El archipiélago se alzaba delante de ellos como un espejismo: las islas, alargadas y llanas, parecían flotar como por arte de magia en el mar opalino, un poco difuminadas y rutilantes.
Las más grandes se reconocían a simple vista gracias a unas pocas construcciones emblemáticas: la misteriosa fortaleza en la isla de Cigogne, el viejo faro azotado por los temporales en la de Penfret, la granja abandonada en la de Drénec y las cuatro casas marcadas por décadas a la intemperie en la de Saint-Nicolas, la principal del famoso archipiélago… Las legendarias islas de Glénan.
Estaban a diez millas náuticas del continente, de Concarneau, la magnífica «ciudad azul» de la región bretona de Cornualles, para cuyos habitantes eran desde tiempos inmemoriales las «protectoras». Día tras día se constituían en su horizonte inamovible. Dependiendo de cómo se veían, si nítidas, borrosas, empañadas, rutilantes o firmes en el agua, interpretaban el tiempo que haría al día siguiente y, en determinadas fechas, incluso el que haría el resto del año. Los bretones llevaban siglos discutiendo tenazmente sobre cuántas islas había. Siete, nueve, doce o veinte eran las cifras más habituales. Lo único indiscutible era que había siete «grandes». Y «grande» significaba a lo sumo unos cientos de metros de longitud. Antiguamente, el archipiélago formaba una sola isla, que el mar embravecido y el embate constante de las olas fueron fragmentando poco a poco.
Hacía unos años, una comisión del departamento había establecido legalmente, basándose en los criterios oficiales para determinar qué era una isla (porción de tierra en el mar, que sobresale permanentemente del agua y presenta también vegetación permanente), la existencia de «veintiuna islas e islotes». También había una cantidad casi infinita de farallones y grupos de escollos. La cantidad variaba de manera asombrosa dependiendo de la marea, que a su vez variaba considerablemente dependiendo de la posición del Sol, la Luna y la Tierra. Algunos días, la marea subía tres o cuatro metros más que otros y, en plena bajamar, una isla podía verse de un tamaño varias veces mayor y tal vez unida a otra mediante un banco de arena que habitualmente estaba oculto bajo la superficie del agua. No existía una situación «normal», el paisaje del archipiélago estaba en constante transformación y nadie podía decir nunca: «Así son las Glénan». Las Glénan no eran tierra de una manera clara y contundente; eran un espacio intermedio confuso, mitad tierra, mitad mar. En invierno, cuando se desataban tempestades violentas, unas olas gigantescas rompían contra las islas y la imponente espuma que se levantaba las engullía. La descripción poética y a la vez precisa de los lugareños era: «Casi perdidas en la nada, en la inmensa vastedad».
Hacía un día extraordinario de principios de mayo, que no se diferenciaba en nada de un verdadero día de verano, ni en las temperaturas increíbles ni en la luz viva ni en los maravillosos colores. También corría una brisa veraniega, suave, impregnada con un poco menos de sal, de yodo y de algas, y con el fresco característico del Atlántico, tan difícil de describir. Ya a esa hora, las diez de la mañana, el sol brillaba deslumbrante en el cielo, y los últimos restos de una neblina plateada se perdían progresivamente en el horizonte.
El comisario Dupin, de la policía de Concarneau, apenas se fijaba en esos detalles. Ese lunes por la mañana estaba de muy mal humor. Justo cuando hojeaba los periódicos (Le Monde, Ouest-France, Télégramme) y acababa de pedir el tercer café en el Amiral, el móvil lo había sobresaltado con un sonido estridente. Habían encontrado tres cadáveres en las Glénan. No sabían nada más, solo eso. Tres cadáveres.
Se puso en marcha enseguida. El Amiral, el bar restaurante en el que el comisario empezaba todos sus días, estaba en el puerto, por lo que solo tardó unos minutos en subir a bordo de una patrullera de la policía. Dupin había estado una sola vez en las Glénan el año anterior, concretamente en la isla de Penfret, en el extremo este del archipiélago.
Hacía veinte minutos que habían zarpado y ya habían cubierto la mitad del recorrido, aunque, a su modo de ver, aún le parecía poco: los barcos no eran lo suyo. El mar le gustaba, pero como a un parisino auténtico del Distrito VI (que era lo que había sido hasta el día de su «traslado», hacía de eso casi cuatro años), lo cual significaba la playa, las vistas, tal vez bañarse, la atmósfera, la sensación de relax… Y si los barcos no eran lo suyo, aún lo era menos tener que ir en una de las dos patrulleras nuevas que, después de una lucha encarnizada contra la burocracia, la policía marítima había conseguido hacía dos años y que eran su orgullo. La última generación, un milagro imponente de la alta tecnología, con sondas y sensores para todo. Volaban literalmente por encima del agua. A una la bautizaron con el nombre de Bir, «flecha» en bretón, y a la otra con el de Luc’hed, «rayo». Dupin creía que a las embarcaciones se les ponía otro tipo de nombres, pero lo único que tuvieron en cuenta en ese caso fue el significado.
Asimismo, le faltaba cafeína y eso lo ponía de muy mal humor. Dos cafés no bastaban ni por asomo a un hombre de su complexión: fuerte, no gordo, pero tampoco delgado; además tenía la presión sorprendentemente baja desde muy joven.
Así que embarcó de mala gana. En realidad, si lo hizo fue únicamente porque no quería mostrar sus puntos flacos al inspector Le Ber, uno de los dos inspectores jóvenes que tenía a sus órdenes y que lo admiraba (cosa que a él solía incomodarlo mucho).
Dupin habría preferido recorrer en coche el trayecto de media hora que lo separaba del pequeño aeropuerto de Quimper y después ir a las Glénan en el helicóptero biplaza de la central, aunque tardara más. Y tampoco es que le gustara volar en esos cacharros inseguros. Pero su superior, el prefecto, se dirigía en él a Bordeaux, un pueblo de mala muerte en la isla de Guernsey, para celebrar una «reunión amistosa» con la prefectura de las islas británicas del canal (Guernsey, Jersey y Alderney). Tanto los franceses como los ingleses tenían la firme voluntad de intensificar la colaboración policial entre ambos países: «No hay que dar opción al delito, sea cual sea su nacionalidad». El comisario Dupin no tragaba al prefecto Gérard Guenneugues y, después de casi cuatro años, seguía siendo incapaz de pronunciar su apellido. (Tampoco es que Georges Dupin soliese llevarse bien con las autoridades; a su modo de ver, con toda la razón del mundo). El prefecto llevaba semanas llamándole a cada minuto. El motivo de las llamadas, que al principio fueron un incordio y, después, un agobio, era «recabar ideas» sobre los temas que había que tratar en la ilustre reunión. Nolwenn, la eficientísima secretaria de Dupin, tuvo que buscar, por orden de Guenneugues, «casos sin resolver» de las últimas décadas que «quizá, posiblemente y de algún modo» incluyeran pistas que señalaran a las islas del canal, casos que «quizá, posiblemente y de algún modo» se «podrían haber resuelto» si la colaboración entre ambos países hubiera sido más estrecha. Eso era ridículo. Nolwenn se sublevó. No entendía por qué «en el sur» tenían que encargarse del norte del canal, donde los icebergs flotaban en el mar y llovía todo el año. Revolvieron metros y metros de actas y no encontraron ni un solo caso significativo, con lo que el prefecto no se puso precisamente contento.
El mal humor de Dupin no mejoró con el pequeño «accidente» que sufrió al poco de zarpar. Hizo lo que solo hacen los peores marineros de agua dulce: a esa velocidad, con viento fuerte de babor y el mar un poco agitado por ese costado, mientras el inspector Le Ber y los dos miembros de la tripulación de la Bir permanecían muy juntos en estribor, él quiso echar una mirada a las islas. No tardó mucho en alcanzarlo una ola enorme. Se quedó empapado. La chaqueta, que siempre llevaba desabrochada, el polo y los vaqueros (su ropa de trabajo desde marzo hasta octubre) se le pegaban al cuerpo; solo tenía secos los calcetines dentro de los zapatos.
