprendido a hacerlo, al menos un poco: inspirar hondo, esperar cinco segundos y espirar: ¡todo dependía de esa espera!). En los últimos treinta segundos, el color desapareció por completo de la cara de la secretaria, que parecía petrificada.
—Creo que no voy a mantener esta conversación con usted, señor comisario.
De Berre-Ryckeboerec sabía que no estaba obligado a decir nada.
—Hablaré con nuestros abogados sobre su infame acusación. Hace años que mantenemos unas relaciones comerciales excelentes con la empresa de los señores Konan y Pajot. Nos han comprado licencias y patentes, igual que otras empresas. Si le interesa el tema, trátelo con nuestros abogados. Ahora, le sugiero que nos despidamos.
—Sí, será lo mejor para los dos.
De Berre-Ryckeboerec se dirigió a su secretaria como si Dupin ya no estuviera en el despacho.
—Voy a hacer la llamada que tenía prevista. Y le agradecería que informara al señor Daeron de que quiero hablar con él aquí, en el Instituto.
A Dupin la cabeza le iba a mil por hora, pero no se le ocurrió ninguna treta, ningún argumento que pudiera esgrimir.
—Comprobaremos —dijo en voz baja, casi susurrando, pero en un tono cáustico y cortante— su colaboración con Medimare hasta el menor detalle, tanto en el presente como en el pasado. —En sus labios se dibujó una leve sonrisa—. Aprovecharemos también para examinar con lupa todas las actividades del Instituto. Ha sido un placer, señor director.
Dupin no esperó la respuesta, dio media vuelta y salió del despacho. Cogió el ascensor, que bajó con una lentitud exasperante.
—¿Nolwenn?
—Ahora mismo iba a…
—Necesito una orden de registro para el Instituto. No importa cómo la consiga. Eso da igual. Y que sea inmediatamente. Tenemos que revisar las relaciones comerciales del Instituto con Medimare, sobre todo la venta de licencias y patentes, así como los resultados de sus investigaciones.
—¿Está en el Instituto?
Nolwenn parecía un poco confusa.
—Yo… Ya me he ido.
—¿Ya se ha ido?
—La entrevista ha sido muy breve. Lo dicho, necesito una orden de registro.
—¿Ha descubierto nuevos indicios en esa conversación tan breve con el director?
—Creo que sí.
—Necesitamos algo más que las vagas insinuaciones que nos han llegado a través de la llamada anónima.
—El director del Instituto se ha negado a colaborar. Tengo «la sospecha fundada de que ha mentido y ha ocultado la verdad, de que corremos el riesgo inminente de que intente destruir documentos comprometedores». Con eso bastará.
Con esa formulación (incoherente), cubría los requisitos formales al uso para obtener una orden de registro.
—Llame al prefecto, Nolwenn. Dígale que las sospechas están más que justificadas y que corremos el grave peligro de que se destruyan pruebas. —Dupin estaba plenamente decidido—. Quiero hacer ese registro. Dígale que es indispensable para el esclarecimiento del asesinato de su amigo. La primera pista clara. Que llame personalmente al juez de instrucción competente o que intente conseguir la orden por medio del fiscal. Necesitamos la colaboración de un equipo de Quimper. También hay que registrar las oficinas de Medimare en París.
—Bien.
Ese era el «bien» que tanto le gustaba de Nolwenn. Cuanto más se complicaban las cosas, cuanto más urgentes y mayor era la presión, mejor se lo pasaba.
—Magnífico. Hasta luego, Nolwenn.
Dupin colgó.
Llegó al coche, que estaba en la parte baja del gran aparcamiento del puerto deportivo, muy cerca de su casa.
Marcó el número de teléfono de Labat.
—¿Dónde está, Labat?
—En el centro de submarinismo. Le Ber ha ido a la escuela de vela. Yo…
—Llame a Nolwenn. Hemos recibido una llamada anónima que apunta a la existencia de actividades ilegales entre el Instituto Marino de Concarneau y una empresa de Pajot y Konan llamada Medimare. Todavía no sabemos nada más. Compra y vende patentes y licencias para la fabricación de productos farmacéuticos y cosméticos basados en estudios de biología marina. La sede se encuentra en París. Nolwenn está buscando más datos. Hemos pedido una orden de registro para el Instituto y para Medimare.
—¿De qué sospecha exactamente?
—No sospecho de nada en concreto. —Dupin comprendía que era una respuesta poco contundente, por eso habló en un tono aún más resolutivo—. Pero quiero que lo analicen todo, todas las relaciones comerciales. No tengo ni idea de lo que pueden esconder, pero ¡encuéntrenlo! Quiero que se encargue usted personalmente. Con rigor. Y me refiero a una rigurosidad «total y absoluta».
—Entendido.
Dupin supo que lo había entendido de verdad por el tono en que lo dijo, más que por lo que dijo. Era la cara antipática de Labat (la faceta de su carácter que mostraba casi siempre, aunque también tenía otra menos habitual) que estaba predestinada a ese tipo de encargos. Era un buen sabueso.
—Lo dicho, póngase de acuerdo con Nolwenn. Va a organizarlo todo para que un equipo de la central nos ayude en la operación. La dirigirá usted.
—Será un placer.
—Luego hablamos.
Dupin se quedó un momento inmóvil dentro del coche antes de arrancar. Cinco segundos antes de inspirar, cinco segundos antes de espirar. Profundamente.
No sabía si obtendrían la orden de registro. Por mucha energía que hubiera puesto al formular la argumentación y por mucho que Nolwenn se comprometiera a conseguirla, no sería tarea fácil. No tenían nada concluyente. También sabía que no había actuado de un modo muy inteligente en el Instituto. No había sacado nada en limpio. Pero ¿acaso le habría arrancado más información a ese hombre si hubiera sido más diplomático? No tenía la menor idea de si esa pista conducía a algún lado ni de si encontrarían algo importante en el registro. Quizá el vago indicio de la llamada anónima tenía la finalidad de crear confusión, de despistarlo. De hacerle perder el tiempo. El informador que lo había llamado no le había dado pruebas de conocer el tema a fondo ni de saber algo realmente. Pero… la pista existía. Y una cosa estaba clara: el director era un hombre muy desagradable. Se frotó las manos al pensar en la cara que pondría cuando Labat se presentara con la orden de registro. También le gustaba otro aspecto del asunto (y por eso su táctica no era del todo improcedente): un registro armaría mucho revuelo y la prensa se haría eco. Demostraría claramente que la policía estaba decidida a todo y actuaba con todos los medios a su alcance, y cuanto más claro quedara eso, más nervioso se pondría el asesino. Los criminales nerviosos actuaban irreflexivamente y cometían errores. De todos modos, por lo que podía deducirse hasta el momento a partir de las pesquisas realizadas, había que reconocer que el crimen no parecía obra de una persona de carácter nervioso.
Giró la llave de contacto, arrancó y pulsó las diminutas teclas del teléfono del coche. Francamente, aún no tenía ni idea de a qué se dedicaba Medimare. Las explicaciones que le había dado Nolwenn eran muy abstractas. Licencias y patentes para la investigación.
—¿Nolwenn?
—Señor comisario, acabo de hablar con el prefecto. No lo ve muy claro, pero lo intentará. Personalmente. Me ha pedido que le diga que confía en que sabe lo que está haciendo… Y también que lo llame regularmente para…
—Explíqueme a qué se dedica exactamente Medimare.
—Compran resultados de investigaciones centradas en la biología y la bioquímica de los seres vivos de los océanos que pueden aplicarse a la fabricación de productos de uso farmacéutico y comercial. Los centros de investigación se financian en parte con esos recursos…
—Ahora está leyendo…
—¿Cómo dice?
Nolwenn tenía una memoria casi fotográfica.
—Nada… ¿Qué significa todo eso? ¿Qué clase de productos?
