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Schofield y Libro II corrieron. Lo hicieron para poner a salvo sus vidas mientras las balas agujereaban las finas paredes de escayola a su alrededor.

El nuevo grupo de mercenarios de ExSol, provenientes del Akula, había entablado combate con una intensidad aterradora. En esos momentos estaban subiendo por todas las escaleras que habían podido encontrar y cruzando a la carrera el almacén con el único propósito de hacerse con la cabeza de Schofield.

Los mercenarios que habían entrado en el Typhoon instantes antes ya sabían que Schofield había escapado y estaban saliendo del submarino con las armas en ristre.

Schofield y Libro II corrieron en dirección oeste, accediendo al puente de hormigón cubierto, que conectaba el dique con la torre de oficinas del complejo Krask-8.

A medida que se acercaban al puente, Schofield había visto los movimientos de las fuerzas de Executive Solutions: algunos de ellos estaban escalando hacia la galería, mientras que otros estaban avanzando de manera análoga a Schofield y Libro, solo que en la planta baja. Corrían bajo ellos, también en dirección a la torre.

De lo único que Schofield estaba seguro era de que Libro y él tenían que alcanzar la torre de oficinas y llegar a la planta baja antes que los malos. De lo contrario, los dos quedarían atrapados en aquel edificio de quince plantas.

Cruzaron el puente elevado, dejando atrás a gran velocidad los marcos de hormigón resquebrajados de sus ventanas.

Entonces llegaron al otro extremo del puente, entraron en la torre de oficinas… Y frenaron en seco.

Estaban en una galería, una especie de balcón diminuto, uno de los muchos que recorrían en dirección ascendente las quince plantas de la estructura, todos ellos conectados por una red de escaleras desde las que se divisaba el enorme abismo cuadrado del interior de la torre.

Aquello no era una torre de oficinas. En realidad se trataba de una estructura hueca y vacía de acero y vidrio. Un falso edificio. Conformaba una estampa impresionante, era como estar en un invernadero descomunal: el gris paisaje siberiano podía contemplarse tras las ventanas resquebrajadas que conformaban los cuatro lados del edificio.

Y en la base de la estructura acristalada gigante, Schofield encontró su razón de ser: cuatro descomunales silos de misiles balísticos intercontinentales medio enterrados en el suelo de hormigón en una disposición casi cuadrangular. Guarecidos tras la falsa torre de oficinas, jamás habrían podido ser captados por los satélites espías estadounidenses. Schofield se imaginó que tres grupos más de silos se encontrarían bajo los otros «edificios» de Krask-8.

En el suelo, junto a los silos, un nivel por debajo de él, vio diez figuras desplomadas en el suelo: los seis miembros del equipo Delta de Farrell y el pelotón marine de cuatro hombres de Toro Simcox.

Schofield miró el reloj, la cuenta atrás que indicaba que el misil del Typhoon regresaría a Krask-8 en 15:30… 15:29… 15:28…

—A la planta baja —le dijo Schofield a Libro—. Tenemos que llegar a la planta baja.

Corrieron a la escalera más cercana, comenzaron a bajar… Y una ráfaga de disparos los recibió.

Mierda.

Los mercenarios habían llegado primero a la planta baja. Debían de haber cruzado la carretera cubierta de nieve situada entre el almacén del dique seco y la torre.

—¡Maldición! —gritó Schofield.

—¿Y ahora qué? —gritó Libro II.

—¡No parece que tengamos muchas opciones! ¡Subamos!

Y eso hicieron.

Subieron y subieron, trepando por las escaleras como un par de monos fugitivos, esquivando el fuego mercenario en su ascenso.

Habían subido diez plantas cuando Schofield se atrevió a detenerse y mirar hacia abajo.

Lo que vio hizo añicos cualquier atisbo de esperanza que pudiera haber albergado hasta ese momento.

Vio que la unidad mercenaria al completo se colocaba alrededor de los silos misilísticos de hormigón de la planta baja de la torre: unos cincuenta hombres en total.

Y entonces el grupo de mercenarios se separó cuando un hombre se colocó en el medio.

Era Cedric Wexley, con la nariz rota y completamente ensangrentada.

Schofield se quedó petrificado.

Se preguntó qué haría Wexley a continuación. El comandante de los mercenarios podía enviar a sus hombres por las escaleras tras Schofield y Libro y contemplar cómo los abatían uno a uno hasta que los dos marines se quedaran sin munición y se convirtieran en blancos seguros. No era una estrategia muy atrayente que dijéramos.

—¡Capitán Schofield! —La voz de Wexley resonó por el ancho hueco de la torre—. ¡Corra todo lo que quiera, pero ya no tiene adónde ir! Recuerde mis palabras, ¡muy pronto ya no podrá correr más!

Wexley sacó varios objetos pequeños de su uniforme.

Schofield los reconoció al instante y se quedó helado.

Pequeños y cilíndricos; las cargas de demolición de termita y amatol. Cuatro. Wexley debía de haberlas cogido de los cuerpos de los marines muertos de Schofield.

Y entonces supo cuál era el plan de Wexley.

Wexley le pasó las cargas de termita a cuatro de sus hombres que, al momento, corrieron a las cuatro esquinas de la planta baja y las colocaron junto a los pilares de la torre.

Schofield cogió sus prismáticos y se los llevó a los ojos.

Alcanzó a ver una de las cargas de termita fija en la columna y vio los interruptores de los temporizadores: rojo, verde y azul.

—¡Inicien los temporizadores! —gritó Wexley.

El hombre al que Schofield estaba observando a través de los prismáticos presionó el interruptor azul de la carga de demolición.

Azul significaba «un minuto».

Los tres mercenarios a cargo de las otras cargas de demolición hicieron lo mismo.

Schofield abrió los ojos de par en par.

Libro II y él disponían de solo sesenta segundos hasta que el edificio volara por los aires.

Puso en marcha el cronómetro de su reloj:

00:01…

00:02…

00:03…

—¡Capitán Schofield! ¡Cuando esto acabe, buscaremos entre los escombros y hallaremos su cuerpo! Y cuando lo hagamos, ¡yo personalmente le cortaré la puta cabeza y me mearé en su cadáver! ¡Caballeros!

Tras eso, los mercenarios se dispersaron cual bandada de pájaros a las salidas dispuestas en la planta baja.

Schofield y Libro II solo pudieron contemplar impotentes cómo se marchaban. Schofield pegó la cara a la ventana más cercana y los vio reaparecer en el terreno exterior cubierto de nieve. Rodearon el edificio, cubriendo todas las salidas con sus armas.

Schofield tragó saliva.

Libro y él estaban encerrados en ese edificio; un edificio que, en cincuenta y dos segundos, iba a estallar.