No obstante, lo que lo ponía especialmente de mal humor era no disponer de más información que el simple hecho de que acababan de encontrar tres cadáveres. Dupin no se caracterizaba por ser un hombre paciente. En absoluto. Labat, el segundo inspector a sus órdenes y con el que solía estar en pie de guerra, solo había podido comunicarle por teléfono lo que les había contado un «hombre con fuerte acento inglés» que acababa de llamar a comisaría, muy nervioso. Los cadáveres se encontraban en la playa del nordeste de Le Loc’h, la isla más grande del archipiélago, y «más grande» se refería en este caso a una longitud de cuatrocientos metros. Le Loc’h estaba deshabitada y en ella solo había un monasterio en ruinas, un antiguo cementerio, una fábrica de sosa desmantelada y la mayor atracción de la isla, un lago. Labat había tenido que repetir una docena de veces que no tenía más información. Dupin lo había acribillado a preguntas, su obsesión por los detalles y las circunstancias en apariencia insignificantes era archiconocida.
Tres muertos y nadie sabía nada. Lógicamente, en la prefectura reinaba un nerviosismo considerable: era un asunto muy serio para el Finisterre, para el pintoresco «fin del mundo» según los romanos. Para los galos, los celtas (y los lugareños todavía se consideraban celtas), era exactamente lo contrario: no el fin, sino literalmente el «principio», la «cabeza del mundo». Penn ar bed, no finis terrae.
La patrullera había reducido la marcha. Ahora navegaban a velocidad moderada: pasaban por una zona complicada. El mar era poco profundo y estaba salpicado de rocas abruptas, dentro y fuera del agua. Navegar por allí era cosa de capitanes con mucho oficio y la tarea aún se volvía más espinosa con marea baja, como ahora. La «entrada» entre Bananec y el gran banco de arena situado frente a la costa de Penfret era el acceso menos peligroso al archipiélago. Por ella se llegaba a la Chambre, la «cámara», que era el nombre por el que se conocía al espacio marítimo que quedaba encerrado entre las islas, protegido por ellas de las tormentas y las fuertes marejadas. La Bir siguió majestuosamente su camino, maniobró con movimientos armoniosos entre las rocas y puso rumbo a Le Loc’h.
—¡No podemos acercarnos más!
El capitán de la patrullera, un joven policía espigado, vestido con un uniforme de ropa de alta tecnología que el viento agitaba con fuerza, lo dijo gritando desde el puente de mando sin mirar a nadie. Estaba totalmente concentrado en la navegación.
Dupin no las tenía todas consigo. Calculó que aún faltaban unos cien metros para llegar a la isla.
—¡Marea viva! ¡Coeficiente de ciento siete! —gritó de nuevo el capitán larguirucho sin dirigirse a nadie en concreto.
El comisario Dupin miró interrogativamente al inspector Le Ber. Después del incidente con la gran ola se había reunido con los demás y no se había movido del sitio. Le Ber se le acercó. Aunque la embarcación ya casi se había detenido, los motores seguían haciendo un ruido ensordecedor.
—El nivel de la marea es extremo, señor comisario. Los días en que hay marea viva, el nivel del agua es bastante más bajo que con una bajamar normal. No sé si usted…
—Ya sé lo que es una marea viva —lo interrumpió Dupin.
Estuvo a punto de añadir «porque hace casi cuatro años que vivo en la Bretaña y he visto unas cuantas mareas vivas y otras tantas mareas muertas», pero sabía que era inútil. Además, tenía que reconocer que, aunque le habían explicado muchas veces lo de los coeficientes de las mareas, aún no había logrado entenderlo. Para Le Ber, igual que para todos los bretones, él seguiría siendo un «forastero» (aunque no lo decían con maldad) por más décadas que pasaran. Peor aún, un forastero de la peor especie para los bretones: un parisino (y eso sí podían decirlo con maldad). Siempre le explicaban el tema recitándoselo de carrerilla: «Cuando la Luna, el Sol y la Tierra están alineados y a eso se le suman los efectos de la gravedad…».
El motor enmudeció súbitamente. Los dos compañeros de la policía marítima se pusieron a trabajar de inmediato en proa. Dupin se fijó entonces en que los dos se parecían curiosamente al capitán: la misma complexión delgada y fibrosa, la misma cara alargada, el mismo uniforme.
—No podemos acercarnos más a la isla. El agua es poco profunda.
—¿Y eso qué significa?
—Tenemos que desembarcar aquí.
Dupin tardó unos segundos en reaccionar.
—¿Tenemos que «desembarcar» aquí?
Desde su punto de vista, todavía estaban en mar abierto.
—El agua es poco profunda, no tendrá más de medio metro.
El inspector Le Ber se agachó y empezó a quitarse los zapatos.
—Pero si llevamos una lancha neumática —objetó Dupin, que justo acababa de verla. Con alivio.
—No vale la pena, señor comisario. No nos permitiría acercarnos mucho más a la playa.
Dupin arqueó las cejas y miró por la borda. Le pareció que había más de medio metro de profundidad. El agua era increíblemente cristalina. Se veían conchas y piedrecitas en el fondo. Un pequeño banco de peces diminutos de color verde claro se deslizaba rápidamente por el agua. Estaban delante de la cara norte de Le Loc’h. Allí no había más que arena blanca deslumbrante y aguas turquesas poco profundas; el mar estaba muy calmado en la Chambre. También había unos cuantos cocoteros (Dupin pensó que probablemente era la única especie de palmera que no crecía en toda la Bretaña) y no había nada que diferenciara aquella imagen de una playa del Caribe. A nadie se le habría ocurrido nunca relacionar ese paisaje con la Bretaña. Esas vistas podían admirarse en cientos de postales, y lo cierto era que no exageraban lo más mínimo.
Entretanto, Le Ber se había quitado también los calcetines. Los miembros de la tripulación, que habían echado el ancla y habían saltado ágilmente al agua sin pensárselo dos veces, giraban la embarcación para orientar la popa hacia la playa. La escalera de madera de la barca apenas sobresalía del agua. Le Ber, que llevaba unos pantalones claros, saltó al agua como si fuera lo más natural del mundo. Lo siguió el capitán larguirucho.
Dupin dudó. La escena le parecía absurda. Los dos policías jóvenes, Le Ber y el capitán lo esperaban; le dio la impresión de que le hacían el pasillo. Encima, todas las miradas se concentraban en él.
Al final saltó. Olvidándose de quitarse los zapatos. Al instante se encontró con el agua a la cintura y, a principios de mayo, el Atlántico estaba como mucho a catorce grados. Observó atentamente el fondo. Los peces verdes diminutos, que ahora formaban un banco más grande, se le acercaron con curiosidad y nadaron sin miedo entre sus piernas. Dupin se volvió para seguirlos con la mirada y entonces lo vio: un cangrejo impresionante, de veinte o treinta centímetros, lo observaba fijamente en posición de ataque; un auténtico buey de mar, un manjar con el que se deleitaban en la costa y con el que Dupin también se relamía. Reprimió ambas cosas: una leve exclamación del susto y la admiración culinaria. Levantó la vista y se dio cuenta de que todos seguían inmóviles, observándolo. Dupin se irguió con determinación y empezó a caminar hacia la playa, procurando no cruzar la mirada con nadie. Le Ber y los otros tres policías lo adelantaron rápidamente en el agua, por la izquierda y por la derecha.
Fue el último en llegar a la playa.
El cuerpo sin vida yacía boca abajo, un poco ladeado. El hombro estaba comprimido de forma muy poco natural debajo del cuerpo y daba la impresión de que hubiera perdido el brazo derecho. El izquierdo se veía tan retorcido que tenía que estar roto. La cabeza se apoyaba casi por entero sobre la frente, como si alguien la hubiera colocado así a propósito. No se le veía la cara. La chaqueta azul y el jersey estaban desgarrados, se veían heridas grandes y profundas en la espalda, el cuello, el cogote y el brazo izquierdo. En cambio, la parte inferior del cuerpo parecía casi intacta. Las algas lo cubrían en algunos puntos. Los zapatos náuticos resistentes, los dos aún calzados en los pies, parecían nuevos. En esas condiciones era difícil calcular la edad del hombre. Dupin supuso que sería un poco mayor que él. Al final de los cuarenta o a principios de los cincuenta. El muerto no era muy alto. Dupin se arrodilló al lado para examinarlo con más detalle. El mar lo había arrastrado playa arriba, a pocos metros de la línea donde la arena blanca acababa y empezaba el verde intenso de la vegetación.
—Los otros dos están ahí detrás, bastante juntos. Y en un estado similar. —Le Ber señaló un punto en la playa.