—Materiales plásticos biodegradables, por ejemplo, un asunto de mucho peso, o antibióticos totalmente nuevos, cosméticos innovadores, fuentes de energía alternativa, posibles medicamentos contra el cáncer y cosas por el estilo. —Entonces alzó la voz dramáticamente—: La naturaleza marítima de la Bretaña está repleta de seres vivos que son recursos muy valiosos. Es el futuro, señor comisario. Lo llaman «biotecnología azul». En la Bretaña…
—Entiendo. Es lo que quería saber. Supongo que se trata de grandes negocios.
—Muy grandes, sí. Solo hace falta pensar en la industria cosmética. —Se interrumpió un momento—. En noviembre del año pasado le di una muestra de crema de manos de la línea Fluidum. ¿Se acuerda?
Dupin se acordaba. Le dio vergüenza que se lo preguntara porque no la había usado nunca, simplemente porque no utilizaba cremas y, sobre todo, porque todavía no entendía qué sentido podía tener una crema especial para las manos. Aún le daba más vergüenza recordar que el obsequio había sido una manera discreta de decirle que él también tenía que hacerle un regalo de Navidad. Lo entendió tarde, después de comprar en una fábrica de Quimper un cuenco de cerámica con motivos marineros igual que los que le regalaba con entusiasmo desde hacía tres Navidades (Nolwenn insinuó una vez que le gustaban).
Dupin no contestó.
—El ingrediente principal de esa línea de productos cosméticos son las algas naturales. El tubito azul claro, ¿se acuerda?
Al menos no lo dijo en tono severo, lo cual fue un alivio para Dupin.
—Me acuerdo. Deja las manos muy suaves.
Nolwenn suspiró bondadosamente.
—¡Son únicas en el mundo! Un fenómeno de la naturaleza para la piel. Contienen todos los minerales importantes. ¡Un concentrado de todo el Atlántico!
Dupin iba a contestar que no estaba seguro de que los minerales se absorbieran a través de la piel, pero era consciente de que ese no era el tema.
—Labat la llamará pronto, por lo de Medimare. Quiero que él dirija el registro… si conseguimos la orden.
—Bien. Esperaré su llamada. ¿Qué va a hacer usted, señor comisario? ¿Quiere que le mande el helicóptero?
Nolwenn volvió a concentrarse inmediatamente en el asunto.
—Creo que voy a ir a hablar con el alcalde de Fouesnant.
—Le anunciaré su visita.
—Ya estoy en la última rotonda, en dirección a la carretera nacional.
Nolwenn colgó.
La Fôret-Fouesnant era un lugar idílico y, en opinión de Dupin, no exageradamente pintoresco, aunque rozaba el límite. Estaba a orillas de una ría que lo dotaba de un pequeño puerto. La marea estaba baja y las barcas de madera de los pescadores locales, preciosas y pintadas de colores típicos del Atlántico, descansaban pacíficamente ladeadas. Detrás del puerto se alzaban unas suaves colinas de poca altura por las que se distribuía ampliamente la pequeña aldea, que pertenecía a la jurisdicción de Fouesnant, un municipio más grande. Casas de piedra restauradas con mucho tacto en el típico estilo bretón, cafés acogedores, un magnífico quiosco de prensa y un panadero muy conocido en la región. También un bosquecillo como los típicos de la Bretaña antiguamente, con robles grandes, hiedra y muérdago, un legendario bosque de los druidas, que se cruzaba por una carretera preciosa. Estaba a diez minutos en coche de Concarneau y también de Quimper. Allí vivía el alcalde del pequeño municipio de diez mil habitantes (sumando a los de Fouesnant y a los de La Fôret-Fouesnant) al que pertenecían las Glénan.
El sol picaba con una fuerza sorprendente ese día y, salvo las características nubes anticiclónicas, escasas y de un blanco impoluto, el cielo presentaba un azul majestuoso. Y seguiría así. Dupin sentía una franca admiración por la sorprendente habilidad de los bretones para leer y predecir el tiempo que lo había empujado a intentar dominar ese arte. Lo había convertido en una afición y, a su entender, no se le daba nada mal. Sus conocimientos habían aumentado con los años: lo decisivo era saber reconocer las señales y, cómo no, interpretarlas.
El señor Du Marhallac’h (Nolwenn lo había localizado enseguida) le pidió que fuera a verlo a su casa, donde tenía un pequeño despacho. Era una vivienda discreta, una de las pocas nuevas. Un edificio razonable, ni muy grande ni muy pequeño, ni lujoso ni llamativo, pero que causaba buena impresión. Dupin pensó que le iba como anillo al dedo, pues encajaba con él de un modo curioso: el alcalde no era ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco y no destacaba por nada, pero tampoco era un hombre gris, un mediocre sin remedio.
Tenía el despacho en un edificio anexo de madera instalado en el jardín. La decoración iba más allá de lo comedido y entraba en lo realmente feo. El papel pintado de las paredes era de un color pastel monótono y, a saber por qué, en el borde superior habían puesto una especie de cenefa azul celeste a modo de adorno. Estaba todo abarrotado de marcos de plástico de colores con fotografías de vistas típicas de Fouesnant y los alrededores hechas por un aficionado.
—Supongo que aún es pronto para preguntarle por las primeras conjeturas sobre lo ocurrido en las islas, ¿verdad?
—Así es.
Dupin tenía que concentrarse. Seguía pensando en la empresa Medimare, pero el día anterior le había dado la sensación de que tenía que hablar detenidamente y sin falta con todos los habituales y con los habitantes de ese «maravilloso mundo en medio del mar». Y el alcalde era un personaje central en ese mundo. Tenía que hacerle unas cuantas preguntas urgentes.
—Nuestro trabajo consiste en saber, no en hacer conjeturas.
—Es inconcebible. ¡Este caso se las trae! Sobre todo la idea de que el asesino cometiera el crimen en el Quatre Vents, a la vista de todos. Yo también estaba esa noche, anteayer, quiero decir.
El alcalde se interrumpió un momento y buscó la mirada del comisario, que le dio a entender con un movimiento de ojos que ya lo sabía.
—Precisamente estaba en la mesa de al lado. En mi mesa de siempre. Fue una noche entretenida, como de costumbre en el Quatre Vents… Y en ese ambiente alegre había un asesino. Una persona malvada. ¡Quién lo iba a decir!
Dupin no prestó atención a las últimas frases. Acababa de recordar un detalle. Hojeó la Clairefontaine. Du Marhallac’h siguió hablando, pero cada vez miraba al comisario con mayor desconcierto. «Marc Leussot, biólogo marino, también periodista», eso era. «Biólogo marino». Tal vez no tuviera importancia. Pero la palabra «biología marina» había cobrado un nuevo significado esa mañana.
—Si me disculpa un momento, señor Du Marh… señor alcalde.
Dupin se levantó y, sin esperar respuesta ni una señal de aprobación por parte del alcalde, se dirigió a la estrecha puerta del anexo y salió al jardín.
Llamó a Información.
—¿Podría ponerme con el Instituto Marino de Concarneau? Gracias.
La espera duró un momento.
—Buenos días, me gustaría hablar con el señor Leussot.
La aguda voz femenina le contestó con mucha amabilidad.
—El doctor Leussot dedica mucho tiempo a los estudios de campo en el Atlántico y en estos momentos no se encuentra en su despacho.
—¿Hablamos de Marc Leussot, investigador, periodista y… empleado fijo del Instituto?
Esta vez, la respuesta no fue tan rápida; la pregunta era insólita.
—Sí, sí. El doctor Marc Leussot.
—Muchas gracias.
Dupin colgó. La memoria no lo había engañado. Y se había enterado de algo interesante. Leussot era un empleado fijo del Instituto.
Dupin no se había fijado antes en el jardín, meticulosamente cuidado y de buen tamaño, aunque, a pesar de la exuberancia, transmitía una sensación de mezquindad y de poca personalidad, y parecía tener las plantas contadas: dos camelias, una blanca y otra rosa, un rododendro, unas cuantas mimosas, un rosal silvestre muy alto, prímulas, narcisos, azaleas y un enebro marchito. Un prototipo de jardín bretón. Volvió lentamente al despacho del alcalde.
—Asuntos de la investigación. Le pido disculpas de nuevo.
Dupin hizo un gesto impreciso, pero conciliador, y volvió a sentarse.
