Copenhague, Dinamarca, 20 de febrero de 1917
Al cruzar la frontera tuvieron que abandonar el tren, atravesar Dinamarca y embarcar en el puerto de Copenhague. Hércules seguía solitario y taciturno cuando embarcaron en El Estrella de Ártico. Seguía preocupado por la suerte de sus amigos Lincoln y Alicia, aunque confiaba en su capacidad para sobrevivir. En cuanto escaparan, se reunirían con él en el monasterio de Optina. Nadezhda Krúpskaya se puso al lado de Hércules, los dos miraron en silencio cómo se alejaba el barco del puerto.
—¡Qué bello! —dijo Nadezhda.
Hércules no había cruzado media palabra con la mujer de Lenin, pero parecía una mujer inteligente y prudente.
—Nosotros, los humanos, somos los que lo estropeamos todo. Nuestra ambición, el deseo insaciable de poseer, la capacidad que tenemos para justificar nuestros actos es despreciable —dijo Hércules.
—Estoy de acuerdo con usted, aunque me tendrá que reconocer que en esto son peores los hombres —dijo la mujer.
—Tenemos poder, más poder que ustedes. No puedo olvidar una frase del presidente Lincoln: «Si queréis probar el carácter de un hombre, dadle poder». Aunque eso también se aplica a las mujeres —dijo Hércules.
—El nuevo hombre será diferente —dijo Nadezhda.
—¿El nuevo hombre? Todos hablan de él, pero no existe. ¿Cree que unas simples ideas lo pueden cambiar todo? —preguntó Hércules.
—No, es imposible cambiar la forma de ser de un pueblo en una generación, pero en dos o tres crearemos hombres nuevos —dijo Nadezhda.
La sirena del barco resonó en la bahía. Suecia se podía ver frente al puerto. Hércules se puso de espaldas al mar. Extrajo uno de sus puros, lo encendió y aspiró fuerte. El mar le devolvía siempre las ganas de vivir, como si su viejo cuerpo aún recordara sus años como oficial de la armada.
—Señora Lenin, he visto que su esposo ha ordenado la ejecución de esa mujer. Sin juicio, sin derecho a defenderse. ¿Esa es la actitud del hombre nuevo?
—A la gente como Masha no se le puede dar una segunda oportunidad, ha traicionado al partido una vez, casi matan a mi marido. Si él hubiera muerto, junto a su cadáver también habría estado el de toda Rusia —dijo la mujer.
—¿Es verdad que han traicionado a su país? —preguntó Hércules.
—Hemos traicionado un sistema, el zarismo, pero amamos a Rusia. Vladímir conquistará el poder y creará una república proletaria, la primera del mundo. Nunca más habrá pueblos oprimidos por los monarcas y capitalistas —aseguró la mujer.
—Los hombres han estado oprimidos en todos los regímenes, no entiendo por qué el suyo iba a ser diferente —dijo Hércules.
—Servimos a los obreros y campesinos, somos sus pies y sus manos —comentó la mujer.
—Me temo que son mucho más. Son sus ojos y su cabeza. Disculpe que no comparta su optimismo, pero me temo que el problema es más antropológico. En cuanto esté en territorio ruso los dejaré y me dirigiré al monasterio de Optina. Si me disculpa —dijo Hércules caminando por la cubierta. Aún sentía dolorida la pierna y el brazo, pero podía moverse casi con normalidad.
—Señor Guzrnán Fox, le aseguro que el mundo cambiará mucho en la próxima década. La revolución triunfará.
—Espero que sea para bien, señora Lenin.
Hércules abandonó la cubierta y decidió pasear por uno de los salones. Observó a Lenin rodeado por una cohorte de admiradores que revoloteaban a su alrededor. Parecía encantando con toda aquella atención. No parecía un revolucionario, más bien su aspecto se asemejaba a un escritor. Esa raza petulante y envidiosa que siempre requería la atención de todo el mundo, pensó mientras se acomodaba en uno de los sofás. Abrió el periódico y leyó una noticia sorprendente: «La revolución ha estallado en la ciudad de San Petersburgo».