Dupin vio a los jóvenes de la policía marítima al lado de un bulto, a unos cien metros de distancia. Había olvidado que no estaba solo.
—Tienen un aspecto horrible —añadió Le Ber con un hilo de voz.
Pues sí.
—¿Qué forense va a venir?
—El doctor Savoir llegará en cualquier momento. Viene en la otra patrullera. Con el inspector Labat.
—Claro. Cómo no.
Todos sabían que el comisario y el doctor Savoir no se caían bien.
—El doctor Lafond tenía un compromiso en Rennes esta mañana.
Por lo general, Nolwenn siempre movía los hilos para que avisaran al viejo (gruñón, pero magnífico) doctor Lafond cuando Dupin se encargaba de investigar un caso.
El capitán de la Bir se les acercó con paso resuelto.
—Son tres hombres, de unos cincuenta años los tres. —El joven hablaba serio y tranquilo—. Identidad desconocida. La última marea habrá arrastrado hasta aquí los cuerpos. Están bastante lejos de la orilla. En las Glénan se registran corrientes fuertes y los días de marea viva son todavía más fuertes que de costumbre. Vamos a fotografiarlo y a documentarlo todo.
—¿Este es el nivel más bajo de la marea?
—Casi. —El policía miró la hora—. El reflujo terminó hace una hora y media. Desde entonces, el agua está subiendo otra vez.
Dupin calculó.
—Ahora son las once menos cuarto, o sea que la última marea baja…
—La última bajamar ha sido esta mañana a las nueve y quince horas; la penúltima, ayer por la noche, a las ocho y cincuenta. Doce horas y veinticinco minutos antes. La pleamar fue a las tres y tres minutos de la madrugada.
El policía lo dijo de corrido y mirando a Dupin sin dárselas de nada.
—¿Hemos recibido alguna denuncia por desaparición? ¿Nosotros o salvamento marítimo?
—No, señor comisario. Por lo que sabemos, no hay ninguna. Pero aún es pronto.
—La isla de Le Loc’h está deshabitada, ¿verdad?
—Sí. Saint-Nicolas es la única isla habitada del archipiélago. Y no vive mucha gente, diez personas a lo sumo. Tal vez quince en verano.
—¿Eso significa que aquí no hay nadie de noche?
—Está terminantemente prohibido acampar en el archipiélago, aunque algunos aventureros se quedan a veces a pasar la noche en verano. Inspeccionaremos toda la isla. Y es posible que esta noche hubiera alguna embarcación delante de Le Loc’h, en la Chambre. Es un fondeadero muy concurrido. Lo investigaremos.
—¿Cómo se llama usted?
Le gustaba aquel policía joven, impasible y cuidadoso.
—Kireg Goulch, señor comisario.
—¿Kireg Goulch?
La pregunta se le escapó.
—Exacto.
—Es… es un nombre… quiero decir que… es un nombre bretón.
Ese comentario tampoco pareció desconcertar al muchacho. Dupin carraspeó y se esforzó por volver a concentrarse en el asunto.
—El inspector Le Ber dice que el inglés que ha encontrado los cadáveres iba en una canoa.
—Muchos turistas salen a navegar en kayak, es una actividad muy popular. En esta época del año todavía no hay muchos, pero ya han empezado a llegar.
—¿Salen a esas horas? ¿Tan pronto?
—Es lo mejor. El sol aprieta mucho a mediodía en el mar.
—Pero el hombre no ha desembarcado. Se ha ido, ¿verdad?
—Así es, por lo que sabemos. Y no se ven huellas en la arena.
Dupin no había caído en la cuenta. En la arena, virgen después de cada marea, se grababan a la perfección todas las huellas, incluso cualquier intento de borrarlas.
—¿Dónde está ahora el hombre?
—En Saint-Nicolas. Esperando en el muelle. La segunda patrullera lleva ahora a un agente a la isla para hablar con él, como ha ordenado el inspector Labat.
—¿El inspector Labat lo ha «ordenado»?
—Sí, ha…
—Está bien.
No era momento para arrebatos. Dupin sacó aparatosamente una de las libretas Clairefontaine rojas que solía utilizar para tomar notas. Protegida dentro del bolsillo de la chaqueta mojada, salió medio seca del pequeño percance que el comisario había sufrido en el mar. Luego rebuscó con la misma aparatosidad contumaz y sacó uno de los bolígrafos Bic baratos que compraba en grandes cantidades porque siempre se le extraviaban con una rapidez inexplicable.
—¿Ha habido un naufragio?
En el mismo instante en que hizo la pregunta supo que era innecesaria. Se habrían enterado. El joven policía la encajó con paciencia y cordialidad.
—Aún no lo sabemos, señor comisario. Si ayer por la tarde o esta noche hubiera zozobrado una embarcación, es posible que tardasen en echarla en falta. Dependería del tamaño, del equipamiento técnico, de dónde hubiese ocurrido, adónde se dirigiese, quién la esperase…
Dupin tomó un par de notas con desgana.
—¿Anoche hizo mal tiempo? ¿Hubo tormenta?
—No se deje engañar por el día que hace hoy. Anoche, una tempestad azotó la costa. La central nos dirá con qué intensidad, en qué dirección avanzaba y cómo se movía. En Concarneau apenas se notó, pero eso no quiere decir nada. Está todo registrado. Y el mar sigue bastante agitado, aunque aquí, en la Chambre, esté tranquilo. Ya se habrá dado cuenta cuando íbamos en la patrullera.
Hizo la observación en tono neutral, sin el menor retintín. Goulch le caía cada vez más simpático.
—No fue el temporal del siglo, pero sí muy violento —concluyó el capitán.
El comisario Dupin lo sabía de sobra, hacía tiempo que se había vuelto demasiado bretón para dejarse engañar por un cielo azul despejado y la apariencia de un anticiclón perfecto. Nolwenn siempre decía que el Finisterre, la punta más extrema y escabrosa de la península de la Bretaña, estaba situada en medio del Atlántico Norte: «la Armórica alargaba su cabeza recortada como un monstruo prehistórico, o un dragón que escupe fuego». A Dupin le gustaba esa imagen, y era verdad que, sobre el mapa, parecía la cabeza de un dragón. La Bretaña no estaba expuesta únicamente a la fuerza bruta del más salvaje de todos los mares, sino también a los frentes variables y caóticos que se originaban entre la costa este de Estados Unidos, Canadá, Groenlandia y el Ártico por un lado, y la costa atlántica occidental de Irlanda, Inglaterra, Noruega y Francia por el otro. El tiempo podía pasar en cuestión de minutos de un extremo a otro. «Cuatro estaciones en un día»: esa era la fórmula que los bretones citaban con orgullo.
—Quizá no fue un naufragio. —La voz de Le Ber había recuperado un poco la firmeza—. Es posible que los sorprendiera la marea o el temporal mientras pescaban o mariscaban, sobre todo si eran turistas. Cuando las mareas son muy bajas viene mucha gente a capturar mariscos.
Era cierto. Dupin lo anotó en la libreta.
—No llevan puesto el chaleco salvavidas. ¿Debemos suponer que no vinieron en barca?
—No necesariamente —contestó Goulch con determinación—. Muchos autóctonos navegan sin chaleco. Y si a eso le sumamos el alcohol… Yo no le daría mucha importancia.
Dupin hizo un gesto de resignación con la mano. Así estaban las cosas. No sabían nada de lo que podía haber ocurrido.
—El alcohol suele estar muy presente en el mar. Sobre todo aquí, en las islas —añadió Goulch.
—Se dice que las botellas son más pequeñas en las Glénan que en tierra firme, por eso aquí se vacían más rápidamente —observó Le Ber.
Dupin tardó un momento en entender el chiste, si es que lo era. Le Ber lo había dicho en tono neutro, como para completar la frase del capitán. Este, sin inmutarse, prosiguió:
—Las olas debieron de arrastrar los cuerpos bastante rato, de ahí probablemente las heridas graves. Si fue un accidente, quizá una parte de las heridas se las hicieron durante el siniestro.
—¿Es posible que murieran muy lejos de aquí? Es decir, ¿cuánto ha podido arrastrarlos la corriente?
