2.6

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En ese mismo momento, el vehículo ligero de asalto de Schofield y Libro II se detuvo en la entrada de la mina.

Schofield vio las vías del túnel, que descendían como una montaña rusa hacia la mina, y fue a dar un paso hacia ellas cuando dos figuras salieron de un túnel lateral cercano.

Schofield y Libro se dieron la vuelta a la vez con sus MP-7 en ristre. Las otras dos figuras hicieron lo mismo y…

—¿Paul? —dijo Schofield con los ojos entrecerrados—. ¿Paul de Villiers?

—¿Espantapájaros? —Uno de los hombres bajó el arma—. Joder, casi le disparo.

Era el cabo Paul Retaco de Villiers, que regresaba tras terminar con los nidos de los francotiradores en la ladera de la montaña con su compañero, un cabo lancero apodado Freddy.

—Tengo que encontrar a Gant —dijo Schofield—. ¿Dónde está?

—Abajo —dijo Retaco.

Treinta segundos después, Schofield recorría el pronunciado túnel al volante del vehículo ligero de asalto mientras Libro II viajaba como guardia armado y Retaco y Freddy compartían el asiento trasero del artillero.

Los faros del vehículo refulgían conforme descendían los treinta grados de inclinación del túnel, a horcajadas sobre las vías férreas que recorrían el centro de este.

Cerca del final del túnel, Schofield metió la marcha atrás, lo que hizo que las ruedas comenzaran a girar frenéticamente mientras el coche derrapaba en dirección a la base del túnel.

La estrategia funcionó: el coche aminoró la velocidad, si bien levemente. Pero fue suficiente y, cuando quedaban pocos metros para el final del túnel, Schofield quitó la marcha atrás y el vehículo ligero de asalto salió disparado de allí hacia el laberinto de cavernas, pasando de largo el cuerpo inerte del mensajero del SAS que allí yacía.

Gant estaba completamente expuesta al fuego enemigo.

Se hallaba al otro lado de la barricada aliada, y solo la separaban unos veintisiete metros de los doscientos letales soldados santos.

Si las fuerzas terroristas querían abatirla a ella y a sus tres marines, esa era su oportunidad. Gant esperó a que la ráfaga de disparos acabara con su vida. Pero no ocurrió así.

En vez de eso oyó disparos, pero en algún punto tras la barricada de Al Qaeda.

Gant frunció el ceño. Era un tipo de disparos que no había oído nunca antes. Sonaba demasiado rápido, muy rápido, como el zumbido de una minigun de seis cañones…

Y entonces vio algo que la cogió totalmente por sorpresa.

Vio cómo la barricada de Al Qaeda era acribillada a tiros desde el interior: sus paredes salieron despedidas, golpeadas por el impacto de millones de balas a gran velocidad… y de repente los terroristas comenzaron a saltar su propia barricada para salir a tierra de nadie, huyendo de una fuerza oculta apostada tras su propia barrera… exactamente lo mismo que había hecho Gant.

Una cosa sí estaba clara.

Los terroristas estaban huyendo de algo mucho peor que Gant.

Conforme saltaban y sorteaban desesperados su barricada, eran alcanzados y abatidos por disparos efectuados a sus espaldas.

Un segundo antes de que uno de los terroristas de Al Qaeda quedara reducido a jirones al intentar trepar la barricada, Gant alcanzó a ver un láser de localización verde apuntándolo.

Un láser verde

—¡Teniente! —gritó Madre, a su lado—. ¿Qué demonios ha pasado aquí? ¡Pensaba que las guerras se libraban entre dos fuerzas enemigas!

—¡Lo sé! —respondió Gant—. Pero aquí hay más de dos fuerzas enemigas. ¡Vamos, síganme!

—¿Adónde?

—Solo hay una manera de solucionar este problema, ¡y es haciendo lo que hemos venido a hacer!

Gant atravesó aquella tierra de nadie, se agazapó bajo la cinta transportadora elevada a su izquierda y echó a correr hacia el conducto de ventilación izquierdo.