—Anteayer por la noche usted estuvo en el Quatre Vents, sentado al lado de la mesa que ocupaban Konan y Lefort. ¿No se fijó en nada extraño?
En los ojos de Du Marhallac’h brilló una chispa, tal vez miedo, Dupin no habría podido afirmarlo.
—Lo he estado pensando, pero no. Fue como siempre. Recuerdo que Konan se acercó un momento a la mesa del señor Tanguy, el del club de submarinismo, el arqueólogo aficionado. Lefort se ausentaba de la mesa de vez en cuando, pero Konan apenas se movió. Lefort habló con una chica, supongo que una alumna de la escuela de vela.
—¿Lo vio hablar con la señora Menez, la secretaria de la señora Lefort?
—No.
Ese «no» fue una respuesta rápida y categórica.
—El señor Konan se quedó solo un rato.
—¿Y no le llamó la atención nada sospechoso? ¿En la mesa? ¿En otro sitio?
—No.
—Esa noche estuvo usted más cerca de ellos que nadie.
El alcalde lo miró con inseguridad.
—Nos interesa sobre todo esa media hora o tres cuartos, entre las ocho y cuarto y las nueve.
—Si no recuerdo mal, Konan y Lefort volvieron a sentarse juntos al final. Y cenaron algo. Pero no estoy seguro.
—¿Le dio la impresión de que se comportaban de un modo distinto, de que no estaban como de costumbre?
—En absoluto.
Dupin hojeó la libreta de notas.
—¿Vio al doctor Menn hablando con Lefort?
—No.
—Devan Menn, médico generalista, con consulta en Sainte-Marine.
—Sí, sí, lo conozco. Aquí lo conoce todo el mundo. La mayoría somos pacientes suyos. Un médico muy bueno. Pero no lo vi, no. Creo que no estaba.
—Las hijas de la señora Nuz lo vieron. Solo un momento, hablando con Lefort en la barra.
—¡Qué raro! Yo no lo vi. Pero de noche, ese local es un no parar. Hay quien solo va a buscar algo para llevar.
—¿El señor Menn es cliente habitual?
—Sí. Y amigo del señor Lefort. Y también su médico.
—¿Amigo?
La pregunta se le escapó a causa de la sorpresa.
Du Marhallac’h pareció confuso un momento, pero enseguida sonrió.
—Entiendo, le han contado muchas cosas de Lucas Lefort.
—¿Cree que lo que cuentan de él no es cierto?
—Yo… —El alcalde titubeó un momento—. Ante todo debo aclarar que solo hace dos años que lo conozco un poco, no mucho. Procuro observar las cosas equilibradamente, sin prejuicios, con objetividad, mediando… Es mi forma de ser y entiendo que es la mejor actitud para desempeñar el cargo. El mundo de las islas es un mundo singular, una comunidad singular de personas singulares. Por eso es difícil juzgar las cosas desde fuera. A veces, todo tiene su origen en sucesos antiguos. Yo procuro mantenerme al margen. Lucas Lefort era un hombre famoso y rico, y un soltero empedernido, creo. Una cosa está clara: era muy distinto de su hermana. De todos. Eso es cierto. Pero, como ya le he dicho, no lo conocía mucho.
Dupin garabateó unas notas.
—Me han dicho que usted estaba dispuesto a considerar favorablemente su nuevo proyecto para mejorar la explotación turística de las Glénan. Y que su predecesor rechazó con vehemencia los proyectos anteriores de Lefort.
Dupin cambió el tono sin querer al pronunciar esa frase. La dijo con más dureza.
—Lo de «considerar favorablemente» es mucho decir. Solo le aseguré que el consistorio y yo mismo examinaríamos las nuevas ideas y planes en profundidad, que no los desestimaríamos de antemano. Lo que nos presentó fue un proyecto muy ambicioso de turismo sostenible y ecológico que afecta a la escuela de vela y a la de submarinismo, pero va más allá.
—Creía que aún no había presentado el proyecto.
—Oficialmente no. Todavía no nos lo había entregado. Pero nos hizo una presentación informal en una reunión que tuvimos hace unas pocas semanas. Es algo muy normal. —El señor Du Marhallac’h se puso a hablar con una dicción típica de alcalde—. Como ya le he dicho, no hemos recibido ninguna solicitud oficial y, de todos modos, está claro que la realización del proyecto es muy improbable. La ley de costas es sumamente estricta en todo el litoral francés. Además, las Glénan están consideradas reserva natural, lo cual significa que en realidad no se permite hacer ni modificar nada.
—Si no me equivoco, en esa reserva en la que no se permite nada pernocta a diario un centenar de alumnos de los cursos de vela y de submarinismo, aunque sea en condiciones muy sencillas. Y en varias de las islas.
—Ya sabe cómo es Francia: hay leyes estrictas… y las aplicamos a nuestra manera.
Dupin no supo discernir si lo decía con sentido crítico o con orgullo.
—¿El señor Lefort actuaba solo en este asunto? Quiero decir que si gestionaba todo el proyecto por su cuenta.
—No sabría decirle. —El alcalde miró a Dupin con seriedad—. ¿Está pensando en que tal vez el señor Konan y el señor Pajot también participaban? ¿Económicamente?
—Por ejemplo. El señor Pajot era constructor. Por lo tanto, no sería una idea descabellada. Y el señor Konan era inversor, entre otras cosas.
—Es muy posible, señor comisario, pero no dejan de ser simples conjeturas. Lucas Lefort siempre hablaba en primera persona y a veces con un «nosotros» anónimo que no se refería necesariamente a más de una persona.
—¿Conocía usted bien a Yannig Konan?
—No, solo de las Glénan, de las noches en el Quatre Vents, de saludarnos y charlar un poco.
—¿Y a Pajot? ¿Lo conocía?
—No, para nada. Solo de nombre. Y sé que tenía una de las constructoras más grandes de la Bretaña —respondió el alcalde frunciendo el ceño; exageradamente, en opinión de Dupin—. ¿Cree que tras este asunto se esconde el motivo del asesinato?
—Si lo he entendido bien, ese proyecto es un asunto de mucha importancia y que implica mucho dinero, ¿no?
Du Marhallac’h no dijo nada.
—¿Qué planes tenía Lefort concretamente para las islas?
—Eran muy amplios. Supongo que sabe que la escuela de vela es una de las mayores de Europa. Se trataba de una idea global de turismo y deporte. Planeaba urbanizar Penfret, Cigogne y Le Loc’h. Hoteles e instalaciones deportivas. Ecológicos, sostenibles y exclusivos. Con un pequeño puerto deportivo. Conocía a un arquitecto famoso de París y tenía muchos contactos. Todo funcionaría con energía solar y eólica, igual que se hace ahora en Saint-Nicolas, aunque en menor escala. Una parte de los ingresos se destinaría a proteger con mayor eficacia la ecología del archipiélago.
Du Marhallac’h era un político magistral y Dupin era incapaz de imaginarse algo peor. Escurridizo, flexible, sin escrúpulos, un experto en espectáculos retóricos para ocultarlo todo, especialmente sus propios intereses, a la vez que los perseguía a macha martillo.
—El consistorio se opone al proyecto.
—El «antiguo» consistorio. Sus miembros daban muestras de una intransigencia irracional.
—Entiendo. «Una intransigencia irracional».
—Un proyecto como ese tiene que pasar primero por todas las instancias.
—¿Cuándo presentó Lefort por primera vez el proyecto de las Glénan?
—Hará unos diez años.
Dupin lo anotó y lo subrayó con determinación. Dos veces. Du Marhallac’h miraba la libreta con curiosidad.
—¿Volvió a presentarlo después?
—No, le dio carpetazo unos años.
—¿Quién se oponía al proyecto?
—Casi todo el mundo. Aunque la mayoría probablemente no lo conocía con detalle.
—¿Quién se oponía más?
