El piloto del Yak-141 observó anonadado cómo el edificio de quince plantas que tenía ante sus ojos se desintegraba, desmoronándose al ritmo de una extraña cámara lenta, derrumbándose en su propia nube de polvo.
Era un hombre fornido y bajo, con el rostro redondo, rasgos de Europa del Este y ceño permanentemente fruncido. Su nombre era Oleg Omansky. Pero nadie lo llamaba así.
Otrora miembro de la policía secreta húngara, con fama de emplear más la violencia que el cerebro, era conocido en el mundillo como «el Húngaro».
En esos momentos, sin embargo, el Húngaro estaba confundido.
Había visto a Schofield, a quien había reconocido al instante como uno de los integrantes de la lista, y a Libro II saltar del tejado un instante antes de que el edificio se hubiera desplomado.
Pero ahora no los veía.
Los restos y escombros del edificio habían levantado una enorme nube de polvo que lo cubría todo en un radio de un kilómetro a la redonda.
El Húngaro rodeó el emplazamiento, buscando el lugar donde Schofield había aterrizado.
Observó que un grupo de hombres estaba formando un perímetro alrededor del edificio derrumbado (cazarrecompensas, sin duda) y vio que corrían hacia las ruinas una vez que el desmoronamiento del edificio había cesado.
Pero seguía sin ver a Schofield.
Comprobó el estado de sus armas y se dispuso a aterrizar en el tejado de un edificio cercano.
El Yak-141 aterrizó sin problemas en el tejado de uno de los inmuebles más bajos del complejo. Su propulsor trasero, que apuntaba hacia abajo, se encargó de limpiar la superficie de escombros y restos.
Tan pronto como hubo aterrizado, la cubierta transparente de la cabina se abrió y el Húngaro salió por ella. Su cuerpo era tan orondo como su rostro y llevaba un fusil de asalto AMD, la versión húngara más rudimentaria pero igual de eficaz del AK-47, cuya principal diferencia era la empuñadura delantera extra.
Se había alejado cuatro pasos del avión cuando…
—Tire el arma.
El Húngaro se volvió…
… Y vio a Shane Schofield salir de debajo del Yak-141, con un MP-7 en ristre que apuntaba directamente a la nariz del Húngaro.
Cuando la torre acristalada voló en pedazos, Schofield y Libro II habían saltado a la nada, cayendo justo bajo la parte delantera del Yak-141, que sobrevolaba en esos momentos el edificio.
Antes de empezar a correr, Schofield había sacado de su funda el arma emblema de los marines, el Maghook. A continuación había saltado del edificio y había apuntado a la parte inferior del Yak y había disparado. Libro II había hecho lo mismo.
Los Maghook habían salido disparados y los cables unidos a sus ganchos habían comenzado a desenrollarse. Con dos golpes sordos, las dos potentes cabezas magnéticas habían conectado con la parte inferior del avión y las caídas respectivas de Libro y Schofield se habían visto abruptamente frenadas cuando los cables de sus Maghook se habían tensado.
Cuando el Yak se dispuso a aterrizar en el tejado más cercano, habían activado los carretes internos de sus Maghook y los cables habían comenzado a enrollarse de nuevo, subiéndolos así hacia la parte inferior delantera del caza, donde estarían a salvo durante el aterrizaje y al mismo tiempo (gracias a la nube de polvo) no podrían ser vistos por las fuerzas mercenarias en tierra.
El aterrizaje resultó bastante complicado debido a todos esos escombros y restos que surcaban el aire sin control alguno y al chorro de calor del propulsor trasero, pero lo habían conseguido.
El Yak-141 había aterrizado y Schofield y Libro II habían descendido hasta el tejado del edificio y se habían alejado del avión.
Schofield tenía un plan muy sencillo para el Yak-141.
Robarlo.
Schofield y Libro II se encontraban frente a frente con el Húngaro en el tejado del edificio bajo.
El Húngaro soltó su fusil de asalto, que repiqueteó al caer al suelo. Schofield cogió su rudimentaria arma.