Gant llegó al extremo norte de la cinta transportadora elevada justo cuando cuatro terroristas de Al Qaeda salieron corriendo de su barricada, perseguidos por fuego enemigo.

Los tres primeros guerreros treparon por las cajas que habían sido colocadas a modo de escalera y saltaron a la cinta transportadora mientras el cuarto pulsaba un botón verde de considerable tamaño de una consola.

La cinta transportadora cobró vida…

… Y los tres hombres subidos a ella desaparecieron de su campo de visión a gran velocidad en dirección a la barricada aliada. El cuarto hombre saltó a la cinta tras ellos y también desapareció.

—Uau. Va a toda leche… —exclamó Madre.

—¡Vamos! —gritó Gant mientras corría hacia la parte posterior de la barricada de Al Qaeda.

Salió a un espacio abierto: la zona de techos elevados situada bajo los conductos de ventilación. Parecía una catedral. La tenue luz blanca de las lámparas eléctricas iluminaba parcialmente la zona.

También vio el motivo por el que los terroristas de Al Qaeda habían salido de la seguridad de su barricada.

Un equipo de unos quince soldados vestidos de negro (sombríos espectros, unos con gafas de visión nocturna de cristales verdes y otros con gafas antidestellos Oakley parecidas a las de los que practican motocrós) estaba desplegándose desde un pequeño túnel ubicado tras la barricada de Al Qaeda, en el rincón nordeste de la caverna.

Fueron, sin embargo, sus armas lo que llamó la atención de Gant. Las mismas que habían desatado el infierno sobre los terroristas.

Esos nuevos soldados iban equipados con fusiles de asalto Metal Storm M-100. Los Metal Storm, un tipo de arma eléctrica, no emplean las piezas móviles habituales para disparar sus balas sino veloces secuencias de descargas eléctricas y, por ello, pueden disparar la friolera de diez mil balas por minuto. Una tormenta de metal literal, de ahí su nombre.

Además, los fusiles de aquellos hombres iban equipados con miras láser de un espectral color verde (así que, hasta que averiguara su nombre real, Gant se referiría mentalmente a ellos como la «fuerza verdinegra»).

Pero había algo muy extraño. La fuerza verdinegra no parecía prestarle atención a ella. Estaban persiguiendo a los terroristas a la fuga.

En medio de toda aquella confusión, Gant se arrastró por el polvoriento suelo bajo el conducto de ventilación izquierdo y comenzó a montar un lanzador de morteros vertical.

Una vez el lanzador estuvo listo, gritó: «¡A cubierto!», y apretó el gatillo. Un mortero salió disparado por el conducto de ventilación y desapareció por él a frenética velocidad cuando…

¡Bum!

A seiscientos metros por encima de ellos, el mortero impactó en la cubierta que tapaba el conducto de ventilación, volándola en pedazos. Los restos cayeron por el conducto hasta el suelo, al mismo tiempo que una franja de luz gris natural bañaba la caverna desde arriba.

Cuando la lluvia de escombros y restos hubo cesado, Gant se acercó de nuevo y, rodeada por su equipo, montó un nuevo dispositivo, esta vez más pequeño: un diodo compacto emisor de rayos láser.

Pulsó un interruptor.

Inmediatamente después, el diodo emitió un brillante láser rojo que desapareció por la chimenea y salió disparado al cielo cual bala.

—A todas las unidades, aquí Zorro —dijo Gant por su micro de garganta—. Si siguen con vida, presten atención. El láser ha sido colocado. Repito, el láser ha sido colocado. De acuerdo con los parámetros de la misión, ¡los bombarderos llegarán en diez minutos! Me da igual qué más esté pasando aquí, ¡salgamos de esta mina!

En el campamento marine en el exterior de la mina, un oficial de comunicaciones se levantó de repente de su consola.

—¡Coronel! ¡Acabamos de captar un láser de localización proveniente del interior de la mina! Es el haz de Gant. ¡Lo han logrado!