—Su hermana. Creo que eso ya lo sabía. Y seguro que también la señora Menez, su secretaria. La escuela de vela entera. Y la directora de la escuela de submarinismo, la señora Barrault, tenía muchos prejuicios en contra. —El alcalde miró de repente a Dupin con cierta inseguridad—. Quiero decir que tenía una opinión muy firme. También Solenn Nuz, evidentemente. Es la otra propietaria de Saint-Nicolas; las islas de Bananec y Quignénec también son de su propiedad. Tiene… sus propios intereses, claro está.
—¿A qué se refiere?
—A nada en concreto.
Dupin era consciente de que Du Marhallac’h lo había dicho con malicia. Y seguro que Du Marhallac’h notó que Dupin se daba cuenta.
—Diría que la mayor parte de los habitantes de la costa estaban en contra del proyecto. También la mayoría de los políticos. Y la prensa, por supuesto, tanto el Ouest-France como el Télégramme. El señor Leussot, por ejemplo —dijo el alcalde titubeando un momento—, un biólogo marino que, por lo visto, tiene la necesidad de trabajar también de periodista, se empleó a fondo oponiéndose a los planes de Lefort. En mi opinión, se trataba de una disputa puramente ideológica, y eso no me interesa. Lo que me interesa es analizar las cosas con objetividad.
Ahí estaba de nuevo el desvergonzado discurso de un político. La mirada de Dupin se ensombreció.
—¿El señor Leussot escribió artículos en contra del proyecto de Lefort?
—Artículos radicales y tendenciosos.
—¿También en contra del nuevo proyecto?
—Como ya le he dicho, Lefort aún no lo había presentado oficialmente, solo nos lo planteó en una reunión. Un procedimiento totalmente regular. Pero la prensa se enteró, por supuesto. Al fin y al cabo, no fue un acto clandestino. No obstante, se conoce aún tan poco que los periódicos solo han publicado alguna que otra noticia breve. No olvide que, por mucho que algunos le tuvieran ojeriza, Lefort era un personaje muy célebre en la Bretaña, un gran regatista.
—¿El biólogo marino escribió alguna de esas noticias?
—No, que yo sepa.
El tono de llamada estridente del móvil de Dupin los sobresaltó.
Era Nolwenn.
—Si me disculpa un momento, señor Du Marh… alcalde.
No esperó su respuesta, se levantó y se dirigió rápidamente a la puerta que daba al jardín. Allí contestó a la llamada.
—Ha costado lo suyo, señor comisario. —Nolwenn parecía más preocupada que de costumbre—. El prefecto ha llamado al fiscal y al juez instructor competente. Me ha pedido que le diga que ha sido muy incómodo para él. Ha tenido que hacer mucho hincapié en la gravedad del riesgo de que se destruyan pruebas. Supone que el director interpondrá recurso inmediatamente. Conoce a De Berre-Ryckeboerec. Lo cierto es que lo aprecia y…
—¿Tenemos la orden de registro?
Dupin estaba más contento que un niño con zapatos nuevos.
—Estamos organizando la operación.
La noticia lo alivió, pero seguía un poco nervioso, porque en realidad no había indicios claros que justificaran el registro. Necesitaba algo contundente a toda prisa.
—Eso está muy bien, Nolwenn. Perfecto. Todavía estoy hablando con DuMall… Con el alcalde.
Colgó. Se quedó pensativo un momento y marcó el número de Labat.
—Adelante. Podemos efectuar el registro.
—Lo sé.
—Lo dicho, quiero saber todos los detalles de los negocios con Medimare. Tiene que haber documentos, archivos informáticos; encuéntrelos. Y no se ande con remilgos.
—Nunca lo hago, comisario.
—Y otra cosa, Labat: quiero que investiguen a fondo todas las actividades económicas de los tres muertos. Además de Medimare. Todas las empresas, sus participaciones en otras empresas, inversiones… Si es posible, lleguen hasta los inicios. Encárguele la tarea a alguien.
—Eso está hecho.
Dupin cruzó el jardín con mucha lentitud, abrió la puerta de la oficina y volvió a sentarse en una de las cuatro sencillas sillas que había alrededor de la mesa rectangular de formica. Lo hizo con marcada parsimonia. Du Marhallac’h parecía esperar al menos una breve explicación, pero Dupin no lo consideró necesario.
—¿Le dice algo el nombre de Medimare?
El alcalde lo miró interrogativamente.
—No me dice nada.
—Es una empresa de Pajot y de Konan que compra y vende resultados de investigaciones en biología marina. Patentes y licencias.
—Ah, sí, he oído hablar de eso. No de la empresa, pero sí de que el Instituto vende los resultados de sus investigaciones a las empresas.
—¿No sabía que Konan y Pajot tenían una empresa de esas?
—No.
A Dupin le dio la impresión de que, llegados a ese punto, ya no descubriría nada interesante. No porque creyera todo lo que le decía Du Marhallac’h, porque no lo hacía, sino porque no podía hacer nada más de momento.
—Le agradezco su colaboración.
El alcalde se quedó un poco perplejo ante el final abrupto de la conversación.
Dupin se levantó. Su interlocutor hizo lo mismo.
—Lo acompaño a la puerta, señor comisario.
—El proyecto, los documentos de la presentación que les hizo Lucas Lefort… ¿Tiene copias?
—No. El señor Lefort lo tenía todo en su portátil.
—¿Cree que solo él tenía los planos y que únicamente los conocen usted y los miembros del consistorio?
—Sí.
—¿Cuándo se celebró la reunión?
—A finales de marzo. Creo recordar que el veintiséis.
Habían llegado al jardín.
—Seguramente volveremos a ponernos en contacto con usted.
Se dieron un apretón de manos.
—Estoy a su disposición. Tengo mucho interés en que el caso se resuelva pronto. Lo digo en mi condición de alcalde del municipio afectado.
—Lo comprendo perfectamente.
—Adiós.
Du Marhallac’h ya le había dado la espalda.
—Una última pregunta.
El alcalde se volvió, todavía con una sonrisa cordial en la cara.
—¿De qué habló con Lucas Lefort y Konan la noche de autos?
La pregunta contenía un matiz indefinido un tanto extraño.
—¿Quién, yo? Ah, solo intercambiamos unas palabras. Como vecinos de mesa. Lo normal. Comentarios banales.
—¿Por ejemplo?
—Hablamos de las caballas. De mariscar con marea viva. Del tiempo, de la tormenta que se avecinaba. De esas cosas. Ah, y de las elecciones, claro. ¡Las elecciones! Y del precio de la langosta. Al final, también de los percebes.
—¿De los percebes?
—Sí, ya sabe, ¡los reyes del marisco! Son difíciles de coger. Crecen en lugares muy inaccesibles durante tres meses al año. Los japoneses nos los compran a trescientos euros el kilo, una exquisitez para preparar sushi. Seguro que ha oído contar cosas de ellos, en París…
—¿Trescientos euros el kilo?
—Y más. Son muy sabrosos y tienen un alto contenido en yodo. Los de las Glénan son muy apreciados.
—¿Ninguno de los dos dijo qué pensaban hacer el fin de semana? ¿O mencionó a Pajot?
—No, ninguno de los dos. Pero tampoco hubo ocasión.
—¿Qué quiere decir?
—No fue una noche normal, como las de costumbre.
—Bien. Gracias de nuevo. Adiós.
Dio la impresión de que Du Marhallac’h iba a añadir algo, pero Dupin se marchó de todos modos.
Necesitaba un café urgentemente. Ya lo necesitaba antes de la entrevista. La oficina del alcalde olía un poco raro, casi parecido a la comisaría; quizá usaban el mismo producto de limpieza. Dupin se alegró de poder tomar el aire, que en La Fôret-Fouesnant estaba perfumado con el aroma de las hortensias en flor a principios de mayo.
Fue directamente al coche, se montó, toqueteó las teclas diminutas del manos libres y arrancó.
—¿Nolwenn? Quiero hablar con el doctor Menn, Devan Menn. Tiene la consulta y la residencia en Sainte-Marine.
—Le envío los números por SMS, señor comisario, así lo llama usted directamente. El de la consulta y el de su casa.
—Muy bien. Y quiero ver a un tal Marc Leussot, un investigador del Instituto Marino. Esté donde esté. La secretaria del Instituto me ha dicho que estaba «realizando estudios de campo» en el mar.
