—¿Sí? —respondió casi gritando.
—Yannig Konan también murió ahogado. No hay duda. Muerte por ahogamiento.
—Yo…
—Ahora abriremos el tórax del tercer hombre. Le llamo cuando sepa algo más.
Savoir colgó antes de que Dupin tuviera tiempo de contestar.
Vio que Le Ber iba con Labat hacia el muelle. Los siguió. Labat subió a bordo de la Bir y se reunió en la proa con los compañeros de Goulch. Los motores ya estaban en marcha.
—¿Le Ber?
—¿Sí, jefe?
—Acompañe a la señora Lefort a identificar a su hermano. Avise a Savoir. La está esperando. Encontrará a la señora Lefort detrás del edificio de la escuela de vela.
—De acuerdo, jefe.
—Llámeme en cuanto acabe.
Dupin dio media vuelta y siguió los raíles oxidados que conducían directamente al bar desde el muelle.
A esa hora, los clientes del Quatre Vents estaban dentro, no había nadie en la terraza. El sol aún estaba bastante alto, pero había «refrescado un poco». En los últimos años, a Dupin le había hecho gracia constatar una y otra vez que, para los bretones, menos de catorce grados era «refrescar un poco», lo cual significaba que, teniendo en cuenta la latitud y su situación en el Atlántico, en la Bretaña «refrescaba un poco» muy a menudo. En esa época del año, el cambio de estar a gusto fuera, gracias a las temperaturas estivales, a estar cómodo dentro era muy rápido. Habían cerrado las ventanas y los clientes, animados y muy juntos unos de otros, ocupaban las pequeñas mesas de madera. El techo de la vieja sala era muy alto, unos cuatro metros, y las paredes rústicas de piedra estaban encaladas.
Las mujeres de la familia Nuz no daban abasto. Solenn Nuz saludó al comisario con un leve movimiento de cabeza al verlo entrar. Dupin le indicó que quería hablar con ella. La señora Nuz dejó la botella de vino que acababa de abrir con mucha destreza y señaló hacia el extremo izquierdo de la barra larga de madera, donde no había nadie. Eso estaba bien.
—Buenos días, señora Nuz. Soy el comisario Georges Dupin, de la policía de Concarneau.
No pretendía ser tan formal. Aun así, Solenn Nuz sonrió abiertamente. Nolwenn tenía razón, era una mujer guapa. Y era difícil calcularle la edad.
—Lo sé.
Dupin sabía que ella lo sabía, por supuesto.
—Estamos investigando el caso de los cadáveres hallados esta mañana en la playa de Le Loc’h.
—Lo sé.
—¿También sabe quiénes son?
—Lucas Lefort. Y probablemente Yannig Konan. Estuvieron aquí anoche. Navegan juntos muy a menudo. Normalmente, en el yate de Konan. Pero siempre ellos dos solos. ¿Saben ya quién es la tercera persona?
Solenn Nuz lo preguntó como si diera por sentado que ya lo sabían.
—No, todavía no, estamos investigando ese asunto. Esperaba que usted pudiera ayudarnos. ¿El señor Lefort y el señor Konan estuvieron solos todo el tiempo anoche? ¿No había nadie más con ellos?
—Los vi hablar con unas cuantas personas. Pero por la noche casi todo el mundo habla un momento con todo el mundo. En la barra. En las mesas. Tienen que venir a buscar las consumiciones, siempre hay mucho movimiento. —Solenn Nuz puso una cara muy elocuente—. Lucas Lefort se interesa mucho por las jovencitas y aquí hay muchas en temporada alta… Por los cursos de vela, usted ya me entiende.
—Entiendo. Pero, últimamente, el señor Lefort tenía novia «fija», ¿no?
Solenn Nuz le dirigió una mirada irónica. Era evidente que no pensaba contestar a esa pregunta descabellada.
Dupin tardó un momento en reaccionar.
—Vamos al grano: ¿le pareció que hubiera alguien más con ellos? ¿Alguien que llegara o se fuera con ellos?
—No. Seguro que no.
—¿Podría decirme de qué hora a qué hora estuvieron aquí?
—Creo que de siete a nueve. Más o menos. Esto empieza a animarse hacia las seis. Y cerramos a la una. Pero ayer se levantó un temporal. Los que querían volver a casa se fueron enseguida, poco antes de las nueve. Ellos dos también se marcharon hacia esa hora. Si mal no recuerdo, fueron de los últimos, pero tendría que preguntárselo también a mis hijas. Y a los demás clientes. Anoche hubo mucho trabajo.
—¿Estaba tan lleno como hoy?
—Estaba a tope.
Dupin calculó que había unas treinta personas. No cabían muchas más.
—¿De noche no abre el edificio anexo?
