San Petersburgo, Rusia, 22 de febrero de 1917
A Hércules le sorprendió ver la ciudad en calma. Tras las últimas noticias, la había imaginado envuelta en llamas. El español bajó del coche y Lenin se asomó a la ventanilla. Su rostro parecía cansado y envejecido por el viaje.
—Estimado Hércules, sé que no está muy convencido de nuestros métodos o nuestros ideales. Cuando construyamos nuestra utopía está invitado a ver la nueva Rusia —dijo Lenin.
—Las utopías nunca se pueden alcanzar, si no dejan de serlo —contestó Hércules mientras el chófer le daba una pequeña maleta.
—Si necesita cualquier cosa, únicamente tiene que preguntar por mí. Espero que encuentre a sus amigos y todos regresen en perfecto estado a su hogar —dijo Lenin.
—Gracias por todo.
—Gracias a usted, nunca olvidaré que me salvó la vida —comentó Lenin.
—Adiós —dijo apartándose del coche.
—Una última cosa, alójese en algún hotel modesto, puede que en unos días las cosas cambien mucho en la ciudad.
—Seguiré su consejo, camarada —dijo Hércules haciendo un gesto con la mano.
Tras caminar unos metros se aproximó al río Nevá. Era mucho más ancho que el Támesis o el Sena, las casas de sus orillas se parecían a las de París, pero eran más grandes y suntuosas, pintadas con colores vivos. El Palacio de Invierno era semejante a Versalles, pero mucho más grande y majestuoso.
Caminó por las frías calles hasta un hostal en uno de los callejones próximos al puerto. Allí solían alojarse los marineros de permiso y los comerciantes más pobres. Estaba agotado, subió a su habitación y se tumbó vestido sobre la cama. Se le escapó una oración al acordarse de sus amigos. Ellos eran lo único que tenía en el mundo.