—Lo avisaré de inmediato. Ya hemos hablado con los compañeros de París y están investigando los negocios de Medimare en la capital. La sede central de la empresa está en el Distrito VI, cerca de Luxemburgo.
Dupin tuvo que reconocer que seguía poniéndose un poco nostálgico y sentimental cuando oía hablar de los jardines de Luxemburgo. Él vivía a tres minutos de distancia, en la place Saint Sulpice, y se crió a tan solo dos minutos, en la place de l’Odéon. El parque estaba lleno de recuerdos fantásticos.
—Muy bien.
—Ha llamado su madre otra vez.
—Mierda.
Había vuelto a olvidarse de ella.
—Le he dicho que está usted investigando un caso complicado. Pero, y cito textualmente, da «por sentado que la llamará de todos modos».
Era increíble, pero no lo sorprendió.
—Me ha preguntado si en el hotel Sables Blancs hay albornoces. Y «salón». Y «un buen restaurante».
En el tono de voz se notaba que a Nolwenn le hacían gracia esas preguntas.
—Quería quedar allí con «una vieja amiga». Llega dentro de dos días y aún tiene que aclarar algunas cuestiones.
—La llamaré. Seguro.
—Bien.
Tenía que llamarla. De lo contrario, las suspicacias de su madre aumentarían innecesariamente. En realidad tenía que decirle con total franqueza que, en esos momentos, no sabía si pasado mañana dispondría de tiempo para ella. No tenía ni idea de cuánto duraría el caso, pero no podía imaginar peor pesadilla que tener a su madre de visita en plena investigación.
Dupin llegó a su destino: una gasolinera grande con área de servicio en la última rotonda de La Forêt-Fouesnant. Era lo bastante grande para servir café para llevar, algo que no se veía mucho en la Bretaña y que solo se hacía en las gasolineras.
Se quedó en la entrada. Un poco más tarde, de nuevo en el coche, con dos vasitos de cartón, un cruasán y Le petit indicateur des marées Bretagne-Sud, llamó otra vez a Nolwenn. Le petit indicateur era una institución legendaria: una libretita roja de bolsillo que indicaba con exactitud las tablas de las mareas, con coeficientes incluidos, de todo el año. Seguro que le sería muy útil.
—Era verdad, el señor Leussot está en el mar. Entre Les Moutons y las Glénan. Allí no hay cobertura, pero se le puede localizar por radio. ¿Quiere que lo haga?
—Sí, por favor. —Dupin dudó un momento—. No, déjelo.
Prefería ir a verlo sin previo aviso.
—Bien. ¿Quiere que pase a recogerlo una patrullera?
—¿Una patrullera?
Evidentemente, Dupin solo había pensado en el helicóptero, pero era absurdo si Leussot estaba en un barco en medio del mar.
—Bien. Que me espere en Concarneau. En el mismo sitio donde zarpamos ayer por la mañana.
—Le Ber me ha pedido que le diga que ya han terminado la lista. Quiere hablar con usted de un par de cuestiones.
—Intentaré localizar al médico. Hasta luego.
Colgó. Bebió un trago largo de café, toda una osadía: sabía a rayos.
Fantástico. Una maravilla. Una mañana genial. Necesitaba un café de verdad para funcionar. Giró la llave de contacto con un movimiento muy enérgico, teniendo en cuenta el material, y arrancó apretando el acelerador a fondo. Las ruedas rechinaron. Solo daría un pequeño rodeo. No estaba muy lejos. Y podía hablar por teléfono con Le Ber…
Diez minutos más tarde, paró el motor a unos pasos del Café du Port, justo delante del muelle de piedra de Sainte-Marine. El casco antiguo de la preciosa localidad a orillas del río Odet, que allí ya casi era mar, se encontraba en un estuario de medio kilómetro de anchura sometido a las mareas, muy cerca de mar abierto. Estaba ribeteado por sauces y castaños, jazmín silvestre, palmeras tupidas (una estampa típica de la Bretaña), una pequeña iglesia antigua y pintorescas casitas de pescadores. Con marea baja, la playa de grava fina del estuario se extendía casi hasta el Café du Port.
A Dupin le encantaba el bar restaurante; lo habían conservado en un estilo sencillo, sobrio, de madera, pintado con los colores básicos del Atlántico: azul, blanco y rojo. Allí servían (junto con el Amiral) el mejor café de la región. El Café du Port le gustaba todavía más desde que se hizo amigo de Henri, el magnífico propietario. Se conocieron en un concesionario de Citroën en Quimper. Los dos pedían información sobre el nuevo C6 y ninguno lo compró al final, porque le tenían mucho apego a sus viejos XM, aunque tuvieran muchos años y probablemente no durarían mucho. Con el paso del tiempo, las visitas al mecánico eran cada vez más frecuentes. Dupin calculaba que cada cuatro semanas y Nolwenn diría que cada dos. Hacía mucho que intentaba convencerlo de que se comprara un coche nuevo de una vez. A veces, Dupin encontraba prospectos de coches en la mesa de su despacho; evidentemente, solo de modelos bretones: Citroën, fabricados en Rennes. Después de conocer al propietario del Café du Port, frecuentó más el local, generalmente de noche o cuando tenía algo que hacer por la zona. También le caía muy bien Héloise, la cocinera. Era la mujer de Henri y le hacía mucha gracia verla con sus abundantes rizos negros al lado del cráneo casi pelado de su marido. Además del gusto por el viejo modelo Citroën, lo que los unía (más aún que la simpatía que se tenían mutuamente) era el hecho de que Henri también fuera «nuevo» allí. No era bretón, sino parisino, igual que Dupin, aunque hiciera treinta años que vivía en la Bretaña (eso seguía mereciendo la consideración de «nuevo»).
Henri estaba detrás de la barra, meticulosamente absorto en una lista, y ni siquiera levantó la cabeza un momento cuando Dupin entró.
—Necesito un café. Doble.
—Maldita sea… Un momento, Georges —contestó en tono cordial pero sin levantar la vista—. Jeannine, ¡un café doble para el comisario!
Lo dijo dirigiéndose a una chica recia que solía ayudarlos a mediodía y, a veces, también por la noche.
—Tiene que venir el distribuidor de bebidas. Es un fastidio, no hay quien entienda estas listas. —Por un momento reinó un profundo silencio—. ¡Maldita sea! Esto no cuadra.
Henri acabó la frase con una carcajada. Se alegraba de que alguien lo distrajera.
—Me voy a ir enseguida, Henri.
—Sí, claro.
Henri estaba al corriente, por supuesto. A Dupin no le haría falta decir mucho.
—Una mierda de caso.
—Eso creo. Eran unos miserables, esos dos, Konan y Lefort. —Henri se puso serio.
—¿Sí?
—Sin duda.
—Bien. Pues los malos ya están muertos. Puede que esté buscando a los buenos. No lo sé. No tengo pistas.
—No dejes que los bretones te vuelvan loco —dijo Henri riéndose.
Dupin se alegró de haber ido. La chica le sirvió un café. Realmente, Henri y él nunca hablaban del trabajo, cosa que le satisfacía enormemente. Se bebió el café de un trago. Era magnífico, fuerte, intenso. Los deliciosos olores de la cocina inundaban el restaurante. Le gustaba la cocina de Héloise: platos bretones, naturalmente. La sacra doctrina dictaba: «Un auténtico bretón come mantequilla. Por la mañana, a mediodía, por la noche: mantequilla». Héloise se mantenía férreamente en la «frontera entre el aceite de oliva y la mantequilla», que los bretones se tomaban muy en serio: en los dos grandes periódicos regionales se discutía con regularidad la cuestión de hasta qué punto había dado buen resultado la invasión romana del aceite de oliva como panacea en la cocina y hasta qué punto se había podido defender la línea galo-celta de la mantequilla. Se publicaba constantemente nueva información sobre estudios científicos a favor de la clara superioridad medicinal de la mantequilla, que había caído injustamente en el descrédito. Al principio, Dupin era muy escéptico en ese tema, pero las «pruebas empíricas» casi lo habían convertido en un rebelde.