—Depende del tiempo que hayan pasado en el mar. Es posible que aún estuvieran vivos cuando cayeron al agua, que intentaran salvarse y luego se ahogaran. No da la impresión de que hayan estado días en el agua. Los cadáveres tendrían otro aspecto. Aun así, no todas las corrientes son igual de rápidas. Algunas se desplazan a ocho kilómetros por hora, de modo que los cuerpos podrían haber recorrido una distancia considerable en una noche. Pero, según dónde cayeran al agua, lo más probable es que los arrastrara en círculo. La dirección de las corrientes varía dependiendo de la marea, el tiempo y la estación del año.
—Comprendo. Eso significa que no se puede afirmar nada.
—El archipiélago tiene la peculiaridad de que, con determinadas posiciones del Sol, la Luna y la Tierra, muchas corrientes conducen a Le Loc’h. Aquí siempre ha habido naufragios, en todas las épocas. A veces, cuando eran barcos grandes, en la playa se encontraban decenas de cadáveres. Por eso en el siglo diecinueve construyeron un cementerio en la isla, justo al lado de la ermita. De ese modo no había que trasladar los cuerpos a Saint-Nicolas, donde estaba el único cementerio del archipiélago. Los enterraban a todos aquí. Han hallado tumbas incluso de principios de la época celta.
—¿La corriente siempre los arrastraba hasta aquí? —preguntó Dupin, que notó una sensación extraña y miró instintivamente alrededor.
—La gente cree desde hace siglos que esta isla es el escondite legendario de Groac’h, la bruja de los naufragios. Según la leyenda, era inmensamente rica, más rica que todos los reyes juntos. Y el lago, que conecta subterráneamente con el mar, era el cofre donde guardaba su tesoro. Una corriente marina mágica le traía las riquezas de los barcos que naufragaban. Su palacio estaba también en el fondo del mar.
Le Ber sonrió cuando Goulch acabó de hablar, pero se le notaba tenso.
—Le gustan los hombres jóvenes —concluyó Goulch—. Los seduce, los convierte en peces, los fríe y se los come. Muchos han ido en busca del legendario tesoro. Ninguno ha vuelto nunca. Se cuentan muchas historias.
Así eran las cosas en la Bretaña. Debajo de lo cotidiano y natural actuaban fuerzas oscuras, y cualquier sitio tenía sus propias historias sobrenaturales. Aunque los bretones se reían de sí mismos (y Dupin no conocía ningún pueblo que se riera con tanta fuerza y desenvoltura de sí mismo), las risas enmudecían al instante cuando se contaban esas historias. Todo parecía muy real, estaba muy arraigado. Lo sobrenatural había sido la manera más normal de percibir el mundo durante milenios. ¿Acaso iban a cambiar las cosas ahora de repente, solo por estar en el siglo XXI?
—Quiero ver a los otros dos muertos —dijo Dupin.
Avanzó por la playa, y Goulch y Le Ber lo siguieron. En esos momentos, la primera cuestión, la pregunta decisiva que había que plantearse, era si los hombres habían muerto a causa de un accidente. ¿Se habían ahogado? ¿Había indicios que señalaran la posibilidad de que no se tratara de un accidente?
Los cuerpos sin vida estaban ladeados, con las caras mirándose y los brazos extendidos hacia el otro. La imagen era un poco macabra: daba la impresión de que hubieran llegado vivos a la playa y, en plena agonía, se hubieran arrastrado hacia el otro con las últimas fuerzas que les quedaban. El efecto lúgubre de la escena se veía reforzado por las conchas nacaradas que brillaban tenuemente con todos los colores del arcoíris y parecían colocadas adrede en torno a los cadáveres. Los compañeros de Goulch estaban de rodillas entre los cuerpos y uno los fotografiaba con una cámara digital. Se reunieron con ellos sin decir palabra y observaron los dos cadáveres.
Dupin se apartó al cabo de unos instantes y dio un par de vueltas alrededor de los cuerpos, con parsimonia y agachándose constantemente. Las mismas heridas graves y profundas, que en uno se distribuían casi exclusivamente en la parte inferior y en el otro por todo el cuerpo; la ropa destrozada (pantalones de algodón, polo, forro polar, zapatos resistentes) y algas en las heridas.
El policía de la cámara se incorporó lentamente.
—Igual que el otro muerto —dijo—, estos dos no presentan a simple vista más heridas que las que han podido causarles las rocas al ser arrastrados por las olas.
—En el mar no hace falta agredir a alguien para matarlo —observó Goulch—. Basta con un pequeño empujón, una caída al agua. En plena tempestad y con fuerte marejada, ni siquiera un nadador excelente tendría la menor posibilidad. Y los empujones no pueden probarse.
Tenía razón, como siempre. En el mar había que pensar de otra forma, aquel caso exigía otro tipo de aproximación.
—Viene la otra patrullera.
Dupin se sobresaltó. Goulch señalaba al mar. La Luc’hed se acercaba a toda velocidad a la Bir. Poco antes de alcanzarla aminoró la marcha, se paró al lado y se puso en paralelo.
Dupin observó cómo seguían el mismo procedimiento que ellos antes. Vio a Labat y al doctor Savoir, al capitán y a otro policía, que ya estaba en el agua orientando la embarcación. Saltaron todos sin pensárselo dos veces al agua y avanzaron hacia la playa con Labat en cabeza, claro.
—Hemos dejado a un agente en Saint-Nicolas para que interrogue al inglés que ha encontrado los cadáveres. Pronto tendremos un informe. Tres cadáveres, eso es un caso importante. —Labat empezó a hablar antes de salir del agua, usando el tono diligente con que solía decir las cosas y que Dupin odiaba a muerte.
—Todavía no sabemos si es un caso, inspector.
—¿Por qué lo dice, señor comisario?
—De momento, todo apunta a un accidente.
—¿Y eso significa que no tenemos que investigar todo lo que hay que investigar para averiguar lo que ha ocurrido?
A Dupin, la pregunta le pareció una idiotez impresionante. Se dio cuenta de que estaba muy irritado. Y eso se debía a que le habían estropeado la mañana… y a la llegada de la segunda patrullera con Labat y Savoir. El forense desmañado, increíblemente tiquismiquis y que nunca iba al grano, enseguida montaría un espectáculo a lo CSI. Entonces vio que el policía de la segunda patrullera cargaba con una maleta enorme y muy pesada, en la que seguro que iba el equipo de alta tecnología de Savoir.
Dupin sabía que tenía que concentrarse en la situación. Quizá todo acabaría en unas horas y dejaría de ser asunto suyo.
—¡Ah, el señor comisario! —En la voz de Savoir resonó un matiz absurdo de orgullo, como si hubiera superado una prueba muy exigente al reconocer a Dupin—. ¿Se sabe ya algo? ¿Con qué hechos contamos hasta ahora?
Hizo las preguntas con mucha energía al pasar junto a Dupin sin aminorar el paso lo más mínimo.
—Cuando los examine —prosiguió—, sabremos más cosas. Aunque solo podré llegar a conclusiones provisionales, obviamente. Para llegar a algo más concluyente necesito el laboratorio. Deje el equipo aquí, por favor, entre los dos cadáveres.
Savoir echó un vistazo a los dos cuerpos, breve pero teatralmente profesional, y abrió la maleta.
—¿Está todo documentado? ¿Fotografiado?
—Sí, ya hemos acabado el trabajo. Con los tres muertos —intervino Goulch. Y preguntó—: ¿Hay que esperar a la autopsia o ya se puede saber si se ahogaron?
Savoir miró indignado a Goulch.
—Imposible. Obviamente, no pienso dedicarme a conjeturar nada, tampoco en este caso. Todas las cosas requieren su tiempo.
Dupin sonrió. ¡Fantástico! Allí no hacía falta. Se acercó a Le Ber y a Goulch.
—Voy a inspeccionar la isla —anunció.
Aunque en realidad no tenía ni idea de lo que iba a hacer exactamente.
—¿Quiere que después la inspeccionemos también nosotros de manera sistemática, señor comisario? ¿Por si encontramos algo anómalo?
—Sí, sí, Goulch, háganlo sin falta. Yo solo echaré un vistazo. Y averigüe si alguien vio una embarcación extraña en Le Loc’h. Y también en otras partes.
—¿Tiene en mente algo concreto?
Labat se le había acercado a una distancia incómoda, le gustaba hacerlo y sabía que Dupin no lo soportaba.
—Pura rutina, Labat. Simple rutina. Cualquier notificación sobre naufragios o desaparecidos nos llegará automáticamente, ¿verdad? —El comisario se había dirigido a Goulch, sin saber bien ni él mismo a qué se refería con lo de «automáticamente».
