Tsárskoye Seló, Rusia, 7 de marzo de 1917
Pavel los observó entre la multitud. Había logrado escapar con dos de sus hombres, antes de que los bolcheviques rodearan la casa. Sabía que se dirigían al puerto para intentar escapar, pero no lograrían burlarse de él.
Hércules y sus amigos se pararon frente a un pequeño barco de pesca e intentaron negociar con el dueño. Pavel se acercó hasta ellos y, cuando estaba a su altura, les dijo:
—¿Van a alguna parte?
Los tres se volvieron sorprendidos. La cara sonriente del ruso les heló la sangre.
—Creo que se olvidan algo —dijo Pavel.
Uno de los hombres se adelantó con Ana sujeta por los brazos.
—Su amiga rusa está muy decepcionada con ustedes —dijo Pavel agarrando la cara de la mujer.
Ana apartó el rostro, pero el ruso lo mantuvo sujeto frente a Hércules y sus amigos.
—Sean buenos, denme el manuscrito y podrán irse con esta puta.
—Suéltela —dijo Alicia.
—¿No se pondrá a disparar aquí, en medio de toda esta gente? —preguntó Hércules.
—¿Qué importa? El mundo está patas arriba, ¿quién va a acusarme de una muerte más o menos? —preguntó Pavel.
—Dale el manuscrito —dijo Hércules a Lincoln.
—¿Estás seguro? Con él podemos salvar la vida de miles de personas —adujo Lincoln.
—No podemos permitir que la mate —dijo Alicia.
Lincoln sacó el manuscrito y se lo entregó a Hércules.
—Suelte a la mujer —exigió mientras extendía el ejemplar.
—Dejadla —ordenó Pavel.
Los tres subieron al barco, mientras Hércules permanecía de pie frente a Pavel.
Se escuchó un disparo y la multitud comenzó a dispersarse. En menos de un minuto los únicos que permanecían allí eran Pavel con sus hombres y Hércules.
—Ponga en marcha el barco, capitán —ordenó el español.
Un segundo disparo pasó muy cerca de este, pero apenas se inmutó. Los hombres de Pavel se giraron y comprobaron que una docena de bolcheviques se dirigían hacia ellos.
—¡Maldición! ¡A cubierto! —dijo Pavel, se lanzó al suelo y aferró las piernas de Hércules derrumbándolo.
El barco comenzó a separase lentamente del puerto, Alicia extendió los brazos y sujetó la mano de su amigo.
—¡Salta! —gritó Alicia.
Las balas comenzaron a salpicar el suelo y los dos hombres de Pavel cayeron abatidos, Pavel sacó su cuchillo y se lanzó sobre Hércules. Este logró parar la cuchillada con el manuscrito.
Los bolcheviques llegaron hasta ellos y les apuntaron, pero su jefe les pidió que no dispararan. Hércules empujó a Pavel, soltó el manuscrito en el suelo y logró reducirlo.
Alicia intentó alargar el brazo para recoger el manuscrito, pero una bala lo hirió en la mano.
—Déjalo, Alicia —dijo Lincoln.
El barco se alejó más de un metro. Pavel logró zafarse de Hércules y acercó el cuchillo a su rostro.
—¡Maldito seas! —gritó el ruso.
Hércules sonrió y, con todas sus fuerzas, lo empujó hacia atrás. El jefe de los bolcheviques dio la orden de fuego y varios disparos atravesaron la espalda de Pavel. El español se dio la vuelta y se lanzó al vacío, pero mientras estaba en el aire recibió una nueva ráfaga de disparos. Logró agarrarse a la borda, Lincoln sostuvo su mano.
—Querido amigo, ahora toca despedirnos —dijo Hércules con los ojos muy abiertos.
—Hércules, no te sueltes —le pidió Lincoln.
La sangre comenzó a teñir el agua de rojo y una fina lluvia empezó a caer sobre el puerto. Las balas comenzaron a repiquetear en el casco del barco. Los dedos de Hércules se escurrieron de la mano de Lincoln y su cuerpo quedó flotando boca abajo en medio de una gran mancha roja.
El barco salió del puerto en medio del fuego. Alicia, Lincoln y Ana estaban callados, como si aquel pequeño cascarón los llevara a las mismas puertas del infierno.
En el puerto, el jefe de los bolcheviques se agachó y tomó el manuscrito; la tinta comenzaba a escurrirse de las hojas amarillentas.
—Será mejor que proteja el libro, camarada Stalin —dijo uno de sus hombres.
El jefe sonrió y su bigote negro se unió a sus pómulos prominentes.
—Camarada, ¿a quién le importa lo que les suceda a esos malditos judíos? —contestó arrojando el manuscrito al agua.
El libro comenzó a hundirse lentamente, mientras las letras se borraban para siempre, como si las mortales páginas de un libro no fueran suficientes para contener tanto odio. Stalin se sentía como un nuevo zar rojo que devolvería a Rusia todo su poder.