San Petersburgo, Rusia, 23 de febrero de 1917
La Duma estaba a rebosar. Los parlamentarios corrían de un lado para el otro. Llegaban noticias de levantamientos en toda Rusia. Moscú parecía la única ciudad dominada completamente por el zar. Algunos parlamentarios pedían que se tomaran medidas contra las huelgas, otros defendían a los trabajadores. Miliákov se puso en pie y pidió la palabra. El murmullo continuó unos minutos hasta que por fin se tranquilizó el ambiente.
—El zar está bien, la situación está controlada. No creo que tengamos que preocuparnos. Estamos negociando un Gobierno de concentración que pasa por la abdicación del zar —dijo Miliákov.
—¡Traidor! —gritó uno de los parlamentarios conservadores.
Miliákov se puso furioso y con la cara enrojecida le contestó:
—Lo más importante en este momento es Rusia. Los alemanes nos hacen pedazos por fuera y los comunistas por dentro. ¿Qué importan el zar y las sabandijas que lo rodean? La corte en los últimos años ha sido la vergüenza de Europa. Ese Rasputín decidía en temas de Estado y la «alemana» procuraba beneficiar a los suyos. El príncipe L’vov está dispuesto a formar Gobierno. Ahora Rusia navega a la deriva.
Los diputados bramaron ante las palabras de Miliákov, pero Rusia estaba realmente sin Gobierno. Los bolcheviques estaban formando soviets por todos lados y en pocos días nadie podría parar la revolución.
Gúchkov se puso en pie y tomó la palabra:
—Hay que arrestar al zar. Nicolás es el culpable de la hambruna y de la guerra, debe pagar por sus errores.
La asamblea volvió a bramar. Algunos diputados comenzaron a pelearse entre sí. Miliákov y Gúchkov se fueron de la sala y se reunieron en uno de los salones cercanos.
—Hay que hacer algo —dijo Miliákov.
—Detengamos al zar, la masa se quedará conforme si arrancamos la cabeza al imperio —contestó Gúchkov.
—Tenemos que conseguir que abdique voluntariamente —dijo Miliákov.
—¿Quiénes nos apoyan? —preguntó Gúchkov.
—Prácticamente todo el mundo. Nadie quiere hundirse con el zar —repuso Miliákov.
—Entonces dejemos que caiga la fruta madura, no creo que pase de mañana la abdicación —contestó Gúchkov.
—Eso espero o todo se irá al traste —dijo Miliákov apesadumbrado.