2.7

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Cinco segundos después, Madre estaba de nuevo en tierra firme, junto a Schofield y Libro II y sus nuevos fichajes, Retaco y Freddy. El vehículo ligero de asalto estaba estacionado cerca de ellos, tras la barricada aliada.

—¿Dónde está Gant? —gritó Schofield por encima de aquel caos.

—¡Nos separamos en la otra barricada! —le respondió a gritos Madre.

Schofield miró en esa dirección.

—¡Espantapájaros! ¿Qué coño está pasando? ¿Quiénes son?

—¡Todavía no puedo explicártelo! Todo lo que sé es que son cazarrecompensas. ¡Y al menos uno de ellos va tras Gant!

Madre lo agarró del brazo.

—¡Espera, tengo malas noticias! ¡Ya hemos colocado el láser de localización para los bombarderos! Tenemos exactamente… —Miró su reloj—. ¡Ocho minutos antes de que la mina sea alcanzada por una bomba de ocho toneladas guiada por láser!

—Entonces será mejor que encontremos rápido a Gant —dijo Schofield.

Después de que la estampida de Al Qaeda pasara de largo, Gant se puso de pie y se topó con varios haces de láser verde apuntándole al pecho.

Alzó la vista.

Estaba rodeada por otro subgrupo de la fuerza verdinegra: seis hombres, con sus fusiles Metal Storm en ristre, apuntándola.

Uno de los soldados de negro alzó la mano y dio un paso adelante.

El hombre se quitó el casco y sus gafas protectoras Oakley al mismo tiempo, mostrándole su rostro, que Gant jamás olvidaría. Que jamás podría olvidar. Parecía sacado de una película de terror.

En algún momento de su vida, la cabeza de ese hombre debía de haberse visto atrapada en medio de un fuego cruzado, pues todo su cráneo carecía de pelo y estaba horriblemente deformado, con la piel abrasada, retorcida, en carne viva. Los lóbulos de las orejas se le habían fundido con los laterales de su cabeza.

Tras todas aquellas cicatrices, sin embargo, los ojos del hombre brillaban llenos de regocijo.

—¿Es usted Elizabeth Gant? —preguntó amigablemente mientras le quitaba las armas.

—Sí… sí —dijo Gant, sorprendida.

Al igual que el otro líder del pelotón verdinegro, aquel hombre tenía acento británico. Parecía tener unos cuarenta años. Experimentado. Astuto.

Sacó el Maghook de Gant de la funda de su espalda y lo tiró al suelo lejos de ella.

—Lo siento, tampoco puede quedarse con esto —dijo—. Elizabeth Louise Gant, alias Zorro. Veintinueve años. Recién graduada en la escuela de Aspirantes a Oficial. La segunda de su promoción, si no me equivoco. Otrora miembro de la decimosexta unidad de reconocimiento de la fuerza marine bajo el mando del entonces teniente Shane M. Schofield. Exmiembro del HMX-1, el destacamento del helicóptero presidencial, también bajo el mando del capitán Shane M. Schofield.

»Y ahora… ahora ya no está bajo el mando del capitán Schofield debido a la normativa de los marines respecto a la fraternización entre soldados. Teniente Gant, soy el coronel Damon Larkham, alias Demonio. Estos son mis hombres, la Guardia intercontinental, Unidad 88. Espero que no le importe, pero necesitamos tomarla prestada un tiempo.

Y, tras decir eso, uno de los hombres de Larkham agarró a Gant por detrás y le cubrió la boca y la nariz con un pañuelo empapado en cloroformo y en cuestión de segundos Gant se sumió en una profunda oscuridad.

Un instante después, el apuesto líder del pelotón al que Gant había visto cortarle la cabeza a Zawahiri se colocó junto a Damon Larkham. Llevaba tres contenedores médicos del tamaño de una cabeza.

—Señor —dijo el líder del pelotón—, tenemos las cabezas de Zawahiri, Khalif y Kingsgate. Hemos encontrado el cuerpo de Ashcroft, pero su cabeza no está. Creo que los Skorpion están aquí y que se nos han adelantado.

Larkham asintió pensativo.

—Mmm. El comandante Zamanov y sus Skorpion. Creo que esta incursión ha sido más que provechosa. —Miró el cuerpo de Gant—. Y puede que hayamos añadido una inestimable adquisición. Dígales a todos que se dirijan a la puerta trasera. Es hora de regresar a los aviones. Esta mina está a punto de ser volada por unos bombarderos.