El coronel Walker corrió junto a él.

—Contacte con los C-130 y dígales que tienen el láser. Y lleve al personal de evacuación a la entrada de la mina para recoger a nuestra gente conforme vaya saliendo. En diez minutos esa mina va a ser historia y no podemos esperar a los rezagados.

Gant y Madre y los dos marines que iban con ellas se volvieron a la vez.

Seguían detrás de la barricada de Al Qaeda y ahora tenían que regresar a la barricada aliada y a continuación subir por el túnel de acceso. Pero no llegaron más allá de unos metros.

Tan pronto como comenzaron a moverse, se toparon con un callejón sin salida justo delante de la barricada de los terroristas, prácticamente en tierra de nadie.

Cuatro terroristas de Al Qaeda estaban rodeados por un grupo de seis hombres de la fuerza verdinegra. Los estaban apuntado con los haces de sus fusiles Metal Storm.

Gant los observó desde detrás de la barricada.

El líder del pelotón de la fuerza verdinegra dio un paso adelante y se quitó el pasamontañas. Tenía bellas y angulosas facciones de modelo y los ojos azules. Se dirigió a los terroristas.

—¿Quién es Zawahiri? Hassan Zawahiri…

Uno de los hombres de Al Qaeda irguió la cabeza desafiante.

—Yo soy Zawahiri —dijo—, y no pueden matarme.

—¿Por qué no? —dijo el líder del pelotón verdinegro.

—Porque Alá me protege —dijo Zawahiri sin alterar la voz—. ¿No lo sabían? Soy su Elegido. Su soldado. —El terrorista comenzó a subir la voz—. Pregúntenles a los rusos. De todos los muyahidines capturados, solo yo sobreviví a los experimentos soviéticos en los calabozos de su gulag de Tayikistán. ¡Pregúntenles a los estadounidenses! ¡Yo fui el único superviviente de sus ataques de misiles crucero tras el atentado en la embajada africana! —El volumen de su voz continuaba en aumento—. ¡Pregúntenle al Mossad! ¡Ellos lo saben! ¡He sobrevivido a más de una docena de intentos de asesinato! ¡Ningún hombre puede matarme! Soy el elegido. Soy el mensajero de Dios. ¡Soy invencible!

—Está equivocado —dijo el líder del pelotón.

Apuntó al pecho de Zawahiri y le disparó sin piedad. El terrorista cayó hacia atrás por el impacto y su torso se tornó en una masa sanguinolenta, separando prácticamente su cuerpo en dos.

A continuación, el apuesto soldado dio un paso al frente e hizo la cosa más extraña y horripilante de todas.

Se cernió sobre el cadáver de Zawahiri, sacó un machete de detrás de su espalda y, con un tajo limpio, le separó la cabeza de los hombros.

Gant abrió los ojos de par en par.

A Madre casi se le desencaja la mandíbula.

Las dos observaron horrorizadas al soldado, que cogía la cabeza de Zawahiri y la metía como si nada en una caja de transporte de órganos.

Madre susurró:

—Pero ¿qué cojones está pasando aquí?

—No lo sé —dijo Gant—. Pero ahora no vamos a averiguarlo. Tenemos que salir de aquí.

Se volvieron en el mismo instante en que una muchedumbre de unos treinta terroristas de Al Qaeda corría en estampida hacia ellas, hacia la cinta transportadora, gritando, sin munición, perseguidos por los soldados verdinegros.

Gant abrió fuego y se cargó a cuatro terroristas.

Madre hizo lo mismo y abatió a cuatro más.

Los otros dos marines del equipo de Gant se vieron arrastrados por la estampida.

—¡Son demasiados! —le gritó Gant a Madre. Se tiró a la izquierda para apartarse de la muchedumbre.

Por su parte, Madre retrocedió a las cajas desde las que se accedía a la cinta transportadora, disparando sin cesar, antes de verse sobrepasada por el número de terroristas y caer hacia atrás sobre la cinta transportadora en marcha.

