7.6

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Knight seguía luchando con Delacroix cuando vio que Schofield se acercaba a Killian, que estaba tras el escritorio.

A Knight no le preocupaba Killian. Nada de eso. Le preocupaba lo que Schofield iba a hacer.

Pero no podía librarse de Delacroix…

Schofield se detuvo delante de Killian.

El contraste no podría haber sido mayor. Schofield estaba cubierto de mugre, ensangrentado, golpeado y magullado. Salvo por su oreja y mano heridas, Killian estaba relativamente impoluto. Su ropa no tenía ni una arruga.

La ventana panorámica hecha añicos desde la que se divisaba el Atlántico quedaba a su espalda.

La tormenta proseguía en el exterior. Los rayos rasgaban el cielo. La lluvia se colaba en el despacho por entre la ventana rota.

Schofield miró a Killian desprovisto de emoción alguna.

Como no hablaba, Killian se limitó a sonreír con suficiencia.

—¿Y bien, capitán Schofield, cuáles son sus intenciones ahora? ¿Matarme? Soy un ciudadano indefenso. Carezco de adiestramiento militar. Estoy desarmado. —Killian entrecerró los ojos—. Pero no creo que pueda matarme. Porque, si me matara a sangre fría, sería mi victoria final y quizá mi mayor logro. Pues eso solo demostraría una cosa: que he podido con usted. Que he convertido al último hombre bueno del mundo en un asesino a sangre fría. Y todo lo que he hecho ha sido matar a su chica.

Schofield ni siquiera pestañeó. Seguía quieto, inmóvil.

Cuando finalmente habló, su voz sonó baja, peligrosa.

—En una ocasión me dijo que los occidentales no comprenden a los terroristas suicidas —dijo lentamente—. Porque los terroristas suicidas no pelean limpio. Que la batalla para un terrorista suicida es algo insignificante, porque quiere ganar una guerra mayor: una guerra psicológica en la que el hombre que muere en un estado de angustia y terror y miedo, el hombre que muere en contra de su voluntad, pierde; mientras que el que muere cuando está emocional y espiritualmente preparado, gana.

Killian frunció el ceño.

Schofield siguió sin pestañear, ni siquiera cuando una sonrisa vacía y fatalista se esbozó en su rostro.

A continuación agarró a Killian del cuello y acercó al multimillonario a su cara y le dijo:

—No está emocionalmente preparado para morir, Killian. Pero yo sí. Lo que significa que yo gano.

—Santo Dios, no… —murmuró Killian, consciente de lo que estaba a punto de ocurrir—. ¡No!

Y, tras esas palabras, Shane Schofield se arrojó con Killian por la ventana panorámica que tenían a su espalda, a la tormenta exterior, y los dos (héroe y villano) se precipitaron a una caída de ciento veinte metros hacia las escarpadas rocas.