San Petersburgo, Rusia, 25 de febrero de 1917
Lev Davídovich Bronstein intentó peinarse su pelo alborotado antes de entrar en el despacho de Lenin. Era la primera vez que se veían en varios años y no podía negar la inquietud que sentía. Su temor era haber perdido el favor de Lenin y salir de su núcleo de confianza. Iósif Stalin, el director del periódico Pravda, era el hombre fuerte del partido. Había logrado mantenerse en Rusia a pesar de las últimas persecuciones zaristas y había consolidado su poder en el aparato del partido.
Cuando Lev entró en el despacho le sorprendió ver el rostro envejecido de su camarada Lenin.
—Camarada Trotsky, es un placer verlo después de todos estos años.
Lev hizo un saludo militar y se sentó junto a su líder.
—Me han informado de que las cosas se están acelerando en Moscú y toda Rusia. Puede que en unos meses nos hagamos con el poder.
—Eso es lo que esperamos todos, camarada —contestó Trotsky.
—Yo, por ahora, prefiero permanecer en el anonimato. Puede que sea más efectiva mi aparición cuando echemos abajo el Gobierno provisional que está a punto de surgir. Los burgueses no podrán tomar las riendas de un país al borde del colapso; además nosotros no se lo pondremos fácil.
—Debemos presionar a las bases para que revienten los intentos moderados. Nadie desea una democracia burguesa —dijo Trotsky.
—Hay que crear soviets que se conviertan en un poder paralelo en cada ciudad. Cuando la fruta esté madura, lo único que tendremos que hacer es tomarla del árbol —comentó Lenin.
—¿Qué haremos con la familia del zar?
—Espero que se marchen al exilio. No queremos que su figura empañe la revolución, todavía muchos campesinos siguen venerándolos. Si se quedan, tendrán que sufrir la suerte de la monarquía francesa tras la revolución: la guillotina —dijo Lenin.
—Organizaremos los soviets lo antes posible. También estamos preparando un ejército del partido, no podemos fiarnos de los generales zaristas. Ahora todos se harán pasar por revolucionarios y tenemos que estar preparados para frenar a esos burócratas —dijo Trotsky.
—Por desgracia, Rusia tiende a la plutocracia. Hay que hacerse con el banco nacional y con las reservas de oro y divisas, disolver la banca y hacernos con las grandes fortunas. También debemos parar la guerra cuanto antes y cumplir nuestros compromisos con Alemania. Rusia no sobrevivirá en medio de una guerra.
—Dictaremos las órdenes y en unos días nos haremos con el poder —dijo Trotsky.
—Muy bien, camarada, hemos regresado, pero esta vez nadie nos volverá a expulsar de nuestra amada Rusia. ¡Viva la revolución! —gritó Lenin.
—¡Arriba los bolcheviques! —le contestó Trotsky.
Cuando salió de la habitación, ya había recuperado la confianza perdida. Lenin seguía usándolo como su mano derecha, juntos llevarían a Rusia al colapso. A veces había que matar al paciente para poder luego resucitarlo.