Monasterio de Optina, Rusia, 24 de febrero de 1917
El hermano Nicolás se acercó a la biblioteca del monasterio como todas las mañanas antes de la oración. Como bibliotecario, era su costumbre echar un vistazo y repasar la lista de libros solicitados por los monjes antes de que comenzara el día. El hermano abrió la puerta con la pesada llave de hierro y escuchó el rechinar de las viejas bisagras. El era, junto al stárets, el único que tenía acceso a los libros. Se acercó a su escritorio de madera, una hermosa pieza del siglo XVII, se puso los anteojos y observó la lista. Mientras leía absorto las tareas del día, no se percató de que alguien entraba en la biblioteca.
Un hombre se acercó por detrás y, sin mediar palabra, lo golpeó duramente en la cabeza. El hermano Nicolás se desplomó sobre la mesa; sus ojos grises se apagaron en unos segundos y no pudieron repasar su larga vida. El asesino se adentró entre las estanterías y buscó entre los volúmenes, pero había demasiados como para mirar uno a uno. Se acercó al fichero de madera y empezó a revolver las fichas. No había nada con el nombre que buscaba. Seguramente algunos libros prohibidos estaban en algún archivo secreto que únicamente conocían el stárets y el bibliotecario, pensó el asesino. Tendría que obligar al stárets a entregarle el manuscrito. El tiempo se agotaba y debía cumplir su misión antes de que fuera demasiado tarde.
El hombre se colocó la capucha, salió de la biblioteca y se unió al resto de hermanos, que ya circulaba por el claustro camino al comedor. Estaba famélico, necesitaba tomar un trozo de pan y algo de vino para recuperar fuerzas.
Tras el liviano desayuno, cada monje regresó a sus tareas, pero no había pasado ni media hora cuando las campanas del monasterio sonaron convocando a todos los monjes a la sala capitular. Cuando estuvieron todos reunidos, el stárets comenzó a hablar.
—Se ha producido un nuevo asesinato, con este son cinco los hermanos que mueren en unos meses. Creíamos que las tres primeras muertes habían sido desgraciados accidentes, pero ahora estamos seguros de que uno de nosotros es el asesino. El culpable pagará ante Dios sus culpas, no quedará impune su crimen. Espero que en unos días lleguen unas personas para investigar este desgraciado asunto, el hermano Juan fue a buscarlos a un país lejano, pero en cuanto lleguen, les aseguro que descubrirán al asesino.
Los hermanos se miraron inquietos, en una comunidad de treinta hermanos, cinco muertes eran demasiadas para dejar indiferente a nadie. El stárets disolvió la reunión y regresó a su despacho. Cuando cerró la puerta sintió una mezcla de rabia e impotencia. Todos sus hombres de confianza habían muerto, ahora él era el único que conocía el secreto, pero ¿cuánto tiempo estaría vivo para guardarlo?