Monasterio de Optina, Rusia, 27 de febrero de 1917
Hércules estaba en lo cierto: en cuanto el monje los vio aparecer, comenzó a correr en dirección opuesta. Los cuatro se pusieron en marcha, pero Alicia, debido al pesado vestido, y el stárets se quedaron atrás.
El monje desapareció entre los árboles que bordeaban el riachuelo. Lo siguieron un buen rato río arriba sin poder dar con él, pero cuando estaban a punto de rendirse, Lincoln vio que ascendía por unas rocas.
—Allí, Hércules —señaló el norteamericano.
El español extrajo su arma y disparó a un costado del monje. Este se quedó parado; entonces Hércules le advirtió que si se movía, esta vez dispararía a su cuerpo. Le ordenó que bajara lentamente y se acercara a ellos.
—¿Hermano Felipe? Necesito que haga algo, quiero que se quite el hábito —dijo Hércules.
El monje era joven, de piel clara y muy rubio. Se levantó el hábito. Hércules estaba en lo cierto, estaba circuncidado.
—Usted mató a esos seis monjes —dijo Lincoln.
Costaba creer que un hombre de rasgos dulces y mirada clara fuera el autor de tantos asesinatos.
—Ellos componen una sociedad secreta llamada «Hijos del Diablo». Desean la aniquilación del pueblo judío. ¿No lo entienden? He matado a los hijos del mismo Diablo, no me pueden culpar por eso.
—¿Se ha vuelto loco? Eran simples monjes —dijo Hércules.
—No lo son, quieren que El testamento del Diablo vea la luz y todas sus mentiras se extiendan por la tierra. ¿Quién podrá pararlos entonces?
Lincoln se preguntó qué parte de verdad había en las palabras de aquel hombre. Ya los habían advertido de los rumores que circulaban sobre el monasterio. ¿Podría ser un grupo de exaltados satanistas? Nilus no parecía un hombre maligno.
—¿Cómo podemos confiar en sus palabras? —preguntó Lincoln.
—Encuentren el manuscrito. En él se habla de los verdaderos protocolos de Sion. Los judíos no tenemos un plan para gobernar el mundo, son ellos los que lo tienen, ¿no lo entienden?
Cuando el stárets y Alicia llegaron hasta el resto del grupo, el hermano Felipe se quedó mudo.
—¡Maldito bastardo! Eras tú el que mataba a sus hermanos. Nosotros te acogimos hace dos años, cuando apareciste en el monasterio, nadie te preguntó ni te pidió nada, te tratamos como a uno de los nuestros y nos lo pagas así.
—¡Sois de vuestro padre el Diablo! ¡Queréis destruir a mi pueblo! —gritó el joven.
Un disparo resonó entre las montañas. Cuando miraron atrás, vieron a Pavel junto a uno de sus hombres. Entonces escucharon un gemido, y el hermano Felipe cayó al suelo muerto.
—Hay que ponerse a cubierto —dijo Hércules respondiendo al fuego.
Pavel disparaba con un rifle y las armas de Hércules y sus amigos no podían darle alcance. Se escondieron detrás de unas rocas, si quería atraparlos debería acercarse lo suficiente como para ponerse a tiro. El stárets arrastró el cuerpo del muerto y, resguardado por las rocas, le dio la extremaunción.
Los disparos no cesaron en un buen rato. Cuando Hércules volvió a asomar la cabeza, ya no había nadie enfrente de ellos.
—Está pensando en rodear el risco y aparecer por allí arriba; si consigue subir, no tendremos escapatoria. Tienen que entretener al otro soldado mientras yo escalo —dijo Hércules.
—Es muy peligroso —repuso Alicia.
—No hay otro remedio.
Alicia y Lincoln comenzaron a disparar mientras Hércules se agarraba a una roca y comenzaba a subir. La pared era casi vertical, tardaría algunos minutos en llegar a la cima. Mientras comenzaba el ascenso, escuchó en varias ocasiones que los proyectiles se incrustaban en la roca. Era un blanco fácil, pero los disparos de sus amigos ralentizaban los del soldado.
Unos minutos más tarde, sus dedos tocaron la roca más alta. Estaba a punto de encaramarse cuando notó un zapato que le pisaba la mano. Cuando alzó la mirada, allí estaba Pavel, con su cabeza rapada, sus ojos pequeños, azules y malévolos, mirándolo fijamente.
—Bonito intento, pero ahora me toca jugar a mí. Tengo a tiro a la damisela, aunque esa pieza prefiero cazarla de otra manera. También tengo al negro, verdadera bazofia. El monje todavía me es de utilidad. Creo que empezaré por el negro.
Pavel disparó su fusil, pero en ese momento Hércules se aferró a la otra pierna con la mano que le quedaba y el disparo alcanzó a Lincoln en el hombro.
—Maldita sea —dijo Pavel.
Hércules dio un salto y derrumbó a su enemigo. Los dos forcejearon con el arma y al final, el español logró desarmarlo. Pavel extrajo un cuchillo de la bota, que pasó rozando el cuello de Hércules. El español le cogió la mano y comenzó a acercársela al cuello al ruso. Este se revolvió y se colocó encima de Hércules, acercando el cuchillo a su cara. La furia le hacía babear como un perro rabioso.
Los disparos continuaban abajo, mientras los dos hombres luchaban por su vida. Hércules intentó aguantar la presión, pero aún tenía el brazo débil por sus anteriores heridas y comenzó a flojear.
—Creo que se ha terminado tu suerte —dijo Pavel, sonriendo.
—No conseguirás lo que quieres —replicó Hércules, casi sin aliento.
—Cuando mueras, los demás no resistirán mucho.
El cuchillo empezó a hincarse lentamente en el cuello de Hércules y el dolor comenzó a debilitar aún más su brazo. El español cerró los ojos e hizo un último esfuerzo para resistir. A continuación se escuchó un suspiro profundo y todo se volvió borroso.
Edición norteamericana de los protocolos de los sabios de Sion