—Por supuesto, señor comisario. Todas las comisarías de la costa están informadas, y también las de los distritos vecinos. Hemos pedido los dos helicópteros de Brest, de la central de salvamento marítimo. Se han movilizado hace una hora y están sobrevolando los alrededores.
—Muy bien, Goulch, muy bien. Le Ber, quédese con Goulch. Quiero que me mantengan informado en todo momento. Labat, tan pronto como Savoir dé luz verde, registre los cadáveres para ver si les encuentra algún tipo de documentación, cualquier cosa que nos ayude a identificarlos.
—Yo… yo…
Labat se calló. Alguien tenía que hacerlo. Y el comisario podía decidir quién. Ese sencillo razonamiento se reflejó lastimosamente en su cara, que se le desencajó por un momento.
—Hágalo a conciencia, Labat. ¿Funcionan los móviles en la isla, Le Ber?
—El año pasado instalaron una nueva antena en Penfret. Aunque no muy grande. La cobertura suele ser estable desde entonces —respondió Le Ber mirando más allá de Le Loc’h, como si buscara con la vista la antena de Penfret.
—¿Y eso qué significa?
—Depende de tantos factores…
—¿Como cuáles? —insistió Dupin; le parecía que el tema era importante.
—Depende del tiempo, sobre todo. Si hace mal tiempo, normalmente no tendrá cobertura, pero con buen tiempo, sí. Aunque de vez en cuando, por algún motivo, tampoco. Depende de si está en el mar o no y, sobre todo, de la isla en la que está, claro. En Bananec nunca tienen cobertura, aunque no está muy lejos de Saint-Nicolas.
Dupin se preguntó cómo era posible que pasase aquello, desde un punto de vista puramente técnico. Y por qué Le Ber estaba tan bien informado. Decidió no ir por ese lado.
—¿Y aquí, en Le Loc’h?
—Hoy, probablemente estable.
—Entonces, yo estaré «probablemente» localizable.
—Ah, señor comisario, y no se extrañe si en el archipiélago ve cosas que desaparecen en un instante. A veces pasa. O si oye ruidos y sonidos extraños. Siempre ha sido así, es normal.
Dupin no habría sabido qué contestar ni por todo el oro del mundo. Se dio la vuelta, se pasó la mano por el pelo y emprendió la marcha por la playa en dirección oeste por el amplio extremo sur de la isla.
Era verdaderamente impresionante, miraras donde mirases. Arena blanca finísima, playas que descendían suavemente hacia el mar y en las que no se veía dónde empezaba el agua de tan transparente como era. Un azul turquesa, claro y luminoso, que se iba transformando casi imperceptiblemente en azul opalino y, después, en azul claro, y que solo se oscurecía mar adentro. El mar también cautivaba en Concarneau (precisamente eso definía la ciudad), pero allí, en las Glénan, todo se amplificaba mucho más. Allí no se estaba a orillas del mar, se estaba en el mar, se tenía la sensación de encontrarse en medio del mar. No solo por el olor y el sabor; la impresión era más profunda, más penetrante.
Sin embargo, lo más fascinante era la luz: una luz intensa, imponente, pero suave, en absoluto agresiva. Una luz que lo cubría todo. No parecía proceder de una fuente determinada, al menos no solo de una, no únicamente del sol. Venía del cielo entero: de todas las distancias, alturas, capas, esferas y dimensiones. Y, sobre todo, venía del mar. La luz parecía multiplicarse hasta el infinito, parecía reflejarse en las distintas capas de la atmósfera y en el agua, y por eso daba la impresión de condensarse todavía más. Las pequeñas franjas de tierra eran demasiado insignificantes para absorberla. Dupin nunca había visto tanta luz como en la Bretaña (tampoco un cielo tan alto, tan abierto), pero ahí, en las Glénan, se superaban todas las expectativas. Los habitantes de la costa decían que esa luz embriagaba, que hacía perder la cabeza. Dupin entendió a lo que se referían.
Metió la mano en el bolsillo izquierdo trasero del pantalón y sacó el móvil. Al parecer, había salido indemne del pequeño percance. Y había cobertura.
—¿Nolwenn?
—¿Señor comisario?
Dupin había olvidado por completo que su secretaria tenía visita con el médico esa mañana y que no estaba en la oficina, sino en la consulta del viejo doctor Pelliet, un hombre reservado que también era su médico de cabecera. En ese momento se acordó.
—Ah, claro, usted no está al tanto de lo ocurrido, ¿verdad?
—No. Ahora mismo iba a llamar al inspector Labat. Acabo de ver que ha intentado hablar conmigo tres veces.
—Tres cadáveres. En las Glénan. En Le Loc’h. Arrastrados por las olas y todavía sin identificar. De momento, todo apunta a un trágico accidente.
—Sí, siempre van a parar a Le Loc’h. Las Glénan han significado naufragios en todas las épocas. —Nolwenn hablaba sosegadamente, como siempre—. Aquí decimos: «Si quieres aprender a rezar, ¡sal a navegar!».
A Nolwenn le gustaban los viejos refranes y transmitírselos al comisario formaba parte de las «lecciones bretonas» que le daba desde que llegó en beneficio de su «bretonización» (así llamaba ella misma a su proyecto).
Dupin no tenía claro qué debía contestar.
—Sí, bueno, sea como sea, se va a armar. Savoir ya ha llegado. Yo estoy inspeccionando la isla.
—¿Está usted ahí?
—Sí.
—¿Ha ido en barca?
—Sí.
El segundo «sí» sonó mucho más resignado de lo que Dupin habría querido.
—¿Puedo hacer algo?
—No. Antes tenemos que averiguar la identidad de los muertos.
En realidad, Dupin no la llamaba para pedirle nada concreto; solo quería ponerla al corriente. Nolwenn había sido su tabla de salvación desde el primer día que pasó en su nueva «patria». Era una mujer formidable y pragmática en todo, daba la impresión de que nada en este mundo (y a Dupin le parecía que tampoco en el otro) podía sacarla de quicio. Dentro de tres semanas se iba de vacaciones por primera vez en dos años, muy lejos, a la costa mediterránea del otro lado de los Pirineos, a Portbou. Dupin estaba muy nervioso desde que se enteró de que pensaba pasar fuera dos semanas enteras.
—El prefecto quería hablar personalmente con usted hoy mismo, después de las primeras conversaciones en la reunión de Guernsey. Quedamos en que le llamaríamos esta tarde. Me temo que ahora será imposible, ¿verdad? Le dejaré un recado en la oficina.
—Eh… ¡sí, una gran idea! Sí. La comunicación aquí es muy mala. El prefecto ya se lo figurará… Es como estar en medio del mar.
—Pero el prefecto sabe que hay una antena nueva en Penfret. La inauguración fue todo un acontecimiento. Aunque es verdad que podría ser más potente. Sin embargo… supongo que usted estará en plena investigación. Tres cadáveres. En el contexto de la Bretaña, eso es… Tanto da cómo murieron. Al prefecto también le interesará que las circunstancias se aclaren rápidamente.
Dupin se animó un poco por primera vez en todo el día.
—Muy bien, sí. Eso es.
Entonces, por un momento, pensó en la antena: ¿por qué fue un «acontecimiento» tan importante que todo el mundo la conocía?
—Le diré que no cuente con que usted lo llame.
—Excelente. —Dupin dudó antes de preguntar—: ¿Ha…? ¿Cómo… le ha ido con el médico? Quiero decir que…
—Todo bien.
—Me alegro.
Se sintió un poco ridículo.
—Gracias, señor comisario. Y, sobre todo, acuérdese de llamar a su madre. Hoy ha vuelto a dejar tres mensajes en el contestador automático.
Lo que le faltaba. No paraba de olvidarlo. Su madre. Por primera vez desde su «destierro a provincias» (ella insistía en llamarlo así), se había propuesto ir a verlo. El jueves. Y llevaba semanas llamándolo, últimamente a diario, para aclarar «cuestiones importantes» que siempre giraban en torno a un único temor: si tan lejos de la capital vivían suficientemente civilizados. Anna Dupin, la parisina elitista, hija de una familia de la alta burguesía, tiránica si no había alternativa, aunque por lo demás encantadora, solo salía de París si era imprescindible. Evidentemente, Dupin pensaba alojarla en el mejor hotel de Concarneau. Y, evidentemente, le había reservado la habitación más cara, la suite Navy, pero ella no parecía dar por hecho que hubiera agua corriente.