—Tengo que irme.
—Héloise está preparando pierna de cordero crujiente al horno, al estilo bretón, con tomillo, flor de sal y pimiento de Espelette. Y judías verdes salteadas. ¿Una tapita?
—Tengo que irme, de verdad.
Dupin suspiró profundamente.
—¡Ven esta noche!
Ojalá pudiera. Disfrutaba reuniéndose con Henri. Hablaban de Dios y del mundo, que últimamente estaba muy loco. También en Francia. Después de provocar que el precio de los vinos franceses aumentara espectacularmente durante unos años (un chino llegó a pagar ciento sesenta y siete mil euros por una botella de Lafitte), los chinos incluso habían comprado no hacía mucho un primer viñedo en Burdeos: un château en Lalande-de-Pomerol que, después de treinta meses de negociaciones, había ido a parar a manos de una empresa china, Mingu, que dominaba el inmenso mercado de su país con un vino llamado La Gran Muralla. Y estaba claro que eso solo era el principio, pues había más negociaciones en marcha, también con multinacionales de otros países. ¡Y todo eso en una nación en la que tanto el vino como ciertas exquisiteces culinarias y las creaciones de los grandes chefs de la cocina disfrutaban de la condición de bienes culturales, como las grandes obras pictóricas o las obras musicales! Y, en opinión de Dupin, Francia tendría que sentirse muy orgullosa de ello. Pero prefería la renuncia definitiva en favor del comercio, venderse al mejor postor, y eso les ponía los pelos de punta. Ambos, Henri y Dupin, podían llegar a acalorarse con ese tema, y hacerlo juntos era todo un ritual.
—Me paso la semana que viene. Depende de cuando acabemos con el caso. Y mi madre viene pasado mañana y se quedará unos días.
—¡Ah sí! Se me había olvidado. Magnífico, venid los dos.
—Seguro que tengo que disculparla.
Henri se echó a reír. Tenía una risa profunda y suave, y se reía con toda la cara.
—Seguro que resuelves pronto el caso. Aunque solo sea por tu madre.
Dupin cogió las llaves del coche de encima de la barra y se dispuso a salir.
—¡Adiós!
—Y llama a Claire.
Entonces fue Dupin quien se echó a reír. Habían hablado de ella. No mucho, pero varias veces.
—Le he dejado un mensaje en el contestador.
—¡Qué romántico!
—Hasta la semana que viene.
—Sí, hasta la semana que viene.
Estaban en medio del profundo azul del Atlántico, con las Glénan refulgiendo delante y Les Moutons detrás. Aunque no estaban muy lejos, Les Moutons solo se veían vagamente. Se difuminaban en el mar. Por la calima. A esas alturas, Dupin lo sabía de sobra: el efecto del agua en el aire era enorme. El azul se volvía suave, tenue, delicado, seguía siendo totalmente azul, pero sin el brillo luminoso del día anterior. La bruma cambiaba la luz, el sol, los colores, el sabor y el olor del aire, que se volvía más suave… y al mismo tiempo más fuerte, más intenso. Amortiguaba los ruidos, incluso el silencio, que también se aterciopelaba. En el horizonte, hacia el oeste, se vislumbraba una capa de nubes oscuras bien perfiladas, una línea fina y compacta, tan larga que era imposible ver el final.
El capitán de la Luc’hed paró el motor. La tripulación se ocupaba del bote auxiliar. El mar parecía completamente liso («como una balsa de aceite», decían los bretones), no se apreciaba el menor movimiento y, aun así, la patrullera se balanceaba con fuerza, aunque con una lentitud extraña, como si la meciera una mano invisible.
Estaban a unos treinta metros del barco de Marc Leussot, el Kavadenn, que tenía un casco normal, pero contaba con unas instalaciones y estructuras amorfas que indicaban que la embarcación cumplía una función concreta. Dupin tardó unos instantes en darse cuenta de que era la misma que le había llamado la atención el día anterior, mientras saboreaba el delicioso bogavante en el Quatre Vents.
No había conseguido localizar al doctor Menn, ni en el consultorio ni en casa, ni tampoco llamándolo al móvil. No iba a la consulta hasta la tarde; los martes por la mañana los dedicaba a las visitas domiciliarias, si tenía alguna pendiente, aunque no era el caso ese día, según su secretaria. Así pues, Dupin volvió a Concarneau, donde ya lo esperaba la Luc’hed; Nolwenn lo había organizado todo. También habló con Labat, que ya había mantenido una primera entrevista con el director del Instituto, aunque no parecía muy impresionado, y lo informó de que dos especialistas de Quimper habían bloqueado el servidor del centro. El director estaba reunido con sus abogados.
Después, Nolwenn llamó a Leussot por radio para conocer su posición exacta. Y así, igual que el día anterior, Dupin zarpó en la patrullera, en una lancha rápida que hacía honor a su nombre y navegó a toda velocidad con mar de fondo.
—Venga, señor comisario.
Uno de los policías lo esperaba en el diminuto bote auxiliar, que se balanceaba con fuerza. Aquel no era su terreno, ni mucho menos, y lamentó muchísimo haber tirado tan pronto por la borda la decisión, que había tomado el día anterior con toda la razón del mundo, de no volver a ir en barca. Tenía que haberle pedido a Leussot que fuera a verlo a Saint-Nicolas. Hizo de tripas corazón y acopio de toda su fuerza mental y, gracias a su agilidad (que casi nadie se esperaba debido a su corpulencia), poco después se encontraba en el minúsculo bote. El motor fueraborda exhibió sus caballos de vapor de manera impresionante y los acercó al Kavadenn a una velocidad extraordinaria. Leussot estaba en la popa, donde unas anchas escaleras de madera bajaban hasta el agua.
—Buenos días, señor comisario, suba.
Le tendió la mano, pero Dupin subió por su cuenta, moviéndose sin mucha elegancia, pero con precisión.
—Buenos días, señor Leussot.
Era un hombre alto y muy atlético, de facciones delicadas, ojos vivarachos y pelo un poco largo. Tendría unos treinta y pico años, tal vez casi cuarenta. Llevaba unos pantalones cortos desgastados, una chaqueta negra abierta y una camiseta blanca debajo. De cerca, las estructuras instaladas en la embarcación parecían aún más amorfas.
—Acabo de procurarme la comida.
Leussot hablaba con una profunda serenidad que encajaba con precisión en la majestuosa fortaleza apacible que irradiaba. En la banqueta que se extendía por debajo de la baranda había dos cañas de pescar.
—Mire, una maragota, un ejemplar magnífico, formidable.
Leussot levantó un cubo de plástico roto en el que sobresalía una gran aleta.
—No encontrará este pescado en ningún restaurante, en ninguna pescadería, ni siquiera en casa de nadie en la costa. Hay que consumirlo a las pocas horas de pescarlo; de lo contrario, se pudre. Es uno de los mejores pescados del mundo y aquí la población sigue intacta… todavía.
El pez debía de medir cuarenta centímetros de longitud, era voluminoso y de color verde, anaranjado y rojo. Unas manchas doradas brillaban en la piel y reflejaban la luz del sol en todos los colores del arcoíris.
—Imponente.
A Dupin no se le ocurrió nada mejor. El Kavadenn se balanceaba tanto como la patrullera. Se había hecho ilusiones de que, teniendo unos metros más de eslora, se movería menos.
—Me gustaría hacerle unas preguntas, señor Leussot. Ya sabe, estamos investigando el asesinato de Lefort, Konan y Pajot.
—Estoy al tanto. Si quiere, podemos instalarnos bajo cubierta. No hay mucho espacio, pero estaremos tranquilos.
Dupin pensó que lo decía en broma, pero Leussot miró hacia una puerta estrecha que se veía detrás del timón y dio muestras de ir hacia allí. Hablaba en serio.
—Si no le importa, prefiero… quedarme en cubierta. Al aire libre.
La idea de encerrarse en un espacio minúsculo lo traumatizaba.
—De acuerdo. Entonces voy a limpiar el pescado mientras hablamos.
El bote auxiliar ya casi había vuelto a la Luc’hed.