—Entra aire por todas partes y no hay calefacción. Solo sirve durante el día. Y en pleno verano. Hemos pensado reformarlo un poco y arreglarlo —explicó Soleen Nuz, y de nuevo se dibujó una sonrisa abierta en su cara—, pero tardará lo suyo. La burocracia…
—¿Habló usted con el señor Lefort y el señor Konan? ¿Le dijeron algo?
Dupin tenía que esforzarse por hablar bastante alto; Solenn Nuz estaba acostumbrada a hacerlo, se notaba.
—No. No hablé con ninguno de los dos. Anoche no hablé mucho con nadie, solo unas palabras aquí y allá.
—¿Konan y Lefort eran clientes habituales?
—Lefort venía con regularidad y Konan, cada tres o cuatro fines de semana, más o menos. Casi nunca venía solo, a lo mejor una o dos veces al año.
—¿Con quién hablaron? Puede que le contaran a alguien los planes que tenían.
Solenn Nuz lo pensó un momento.
—Seguro que yo no me enteré de todo. No paro de entrar en la cocina. A veces me quedo un buen rato. —Señaló atrás con la cabeza, hacia la entrada a la cocina—. Lefort habló con una chica. Una alumna de la escuela de vela, seguramente. Fue al principio… y creo que otra vez al final. También lo vi un momento con Maela Menez, la secretaria de Muriel Lefort, la jefa de la escuela de vela, su hermana.
—La conozco.
Dupin sacó la libreta y el Bic, la puso encima de la barra y empezó a tomar notas con su peculiar estilo, que convertía las páginas en una especie de obra de arte caótica.
—Oficialmente, Maela Menez también es la secretaria de Lucas, pero la que dirige la escuela es Muriel, no su hermano. Maela ha acompañado a Muriel al continente, al Instituto Forense.
Solenn Nuz dijo «continente» como si hablara de algo muy lejano. A Dupin también le había dado esa impresión todo el día.
—¿Recuerda a alguien más?
—Se sentaron ahí atrás, en el rincón. El nuevo alcalde de Fouesnant, el señor Du Marhallac’h, estaba en la mesa de al lado. Creo que hablaron algo.
—¿Du Mar…?
—Du Marhallac’h. Así de fácil.
Obviamente, ella pronunciaba semejante trabalenguas sin problema.
—Mientras dura la temporada, sale a navegar casi todos los fines de semana, es un apasionado de la pesca. De día, está en el mar y en su yate, y de noche, en mi restaurante. Hoy también ha venido. Lo tiene sentado ahí delante. En la misma mesa que anoche.
Señaló sin disimulo a un hombre de aspecto discreto y de mediana edad que estaba en la otra punta de la sala, charlando animadamente con otro hombre. A su lado estaba el viejo marinero simpático del mediodía; ahora no leía el periódico, pero seguía en la misma postura que antes.
—Sí, en el Quatre Vents tenemos muchos clientes habituales.
Pronunció la frase sin esconder el orgullo. Era evidente que conocía a sus clientes. Los conocía bien.
—La mitad de nuestro mundo es muy familiar y la otra mitad la componen los alumnos de los cursos de vela y submarinismo y los turistas que vienen a navegar, a pescar o a bucear.
—¿Recuerda a alguien más que hablara con Lefort o con Konan?
—Konan habló con Kilian Tanguy, que es socio del club de submarinismo y arqueólogo aficionado, y con su mujer. Se sentó a su mesa, pero no sé cuánto tiempo estuvo con ellos.
—¿El señor Tanguy también estaba anoche aquí?
—Sí, con su mujer, Lily. Vienen casi siempre cuando hace buen tiempo. Y el fin de semana fue fantástico. El mejor de la temporada hasta ahora. Como hoy. Y luego llegó la tempestad, fue muy violenta. Pero es normal… No se me ocurre nada más, pero seguiré pensando y preguntaré a mis hijas.
—Muchas gracias, señora Nuz. Es muy importante. Pronto hablaremos con toda la gente. Tal vez descubramos algo que nos ayude. ¿Conocía bien al señor Lefort?
—No teníamos mucha relación. Aunque lo conocía desde hace mucho. Llevo diez años en las islas. Y antes también venía muy a menudo.
—¿Quién es el viejo que está al lado de March… del alcalde?
Dupin lo preguntó por simple curiosidad.
—Es Pascal, mi suegro —contestó ella mientras lo miraba con cariño—. Anoche también estaba aquí. Siempre está aquí. Vive con nosotras desde hace unos años, desde que murió mi suegra.
Sería necesario hablar con unas cuantas personas. Dupin se enfadó por no haber ordenado a Le Ber o a Labat que lo acompañaran. La señora Nuz lo observaba.
Con el jaleo que había, Dupin apenas oyó el teléfono cuando sonó.
Otra vez Savoir.
—¿Dónde está, señor comisario?
