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Espacio aéreo sobre Turquía

26 de octubre, 14:00 horas (hora local).

06:00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU).

Los MicroDots que portaba el equipo IG-88 de Damon Larkham contaban una historia muy peculiar.

Tras dejar la mina de carbón Karpalov, el equipo de Larkham había volado a un aeródromo en Kunduz controlado por los británicos; un hecho que había disparado todas las alarmas en el cerebro de Schofield, pues ello significaba que Larkham estaba trabajando con la aprobación tácita del Gobierno británico en ese asunto.

No es una buena señal, pensó Schofield mientras surcaba el cielo en la parte trasera del Cuervo Negro de Aloysius Knight.

Así que los británicos sabían lo que estaba pasando

En el aeródromo en Kunduz, los hombres del IG-88 se habían dividido en dos subequipos: uno había subido a bordo de un avión en dirección a Londres y el otro en uno que se dirigía a la costa noroccidental de Francia.

El que volaba a Londres (un aerodinámico y elegante Gulfstream IV) se estaba alejando a gran rapidez del segundo, un avión de transporte militar C-130J Hércules de la Real Fuerza Aérea.

En esos momentos, el Sukhoi de Knight estaba volando en paralelo a los aviones de Larkham, tras el horizonte, con su tecnología de invisibilidad activada.

—Es una táctica habitual de Demonio —dijo Knight—. Divide a sus hombres en un equipo de entrega y otro de ataque. Envía el equipo de ataque a liquidar al siguiente objetivo mientras su equipo de entrega lleva la cabeza al lugar donde será verificada.

—Todo apunta a que el equipo de ataque va a Londres —aventuró Schofield—. Van tras Rosenthal.

—Es probable —dijo Knight—. ¿Qué quiere hacer?

Schofield no podía pensar en otra cosa que no fuera Gant, en el interior de aquel Hércules.

—Quiero ese avión.

Knight tecleó en la consola de su ordenador.

—Muy bien. Estoy accediendo a su ordenador de datos del vuelo. Ese Hércules tiene previsto reabastecerse en vuelo al oeste de Turquía en noventa minutos.

—¿De dónde despega el avión cisterna? —preguntó Schofield.

—Está previsto que un avión cisterna VC-10 despegue de la base de la Fuerza Aérea británica en Acrotiri, Chipre, en exactamente cuarenta y cinco minutos.

—De acuerdo —dijo Schofield—. Libro y Madre, Rufus los llevará a Londres. Encuentren a Benjamin Rosenthal antes de que el equipo de ataque de Larkham lo haga.

—¿Qué hay de ti? —preguntó Madre.

—El capitán Knight y yo nos bajamos en Chipre.

Cuarenta y cinco minutos después, un avión cisterna Vickers VC-10 británico despegó de su pista en Chipre.

Aunque su tripulación de cuatro hombres lo desconocía, el avión llevaba dos polizones en la bodega de carga trasera (Shane Schofield y Aloysius Knight, a quienes Rufus había soltado, bajo la protección de su cortina de invisibilidad, a cinco kilómetros de allí).

Por su parte, Rufus, Madre y Libro II habían puesto rumbo a Londres de inmediato.

En poco tiempo el VC-10 ya se encontraba en el espacio aéreo turco, acercándose al Hércules de la RAF proveniente de Afganistán.

El avión cisterna se colocó delante del Hércules y se elevó ligeramente por encima. A continuación una manguera descendió de su extremo posterior. Medía cerca de setenta metros de largo y en su extremo había una especie de «ancla» de acero que en última instancia se uniría al avión receptor.

Controlada por un solo operador y alojada en un compartimento acristalado en la parte posterior del avión cisterna, la manguera seguía descendiendo hacia el receptáculo del Hércules (esencialmente una tubería horizontal), situado justo encima de las ventanas de la cabina de mando del avión de transporte.

El ballet aéreo se ejecutó a la perfección.