—¿Qué sabe de los negocios del Instituto con Medimare? ¿Participa usted de algún modo en esos negocios?
—Vaya, veo que va directo al grano —comentó Leussot sin perder la calma.
—Hay indicios que apuntan a que esos negocios no son muy limpios.
Dupin tenía mucho interés en que la conversación en mar abierto fuera lo más breve posible.
Leussot enarcó las cejas y la frente bronceada se le llenó de arrugas.
—Bien, le diré lo que pienso: Konan y Pajot estafaban al Instituto sistemáticamente, una y otra vez, en connivencia con el director. Hacían causa común, pero dudo mucho de que cometieran actos punibles. Todo se desarrollaba aprovechando los vacíos legales, no podrán actuar contra ellos judicialmente. Por mucho que algunos investigadores del Instituto los odiaran, hay que reconocer que eran muy hábiles. Esa es mi conclusión.
—¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
Leussot abrió una navaja Laguiole. En ese preciso instante, la embarcación hizo un movimiento brusco y se creó una situación (Leussot estuvo a punto de chocar con Dupin) que parecía peligrosa. El comisario estaba tan ocupado intentando mantener el equilibrio que no se dio cuenta. Leussot se percató del curioso incidente y sonrió. Cogió con la mano izquierda el pez grande y brillante que todavía se agitaba y se puso a limpiarlo con mucha maña. Manejaba la navaja con rapidez y precisión, empezando por la parte inferior de la cabeza.
—También afecta a mis investigaciones. Sí. Seguro que se lo estaba preguntando. Compran los resultados antes de tiempo, asumiendo el riesgo de que no sean tan concluyentes como parece, generalmente a precios muy bajos. Es evidente que el negocio no lo controlan los investigadores, puesto que trabajan para el Instituto. De Berre-Ryckeboerec saca provecho de los tratos, entre otras cosas consiguiendo que Medimare patrocine el Instituto… aportando los fabulosos fondos de terceros.
Las entrañas del pez cayeron en el cubo. Leussot se las había arrancado con un par de maniobras certeras.
—Pajot y Konan conseguían patentes a precios sumamente favorables. Ese era el trato. En caso de duda, en perjuicio de los investigadores. Por supuesto, solo cuando se trataba de grandes descubrimientos. Pero, como ya le he dicho, no creo que puedan demostrar nada. —Se quedó callado un momento, pero enseguida retomó el hilo—. Tampoco creo que sobornaran al director, que le pagaran como contrapartida. Y eso que es un cabrón muy listo.
Leussot se levantó y se dirigió a la proa, se inclinó peligrosamente por la borda y metió el pez en el agua, de modo que daba a entender que la conversación con Dupin proseguía. El cuerpo del pez seguía agitándose con fuerza cada pocos segundos.
—¿Por qué está tan seguro?
—Intuición.
Dupin estuvo a punto de preguntarle a qué se refería al decir que el director era un «cabrón», pero pensó que era evidente. Leussot volvió, puso el pescado en otro cubo y se sentó en el mismo sitio que antes.
—¿Qué investigan concretamente?
Dupin sacó la libreta. Al intentar tomar la primera nota, se dio cuenta de que no era buena idea escribir a bordo de una embarcación. Siguió de todos modos, aunque sabía que al día siguiente tendría que descifrar todo lo que anotara.
—El mar está lleno a rebosar de tesoros que tienen un valor inmenso para la humanidad. Tenemos que aprovecharlos antes de arrasarlo todo. Pongamos por caso la magnífica Chondrus Crispus, un alga roja que estamos investigando ahora. Un ser vivo muy curioso. Cuando la atacan los microbios, se transforma literalmente en una fábrica de alto rendimiento de antioxidantes de ácidos grasos que se pueden utilizar para elaborar medicamentos. Hasta la fecha se han identificado cincuenta mil sustancias y organismos marinos a los que se les supone un potencial terapéutico. Y eso es solo el principio. Muchos se están sometiendo a pruebas clínicas en estos momentos y un gran número ya las han superado.
—Excelente.
Dupin estaba realmente impresionado. Le gustaban esos temas, a veces compraba revistas científicas y las leía con entusiasmo, aunque en realidad no entendía una palabra.
—La vida se originó en el mar, la evolución supera los tres mil millones de años. En los océanos se encuentran muchísimas más formas y funciones que en la tierra. La diversidad biológica es inmensa. —Leussot estaba en su elemento, pero no presumía de nada—. Se calcula que hay más de tres millones de especies distintas. —Hizo una pausa larga—. Y precisamente cuando empezamos a comprender el potencial infinito que encierran los océanos, lo destruimos todo. Absolutamente todo.
—¿Se refiere a las Glénan?
—Me refiero a todo. Los océanos están enfermos.
—¿Y usted hace algo para evitarlo?
Por un momento, Leussot pareció desconcertado, no entendía a qué se refería Dupin.
—Pues sí. Actúo.
Se calló, pero enseguida volvió a aparecerle una sonrisa franca en la cara.
—Sí, soy sospechoso por partida doble… triple. Estaba enemistado con Lefort, me oponía a sus planes destructivos, he escrito artículos críticos, soy uno de los estafados por la empresa de Konan y Pajot… y anteayer por la noche estuve en el Quatre Vents. No está mal, ¿eh?
De repente se puso serio.
—No será fácil encontrar a otra persona que tuviera motivos para matarlos a los tres.
—Si ahora me dice que también se cuenta entre los que buscan tesoros, barcos hundidos, monedas, oro y plata…
Dupin lo dijo en tono prosaico. Acababa de recordar un sueño que había tenido en las pocas horas que había dormido la noche anterior. Un sueño estrambótico, tan patético que habría preferido no recordarlo. Le Ber, Labat y él eran viejos corsarios desvencijados. Con una pequeña fragata ridícula, aunque con una considerable capacidad de abrir fuego, perseguían tres veleros imponentes colmados de tesoros robados y pilotados por Lefort, Konan y Pajot. Lo mejor de la pequeña fragata era que podía sumergirse. Se hundía en el agua y después emergía a una velocidad endiablada en otro sitio.
—Eso son chiquilladas —contestó Leussot, muy serio.
—Si no me equivoco, de vez en cuando hay algún hallazgo.
—Eso no es asunto mío.
A Dupin le dio la impresión de que la frase era categórica.
—¿No sabe de ninguna «búsqueda del tesoro» que esté en marcha? ¿Aquí, por esta zona?
—No.
—¿Tenía trato directo con Pajot y Konan?
—A Konan lo conocía de vista, del Quatre Vents. Siempre iba con Lefort. Nunca hablé con él. A Pajot no lo he visto nunca. Solo he oído su nombre en relación con Medimare. No quiero tener nada que ver con eso.
—¿Y Lefort? ¿Qué relación tenía con él?
—Ninguna. Ni se me habría ocurrido. Era un miserable. Punto. Ese es mi resumen.
Dupin tenía ciertas dificultades para mantener el equilibrio: a veces, la embarcación se balanceaba peligrosamente.
—¿Tiene alguna teoría para los asesinatos? ¿Una idea de qué pudo ocurrir?
—Alguna de las putadas que hicieron enfureció a alguien. Y mucho.
—¿Conoce al doctor Menn? ¿Lo vio aquella noche en el Quatre Vents?
—¿Menn? No. Por lo que yo sé, no estaba.
El semblante de Leussot se ensombreció y no intentó ocultarlo.
—¿Un amigo de Lefort?
—Sí.
—¿Lo conoce personalmente?
—No.
—¿Sabe que es médico?
—Sí.
No merecía la pena. Leussot no quería entrar en el tema.
—Al parecer, el nuevo alcalde también era amigo de Lefort…
—En su caso, no me extrañaría que lo hubieran motivado con dinero a examinar con buenos ojos el proyecto de Lefort —dijo Leussot, que parecía preocupado— o tal vez le bastaba con sacar provecho de las enormes inversiones en calidad de alcalde. Prosperidad, crecimiento, imagen, muchos más ingresos por impuestos. Esa es la moneda de la realidad. La naturaleza… Los animales, las personas, importan una mierda. Suena horrible, a palabrería barata, a blanco o negro. Pero es así. No hay término medio.