—Lo haré.
—Bien.
—Gracias, Nolwenn.
Dupin colgó. Todavía le faltaba ocuparse de algunas cosas para esa visita, principalmente de su casa. No es que la tuviera muy desordenada, pero no quería exponerse a la menor crítica. Lo mejor sería que no pusiera el pie en el piso. La llevaría a otros sitios.
Dio una vuelta por un pequeño saliente: allí la playa de arena blanca acababa bruscamente y una vegetación áspera, enmarañada, de un verde intenso (cañas, hierba, helechos) crecía descendiendo hacia la orilla rocosa del mar. En ese punto, la pared de roca se adentraba treinta o cuarenta metros en el agua y luego volvía a haber arena.
Dupin tomó el estrecho sendero pedregoso que rodeaba la isla, uno de los antiguos caminos de contrabandistas y piratas que tanto abundaban en aquellas costas. Las Glénan habían sido durante siglos el reino de piratas famosos: ingleses «malos», por ejemplo, y bretones «buenos», a los que todavía veneraban más allá de toda cuestión moral porque lo único que importaba era que fueran originarios de la Bretaña y famosos en el mundo entero. Nolwenn había bautizado a su primera hija con el nombre de su heroína, Jeanne de Belleville, la «Tigresa de la Bretaña»: la primera mujer pirata de la historia. Nacida en el seno de una familia noble de la Bretaña, por aquel entonces todavía independiente, esa mujer bellísima destruyó en el siglo XIII, con mucha astucia y una «flota» compuesta tan solo por tres naves, innumerables navíos cargados de armamento, buques de su enemigo mortal, el rey de Francia.
En el extremo oeste de la isla se distinguían las ruinas de la fábrica de sosa, en la que esa materia prima se extraía de las algas para la elaboración de vidrio, productos de limpieza o colorantes. Aunque ahora costara imaginarlo, la sosa era muy valiosa a principios del siglo XX. Un poco más allá, se veía de repente un lago admirable. Parecía una superficie lisa, un poco irreal, con el increíble color que lo había hecho famoso: un verde entre azulado y grisáceo, muy brillante, casi fluorescente. Con todo, lo más extraordinario era la curiosa intensidad del tono. Lo quisiera o no (y procuró con todas sus fuerzas no quererlo), Dupin pensó automáticamente en las historias que Goulch había contado del lago. De la bruja. De Groac’h. Entendió al instante que ese lago diera alas a la imaginación, unas alas inmensas y lúgubres. Sintió un escalofrío. En su mente se formaron automáticamente imágenes de laberintos negrísimos dentro de cuevas subterráneas.
Dupin había pensado que sería una buena idea dar una vuelta por la isla, echar un vistazo, pero en realidad no había ningún motivo para hacerlo. ¿Qué buscaba? No sabían qué había ocurrido, pero seguro que no había ocurrido en Le Loc’h. Allí no encontrarían nada relevante. En el fondo, no tenía ni idea de qué podía hacer en la isla. Había que investigar la identidad de los muertos y descubrir lo que les había pasado. Y quedándose allí no iba a hacer nada de todo eso.
Ese lunes no era su día… El comisario no había dormido ni muy bien ni mucho, aunque últimamente dormía de manera aceptable, al menos para él. Había pasado la noche muy inquieto, sin saber por qué. Estaba claro que le hacía falta un café. A toda costa. Y de inmediato.
Dupin sacó el móvil del bolsillo.
—¿Le Ber?
—¿Señor comisario?
—¿Podría pedirle a Goulch que me lleve a Saint-Nicolas en la Bir?
—¿A Saint-Nicolas? ¿Ahora?
—Exacto.
Se produjo una pausa larga, durante la cual Dupin se imaginó que el inspector estaba preguntándose qué pensaba hacer el comisario en Saint-Nicolas. Pero Le Ber no dijo nada. Después de trabajar unos años con el comisario, un hombre testarudo y a veces cabezota, sabía que había cosas que no valía la pena preguntar.
—Supongo que Saint-Nicolas será el centro neurálgico del archipiélago, ¿no? Goulch puede aprovechar para recoger a su compañero y a lo mejor yo tengo ocasión de hablar con el inglés.
—Se lo diré a Goulch. Pero usted tiene que volver a la playa, comisario, no pueden ir a buscarlo a la otra punta de la isla.
—No se preocupe. Estaré ahí enseguida.
—Bien.
—Ah, Le Ber… El bar habrá abierto ya, ¿verdad?
—¿El bar?
—Para un café.
—Ni idea, jefe.
—Bueno, a ver…
Dupin, sentado en una de las sillas de madera cojas y despintadas que se distribuían en el exterior del bar, admiraba las nasas langosteras. Había decenas. Estaban hechas con cuerdas trenzadas de color azul claro y desteñidas por el mar, amontonadas aquí y allá a modo de torres y formando verdaderas montañas a la derecha del muelle principal.
Saltaba a la vista que no habían construido Les Quatre Vents para que fuera un restaurante, un café ni un bar. Era la caseta en la que el primer grupo de salvamento marítimo de la costa guardaba las embarcaciones. Creado con la sede central en Concarneau, habían instalado allí la delegación más importante debido a las constantes operaciones que realizaban en la zona. El edificio tenía más de cien años y lo habían reformado un poco por dentro, pero sin invertir mucho dinero. A la izquierda habían construido un pequeño anexo de madera, de aspecto provisional, torcido y pintado de blanco, igual que el edificio principal de piedra, con el que se comunicaba. Contaba con unas ventanas grandes y sitio para unas cuantas mesas más.
No había mucho donde elegir en el Quatre Vents: un pequeño surtido de bebidas, principalmente cerveza, vino y licores, un menú (pescado del día o un entrecot), bocadillos de paté de pescado, sopa de pescado y marisco del Atlántico: nécoras, centollos, caracoles de mar, almejas, chirlas, orejas de mar, bocinas, bígaros. Y, por supuesto, bogavante de las Glénan. Encima de la puerta de entrada, escrita a mano en blanco sobre un trozo de madera, se leía la palabra BAR y, debajo, LES QUATRE VENTS. A ambos lados de la inscripción, con un trazo esquemático, unas gaviotas volando. Delante de la caseta todavía se veían los raíles por los que antiguamente bajaban al mar la orgullosa barca de salvamento marítimo hasta que podía maniobrar por sí sola.
Dupin se puso de mejor humor tan pronto como llegó al Quatre Vents. Allí se estaba de maravilla. Enseguida tuvo claro que aquel sitio le gustaba y que se había ganado un puesto en la lista de «sitios especiales» que confeccionaba desde que tenía memoria. Lugares que le hacían feliz. En el Quatre Vents todo era auténtico, no habían decorado ni arreglado nada para que pareciera idílico. Y realmente no era nada idílico, era simplemente precioso, deslumbrante. Y también muy importante: el café era perfecto. Dupin ya iba por el segundo. No había camareros; los clientes iban a buscar las consumiciones a la barra y se las llevaban en una bandeja de madera a la mesa que querían. El comisario se sentó de espaldas a la pared del edificio anexo para poder observar todo el escenario.
A la izquierda, quizá a unos treinta metros, se alzaba el edificio más grande de la isla: la antigua granja alargada que hacía las veces de sede central de la legendaria escuela de vela Les Glénans (con «s», a diferencia del nombre de las islas, que, en contra de toda lógica gramatical, se escribía sin «s»). La fundaron al final de la Segunda Guerra Mundial unos jóvenes idealistas de la Resistencia y en las décadas siguientes se convirtió en la escuela de vela más reconocida del mundo. Pronto se extendió por cinco de las islas y ahora tenía sede en doce países. El edificio era de un blanco radiante; seguramente lo habían pintado hacía poco porque, en el mar, incluso la pintura especial más resistente perdía el brillo al cabo de pocos meses, castigada por el sol, la sal, la humedad y el viento. Delante de la escuela de vela había una pequeña plaza alargada y, enfrente, dos viveros de ostras que formaban una especie de muelle con sus paredes exteriores sólidas mirando al mar. Encima habían construido un cobertizo que tapaba la mitad de los viveros y en verano funcionaba como ostrería, un local nada elegante (allí nada era elegante), sin pamplinas ni tonterías, pura delicia.