A los hombres de verde y negro que habían matado a Zawahiri parecía divertirles la imagen de los terroristas de Al Qaeda corriendo desesperados a la cinta transportadora.

Uno de ellos se acercó a la consola de control de la cinta transportadora y pulsó un enorme botón amarillo.

Un rugido mecánico llenó la caverna y, desde su posición en el polvoriento suelo, Gant se volvió para ver de dónde provenía.

Tras la barricada aliada, en el extremo más alejado de la cinta transportadora, una trituradora gigantesca de piedra había sido activada. Se componía de dos enormes ruedas cubiertas de «dientes» trituradores en forma cónica.

Gant soltó un grito ahogado cuando vio a los terroristas de Al Qaeda saltar de la cinta transportadora en marcha para salvar la vida. Esperó a que Madre lo hiciera, pero no ocurrió.

Gant no vio a nadie que se pareciera a Madre saltar.

Mierda.

Madre seguía sobre la cinta transportadora, aproximándose peligrosamente a la trituradora.

Madre seguía en la cinta, que proseguía su avance hacia las fauces giratorias de la trituradora de piedra, en esos momentos a cincuenta y cinco metros de distancia.

El problema era que estaba luchando contra dos terroristas de Al Qaeda.

Mientras que los demás soldados de Al Qaeda habían decidido saltar de la cinta transportadora, esos dos habían preferido morir en la trituradora de piedra… e iban a llevarse a Madre con ellos.

La cinta transportadora siguió recorriendo el largo de la caverna, acercándose a la trituradora a una velocidad de treinta kilómetros por hora; ocho metros por segundo.

Madre había perdido el arma al caer sobre la cinta y en esos momentos estaba forcejeando con los dos terroristas.

—¡Cabrones suicidas! —gritó mientras forcejeaba. Con su más de metro noventa de altura, Madre era fuerte como un roble, lo suficientemente fuerte como para hacer frente a sus dos atacantes, pero no para vencerlos—. ¡Os creéis que vais a acabar conmigo, ja! —les gritó en la cara—. ¡Ni de puta coña!

Le dio una patada en la entrepierna a uno de ellos, que no pudo evitar gritar de dolor. Lo volteó y lo lanzó hacia la trituradora de piedra, a dieciocho metros en esos momentos, que continuaba acercándose con rapidez.

Solo le quedaban dos segundos y medio.

Pero el segundo tipo seguía ahí, agarrando con fuerza a Madre. Era un luchador empecinado y no iba a soltarla. Yacía bocabajo sobre la cinta, con los pies por delante. Madre estaba en idéntica posición, pero con la cabeza primero.

—Suél… ta… me —gritó.

El primero de los hombres de Al Qaeda cayó a la trituradora.

Un alarido de dolor. Un estallido de sangre, sangre que salpicó todo el rostro de Madre.

Y entonces, en un momento de claridad, Madre lo supo. No iba a conseguirlo. Era demasiado tarde. Estaba muerta.

El tiempo se ralentizó.

Los pies del terrorista que la agarraba de los brazos se precipitaron a las fauces de la aterradora máquina, que lo engulló de inmediato. Madre lo vio todo desde muy cerca: un hombre de metro ochenta devorado en un segundo. Otro estallido de sangre le salpicó a bocajarro el rostro.

Entonces notó la trituradora a escasos centímetros de su rostro, cada diente de las ruedas, descubrió sangre en ellas y que sus manos desaparecían en…

Y de repente se elevó por encima de las fauces de la trituradora. Pero no mucho.

Solo unos centímetros, lo suficiente para apartarse de la cinta transportadora en funcionamiento, lo suficiente para evitar precipitarse hacia una muerte inevitable.

Madre frunció el ceño y miró hacia arriba.

Y allí, sobre ella, colgado de una mano de una viga de acero y con la otra agarrando el cuello del equipo de protección corporal de Madre, se encontraba Shane Schofield.