El operador del avión cisterna extendió la manguera y maniobró mientras el Hércules se adelantaba ligeramente y conectaba la manguera en el receptáculo. El combustible comenzó a bombear entre los dos aviones en vuelo.

Mientras esto ocurría, Knight comenzó a cargar su H&K con unas extrañas balas de 9 mm. Cada una tenía una banda naranja pintada alrededor.

—La mejor amiga de los Delta. Balas de 9 mm con gas expansivo. Mejores que las balas huecas. Penetran en el objetivo y luego estallan a lo grande.

—¿Cómo de grande?

—Lo suficiente para cortar a un hombre en dos. ¿Quiere algunas?

—No, gracias.

—Tenga. —Knight le metió algunas balas naranjas en el bolsillo del uniforme a Schofield—. Para cuando lo reconsidere.

Schofield asintió al chaleco de Knight y a la peculiar colección de objetos que pendían de él: la pequeña botella de buceo, el minisoplete, los pitones de escalada. Incluso había una pequeña bolsa enrollada que Schofield reconoció al instante.

—¿Es una bolsa para transportar cadáveres? —preguntó.

—Sí. Una Markov Tipo-III —dijo—. La conseguí de los soviéticos. Nadie ha fabricado una mejor.

Schofield asintió. La Markov Tipo-III era una bolsa química para cuerpos. Tenía un cierre de cremallera doble, estaba fabricada en nailon cubierto por una película de poliuretano y podía contener, sin riesgo de fugas, un cuerpo infectado por el peor tipo posible de contaminación: plagas, armas químicas, incluso residuos radioactivos sobrecalentados. Los rusos las habían utilizado mucho en Chernóbil.

Eran los pitones, sin embargo, lo que más intrigaba a Schofield. Podía entender que un cazarrecompensas portara consigo una bolsa para cadáveres, pero ¿pitones?

Los pitones son unos resortes similares a unas tijeras que los escaladores introducen en pequeñas grietas de las montañas. El resorte del pitón se abre con tanta fuerza, sujetándose en las paredes de la grieta, que los escaladores pueden atarle cuerdas y sostener el peso de su cuerpo. Schofield se preguntó para qué las podría usar alguien como él.

—Una pregunta; ¿para qué usa los pitones?

Knight se encogió de hombros.

—Para escalar muros y paredes. Para trepar por los edificios.

—¿Para nada más? —preguntó Schofield. ¿Como instrumento de tortura, quizá?

Knight le sostuvo la mirada.

—Tienen… otros usos.

Cuando el reabastecimiento hubo casi finalizado, Schofield y Knight salieron.

—Usted se ocupa del operador —dijo Knight mientras sacaba otra pistola de 9 mm—. Yo me encargo de la tripulación de la cabina.

—Vale —aceptó Schofield antes de añadir rápidamente—: Knight, puede hacer lo que quiera en el Hércules, pero ¿qué le parece no usar la fuerza letal aquí?

—¿Qué? ¿Por qué?

—Esta tripulación no ha hecho nada.

Knight frunció el ceño.

—Oh, bien…

—Gracias.

Y se pusieron en marcha.

Con sus quince ventanas en la cabina de mando, el avión de transporte C-130 proporcionaba a sus pilotos una visibilidad excepcional. En esos momentos los dos pilotos del Hércules británico podían ver la parte posterior del VC-10 encima de ellos y la larga manguera que se extendía desde este, como si de su cola se tratara, hasta el receptáculo situado justo sobre su cabina.

Habían hecho ese tipo de reabastecimiento en vuelo cientos de veces. Una vez los dos aviones estuvieron conectados, los pilotos habían activado el piloto automático y se habían preocupado más de observar los números del reabastecimiento de combustible que las increíbles vistas exteriores.

Probable razón por la que no se percataron cuando, a los veintidós minutos de reabastecimiento, una figura vestida de negro se deslizó por la manguera cual especialista desafiando a la muerte, y las ventanas de la cabina de mando estallaron por el impacto de su ráfaga de disparos.