—¿Otro cazarrecompensas? —preguntó, gritando por encima del estruendo del caza al ralentí.
—Da —gruñó el Húngaro.
—¿Cuál es su nombre?
—Soy el Húngaro.
—¿El Húngaro, eh? Bueno, llega tarde. Los mercenarios se le han adelantado. Ya tienen a McCabe y a Farrell.
—Pero no a usted. —La voz del Húngaro estaba desprovista de toda emoción.
Schofield entrecerró los ojos.
—Tengo entendido que tienen que llevar mi cabeza a un castillo en Francia para reclamar el dinero. ¿Qué castillo?
El Húngaro miraba el arma de Schofield con recelo.
—Valois. La fortaleza de Valois.
—La fortaleza de Valois —dijo Schofield. Pasó entonces a la cuestión monetaria—. ¿Y quién paga esto? ¿Quién quiere verme muerto?
El Húngaro le sostuvo la mirada.
—No lo sé —gruñó.
—¿Está seguro de ello?
—He dicho que no lo sé.
Había algo en aquella franqueza tan directa que hizo que Schofield lo creyera.
—Bien…
Schofield se dirigió hacia el Yak, caminando hacia atrás, con las armas aún en ristre pero, mientras lo hacía, sintió cierta lástima por aquel orondo cazarrecompensas que tenía ante él.
—Voy a llevarme su avión, Húngaro, pero también voy a decirle algo que no debería. No esté aquí en once minutos.
Schofield y Libro II subieron por la escalera de la cabina de mando del Yak-141 con sus armas apuntando al Húngaro.
—¿Sabe? —dijo Libro II—. Un día de estos, su Maghook no va a funcionar.
—Cállese —dijo Schofield.
Subieron.
Schofield, otrora piloto de un Harrier, no tuvo problemas para vérselas con los controles de mando del Yak.
Activó el propulsor para el despegue vertical y el Yak-141 se elevó en el aire, por encima del tejado.
A continuación incrementó la potencia de los posquemadores y puso rumbo a las yermas montañas siberianas, dejando a la solitaria figura del Húngaro allí, mirando anonadado e impotente a su alrededor.
Schofield y Libro II dejaron el complejo Krask-8 tras su estela.
Schofield, sentado a los mandos del Yak-141, meditó cuál sería su próximo movimiento.
Libro II, que iba sentado en la parte trasera, dijo:
—¿En qué está pensando? ¿Vamos a ese castillo?
—El castillo es importante —dijo Schofield—. Pero no es la clave.
Sacó la lista de objetivos de Wexley de su bolsillo.
—Esta es la clave —dijo.
Miró los nombres de la hoja arrugada y se preguntó qué tendrían en común.
A grandes rasgos, la lista consistía en una compilación de los guerreros más destacados en el campo internacional: soldados de élite como McCabe y Farrell; espías británicos del MI6; un piloto de la Fuerza Aérea israelí. Hasta Ronson Weitzman aparecía en ella (el general de división Ronson Weitzman, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, uno de los rangos más elevados que existían dentro del Cuerpo).
Y eso sin mencionar a los terroristas de Oriente Medio que figuraban en la lista: Khalif, Nazzar y Hassan Zawahiri.
Hassan Zawahiri…
Schofield conocía ese nombre.
Era el segundo de Al Qaeda, la mano derecha de Osama bin Laden.
Y un hombre que en esos momentos estaba siendo arrinconado en las montañas del norte de Afganistán por fuerzas estadounidenses, por dos amigas de Schofield del Cuerpo de Marines: Elizabeth Gant y Madre Newman.
La voz de Wexley invadió los pensamientos de Schofield: «Los cazarrecompensas son proclives a retener a las amistades y seres queridos como cebo para hacerse con el objetivo…».
Schofield frunció el ceño.
Sus amistades y uno de los objetivos de la lista (Zawahiri) se encontraban en el mismo lugar. Era el punto de partida perfecto para cualquier cazarrecompensas.
Así que tomó la decisión.
Activó el piloto automático del Yak: sur-sur-oeste. Destino: norte de Afganistán.