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Casa Blanca, Washington (EE. UU).

26 de octubre, 09:15 horas (hora local).

(15:15 horas en Francia).

La sala de crisis de la Casa Blanca bullía de actividad. Los asistentes iban de un lado a otro. Generales y almirantes hablaban por líneas telefónicas seguras. Todos tenían en los labios las palabras «Kormoran», «Camaleón» y «Shane Schofield».

El presidente entró en la sala a grandes zancadas justo cuando uno de los hombres de la Armada, un almirante llamado Gaines, se sujetó el teléfono con el hombro.

—Señor presidente —dijo Gaines—, tengo a Moseley, de Londres, al teléfono. Dice que ese Schofield quiere que despleguemos submarinos de ataque contra varios objetivos en superficie alrededor del mundo. Señor, no estará pensando dejar que un capitán marine de treinta años controle la totalidad de la Armada de Estados Unidos, ¿verdad?

—Hará exactamente lo que el capitán Schofield le diga, almirante —repuso el presidente—. Lo que el capitán quiera, lo tendrá. Si dice que despleguemos nuestros submarinos, los desplegaremos. Si dice que bloqueemos a Corea del Norte, lo haremos. ¡Caballeros! ¡Pensaba que había sido claro al respecto! No quiero que nadie acuda a mí para que autorice o ratifique lo que solicite Schofield. El destino del mundo podría estar en manos de ese hombre. Lo conozco y confío en él. Qué demonios, le confiaría incluso mi vida. Hagan lo que se les dice e infórmenme después. Ahora, ¡desplieguen esos submarinos!