—¿Conocía bien el antiguo proyecto de expansión? —prosiguió Dupin.
—Sí. Lo hicieron público. Escribí detalladamente sobre él, varias veces para el Ouest-France y una incluso para el Libération. Por curioso que parezca, no se presentó nunca oficialmente. O sea que nunca fue desestimado oficialmente. Es muy probable que, después del fuerte debate que generó, se dieran cuenta de que no tenía la menor posibilidad. Y supongo que Lefort no quería quedar en mal lugar.
—¿Desde cuándo trabaja usted en el Instituto?
Dupin era consciente de que llevaba la conversación de un lado a otro, oscilando como la embarcación. Seguro que la culpa era del mar; estaba mareado y tenía unas ligeras ganas de vomitar. Había otra cosa que lo distraía desde que subió al barco: un chapoteo fuerte, irregular, que se repetía cada pocos minutos, siempre acompañado por un ruido difícil de clasificar. Al principio echó un vistazo, pero no vio nada y supuso que eran gaviotas. Sobrevolaban los barcos efectuando arriesgadas maniobras de vuelo con la esperanza de encontrar algo que llevarse. En ese momento, el ruido se oyó más fuerte que antes. Dupin miró alrededor. Un grupo de delfines nadaba a menos de diez metros de distancia, a una velocidad vertiginosa; se sumergían en el agua y volvían a salir a la superficie como flechas. La imagen era totalmente irreal. Dupin se quedó boquiabierto. Le costó un gran esfuerzo reprimirse y no gritar: «¡Delfines de verdad!». Nunca los había visto en plena naturaleza. Era como en las películas.
Leussot se percató del asombro (esa no era ni con mucho la mejor manera de expresarlo) de Dupin.
—Me hacen compañía desde la semana pasada. Son muy juguetones.
No se podía expresar con más naturalidad. Leussot lo dijo sonriendo, como si nada.
—Yo… —Dupin no sabía qué decir.
—Vuelven locos a los turistas. Son unos animales fantásticos. —La segunda frase sonó conciliadora—. Pero el mar está lleno de seres vivos maravillosos que son igual de fascinantes. Incluso más que los delfines. El fitoplancton, por ejemplo.
Los delfines nadaban trazando un gran semicírculo en la popa del barco y, tras lo que pareció un salto final, se sumergieron todos a la vez en el agua y desaparecieron. La escena duró como mucho unos quince segundos. Dupin intentó calmarse con todas sus fuerzas.
—Sí, bueno, volvamos. Quiero decir que volvamos a la conversación, señor Leussot. Le había preguntado que desde cuándo trabaja en el Instituto.
Leussot puso cara de pillo, pero contestó como era pertinente.
—Vine aquí de joven, hace quince años. Después de acabar la carrera, empecé aquí mis investigaciones, me doctoré, luego estuve unos años en Brest trabajando en grandes proyectos y volví hace cuatro años. Cuando Lefort intentó que aprobaran sus planes por primera vez, yo estaba en Brest, pero venía con frecuencia. Los planes de Lefort fueron lo que me impulsó a trabajar también de periodista científico. La gente tenía que saber lo que ocurría.
Saltaba a la vista que Leussot ya no pensaba en los delfines. Dupin se obligó a no seguir escrutando el mar con la mirada, y lo consiguió hasta cierto punto. Tenía sensación de ridículo.
—Quince años. Después, también periodista. Brest.
Leussot lo miró desconcertado. Dupin tenía que controlarse.
—Muriel Lefort, la señora Menez, la señora Barrault, el señor… alcalde, Solenn Nuz y sus hijas, el señor Tanguy… ¿Los conoce a todos personalmente?
Leussot lo miró un momento como si fuera un niño pequeño, un alumno ingenuo.
—Ya sabe… las Glénan son todo un mundo. Es difícil explicarlo, hay que vivirlo. Y todo el mundo se reúne en el Quatre Vents: los habitantes de ese mundo y sus constantes invitados. Nos conocemos todos, pero no tal como somos fuera de ese mundo, sino solo tal como somos en él.
Dupin no entendió muy bien el significado de esas palabras, pero intuyó lo que querían decir. Y todavía más importante: encontró el modo de retomar la conversación.
—¿Y cree que esas personas tenían un motivo para cometer el crimen?
—El lugar nos obliga a relacionarnos, el mar, el Atlántico, nos obliga a estar más juntos de lo que sería deseable —respondió, aunque daba la impresión de que no había oído la pregunta de Dupin—, incluso contra nuestra propia voluntad. A veces, las simpatías y las antipatías no tienen la menor trascendencia, ni las enemistades, ni siquiera el odio. Y todavía más importante: el archipiélago nos une… pero cada cual va a lo suyo.
Esas frases también eran crípticas, pero a Dupin le dio la sensación de que expresaban algo importante.
—¿Odio?
Leussot resopló por la nariz.
—Sí.
—¿En quién está pensando?
—No me malinterprete, no me refería a nadie en concreto.
—¿Muriel y Lucas Lefort? ¿Pensaba en los dos hermanos? ¿O en la señora Menez y Lucas Lefort? ¿En usted y Lucas Lefort?
—En nadie en concreto.
—Nos sería de mucha ayuda saberlo.
Leussot guardó silencio. No era un silencio descortés, pero dejaba muy claro que no pensaba contestar.
—Y supongo que la otra noche no habló usted con Pajot ni con Lefort, ¿verdad?
Leussot casi puso cara de estar divirtiéndose.
—Yo no me habría tomado tantas molestias con el asesinato, créame. Seguro que no.
Se rió. Lo hacía muy bien. Si había sido él… su comportamiento no podía ser más hábil.
—¡Increíble! Un plan genial. —Leussot se acordó entonces de la pregunta de Dupin—. No, me senté lo más lejos que pude de ellos, como siempre. Y no vi nada sospechoso en toda la noche. Nada de nada.
Dupin estuvo a punto de soltar: «Ya, claro».
—También reconozco que si hubiera visto algo sospechoso, depende de quién fuera, quizá lo habría olvidado.
Sonrió de nuevo. Dupin se figuró que hablaba en serio.
—Bueno, pues le dejo que prepare el pescado. Es la hora de comer y yo ya sé lo que quería saber.
Era cierto. Había averiguado muchas cosas.
Dupin levantó la mano mirando hacia la Luc’hed. Los jóvenes policías estaban alerta, entendieron el gesto a la primera y bajaron sin demora al bote auxiliar.
—Sí, voy a comer y luego volveré al trabajo. Las algas rojas son unas criaturas muy impacientes.
—¿Va a pasar todo el día en el mar, señor Leussot?
—Ya veremos.
Con un leve movimiento de cabeza señaló hacia el oeste, donde la línea de nubes se volvía indiscutiblemente más densa, aunque aún seguía muy lejos.
—Sí, en realidad, sí. De momento, pasaré más o menos toda la semana en el mar. —Sonrió—. Ya sabe dónde encontrarme.
El bote auxiliar se arrimó a popa.
—Que aproveche, señor Leussot.
—Hasta la vista, señor comisario.
Dupin subió de nuevo ágilmente al pequeño bote, que viró al instante y puso rumbo a la Luc’hed. Entretanto, examinó el cielo con el ceño fruncido: salvo por la línea oscura que aumentaba en el oeste, seguía azul y despejado. Dudó un poco de su pronóstico del tiempo, pero no mucho. Las señales eras claras: una gran marea, marea viva, luna llena. Recordaba que, en esos casos, a partir de la luna llena, el tiempo se mantenía igual durante treinta días…
—Señor comisario, el inspector Le Ber ha llamado por radio cuando usted estaba el bote. Tiene que hablar con usted.
El capitán se inclinó hacia Dupin y le tendió la mano. Esta vez, la aceptó. Había olvidado que allí no había cobertura.
—Dentro de diez minutos estará con él, si navegamos a toda máquina.
—Bien, pues a toda máquina.
A Dupin le costaba creer lo que acababa de decir.