El ruido también se oía al otro lado del teléfono, claro está.
—Un momento. Voy hacia la puerta. —Dupin salió de mala gana—. Va a decirme que el tercer muerto se ahogó, igual que los otros dos, ¿no?
Lo dijo en un tono más sarcástico de lo que pretendía. Evidentemente, Savoir cumplía con su deber comprobándolo.
—El suero se vuelve del todo rosa. La sangre presenta ya una ligera hemolisis, los glóbulos rojos han empezado a destruirse. Eso significa que las sustancias tóxicas detectables se han reducido un poco y…
—Savoir, ¿de qué está hablando?
—Benzodiacepina. Hemos detectado una concentración significativa de benzodiacepina en el suero sanguíneo.
—¿Y eso qué significa?
—He encargado pruebas de toxicología urgentes. Por la vía rápida. Normalmente…
—¡Quiero saber lo que significa! —exclamó Dupin levantando la voz.
—La sangre de Lefort contenía benzodiacepina. Es un grupo de tranquilizantes fuertes. Seguro que conoce el Valium o el Lexotanil. Si hubieran pasado veinticuatro horas más, habría sido imposible detectarlo, los glóbulos rojos…
—¿Qué? ¿Qué dice que tenía?
En realidad, fue más una exclamación que una pregunta.
—Tenía una cantidad considerable de benzodiacepina…
—Lo he entendido.
Dupin estaba petrificado. Savoir retomó el hilo.
—No creo que tomara semejante dosis a propósito, tenía que conocer los efectos, combinados con el alcohol que hemos detectado…
—¿La dosis era mortal?
—Ya se lo he dicho antes: murió ahogado. Pero no cabe duda de que la dosis era lo bastante alta para provocar una gran desorientación y una pérdida de coordinación considerable. Y eso tiene consecuencias graves a la hora de pilotar un yate cuando la navegación es complicada porque se acerca una tempestad.
—¿Cree que le hizo mucho efecto?
—Es difícil saberlo. Depende de múltiples factores y, después de tantas horas, es imposible determinar la cantidad exacta de benzodiacepina en la sangre. Solo podemos asegurar que era elevada y que seguramente se reflejó en los síntomas que le he comentado. Y, como ya le he dicho, hay que añadir el consumo de alcohol, que no fue poco; el grado de alcoholemia era de uno coma cinco y…
Dupin no prestó atención a la última frase de Savoir.
Era un asesinato. ¡Se enfrentaban a un caso de asesinato!
—Mierda.
—¿Cómo dice?
Dupin intentó poner las ideas en orden a toda prisa.
—¿Ha analizado la sangre de los tres hombres?
—Hemos detectado benzodiacepina en el señor Lefort y en el señor Konan, lo cual hace más que improbable que se trate de un consumo excesivo por error. Pero no hemos detectado nada en el suero del tercer muerto.
A Dupin se le puso la cabeza a mil por hora. Y en todas las direcciones.
—¿Cuánto tardan esos medicamentos en hacer efecto? Me refiero a después de tomarlos: ¿cuánto tardan en notarse los primeros efectos?
—Media hora. No más. Pero después todo va muy deprisa. Al principio, el afectado siente un leve malestar.
—¿Esa sustancia se diluye? En las bebidas, quiero decir.
—Con mucha facilidad. Se diluye muy deprisa. Se puede disolver en una cantidad pequeña de líquido y se puede añadir tranquilamente a otras cosas, a la comida y a la bebida, por ejemplo. Es muy fácil, no se nota el sabor.
Era un asesinato con premeditación y alevosía.
—¿Ha determinado ya la hora de la muerte?
—No, y aún tardaré bastante. ¿Ha conseguido usted acotarla un poco?
—De momento diría que el yate zozobró después de las nueve y cuarto de la noche, aproximadamente. Y no más tarde de las diez o las diez menos cuarto. Pero, por favor, doctor Savoir, guárdese la información para usted.
—Como quiera.
—Gracias, doctor.
Dupin no se movió ni un centímetro. Se quedó inmóvil, mirando fijamente la Chambre, inalterable y majestuosa, y la fortaleza de Cigogne. Todo seguía exactamente igual que unos minutos antes. Pero todo había cambiado para él y para el caso. Drásticamente. Por fin reaccionó y se fue hacia la playa. Notó un ligero mareo. Marcó mecánicamente un número de teléfono.
—Señor comisario, cuánto me alegro de que…
—Fue un asesinato.
—¿Cómo dice? —le preguntó Nolwenn con mucha suavidad.
—Necesito a Le Ber y a Labat. Que vengan lo antes posible. Pero no les diga nada de la nueva situación. Quiero que, de momento, quede entre nosotros.
No había ningún motivo determinado para actuar así, sencillamente era el método característico de Dupin: reservarse alguna información para tenerlo todo controlado.
