Capítulo 115

Klin, Rusia, 4 de marzo de 1917

No fue difícil extraer el manuscrito del maletín del monje. Dormía profundamente. Su brazo descansaba sobre el maletín, pero fue fácil quitarle la mano, abrir el maletín y extraer el documento. Con sigilo se fueron al comedor, encendieron unas velas y Ana comenzó a leer en alto:

—«Reunidos en Praga los hombres sabios de Sion, los puros, los que han guardado la ley y los profetas, se ponen a dictar las leyes sagradas del Pueblo de Dios. Bendito el Señor, el Señor nuestro Dios es uno, bendito el nombre del Señor.

Durante los últimos siglos, nuestro pueblo ha sufrido la cruel tiranía de los gentiles. Adoradores de imágenes y blasfemos, nos han perseguido hasta casi destruirnos. Todos los pueblos, naciones y poderes son culpables de sangre. Hasta ahora hemos sido misericordiosos. Esperando siempre en la Ley de Dios, pacientes y amorosos, pero ha llegado el momento de cumplir las profecías. Dios quiere si nosotros queremos. El mismo que nos dispersó por nuestros muchos pecados nos volverá a unir. El mismo que nos castigó nos fortalecerá frente a nuestros enemigos.

Tenemos una patria, una tierra de la que fluyen leche y miel. Volveremos a levantar el templo destruido de David, construiremos la Ciudad Santa y cantaremos ante sus muros alabanzas a nuestro Dios. ¿Quién podrá detenernos ahora? Somos fuertes, somos sabios y hemos aprendido sabiduría…»

Se escuchó un fuerte ruido en el pasillo. Hércules hizo un gesto y todos entraron en el estrecho camino que comunicaba la cocina y el comedor. Después cerraron la puerta por dentro y buscaron una salida. Afortunadamente vestían ropas de calle, pero el monje y los niños estaban en el otro lado del monasterio.

—No puedo abandonar a mis hijos en manos de esos forajidos —dijo Ana, desesperada.

Intentó abrir la puerta, pero Hércules la detuvo.

—Es una locura, sabe Dios qué le harán.

—No podría vivir sin ellos, ¿lo comprende? —contestó la mujer, suplicante.

—La acompañaré —afirmó Alicia.

—No, iré yo. No se atreverán a hacernos nada mientras ustedes tengan el manuscrito. Escapen por esa carbonera, creo que lleva al sótano. Después tendrán que apañárselas por ustedes mismos —dijo Hércules.

—Podemos reducirlos —dijo Lincoln.

—Son demasiados, amigo. Por favor, no tenemos más tiempo.

Lincoln y Alicia bajaron por la rampa hasta el carbón. Después buscaron una salida, vieron una ventana pequeña, se subieron a unas cajas y salieron a gatas. Afuera había varios soldados, pero en medio de la oscuridad lograron llegar a los árboles sin ser vistos. Después corrieron por el bosque durante toda la noche.