Tsárskoye Seló, Rusia, 7 de marzo de 1917
El zar entró en su despacho a primera hora de la mañana. Se acercó al escritorio y abrió uno de los cajones con llave. No estaba el libro.
—¿Dónde está el libro? —gritó al secretario.
—Ya han terminado las copias que serán enviadas a los editores. Los comunistas están ocupando las imprentas, pero no podrán impedir que el libro salga en toda Rusia, Alemania e Inglaterra. En un par de semanas estará traducido al inglés, alemán y francés —informó el secretario.
—Perfecto, pero que el original esté siempre conmigo —dijo Nicolás.
—Lo devolveremos en cuanto los traductores y copistas hayan terminado con él.
—¿Tiene noticias del comandante Pavel?
—No, majestad —contestó el secretario.
—Espero que haya conseguido su misión, si no todo nuestro esfuerzo habrá sido en vano —dijo Nicolás.
—Aunque nos desmientan, la sombra de duda siempre estará sobre los judíos. También estamos lanzando varios panfletos en los que se habla de la ascendencia judía de Trotsky y Kérensky —dijo el secretario.
—Esos comunistas masones quieren gobernarnos a todos, pero yo los desenmascararé —dijo el zar.
—Cuando el pueblo los conozca, ya nos los apoyará. Los rusos odiamos a los judíos. Los extranjeros y los judíos quieren hacerse con el control de Rusia, pero no nos rendiremos sin luchar, majestad. Muchos nos apoyan todavía —dijo el secretario.
El zar se sentía eufórico, lo había dado todo por perdido, pero un nuevo rayo de esperanza comenzaba a brillar en el horizonte. Él salvaría a Rusia y al mundo de la peste judía. Ya nadie se atrevería a cuestionar su autoridad, Dios lo había elegido para esa sagrada misión.