San Petersburgo, Rusia, 23 de febrero de 1917
Cuando Hércules salió a la calle, notó enseguida el cambio con respecto al día anterior. Una muchedumbre con pancartas se dirigía al centro de la ciudad. A pesar de alejarlo de su camino, Hércules se unió a la masa y caminó con ellos. Sentía el corazón de la muchedumbre. Se respiraba esperanza, optimismo y unidad. Durante varias manzanas caminó hipnotizado, sin pensar adonde llevaba aquel hormiguero humano interminable.
En ese momento, justo cuando la multitud entraba en la plaza, un batallón de soldados se situó al otro extremo. Se colocaron en posición y apuntaron a la muchedumbre. La gente se paró unos instantes, pero después varias personas, la mayoría mujeres, dieron un paso adelante y caminaron en solitario hasta los soldados. Hércules observó sobrecogido la escena, esperando el enfrentamiento en cualquier momento. Tras las primeras personas, la multitud comenzó a caminar lentamente, lanzando flores y cantando.
Los soldados temblaban en sus posiciones, los oficiales tenían los sables en alto y sus superiores observaban a la multitud desde los caballos. Cuando los primeros manifestantes estaban a menos de cinco metros de los soldados, el general dio la orden de disparar. Los oficiales repitieron las instrucciones, pero cuando bajaron sus temibles sables no sucedió nada. Los soldados arrojaron las armas en el mismo instante en que las mujeres comenzaban a abrazarlos. Los oficiales retrocedieron y comenzaron a correr hacia el otro lado, pero la multitud los rodeaba. Varios obreros desmontaron a los oficiales de alto rango, pero no les hicieron nada. Simplemente los desarmaron, les arrancaron sus condecoraciones y sus cascos, para burlarse de ellos.
Hércules había descubierto el secreto de aquel tropel: ya no tenían miedo. Sus ansias de libertad los hacía inmensamente valientes, invencibles. Tuvo envidia de ellos, aunque se alegró de haber estado allí, para convertirse en integrante de esa masa enardecida.