San Petersburgo, Rusia, 23 de febrero de 1917
La habitación estaba desierta. Ni el más mínimo rastro del español, pensó Pavel mientras sus hombres revolvían los cajones. Se acercó al dueño de la pensión y lo agarró por el cuello.
—¿Mencionaron adonde se dirigían? —preguntó.
—No, señor. El hombre blanco pagó la cuenta y se marchó.
—¿Iba con una mujer y un negro?
—Sí, señor.
—¿A qué hora se fueron?
—Hace unas cinco horas.
Pavel soltó al dueño de la pensión e intentó imaginar dónde podían estar esos escurridizos extranjeros. La ciudad estaba patas arriba y los bolcheviques comenzaban a dominar la situación. El tiempo se le esfumaba.
—Tienen que haber ido a la estación de tren. Lo que buscan no está en la ciudad —dijo en alto Pavel.
—Dudo que siga habiendo circulación —dijo uno de sus hombres.
—Será mejor que lo comprobemos.
Los hombres de Pavel salieron a toda prisa de la habitación y se dirigieron a su coche. Intentaron esquivar a la gente que llenaba las calles, pero era muy difícil conducir entre la multitud.
—Malditos cerdos comunistas —dijo Pavel tras pedirle a su conductor que acelerara. Uno de los viandantes fue golpeado por el coche y los manifestantes abrieron un pasillo.
Uno de los huelguistas se puso delante del vehículo, pero Pavel simplemente sacó su pistola y le pegó un tiro. La multitud huyó despavorida.
El coche aceleró y en unos minutos estaban frente a la gran estación. Allí una muchedumbre confusa esperaba unos trenes que no iban a circular. Pavel se dirigió a la venta de billetes, estaba seguro de que una mujer, un hombre blanco y otro negro no habían pasado desapercibidos.
El vendedor le informó de a dónde se dirigían y que habían preguntado por el monasterio de Optina. Regresaron al coche y salieron de la ciudad a toda prisa. Tenían que llegar antes que ellos al monasterio y prepararles una buena sorpresa.