Capítulo 111

San Petersburgo, Rusia, 3 de marzo de 1917

La ciudad parecía impulsada por una euforia sin precedentes. La abdicación del zar había abierto las puertas a un mundo nuevo, pero la mayoría de los rusos no sabía hacia dónde derivaría la revolución. El Gobierno provisional se esforzaba por mantener el orden, pero sabían que no podían emplear la fuerza contra los manifestantes, ni evitar que estos se reunieran en comité para tomar todo tipo de decisiones. Los burgueses intentaban escapar de la ciudad a toda prisa, convencidos de que el ejército intentaría reorganizarse y aplastar a los insurrectos. El caos y la confusión se apoderaban de las instituciones.

Lenin sabía que el mejor momento para conquistar el poder era ahora. Si las instituciones lograban estabilizarse y paliar el hambre, muchos elegirían la tranquilidad frente a lo desconocido. Los mencheviques, que dominaban grandes partes de los soviets, querían una revolución lenta, de pasos cortos, pero firmes. Lenin tenía que actuar con presteza.

—Los pasos que deben darse son claros: lo primero es seguir creando soviets, desestabilizando los que no dominamos y provocar así el colapso del Gobierno. Después debemos actuar contra la figura del Estado —dijo Lenin.

—¿Qué quiere decir con eso, camarada? —preguntó Trotsky.

—Está claro. Tenemos que cortar algunas cabezas, algunas de ellas coronadas —dijo Stalin, que se había unido a la reunión en el último momento.

Trotsky miró de reojo al director del Pravda. Era el hombre más poderoso dentro del partido en Rusia. El exilio de Lenin, y de él mismo, había favorecido el ascenso de una de las alas más radicales. Un grupo dispuesto a todo por alcanzar el poder.

—¿Cuáles son los pasos que debemos seguir? —preguntó Trotsky.

—El príncipe Georgi Yevgénievich L’vov está desprestigiado antes incluso de comenzar a gobernar: su socio Alexandre Fiódorovich Kérenski, es un traidor a la causa. Utilicemos nuestros medios para desprestigiarlos —dijo Stalin.

—Perfecto. No podemos permitir que estos tipos controlen el poder, hemos esperado demasiado —dijo Lenin.

—Pero lo mejor sería que el pueblo decidiera quién los representa —dijo Trotsky.

—El pueblo ha vivido en la ignorancia; es un niño y no puede tomar decisiones sin nuestra tutela —dijo Stalin.

Trotsky hizo un gesto de desagrado y después esperó a que Lenin apoyara su postura, pero el líder comunista se limitó a sonreír y dijo:

—Stalin conoce la situación mejor que nosotros. Que comience la campaña contra el Gobierno provisional. Ya sabéis: agitadores, disturbios en las colas de racionamiento, prensa y trapos sucios —dijo Lenin.

—¿Qué hacemos con la familia real? —preguntó Stalin.

—Los dejo bajo vuestra custodia. Deben estar controlados en todo momento, pueden aglutinar todavía a muchos partidarios —dijo Lenin.

—¿No sería mejor exiliarlos? —preguntó Trotsky.

—Son ciudadanos como nosotros, tienen derecho a disfrutar de la nueva Rusia —ironizó Stalin.

—Que los saquen de la ciudad, será mejor que se instalen en Tsárskoye Seló. Allí estarán alejados de los golpes de mano del Gobierno, pero lo suficientemente cerca para que no escapen a nuestro control —dijo Lenin.

—Lo haremos de inmediato —dijo Stalin.

—Camaradas, el juego ha comenzado. Espero que estén a la altura. La historia nos contempla y espero que algún día el mundo mire asombrado lo que hemos hecho en nuestra amada Rusia. ¡Viva la libertad! ¡Viva el comunismo! ¡Abajo los tiranos!

El grupo respondió a coro. Después Lenin se quedó solo unos segundos. Sentía que al fin había llegado el momento, pero era consciente de que, si triunfaban, se encontraría con un imperio desmoronado por las obsesiones melómanas de un zar inmaduro. Debería levantar el Estado, crear una nueva sociedad y barrer las ideologías burguesas. Sería un trabajo duro, pero estaba dispuesto a dedicar toda su vida a ello.