—Al menos tengo que informar inmediatamente al prefecto… Le diré que lo llamo de su parte.
Cierto; por desgracia, había que avisarlo. No podía ser de otra manera.
—De acuerdo, sí.
Dupin ya iba a colgar, cuando decidió que Nolwenn necesitaba un poco más de información: para dársela al prefecto, claro, pero sobre todo porque siempre venía bien tenerla a ella al corriente de todo.
—A Konan y a Lefort les suministraron una dosis elevada de Valium o un medicamento similar, benzodiacepina, seguramente en el Quatre Vents, probablemente entre las ocho y media y poco antes de las nueve, una dosis tan elevada que no tardaría en producirles graves dificultades de coordinación que explicarían el naufragio. Un submarinista ha encontrado el yate hundido cerca de Guiautec, al borde de la Chambre. Hay que averiguar cuanto antes a nombre de quién está registrado. Entonces tendremos la identidad del tercer hombre.
—¿Y a él no le han encontrado benzodiacepina en la sangre?
—No.
—Entonces quien pilotaba el yate solo podía ser Lefort o Konan. Pero ¿por qué no lo gobernaba el tercer hombre, si era el propietario? Y si uno de los dos se hubiera notado raro, ¿no le habría dejado el timón al otro?
Buena pregunta.
—Pues… ni idea. Probablemente ellos eran más expertos, sobre todo Lefort, por supuesto, que conocía todos los islotes y las rocas de la zona. Tuvieron tiempo de ver que se acercaba la tempestad. Y luego la sustancia empezó a hacer efecto muy deprisa. Además, habían bebido mucho. En esos casos, todo el mundo se sobrevalora.
Lo que acababa de improvisar sobre la marcha le pareció bastante plausible. Aunque fueran puras especulaciones.
—¿Y por qué no le suministraron benzodiacepina al tercer hombre?
—No hacía falta.
Dupin improvisó otra vez, y de nuevo le pareció plausible.
—Pero aún no hemos llegado tan lejos con las pesquisas.
—El prefecto se va a interesar mucho en el caso, señor comisario. Me refiero a un interés personal…
Dupin tenía muy claras las dimensiones del caso, no se hacía ilusiones.
—Seguro que quiere hablar con usted inmediatamente —añadió ella—. Voy a decirle, conforme a la verdad, que está usted llevando a cabo unos interrogatorios importantes. Pero después, cuando se calme un poco, tendrá usted que llamarlo.
—Gracias, Nolwenn.
Mientras hablaban, Dupin siguió andando sin darse cuenta. Cuando la conversación llegó a su fin, se encontraba en el extremo nordeste de la isla. Seguía dándole vueltas a la nueva realidad.
La probabilidad de que se descubriera que había sido un asesinato era mínima. Todo apuntaba a que la muerte de los tres hombres se atribuiría a un accidente, y seguro que el asesino lo sabía. Unas horas más y no habrían detectado la presencia de tranquilizantes. Y si el yate no hubiera naufragado en el archipiélago, sino en algún otro lugar lejos de la costa, o si la tempestad hubiera arrastrado los cadáveres a otra corriente marina de las Glénan, no los habrían encontrado nunca, como solía pasar con la mayoría de los desaparecidos en el mar. Había que admitir que se enfrentaban a un asesinato planeado con inteligencia y sangre fría. No había sido un homicidio involuntario, de eso estaba seguro. El desencadenante no fue un arrebato. Por lo visto, alguien había esperado a que se presentara el momento oportuno. El crimen se cometió con mucha disciplina. Pero ¿el asesino quería matar a los tres hombres? ¿O solo a uno o dos, y asumió el riesgo de que también murieran los otros… o el otro? En el Quatre Vents solo habían visto a Lefort y a Konan. Tal vez hubiera más de un asesino.
Se le ocurrieron más preguntas y posibilidades, las opciones más dispares, todas a la vez. Necesitaba ordenar las ideas, preguntarse qué era lo más urgente. Tenía la vaga sensación de que había que actuar rápidamente, muy rápidamente. Pero aún no tenía nada a lo que agarrarse. Nada de nada. Estaba al principio.
Puso el móvil en modo vibración. Y activó el desvío de llamadas (después de pasar horas y horas estudiando las absurdas opciones de menú y submenú, había aprendido a activar esa función del móvil). No contestaría si no conocía el número que llamaba. Siempre el mismo teatro: además del prefecto, otras personas «importantes» querrían hablar «urgentemente» con él para «comunicarle» algo relevante y, claro está, para saber cómo iba la investigación. Y sobre todo para insistir en las dramáticas circunstancias del caso y en las nefastas consecuencias que acarrearía cada minuto que pasara sin ser resuelto… Dupin aborrecía esas conversaciones y por eso, a partir de ahora, las evitaría porque estaría «ocupado».