Capítulo 121

Tsárskoye Seló, Rusia, 4 de marzo de 1917

Ya había anochecido cuando llegaron a la casa. En la fachada las enredaderas trepaban por las paredes intentando ocultar sus muros. La vegetación había crecido alrededor, pero algunas pisadas habían formado un estrecho sendero que llegaba hasta la entrada. No se veían vehículos ni personas por los alrededores, únicamente se oía el sonido de la lluvia, que azotaba los pocos cristales que aún se mantenían en las ventanas de madera.

Alicia y Lincoln eran conscientes de que aquello era poco menos que meterse en la boca del lobo, pero no les quedaba otra alternativa.

—¿Crees que hay una entrada lateral o algo así? —preguntó Alicia.

—Puede que por detrás, pero no podemos arriesgarnos a que los maten —dijo Lincoln.

—Pero si les damos el manuscrito, ¿qué les impedirá matarnos allí mismo? —preguntó Alicia.

—Tendremos que improvisar, no se me ocurre nada mejor —sugirió Lincoln.

Improvisar no era el fuerte de Lincoln. Tal vez Hércules podría hacer planes de última hora y salir airoso, pero ahora no estaba con ellos.

Empujaron la puerta, pero esta apenas se movió. Lincoln empujó con más fuerza y entraron en una oscura estancia, iluminada en parte por unas pocas velas en la pared.

Caminaron por el pasillo y, antes de salir del recibidor, escucharon una voz a sus espaldas.

—Afortunadamente son puntuales —dijo Pavel mientras aparecía entre las sombras.

—No queríamos hacerles esperar. Entréguennos a nuestro amigo y a la mujer —dijo Lincoln.

—Creo que no están en disposición de exigir nada. Por favor, síganme por aquí.

Pavel entró en uno de los pasillos y ellos lo siguieron. Después de andar cinco minutos, bajaron por una escalera hacia el sótano. Allí estaban tres de sus hombres custodiando a Hércules, Nilus y Ana. Los prisioneros estaban sentados en sillas, con el rostro cubierto.

—Aquí están sus amigos. ¿Dónde tienen el manuscrito? —preguntó Pavel.

—Lo recibirán cuando ellos estén libres —dijo Alicia.

—Yo soy el que pone las condiciones —dijo Pavel, furioso.

—No verá el maldito manuscrito. Una copia saldrá para Inglaterra y otra para Estados Unidos si no damos señales de vida en doce horas —dijo Lincoln.

—Buen truco, pero no me creo nada. No les ha dado tiempo a copiar el texto. Además, si no me entregan las copias, no liberaré a sus amigos.

—Nosotros destruiremos las copias en cuanto salgamos del país, se lo garantizo —dijo Lincoln.

—¿Por qué debería creer a un maldito negro? —preguntó Pavel.

—Porque no le queda más remedio —contestó Alicia.

Se hizo el silencio y Pavel ordenó que soltaran a los prisioneros.

—Dos hombres irán con ustedes en todo momento, y antes de subir al barco tendrán que entregar las dos copias. Ahora denme el original —exigió Pavel.

—Que la mujer se marche primero —dijo Alicia.

—De acuerdo, ya estoy aburrido de esa zorra —dijo Pavel.

Ana se levantó de la silla. Su aspecto era deplorable, pero al menos estaba viva. Subió las escaleras y desapareció entre las sombras.

—Ahora el monje —dijo Lincoln.

—El monje se queda —afirmó Pavel.

—El trato era… —comenzó a decir Alicia.

—Liberar a sus amigos, el monje se queda.

Parecía poseído por un odio indescriptible. Pavel ordenó que liberaran a Hércules. El rostro del hombre estaba completamente desfigurado, parecía como si hubiera envejecido diez años de repente.

—¡Hércules! —gritó Alicia.

Su amigo apenas reaccionó; tenía los oídos reventados, la nariz rota y los ojos hinchados.

—Su amigo intentó escapar y tuvimos que darle una buena lección, pero está vivo, como les prometí —dijo Pavel.

Lincoln clavó la mirada al ruso, pero se apartó el abrigo y sacó el manuscrito. Apenas había extendido el brazo cuando comenzaron a escucharse disparos en la planta de arriba.

—¿Qué demonios…? —gritó Pavel, mientras enviaba a dos de sus hombres a la planta de arriba.

Escucharon botas retumbando en el techo de la habitación y Pavel sacó su pistola y les apuntó a la cabeza.