La pared delantera del cobertizo le daba un toque estrambótico a la armoniosa escena: una pintura enorme, estudiadamente naif, en la que se mezclaban paisajes típicos de las Glénan, los emblemas característicos de cada isla y temas míticos, formando una imagen panorámica surrealista. A la derecha se veía el trono de Groac’h y también a ella, representada como una reina hermosa y joven con cola de sirena. En el centro de la imagen había una playa con un pingüino grande, que miraba con desenvoltura el paraje. Los pingüinos eran los animales preferidos de Dupin, pero por mucho que se estrujara los sesos no entendía qué pintaba ahí un pingüino africano, si no se equivocaba.
Al lado del vivero de ostras más grande se extendía el muelle macizo, hecho de cemento pesado, que se adentraba unos cincuenta metros en el mar. En los meses de verano, amarraban allí las numerosas embarcaciones que navegaban entre las islas y otros lugares de la costa. La Bir también había tomado puerto allí hacía una media hora. El joven policía había concluido el interrogatorio al inglés (sin obtener resultados) y los esperaba en el muelle cuando llegaron.
No muy lejos de los viveros empezaba una de las típicas playas de las Glénan, que parecían realmente caribeñas. Lo más curioso de esa playa era que con marea baja, como en esos momentos, se prolongaba formando un banco de arena larguísimo que hacía que Bananec, la isla vecina más pequeña de Saint-Nicolas, pareciera un anexo de la isla principal. Entre ambas se extendía ahora la playa más extraordinaria del archipiélago, una playa que cada día, a las doce y veinticinco minutos, emergía del mar como por arte de magia.
Solo había dos mesas más ocupadas en el Quatre Vents. Un grupo de ingleses, regatistas a juzgar por la ropa que llevaban, y un grupo de franceses, a todas luces parisinos (Dupin tenía buen ojo para esas cosas). En los dos grupos se notaba cierta inquietud, y no era de extrañar. Dupin supuso que hablaban de los cadáveres que el mar había arrastrado a la playa. Evidentemente.
Al registrar a los muertos no habían encontrado ninguna pista sobre su identidad, ni documentación ni teléfonos móviles, nada. Dos de ellos llevaban unas cuantas monedas en el bolsillo de los pantalones y a uno le encontraron una hoja de papel, muy estropeada por el agua salada y que aún no habían podido descifrar. Labat lo había llamado poco después de que llegara a Saint-Nicolas y le pasó el informe, con su habitual tono pedante.
Dupin tenía hambre. En todo el día solo se había comido el cruasán obligatorio con que acompañaba el primer café. ¿Y si pedía algo? Se le antojó extraño: tres muertos desconocidos yacían en la playa de una isla cercana, la investigación estaba en marcha, todos tenían algo que hacer y él estaba allí sentado… como si estuviera de vacaciones. Justo cuando acababa de decidir (dejando a un lado los escrúpulos) que comería algo, un ruido ensordecedor lo arrancó de sus pensamientos. Un helicóptero sobrevolaba Saint-Nicolas trazando una gran curva en dirección este. Parecía salido de la nada y Dupin distinguió que pertenecía a salvamento marítimo. Tenía que ser uno de los helicópteros de los que le había hablado Goulch. Cuando se alejó, Dupin se dispuso a levantarse. Entonces le sonó el móvil.
—¿Sí? —respondió, arrepintiéndose en ese mismo momento de no haber comprobado quién lo llamaba antes de contestar.
—Soy yo.
Ah, Nolwenn. El comisario respiró aliviado.
—Bien, ahora mismo iba a…
—Guenneugues. Acaba de llamar desde Guernsey. Ha desaparecido un amigo suyo. Yannig Konan. Un empresario y también inversor, como suele decirse ahora. Se hizo rico fabricando colchones y después invirtió el dinero en distintos negocios. Toca todas las teclas. Muy rico —explicó remarcando ese «muy», y a Dupin le pareció verla arrugando la nariz mientras lo decía— y un experto en vela. Konan salió a navegar con otro hombre.
—¿Un amigo… del prefecto?
—Sí. ¿Cree que…?
—¿Dos? ¿Salieron dos a navegar?
—Sí. Dos. Ese Konan es un criminal, si quiere que le diga la verdad.
—¿Un criminal? ¿A qué se refiere con…? Bah… Seguro que ese fabricante de colchones aparece pronto. Aquí hay tres cadáveres.
Se produjo un silencio.
—¿Desde cuándo lo dan por desaparecido? —Dupin se enfadó por haberlo preguntado; no le apetecía ocuparse del tema.
—Su mujer esperaba que la llamara anoche. Y que esta mañana estuviera de vuelta en el puerto de Sainte-Marine. Es donde tiene el amarre y también una de sus casas. Hoy tenía la agenda llena. Hasta ahora no ha aparecido y no ha avisado a nadie, por eso la mujer ha llamado a su oficina de Quimper y…
—¿Y el amigo?
—La mujer de Konan dice que tampoco contesta al móvil.
—¿Adónde pensaban ir?
—La mujer no lo sabe. Cuando hace buen tiempo, suelen pasar el fin de semana a bordo. A menudo en las Glénan. Para pescar y hacer submarinismo. Para salir a tomar el aire, como decimos nosotros.
Dupin calculaba que uno de cada dos bretones tenía una barca. Y los que no tenían ninguna conocían a alguien que tenía una. Evidentemente, eso solo se cumplía con los bretones de la costa. A los del interior nunca se les ocurriría salir al mar.
—Seguro que donde están no hay cobertura. Por lo que he oído, en el mar hay muchos problemas con eso.
—El yate de Konan está equipado con teléfono por satélite. Pero tampoco han podido localizarlos de esa manera.
—Ya verá que…
El helicóptero había vuelto. Curiosamente, esta vez tampoco lo oyó hasta que lo tuvo encima. El ruido era brutal.
—¿Qué pasa ahí?
A Dupin le costó entender la pregunta.
—¡Un helicóptero! —rugió.
—¿Un helicóptero?
Dupin estaba a punto de quitarse el teléfono de la oreja para ponérselo delante de la boca y explicarse a gritos, pero Nolwenn se le adelantó.
—Claro. La policía marítima.
El helicóptero no daba muestras de irse. Al contrario, ahora se veía claramente que estaba descendiendo. Al principio despacio, y luego cada vez más deprisa. Iba a aterrizar. El estruendo aumentó, era imposible hacerse entender.
—Cuelgo —avisó Dupin. Aunque se preguntó si Nolween le habría oído.
El helicóptero desapareció de su vista, probablemente ya estaba a pocos metros del suelo. Dupin pensó qué debía hacer. ¿Ir a echar un vistazo? Se quedó sentado. Al cabo de uno o dos minutos, el piloto paró el motor y el inmenso y profundo silencio que reinaba en el archipiélago volvió al instante. Antes de que pudiera suspirar con alivio, volvió a sonar el teléfono. Esta vez no era Nolwenn, sino Le Ber.
—¿Qué hay?
—Uno de los helicópteros de los guardacostas tendría que haber aterrizado ahí.
Dupin se sintió incapaz de contestar.
—No podíamos hablar con usted, comunicaba todo el rato. Han divisado algunos objetos en el mar. Puede que de una embarcación. Cerca de un pequeño grupo de islotes, Les Méaban, tres millas náuticas al este del archipiélago. No pertenecen a las Glénan, pero no sé por qué. El otro helicóptero está allí y continúa la búsqueda.
A la discusión secular sobre cuántas islas, islotes y rocas componían el archipiélago con marea alta o baja, siempre se le había sumado otra: ¿qué islas, islotes y rocas que no formaban parte inequívocamente del archipiélago debían incluirse en él? Aunque solo fuera desde un punto de vista meramente geológico. Por lo general, se asignaba a las Glénan todo lo que en cierto modo estaba delante de la costa entre Trévignon, Concarneau y Guilvinec, de modo que el archipiélago se volvía cada vez más grande.
—¿Es posible que el agua arrastrara los cadáveres desde allí? ¿Qué opina Goulch? —preguntó Dupin.
—Cree que sí. Pero también dice que, de momento, son puras especulaciones.
—¿A qué ha venido el helicóptero?
—Es que no lo localizábamos.
—¿Ha venido por mí?
