Tver, Rusia, 24 de febrero de 1917
Ana tenía un porte elegante, una figura esbelta y un hermoso pelo largo y rizado. La noble rusa se había soltado la melena e intentaba desenredarse el cabello con los dedos. Alicia la miraba agotada, las últimas semanas habían sido demasiado intensas incluso para ella.
La mujer rusa se metió en la cama y Alicia se apartó un poco para dejarle más sitio.
—Nunca he dormido en una cama tan estrecha —admitió la mujer.
—Nosotros en los últimos años hemos dormido en el desierto, en alta mar, en un dirigible, en mitad de la selva, en cárceles y lugares infectos. Esta cama me parece un lujo.
La mujer sonrió a Alicia, pero enseguida cambió su semblante.
—¿Se encuentra bien?
—Lo siento, me acuerdo mucho de mi esposo Sergei, estábamos muy unidos. Nos conocimos en la universidad, fuimos muy felices todos estos años y ahora sus hijos se criarán sin padre —dijo Ana con ojos llorosos.
—Lo lamento, me imagino que debe de ser terrible perder al hombre que amas. Yo estoy profundamente enamorada de George y no sé qué haría si él muriera —dijo Alicia.
—La vida es ingrata, te quita mucho más de lo que te da. No sé qué será ahora de nosotros; si los bolcheviques se hacen con el poder, perderemos lo poco que nos queda. ¿Cómo alimentaré a mis hijos? —preguntó Ana.
—A veces la propia vida se abre camino. Nosotros nos cruzamos en su camino y la salvamos de algo peor. Si ese hombre la hubiera matado, sus hijos tampoco tendrían madre.
—Tiene usted razón, gracias a Dios que estaban cerca. Aunque lamento haber trastornado su viaje al monasterio —dijo Ana.
—Nuestra vida es así, un constante cambio de planes. Dejamos que nos lleve el destino, al fin y al cabo, cada uno de nosotros tiene que cumplir una misión, ¿no cree? —preguntó Alicia.
—Antes sí lo creía, pero ahora todo me parece demasiado caótico y sin sentido para encontrarle una lógica. Tal vez la muerte sea la única solución definitiva —dijo la mujer, apesadumbrada.
Alicia le tomó la mano. Su tacto era frío y húmedo, como si la rusa no tuviera apenas vitalidad.
—Las cosas cambiarán, si lo desea puede venir con nosotros. En cuanto resolvamos el misterio del monasterio regresaremos a España. Podría traer también a sus hijos —dijo Alicia.
—¿Harían eso por mí?
—Naturalmente —dijo Alicia.
—Muchas gracias, espero no serles un estorbo. Les prometo que si me llevan con ustedes no se arrepentirán. Tengo mis joyas escondidas en el vestido, ahora las llevo siempre conmigo. Con ese dinero creo que podré vivir holgadamente en España —dijo la mujer recuperando el ánimo.
—Será mejor que ahora descansemos, mañana será un día agotador —dijo Alicia.
Nada más apagar la luz, Alicia pensó en cómo sería una vida tranquila en una casa a las afueras de Madrid, rodeada de hijos y dedicada a ver pasar la vida sin temor ni angustia. Tal vez, en unos meses podría casarse con George y disfrutar junto a él el resto de su vida, pero si algo había aprendido aquellos años, era que hacer planes a largo plazo era algo absurdo. Cerró los ojos y se quedó dormida enseguida. No muy lejos de allí Pavel y sus hombres viajaban hacia el monasterio de Optina para hacerse con el libro y terminar con ellos.