—El… el prefecto ha… or… ordenado… —Era evidente que le costaba reproducir lo que había dicho el prefecto. Titubeó tanto en la primera parte de la frase que pareció que tardase minutos en pronunciarla. Luego soltó la segunda parte en cuestión de décimas de segundo—: Que vaya usted en helicóptero a Les Méaban para examinarlo todo personalmente.
—¿Que vaya a Les Méaban? ¿Lo ha «ordenado»?
Dupin notó que se ponía furioso en contra de su voluntad, puesto que se había propuesto firmemente conservar la calma en todo lo concerniente al prefecto y no dejarse provocar por él, y eso que recordaba muy pocas cosas, frases y actuaciones suyas que no hubieran sido en cierto modo una provocación.
—¿Y por qué tengo que ir yo?
—Yo solo le comunico lo que él ha dicho. Y ha repetido varias veces que era una «orden». —Se notaba que a Le Ber le habría gustado que se lo tragara la tierra.
—¿Lo ha llamado directamente a usted?
—Sí, dos veces los últimos diez minutos. Ha intentado hablar con usted, pero, lo dicho, comunicaba. También me ha pedido —la voz de Le Ber sonaba angustiada— que le recordara sin falta que tiene que activar la llamada en espera del teléfono, que ya se lo ha dicho varias veces, que no puede localizarlo nunca cuando hay algo importante. Que siempre acaba contestándole Nolwenn.
—¿Llamada en espera?
La conversación era ininteligible.
—Eso es…
—No pienso ir a ningún sitio. ¿Qué cree que voy a descubrir desde el aire? Menuda tontería. Los compañeros lo inspeccionarán todo a conciencia. Lo que interesa es enviar una de las patrulleras.
—La Bir ya ha zarpado hacia allí. Lleva equipos de submarinismo a bordo. ¿Quiere que pase a recogerlo la otra patrullera?
—No pienso moverme de aquí.
—¿Y el prefec…?
—Eso corre de mi cuenta, Le Ber. Dígale al piloto del helicóptero que ya puede irse. A donde sea. Llámeme si hay alguna novedad.
—Pero…
Dupin colgó. Le Ber lo entendería. Lo conocía cuando estaba de mal humor. El comisario se recostó en la silla y respiró hondo. Intentó tranquilizarse. Entonces se dio cuenta de que los clientes de las otras mesas lo miraban sin mucho disimulo, unos más y otros menos. No se lo tomó a mal. Justo cuando intentaba forzar una sonrisa en dirección a ambos grupos volvió a sonarle el teléfono.
Otra vez Nolwenn.
—Han encontrado el yate de Yannig Konan. Está en buenas condiciones en el puerto de Bénodet. Él todavía no ha aparecido… Pero por lo menos es un descanso. El prefecto dice que puede cesar la alarma.
Dupin se preguntó cómo conseguía el prefecto hacer tantas llamadas en tan poco tiempo y estar siempre al corriente de todo; casi le impuso respeto.
—Menos mal.
—Solo para el fabricante de colchones. Los tres muertos siguen muertos.
Nolwenn había vuelto a dar en el clavo.
—Eso es malo, sí.
Se había esforzado por utilizar el tono adecuado. Solo lo consiguió a medias.
—Pues ya hablaremos más tarde, señor comisario.
—Sí. Solo una cosa más…
En ese momento, el piloto del helicóptero puso el motor en marcha. Volvió a oírse un ruido ensordecedor. Dupin colgó sin más. Poco después, el aparato apareció por encima de la escuela de vela, ascendió a un ritmo considerable y se dirigió hacia el sudeste. Dupin supuso que de vuelta a Les Méaban.
Los últimos minutos habían sido grotescos. Pero no permitiría que lo importunaran más. Ahora mismo se comería un bogavante. Con tranquilidad. Ya casi era mediodía.
Los indicios se acumulaban: probablemente se enfrentaban a un naufragio. La tripulación de la Bir examinaría hasta el más mínimo detalle los objetos que habían visto desde el helicóptero. Kireg Goulch y sus hombres confirmarían que había sido un accidente y lo reconstruirían en un santiamén. El interés tiránico del prefecto por los progresos de la investigación se había agotado en el momento en que tuvo claro que su amigo no era uno de los muertos. Genial.
El comisario se levantó por fin y entró en el bar. Detrás de la barra estaba la misma chica que le había servido el café. Seguía apoyada en la pared, cerca del acceso al edificio anexo y con una pose de aburrimiento provocativa. De baja estatura, no muy frágil, pero delgada, con un pelo negrísimo y largo hasta los hombros, ojos castaños muy oscuros, nariz respingona y, sobre todo, majestuosamente indiferente y lejana. Sin embargo, Dupin habría jurado que antes llevaba una camiseta roja por encima de los pantalones vaqueros, y no de color azul. Esa primera vez, al pedir el café, intentó entablar conversación con ella, pero fracasó de una manera impresionante. De su boca no salieron más que un «sí» y un «por favor». Esta vez tampoco lo miró hasta que se puso delante de ella en la barra.
—Tomaré un poco de bogavante.
La chica tardó unos segundos en contestar.
—Puede ser medio bogavante. O un bogavante entero.
—Bien. Uno entero.
Permaneció quieta hasta ese momento. Luego se movió con la agilidad de un felino y, sin decir palabra, entró en la cocina a través de una puerta estrecha que estaba abierta. La cocina no podía ser muy grande, como mucho habría dos metros hasta la pared del fondo, que daba al exterior. Al final de la barra había un viejo leyendo absorto el periódico. Dupin ya se había fijado en él antes. Seguía sentado en la misma posición. Tenía el pelo blanco y muy corto y la cara surcada por profundas arrugas, curtida por el sol. Cualquiera habría jurado que era un viejo marinero respetable. Igual que antes, levantó un poco la cabeza, lo miró y lo saludó con un gesto mínimo pero cordial. La chica no tardó en volver con un plato rústico de cerámica blanca, en el que había un bogavante partido por la mitad, un buen trozo de pan, medio limón y dos cuencos pequeños blancos, uno con mayonesa y el otro con salsa rouille.
—Y una jarra de agua, por favor. —Dupin dudó—. Y una copa de Muscadet.
La chica dejó el plato en una bandeja, cogió una de las jarras de agua, que estaban colocadas formando una hilera larga, y luego sirvió el vino sin prisas.
—Veintidós euros.
Dupin sacó la cartera. Siempre se quedaba fascinado. En París le habrían cobrado al menos sesenta euros. Eso como mínimo.
—¿Se ha enterado de la noticia? ¿De lo que ha ocurrido en Le Loc’h?
—¿Los cadáveres? —respondió ella, como si hubiera noticias aún más espectaculares.
—Exacto.
—Sí.
Seguía impasible.
—¿Y usted qué opina?
Lo miró un poco asombrada.
—¿Yo?
—Sí. Usted vive aquí.
—Ah, ya veo… ¿Usted es el policía, el que va interrogando a la gente?
No fue una verdadera pregunta. Dupin sabía que no parecía policía, y ese día menos aún que de costumbre.
—Sí… No, ya se ha ido. Yo soy… otro policía.
A la chica no la impresionó la respuesta torpe de Dupin.
—Todavía están en Le Loc’h.
—Lo sé. ¿Y usted qué cree que ha ocurrido?
Esta vez lo miró realmente desconcertada. Se hizo un silencio y Dupin supuso que no contestaría.
—Son cosas que pasan. El mar.
A Dupin le gustaba su carácter, aunque hablar con ella fuera un poco complicado.
—Gracias.
Sin decir nada más, la chica volvió a colocarse en la misma postura y en el mismo sitio que al principio. Dupin cogió la bandeja y uno de los periódicos arrugados y manoseados que había en la barra, salió del local y se sentó de nuevo a la mesa. Uno de los dos grupos se preparaba ruidosamente para irse. Dupin se fijó entonces en que no eran regatistas, sino submarinistas: vio los equipos que llevaban en unas bolsas grandes. Había oído decir innumerables veces que las Glénan, sus albuferas, se contaban entre los paraísos más espectaculares de Europa para practicar el submarinismo. Sobre todo la Chambre, por supuesto, con su flora y su fauna submarinas únicas. Y la escuela de submarinismo de las Glénan era toda una institución, si bien no tenía tanto nombre ni era tan grande como la escuela de vela. El grupo se dirigió con parsimonia al edificio de la escuela de submarinismo, que estaba a poca distancia del Quatre Vents. No había ningún camino marcado, se llegaba cruzando un campo de musgo.